VII

DÍAS DESPUÉS, Fastul recibió una llamada de Cosmos a Moa. Éste, tan sorprendentemente bien informado como de costumbre, ya estaba al tanto de que estuvo en palacio durante los incidentes del Anarsegut y parecía de lo más interesado en hacerle unas cuantas preguntas. Y Cigal Fastul, picado a su vez de curiosidad, convino de inmediato en encontrarse con él en el barrio terrano, ese mismo nocturno.

Se reunieron en uno de los locales típicos del barrio, un garito con paredes de piedra desnuda y mobiliario de madera negra, muy tallada. Allí, mientras bebían vino especiado, Fastul empleó más de una hora en contestar toda clase de cuestiones, alguna verdaderamente peregrina. El terrestre estuvo escuchándole con suma atención, sin interrumpirle para nada que no fuera pedir alguna aclaración.

Sólo al cabo, cuando el otro se echó atrás y tomó su propia copa, dando a entender que eso era todo, Fastul se decidió a preguntar a su vez.

—Sí —admitió el terrestre—. Creo que Muna tuvo algo que ver con el asalto a palacio. Ya te expliqué que trabaja sobre factores significativos, modificando así el futu… no, mejor dicho, provocando uno de los futuros ya posibles. Pero él, como casi todo el mundo, tiene sus hábitos, sus preferencias. Unos métodos favoritos que le delatan, puesto que hemos aprendido a detectarlos.

Miró a Fastul, pero éste le enseñó una palma, dando a entender que comprendía a medias.

—Muna —añadió entonces el terrestre—, elige siempre ciertos futuros, dentro de los posibles y lo mismo pasa con los factores clave. Es igual que, por ejemplo, un saboteador de aeronaves que las hiciera estrellarse siempre, y no explotar o incendiarse, y que en cada ocasión lo hiciera dañando la propulsión y no la estructura o los mandos. —Eso suena poco inteligente.

—Porque es un ejemplo y bastante burdo. En realidad, para detectarle, hay que afinar bastante. De ahí tanta batería de preguntas y pruebas que tengo que hacer, y que tanta curiosidad han despertado: pero es la única forma de seguirle la pista.

—Entiendo —asintió Fastul y, tras un silencio, le propuso cambiar de sitio.

Según salían, echó una ojeada distraída a lo alto, al disco rojo de Panac, contra el que se recortaban en negro los tejados y las cúpulas achatadas del barrio. Al pie de la puerta, a Moa se había detenido a abotonarse el abrigo y, reparando de repente en ello, Fastul se le quedó mirando pensativo.

Ercunda debía ir calando ya en el terrestre, introduciendo pequeños matices en su vestuario y humor, según el ciclo. Acababa de notar que ese nocturno sus ropas eran totalmente negras, en vez de negras y oscuras como solía, así como que parecía haber descartado su unidad termostática para adoptar las prendas de abrigo —una especie de trenca en su caso— tan comunes entre la gente del planeta. —Pues si lo de Estación Ahjmut y el golpe de palacio son obra de Muna, no puede decirse que haya andado muy fino. —No pudo evitarse el comentario, mientras echaban a andar—. Ambos han salido mal. —Por la mínima.— Bueno, eso es cierto.

—No han sido «obra de Muna». Él ha estado implicado, que no es lo mismo. Es bueno, pero no es ningún mago: trabaja con lo que hay y no creo que en esta ocasión tuviera muchas opciones. Me parece que, de haber podido elegir, nunca hubiera aceptado este trabajo.

—¿Eso qué significa?

—Que él, como todo el mundo, a veces tiene muy poco donde escoger. Es como un reloj de arena: hay partes anchas y estrechas, y en estas últimas uno tiene escaso margen de maniobra.

—En Tani Xuoc IV se vio en uno de esos cuellos de botella y tuvo que aceptar la ayuda de los antaraces para no ser detenido. —Sonrió con maldad—. Pero dudo que lo hiciera muy a gusto. Esto tiene pinta de chapuza o, por lo menos, de algo bastante precipitado, y Muna tiene que haberlo previsto. Habrá hecho lo que ha podido, pero las probabilidades son las probabilidades…

Se interrumpió, alerta; Fastul también se había vuelto, afinando el oído. Se escuchaban disparos, gritos lejanos, alguna explosión, luego otra más potente y sostenida. Quienes pasaban en esos momentos por allí también se habían detenido, sin saber muy bien a qué atenerse.

—Suena muy cerca, puede que en el barrio antarace —aventuró Fastul, ya que una prolongación del mismo se introducía como una lengua en el barrio terrestre, a un par de manzanas de donde se hallaban.

—Vamos. —El terrestre se arrancó a buen paso, sin darle ocasión a protestar.

La balacera y los gritos seguían; la gente pasaba corriendo, contagiándose unos a otros el miedo, de forma que todos salían huyendo sin saber muy bien por qué. El terrestre, yendo a contrapelo de la desbandada, más y más rápido, acabó echando a correr, seguido a disgusto por su acompañante.

Se libraba, o más bien ya se había librado, una sangrienta refriega en el barrio antarace, tal y como supusiera Fastul. Por segunda vez en pocos días, éste se encontró con un gran vehículo incendiado. Esta vez un transporte de superficie sobre ruedas, atravesado en medio de una plazoleta, las portezuelas de par en par, dejando escapar rugientes torbellinos de fuego y con un cadáver que colgaba ardiendo de la más delantera.

Había otras víctimas tiradas por toda la plaza, antaraces en su mayoría, inmóviles unas y otras aún debatiéndose. Alguien seguía disparando desde una esquina contra un nutrido grupo de hombres, vestidos a la terrana y con capuchas rojas, que se replegaba devolviendo el fuego, llevándose con ellos sus muertos y heridos.

Eran no menos de veinticinco o treinta, constató asombrado Fastul, que jamás había oído que los capuchas rojas hubieran operado en número tal. Por su parte, la reacción del terrestre fue mucho menos pasiva.

—¿Pero otra vez esos cabronazos? —rugió nada más verlos, buscando su pistola.

Y antes de que Fastul pudiera siquiera pensar en detenerle, ya se había arrimado a la esquina y, tomando puntería, comenzado a disparar.

Uno de los capuchas rojas, herido en la cabeza, se derrumbó como un saco. Algunos de los demás se revolvieron como culebras, descargando contra ellos una lluvia de balas que les obligó refugiarse; uno les apuntó con uno de esos fusiles de enorme calibre, tan comunes en Ercunda. El tiro pegó en la esquina, haciéndola estallar en un diluvio de cascotes y polvo, y la fuerza de la explosión les derribó a ambos por tierra.

Cuando se incorporaron, ilesos, los capuchas rojas huían ya por una de las bocacalles de la plazuela. Dos hombres habían salido de tras de una esquina y estaban disparándoles enrabietados. Uno sólo de los fugitivos cubría la retirada, respondiendo al fuego con una pistola en cada mano, en una actitud que era más desafiante que efectiva.

El terrestre también descartó cualquier precaución para salir disparando. Fastul, más prudente, se parapetó en la esquina demolida e hizo fuego con su propia arma. El capucha roja volvió hacia ellos una de sus dos pistolas y retrocedió de espaldas, sin dejar en ningún momento de contestar al fuego cruzado que le hacían. En seguida desapareció a la vuelta de la calle.

Se hizo entonces un silencio, roto por el bramar del fuego y los gritos de los heridos. Los otros dos tiradores, que eran antaraces, estaban en medio de la plaza, observando desencajados la carnicería. Ellos, por su parte, fueron hasta el vehículo en llamas, aún con las armas en la mano.

—Pero si es el coche de Nar Gim Cuas… —exclamó Fastul, fijándose ahora en los logotipos de la carrocería, así como en los muertos atrapados en aquel horno.

—¿? —El terrestre miró dentro, buscando ese nombre en sus implantes de memoria.

—Es un jefe de la Gran Tuze, la sociedad que se supone contrató a Gruu Muna. —Buscó entre los cadáveres caídos más cerca, reconociendo a algunos—. Ésas son del clon Tagcum, su mano derecha. —Le señaló dos mujeres idénticas, caídas una encima de la otra, antes de alejarse unos pasos y llamarle la atención acerca de otro muerto—. Mira, aquí está Gabuye Core; a éste le conoces…

El terrestre, los brazos en jarras, se volvió de nuevo al vehículo incendiado.

—¿Qué crees que ha pasado aquí?

Fastul le mostró las palmas, renunciando a explicarle allí mismo que los antaraces de rango tenían el privilegio de usar coches de superficie en ciudad. En esas calles peatonales, nada más fácil que tender una emboscada a un vehículo así, obligado a circular con lentitud. Los capuchas rojas habían sido muchos y con gran potencia de fuego, y los antaraces poco habían podido hacer con sus armas ligeras. Aparte de que los primeros se habían empleado con una ferocidad inaudita, aparentemente matando a todos cuanto se encontraron en su camino.

—¿Tendrá Muna alguna relación con todo esto?

—¿Muna? —El terrestre se quedó pensando—. Tendré que examinar…

—¡Ayúdennos, por favor! —les gritó uno de los dos antaraces, porque nadie más se había asomado aún por la plazuela—. ¡Esta gente se está muriendo!

—¡! —Fastul se despabiló de repente y, avergonzado, echó a correr—. Venga, vamos a echarles una mano.

—Bueno.

Aún pasó tiempo hasta que comenzó a llegar gente. Una nave de seguridad apareció poco después y, tras una pasada, aterrizó lentamente, haciendo destellar sus luces. Le siguió una de sanidad y, casi en seguida, otra. Entonces ellos dos se fueron de allí, abriéndose paso entre los mirones. Anduvieron un trecho en silencio, paseando hombro con hombro bajo el resplandor rojo de Panac.

—¡Pobre gente! —suspiró Fastul—. Esto ha sido una matanza y no quedará así.

—¿No? ¿Qué es lo que van a hacer los antaraces?

—Los antaraces no sé, pero los apaciguadores no se van a estarse de brazos cruzados.

—¿Los apaciguadores? ¿No estaban los capuchas rojas fuera de su jurisdicción?

—Eso tampoco es así. —Sacando las manos de las mangas, le ofreció un cigarrillo—. En Ercunda la ley es más espíritu que letra y hay normas no escritas que todo el mundo respeta. Esos capuchas rojas se han pasado, y no poco, de la raya: los apaciguadores obrarán en consecuencia.

—Los capuchas rojas siempre actúan pagados, ¿no? —especuló el otro—. Y el objetivo primario era ese coche, que era de un pez gordo de la Gran Tuze.

—Nar Gim Cuas. ¿Crees que Muna tiene algo que ver?

—¿Que se haya vuelto contra sus jefes? Puede. Desde luego, Muna es como un escorpión. —Se quedó pensando de nuevo—. Un escorpión, eso es: si tiene varias opciones, indefectiblemente elige la más sangrienta. Siempre acaba picando y, ahora que se me ocurre, puede que no pueda evitarlo… ¿Estaba ese Cuas en el coche?

—No he podido distinguir quién estaba dentro. Pero, por si lo estás pensando, este tipo de sociedades antaraces no son camarillas alrededor de un jefe; son algo bastante más sólido y complejo. Para acabar con ellas, no basta con descabezarlas.

—Entonces esto no la liquida, incluso si Cuas ha muerto.

—De entrada no. Aunque desde luego que la Gran Tuze acaba de recibir un buen golpe; ha perdido este nocturno algunos de sus pesos más pesados: dos de las Taecum, Gabuye Core, Suni Carpan…

—Ya. —El terrestre se detuvo y señaló a una calle transversal—. Yo me voy por aquí. Lo mejor es que me ponga manos a la obra cuanto antes: hay muchos datos nuevos que procesar y esto puede ser dar un giro drástico a todo.

—Supongo que será mucho trabajo —dijo con cierta simpatía Fastul.

—Y tanto. Ojalá estuviera ya aquí el equipo de apoyo, todo sería mucho más fácil.

—No te entretengo entonces —Fastul cabeceó, señalando calle adelante—. Yo sigo de frente. ¿Me tendrás al tanto?

—Claro.

Al nocturno siguiente, Fastul asistió junto a Bilgrum a las exequias públicas de las víctimas. Por alguna razón, ella daba una gran importancia a esta circunstancia e insistió tanto que al cabo, con toda clase de reparos, él se avino a estar presente.

Había habido treinta y dos antaraces muertos en la refriega, muchos de ellos peatones que pasaban por la plaza en ese instante y que nada tenían que ver con la Gran Tuze. Se trataba de una verdadera matanza, un baño de sangre; la colonia antarace estaba anonadada y las autoridades del barrio habían dispuesto luto y ceremonias oficiales, así como pública cremación, conforme a las creencias religiosas de su gente.

Las honras tuvieron lugar en la plaza más grande del barrio, que fue del todo insuficiente para la multitud que acudió al acto. Habían instalado en su mismo centro una deidad fúnebre antarace, de seis o siete metros de altura, que parecía forjada en hierro oxidado. Una estatua masiva, tripuda, con las piernas cruzadas y las manos sobre el regazo. Sus facciones herrumbrosas —ojos rasgados, orejas puntiagudas, nariz aplastada— hicieron pensar a Fastul en un demonio infernal antes que en una divinidad liberadora; una impresión acentuada por el fuego que ardía en el interior de la efigie, con tanta furia que grandes llamaradas salían constantemente por sus oídos y fosas nasales.

Él presenció toda la ceremonia desde las gradas, a altura, acompañando a las hermanas Bilgrum, que iban vestidas las cinco de blanco y negro. Entre el clamor de la muchedumbre, los cuerpos —envueltos en mortajas blancas con ricos bordados en azul y oro— fueron llevados en volandas hasta el pie de la estatua. Allí eran recogidos por oficiantes ataviados con trajes ignífugos, que los arrojaban al fuego encendido en el seno de la estatua.

La oscuridad, el fuego, la inmensa luna roja, todo aquel espectáculo multitudinario y sombrío, lograron hacer mella en Fastul, que apenas pronunció palabra al término del acto, ni tampoco luego cuando, tras despedirse de las otras cuatro, Bilgrum le acompañó a su casa. Hicieron todo el camino cavilosos y casi en silencio, aunque una vez allí se produjo una fuerte discusión entre ellos.

Se rumoreaba que aquel sangriento incidente había sido instigado por algunos cortesanos de Teicocuya, lo que era tanto como decir él mismo, como respuesta al asalto a palacio durante el Anarsegut. Esa opinión era tan generalizada, y se expresaba tan abiertamente, que Fastul sospechaba que el propio Teicocuya había hecho propalar el rumor. Y Bilgrum, tras las honras, se había referido indignada a ese mismo tema.

—¡Ese gordinflón! ¡Ése, ese…! —se atropellaba, rabiosa—. Ese payaso, que por sí mismo no es nadie; que podríamos hacerle desaparecer así —e hizo chasquear los dedos en el aire.

—No tan fácil —replicó él con cierta sequedad, sirviéndose una copa de aguardiente frío.

—¿Nooo? Un par de nuestras unidades de intervención planetaria podrían apoderarse de todo el planeta en esto —y volvió a chascar pulgar y medio delante de su nariz.

—Hacedlo… y a lo mejor resulta que los ercundanos son más difíciles de controlar con la mano derecha que con la izquierda.

—Bah.

—Eso sin contar con que no sois los únicos planetas en la galaxia. Puede que algún otro mundo se opusiera a esa intervención, incluso a tiro limpio. Teicocuya lo sabe y cuenta con ello… —Dejó morir la frase. Había tenido en la punta de la lengua que el déspota, además, lo era gracias al apoyo de ciertos antaraces; sociedades como la Macurné, a la que pertenecía Bilgrum. Pero supo callarse a tiempo.

—Ese tío cerdo mandó a un montón de capuchas rojas a nuestro barrio, en pleno nocturno, a matar gente. —Gesticuló ante su rostro, cada vez más alterada—. Han muerto treinta y dos ciudadanos de Antar Acea y esto no puede quedar así.

—¡A la mierda con vosotros! —saltó Fastul—. ¿Treinta y dos? Tenía que haber estado en palacio cuando el Anarsegut y ver: yo creía que eso de «alfombra de muertos» era una figura literaria; pero no lo es; no, no lo es.

—Pero… —trató ella de responder, sorprendida por ese estallido.

—Ni pero ni nada. —Ahora era él el que se iba acalorando, a su pesar—. Hubo más de quinientos muertos, así que no me vengas con historias. Si se juega, hay que estar a todas. Porque no sé si os dais cuenta de que muchos ercundanos, en el fondo, se han alegrado de lo ocurrido en el barrio antarace. Teicocuya no es ningún tonto: la matanza del Anarsegut fue, en parte, culpa de vuestras intrigas; así que la gente se ha tomado esto como un contragolpe y muchos se lo aplauden.

—Eso de culpa nuestra es hablar por hablar —protestó Bilgrum, ahora a la defensiva.

—Mira, no me tomes por tonto. Yo comprendo que os creáis algo aparte: que quinientos ercundanos no valgan para vosotros nada, en tanto que treinta y dos de los vuestros lo son todo… pero también debíais comprender vosotros que los demás no sean de la misma opinión.

—La mayoría no tenían nada que ver, Sig… pero si no eran más que gente que pasaba por allí en ese momento. —Lo sé. Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué estamos discutiendo? —Porque eso no es lo que has dicho antes.— El tono iba suavizándose ahora—. Antes estaban hablando en plan: ¿cómo se atreve ése a tocar un sólo pelo a un antarace?

Ella no contestó nada y, en el silencio consiguiente, Fastul se encendió un cigarrillo. Fue Bilgrum quien habló primero.

—Sin embargo, me han dicho que tú también estuviste en la plaza Marsile y que interviniste en el tiroteo con los capuchas rojas.

—Pasaba por allí y lo de liarse a tiros fue cosa de Cosmos a Moa. Y él no lo hizo porque tenga una especial simpatía por los antaraces, sino porque les tiene ganas a los capuchas rojas.

—Pero estuvisteis luego ayudando a los heridos. —Mujer.— Agitó disgustado la cabeza—. Eso se llama humanidad. ¿O qué querías que hiciese?

Ella asintió lentamente. Hubo un nuevo silencio y ella titubeó, moviéndose de un lado a otro y evitando sus ojos. Por último, recogió su abrigo negro y blanco, que estaba cuidadosamente doblado sobre el respaldo de un sillón.

—Será mejor que me vaya con mis hermanas —dijo, cabizbaja.

—Oye, la discusión se ha acabado. Ya está. Ella cabeceó, sin mirarle, y no dijo nada; pero no soltó el abrigo.

—Ya está —repitió Fastul, aun sabiendo que era inútil.

—Ya está —aceptó Bilgrum, que se estaba poniendo el abrigo, rehuyendo en todo instante sus ojos—. Mira, tengo hoy el humor tonto; ya me conoces. Todo esto nos ha afectado mucho, de verdad: lo mejor es que estemos juntas.

—Como quieras —suspiró él, seguro de no estar diciendo lo que debía.

Ella recogió su mitra negra.

—Ya hablamos —le dijo cabizbaja. Y se fue.

Fastul se quedó sólo. Se contempló en el espejo de la sala, sintiéndose por alguna razón como quien ve a un extraño. Se quedó allí, mirándose un buen rato, antes de hacerse a sí mismo una mueca de desaliento y dejarse caer a plomo en uno de los sillones, con la copa en una mano y el cigarrillo en la otra.