VI

DE VUELTA A COLIAFÁN, Fastul se reintegró a la rutina, hizo cuanto pudo por adelantar el trabajo atrasado, buscó tiempo para estar con Bilgrum, quedó un par de veces con Cosmos a Moa. También recibió otra llamada de Stirce Tutoc, de la S.P, conminándole de nuevo a sonsacar al terrestre. Aquello, aunque por una parte irritaba a Fastul, por lo que de imposición tenía, no dejaba de agradarle por otro lado, ya que le permitía seguir de cerca aquel asunto. Una ambivalencia que confesó de pasada a Bilgrum, un nocturno, unos días después de su regreso.

—Sig. —Ella le miró preocupada—. Creí que estábamos de acuerdo en que ciertos asuntos, cuanto más lejos mejor.

—Los de la S.P. no me han dejado elegir. —Se encogió de hombros—. De todas formas yo estoy, como quien dice, justo al borde del agua.

—Eso puede ser a veces igual de peligroso. Ese tal Muna, si de verdad es como dicen…

No terminó la frase y no hizo falta. Ella ya sabía quién y qué era Muna, puesto que el mismo Fastul se había encargado de contárselo.

Aunque los antaraces eran bastante opacos en sus luchas intestinas, Fastul ya estaba convencido de que la sociedad a la que Bilgrum pertenecía era una de las que apoyaban la permanencia de Teicocuya en el trono y que, por tanto, estaban enfrentadas con la Gran Tuze. Así que, de forma nada inocente, le había dejado caer cuanto sabía de Gruu Muna, apenas regresó de Estación Ahjmut.

Ella solía tantearle con cautela y él respondía en ocasiones, sabiendo que eran cosas poco importantes y que sin duda los antaraces ya lo conocían por otras fuentes; pero sin lograr a la vez librarse de un cierto remordimiento, la sensación de que no estaba siendo demasiado leal con el gobierno que le pagaba. Pero en aquel caso se lo había contado todo con gusto, recordando cómo por culpa de Muna se había visto envuelto en un tiroteo con tres capuchas rojas.

Cogiendo un cigarrillo del paquete que tenía encima de la mesa, echó una ojeada al cielo abierto. Habían encontrado un hueco para almorzar juntos y, por sugerencia suya, fueron a un restaurante del barrio terrano. Una azotea muy agradable, en la cúspide de uno de los rascacielos de piedra, cubierta por una cúpula transparente y guarnida con muebles de bronce y cuero, así como con plantas verde oscuro y rojas.

Sobre sus cabezas, el firmamento era de un azul muy oscuro, lleno de constelaciones. Previo a la cita, Fastul había consultado el almanaque, comprobando que ese día y a esa hora la luna roja Panac no habría despuntado aún. Aquel enorme satélite, que ocupaba buena parte de los cielos, marcaba los nocturnos del planeta, agobiando con su disco rojo el humor de casi todos los forasteros de Ercunda; una norma a la que Bilgrum no era excepción.

Pero aquel nocturno, a esas horas previas al orto de luna, nada más agradable que estar allí sentados, con la ilusión de hallarse en abierto, bebiendo una copa y contemplando el titilar de multitud de estrellas.

Prestó atención a las palabras de Bilgrum, que le estaba diciendo que más tarde, durante el Miquiníes, estaría libre y podrían verse.

—Vaya, no —negó apesadumbrado—. Hoy es el Anarsegut y estoy invitado.

—¿Invitado? ¿A palacio?

—¿Dónde si no? —Él se refería a una de las festividades solemnes del calendario ercundano. Un rito anual en honor a los dioses de los vatispantem, los inhumanos aborígenes del planeta, supuestamente extintos, cuyas estatuas se guardaban como oro en paño dentro de palacio. El propio déspota haría las ofrendas, en una celebración a la que asistirían cientos de partícipes.

—¿Y tienes que ir?

—¿Qué remedio? —sonrió—. Lo de invitado es un eufemismo: no tengo elección. Parece que este año me han elegido a última hora, gracias al asunto de los exteriores atrapados en Ahjmut. ¡Ya ves tú que tontería! En diez años en Ercunda, es la segunda vez que me hacen el honor.

Ella le estaba mirando, cada vez más inquieta. Entreabrió los labios como para decir algo, pareció arrepentirse y, por último, habló con suma cautela.

—Oye, tal como están las cosas… En el Anarsegut van a estar Teicocuya y casi todos los que pintan algo en su régimen. Podría pasar algo.

—¿Algo? ¿Qué? —le animó, ahora alerta.

—¡Yo que sé…! Algo —se retrajo Bilgrum.

Fastul asintió despacio, renunciando a indagar más. En los últimos días, la agitación no había hecho otra cosa que subir de tono: atentados, noticias de tribus que renegaban solemnemente de su obediencia al gobierno planetario, nombres de supuestos pretendientes circulando de boca en boca…

—Todo es posible —admitió.

—Incluso probable.

Ahora él no dijo nada y ella le miró con fijeza, antes de añadir.

—Tú mantente al margen.

—¡Y dale! Soy exterior, un funcionario profesional, y no tengo relación alguna con la política.

Se retrepó para escudriñarla entre el humo del tabaco, preguntándose qué había querido decirle. Así como él le hacía a veces comentarios, así ella dejaba escapar en ocasiones retazos de información. Pero Fastul, que era más bien suspicaz, no sabía si ella lo hacía así confiando en que, a su vez, los hiciese llegar a los oídos adecuados.

Entonces, sin saber muy bien por qué, le vino a la cabeza el tiroteo con los tres capuchas rojas y cómo entonces recibió la ayuda de un antarace desconocido, quizás enviado por la misma Bilgrum. Ahora fue él quien primero apartó los ojos.

Hubo un silencio, antes de que ella, con esa volubilidad tan suya, cambiase bruscamente de humor. De repente, se le quedó observando con ojos afilados, antes de señalarle de arriba a abajo con el índice.

—¿Al Anarsegut? —le recriminó—. ¿Pero es que piensas presentarte así en palacio?

Sorprendido, Fastul se miró a sí mismo, para luego echarse a reír. Aquel nocturno llevaba una hopalanda negra —una prenda que apenas usaba, ahora caída descuidadamente sobre una silla— y un mono de diario bastante usado, negro y gris, así como un chaleco de color plomo con multitud de bolsillos.

—No, mujer; ya me pondré luego algo más adecuado. La ceremonia no puede empezar hasta que Panac esté alta en el cielo; así que tengo tiempo de sobra. Además —añadió ya de buen humor—, yo no soy como tú, que necesitas un par de horas sólo para decidir qué no te pones. Ella le devolvió la sonrisa. Vestía otro de sus aparatosos uniformes antaraces, rojo y dorado en esa ocasión, repleto de insignias y condecoraciones. Curioso, Fastul fue a interesarse por una de estas últimas, una barroca estrella de siete puntas, forjada en oro, que le había visto en muchas ocasiones y que ahora llevaba prendida sobre el pecho izquierdo de la guerrera.

—¿Ésta? —La hizo bailotear entre sus dedos, con orgullo apenas disimulado—. Es el Cetifor y no verás demasiadas por ahí: se concede sólo cuando un genotipo ha cumplido siete fenotipos. Significa que las Bilgrum hemos servido ya a Antar Acea en siete generaciones.

—¿Siete? ¿Que ha habido ya siete…?

—No son muchos los que pueden decir lo mismo.

—Y tú, vos —Fastul titubeó—, ¿habéis llegado a conocer a…?

—Nooo. —Ella le miró, primero sorprendida y luego como asintiendo para sus adentros—. Bueno, claro, tú no tienes por qué saberlo, pero la ley antarace es terminante al respecto: ningún fenotipo puede ser concebido mientras aún vivan uno o varios de la generación anterior.

—Ah.

—Es una ley máxima, no puede ser obviada bajo ninguna circunstancia. —Entonces le atrapó de repente una mano entre sus dedos y, de nuevo, sus ojos dejaron traslucir preocupación—. Sig, recuerda lo que te he dicho: ándate con mucho cuidado, por favor.

—Claro —repuso sorprendido—. De todas formas, sé cuidarme.

—No, no sabes. ¡Qué vas a saber…!

Él volvió a fijarse en sus ojos, sin saber qué pensar. Supuso que debía sentirse molesto por esas palabras, pero lo único que pudo notar fue un calorcillo, nada incómodo, llenándole el cuerpo.

—Bueno, quizás no. —Le acarició a su vez los dedos, sonriente—. De acuerdo, chica, tendré todo el cuidado del mundo, de veras. No te preocupes más.

Más tarde, ya vestido adecuadamente, Cigal Fastul acudió a palacio. Lo hizo a desgana, dando un largo paseo por la ciudad, puesto que conocía demasiado bien la mecánica del Anarsegut —una celebración interminable, pródiga en rituales y reverencias— como para esperar de la velada otra cosa que no fuese aburrimiento.

La ceremonia en sí, que involucraba a cientos de celebrantes, era una síntesis del credo vatispantem, con sus sobrias ofrendas de tierra y agua a los ídolos —abstracciones en piedra y metales, sitas en una cámara vedada— y elementos de viejas religiones humanas, tales como la consagración de ofrendas, para sustanciar en ellas la totalidad del planeta y sus habitantes.

Un atareado maestro de ceremonias le condujo a un gran patio abierto y le mostró su sitio entre la multitud; antes de marcharse, quiso comprobar que conocía las pautas del rito. Fastul le tranquilizó tocándose con dos dedos la sien, dándole a entender con aquel gesto tan común que llevaba implantes, ampliaciones artificiales de memoria. Entonces el otro se marchó apresuradamente, dejándole sin nada que hacer que no fuera mirar el gran disco rojo de Panac e intercambiar algún comentario con sus vecinos.

Cuando Panac estuvo por fin lo bastante alta, iluminando hasta el último rincón con su luz rojiza, la ceremonia principió entre batir de bongos y timbales. La muchedumbre de invitados se volvió expectante y allá muy lejos Fastul pudo intuir, más que ver, la presencia de Teicocuya sobre un estrado de piedra. Un hombre muy grande, gordo y sereno como un buda, vestido para la ocasión con recargadas vestimentas ocres y amarillas, y rodeado por un enjambre de oficiantes menores.

El Gran Maestro de Ceremonias dio la primera orden con voz resonante; los cientos de partícipes se inclinaron al unísono.

Básica en todo aquel rito era la geometría —la disposición de gente en hexágonos imbricados, donde cada cual era parte de varias figuras a un tiempo—, así como los propios celebrantes, elegidos y situados según su pertenencia social. El gran maestro oficiaba en vatispantem, un idioma de gran sonoridad, marcando la pauta de las reverencia rituales, de forma que a cada frase un mar de figuras, envueltas en mantos de colores otoñales, se inclinaba para volverse a alzar.

Pero los pensamientos de Fastul estaban muy lejos del espectáculo que se desarrollaba al resplandor de la gran luna roja. Ejecutaba las venias maquinalmente, al compás de las voces del gran maestro, con la cabeza puesta en la conversación que tuviera con Bilgrum, horas antes.

Tras separarse de ella, y luego de no pocas dudas, llamó a Nemug Cainar, un alto cargo de palacio con el que ya había mantenido contactos en anteriores ocasiones. De Cainar, que precisamente en esos momentos oficiaba sobre el estrado como Gran Maestro de Ceremonias, se decía también que era vatispantem y en su caso, al revés que con D. Rae, Fastul se inclinaba a compartir tales suposiciones.

Porque lo cierto es que Nemug Cainar era extraordinariamente alto y se cubría siempre con mantos amplios y capuchas de embocadura muy larga, dejando así el rostro en sombras. Y lo poco que de tal llegaba a entreverse era, para los cánones humanos, de una fealdad extrema.

—He sabido —le había informado con prevención Fastul— que es posible que se produzca algún problema hoy, durante la celebración del Anarsegut.

Al otro lado de la pantalla mural, tras su enorme escritorio de piedra, en medio de una estancia abarrotada y penumbrosa, Cainar apenas había mudado de postura.

—¿Qué clase de problemas? —preguntó con voz cavernosa, otro de los rasgos que el saber popular atribuía a los antiguos vatispantem.

—Eso no lo sé.

—¿Cuál es la fuente de su información?

—Una fuente antarace. Completamente de fiar, a mi entender.

—¿No podría ser más explícito?

—No, lo siento —negó incómodo, sacudiendo la cabeza para dar más énfasis a sus palabras.

Cainar cabeceó muy ligeramente y se quedó quieto unos instantes, inescrutable bajo su gran capucha.

—Comprendo. ¿Algo más?

—No.

—Entonces tendrá que disculparme. Le quedo reconocido.

Fastul quiso asentir, pero la pantalla ya iba oscureciéndose y en seguida quedó en negro, dejándole con la duda de si habría obrado o no juiciosamente.

El gran maestro pronunció otra frase, acentuada por los bongos; la multitud volvió a doblegarse. Y justo entonces estalló una conmoción en uno de los extremos del gran patio, turbando la ceremonia. La gente comenzó a volverse hacia allá, primero desconcertada y luego inquieta, mientras muchos, Fastul entre ellos, se enderezaban cuando podían, intentando distinguir qué sucedía. Los celebrantes de esa parte parecían estar abandonando sus puestos, empujando a otros en un efecto dominó, y sobre el estrado los oficiantes se habían interrumpido, sin saber tampoco muy bien qué pasaba o qué hacer.

La confusión iba en aumento y el pánico comenzó a cundir mientras todos se preguntaban en voz alta qué estaba sucediendo. Algunos creían oír explosiones y disparos, y se produjo de repente una estampida humana. Corrían en todas direcciones sin saber muy bien de qué escapaban. Fastul no fue la excepción, arrastrado por la gente, así como por ese sentimiento de indefensión que suele causar el hallarse en abierto.

Entre la desbandada, los gritos, los empujones, fue abriéndose paso hasta llegar a los muros porticados del patio. Ahora sí se escuchaban disparos de todos los calibres, claramente audibles. Dejándose llevar por el terror colectivo, huyó a la carrera por el interior del palacio y en seguida se encontró perdido en aquel dédalo de pasillos y columnatas.

El estruendo de las armas reverberaba con ecos múltiples por los corredores y las salas, unas veces lejos y otras cerca, haciendo imposible fijar su origen. Extraviado en una parte del palacio para él desconocida, Fastul vagabundeó indeciso de acá para allá, pistola en mano, hasta que, quizás inevitablemente, fue a caer en mitad de la refriega.

De repente, al salir a una gran sala hipóstila de altas columnas abombadas, se vio entre las explosiones, los fogonazos, los gritos, los muertos y los heridos tirados por todas partes.

La sala se hallaba en una casi oscuridad, apenas mitigada por algunas luces de emergencia. Se combatía allí con gran saña y en total desorden. En medio del caos y las tinieblas, los guardias de palacio hacían frente a una turba heterogénea y de armamento dispar, en la que abundaban los nómadas de las más diversas tribus. Sin embargo Fastul, arriesgando rápidas ojeadas desde detrás de una columna, pudo ver que había con ellos ercundanos de ciudad e incluso algunos guardias del propio palacio que, sin duda, habían cambiado de bando.

Todos éstos parecían llevar la mejor parte, gracias quizás a su mayor número. Los guardias leales habían caído ya casi todos o se replegaban disparando sus armas. Los atacantes avanzaban respondiendo al fuego, coreando gritos nómadas de victoria.

Un autómata de combate, un monstruo zancudo de casi tres metros, surgió de repente de las sombras, disparando sus dos cañones de energía, situados a ambos lados a modo de brazos. Los nómadas estallaron en llamas y se desplomaron con aullidos terribles, iluminando la negrura como antorchas vivas. Pero en seguida algún proyectil de gran calibre dio de lleno en el autómata, haciendo estallar el caparazón de aquel artefacto, imponente pero poco efectivo.

Fastul fue arrastrándose entre las sombras, desconcertado por la oscuridad y los estampidos. Debía haber algún sistema anulador en marcha, ya que su visor estaba inoperativo; incapaz de suministrarle visión en las tinieblas. Luego, mientras pasaba de una columna a otra, se dio de bruces con varios muertos y, al tantear en torno, su mano topó con un fusil grande y pesado. Lo recogió, reconociendo al tacto ese arma. Lo activó, comprobando cuántos proyectiles —balas de gran densidad y tamaño de guisantes— quedaban en cargador.

Un puñado de rebeldes llegó de repente a su izquierda, desplegados entre las columnas, vociferando y disparando a ciegas sin ton ni son en todas direcciones. Nómadas de mantos amarillos y monteras de cuatro picos, rematados en borlas amarillas. Bocorces. Sin pensárselo dos veces, Fastul se incorporó y, empuñando el fusil a dos manos, abrió fuego contra ellos. Los hombres salieron despedidos en todas direcciones, como monigotes de trapo apaleados. Después, mientras circundaba la columna buscando un mayor ángulo de tiro, con el arma vibrando y rugiendo entre las manos, perdió pie en la oscuridad y cayó de espaldas.

Quiso levantarse y no pudo. Luego, al volver la vista, descubrió estupefacto que tenía el hombro derecho destrozado; el brazo le colgaba casi desprendido, apenas sujeto por jirones, y la sangre manaba a raudales entre la carne desgarrada. Y entonces, mirándose, aún sin entender muy bien qué había pasado, se le nubló la vista y en seguida perdió el sentido.

Al despertar, casi no sabía ni quién era. Abrió los ojos para encontrarse tumbado boca arriba, desnudo y rodeado de sensores, en un cuarto desconocido y de diseño funcional, pintado en tonos suaves. Volvió la cabeza de un lado a otro, desorientado, hasta descubrir a una mujer de ropas azules que estaba de pie a un par de metros, aparentemente observándole a través de un pesado visor, con esa expresión de fatiga en el semblante que parece ser un común denominador a las mujeres médicos.

—Está usted en el Sanatorio de Palacio. Fue herido en el hombro por una bala explosiva y ha estado varias horas inconsciente; pero ya le hemos curado —le explicó cuidadosamente aquella mujer, que lucía insignias de médico militar—. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

Fastul asintió mudamente.

—¿Cómo se llama?

—Cigal Fastul.

—Muy bien. Ahora incorpórese.

Él se levantó hasta quedar sentado. Ella, acercándose algo, volvió a enfocarle con el visor.

—Ignoro qué recuerda o si llegó siquiera a darse cuenta de algo —le dijo—, pero fue herido de gravedad; de haber recibido el disparo en el lado izquierdo y no en el derecho, ahora estaría muerto. La bala le destrozó el hombro. Se lo hemos reconstruido hasta donde era posible e implantado biometal donde no. Se trata de prótesis militares y, si así lo desea, puede sustituirlas por tejidos propios, cultivados al efecto; cualquier médico puede hacerlo. —Hizo una pausa—. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? ¿Se siente preparado para verse en el espejo? Bien, levántese.

Fastul se contempló sin gran emoción. Había toda una red de líneas rosadas en su hombro, ahí donde la cirugía había unido la carne y la piel desgarrada. Paseó los dedos por esa trama de cicatrices, antes de acariciar las piezas gris acero implantadas a la altura de la clavícula y las primeras costillas. Se giró luego para verse la espalda, toqueteándose la gran prótesis biometálica que casi coincidía en forma y tamaño con el omóplato.

—Ahí detrás es donde más daño hizo el estallido de la bala: poco pudimos hacer. Debe su vida a uno de ésos. —Le señaló un tanque, lleno de líquido transparente, en el que flotaban unos cuantos seres parecidos a pulpos de múltiples brazos, ahora en reposo. Reconoció en seguida aquel invento de sanidad militar: organismos autónomos, altamente plásticos, que se pegaban al cuerpo humano, sedando, cerrando desgarros, puenteando vasos rotos—. La propia explosión del proyectil cauterizó en parte las heridas; pero, de no ser por uno de éstos, se hubiera desangrado en nada de tiempo.

—¿Qué es lo que ha pasado exactamente? —Fastul se pasó la mano por la frente, intentando pensar—. Recuerdo…

—Ya se lo he dicho… —No le estoy preguntando por mí.— Ah. Hubo un intento de golpe de mano, aprovechando la celebración. Aún no se sabe quién o quiénes estaban detrás, pero tenían ayuda interna. Parte de la guardia se pasó a ellos en el primer momento. —Aquí hizo un mal gesto—. Los hemos rechazado, pero estuvieron a punto… hay un montón de muertos y heridos. No damos abasto. Interrumpiéndose, se ajustó el visor. —Bien, vamos a ver esos movimientos. Extienda el brazo. Bien, ahora levántelo, arriba…

Una vez satisfecha del buen juego de músculos y articulaciones, le señaló una bolsa etiquetada.

—¿Son esas sus cosas? Ya puede vestirse. Tome un pase, lo va a necesitar. —Le tendió una tarjeta de plástico—. Y ahora discúlpeme: tenemos aún mucha gente en espera de reanimación. Acuda dentro de un par de días a su médico, para revisión; dígale que nos pida la ficha aquí, al Sanatorio de Palacio. Adiós.

Se fue, dejándole a solas. Él desplegó su ropa; la habían pasado por las lavadoras, eliminando la sangre. Pensativamente, dejó correr los dedos por los desgarrones de camisa y hopalanda; escarbó en su interior. ¿Había dolido?, se preguntó; no recordaba. Movió la cabeza y, haciendo a un lado esas ideas, se vistió para salir.

* * *

Había estado inconsciente unas siete horas, calculó. Anduvo por pasillos vacíos hasta llegar a un patio abierto, no lejos de las puertas de palacio. Aún era nocturno cerrado y Panac se encontraba en lo alto, inundándolo todo con su resplandor rojo. Entonces, con un sobresalto, descubrió que todavía no habían retirado a los muertos. Lanzó miradas en torno: estaban por todas partes, en gran cantidad, caídos inmóviles sobre el enlosado. Fue como un espectro por entre las sombras rojas, observando las posturas forzadas de los cadáveres, los rostros yertos. Hacía frío y todo era silencio. Desasosegado, apretó el paso para salir de allí.

Desembocando a las puertas de palacio, se topó con un tropel de soldados que montaban guardia. Uno de ellos le llamó.

—¡Eh, jefe! —le dijo, vagamente esperanzado—. ¿No tendrá un pitillo?

—Claro, hombre. —Se detuvo a rebuscar en los bolsillos, contento de ese contrapunto. Le ofreció uno de sus cigarrillos y él mismo se encendió otro—. No habrá aerobuses, claro.

—Pues me da que no —supuso el soldado, con un punto de cachondeo en la voz.

—Entonces, me queda una buena tirada hasta casa —suspiró. Y, reservándose dos cigarrillos, le dejó el resto del paquete.

—¡Eh! ¡Gracias, jefe!

Bajó parsimoniosamente las escalinatas, el cigarrillo entre dos dedos, zigzagueando entre los cadáveres de las escalinatas. Tampoco se habían llevado esos cuerpos y mucho menos los de quienes habían muerto en la gran plaza, ante palacio. No se veía allí un alma, a pesar de que normalmente aquello estaba a esas horas lleno de gente. Patrullas dispersas iban de un lado a otro, alguna nave aérea revoloteaba a baja altura, con las luces centelleando, y a veces se oía algún disparo suelto.

Cerca, un gran vehículo ardía con furia, sin que nadie se preocupara de apagarlo. Fastul se detuvo a la altura de ese fuego, sintiendo el calor en la cara. Entre el rugir del incendio, creyó vislumbrar cuerpos dentro, pero no pudo estar seguro. Al cabo, con un suspiro, tiró su cigarrillo a las llamas, se desentendió y, girándose, echó a andar de vuelta a casa.

Al llegar a su apartamento, se encontró con que las luces estaban encendidas y que alguien, fuera de la vista, se movía en la alcoba, quizás alertado a su vez por el ruido que hizo él al entrar. Inconscientemente, puso mano en la pistola, bajo la axila izquierda; pero entonces apareció el visitante y él, apartó los dedos de la culata, comprobando que se trataba de Bilgrum.

Aún vestía el mismo uniforme rojo y dorado de horas atrás, pero ahora llevaba el pelo alborotado y la mirada algo turbia, como si hubiera estado dormitando hasta hacía un momento. Al verle, le cambió por completo la cara, como cuando el viento dispersa las nubes, dejando ver el azul, y él, notándolo, no pudo dejar de sentir una agradable flojera en las piernas. Llegaron uno al encuentro del otro y ella, impetuosamente, se le arrojó al cuello.

—Vamos, chica, vamos —trató él de tomárselo a broma, entre besuqueos—. Vamos.

—¿Estás bien? —le dijo con voz un poco aguda, pasándose los dedos por el cabello revuelto para apartárselo del rostro—. Se oían los disparos en toda la ciudad. Dicen que hay muchos muertos y en el palacio no contestan a las llamadas. No sabía nada de ti y pensé, no sé lo que pensé… —Se soltó entonces y se apartó un paso, mirándole ahora con furia incipiente—. Podías haber dado alguna señal de vida. Pero qué va; tú…

Meneando la cabeza, él se despojó de la hopalanda y la pistolera, echándolas sobre un sillón. Entonces, con la zurda se abrió el desgarro de la camisa, algo teatralmente, para que ella lo viera.

—¿Cómo quieres que te llamase? —protestó—. ¿Pero no ves como vengo?

Ella se quedó mirando con fijeza, cambiando poco a poco de expresión. A través de los jirones de tela, llegó a distinguir las prótesis grisazuladas.

—Oh, por… ¡Divina Utenarne! —musitó—. ¿Pero qué es lo que te han hecho?

—Se me ocurrió entrar a la greña —quiso bromear—. Y ya ves: me dieron lo mío.

—¡Idiota! ¡Idiota! —le chilló Bilgrum, enrabietada, gesticulando ante su rostro—. ¿No me habías dicho que no te meterías en nada? ¿Pero a ti qué más te da Teicocuya y su pandilla?

—Si tiene que haber tirano en Ercunda, Teicocuya no es de los peores. La gente está contenta con…

—¡Que le den! Me importa un rábano ese tío gordo. Estamos hablando de ti. De ti. ¿Por qué tenías que meterte por medio?

—¿Meterme? Como si hubiera tenido elección… —Abrió las manos, intentando aplacarla—. Yo estaba allí, ¿qué quieres que hiciese? Entraron pegando tiros a diestro y siniestro, matando a todo el que encontraban. —Cabeceó despacio—. No sabes la cantidad de gente que ha muerto este nocturno: invitados al Anarsegut, inocentes que nada tenían que ver. Yo, al menos, he tenido suerte: sigo vivo, ya estoy bien y pude llevarme por delante a unos cuantos…

—Ven, déjame ver. —Le quitó con dedos temblones la camisa y examinó a la luz las piezas de biometal, así como el entramado de cicatrices.

—Me metieron una bala explosiva en el hombro… pero ya estoy bien —repitió.

Escuchándole apenas, ella dejó correr las yemas de los dedos por esa maraña de líneas finas y rosadas. Luego acarició con gran suavidad la pieza mayor del pecho, antes de inclinarse a besarla fugazmente y mirarle de reojo, ahora con un brillo muy distinto en los ojos. Él respondió de inmediato a ese cambio de humor, sintiendo cómo se le alborotaba la sangre en las venas.

Se rozaron, se encontraron. Ella se estrechó contra él y éste la aplastó contra la pared, con tanto ímpetu que ella se echó a reír, sorprendida. Entonces él le introdujo una pierna entre las suyas; ella la atrapó con sus muslos, como una tenaza, pero él insistió, cargando en ella todo su peso, y en seguida ella cedió, dejándose hacer.

Al cabo de un momento ella comenzó a cimbrearse sobre esa pierna, adelante y atrás, al tiempo que le aferraba por la nuca y la espalda, picoteándole con besos feroces. Los ojos se le velaron y la respiración se volvió ronca, mientras su vaivén se hacía más y más profundo, cargando cada vez más su peso sobre él.

Luego, sin transición, se detuvo y le rechazó con suavidad. Fastul, hecho a ese juego de encresparse y calmarse, sólo para volverse a encrespar, como el oleaje, se dejó hacer. Ella se descabalgó; pero él, sin dejarla escapar, la hizo separar las piernas y la mantuvo allí, obligada contra la pared.

La besó en la boca y ella volvió a reírse, los párpados entrecerrados y la respiración aún agitada. Luego, llevada por quién sabe qué sentimiento, le alborotó el cabello, le besuqueó con rapidez, se prendió de sus hombros. Fue resbalando las uñas por su espalda y, cuando topó con la pieza en la zona del omoplato, Fastul sintió un estremecimiento que fue como una descarga eléctrica: la diferencia de sensaciones entre el biometal y la carne.

Notándolo, ella volvió a corretearle con sus uñas y, mientras él le desordenaba la ropa, dejó volar los labios y la punta de la lengua sobre el entrecruzado de cicatrices. Se demoró sobre aquellas líneas, más finas, que le cubrían el hombro y la parte alta del pecho.

—Desaparecerán en poco tiempo. Eso me han dicho.

—Lástima —susurró ella, estrechándose aún más y corriendo con sus labios por todo aquel trazado—. Pero qué lástima…