IX

BILGRUM Y FASTUL habían quedado en verse ese nocturno en casa del segundo, ya tarde, y como éste tenía tiempo libre y no estaba de humor para casi nada, decidió ocuparse de su cocina autómata. Se trataba de un gran artefacto, objeto de no pocas bromas por parte de Bilgrum y los amigos, que había comprado años atrás en los talleres del astropuerto, procedente del desguace de alguna nave privada y al que mimaba como a la niña de sus ojos.

Se entretuvo en calibrar, regular, limpiar filtros y depósitos, comprobar sensores, circuitos, placas. Luego comenzó a repasar su colección de memorias gastronómicas, de la que se sentía especialmente orgulloso, formada por más de mil tarjetas, cada una de ellas de un planeta distinto. Mediante monitor, fue navegando por un maremágnum de platos, ingredientes, condimentos, sumergiéndose cada vez más en la lectura y olvidando poco a poco su humor previo, bastante sombrío.

Ni se fijó en el tiempo que le llevó esto; porque, así como otros podían imaginarse un planeta a partir de su biología, geología o meteorología, así él podía pintarse un mundo en concreto, gracias a sus elementos culinarios. Y así, saltando de una memoria a otra, fue animándose a preparar una cena exótica; una de sus mayores aficiones, últimamente algo arrinconada por uno u otro motivo.

Tras mucho buscar y descartar, y distraerse una y otra vez con datos curiosos que le llevaban a otros nuevos, optó por una comida típica de los Kempir, una cultura trashumante de las praderas altas de Narmusi II. O mejor dicho una imitación pasable a base de sucedáneos, propuestos por los programas, ya que era imposible conseguir en Ercunda muchas de las materias primas originales.

Así pues, con una mochila al hombro y un listado en el bolsillo, se echó a la calle y al rato estaba ya en el barrio terrano, huroneando por las tiendas del Mercado Viejo. Como tantos devotos de la cocina, Fastul era de esos que preferían recorrerse ellos mismos los puestos, comprando una punta aquí, un hueso allá. Aparte de que aquel mercado, con sus abastos interplanetarios, sus despachos de especias y sus viveros acristalados siempre había sido para él una fuente inagotable de fascinación.

Ya de vuelta, se reservó él mismo algunos platos, dejando el resto a la cocina autómata. Con ciertas dudas —ya que el paladar de Bilgrum no era tan flexible como el suyo— se había arriesgado con un menú de cinco platos. Un caldo de aves. Un escarabajo gigante, abierto en dos partes y relleno con una pasta agridulce cuyo primer ingrediente era la carne del propio insecto. Media docena de platillos con cremas ácidas, saladas y amargas, junto a tortitas minúsculas. Una ensalada de legumbres silvestres, tubérculos y queso agrio, aderezada con miel muy clara. Y un guiso de carne. Todo acompañado por cerveza floja, una infusión de raíces, muy amarga, y un vino de bayas tan dulce como el moscatel.

Se aplicó sobre todo a la carne, en especial a la salsa, espesa y muy picante, añadiendo, rectificando, probando una y otra vez con la punta de la lengua. Por fin apartó la olla del fuego y, tapándola a medias, dejó reposar. Entonces dispuso con sencillez la mesa, sabiendo que Bilgrum estaba al llegar. Iban a dar la hora y ella no era de los que se retrasaban por sistema, no más allá de unos pocos minutos.

Pero en esa ocasión fueron diez, quince, veinte minutos y, según transcurría el tiempo sin que ella apareciera, él iba pasando del fastidio a la irritación y de ahí a la inquietud, para acabar cayendo en un estado que era mezcla de todos los anteriores. Estuvo tentado de llamarla, pero se contuvo pensando que, de ocurrir algo serio, ya se habría puesto ella en contacto con él o, peor, lo hubieran hecho sus hermanas.

Conectó la pantalla, pasó de un canal a otro, la quitó, puso música, se sirvió una copa, estuvo trasteando un poco por el salón, sin saber muy bien qué hacer, y acabó asomándose a la ventana, a fumar un cigarrillo y observar detrás de los cristales la plaza, la gente, el círculo rojo de Panac tras los tejados negros.

Sólo después de más de dos horas de espera oyó, con innegable alivio, abrirse la puerta y, una fracción más tarde, Bilgrum apareció como una tromba.

—Perdóname. ¡Tenemos un follón en la embajada!, y la verdad es que se me fue la hora de la cabeza. Se me pasó el tiempo y cuando quise darme cuenta… lo siento, lo siento.

Fastul la miró y no dijo nada; la conocía lo bastante como para saber cuándo algo le preocupaba e intentaba ocultarlo. Ahora ella se estaba quitando el abrigo; echó una ojeada en torno y se decidió a dejarlo, junto con la mitra negra, en el respaldo de un sillón. Luego, sin pensar, se arregló el uniforme negro y entonces, mientras se ajustaba una de sus condecoraciones doradas, sus ojos se posaron en la cocina.

—Oh, has estado guisando. —Se encogió perceptiblemente—. Lo siento.

—Vamos a cenar. —No se le ocurrió a Fastul otra cosa que decir y, dando orden a la cocina autómata de recalentar platos, comenzó a sacar las cremas, el escarabajo y la ensalada, que se tomaban fríos.

—No tengo mucho hambre.

—Ni yo: se ha pasado la hora. Pero ésta es la comida que preparan los Kempir de Narmusi II para celebrar la reunión de las hermandades, durante la estación de los pastos altos. Son cinco platos y, al menos, pienso probarlos todos.

Se sentaron y Bilgrum eligió una taza de infusión amarga, en tanto que Fastul se servía un vaso de cerveza. Tomaron unos cuantos bocados en silencio.

—Mira, de verdad —quiso romper ella—, no sabes cuanto siento lo de la cena…

Fastul levantó los ojos del plato y la voz de ella se fue apagando. Cuando sucedía algo así, solía dejarla hablar, darle cuerda hasta que se decidiera a dejar salir lo que llevase dentro. Pero ese nocturno el humor de Fastul andaba demasiado turbio para todo eso.

—Mira. Que le den a la cena —dijo lisamente—. ¿Qué es lo que pasa?

—Hay relevos en la embajada —respondió ella tras un instante, sin saber muy bien dónde poner los ojos—. Cambio de destino; nos vamos del planeta.

—¿Qué? —Fastul se le quedó mirando helado.— Nos relevan, a nos y a media embajada más. Acaba de llegarnos las órdenes desde Antar Acea.

Abrumado, Fastul no supo qué decir. Algo había oído sobre cambios en la embajada antarace. Que en su planeta madre creían que las pugnas entre facciones habían rebasado un límite y se les habían ido a éstas de las manos, provocando indirectamente la matanza de antaraces. Que los gobernantes se habían visto obligados a intervenir, actuando contra unos y otros. Pero no había dado mucha importancia a esos rumores, no pensando en ningún momento que eso afectase a Bilgrum.

Dio un sorbo. La posibilidad del relevo, sin embargo, había pesado desde el principio en su relación; sabían que sucedería tarde o temprano, era un tema hablado hasta la saciedad y más de una vez había sido fuente de especulaciones morbosas entre ambos.

—¿Cuándo?

—En seguida. Puede que dentro de diez o doce días.

—¡Por Todo…! —Se echó para atrás en el asiento, suspirando.

Bilgrum le estaba mirando ahora y él, viendo aquellos ojos oscuros y expresivos, comprendió que ella había estado temiendo, y quizás deseando, una explosión por su parte. Se llevó la mano a la frente, sin encontrar palabras.

—Nos hemos estado hablando —añadió entonces ella, con cierta timidez—. Nos vamos a arreglarlo para que yo pueda quedarme un par de semanas más. De momento nos envían a Antar Acea, en espera de nuevo destino, y puedo reunirme allí con ellas.

Él se apartó la mano. Dos semanas ercundanas, treinta ciclos.

—No, no. —Se oyó a sí mismo, como si fuese otro quien hablase—. Treinta días tipo, además de ni se sabe cuántos de viaje. Es mucho tiempo separada de tus hermanas, demasiado.

Ahora ella le estaba mirando boquiabierta, pero él no le dio oportunidad de interrumpirle.

—Nunca os habéis separado más de unos pocos días ¿cómo ibais a hacerlo tanto tiempo? Perteneces a un grupo clónico y eres como eres. No puedo pedirte eso: acabaría siendo un infierno para ti y, de rebote, para los dos. No. Ya sabíamos que esto tenía que pasar antes o después. Nos quedan veinte o veinticinco ciclos; así que será mejor que los aprovechemos.

—Es verdad que pertenezco a un grupo clónico —admitió Bilgrum en voz baja. En sus ojos se veía que no sabía que pensar—. Pero tú eres tan distinto y nunca has podido entender…

—No. No es que no entendiera, es que no quería entender. Supongo que es humano —e, impulsivamente retuvo una de sus manos entre las suyas. Durante un instante de silencio, le acarició los nudillos—. Veras, yo…

Le cortó un zumbido de lo más desagradable, avisando que tenía una llamada urgente. Maldiciendo, pegó tal puñetazo en la mesa que mandó por los aires platos y vasos, e hizo que Bilgrum diera un brinco en el asiento, sobresaltada por ese pronto.

Se acercó a la pantalla con un par de zancadas rápidas y aceptó la llamada. El monitor parpadeó para mostrar a D. Rae de medio cuerpo, envuelto en una hopalanda negra, con el visor puesto y aquella placa metálica aún sobre la sien izquierda.

—¿Sí?

—Estoy sobre la pista de Muna —dijo, sin mayores preámbulos el apaciguador—. Necesito que me eche una mano.

—¿Yo?

—No tiene por qué venir.

—No, no. Voy para allá. ¿Dónde…?

—No hace falta. Una nave le recogerá en su casa, en unos minutos.

—En seguida estoy listo.

—Bien. —Rae asintió, dando por finalizada la comunicación; la pantalla iba ya oscureciéndose y en seguida quedó en negro.

—¿Muna? ¿Gruu Muna? —casi le chilló Bilgrum, ahora también en pie—. Ése era D. Rae, uno de los apaciguadores, ¿no? ¿Para qué te necesita a ti esa gente?

—Lo ignoro —admitió él, ciñéndose ya la pistolera bajo la axila—. Muna, este mismo diurno, ha matado a Cosmos a Moa en mitad de la calle Tartaria… pero no sé si tiene alguna relación con eso.

—¿Que Muna ha matado a Moa?

—Este mismo diurno —repitió. Entrando en la alcoba, volvió a salir con una hopalanda negra bajo el brazo—. Ahora no puedo contártelo todo; no tengo tiempo —se demoró un instante, ya junto a la puerta—. No sé cuánto tiempo voy a estar fuera…

—Es igual. Prefiero quedarme y esperar.

—Volveré en cuanto pueda. —Y salió.

Rae no exageraba al hablar de minutos. Según Fastul salía por la puerta, una nave aérea aterrizaba ya enfrente. Entró sin demora. El vehículo estaba pilotado por un ercundano macizo y de aspecto rudo y, aunque ni se identificó ni llevaba insignia alguna, por algún motivo, a Fastul no le cupo duda de que se trataba de un apaciguador. En pocas palabras, mientras despegaba en manual, le puso al corriente de la situación.

—Rae ha seguido la pista de Muna hasta una casa de huéspedes; un sitio llamado «Estación Ciudad» que…

—Sé cuál es. Está en el barrio viejo, pegando ya al terrano. Suelen parar bastantes exteriores por allí.

—En efecto. Por desgracia, la S.P. también ha dado con el lugar y una unidad de intervención ha asaltado la casa a tiro limpio.

—¿La S.P.?

—Hace un rato.

—¿Y qué espera Rae que yo haga al respecto?

—Eso sí que no lo sé. —El piloto encogió sus grandes hombros, dando por terminadas las explicaciones.

Fastul se desentendió de él para mirar por la ventanilla. Estaban ya en pleno Miquiníes y volaban sobre una ciudad dormida. Contempló distraído cómo pasaban sobre calles y plazas desiertas, y en seguida llegaron a su destino. El piloto le hizo fijarse en un edificio de cuatro cúpulas, con una quinta y más grande en el centro, antes de señalarle más arriba, al aire. Fijándose entonces allí, en el cielo nocturno, Fastul llegó a distinguir una nave grande y oscura que sobrevolaba en círculos el área.

Aterrizaron algo más allá y en el acto, como salido de la nada, D. Rae apareció junto al vehículo, arropado en un manto color rojo sangre. Con un ademán apremió a Fastul a seguirle; pero éste, a su vez, le hizo un gesto, invitándole a detenerse un instante.

—Un momento, Rae. ¿Se puede saber qué es lo que pasa?

—La S.P acaba de hacer una redada en una casa de huéspedes donde, por lo menos hasta hace nada, estaba oculto Muna.

—Sí, ya me lo ha dicho él. —Fastul señaló con la cabeza a la nave aérea, que ya despegaba.

—Tengo que echar un vistazo ahí dentro.

—¿Y qué quiere que yo le haga?

—Que consiga que los de la S.P nos dejen entrar.

—¿Yo?

—Ahí dentro hay unos cuantos exteriores detenidos y eso es competencia de su oficina.

—Como si a los de la S.P. les importase algo la Oficina para Exteriores…

—La oficina no, pero usted sí. Después de su actuación en los sucesos del Anarsegut, usted está muy bien visto en palacio.

—Oiga, que yo…

—Eso es así —le cortó, impaciente, el apaciguador—. La S.P, en cambio, como no supo anticipar el golpe, está ahora mismo en una situación bastante delicada… no creo que vayan a impedirle entrar, si usted se lo pide.

Fastul se pasó una mano por los cabellos, pensándoselo unos segundos.

—Bueno, venga —suspiró—; vamos a intentarlo. Pero, si se ponen difíciles, me doy media vuelta y me voy, y usted se viene conmigo sin decir ni mu. No quiero jaleos con esa gente.

—De acuerdo.

Echaron a andar. Calle adelante había naves posadas, así como un número considerable de hombres armados, cubiertos unos con armaduras de combate y de civil otros. El silencio era casi total y, aunque todo estaba cerrado a cal y canto, uno podía intuir a los vecinos tras las celosías, atisbando por las rendijas. Un hombre alto, con una hopalanda negra y roja, les salió al encuentro; Rae se identificó como apaciguador y aquél, aunque remiso, les franqueó el paso.

—Ahora le toca a usted —le susurró Rae a su acompañante, según subían por las escaleras de ladrillo.

Había más guardias armados en los rellanos, y también arriba, a las puertas del albergue. En el mismo umbral, les detuvo un sujeto de ojos fríos y aire de autoridad.

—No pueden pasar —les informó, sin pedir explicación alguna.

—Esto afecta a una investigación de los apaciguadores —objetó Rae—. Necesito echar un vistazo.

—No —volvió a denegar el otro, cabeceando con una especie de cortesía distante.

—Ahí dentro hay exteriores, ¿no? —se apresuró a intervenir Fastul, viendo que el apaciguador ya abría la boca para discutir.

El hombre de la S.P. le contempló durante un momento muy largo, con más curiosidad que otra cosa.

—Y usted es…

—Cigal Fastul. Trabajo en la Oficina para Exteriores. Su interlocutor siguió mirándole mientras, mediante implantes, consultaba con los suyos sobre él. Entonces, aunque no cambió de expresión, pareció volverse de repente más cauteloso.

—Los huéspedes de esta casa están implicados en una conspiración; algunos participaron en los incidentes del Anarsegut y los exteriores por los que me pregunta son mercenarios a sueldo.

—D. Rae —Fastul señaló a éste con un gesto de cabeza— tiene motivos para creer que aquí está, o ha estado, Gruu Muna; un exterior acusado de asesinato.

—Sabemos quién es Gruu Muna. Le estamos buscando. —Todos le estamos buscando— repuso a su vez el apaciguador.

—Nos vendría muy bien entrar —acabó Fastul— y conocer las declaraciones de los detenidos.

—De acuerdo. —El hombre de la S.P. cedió, evidentemente a disgusto—. Vengan.

La redada acababa de producirse, tal y como dijera D. Rae. Había impactos en las paredes, muebles volcados, puertas rotas, y los cadáveres seguían aún tirados en medio de los pasillos, sin que aún nadie se hubiera tomado la molestia de retirarlos. Los detenidos —todos cuantos se hallaban en la casa en el momento del asalto— estaban en la sala común; una estancia muy amplia, alta y umbría, con los techos abovedados. Les habían obligado a desnudarse y ahora estaban agrupados en el centro, de rodillas y con las manos sobre la cabeza, encañonados por media docena de guardias con armaduras pesadas.

El apaciguador se fue por uno de los pasillos, yendo a inspeccionar el cuarto de Muna, en tanto que Fastul se detenía en los registros del local, tratando de conocer el número y la identidad de los exteriores allí alojados. Luego alzó la vista y, poniéndose un cigarrillo en los labios, la paseó sobre los prisioneros, varones en su mayoría. Formaban un rebaño miserable allí, agachados en la penumbra, temblando de frío y de miedo. Suspiró. Los de la S.P. sabían cómo aterrorizar a sus víctimas y era imposible no fijarse en un par de muertos desnudos a los que, obviamente, habían disparado tras la detención.

Entre los capturados distinguió a Anju Cefara, el dueño del albergue, al que conocía superficialmente por motivos de trabajo. Se trataba de un sujeto alto y obeso que solía cultivar ademanes plácidos y distantes, como de gran señor, aunque en esos instantes estaba arrodillado entre el resto, con el rostro desencajado por el desastre.

Por algún motivo que Fastul no llegó a saber —quizás no hubo ninguno— un guardia pegó a uno de los prisioneros con un arma gruesa y flexible. Se oyó un restallar, como el de un rayo, y una cascada de chispas saltó en la penumbra, mientras la víctima lanzaba un grito espantoso. Al golpe, Fastul dio primero un brinco atrás y luego, sin pensar, unos pasos adelante. El guardia había usado algún tipo de látigo nervioso y, si bien el sonido y las chispas no tenían más efecto que el psicológico, la descarga del instrumento producía dolores atroces. El hombre de la S.P. con el que habían hablado previamente, y que se mantenía cerca, le salió al paso en seguida.

—Desde luego, no dudo que este local haya servido de tapadera a conspiradores —le dijo cuidadosamente Fastul—. Pero, por eso mismo, supongo que habrá aquí gente que nada tiene que ver con todo esto; inocentes de paso…

—Ya nos encargaremos nosotros de averiguar quién es cada cual.

Con una seña, Fastul se le llevó a un aparte, sin pensarse mucho lo que estaba haciendo.

—Oiga, quizás sería mejor que entregasen a toda esta gente a los tribunales, en vez de seguir sus métodos normales.

—¿Y por qué?

—La Federación…

—La Federación nada tiene que decir en esto. Estos exteriores están a sueldo de unos rebeldes y han violado nuestras leyes.

—Sin duda. —Fastul, meneando la cabeza, hizo una pausa, en realidad porque no sabía cómo continuar. «¿Y qué le digo yo a éste ahora?», se preguntó agobiado, antes de lanzarse—. Pero en la Representación Federal están de lo más alarmados por todo cuanto está sucediendo. Ha habido violencia, muertos, y luego está el atentado en el barrio antarace…

—¿?

—Para los representantes federales, un antarace no es más que un exterior, aunque para los ercundanos sean gente aparte. La muerte de un antarace es para ellos, a todos los efectos, la muerte de un exterior, ni más ni menos. —Volvió a interrumpirse.

—¿Y bien?

—Los federales tienen sus propios baremos —improvisó—. Es posible que se planteen la posibilidad de reclasificar este planeta. Si las guías federales catalogan a Ercunda como un planeta peligroso, aumentarán las primas de seguros, y descenderá por tanto el número de naves en tránsito y las visitas de exteriores… ¿se hace idea de lo duro que puede ser eso para la economía planetaria?

—Siga. —El hombre de la S.P., de nuevo, sin mudar de gesto, pareció haber acusado el golpe.

—Ya sabe cómo es esto —remachó Fastul, embalado—. Luego puede pasar mucho, pero mucho tiempo, antes de que se decidan a devolvernos la antigua clasificación. Hay que andarse con tiento y, desde luego, el no dar un juicio a toda esta gente no va a ayudar precisamente con los federales.

—Comprendo. Estudiaremos la posibilidad de entregar a estos exteriores a los tribunales.

Fastul cabeceó a regañadientes, notando que su interlocutor había dicho «exteriores», excluyendo así a los ercundanos. Rae, que había vuelto a tiempo de escuchar parte de la conversación, terció en ese momento.

—Yo ya he terminado. ¿Y usted, Fastul?

—También. —Le mostró el disco, copia de los registros.

—Entonces será mejor que nos marchemos ya.

Bajaron las escaleras, pasando entre los guardias armados, y se fueron calle adelante, caminando despacio bajo la luz roja de Panac.

—El pájaro ha volado —refunfuñó el apaciguador.

—¿No ha encontrado nada?

—Poco. Y, siendo como es Muna, bien puede haber previsto la redada y dejado pistas falsas para confundirnos. Trataré de interrogar a los detenidos… pero veremos, ya se sabe cómo son los de la S.P.

Siguieron andando. Fastul echó mano a un cigarrillo, pero en el último instante desistió.

—Estoy pensando en Anju Cefara.

—¿En quién?

—Cefara, el dueño del albergue. ¿Pero qué necesidad tenía ese hombre de meterse en un lío así?

—Ah. —El apaciguador se rió con aspereza—. Supongo que él no pensaba que todo iba a terminar de esta forma: seguro que, de haber salido bien el golpe del Anarsegut, habría sacado mucho… en cambio ahora es como si ya estuviese muerto. Así son las cosas.

El otro meneó la cabeza, pensando en el rostro descompuesto de Cefara. Después le vino a la cabeza la expresión aterrorizada de los prisioneros y se sintió mal. Se detuvo a inspirar.

—No me siento muy bien.

De repente le acometieron náuseas. Vomitó desparrancado y las arcadas eran tan fuertes que el apaciguador tuvo que sujetarle del codo para evitar que cayese de rodillas.

—Calma, hombre.

—¡Por…! —Boqueó, rebuscándose en los bolsillos de la hopalanda hasta encontrar un pañuelo. Se enjugó los labios.

—Usted ha hecho lo que ha podido por esa gente.

Fastul, aún limpiándose, le miró con ojos enturbiados, preguntándose cómo podría haber sabido lo que tenía en la cabeza.

—No he podido hacer nada por los ercundanos. Y en cuanto a los exteriores, ya le oyó: está por ver.

—Ha hecho lo que ha podido. ¿Qué más quiere de sí mismo?

Fastul suspiró, cabizbajo, antes de doblar cuidadosamente el pañuelo.

—Dígame —quiso saber el apaciguador—. ¿Es verdad que la Representación Federal está estudiando la reclasificación del planeta?

—No.

—Pues ha sido un buen cuento.

—Y puede que yo me haya metido en un buen lío.

—Tampoco. —Se rió, enseñando los grandes dientes—. Aunque los de la S.R indaguen y reciban una negativa, les quedará la duda de si los federales no estarán llevando el asunto en el mayor de los secretos.

—Veremos.

—¿Cómo va a volver? ¿Quiere que llamemos una nave?

—No. Cogeré el aerobús.

—¿Seguro?

—Seguro. No ha sido más que un arrechucho. —Ahora sí que se puso un cigarrillo en la boca. Observó la calle desierta; luego, alzando los ojos, los tejados y el gran disco rojo de Panac—. Téngame al tanto.

—Claro. Cuento con usted para que me eche una mano.

—Delo por hecho.