VIII
LO QUE PASA ES QUE ERES TONTO —sentenció Cosmos a Moa, más comunicativo que de costumbre—. Tonto de remate.
—Vaya, hombre. —Cigal Fastul se volvió hacia él, sin tomárselo a mal—. ¿Y por qué soy tonto, si es que puede saberse?
Estaban acodados en la barra del Trece Saltos, en el barrio terrano, con un par de vasos delante y charlando un poco de nada. Era buena hora, con casi ninguna mesa libre y bastante gente de pie, de forma que el local estaba agradablemente lleno, sin tampoco el agobio de las apreturas. Dos camareros trajinaban tras la barra, aunque ninguno era el terrano calvo de la vez anterior, ya que ese nocturno libraba. Sobre el estrado, tres músicos nómadas tocaban unos extraños instrumentos de barro, cuero y metal, inundando la penumbra con sones que eran a un tiempo vibrantes y suaves.
Ellos discutían sobre los sucesos del barrio antarace y los rumores acerca del mismo. Fastul había comentado con el terrestre el sepelio público al que había asistido y acto seguido, sin saber muy bien por qué, le habló de Bilgrum y de su relación con ella, así como de la disputa que habían tenido. Fue en ese momento cuando a Moa se echó a reír.
—Con la que le liaste, ¿todavía te extraña que se marchase dejándote plantado?
—¿Con la que…? ¿Yo?
—Una discusión no es un debate: a veces no se trata de ver quién tiene o no tiene la razón. Ella estaba fastidiada, hombre, y hablar era una forma de aflojar la presión. Creo que te estaba pidiendo una pizca de atención y tú, en vez de dársela —aquí se permitió una sonrisa aviesa— te enzarzaste en una disputa de lo más estúpida con ella.
Fastul, con un suspiro, sacó un cigarrillo. Lo encendió y, acodándose en la barra, fue dejando salir muy despacio el humo.
—Bueno —acabó por conceder—, puede que tengas algo de razón.
—La tengo. Date cuenta de que ella es exterior aquí…
—Yo también lo soy.
—No es lo mismo. Tú eres de un planeta que no es más que un nombre para los ercundanos. Estás solo y, hasta cierto punto, te has amoldado a los indígenas. En cambio, los antaraces son vecinos de esta gente; hay entre ambos toda una historia, aparte de un montón de estereotipos y prejuicios mutuos. Son exteriores aquí, exteriores de verdad: extranjeros.
—Ellos se lo buscan: forman colonias, viven aparte y miran por encima del hombro a los ercundanos. Además, siempre andan metiendo mano en los asuntos locales. —Eso es porque son los más fuertes, no los más malos.— No me interpretes mal. —Fastul sacudió tercamente la cabeza—. Pero es que los antaraces son a veces tan soberbios, tan despectivos hacia los de aquí…
—Aunque no lo quieran reconocer, se saben en casa ajena: viven en colonias y barrios propios, y adoptan esa pose de superioridad. Pero cuando pasa algo como lo del otro nocturno, treinta y tantos muertos entre los suyos, ¿dónde queda esa pretendida seguridad? ¿De qué les sirve entonces todo el poderío de su planeta madre? —Encendió a su vez un cigarrillo—. Están en inferioridad aquí y lo saben: en su actitud hay un punto de miedo. Tú debieras darte cuenta y no dejarte llevar por lo que, después de todo, siguen siendo prejuicios… y no ser tan patoso con tu chica.
—La verdad —reconoció con franqueza Fastul—, no se me hubiera ocurrido que alguien como tú prestase la más mínima atención a estas cosas.
El otro sonrió crípticamente, quizás aceptando eso como un cumplido, y no dijo nada.
—Lo cierto es que los antaraces son difíciles de entender. —Fastul, con gesto hastiado, se apoyó una mano en la frente—. Muchas veces, por más que lo intento, no consigo comprender qué es lo que pasa por la cabeza de Bilgrum.
—Me has dicho que forma parte de un grupo clónico, ¿no?
—Sí —bufó.
—Ya. —El otro volvió a sonreírse—. Eso, por sí mismo, ya suele ser problema bastante.
—Y tanto. Para ella no hay nada tan importante como su grupo clónico, nada. —Agitando la cabeza, dio una calada—. Se comportan como si de veras fueran una sola persona, y esa maldita manera suya de hablar…
—¿De dónde decías que eras? —El terrestre le estaba mirando ahora pensativo.— De Anfonga III.
—No lo conozco. ¿No hay allí grupos clónicos? —Ni grupos clónicos ni nada. Es un mundo de baja tecnología y las leyes no permiten más nacimientos que los naturales.
—Entonces, entiendo que te choque. Pero en cierta forma son una misma persona: son idénticas en geno y fenotipo, nacidas a la vez, criadas y crecidas siempre juntas… los grupos clónicos se ven a sí mismos como una personalidad única y plural, y, dejando de lado lo que de mito haya en esa postura, tampoco les falta razón. Aparte de que ellos refuerzan tal situación con todos los medios a su alcance: se visten igual, se comportan igual, lo saben todo unos de otros…
—¿Lo comparten todo? —Lo comparten todo, aunque es algo que ningún grupo clónico va a admitir nunca abiertamente.— Él observó con cierta curiosidad, antes de aventurar con cautela—. Entonces, ¿tú crees que…?
—Estoy convencido. Maldita sea. —Así que de vez en cuando tu chica te da el cambiazo con una de sus hermanas.— Volvió a escudriñarle a través del humo de cigarrillo, ahora de un humor turbio—. ¿Y dónde está el problema?
—Qué gracioso. —Fastul medio sonrió con desgana—. El problema es la incertidumbre, el no saber qué esperar de ella, esa falta de confianza… —meneó la cabeza, como buscando palabras—. A veces, Bilgrum se cierra en banda y me es imposible llegar a ella.
—Siempre tendrá puertas cerradas para ti, de la misma forma que te comparte con sus hermanas. Supongo que es una forma de evitar fisuras entre ellas y seguir siendo como son. Los clones grupales son así: no tienes que entenderla, ni siquiera aprobar todo lo que hace; pero más te vale aceptarla como es. Supongo que, antes de comenzar vuestra relación, ya sabías lo que era, ¿o no? Pues hay cosas que no pueden cambiarse: si lo intentas, si la agobias, lo único que vas a lograr es perderla.
—¿Habla la voz de la experiencia? —quiso bromear Fastul.
—Sí —afirmó con petulancia el terrestre.
Tras eso se quedaron callados un rato. Fastul jugueteaba con su vaso, Cosmos a Moa aplastó la colilla y casi en seguida se puso otro cigarrillo en la boca, encendiéndolo casi sin darse cuenta.
—Dicen que el propio Teicocuya es quién está detrás de lo del otro día —dijo al cabo Fastul, más que nada para romper el silencio.
—Eso he oído.
—Así que entonces Gruu Muna no tuvo nada que ver.
—Al contrario: cada vez estoy más convencido de que todo aquello fue obra suya.
—No veo cómo una cosa puede cuadrar con la otra.
—Me parece que no acabas de entender cómo es Muna. Los asuntos así son precisamente su especialidad: manipular factores menores para influir en las decisiones humanas, en uno u otro sentido.
—No me irás a decir ahora —hizo una mueca escéptica— que Muna puede influir en Teicocuya.
—Es posible, sí, a través de la concatenación de pequeños sucesos. —Hizo una pausa—. Suponte un ejemplo: alguien choca en la calle con un cocinero de palacio, éste llega a trabajar de algo peor humor y grita a un pinche, que a su vez no pone el debido cuidado en un plato, plato que llega a la mesa de Teicocuya cuando éste está pensándose una posible represalia contra los antaraces. Y él, algo más agriado por la mala comida, se decide por enviar a los capuchas rojas…
—Vale. Entiendo. ¿Pero es eso factible? —Muna tiene la capacidad de ver las posibles líneas de futuro y a dónde conduce cada una. En el ejemplo, él sería quien chocase voluntariamente con el cocinero.— Entonces es imposible de atrapar. —Sólo muy difícil— rechazó, dando una calada—. Es como un ajedrecista que… ¿sabes jugar al ajedrez? —No sé ni lo que es.
—Un viejo juego terrestre de tablero y piezas; de estrategia básicamente.
—Conozco un par de ésos.
—Bueno, pues es como un buen jugador; capaz de ver en profundidad, adelantar jugadas y adivinar a qué posibles conduce cada movimiento. Pero eso no quiere decir que pueda controlarlo todo ni que a veces las cosas salgan como él prevé. Lo que hay que hacer es romperle de continuo las jugadas, producir sucesos incontrolados. —Se tocó la cabeza, indicando que se refería al generador de acciones aleatorias que llevaba implantado—. Todo varía una y otra vez y las previsiones de Muna se van al traste: es como si él estuviera provocando ondas en un estanque y yo tirando piedras al agua y desbaratándoselo todo. —Obligas a Muna a empezar una y otra vez de cero.— Más que eso: él siempre se ha fiado mucho de sus capacidades y, cuando le ocurre esto, es como si se quedase de repente ciego. Se pone nervioso, comete errores y realiza movimientos equivocados. Es entonces cuando puede entramparse en uno de esos cuellos de botella probabilísticos de los que te hablaba el otro día. Jaque.
—Es la jugada en la que la pieza principal del ajedrez está amenazada.
—¿Y así está él ahora?
—Lo cierto es que en estos momentos su margen de maniobra es escaso.
—¿Por qué habría entonces de causar la muerte de esos Gran Tuze? Eso le deja sin ayuda en el planeta.
—Pudo reñir con ellos. —A Moa hizo una mueca displicente—. Quizás previó que iban a librarse de él y obró en consecuencia, o tal vez eso, sencillamente, le daba la mayor posibilidad de escapar. ¿Quién sabe? Muna es mal bicho, siempre dispuesto a picar y sin lealtad por nadie. —Eso suena fatal— Fastul le miró de soslayo. —Suena como lo que es. Con Gruu Muna cerca, lo más fácil del mundo es acabar mal.— Ten cuidado.
—Lo tengo. Pero ésta última jugada de Muna ha debido ser bastante desesperada: ahora está solo en un planeta donde no es fácil pasar desapercibido. Está casi al alcance de la mano. Ojalá estuviera ya aquí el equipo de apoyo, pero éste maldito planeta está tan aislado… —Manoseó su vaso, antes de apurar—. Y ya que sale, será mejor que vuelva al trabajo: la mayor parte consiste en alimentar al equipo con información de todas clases, horas y más horas; pura rutina.
—Como la mayoría de los trabajos —Fastul se encogió filosóficamente de hombro, poniéndose ya en pie—. Bueno, vámonos entonces.
* * *
Tras separarse a la puerta del Trece Saltos, Fastul se fue calle Floce abajo, dirigiéndose a la parada de un aerobús que le dejaría prácticamente a la puerta de casa. Envuelto en su hopalanda blanca, fue caminando a lo largo de aquella arteria del barrio terrano. Era diurno y sin embargo reinaban unas tinieblas espesas, fruto de uno de los numerosos eclipses producidos por el paso de la gran luna, Panac, ante el sol de Ercunda. En la oscuridad, las calles estaban llenas de peatones ajetreados, terranos en su mayoría, reconocibles por esas ropas vistosas que tan distintivas eran de su cultura.
Así, paseando sin prisas, llegó a la parada y allí, mientras se disponía a sentarse bajo la marquesina, recibió una llamada. Como mucha gente, tenía implantado un receptor simple, capaz de recibir mensajes sencillos. Y éste rezaba: Urge, OpE; indicando que debía llamar con la mayor urgencia a su trabajo, la Oficina para Exteriores.
Sumamente intrigado, puesto que ese diurno estaba libre de servicio, le faltó tiempo para apartarse en busca de una pantalla pública. Marcó el número de su oficina, así como su propia identificación y apenas tuvo que esperar para que el recuadro cristalino parpadease, pasando de negro a imagen.
En pantalla surgió un ercundano vestido de blanco, con el rostro tras una máscara blanca y gris perla. Éste se le quedó mirando y Fastul le devolvió la mirada sin inmutarse, reconociendo a Canja, su supervisor, que solía acentuar la dualidad de su carácter mediante máscaras. —Soy Fastul. Acabo de recibir un mensaje.— Sí. Diríjase inmediatamente a la calle Tartaria, en el barrio terrano, a la altura del doscientos cuarenta y dos, para un asunto de la Oficina. —Alzó la palma, impidiendo la interrupción—. Acaban de matar allí a un exterior. Usted lo conoce; se trata de Cosmos a Moa, que trabajaba para el gobierno de Tani Xuoc IV.
—¿Cosmos? ¿Cómo es posible…? —balbuceó—. Pero si acabo de estar con él, no hará más de un cuarto de hora. —Está muerto. La policía local acaba de comunicárnoslo y no disponemos por ahora de más datos. Ya sé que este diurno está franco de servicio, pero como sé que les unía cierta amistad, he pensado en asignarle el servicio. Puedo enviar a otro, por supuesto…
—No. —Agitó la cabeza, anonadado—. Se lo agradezco: voy para allá.
Hirviendo de conjeturas, Fastul volvió sobre lo andado, a un paso mucho más vivo esta vez. La calle Tartaria no estaba lejos de allí; de hecho, a sólo unas pocas manzanas del Trece Saltos, en dirección contraria a la que él había tomado al separarse del terrestre.
Cuando llegó, a los pocos minutos, poco había ya que ver. La gente pasaba en todas direcciones, casi normalmente, y a la altura del número indicado sólo se hallaban dos policías del barrio, así como D. Rae, el apaciguador, interrogando a unos testigos. Y poco más: un autómata de la policía revoloteando por las inmediaciones en busca de muestras, una nave de sanidad posada en la esquina, un charco de sangre protegido de despistados y mirones mediante una valla portátil.
Mientras Fastul miraba, uno de los tripulantes de la nave de sanidad se acercó allí con paso cansino, con una bombona entre las manos, y roció el charco con espuma blancuzca. En pocos segundos no quedó de la sangre más que un polvo amarronado que el aire y los pies de los viandantes acabarían por dispersar.
D. Rae, que ya le había visto, iba hacia él apartando a la gente, alto y flaco como una torre, con su hopalanda blanca y un añadido sobre la sien izquierda: una especie de placa metálica de la que salía un cable que iba a perderse entre sus ropas, sin duda conectando aquélla con alguna unidad portátil.
—Fastul: a Moa… —Hizo un gesto comedido para suplir las palabras.
—Acabábamos de tomar juntos una cerveza —miró aturdido al apaciguador—. ¿Pero qué es lo que ha pasado?
—Se vio implicado en un tiroteo aquí mismo, en plena calle, hace un rato.
—¿Capuchas rojas?
—No. Éste actuó a cara abierta: un exterior vestido a la terrana. Según los testigos, se le acercó pistola en mano y, aunque él llegó a sacar la suya, y parece que a disparar, tenía todas las de perder. Y perdió.
—Gruu Muna. —Sin darse cuenta, Fastul hizo rechinar los dientes. Pensó que el disfraz era bueno, porque mucha gente usaba, por diversas razones, ropa terrana: así que unos le tomaría por tal y éstos, a su vez, tampoco le prestarían atención—. Muna.
—Es casi seguro.
Con dedos algo temblorosos, Fastul sacó un cigarrillo de la cajetilla.
—Mierda.
—Lo tienen ahí. —El apaciguador señaló a la nave de sanidad—. ¿Quiere verlo?
—No, no —rechazó enérgicamente con la cabeza.
—Le cogeremos; yo le cogeré. —Entonces, Rae se tentó con la punta de los dedos la placa metálica sobre la sien—. Es un generador de acciones aleatorias, montado según las instrucciones que nos suministró a Moa. Muna no escapará.
—Ojalá.
—No escapará. Cada movimiento que hace, le permite escabullirse de momento, pero le arrincona más. Está en el embudo y ahora, por fin, sabemos cómo es su cara.
—El embudo, el cuello de botella. A Moa me lo contó; precisamente estuvimos hablando de ellos antes de separarnos. —Miró al otro con una especie de satisfacción amarga—. Así que Muna se ha metido en la boca del lobo matándole.
—No. Pero esto sólo le da un respiro y, a su vez, le conduce a nuevas situaciones de peligro. Hemos puesto el espaciopuerto en alerta y vamos a mover su descripción. Esto es cuestión de tiempo, a no ser que huya al desierto; pero allí sería aún más fácil capturarle.
—No le infravalore, Rae. A Moa hablaba de él…
—No lo hago. —Se dio la vuelta a medias, como dispuesto a irse—. Siento lo de a Moa, Fastul; son gajes del oficio. Usted haga su trabajo y váyase. Y estese tranquilo, que, si aparece algo nuevo, yo mismo se lo haré saber.