IV

EN DÍAS POSTERIORES Cigal Fastul se encontró completamente atado al trabajo y, aun después, tuvo que ocuparse de un asunto fuera de lo común. Como al signo de los tiempos, los bandidos nómadas habían intentado apoderarse de una de las estaciones del desierto, Ahjmut. El golpe resultó un fracaso, pero los nómadas, sin resignarse, habían establecido un asedio en toda regla sobre el enclave. Y el gobierno planetario, pese a las peticiones recibidas, se negaba a enviar cualquier clase de ayuda, temiendo que todo aquello no fuese sino una emboscada o una argucia para distraer parte de sus tropas.

Nada de todo eso hubiera afectado a Fastul de no ser porque, dentro de Estación Ahjmut, se hallaban varios investigadores exteriores: un grupo de antropólogos, sociólogos, tecnólogos sociales y lingüistas becados por una universidad de Mundo Erna. Y, adjunto a tal beca, se encontraba un seguro que cubría casi cualquier supuesto posible, incluido el que en aquellos momentos se daba.

Así que la Delegación Federal, que representaba los intereses de una multitud de planetas sin embajada en Ercunda, planteó el problema al gobierno planetario y éste a su vez se lo pasó a su Oficina para Exteriores donde, vía escalafón, fue a parar a manos de Fastul.

Él, a quien en el fondo no disgustaban las misiones de ese tipo, recurrió a D. Rae, el apaciguador, para organizar el rescate. Y el ercundano se ocupó de todos los detalles prácticos, tales como apalabrar un volador con un piloto de confianza.

Luego, casi en el último minuto, Cosmos a Moa llamó por sorpresa a Fastul. Éste no había tenido ocasión de volver a verle, aunque sí de saber de él; ya que el terrestre, en su búsqueda de Gruu Muna, había recurrido a unos y otros con peticiones de toda clase de información imaginable. Y lo que ahora pretendía no era ni más ni menos que un sitio en la expedición a Estación Ahjmut.

—¿Con nosotros, al desierto? —le miró asombrado—. ¿Pero para qué?

—Tengo motivos para creer que Muna está implicado en lo que está sucediendo allí.

—Sólo es posible —matizó impasible a Moa— y bien pudiera estar yo equivocado. Pero, puesto que se me presenta una oportunidad, no me importaría nada aprovecharla e investigar un poco sobre el terreno.

—¿Pero cómo Muna —le preguntó perplejo Fastul a la imagen en pantalla—, un recién llegado al planeta, podría organizar una como la que se ha liado en Estación Ahjmut? Eso no tiene ningún sentido, hombre.

—Él solo no, claro. Digo que quizás tenga algo que ver, que se encuentre mezclado, no que sea obra exclusivamente suya.

Fastul renunció entonces a discutir más: bastantes cosas tenía ya en la cabeza como para ocuparse de asuntos ajenos. Acabó aceptando al terrestre en la expedición, aunque sin dejar de menear con escepticismo la cabeza. * * *

Se reunieron en las afueras de la ciudad, al pie del desierto, apenas amanecer. El primero en llegar fue Fastul, con tanto adelanto, debido a que era el único pasajero del aerobús, que había optado por bajarse una parada antes del final y acercarse andando.

Cosmos a Moa se presentó al poco y, casi inmediatamente, D. Rae. El apaciguador, que al igual que Fastul vestía una hopalanda blanca y holgada, llevaba un arma en cada mano: el fusil nómada en la zurda y en la diestra otro de calibre enorme, capaz de disparar proyectiles como puños. Fastul, tras las presentaciones, no pudo evitar referirse a este último.

—¿Espera problemas? —Había reconocido aquel arma, típicamente ercundana, cuya munición podía derribar a una nave en vuelo.

—No. —El apaciguador quitó hierro al asunto con una mueca—. Pero nunca se sabe.

Fastul asintió y el otro no añadió nada. Si durante el nocturno Rae resultaba más bien truculento, durante el diurno, por el contrario, era tan digno y sentencioso como un sumo sacerdote. Un hecho que, para Fastul, demostraba la falsedad del apaciguador cuando éste admitía tácitamente ser un vatispantem, ya que tales nunca habían sufrido de la dualidad cíclica tan extendida entre los ercundanos de raza humana.

Tras aquello, no hubo más conversación. Acababa de despuntar y la mañana era azul, fría y clara. Las calles estaban aún vacías y el silencio resultaba casi total. Los tres viajeros se ceñían las ropas y daban cortos paseos de un lado a otro; al respirar, el aliento formaba nubecillas blancas. Cosmos a Moa, que portaba una larga sahariana de color arena, se arrimó a una tapia y, dejando el equipaje entre los pies, se echó el vaho en las manos ahuecadas, antes de sacar un cigarrillo.

—Ahí está —dijo entonces Rae—. Ése es.

Perfectamente visible en el aire de primera mañana, un volador se aproximaba por la parte del desierto; no en línea recta, sino con una gran curva, como bordeando la ciudad. El terrestre, que nunca antes viera uno de ésos, se adelantó algunos pasos para observarla.

Se trataba de una nave descubierta, plana y elíptica, como una bandeja. A popa había alerones y timón, todos muy grandes, con cruces rojas recién pintadas sobre blanco; lo que en Ercunda, como en otros muchos mundos humanos, era la bandera de paz. Había un sólo hombre a bordo: un nómada de hopalanda amarilla que se tocaba con una montera plana y romboidal, con las cuatro puntas caídas y rematadas en borlas. Por ese tocado, así como por los ideogramas de sus mangas, Fastul no tuvo duda en identificarlo como un bocorce, un habitante del desierto.

La nave se posó con suavidad a escasos metros, en uno de los descampados entre edificios que daban paso al desierto. El nómada no bajó siquiera y, mientras ellos embarcaban, D. Rae le presentó como «Uxvel, bocorce». Fastul y a Moa dijeron alguna palabra de cortesía, a las que el otro respondió con un movimiento de cabeza, haciendo bailotear las borlas de su tocado.

Despegando con la misma delicadeza con que aterrizara, enfiló el desierto y en seguida se encontraban a quince metros de altura, volando a unos cuarenta kilómetros por hora en dirección sureste.

La propulsión zumbaba sordamente, el desierto iba pasando bajo ellos, los extremos sueltos de las ropas se agitaban. Repentinamente curioso, Cigal Fastul se había girado en su sitio para contemplar el espaciopuerto, visible a babor. La terminal, la torre, los almacenes y los talleres; todos estaban a la vista; las pistas circulares, pintadas de colores vivos: verde jade, rojo sangre, azul zafiro; las naves posadas. Luego, en seguida, todo eso quedó atrás.

A sus espaldas, los rascacielos y las cúpulas de Coliafán resplandecían bajo el sol de primera mañana. Poco a poco fueron menguando, haciéndose más y más indistintos, hasta no ser sino un atisbo sobre la línea del horizonte. Y, por último, hasta eso se perdió de vista.

Cosmos a Moa se asomaba al borde, contemplando interesado las extensiones que se deslizaban ante sus ojos. La monótona sucesión de arenales y pedregales, hasta donde alcanzaba la vista, salpicados por manchas de vegetación. Esta última formaba parches irregulares y aislados entre sí, de muy diversos tamaño y coloración. Fastul le llamó la atención sobre ellas.

—La flora del desierto. Se agrupa en algo parecido a colonias vegetales, compuestas mayoritariamente por plantas de la misma especie. Es algo raro, un fenómeno local.

—Ya veo que los viajes se te han metido en la sangre —observó a Moa.— ¿Los viajes?

—Llevo mucho tiempo yendo de un planeta a otro y me las he visto con gente de toda clase, así que creo que algo he aprendido. Cuando te encuentres a alguien que, allá donde va, se fija en la gente, la ecología planetaria y cosas por el estilo, ten al menos la sospecha de que es un vagamundos, uno de ésos con los pies inquietos.

—Bueno, al salir de casa estuve en más de un planeta; es cierto. Pero ya llevo unos cuantos años en éste, en Ercunda, y creo que estoy a gusto aquí… aunque, ¿quién sabe? —Tiempo al tiempo.

Luego la conversación decayó. Como en cualquier viaje de esa clase, largo e incómodo, la charla se alternaba con el mutismo. El sol subía en el cielo, el calor iba en aumento y ellos, a pesar del viento provocado por el vuelo, se aflojaban una y otra vez las ropas. En un momento dado, Fastul señaló al terrestre una gran bandada de aves con plumajes blancos y rosados, que volaba a estribor.

—A pesar de las condiciones extremas, el desierto es muy rico en vida vegetal y animal. Ercunda es un mundo viejo y la evolución ha hecho su trabajo.

En ese momento D. Rae, que dormitaba en su asiento con el fusil de mayor calibre sobre las rodillas, se despabiló de repente.

—Ahí delante tenemos una caravana. —Se dirigía al terrestre—. No sé si le gustaría verla más de cerca.

Viendo al otro asentir, habló con el bocorce en su dialecto nómada. Éste contestó afirmativamente, antes de alterar de modo ostensible el rumbo. El sol estaba ya en su cénit, la temperatura subía sin cesar y toda la inmensa panorámica del desierto, hasta donde llegaba la vista, vibraba debido al calor.

El bocorce realizó un par de maniobras aéreas, sin duda destinadas a aplacar cualquier posible inquietud de los caravaneros, para después reducir bruscamente velocidad y altitud. Acto seguido inició una pasada a la caravana, lentamente, de adelante atrás.

Volando a siete metros del suelo y a no más de diez kilómetros por hora, Cosmos a Moa pudo observar a sus anchas la larga hilera de bestias de carga. Se trataba de animales gigantescos, importados por los humanos y muy semejantes a los prehistóricos estegosaurios de la vieja Tierra. Seres de larga cola y cuello, cabeza diminuta y tremendas crestas dorsales. Más tarde, Fastul le diría que tales crestas estaban profusamente irrigadas y que servían de alerones naturales, disipando calor durante el largo y ardiente diurno. En cambio durante el nocturno, tanto aquellos vasos como los que recorrían el grueso pellejo de las bestias se ocluían para combatir el frío.

Pero en esos instantes el terrestre sólo tenía ojos para el espectáculo de los grandes monstruos que marchaban en fila. Se movían con paso lento y bamboleante, cargados con bultos y paquetes de todas clases. Había caravaneros a horcajadas sobre los cuellos o en sillas a diversas alturas sobre los lomos; envueltos en sus mantos y monteras, y con largos fusiles en el regazo. Y aún otros iban a pie, caminando junto a los gigantescos seres.

Fueron pasando despacio a lo largo y unos y otros se saludaban con el brazo, hasta que al cabo la caravana quedó atrás. Cosmos aún siguió vuelto, presa de una irresistible curiosidad, hasta que Fastul le tocó el hombro para señalarle adelante.

Entonces vio que había otro volador allí, sin duda escolta de la caravana, llena de hombres armados. Ambos pilotos se enfilaron, uno subiendo y el otro bajando, antes de caer cada uno a estribor y, en una maniobra que debía exigir cierta pericia, cruzarse en el aire a la misma altura. Los voladores pasaron tan cerca que pudieron verse los rostros atezados y sonrientes, e intercambiar algunos gritos antes de separarse. Luego, el bocorce volvió a rumbo.

Hicieron varias paradas de escasa duración y, ya bien atardecido, se desviaron buscando un lugar propicio para posarse y pasar el Squities, el periodo de sueño entre el diurno y el nocturno. Tras alguna discusión, Fastul había terminado aceptando el criterio de Rae, partidario de retrasarse unas horas la llegada. La gente del desierto era especialmente sensible a los ciclos planetarios y, durante el nocturno, su humor solía ser impulsivo, voluble y turbulento, por lo que el apaciguador le había encarecido a presentarse en el campamento de los nómadas durante el diurno y no antes.

Luego de tomar un bocado, el bocorce alzó el habitáculo del volador y, tras comprobar de pasada los sensores, se echó a dormir dentro. Al cabo de un par de minutos, D. Rae le había imitado.

Cosmos a Moa se internó una veintena de pasos en el desierto, fumando pensativo un cigarrillo y con el fusil terciado sobre el hombro. El sol estaba ya muy bajo, el cielo enrojecía muy lentamente y comenzaba a soplar esa brisa que suele acompañar al crepúsculo. A unos pocos metros, un banco de hierba se agitaba y alborotaba a cada golpe de aire. El terrestre se detuvo con los ojos puestos en aquel herbazal en continuo movimiento.

—No hay que fiarse mucho de los bancales —le advirtió Fastul, llegando a su lado—; son un buen escondite para los predadores. Aunque —añadió en el acto— si hubiera alguno ahí ya nos lo habrían advertido los sensores del volador. Cae dentro de su radio de acción.

Interesado, el terrestre enfocó de nuevo su visor sobre aquella isla vegetal, anclada en un mar de arena y rocas. — ¿Predadores? ¿Grandes predadores? ¿En un desierto?— Y más de uno. Ya te he comentado que el ecosistema de aquí es viejo y estable, y muy rico en cuanto a diversidad. Es sorprendente la cantidad de especies que medran en este desierto. Y hay un par de seres perfectamente capaces de devorar a un hombre; de hecho, pasa a veces.

El terrestre, que ahora contemplaba cómo un remolino iba de un lado a otro, a capricho del viento, se volvió hacia su interlocutor.

—¿Cuándo llegaremos?

—¿A Estación Ahjmut? Échale día y medio ercundano, tres ciclos; contando con las paradas, claro. Contaba con hacer una en Estación Megazi; allí, aparte de perder algo de tiempo, podríamos dormir en cama y adecentarnos un poco. Pero Rae me ha convencido de que es mejor ir directamente.

—No entiendo por qué mandan una expedición de rescate desde Coliafán y no desde cualquiera de las otras estaciones, que están mucho más cerca.

—Bueno. Podríamos decir que han recurrido a nosotros porque se supone que tenemos más mano izquierda. O que, como hay una cifra máxima para negociar el rescate, la aseguradora tiene miedo de que alguien intercepte las comunicaciones y los nómadas les saquen hasta el último cuarto. Pero, personalmente, yo creo que, andando por medios seguros, esto debe ser una maniobra de la compañía: creo tienen la esperanza de que, mientras llegamos, los nómadas se hayan visto obligados a levantar el cerco.

—Es posible. Y esta parada, ¿de cuánto va a ser?

—Hemos hablado de seis horas.

—¿Seis horas? No es mucho: me voy a tumbar. —Tirando la colilla, sonrió de medio lado—. Soy de los que, si pueden, prefieren estar descansados.

Cigal Fastul se quedó solo. Encendió un cigarrillo y fue a sentarse en una roca cercana, cuidando de permanecer dentro del radio de acción de los sensores. Había esperado algo más de charla por parte del terrestre y se sentía un poco chasqueado. Él no era de los que se hacían con facilidad a ciertos cambios y le costaba dormirse en sitios y condiciones fuera de lo habitual.

Contempló el sol poniente, calculando que aún había de pasar más de una hora para que comenzase realmente el ocaso. El viento suspiraba entre los médanos, pequeños torbellinos de arena corrían por las laderas y las sombras eran ya largas y oscuras. Un ave solitaria planeaba a poca altura sobre las dunas, al sur. Enfocó en ella su visor, intentando determinar de qué especie se trataba. Luego, en seguida, perdió el interés. Dejó caer el cigarrillo, lo pisoteó y, con un suspiro, fue de mala gana hacia el volador, esperando conciliar el sueño él también.

* * *

Según lo previsto, alcanzaron Estación Ahjmut al cabo de tres semiciclos, pero sólo para verse en mitad en una violenta escaramuza. Ya llegaban sobre aviso, dado que se habían acercado volando bajo sobre los arenales, fuera de la vista, emitiendo mensajes y escuchando el estampido de las explosiones. Habían elegido esa ruta en vez de otras más abiertas para evitar que alguien, divisándoles de lejos y no distinguiendo las cruces rojas, les disparase por error. Y de golpe, al rebasar un amontonamiento de rocas peladas, se encontraron ante Ahjmut. La estación, el campamento de los bandidos, las naves en vuelo; todo apareció allí de repente, ante sus ojos.

Ahjmut, como el resto de estaciones, era una población de reducido tamaño, encerrada por un muro alto, de barro marrón, reforzado por torres anchas y cuadradas, que impedía cualquier vista del interior. Había existido también un diminuto barrio extramuros, unas cuantas casas de adobe, reducido ahora a escombros. A distancia considerable, podía divisarse el campamento nómada: una aglomeración de tiendas hemisféricas, arracimadas sin orden ni concierto. Y, entremedias, se veía revolotear en esos instantes a gran número de voladores.

Aquellas naves, llenas de gente armada, iban y venían por doquier, subiendo, bajando, ejecutando toda clase de piruetas y acrobacias. Con fusiles lanzacohetes montados sobre pivotes, los nómadas disparaban contra la estación y desde allí respondían al fuego, de forma que multitud de centellas incandescentes se entrecruzaban en el aire. Algunas estallaban en vuelo y otras iban a dar en las dunas, alzando surtidores de arena, o alcanzaban la muralla, con gran estruendo.

Uxvel, el bocorce, aterrizó en lo alto de un médano y ellos se apearon para estirar las piernas y valorar la situación. Observaron cómo los voladores nómadas se zambullían y pirueteaban vertiginosamente, esquivando las estelas llameantes que llegaban de la estación. Movido por la costumbre —no en vano trabajaba en la Oficina para Exteriores— Fastul aclaró al terrestre que los muros eran de barro batido, barro mezclado con otros ingredientes para darle gran dureza y resistencia, así como que estaban protegidos por escudos de fuerza.

A Moa enfocó su visor en la muralla, en la que, a simple vista, podía verse una vibración en el aire más cercano, un temblor que indicaba la presencia de tales escudos. Luego volvió su atención a los nómadas de los voladores, a los grandes visores con que se cubrían los ojos y a la forma de revolotear, como carroñeros, en torno a la estación.

—Buscan huecos. —Fue Rae quien hizo la aclaración—. El sistema de escudos que usan las estaciones es el de un entramado de fuerza, con fuentes múltiples. La red de energía absorbe los impactos y, en medio de una batalla como ésta, hay oscilaciones, sobrecargas y caídas locales.

El apaciguador plantó la culata del fusil en la arena, para apoyar luego ambas manos sobre el cañón.

—Se producen fallas que duran unos pocos segundos y ésos —señaló a las naves en vuelo— andan a la busca de tales huecos. El juego está en prever, mediante los visores, dónde y cuándo se abrirá una brecha de energía, y meter por ahí un proyectil. Porque la verdad es que todo esto no es más que eso, un juego. —Sonrió, mostrando los grandes dientes—. No van a conseguir gran cosa; pero se divierten jugándose la vida, esquivando tiros y logrando muy de tarde en tarde algún que otro blanco.

—Ya. —El terrestre le miró—. ¿Y por qué nos quedamos nosotros aquí?

—Esperaremos a que terminen. Si vamos a negociar con ellos, nos conviene ver cómo va la cosa. Depende del daño que hagan hoy y las bajas que tengan. Un mal resultado les hará un poco más tratables, porque a los jefes les vendrá bien entonces un poco de dinero con el que contentar a los suyos.

Asintiendo, el terrestre se alejó para sentarse en el borde del volador y, luego de encender un cigarrillo, se entretuvo siguiendo las evoluciones aéreas de los nómadas.

Subían y bajaban por el aire azul como en una montaña rusa, los mantos flameando, y aquellos que no estaban ocupados con los lanzacohetes blandían sus fusiles, lanzando gritos estentóreos. En un momento dado, una de las naves resultó tocada de refilón, a unos treinta metros de altura, y cayó echando humo. Bajó con rapidez, dando fuertes bandazos, hasta aterrizar de mala manera en una duna; los ocupantes huyeron todos, ayudándose unos a otros.

Pero aparte de aquello, tal y como le advirtiera el apaciguador, el combate resultó poco más que un tremendo despliegue de fuegos artificiales. Unos cuantos nómadas fueron muertos o heridos en pleno aire por la metralla enemiga y ellos a su vez consiguieron algún que otro impacto en el muro, causando daños menores. Y, al cabo de un tiempo, los voladores comenzaron a retirarse, los tiros fueron espaciándose hasta cesar y, en pocos minutos, el aire en torno a la estación estaba vacío.

Volaron con precaución hasta el campamento de los nómadas, que resultó ser un auténtico maremágnum de desheredados y aventureros, reunidos para aquel golpe.

Tanto Rae como Fastul vestían hopalandas blancas con una cruz roja en la espalda, en tanto que el terrestre y el bocorce usaban brazales con la misma insignia. Pero aun así y a pesar del respeto que inspiraban los apaciguadores, Fastul no las tuvo nunca mucho consigo. No parecía haber asomo de autoridad o coordinación allí, por lo que se vieron obligados a errar por aquel laberinto de tiendas, abriéndose paso por entre la chusma y teniendo que preguntar en más de una ocasión.

Esa horda ni siquiera tenía un caudillo claro, ya que, cuando al fin pudieron llegar a ellos, se encontraron ante una asamblea de doce jefes. Simples cabecillas de salteadores, desbordados por la magnitud del asunto y que ni siquiera parecían demasiado bien avenidos entre ellos.

La mayoría de ellos pareció sentirse violenta en presencia del apaciguador, en distintas maneras, desde intimidados a claramente hostiles. No les ofrecieron ni aún asiento, aunque Fastul se tomó la cosa más como un descuido, fruto de la confusión, que como una ofensa deliberada. D. Rae, sin inmutarse, apoyó el fusil en el suelo y, las dos manos sobre la boca del cañón, les expuso las razones de su visita, así como la oferta de dinero a cambio de la salida de los universitarios exteriores de la estación.

No esperaban un arreglo inmediato, pero tampoco nadie había creído que ocurriría lo que después vino. Porque cada jefecillo parecía ser de una postura distinta, de la aceptación al rechazo, pasando por la codicia más desenfrenada. Comenzaron a hablarlo y en seguida se habían olvidado de sus visitantes para comenzar a pelearse entre ellos. Gritaban, gesticulaban y los más exaltados se insultaban mientras que los demás se esforzaban en impedir que llegasen a las manos.

Según discutían a gritos, se iba congregando más y más gentío, hasta formar una muchedumbre que se decantaba por una u otra postura, con grandes voces. La disputa subía cada vez más de tono, el escándalo ya era ensordecedor y los bandidos nómadas, nunca muy templados, se enconaban y acaloraban progresivamente en sus posturas.

Entonces D. Rae, que hasta ese momento había permanecido impasible, apoyado en su fusil, echó mano al arma y disparó al aire tres tiros que retumbaron como cañonazos, acallando de golpe aquel guirigay.

—La oferta está hecha —se dirigió a los jefes—. Supongo que os gustará discutirla en privado, con tiempo por medio. Nosotros, entretanto, iremos a la estación para comprobar cuántos de esos exteriores quieren realmente abandonarla. Si no tenéis inconveniente, claro.

Sus interlocutores asintieron, muchos de ellos demasiado sorprendidos como para articular siquiera palabra.

—¡Por Todo, hombre! —Resopló Fastul mientras regresaban al volador—. Creí que se me paraba el corazón. ¿Pero a quién se le ocurre disparar? Ha salido bien, pero lo mismo podían habernos matado a todos.

El apaciguador ni siquiera respondió. Cosmos a Moa agitó lentamente la cabeza.

—No —se opuso—. Esa gentuza estaba a punto de liarse a tiros entre ellos y a saber qué hubiera sido entonces de nosotros. —Se volvió al ercundano—. No sé si sabía lo que hacía o tiene mucha suerte; pero le felicito, hombre: eso les ha calmado de golpe.

—Así es. No por nada nos llaman los apaciguadores —sonrió entonces Rae, sin poder esconder una cierta satisfacción, antes de descartar el asunto con un ademán—. Y ahora a la estación; por lo menos, este Squities dormimos en blando.