I
CONTONEÁNDOSE, con esa languidez tan suya, Bilgrum salió fuera. Desde la cama, Fastul observó indeciso cómo paseaba por el balcón, envuelta en el resplandor rojo de la luna Panac. La vio atusarse con gesto distraído el pelo, detenerse, apoyar los codos sobre el antepecho de piedra y quedarse mirando a la plaza, tan inmóvil como una hermosa estatua de cobre.
Cigal Fastul estudió pensativo su espalda desnuda y la melena oscura y alborotada, reconociendo en esa postura los signos de una melancolía muy extendida entre los viajeros estelares varados en Ercunda. Con un suspiro, se puso un cigarrillo en los labios. Aquel mundo remoto de paisajes moribundos, con sus extraños habitantes y sus ciudades ciclópeas, acababa mellando el ánimo de casi todos sus visitantes.
Sin saber muy bien qué hacer, salió también fuera. Ella le quitó la colilla de los dedos, para aplastarla contra el repecho del balcón, y la tiró luego a la calle mientras, con la otra mano, aventaba el humo. Daba comienzo el ciclo nocturno, la temperatura era todavía suave y apenas había gente en la calle. La inmensa luna roja de Ercunda, Panac, colgaba muy baja del cielo nocturno, silueteando las cúpulas y las azoteas de la ciudad.
Estuvieron mirando juntos la plaza casi vacía. Bilgrum había seguido con ojos ensoñados a una nave aérea, un aparato rechoncho que revoloteaba destellando entre los rascacielos de piedra, antes de fijarse en un grupo de hombres altos, armados con largos fusiles, que cruzaban con paso calmoso la explanada. Fastul los examinó también, tratando de distinguir al resplandor de las farolas la forma de sus monteras o los ideogramas estampados en las mangas y la espalda de sus mantos amarillos.
—Bocorces… ¡Pero no les señales con el dedo! —exclamó, contento de hallarse en un cuarto piso, entre las sombras de la fachada—. Podrían tomárselo a mal y liarse a tiros con nosotros.
—¿Por tan poca cosa? —Bilgrum sonrió pensativa—. ¿Se atreverían a disparar contra alguien de la embajada antarace?
Él se permitió una mueca de desdén.
—Ésos son capaces de cualquier cosa: los bocorces no tienen miedo de nada ni de nadie. Son unos salvajes, caníbales del desierto, y se dejan caer poco por aquí. Y, por cierto, ¿cómo podrían saber que eres de la embajada de Antar Acea si no llevas tu ropa de funcionaría? De hecho —y aquí mostró una expresión risueña—, no llevas ropa.
Ella premió esa salida con una sonrisa fugaz, antes de sumergirse de nuevo en el espectáculo de abajo. Había ya más público en la plaza y su número crecía poco a poco. Bilgrum dejaba ir los ojos sin pararse en nadie hasta que, de repente, se inclinó sobre el antepecho, ahora sí interesada. Fastul, que la observaba de reojo, miró a su vez, intrigado.
Allí abajo, entre el trajín de los indígenas, descubrió en seguida a un hombre delgado y de mediana estatura, vestido de oscuro y a la terrestre, con los ojos ocultos tras un visor negro.
—¿Le conoces? —indagó Bilgrum, notando que él también le había visto.
—Pues claro —rezongó, molesto por el tono casual de la pregunta—. Se supone que saber quiénes y qué son los exteriores de paso es parte de mi trabajo. Y tú, ¿sabes quién es?
—Bueno —ella se agitó, algo turbada por tanta aspereza—. Sí: es un terrano; está en los archivos de la embajada.
Volvieron a callar. El motivo de esa conversación deambulaba ocioso entre el gentío, las manos en los bolsillos y la cabeza yendo de un lado a otro, fisgando en los puestos ya abiertos, tal y como haría cualquier exterior que quisiera empaparse de la atmósfera exótica y decadente de la ciudad.
—Se llama Cosmos a Moa —puntualizó después Fastul— y es terrestre, no terrano.
—Terrano.
—Terrestre, seguro.
Volvió adentro para regresar al cabo de un momento con otro cigarrillo encendido. Dio una calada y la brasa le iluminó el rostro de rojo. Ella hizo un mohín de disgusto.
—¿Pero dónde habrás cogido ese vicio?
—En Sirge II. No habrás oído hablar de ese planeta, claro. Es una colonia muy reciente, uno de esos infiernos de pantano y calor —dejó escapar una humareda satisfecha—. Estuve trabajando una temporada allí; había bastantes técnicos terranos y ya sabes lo que fuma esa gente. Ellos me pegaron el hábito y no he conseguido librarme de él; tampoco creo que quiera.
Ella asintió sin mucho interés y él señaló al terrestre, aún visible entre la gente.
—Buena pieza debe ser —dijo, quizás para compensar su anterior rudeza—. Según nuestros archivos, fue, o aún es, agente de la Tierra, y ha estado metido en un buen montón de fregados.
Un chispazo de interés, perceptible aún entre las sombras, prendió en los ojos oscuros de Bilgrum. Pero no dijo nada y él añadió, con cierta mala intención:
—No creo contarte nada que no sepáis. Se ha presentado abiertamente en el planeta, con su propio nombre —la miró—. Seguro que tenéis una buena ficha suya y, si no, podéis consultar nuestros archivos —sonrió con sorna.
—Cualquiera de esos buenos amigos que tenéis entre los burócratas de Ercunda os…
—Oye —le cortó ella—. Ya te he dicho más de una vez que no me hace ninguna gracia este tipo de bromas.
Hubo un nuevo silencio en el que ella volvió a contemplar al terrestre para, acto seguido, desinteresarse en apariencia.
—Bueno —suspiró—. Se nos hace tarde.
—A mí no; yo, este nocturno, no trabajo.
—Caray; ojalá pudiera decir yo lo mismo —y se apartó del balcón.
Mientras ella se duchaba y arreglaba, Fastul hizo un desganado intento de ordenar algo la alcoba. Desistiendo enseguida, se tumbó de espaldas en la cama, a fumar con ojos entornados y pensar, por alguna razón, en Sirge II; en las junglas, el calor asfixiante, la humedad.
Cuando Bilgrum regresó al cabo, ya se había vestido. Guardaba montones de ropa en casa de Fastul y esa noche había elegido uno de sus vistosos uniformes antaraces de cuello duro, azul marino y dorado, rebosante de cordones, charreteras, condecoraciones. Del brazo llevaba un abrigo holgado, más discreto, y entre los dedos una mitra: un gorro alto y cilíndrico, también azul oscuro, con una insignia dorada en el frente.
Se había recogido el pelo y maquillado, y su humor parecía haberse aclarado un tanto. Al revés que el de Fastul, que se incorporó haciendo un esfuerzo para disimularlo, aunque Bilgrum no pudo por menos que darse cuenta. Ahora fue ella la que titubeó insegura y en seguida se acercó de nuevo al balcón, aunque esta vez no llegó a salir.
En el intervalo, la plaza se había llenado. Una multitud abigarrada bullía al resplandor blanco de las luces nocturnas y el bullicio subía como a oleadas. Atraída irremisiblemente, ella no pudo por menos que demorarse unos instantes allí, contemplando.
—¡Pero qué suerte tener un apartamento aquí, en la misma plaza…! —había una envidia sincera en su voz—. De verdad, quién pudiera…
—Tú podrías, si quisieras —Fastul dio otra calada—. No tienes más que mudarte aquí, conmigo.
—Ya sabes que mis hermanas y yo no podríamos dejarnos —agitó sonriente la cabeza, esquivando esa vieja discusión con una nueva ojeada a la plaza—. Ya no le veo.
—¿A quién, al terrestre ése? No te preocupes, que ya aparecerá. Me da que ése no es de los que pasan precisamente desapercibidos.
—Seguro. Bueno, de verdad, que no llego. —Hizo un gesto voluble y, tras dudar de nuevo, optó por no acercarse a él. Le lanzó un beso—. Me voy.
Él, sentado en la cama, el cigarrillo humeando entre los dedos, hizo un gesto de asentimiento y, con ojos entornados, la siguió de vista hasta que abandonó el cuarto.
Al día siguiente, durante el ciclo diurno, Cigal Fastul habría de toparse de nuevo con Cosmos a Moa.
Había, entre la ciudad y el espaciopuerto, un lugar sin nombre —al que la gente llamaba El Poblado, a secas—, frecuentado por exteriores en busca de diversión y por el que Fastul se dejaba caer rutinariamente, cada cierto tiempo. Aquel lugar no era más que una barriada pequeña y aislada; un puñado de garitos desparramados sin orden ni concierto, construidos con bloques de una piedra rojiza que se desmenuzaba con facilidad, dando a las fachadas un aire comido y tristón.
Llegó ya entrado el diurno, lo bastante como para encontrar los locales abiertos, aunque aún lejos de las horas de aforo máximo. Se entretuvo dando un pequeño paseo, de repente indeciso sobre cuál visitar primero. Hacía ya mucho calor y un viento asfixiante soplaba del sur, arrastrando torbellinos de polvo. No se movía nada entre los edificios y, de no ser por un puñado de naves posadas, el lugar entero hubiera parecido desierto, abandonado al sol y el aire ardiente.
Observó de pasada las naves, reconociendo algunas. Los vehículos privados escaseaban en la ciudad de Coliafán, donde la gente solía usar transportes públicos o, simplemente, ir andando. Tomó nota mental de todos ellos y, acto seguido, sofocado, optó por «El Diamante».
Se detuvo en aquel interior amplio y fresco, de una casi oscuridad punteada por luces suaves y cálidas. Agradecido, se quitó el visor y, esperando un instante para adaptarse a la penumbra, fue hacia la barra. Un par de chicas le ojearon y, reconociéndole, se retiraron, perdido cualquier interés.
Uno de los dos dueños de «El Diamante», un exterior llamado Sejú Scifarno, llegó al punto a servirle. Se trataba de un hombre muy grande y vehemente, que hizo honor a tal fama poniéndole de golpe una cerveza en la barra, salpicando de espuma al tiempo que dejaba escapar un torrente de imprecaciones.
—¡Cabrones! ¡Pero qué cacho cabrones! —hablaba como a explosiones, indignado—. ¿Pero es que aquí cualquiera puede llamarte de todo a la primera de cambio? ¿Qué es eso de que somos unos asesinos, que matamos clientes para enterrarlos en el desierto?
—Eh, vamos a ver. —Fastul alzó la palma de la mano, sin dejarse amedrentar—. ¿De qué estamos hablando, si puede saberse?
—De qué, de qué… —se enconó aún más el hombretón—. ¿Pues no andan los del espaciopuerto convenciendo a la gente para que no venga por aquí?
—Oye, que yo no tengo nada que ver con los del espaciopuerto…
—Como si no estuvierais todos en lo mismo —sentenció Scifarno, aunque adoptando un tono algo más normal—. ¿Pero qué culpa tenemos nosotros de que desaparezca un turista? ¿Es que creéis que nos gusta? A ver cuándo os dais cuenta de que somos los más perjudicados, que esas cosas no son nada buenas para el negocio.
—Ah, eso —Fastul le miró distraído, llevándose la cerveza a los labios.
Su interlocutor hacía mención a un incidente ocurrido días atrás. La existencia de todo aquel lugar se basaba en la oferta de alcohol, sexo, drogas, juego, y, como cualquier barrio de su clase, contaba con un buen historial de asuntos turbios: muertes, asesinatos, desapariciones. Personalmente, Cigal Fastul lo consideraba algo inevitable, parte del juego, y en general las autoridades planetarias tampoco le daban excesiva importancia; no, al menos, mientras las cosas se mantuvieran bajo un cierto control.
—Bueno, mira. —Hizo girar el vaso entre los dedos—. No es lo mismo un astronauta descarriado que el pasajero de una nave. La compañía estará apretando las tuercas a los del espaciopuerto, les habrá amenazado con no hacer escala en esta órbita y ellos a su vez…
—¡Mal rayo les parta a todos! ¿Por qué la toman con nosotros?
—Se cubren las espaldas, hombre; es algo natural —se encogió de hombros—. Tampoco te lo tomes así. La mala fama tiene dos filos: espanta a unos pero atrae a otros. Ya sabes lo que les gusta a los turistas presumir de haber estado en sitios peligrosos.
Su interlocutor clavó los ojos en él y, cambiando de humor, se puso a reír.
—Oye, no te falta razón.
Se apartó para servirse una cerveza y Fastul se giró a medias en el asiento. Había una bailarina actuando sobre uno de los escenarios, contoneándose muy lentamente bajo las luces amarillas y naranjas, cubierta con unas mínimas filigranas y grandes plumas de colores; buen exponente de ese viejo arte de cubrirlo todo sin ocultar nada.
La observó interesado. Danzaba haciendo ondear las plumas, se cimbreaba muy despacio al son de la música, sonreía a la oscuridad. Debía tratarse de un holograma, supuso al cabo de un momento. Ese número era demasiado bueno y ella ponía excesivo entusiasmo para los escasos clientes que se daban cita a esa hora en el local. Scifarno regresó entonces, bebida en mano.
—Es una proyección, ¿no?
—¿Por qué? ¿Acaso quieres algo con ella?
—No, es sólo curiosidad.
—Bueno, pues si se trata sólo de mirar, a todos los efectos, ella está ahí… ¿o no?
Fastul sonrió azarado, cogido un poco por sorpresa.
—¿Algún empleado nuevo? Exterior, claro.
—No.
—¿Bajas?
—No, no. Por lo que respecta a exteriores, aquí sigue todo igual.
Sobrevino una pausa. Scifarno apoyó los antebrazos en la barra.
—Acerca del pringado ese que desapareció… —el gigante seguía de vista las evoluciones de la bailarina—. Hace un rato que vino por aquí uno preguntando por él. Un exterior.
Se miraron. Fastul dejó entrever una mueca de disgusto.
—Vaya. ¿Cómo era el exterior ese?
—Ni alto ni bajo, vestido a la terrana… la verdad, me pareció bastante peligroso.
—¿Un matón?
—No, más bien de los reconcentrados; uno de esos que, de buenas a primeras, explotan. Le dije que preguntase en «La Joya». Después de todo, ahí fue donde vieron al tío ése por última vez.
—Pues entonces será mejor que me deje caer por ahí ahora mismo, no sea que se me escape —apuró de golpe—. ¿Qué se debe?
—Nada, hombre. La casa invita.
Fastul se lo agradeció con un golpe de cabeza. Aquello era una ley no escrita, un uso planetario: él, como autoridad, ignoraba infracciones menores y, a cambio, admitía esa especie de soborno ínfimo, de forma que nadie quedaba obligado con nadie y todo marchaba mejor.
Había bastante de espectáculo circense en «La Joya del Desierto». Destinada a exteriores de paso, desplegaba en su beneficio toda una exhibición de etnología planetaria, tan aparatosa como falsa. Decoración recargada, vitrinas con supuestas antigüedades y restos arqueológicos, paredes llenas de mapas, máscaras, cuchillos de duelo, armas de energía, de dardos, de proyectiles. Y una carta que ofrecía platos especiados, bebidas de alta graduación, drogas de nombres impronunciables. Aparte, claro, de un plantel de mujeres de atuendos coloridos, presuntas nativas de exóticas tribus del desierto.
Muchos se burlaban de tanta parafernalia, pero ése no era el caso de Cigal Fastul. Él sabía apreciar ese derroche de imaginación, la inventiva desbocada de los dueños de «La Joya», capaces de forjar todo un mundo fantástico, reflejo o simple mixtificación de la Ercunda real.
A esas horas el local estaba casi tan vacío como «El Diamante», así que le costó muy poco localizar al hombre que andaba buscando. Y, dada la descripción que le había dado Scifarno, tampoco se sorprendió en exceso al descubrir que se trataba de Cosmos a Moa.
Le encontró en una mesa aparte, en la semioscuridad, charlando con un hombre que vestía también a la terrana; un sujeto alto y delgado, de barba blanca, modales pausados y manos de artista. Les acompañaban dos chicas de la casa, sorbiendo sus bebidas de pega y escuchándoles con interés, real o fingido, sin intervenir.
Fastul conocía también a este segundo personaje. Se trataba del doctor Tegre, un exterior residente desde hacía muchos años en el planeta. Cirujano plástico y buscavidas, asiduo de esos garitos, así como de otros semejantes en la ciudad, ya que su mayor fuente de ingresos consistía en atender y modificar el físico de las putas, sus principales clientes.
Quizás se fijó en ellos con demasiado descaro, ya que este último se le quedó mirando a su vez, antes de invitarle con un ademán a sentarse con ellos. Así lo hizo, dedicando una ojeada a las dos mujeres. Lo justo a la más alta, de ropas rojas y máscara azul; algo más a la otra, de pelo oscuro y tez morena, con ojos sugerentes, algo rasgados, y una argolla metálica en la nariz. El doctor hizo unas rápidas presentaciones, de corrido.
—Estábamos hablando de Ercunda —dijo luego, a modo de introducción—. Acaba de llegar y yo estoy tratando de explicarle por qué se piensa que es el periodo de rotación lo que hace a este planeta un lugar tan singular.
—Hay muchos planetas cuya rotación no se ajusta a las veinticuatro horas terrestres —Cosmos a Moa apenas gesticulaba al hablar—. No veo que…
—Pero déjeme acabar, hombre. Eso es cierto. Pero es que en el caso de Ercunda la rotación es casi exactamente el doble de la patrón: exactamente, algo menos de cuarenta y nueve horas. Eso es lo que marca la diferencia.
El terrestre le miró intrigado. Fastul, que ya conocía esa y otras teorías, asintió educadamente. Las chicas les miraban sin despegar los labios.
—Los ritmos humanos dependen de los ciclos planetarios. Es algo lógico, adaptación, y el traslado a mundos de ciclos distintos causa más patologías, y más graves, de lo que la gente suele creer. Existe toda una rama de la medicina que… —Aquí, el doctor sonrió—. Bueno, no voy a disertar sobre lo mío.
Hizo tintinear los hielos de su copa, antes de dar apenas un sorbo.
—Aquí, los primeros humanos se encontraron con un periodo doble y se adaptaron a él de la forma más lógica, la más fácil. En Ercunda se vive un día doble, partido en dos: el diurno y el nocturno, con lapsos de sueño entre ambos.
—Ya. —Ahora fue a Moa el que echó mano a su vaso.
—Hay tremendas diferencias entre uno y otro, a todos los niveles. Un periodo de rotación tan largo hace que el diurno sea de lo más caluroso, un horno, mientras que el nocturno es frío. Dese cuenta que la gente se echa a dormir y, cuando despierta, lo hace casi en otro mundo, viste y tiene que llevar rutinas distintas… aquí, uno vive casi dos vidas que se van alternando.
—Ah, ya. De ahí esa gente de doble…
El doctor se echó a reír, el terrestre le miró con curiosidad.
—Perdóneme. Supongo que se refería a los bifaces —Tegre volvió a reírse—. ¿Sabe? Lo peor de las guías para turistas es que buscan lo llamativo, lo resultón, y, sin mentir, acaban falseándolo todo.
—¿Pero existen de veras esas personas?
—Pues claro que existen.
El otro le contempló de una manera que podía indicar desde fastidio a diversión. Llevando una mano al bolsillo, sacó una cajetilla de tabaco y ofreció alrededor. Ellos aceptaron un cigarrillo cada uno, mientras las mujeres declinaban la invitación.
—Me refiero a si son algo más que una rareza. —Con una mueca, agradeció el fuego que le brindaba Fastul.
—Hay unos cuantos. Llevan dos vidas, una diurna y otra nocturna; con el paso de ciclo, cambian totalmente de carácter, de ocupación, algunos hasta de nombre. Muchos, cuando viven una de las vidas, casi no tienen ni recuerdo de la otra… podríamos decir que son dos personas en una.
Lanzó una bocanada y observó flotar el humo en la semioscuridad, antes de seguir.
—Pero, entre la gente que usted llamaría normal y ellos hay toda clase de grados. Aquí casi todos cambian en mayor o menor medida, según el ciclo; hasta muchos exteriores lo hacen, si llegan a quedarse lo suficiente. Siguiendo aquello de las dos personas en una, podríamos decir que éstos son una persona con dos facetas muy diferenciadas. Los bifaces, la verdad, no son más que el caso extremo de algo muy común. Ya lo verá.
Se interrumpió y, con los ojos puestos en el fondo de la sala, cabeceó significativamente, como en respuesta a algún saludo previo.
—Bueno —se disculpó con una sonrisa, incorporándose—. He de dejarles: tengo un cliente que atender. Gracias por la copa.
Se fue y hubo un pequeño silencio. En seguida, las dos mujeres hicieron amago de tramar conversación —después de todo, su trabajo consistía en entretener a los clientes—, pero Fastul se apresuró a dirigirse al terrestre.
—Me gustaría que hablásemos —le dijo.
—Bien —aceptó sin mayor extrañeza, así que Fastul supuso que el doctor ya le habría avisado de que trabajaba para el gobierno planetario.
—Pero no aquí —añadió entonces.
El terrestre volvió a asentir y, apurando, se puso en pie sin una sola mirada hacia sus dos acompañantes. Fastul, incomodado, les dedicó un guiño de despedida; un gesto que ellas agradecieron con sonrisas y cabeceos.
Ya fuera, Cosmos a Moa se detuvo a la sombra para calarse el visor, antes de encender con cierta pachorra otro cigarrillo.
—¿Le importaría dejarme en la ciudad?
—No tengo nave, lo siento: aquí casi todo el mundo usa transporte comunal. El aerobús del espaciopuerto pasa aproximadamente cada hora.
—Lo sé —echó un vistazo circular—. ¿Se puede ir andando?
Cigal Fastul le miró a su vez, calibrando sus ropas terranas —pantalón, chaleco, corbata, chaqueta— de corte sencillo y colores negro y oscuros.
—¿Lleva unidad termostática bajo el traje?
—Sí.
—Hay un buen paseo y no es demasiado recomendable; pero poder, sí que se puede.
—¿Me acompaña?
—Muy bien.
Se puso su hopalanda blanca: una prenda local, muy holgada y con un gran ideograma dorado en la espalda. Luego, con esa destreza que sólo da la práctica, se pasó uno de los pliegues por encima, cubriéndose la cabeza. El terrestre, que había seguido con curiosidad sus manejos, se encasquetó a su vez un sombrero de ala ancha, adornado con un manojo de largas plumas negras.
Fastul le indicó el camino; echaron a andar sin prisas y enseguida habían dejado atrás los garitos de piedra rojiza, adentrándose en los despoblados circundantes. Anduvieron un buen trecho en silencio, a través de llanos calcinados por el sol. Apenas había nubes en el cielo azul, el calor hacía temblar la atmósfera y a veces, muy a lo lejos, creían divisar una hilera de puntos que se desplazaban lentamente por la llanura.
—Una caravana… o un espejismo, a saber —supuso con cierta indiferencia Fastul. Miró de nuevo hacia allí, antes de volver los ojos al terrestre—. Bueno, me han dicho que anda preguntando por ahí.
—Ajá.
—¿Puedo saber por qué?
Su interlocutor, que caminaba con las manos en los bolsillos, le echó una ojeada de través, perplejo.
—¿Cómo que por qué?
—¿?
—¿Me va a decir que no lo sabe?
—¿Saber? —ahora fue Fastul el que se giró, confuso—. ¿Qué es lo que tendría que saber?
—Bueno. —A Moa le ofreció un cigarrillo y, como el otro lo rechazara, se lo puso él entre los labios—. Yo estoy aquí por cuenta del gobierno de Tani Xuoc IV, con contrato para perseguir y detener a un criminal llamado Gruu Muna. Todo en regla, conforme a las leyes de la Federación.
—No lo sabía. ¿Pero qué tiene eso que ver con un visitante desaparecido?
—Hace bastante tiempo que la Seguridad de Tani Xuoc IV seguía la pista de Gruu Muna. Pero al final se nos escapó por los pelos y desde entonces he estado buscándole. Le he seguido por varios planetas y en el último volvió a escabullirse con nombre falso y un pasaje en la «Cotasater», una nave que…
—Sé cual es; ha hecho escala más de una vez en esta órbita. ¿Me va a decir que el famoso pasajero perdido de la «Cotasater» es en realidad un delincuente buscado, que aprovechó la ocasión para esfumarse?
—Sí.
—¿Está usted seguro?
—Casi.
—Pues es la primera noticia que tengo; nadie en la Oficina para Exteriores sabía nada al respecto. —Movió disgustado la cabeza—. ¿Será posible? Y nosotros removiendo cielo y tierra para encontrar a un exterior supuestamente asesinado.
—Lo siento, pero yo mismo envié informe a la Seguridad Planetaria cuando mi nave salió del salto. Actué según el protocolo ordinario de seguridad.
—La Seguridad Planetaria, ¿eh? Ya veo: me temo que aquí ha habido un malentendido.
—¿Un malentendido?
—¿Qué sabe usted de Ercunda?
—Poco —admitió el terrestre—. He venido de planeta en planeta, detrás de Muna, y no he tenido mucho tiempo… —dejó la frase en suspenso, encogiéndose de hombros.
—No sé si suele consultar las guías planetarias. Si lo hace, sabrá que Ercunda tiene un gobierno al que la Federación clasifica como despótico. La «Seguridad Planetaria» de aquí tiene muy poco que ver con la de otros mundos; en realidad, es la policía política del régimen. —Dejó escapar una sonrisa indignada—. No es la primera vez, ni será la última, que el nombre de marras nos causa problemas de esta clase. Porque esa gente acumula la información como avaros, siempre ávidos de más y nunca dispuestos a soltar prenda.
—Ya. ¿Y no hay aquí nada parecido a una seguridad normal?
—Lo que más se le acerca son los Apaciguadores y es conveniente que estén al tanto. Miré: mándenos toda la información; yo mismo me ocuparé de que ellos la reciban sin falta —se brindó Fastul, contento de poder enmendar, aunque fuera simbólicamente, aquel equívoco.
—Es culpa mía —dijo el terrestre, quizás calando sus pensamientos—. Debí informarme mejor.
—Bah. Son cosas que pasan: ya sabe eso de que cada planeta es un mundo. Ercunda es de lo más particular y por eso, por cierto, se creó nuestra Oficina. Atendemos y asesoramos a los exteriores, sobre todo a los de paso. Así que ya sabe: si lo necesita, no dude en acudir a nosotros.
—Muy amable.
—En absoluto: para eso nos pagan.
A Moa ladeó la cabeza, haciendo ondear las plumas negras de su sombrero.
—¿Realizan ustedes labores de índole policial?
—A veces, muy raramente.
—Lo digo por la pistola —amagó hacia el arma de proyectiles de Fastul, grande y pesada, que le pendía de la axila izquierda, ahora oculta bajo la hopalanda blanca.
—Casi todo el mundo va armado en Ercunda.
—Ya. Pero no he visto a muchos en la ciudad con la pistola así, al aire.
—Es por los nómadas: van armados hasta los dientes y no conciben que nadie puede hacer las cosas de otra forma. Para la gente del desierto, alguien desarmado es alguien inferior y, como tenemos que tratar a menudo con ellos, llevamos las armas bien visibles —se tentó bajo la axila— refuerzan a sus ojos nuestra autoridad, que tampoco es que sea demasiada. Ésa es la razón, aunque a algunos pueda parecerles una tontería.
Cosmos a Moa asintió casi imperceptiblemente. Tras ellos se alzó un rugir sostenido, como un trueno lejano. Se volvieron. Más allá del poblado, desde las pistas del espaciopuerto, despegaba ruidosamente una gran lanzadera de carga. Durante unos instantes, siguieron con los ojos el vuelo de esa nave que subía llameando a través del azul; luego el terrestre le dio la espalda, imitado algo más despacio por Cigal Fastul.
—Supongo —dijo este último— que no necesito preguntarle a usted si va armado.
Algo en el tono, más que en las palabras, hizo que aquél le mirara de soslayo.
—Tenemos una buena ficha de usted en la Oficina —le aclaró Fastul—; en ella consta que ha sido agente exterior para la Tierra y que quizás aún lo sea. Si se ha presentado aquí abiertamente y con su propio nombre es que no le importa, o quizás incluso desea, que se sepa; sus razones tendrá. Pero le advierto que se ande con cuidado —hizo un ademán para quitar hierro a la frase—. Es un consejo. A mí todo esto ni me va ni me viene, pero este planeta es un avispero político y en ciertos círculos el asesinato es la forma más cómoda y rápida de eliminar estorbos.
—Ya.
Hubo un intervalo de silencio. El terrestre, que caminaba con las manos en los bolsillos, pegó una patada a un terrón, al borde del sendero, deshaciéndolo en una lluvia de arena.
—Ahí está Coliafán —le indicó Fastul, señalando la ciudad como si hasta entonces no hubiera sido visible.
—Ajá —el otro movió con solemnidad la cabeza, aceptando ese cambio de conversación. Alzó la vista del camino a los rascacielos de piedra, las cúpulas, las plataformas elevadas, que temblaban a lo lejos, en la atmósfera recalentada. Luego dio de repente una sonora palmada, sobresaltando a Fastul, que le miró de reojo.
—Un insecto —se explicó el terrestre al cabo de un momento—. Un mosquito o algo así.
—¿Un mosquito? —le miró incrédulo—. ¿A estas horas y en este secarral?
—Eso me pareció, aunque quizás me haya equivocado.
Moa se había ruborizado muy ligeramente, o eso pensó su interlocutor, que, aunque le observó curioso, se abstuvo de insistir. En vez de eso, le mostró de nuevo la ciudad.
—Un sitio notable, en mitad del desierto. Hay mucho que ver en Coliafán, merece la pena conocerla.
—Supongo que sí.
—Se alimenta de pozos. El subsuelo es más rico en agua de lo que pudiera uno pensar.
—Sí. Tegre ya me comentó algo al respecto hace un rato.
—Ah, el doctor, sí. Ese hombre sabe mucho, de los más diversos temas. Un tipo simpático.
—¿Eso es lo que piensa de él? —El terrestre le echó una rápida ojeada—. ¿Que es un tipo simpático?
La mirada de Fastul se encontró con la del terrestre. Se calibraron por un instante, impasibles tras los visores oscuros.
—Bueno —acabó admitiendo con cierta vacilación—. Es educado y nunca me ha dado motivo de queja, al contrario… pero la verdad es que me pone un poco nervioso.
—A mí me parece un tipo más bien peligroso. —El terrestre hizo una pausa, antes de golpetearse con el índice a un lado de la nariz—. Olfato —añadió por toda explicación.
Volvieron a observarse pensativos, sintiendo nacer esa afinidad que a veces salta entre desconocidos. La gente puede convivir durante años sin cruzar apenas una palabra fuera de lo preciso o, por el contrario, congeniar apenas conocerse, sin saber muy bien por qué. Son fenómenos a los que están hechos los viajeros y los desarraigados, aunque muchas veces no sean conscientes de ello.
—¿Quién sabe? Es el típico vagamundos y se busca la vida como puede. Pero, desde luego, hay algo en ese hombre…
Un ave de plumas blancas y rosadas pasó en vuelo rasante con las alas tendidas, a gran velocidad. A Moa alzó la cabeza para verla planear.
—Quizás pudiéramos tomar un día de éstos un trago —dijo de repente—. Si es que eso se estila en este planeta, fuera de los locales para exteriores.
—Sí que se estila —contestó Fastul, sorprendido—. Y por supuesto que sí, claro. Cualquier día de estos quedamos y nos tomamos un par de copas.
El terrestre asintió y, sacando una mano del bolsillo, se puso otro cigarrillo entre los labios. Luego, como recordando de golpe, ofreció a Fastul, que declinó con un gesto. Entonces se detuvo a encender, despacio, como con la cabeza en otra cosa. Miró en torno, luego adelante y, al mover la cabeza, el sol hizo destellar los cristales negros de su visor. Luego echó a andar de nuevo. Fastul metió las manos en las mangas de su hopalanda y, como de mutuo acuerdo, anduvieron hasta los arrabales de la ciudad prácticamente en silencio.