II

ESE MISMO NOCTURNO, Cigal Fastul recibió en su despacho la visita de D. Rae, un Apaciguador de alto rango; un personaje en el que casi todo podía calificarse como «muy». Muy alto y huesudo, muy feo, de piel muy morena, con el pelo muy blanco y los dientes muy grandes. Eran muchos los que le creían un vatispantem, uno de los inhumanos aborígenes de Ercunda, operado para aumentar su semejanza con los humanos, aunque Fastul era de los de la opinión contraria: que se trataba de un humano modificado para parecer un vatispantem y reforzar así su autoridad ante las gentes del planeta.

Llevaba puesto su voluminoso visor, del que nunca se despojaba en público, y en esa ocasión vestía una hopalanda muy holgada de color rojo, haciendo pensar a su interlocutor en ciertas imágenes de la Muerte, tal como se representaban en los templos terranos de la ciudad, aunque éstas solían empuñar guadañas y relojes de arena, y no fusiles de grueso calibre.

—Sin Tun Cae, exterior —anunció sin más, al tiempo que le alargaba una tarjeta—, nativo de Orbital Comosse… Fastul le interrumpió, tendiendo la mano para recoger el disco de plástico.

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Le encontré en el desierto, en Estación Acay. Me desafió, luchamos y le maté. Está todo ahí —y señaló a la tarjeta.

—¿Pero qué es lo que había hecho? —pensativo, la dio vueltas entre los dedos.

—Nada en este planeta, que yo sepa. —El apaciguador se encogió de hombros—. Pero había una orden de busca y captura federal contra él.

—¿Un busca y captura federal? Vaya; era hombre de suerte, ¿eh? —Fastul se permitió una sonrisa irónica. Millones de esas órdenes dormían en los archivos de las seguridades planetarias, sin que apenas uno entre miles de fugitivos pudiera ser identificado y preso en un mundo distinto al suyo, casi siempre por alguna conjunción extraordinaria de casualidades.

Aún con una medio sonrisa, echó mano de los cigarrillos.

—Por cierto, estaba a punto de mandar un expediente a los Apaciguadores. Parece que tenemos aquí a un criminal, un tal Gruu Muna, llegado bajo falsa identidad al planeta. Y también hay otro exterior que le persigue, un agente con licencia federal y todo en regla.

—Buena pieza ha de ser para que manden alguien a perseguirle. —El apaciguador, que seguía en pie, se apoyó intrigado en su fusil de nómada—. O ha hecho alguna bien gorda o se ha metido con alguien importante…

La pantalla de comunicaciones, en la pared del fondo, parpadeó antes de conectarse y mostrar a un hombre de ojos muy azules y facciones de halcón. Fastul le observó con prudencia, ya que se trataba de Stirce Tutoc, de la poderosa Seguridad Planetaria, la policía política; casi los únicos habilitados para entrar en pantalla sin autorización previa del receptor.

—Fastul —le dijo con frialdad—. Usted… ¡Ieh!— D. Rae se volvió de mala cara—. Está usted interfiriendo en una operación de los Apaciguadores. Desconecte inmediatamente y espere.

El otro le ignoró sin más.

—… ha mantenido recientes contactos con…

Bufando, el apaciguador se echó el fusil a la cara. El primer tiro, con terrible estruendo, hizo saltar un trozo de cristal, justo entre los ojos de Tutoc; el segundo hizo oscilar la imagen, sembrándola de colores imposibles; con el tercer y el cuarto disparo, la pantalla quedó en negro.

—¡Por…! —Fastul se frotaba las orejas, ensordecido—. ¡Por lo menos podría usar algo menos ruidoso!

—¡Sí, hombre! Menudo papel iba a hacer la próxima vez que tuviera que disparar al aire, usando balas silenciadas.

La puerta se abrió de golpe y asomaron caras alarmadas. Ambos hicieron gestos tranquilizadores y los otros se retiraron.

—Ese idiota… ¿quién era?

—Stirce Tutoc, de la S.P. ¿No le conoce?

—No suelo tratarme mucho con esa gente. Vaya un tío grosero. —Rae exhibió los grandes dientes—. Como le coja, ya le enseñaré yo modales, ya.

—Que yo sepa, nadie le ha visto en persona. Dicen que no existe en realidad, que no es más que una emulación, diseñada así de antipática a posta.

—Vaya. —El apaciguador ladeó la cabeza—. Bueno, ¿qué era eso de ese tal…?

—¿Gruu Muna? Es un asesino. El busca y captura es por asesinato múltiple en Tani Xuoc IV Pero parece ser responsable de otras muchas muertes, en diversos planetas.

—¿Qué nos ha venido al planeta? ¿Uno de esos carniceros locos?

—No sé si hace de su afición oficio o al revés, unas veces mata por gusto y otras por dinero.

—Ya. ¿Y qué hay del otro?

—Se llama Cosmos a Moa y parece que trabaja para el gobierno de Tani Xuoc IV.

—¿Cómo que parece?

—Es terrestre —dio una bocanada, abstraído—. Nos consta que ha sido agente de la Tierra y… no sé, no sé.

—Pero no es cazador de recompensas.

—No. Trabaje para quien trabaje, ya está pagado: no busca más que ver neutralizado a Muna y, aparentemente, si otro lo hace, tanto le da.

—Mejor así: los cazarrecompensas suelen traer problemas. Todo lo demás, mientras no altere la paz, no me interesa lo más mínimo.

—Está en detalle aquí —resumió Fastul, brindándole a su vez un disco de plástico—. Ahora mismo iba a enviárselo a los Apaciguadores.

—Déme. —Cogiéndolo, el otro lo hizo desaparecer entre sus ropas rojas—. Ya me encargo yo.

Apenas se fue, Cigal Fastul dejó su despacho para dirigirse a uno de los contiguos. En el pasillo, Canja, su supervisor, le salió al paso.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —Era un ercundano igual de frío y serio en ambos ciclos, aunque en los nocturnos tendía a mostrarse hosco y taciturno, en tanto que los diurnos solía resultar simplemente lacónico.

—Estaba hablando con D. Rae y Tutoc, de la S.P. entró de golpe en contacto. Rae, ya sabe cómo es, se cabreó y reventó a tiros la pantalla.

Canja, vestido de riguroso negro y con el rostro cubierto por una máscara roja, no se inmutó. —Llame cuanto antes a la S.P.— A eso iba. —Use mi pantalla.— Y, sin más, se fue pasillo adelante.

* * *

Contactar con la S.P. podía ser tarea ardua; normalmente había que armarse de paciencia y esperar ante la pantalla, a veces un tiempo considerable, antes de que se dignasen a aceptar la llamada. Sin embargo, en esa ocasión, tras apenas unos instantes, Cigal Fastul volvió a verse frente a la imagen de Stirce Tutoc.

—Hubo un problema —quiso justificar cautelosamente—. Pero…

—Usted —le cortó Tutoc— ha mantenido recientes contactos con un exterior llamado Cosmos a Moa, un terrestre. ¿No es así? —Así es.

—Explíquenos la naturaleza de esos contactos. —La gente de la S.P. tenía la costumbre de hablar en plural al referirse a sí mismo, acentuando así la sensación de una corporación múltiple y poderosa en las sombras.

—Meramente profesional. A Moa trae un busca y captura, expedido en Tani Xuoc IV, contra un tal Gruu Muna. Supe que estaba indagando y malinterpreté tal hecho: al parecer, notificó a la Seguridad Planetaria su llegada, pero, por algún error, ustedes no nos lo han comunicado. —No había rastro de sorna en la voz de Fastul. Aquella gente gozaba de casi total impunidad y resultaba peligroso contradecirles siquiera. Sólo los miembros de algunos grupos, como los Apaciguadores, se atrevían a plantarles cara—. Muna vino a Ercunda disfrazado de visitante en escala y se esfumó. Debido a esa falta de información, hemos estado buscándole hasta hace nada, creyendo que había sufrido algún percance…

—Si a Moa está aquí por algún asunto criminal, ¿por qué se ha puesto en contacto con Gabuye Core, de la embajada de Antar Acea?

—Le abordó en plena calle, en público y, aunque Core no pareció alegrarse mucho, acabaron yéndose los dos a un lugar privado, donde estuvieron hablando un buen rato.

—No sé nada de todo eso.

—¿Existe algún tipo de relación previa entre usted y Cosmos a Moa?

—En absoluto.

Hubo una pausa. Stirce Tutoc fijó en él aquellos ojos tan azules suyos, sin parpadear.

—Se pondrá en contacto con a Moa a la mayor brevedad posible, se informará de sus motivos e intenciones y nos tendrá al tanto. Está autorizado para comunicarse con nosotros usando Prioridad A. Es todo.

Y la pantalla pasó de golpe al negro, dejando a Fastul con cualquier posible objeción en la boca. Suspirando, hizo una nueva llamada, esa vez a operadora. En esta ocasión apareció una mujer joven y guapa, muy arreglada; el peinado y las alhajas, que recordaban el estilo de algunas tribus de la estepa, le daban un toque de lo más exótico y sugerente. Viéndola, Fastul volvió a suspirar, ahora para sus adentros, lamentando de veras que se tratase de una proyección, un simple programa de comunicaciones, y no de alguien real.

—Quisiera contactar con un exterior llamado Cosmos a Moa, terrestre, con pasaporte de Tani Xuoc IV, recién llegado al planeta. Ignoro qué sistema de comunicaciones pueda usar, si es que usa alguno.

—Muy bien, señor —le sonrió la chica—. Ya estamos intentándolo. Espere, por favor.

La pantalla no llegó siquiera a pasar a compás de espera y al cabo de pocos instantes ella volvió a hablarle con voz melodiosa.

—El Sr. a Moa localizado. Pueden mantener una conversación sencilla a través mío.

—Ah, muy bien. Dígale que me gustaría verle lo antes posible.

—El Sr. a Moa dice que pueden reunirse cuando usted quiera. En el barrio terrano a ser posible, aunque puede ser en otra parte, y preferiría algún sitio fácil de encontrar. —El barrio terrano está bien. Podríamos vernos en El Trece Saltos, un bar en la confluencia de Floce Menor con Urres… en tres cuartos de hora, si le viene bien.— Dice que por su parte no hay inconveniente. Antes de salir, Fastul se detuvo un momento para comentarle todo aquello a su supervisor, Canja, quien, después de escucharle inmutable, se limitó a menear la cabeza. —Tiene razón— admitió—: ni su contrato ni las obligaciones de la Oficina dicen que deba hacer trabajo alguno para la S.P. Puede dimitir y salir inmediatamente del planeta; es usted exterior y está protegido por ciertas leyes que ni siquiera la S.P. puede violar así como así. Pero, en caso contrario, tendrá que hacer lo que Tutoc le ha dicho. Fastul asintió en silencio, malhumorado.

—Y ándese con pies de plomo —añadió el supervisor—. La situación política está revuelta, se habla de golpe y ya sabe lo difícil que puede ponerse cierta clase de gente. Manténgame informado.

Al abandonar las oficinas, anejas al Palacio, Fastul se arrebujó en su hopalanda ocre. Soplaba un viento áspero y frío, agitando las ropas de los viandantes, grandes nubes negras volaban por el cielo nocturno, encapotando a medias la inmensa circunferencia roja de Panac, la luna de Ercunda, y a veces restallaba algún relámpago, con un chasquido atronador y un fogonazo que iluminaba de golpe las terrazas y las cúpulas de la ciudad.

Sintiendo revolotear las vueltas del manto a los golpes del viento, se encaminó a la parada de aerobuses. No tuvo que esperar casi nada. El transporte comunal era más que excelente, ya que se trataba de uno de los caprichos de Teicocuya, el déspota gobernante, que mimaba cada línea y cada nave como si de juguetes irreemplazables se tratasen.

Abordó un aerobús que pasaba por el barrio terrano. Una nave amplia y panzuda, a esa hora medio llena de gente variopinta, que recorría la ciudad de punta a punta, elevándose y volviendo a descender, saltando como una pulga entre las paradas.

En pocos minutos el aerobús le había dejado en los aledaños del barrio terrano, aunque a él no le incomodó en absoluto tal adelanto. Abrigándose de nuevo, echó a andar por las calles peatonales, entreteniéndose en observar las particularidades de la arquitectura terrana, así como, con algo más de disimulo, a los tipos humanos que se cruzaba.

No había terranos en su planeta natal y él no sólo no conoció nunca a ninguno allí, sino que apenas había oído hablar de ellos. Sólo más tarde, al abandonar el mundo que le viera nacer, entraría en contacto con ellos. Entonces, a lo largo de media docena de planetas hasta llegar a Ercunda, fue topándose una y otra vez con aquella cultura tan peculiar, diseminada por una parte de la galaxia humana.

Se jactaban de su ascendencia terrestre. Tenía idiomas, religiones, ropas propias, que derivaban de las existentes en tiempos remotos de la vieja Tierra y, según ellos, sus apellidos y linajes se remontaban a la época de la primera expansión espacial. Eran un grupo cerrado, bastante endogámico, cohesivo pese a su dispersión, que despertaba toda clase de sentimientos distintos en el resto de la humanidad, desde el respeto a la abierta hostilidad.

Fastul, por su parte, pese a ciertas reticencias y a ver con cierta sorna todo ese folclore con que se arropaban los terranos, no podía dejar de sentirse atraído por su riqueza cultural, por esa aura ambigua que parecía arroparles, por sus mitos absurdos.

Caminando al resplandor del alumbrado nocturno, llegó al punto en que la calle Floce se dividía en Floce Menor y Urres, hendida por un edificio alto y triangular de regusto neoclásico, lleno de columnatas y estatuas. Allí, donde esa bifurcación formaba chaflán, en la planta baja, estaba Los Trece Saltos, una de las tabernas con mayor solera de todo el barrio.

Y, pese a llegar con casi diez minutos de adelanto, Fastul se encontró con que Cosmos a Moa ya estaba allí, evidentemente desde hacía tiempo. Le descubrió apoyado en la barra, vestido de negro y oscuro, y con esa expresión suya, algo tensa, en el rostro, sorbiendo una cerveza mientras jugueteaba con su visor.

Fastul fue hasta él, quitándose a su vez el visor, y tras cierta vacilación mutua se estrecharon la mano. El terrestre apuró de un trago su cerveza, ya bien mediada.

—Me tomaría algo fuerte; algo de aquí, a ser posible. Me gusta probar.

—Muy bien. —Fastul pidió dos aguardientes locales, de alta graduación, antes de hacer un ademán en torno.

—¿Qué tal si nos sentamos?

El otro asintió. A esa hora del nocturno la taberna estaba casi vacía; Fastul le señaló una de las muchas mesas desocupadas y aquél volvió a cabecear. Sin embargo, en el último momento, cuando ya iban a sentarse, el terrestre pareció dudar, copa en mano.

—No, ¿por qué no vamos mejor a otra?… ésa, por ejemplo. —Le señaló una situada casi en la otra punta del local.

—No hay problema —aceptó desconcertado Fastul.

—Es que soy algo maniático. Espero que no le moleste —se disculpó a Moa, notándolo.

—No, no. No pasa nada. —Agitó una mano en el aire para descartar el tema.

Ya instalados, el terrestre cató el aguardiente, hizo una mueca de aprobación y, arrellanándose, volvió a pasear los ojos por la sala. Fastul, que ya la conocía de sobra, quiso orientarle con unas pocas palabras. Le mostró las particularidades del estilo, muy tradicional: las paredes de rocas irregulares y pequeñas; las columnas con forma de reloj de arena; la barra, los anaqueles, las mesas y sillas, y el artesonado, todo de madera negra, pesada y muy dura, profusamente tallada. También, más discretamente, le hizo fijarse en las tres diosas terranas de madera encerada, en su hornacina tras la barra.

—Hay muchas tabernas así en Coliafán, dentro y fuera del barrio terrano —resumió—. Pero ésta es todo un clásico.

El terrestre echó otro vistazo a los escasos presentes. El tabernero de cabeza afeitada, ancho y fuerte; unos cuantos terranos dispersos por tres o cuatro mesas; un ercundano acodado en un extremo de la barra.

—Hay poca gente ahora, pero tendría que ver esto después.

—Ya. ¿Y qué era eso tan urgente?

—¿Es cierto que se ha puesto en contacto con Gabuye Core, de la embajada antarace?

A Moa movió la cabeza, antes de llevarse el vaso a los labios. Luego lo alzó al trasluz, como queriendo examinar el líquido.

—Ya veo que anda muy al tanto de todo lo que ocurre aquí.

—No, no —medio se disculpó Fastul, violento—. No soy yo precisamente el que… ¡en! —dio un brinco, sobresaltado.

Tres hombres vestidos a la terrana, con capuchas rojas y visores negros sobre la cabeza, y pistolas en las manos, acababan de irrumpir impetuosamente en el local. Tras lo que pareció una fracción de duda, se volvieron hacia ellos. Estallaron algunos gritos de alarma. Fastul se echó a un lado, buscando su arma. La mesa volteó estrepitosamente. A Moa se había arrojado ya tras una columna y estaba disparando su pistola, obligando a retroceder a dos de ellos y a protegerse al tercero, mientras respondían con sus propias armas.

Fastul disparó tres veces, se arrastró tras otra columna y volvió a disparar. Todos tiraban a bulto, las balas rebotaban en las paredes de piedra y, en aquel lugar cerrado, los estampidos sonaban atronadores. Dos de los atacantes se habían parapetado en la puerta, asomándose y desapareciendo según hacían fuego; el tercero estaba tras un león de metal dorado, cerca de la entrada, y disparaba con una pistola en cada mano.

En respuesta, el terrestre tiraba en rápida sucesión, alternando entre la puerta y el león dorado. Fastul hizo lo mismo antes de recular, buscando munición para su pistola descargada. Sorprendido, creyó oír más disparos fuera, como si allí también tuviese lugar un tiroteo. En ese instante se asomó el tabernero tras la barra, empuñando un fusil de cañón corto y calibre enorme. Los encapuchados apenas tuvieron tiempo de guarecerse. El marco entero de la puerta estalló con tremendo estruendo, entre una lluvia de polvo y astillas.

Uno de los de fuera le chilló algo al de dentro y éste, cubierto por sus compinches, salió disparando a dos manos, al tiempo que gritaba como un salvaje. Fastul se protegió tras la columna, pero el terrestre se arriesgó tratando de darle mientras el otro cruzaba la puerta. Sin embargo, ambos salieron ilesos del intercambio de balas.

Se hizo un silencio repentino allí dentro. Fuera, aún sonaban disparos. Se acercaron precipitadamente a la puerta, a tiempo de ver a cuatro encapuchados —el cuarto debía haberse quedado fuera, cubriendo las espaldas— que huían por una bocacalle de Urres, contestando al fuego que les hacía un desconocido desde otra de las esquinas.

Este último, tras asegurarse de que los pistoleros habían huido, se acercó haciendo un gesto amistoso. Se trataba de un hombre alto y notablemente apuesto, que por sus ropas podía pasar por ercundano, pero al que el acento delataba en seguida como antarace.

—Alguien se enteró de que iba a pasar esto y me pidió que viniese —se dirigió a Fastul—. Aunque parece que he llegado por los pelos, suponiendo que aquí se necesitase de verdad mi ayuda. Ese alguien también me pidió que le dijera que, en adelante, tenga más cuidado al tratar de ciertos asuntos y con ciertas personas: las comunicaciones ordinarias no son seguras.

—¿Quiere decir que interceptaron nuestra conversación? —Fastul hizo un gesto que iba del terrestre a sí mismo.

—Obviamente. —No dijo más y, por su actitud, quedó muy claro que no tenía nada que añadir.

—Bueno; dele las gracias de mi parte a ese alguien. Y gracias a usted, desde luego.

El terrestre, viendo la facilidad con que Fastul aceptaba explicaciones tan parcas, optó por no decir nada. Había gente asomada a algunas ventanas y, alrededor, se agolpaban ya los curiosos, intercambiando comentarios. A Moa fue a la puerta e, inclinándose, enfocó su visor sobre una mancha oscura.

—Sangre, ¿no? —Fastul se acercó también—. Así que al menos uno de ellos está herido.

—Más bien tocado, diría yo. —El atarace se detuvo a su vez ante el marco destrozado de la puerta—. Buen tiro, jefe —le dijo al tabernero, con una ligera sonrisa.

El aludido, que también examinaba de mucho peor humor los daños, se encaró con Fastul y el terrestre.

—Bueno, ¿cómo vamos a arreglar todo esto?

—¿No tiene seguro el local? —preguntó el primero.

—Pues claro que lo tiene. Pero ¿y ustedes?

Los otros dos se apresuraron a asentir, tranquilizando a su interlocutor.

—Pues entonces que se arreglen entre las compañías —terció el antarace—. Lo único, las molestias.

—Bien. —El otro, desarrugando poco a poco el ceño, agitó la cabeza calva y se pasó de mano el fusil—. ¡Qué le vamos a hacer…! Son cosas que pasan. Venga, vamos a echar un trago.

Volviendo adentro, cogió una botella y varios vasitos de cristal. Algunos clientes habían desaparecido, ahuyentados por el tiroteo, y otros vuelto a sus sitios, mostrando las actitudes más diversas, de la excitación a la completa indiferencia. El tabernero, que en seguida se presentaría como Ceruán, escanció cuatro chupitos.

—Ah. —A Moa chasqueó los labios—. Es fuerte.

—Y tanto: éste no está a la venta en ninguna parte. —Miraba con mal reprimida curiosidad al terrestre—. ¿Y qué es usted, hombre? ¿Un precognitor?

—¿Quién? ¿Yo?

—Fueron a sentarse ahí, pero en el último instante usted lo impidió y se fueron a esa otra mesa. —Con el dedo iba señalando—. Y en seguida llegan esos tres y se van derechos al primer sitio…

—Es cierto —intervino Fastul—. Pero, de haber algún precognitor, ése sería alguno de ellos. Si no, ¿cómo iban a saber en qué mesa nos sentaríamos?

—No me lo explico. —El terrestre parecía confuso, a la vez que pensativo. Sacó tabaco y aceptó el fuego que le ofrecía Ceruán. Dejó escapar una lenta bocanada—. Sean quienes sean ésos, no me han impresionado lo más mínimo. Entrar de esa forma, pegando tiros…

—Quizás le impresionase algo más —rezongó el terrano— verlos presentarse en un local lleno de gente, como les he visto yo, disparando a diestro y siniestro.

—No me ha entendido. Quiero decir que es una forma de matar bastante ineficaz y arriesgada, si la víctima está armada y alerta. O se usan armas más pesadas o se hace de otra manera.

—Es el método tradicional —sonrió el antarace, hasta entonces un poco al margen de la conversación—: capuchas rojas y pistolas en mano. Pero, personalmente, estoy de acuerdo con usted: es poco eficaz, además de ser de lo más sangriento.

—Acaba de llegar al planeta —creyó necesario aclarar Fastul a los otros, antes de dirigirse al terrestre—. Las muertes por encargo son bastante comunes aquí. La verdad es que los capuchas rojas son parte integrante de la vida en Ercunda.

—Ya. Y ellos trabajan para…

—Quienes les paguen. No son un grupo sino una clase social: matadores a sueldo; sin ideología, ni orientación, ni preferencias, ni nada de nada.

—Aquí está la policía. —Ceruán agitó la cabeza calva para saludar a dos hombres, uno de uniforme y otro vestido a la terrana, que acababan de entrar, evidentemente conocidos suyos. Yendo al otro lado de la barra, cambió unas frases con ellos y en seguida los otros, tras una ojeada a los desperfectos, se fueron.

—Policía de la ciudad —le indicó Fastul al terrestre.

—¿No intervienen en esta clase de asuntos?

—Si andan por medio los capuchas rojas, no.

—Venga, otra ronda. —Ceruán volvió para rellenar los vasos.

—Si esto pasa con cierta frecuencia —le dijo a Moa—, ¿por qué no instala un par de armas autómatas? —Escudriñó los rincones del local—. Ahí y ahí, por ejemplo.

—Hay clientes a los que no les gusta: les pone nerviosos.

—Tonterías.

—Puede. Pero yo no tengo ningún interés en que se vayan con sus tonterías a otra taberna. Además, tampoco vaya a pensar que esto pasa todos los días; en cinco años en este local, es la primera vez que me sucede a mí personalmente.

—Pues reaccionó muy bien.

—Antes de coger una participación en este negocio, trabajé bastante tiempo en Estación Acay, al borde del desierto profundo. —Sonrió, animado por el par de vasos y el recuerdo de tiempos más turbulentos—. Allí si que paran tíos bestias, pero bestias de verdad.

—Estación Acay —sonrió a su vez el antarace—. ¡Vaya un sitio…!

—Y que lo diga.

—Bueno. —Apurando, el otro se apartó de la barra—. He de irme. Gracias por el trago.

Fastul y a Moa se marcharon unos minutos después. El primero se envolvió en su hopalanda ocre, el segundo se abotonó la chaqueta, ajustando su unidad termostática. El cielo había despejado, pero aún silbaba la ventolera, a ráfagas. Panac, casi llena, asomaba detrás de los tejados de la ciudad, inundando las calles de penumbra rojiza. Caminaron callados un rato; Fastul con las manos en las mangas, el terrestre fijándose en la gente del barrio.

—Estos terranos —dijo de repente el último— no son como los demás.

—Siempre se distinguen en algo, según el planeta. Es lógico, ¿no?

—Aquí más: me dan la impresión de que son muy diferentes al resto.

—Es posible. —Fastul se quedó pensando—. Ercunda es muy diferente: marca.

—Ya me estoy dando cuenta. Así que aquí es normal que alguien salga en ayuda de otro al que no conoce porque un tercero así se lo pide. Y que el segundo acepte como si tal la cosa.

—Aquí las cosas son como son; eso, sin contar con que, ya de por sí, los antaraces son de lo más suyos. Y por cierto, hablando de antaraces…

—Gabuye Core, sí. ¿Qué pasa? ¿He violado alguna ley local?

Fastul se detuvo a sacar un cigarrillo. Tendió otro al terrestre e, incómodo, echó una ojeada al inmenso disco rojo de Panac, que ocupaba buena parte del firmamento nocturno.

—Vamos a ver —suspiró disgustado—. Esto a mí ni me va ni me viene. Pero los de la S.P. me han llamado hace un rato y me han dicho: ese terrestre se ha puesto en contacto con Core, de la embajada antarace, así que averigua qué se trae entre manos. No es tu trabajo y, si no quieres hacerlo, no lo hagas; pero ya sabes dónde está la puerta.

—Es verdad que he hablado con él. ¿Cuál es el problema de esa gente?

—Me dijiste que no sabes gran cosa de la situación en Ercunda.

—Poco. He venido persiguiendo a Muna a lo largo de tres planetas y éste es el cuarto. No he tenido tiempo de ponerme al tanto de nada.

Fastul asintió despacio y, tirando el cigarrillo a medio consumir, volvió a meter las manos en las mangas.

—La Federación cataloga a este mundo como «de corte despótico». Lo que quiere decir un sistema personalista, donde las leyes se subordinan, al fin y al cabo, al capricho de quien manda. Pocos impuestos, pocos servicios. El poder en manos de un círculo reducido que se lo reparte todo. Y también un gobierno débil, casi sin autoridad en muchas partes del planeta.

—Me hago cargo. ¿Y los antaraces?

—Ercunda está en la ruta estelar que une Antar Acea con el Nudo de Cahmu. Hay tres saltos, dos escalas, entre ellos: Antar Mun, que es suyo, y Ercunda. Los antaraces consideran esta ruta vital para sus intereses y este planeta medio es un protectorado suyo. Controlan casi en exclusiva su comercio espacial, mantienen grandes colonias en la superficie y, desde siempre, han pesado mucho en la política local.

—Que en estos momentos es algo difícil, ¿no?

—Pocos déspotas acaban pacíficamente; asesinato o ejecución, ése suele ser el destino final de la mayoría. Y sí, ahora las aguas están revueltas… y es público que Teicocuya, ahora en el poder, mantiene serias diferencias con una facción de los antaraces.

—¿Una facción?

—Hay muchas: para ellos esto es un pastel y suele haber fricciones por el reparto. Un grupo ambicioso, si sabe a quién apoyar aquí, puede sumar muchas bazas de cara a las luchas de poder en Antar Acea.

Hizo una pausa.

—Los antaraces, que tienen una sociedad de lo más jerárquica y enrevesada, suelen agruparse en sociedades semisecretas de apoyo mutuo. El caso es que Gabuye Core, un funcionario de medio rango en la embajada, es un peso pesado de la Gran Tuze, la sociedad enfrentada con Teicocuya. Así que, tal como están las cosas, no me extraña que vuestro encuentro haya hecho saltar a los de la S.P. Después de todo —añadió con cierta mala intención—, has sido agente terrestre y lo saben. Y no te puedes imaginar lo suspicaces que pueden llegar a ser.

—Creo que sí que puedo. ¿Y peligrosos?

—Muy peligrosos.

—¿Y expeditivos? ¿Usan también ellos los servicios de esos capuchas rojas?

—Sí. ¿Pero a dónde quieres ir a parar? No tiene mucho sentido enviarme a hablar contigo y al mismo tiempo…

—Supongo que no. Estaba hablando en voz alta.

—Aunque, por otra parte —ya puestos, Fastul se dejó arrastrar al terreno de las especulaciones—, no sería mala forma de esconder la mano. Después de todo, tú podrías seguir siendo agente terrestre y a nadie le gusta que la Tierra le mire con el ojo malo.

—Tienes una mente retorcida. —Sonriendo de medio lado, a Moa sacó tabaco—. Pero, puestos a hablar por hablar, seguro que podríamos encontrar mejores candidatos.

Dando una calada, echó un nuevo vistazo a los terranos que transitaban a su alrededor.

—Estoy en Ercunda buscando a un criminal llamado Gruu Muna, tal como ya te dije —prosiguió luego—. Si me he puesto en contacto con Core ha sido para preguntarle por él. Es todo.

—¿Y qué tienen que ver el uno con el otro?

—Muna estuvo actuando durante algunos años en el sistema de Tani Xuoc, antes de verse obligado a huir. Se nos fue entre los dedos y, según indagaciones posteriores, recibió ayuda en ese sentido de agentes antaraces.

—¿Antaraces?

—La Seguridad de Tani Xuoc IV tiene la casi absoluta certeza. Yo le he seguido por varios planetas, he estado a punto de perderlo en muchas ocasiones y siempre estuve convencido de que había sido reclutado para algún trabajo. Si su destino es Ercunda o esto es sólo otra parada, eso ya no lo puedo asegurar.

—Entonces no es un fugitivo solitario, sino que cuenta con algún respaldo.

—Así parece. Y yo tengo un nombre: Gabuye Core que, como tú mismo has dado a entender, tiene cierto peso en una organización antarace.

—¿A qué se dedica exactamente Muna?

—Es flexible: asesinatos de toda clase, sabotaje comercial, desestabilización política.

—Desestabilización política, ya —repitió Fastul, sabedor de que el otro había pronunciado esas palabra adrede—. Y puede que haya sido contratado por…

—Puede que por y para. Sí, puede.

—¿Y abordaste así, por las buenas, a Core, para preguntarle por Muna?

—¿Por qué no? Es una forma como cualquier otra de mover las cosas. —Se encogió de hombros—. He venido a salto de mata detrás de Muna y, en cuanto tuve certeza razonable de que está aquí, envié mensaje a Tani Xuoc IV. Ya han mandado un equipo de apoyo, pero aún tardará y, entretanto, estoy solo. No quiero demasiados contactos con esa gente de la S.P. Bastante difícil tengo el asunto como para meterme sin querer en un avispero político.

—Eso es verdad, son gente de lo más turbia —dijo Fastul, un poco imprudentemente—. ¿Y qué pasó con Core?

—Lo negó todo y me amenazó con acciones legales. No hubo más.

—Entonces, el mismo Core puede estar detrás de lo ocurrido en Los Trece Saltos. El asesinato no es un recurso que los antaraces desdeñen.

—O puede ser obra de Muna, o de los dos. Hay varias posibilidades.

—Lo que quiero decir es que, si te has cruzado con Core y los suyos, estás en un serio peligro, de verdad. Los antaraces dividen el mundo en dos: ellos y todos los demás, y estos últimos les valemos normalmente muy poco.

—Ésa es una actitud muy extendida. En cuanto al peligro, lo estoy desde el momento en que Gruu Muna anda por medio; no puedes hacerte ni idea de cómo es el personaje.

—Ya veo que no, y me parece que tampoco quiero. En fin —consultó con desgana la hora, antes de lanzar un nuevo vistazo al gran círculo incompleto de la luna roja.

—Tengo que volver, me espera una montaña de trabajo pendiente y se me hace tarde.

—Ya nos veremos entonces —le dijo a Moa—. Y no te preocupes por mí. Sé cuidarme.