X

TRAS AQUELLO, Fastul se vio metido de lleno en la caza de Gruu Muna, si es que ya no lo estaba lo bastante. Pero, a partir de ese momento, sus jefes le asignaron oficialmente al asunto y él le dedicó una buena parte de su tiempo. Durante los días siguientes acompañó y asesoró a D. Rae, e hizo averiguaciones por su cuenta, entre los exteriores de Coliafán. Asimismo se entrevistó con varios personajes interesados en el asunto, algunos de ellos de lo más inquietantes; como aquel ercundano, con todo el aire de ser un capucha roja, o una antarace guapa y aniñada que le produjo una especial desazón, y a la que supuso una asesina genética, un monstruo de laboratorio no muy distinto al propio Muna.

A lo largo de ese tiempo interrogaron a quienes, por una u otra razón, podían haber estado en contacto con el fugitivo, visitaron lugares donde pudiera haberse alojado e investigaron la muerte de un cazarrecompensas en el barrio antiguo, quizás relacionada con el caso, ya que al parecer alguien ofrecía ahora mucho dinero por la cabeza de Muna.

Día tras día, según se estrechaba el cerco, el perseguido fue perfilándose más y más a ojos de Fastul, dejando de ser un nombre y una circunstancia para ganar volumen y convertirse en alguien más real. Algo a lo que contribuyó no poco las abundantes conversaciones que sobre él mantuvo con D. Rae.

—Sigo sin saber muy bien cómo puede capturarse a alguien así —le había dicho, desanimado, en cierta ocasión a éste—. ¿Cómo atrapar a alguien que es capaz de prever el cuándo y el cómo?

—De dos formas. Por simple azar —y aquí el apaciguador se palpó la placa adherida a la sien—. Este trasto, además de alterar las proyecciones de futuro, puede hacer que ocurra eso: que nos topemos con él por casualidad; aunque es difícil. La otra… ¿sabe lo que es el ajedrez?

—A Moa me habló de él. He estado consultando sobre el tema y conozco un par de juegos muy parecidos.

—Pues la situación es muy similar a cualquier juego de casillas. En este momento, Muna está en mala situación, tiene muy pocas opciones y se ve obligado a movimientos que le comprometen cada vez más.

—¿Pero cómo puede cometer errores si es capaz de prever las consecuencias?

—Ya no se trata de errores. Imagínese a un viajero que es atacado en el desierto por una fiera y que, para salvarse, huye abandonando agua y comida. No tenía otro remedio, si quería escapar de la muerte inminente, pero ese mismo acto le pone en un apuro. A veces, Fastul, no se puede elegir.

—Visto así… —Meneó despacio la cabeza—. Pero en la vida real no se puede acorralar a nadie contra los bordes del tablero. La vida real tiene un número infinito de casillas.

—No tantas. Y ahora Muna sí que está de veras contra el borde del tablero. Este planeta está poco habitado, su población es mayormente nómada y tribal, y, dejando de lado las estaciones, aquí no hay más que una ciudad digna de tal nombre: ésta. No tiene más que tres salidas. —El apaciguador levantó tres dedos en el aire—. Puede seguir aquí, jugando a la culebra y el ratón con sus perseguidores, que no somos pocos, intentar salir al espacio o huir a otra parte del planeta.

—Le sería difícil pasar los controles del espaciopuerto: después de lo de la revuelta, eso está de lo más vigilado.

—¿E ir a otra zona de Ercunda? ¿Cómo iba a esconderse de nosotros, de los apaciguadores, en el desierto? No puede esperar pasar desapercibido mucho tiempo.

—En ese caso sólo le queda intentar aguantar aquí, en Coliafán.

—A cada día que pasa, la cosa se le pone muy difícil. Dan mucho dinero por él y eso desata muchas lenguas, y aguza mucho las miradas.

—¿Entonces?

—Pues es lo que estoy tratando de decirle: que, si se mueve, haga lo que haga, tiene muchas probabilidades en contra; pero que tampoco puede quedarse quieto. —Aquí sonrió—. Jaque.

Más tarde, Cigal Fastul le daría muchas vueltas a esa conversación: jaque era la jugada del ajedrez en la que el rey, la pieza clave, se veía amenazada y obligada a moverse, sin importar hacia dónde. Pero, pese a lo que el apaciguador dijese, Muna había logrado escabullirse hasta el momento, eliminando de paso a más de uno de sus perseguidores, y Fastul tenía muy presente que era un asesino nato, capaz de matar por nada, y procuraba estar en guardia. Además, al hilo de un temor bastante oscuro, había pedido a Bilgrum, sin saber muy bien por qué, que ella y sus hermanas tomasen algunas medidas de precaución.

Precisamente con ella, con Bilgrum, en la cabeza, Fastul salió de palacio al oscurecer, acabado ya el trabajo del día. Faltaba muy poco para su partida del planeta, ella y sus hermanas estaban de guardia ese nocturno en la embajada, y él tenía muy pocas ganas de enfrentarse a un apartamento vacío. Así que, envuelto en su hopalanda, cruzó sin ninguna prisa la gran plaza en dirección al Tau Co, su local favorito, para sentarse a solas y tomar un café negro y bien fuerte.

Estaba en ello, jugueteando con la taza y dando vueltas a ideas más bien negras, cuando la camarera le avisó de que la propia Bilgrum estaba tratando de comunicarse con él y estaba en línea con el local. Despabilándose sorprendido, hizo un gesto algo atropellado de asentimiento. La camarera colocó una silla frente a él, al otro lado de la mesa. En seguida el aire en esa zona comenzó como a vibrar y, en el espacio de tres o cuatro segundos, una réplica de Bilgrum se materializó allí, sentada enfrente. Se contemplaron por un instante, antes de que ella tomara la iniciativa.

—Sig… —Tanto la voz como la imagen eran perfectas, a excepción de una ligera aureola alrededor de esta última. Ni ese halo ni la demora al formarse el holograma respondían a limitaciones técnicas, sino que servían para evitar sobresaltos a los inadvertidos.

—Te veo y te oigo perfectamente.

—D. Rae me ha llamado hace un rato a la embajada: está tratando de localizarte por todos los medios.

—¿Rae? ¿Y por qué no me ha mandado aviso? —Se puso dos dedos en la sien, refiriéndose así a su implante de comunicaciones.

—Me ha dicho que lo ha intentado, pero que no hay señal.

—Ah. —Meneó la cabeza—. Habrá vuelto a estropearse.

—Es que ese implante es un trasto —le reprendió ella, con un punto de irritación repentino, muy suyo—. ¿Por qué no te consigues algo mejor?

—Es lo que se suele usar en este planeta y, si a la gente de aquí le vale, a mí también.

—Bueno. Quedé con Rae en que te buscaría; él dice que es muy urgente.

—Entonces lo mejor será que contacte con él lo antes posible.

—Es por lo de Gruu Muna, ¿no?

—Supongo que sí.

—Sig. —Ella hizo una pausa y le miró durante ese instante, como si pugnara con la preocupación—. Muna es de lo más peligroso. Ten mucho, mucho, cuidado.

—Tranquila, mujer —sonrió.

—Nos vamos a estar todo el nocturno en la embajada. Llámanos.

—Te llamaré.

Apenas se había esfumado la imagen de Bilgrum, cuando Fastul ya estaba pidiendo a la camarera un aparato fonoauricular, una comunicación ésta mucho menos espectacular que los hologramas, y al poco estuvo al habla con D. Rae.

—¿Se trata de Muna?

—Eso es. Le espero en el «Vabnaye», si es que quiere venir.

—¿Cuando?

—Cuanto antes. El Vabnaye está en…

—Conozco el sitio. Salgo para allá.

El Vabnaye estaba en el barrio antiguo, a pocas calles del límite con el barrio terrano, una zona que parecía ser la preferida de Gruu Muna. Fastul conocía aquella taberna más que nada de vista, ya que no había estado en ella más que en un par de ocasiones y de eso hacía tiempo. Se trataba de un local subterráneo, frecuentado exclusivamente por ercundanos; gente del barrio que, sin llegar a la hostilidad, mostraban un abierto disgusto ante la presencia allí de exteriores o terranos.

Sabiéndolo, Fastul no perdió tiempo en buscar a Rae. Estaba muy oscuro allí adentro, ya que las únicas luces eran unas pocas lámparas blancas y débiles y, como en otros muchos locales, había sistemas en marcha que anulaban los visores. Fue con precaución entre las mesas, sintiendo los ojos de los parroquianos y las putas; pero en seguida una sombra de gran estatura se apartó de la barra, haciéndole seña de acercarse, y así supo dónde estaba el apaciguador.

—¿Qué va a tomar?

—¿Y Muna?

—En su momento.

—Un vaso de aguardiente entonces. —Se quitó la hopalanda, porque hacía calor en aquel antro subterráneo—. ¿Qué es lo que pasa con Muna?

—He recibido una información; ya le dije que las recompensas sueltan muchas lenguas. Al parecer, Muna irá este Miquiníes a la estación de aeronaves.

—¿Trata de salir del planeta?

—O de la ciudad. No lo sé.

—¿Y qué hacemos aquí?

—Nada de particular: ha sido decisión del generador de acciones aleatorias. —En la semioscuridad, puso la mano sobre la placa metálica de la sien.

Fastul se le quedó mirando, antes de encogerse de hombros. Con la diestra tomó el vaso que le servía a desgana el tabernero, mientras que con la zurda se colocaba un cigarrillo entre los dientes.

—Gracias por venir —añadió el apaciguador—. Ya sé que no son horas.

—¿También ha decidido mi presencia el generador?

—Sí.

—En fin. —Fastul se encogió de hombros, antes de hacer una pausa pensativa—. ¿Sabe? Me pregunto si Muna no habrá cambiado de aspecto. Yo, sin grandes contactos, sé de un par de cirujanos que lo harían rápido y bien, sin preguntas.

—Casi todos los que estarían dispuestos a ayudarle ilegalmente, lo están igual a venderle, si el precio merece la pena; y lo merece. Dan una recompensa muy alta por su cabeza, aparte de lo peligroso que resulta ayudarle.

—Entonces Muna lo prevería y no recurriría a ellos en concreto.

—Lo que le cierra unas cuantas posibilidades y estrecha un poco más el cerco. Así es.

—¿Pero qué pasa si encuentra de todas formas alguien dispuesto? —se puso terco Fastul.

—¿Y si logra pasar los controles del espaciopuerto? ¿Y si logra colarse de polizón en una nave de carga? ¿Y si logra seguir escondido durante meses? —Hastiado, D. Rae se llevó su propio vaso a los labios—. Pues claro que aún tiene posibilidades y seguro que guarda cartas en la manga; de lo contrario, ya le habríamos atrapado.

—¿Y por qué seguimos aquí?

—Por nada. Nos iremos a la estación cuando así lo decida el generador de actos.

—A ver si mientras se nos va a escapar Muna.

—Sólo faltaría eso —se rió quedamente el apaciguador—. Pero es más seguro así; todo esto trastoca las líneas de probabilidad y nos hace prácticamente invisibles a sus capacidades.

Ya no cambiaron más palabras durante un buen rato. Hacía calor allí, la atmósfera estaba más que cargada de humo y olores, y por toda la sala parecía flotar el rumor múltiple de las conversaciones. A veces Fastul notaba que alguien le estaba observando desde las sombras, pero la compañía de Rae, por ercundano tanto como por su rango, disuadía de cualquier demostración de desagrado ante su presencia.

—Vámonos —dijo de repente el apaciguador, dejando su vaso sin apurar.

El otro se abrochó su manto negro, apartándose de la barra sin un comentario. Salieron fuera, sintiendo de golpe el frío, y echaron calle adelante. El apaciguador, que ese nocturno no llevaba su sempiterno fusil, se cubrió la cabeza con un pliegue de la hopalanda negra, antes de meter las manos en las mangas. Fastul le imitó al principio, aunque en seguida sacó los dedos para encender un cigarrillo.

Fueron caminando por calles medio vacías, siguiendo un recorrido que a Fastul le pareció bastante sinuoso. Era una hora avanzada del nocturno, entrando ya el Miquiníes, el periodo de sueño entre aquél y el diurno, y la gente iba retirándose poco a poco a descansar. Corría un viento helado que silbaba en los recodos y cortaba como un cuchillo, y sobre los tejados asomaba el disco rojo de Panac, abrumándolo todo con su circunferencia.

La estación de aeronaves estaba formada por una cúpula gigantesca, sujeta por enormes arcadas que daban directamente al exterior, así que la estructura entera era como la de una plaza techada y abierta. En las arcadas era en donde se situaban las plataformas para las naves y, dado que allí se centralizaba el tráfico aéreo con todo el planeta —con las estaciones del desierto y las colonias antaraces, así como con el espaciopuerto—, había un gran trajín de pasajeros y mercancías, además de partidas y llegadas casi constantes de naves.

Fastul y el apaciguador fueron paseando en silencio por la estación, escudriñando con disimulo a la gente. La mayoría iba abrigada y el viento les agitaba las ropas, puesto que aquella cúpula abierta ofrecía poco resguardo contra el aire o las temperaturas. Una nave larga y esbelta despegaba en aquellos mismos instantes, rumbo a Estación Veliji, según decían las pantallas.

—¿Y si Muna fuera en ésa? —rezongó Fastul.

—Mala suerte.

La rotonda estaba casi vacía en esos momentos y ellos se entretuvieron deambulando, sin cruzar apenas una palabra. Luego, poco a poco, comenzó a aumentar el caudal humano de la estación: aquel lugar se poblaba y despoblaba siguiendo un ciclo bien determinado, como mareas humanas, que era función del horario de vuelos. Las pantallas indicaban próximos despegues con destino a Estación Ahjmut y a Mo Sice, una colonia antarace casi en el polo norte del planeta.

—La nave de Mo Sice es un mercancías —advirtió D. Rae.

Fastul asintió. Se situaron en el andén de la primera nave, a observar discretamente el aflujo de pasajeros, acompañantes y ociosos. Aunque el gran visor ocultaba los ojos de Rae, Fastul observó cómo éste se detenía sobre un soldado, un mercenario exterior, oriundo de quién sabe qué planeta. Sin embargo el alto apaciguador, pasado unos instantes, se desentendió de él. El soldado embarcó con andares perezosos. Las compuertas acabaron cerrándose y por último, entre timbres de aviso, la aeronave despegó rumbo a Estación Ahjmut.

Volvieron a pasear por la rotonda, otra vez casi vacía. Y, de nuevo, ésta comenzó a llenarse lentamente.

—Ahora es el momento —dijo Rae de repente—. Si Muna aparece, casi seguro que será ahora.

Fastul le miró inquisitivamente, antes de volver los ojos a las pantallas y sacudir la cabeza. Había anunciados dos vuelos casi simultáneos, aparte del de la lanzadera del espaciopuerto.

—Sí… —aceptó lentamente—. ¿No hay nadie más esperando a Muna aquí, aparte de nosotros? ¿No hay más apaciguadores?

—No, no hay nadie más.

—Así es fácil que se nos escabulla.

—Pero también tenemos una oportunidad de atraparle. Ahora sólo estamos dos, moviéndonos aleatoriamente —y de nuevo rozó con los dedos la placa sobre la sien—. Creo que, de haberle tendido una trampa entre varios, Muna podría prever la situación y cambiar de planes.

Fastul aceptó aquello, aunque no pudo evitar observarle de soslayo. Se le pasó por la cabeza que todo aquello eran teorías sin gran fundamento; que lo que en realidad pretendía su acompañante era asegurarse de que sería él y no otro quien capturase a Gruu Muna. Porque el lado nocturno de D. Rae tenía bastante más de cazador de hombres que de mantenedor de la paz.

—¿Nos separamos? ¿Vamos a algún andén en concreto?

—No: vamos a movernos aleatoriamente, según nos diga el generador de actos; de lo contrario, nos haríamos «visibles» a las capacidades de Muna y nos esquivaría sin problemas. —Sonrió, mostrando los grandes dientes—. O quizás se limitase a matarnos.

Fueron de un lado a otro por la estación, siguiendo los dictados al azar del generador. Los minutos pasaban, la hora de los despegues se acercaba y Fastul, poco a poco, iba poniéndose cada vez más nervioso. El apaciguador, en un momento dado, se detuvo y se volvió hacia él como con cierto reparo.

—Oiga, Fastul —le dijo, como si de repente hubiera caído en algo—. Le agradezco que haya venido, ya lo sabe. Pero si de repente el maldito procesador decide que se vaya, tendrá que hacerlo y sin dilación. Espero que lo entienda.

—¡Qué remedio! —se resignó el otro, aunque con la atención ya en otra cosa; los ojos escudriñando entre la gente que pasaba por la estación. Los apartó y luego observó de nuevo, sintiendo el roce de una especie de inspiración, antes de hablar sin cambiar de tono o gesto— Fíjese en esos dos que vienen de frente, esa pareja.

—Sí.

El par al que se refería, hombre y mujer, atravesaba la rotonda en ángulo respecto al que ellos habían llevado, aproximándose cogidos del brazo. Ella era antarace a juzgar por su abrigo, mientras que él se cubría con un manto azul de bocamangas y capucha blancas, ésta última echada, de forma que ocultaba el rostro. Algo que no quería decir mucho, ya que muchos hombres —el mismo Rae era un ejemplo— seguían tocados allí dentro, puesto que era casi como si se hallaran al aire libre.

—Puede que no sea nada —se previno Fastul, aunque el corazón le latía con violencia—. Pero ese hombre tiene que ser exterior. Exterior y llegado hace no mucho a Ercunda.

—¿Si?

—Lleva la hopalanda mal ceñida y los faldones le molestan porque no está acostumbrado a ellos y le estorban al andar. —Su susurro se hizo más rápido, viendo que aquellos dos estaban cada vez más cerca, a punto de cruzarse con ellos, y el apaciguador no hacía intención de moverse—. Ustedes, los ercundanos, no suelen fijarse en eso; pero yo he enseñado demasiados exteriores a ponerse bien una hopalanda como para…

—Cúbrame las espaldas —dijo de repente Rae. Y luego Fastul supuso que su inacción se había debido a que estaba usando el procesador, esperando la orden de actuar.

Plantándose en mitad de la calle, el apaciguador se descubrió la cabeza con la zurda, mientras que en su diestra, como por arte de magia, aparecía una pistola de gran calibre.

—Soy D. Rae, apaciguador —anunció a la pareja, que se había quedado petrificada ante aquel gigante feo y vestido de negro que había surgido de entre el gentío para encañonarlos—. Pongan las manos en alto.

Fastul había sacado también su arma y la empuñaba a dos manos, puesto en oblicuo respecto del apaciguador y procurando no quitar ojo a cuantos se hallaban cerca, ahora detenidos de golpe ante aquella escena, en diversas actitudes.

—Usted —le dijo Rae a la mujer—. Apártese. Más; eso es. Las manos encima de la cabeza.

Uno de los espectadores se acercó la mano al bolsillo. Con un grito, Fastul volvió el arma hacia él. El otro reculó asustado, mostrando precipitadamente las palmas desnudas. Había sido sin duda un gesto inconsciente. Pero, se dijo Fastul, pero…

—Usted —Rae se dirigía ahora al hombre—: quítese la capucha. No, no toque el borde. Coja por la tela de encima de la cabeza. Así. Ahora tire hacia atrás.

El otro obedeció con manos lentas; la prenda le resbaló entre los hombros. Hubo un instante como de inmovilidad. Fastul, de reojo, pudo entrever un rostro de lo más anodino, sin un sólo rasgo destacable, ni para bien ni para mal. Si en efecto se trataba de Muna, se le ocurrió en ese momento, el cirujano había hecho bien su trabajo, porque aquella cara era de las que costaba recordar.

—Gruu Muna —dijo luego el apaciguador—. Hay una orden de busca y captura federal a su nombre.

Se produjo otro lapso. El uno y el otro se miraban, mientras la mujer que iba con aquél observaba hecha un manojo de nervios a ambos. También los espectadores permanecían inmóviles, a distancia, y sólo Fastul se movía, procurando no quitar ojo a nadie y cubrir todo el campo de tiro a espaldas del apaciguador.

—No voy a volver a un laboratorio —respondió por fin Muna.

—No sé nada de ningún laboratorio. La orden ha sido cursada en Tani Xuoc IV, por la comisión de múltiples delitos.

—No voy a volver.

Esta vez Rae ni respondió. Muna pareció examinar a aquel personaje muy alto y huesudo; el pelo blanco, la piel oscura, las ropas negras.

—Tengo entendido que en este planeta uno tiene derecho a retar a cualquiera que pretenda detenerle.

—Tiene entendido mal —repuso aburridamente Rae—. A lo que tiene derecho es a resistirse a la detención: puede sacar su pistola e intentar matarme. Pero, si lo intenta, será usted el muerto.

—¿Usted apuntándome y yo con la pistola en el bolsillo? No me parece que sea un duelo muy justo.

—La Justicia no es más que una entelequia; una teoría de los humanos, sin ninguna existencia real…

Muna, las manos todavía en alto, le miró con un rostro que, aún bajo el brillo rojo de Panac, se veía más gris que la ceniza. Más tarde, al pensarlo, Fastul se preguntaría qué podría haber pasado entonces por la cabeza de un ser así —alguien capaz de prever los distintos futuros posibles— al darse cuenta de que todo estaba en contra suya. Porque, sin duda, en aquel instante, Muna debió «ver» que, hiciese lo que hiciese, estaba condenado a la catástrofe, sin opción ya de salida.

—No. No me interesa lo más mínimo la filosofía —chirrió, con una especie de desafío postrero, echándose ya mano al interior de la hopalanda.

La mujer que le acompañaba chilló. El apaciguador hizo un solo disparo y el otro no llegó ni a sacar el arma. Salió volando hacia atrás, dio dos tumbos sobre el suelo y quedó tirado boca arriba.

Rae bajó el arma y, con la zurda, se quitó despacio la placa de la sien. Luego, volviéndose hacia la antarace, la contempló brevemente.

—Vete —le dijo, con una sombra de amabilidad en la voz.

Ella reculó unos pasos, aún mostrando las palmas, antes de darse la vuelta y escapar hacia las salidas. Viéndola alejarse, Fastul se preguntó qué historia habría tras todo aquello. No le asombró que Rae la hubiera dejado ir sin más; los apaciguadores, quizás por su condición de casamenteros, solían contemplar con benevolencia cierto tipo de circunstancias.

El apaciguador, rebuscando en su hopalanda, había sacado una bala suelta. La hizo saltar en su palma y se acercó a Muna. Éste quizás aún respiraba, caído con los ojos cerrados y una gran herida en el pecho. El apaciguador cargó la bala en su pistola.

—¡Por Todo! —Fastul se apartó precipitadamente, dándose de repente cuenta de lo que el otro iba a hacer.

El hombre de negro disparó al yacente entre las cejas y la cabeza entera estalló como una bomba, salpicando de sangre y restos en todas direcciones.

—Se acabó. —El apaciguador guardó con aire distraído la pistola.

Fastul asintió, impresionado.

—Me pregunto —dijo pensativamente, mientras devolvía su arma a la funda de la axila—. Me pregunto adónde iban.

—¿?

—Qué nave pensaban tomar.

El apaciguador le miró para después encogerse de hombros.

—Ya, qué más da…

—Supongo que no. ¿Y ahora?

—Ahora rutina. Váyase si quiere.

Haciéndole caso, Fastul se marchó muy poco después. Dio la espalda al muerto y se abrió paso entre los curiosos, dirigiéndose al exterior; pero, en el último instante, cambió de idea para encaminarse a las cabinas de la estación. Optando por una comunicación virtual, marcó los códigos y aguardó unos instantes. En seguida el aire tembló y, como por arte de magia, las cinco hermanas Bilgrum aparecieron ante él, observándole en diversas posturas que eran variaciones las unas de las otras. Las miró desconcertado y, al cabo de un par de segundos, renunció con un suspiro a descubrir cuál de ellas era su Bilgrum.

—Se acabó —dijo, dirigiéndose a ninguna en particular.