V
NADA EN SU EXTERIOR GEOMÉTRICO permitía intuir qué clase de población se escondía tras los muros de Ahjmut. Así que, cuando rebasaron éstos en vuelo rasante, Cosmos a Moa no pudo reprimir una exclamación y, agarrándose al borde del volador, asomarse abajo. Asombrado, contempló el caos que se había abierto de repente bajo ellos: la aglomeración de viviendas, apiladas sin ton ni son; el laberinto de patios, escaleras, pasajes, a distintos niveles; el hervidero de gentes, ocupando hasta el último palmo de terreno.
—¡Magna Gaia…! —Se inclinó aún más, atónito—. Pero si esto es un maldito hormiguero…
—Un hormiguero humano, sí; es una comparación frecuente —sonrió Fastul—. Y esto no es nada al lado de Estación Acay: eso es ya… bueno, no hay palabras que puedan describirlo.
Sobrevolando patios y azoteas, la nave enfiló hacia la sede del gobernador: un edificio alto y cuadrado, en el mismo centro de la población, que sobresalía como un arrecife entre aquel maremágnum urbanístico.
—Si un volador se estrellase aquí… —especuló el terrestre.
—Está prohibido sobrevolar la estación. Nosotros tenemos permiso en atención a las circunstancias y a que está con nosotros un apaciguador.
Apenas aterrizaron en una de las plataformas, les salió al encuentro un grupo de soldados de modales truculentos, armados y uniformados más bien irregular mente, para guiarles sin demora a presencia del gobernador.
Éste les dio audiencia en una estancia amplia y umbría, de paredes de piedra desnuda, hermoseada con alfombras y tapices de ricos colores, y guarnida por muebles de bronce bruñido. El propio gobernador era un hombre alto y de cierta edad que, como muchos de sus iguales, estaba bien entrado en carnes, pues entre algunas clases sociales del planeta se consideraba que la gordura era atributo de dignidad y grandeza.
Estaba al tanto de los motivos de su viaje y durante la entrevista, no muy larga, no mostró ninguna preocupación por el asedio de los nómadas. Sin embargo, tratando con disimulo de descifrar aquel rostro redondo, Fastul no supo si tal postura era real o fingida. Pero lo cierto es que su actitud fue en todo momento calmosa y sólo mostró una pizca de interés cuando el terrestre le pidió permiso para realizar unas cuantas investigaciones.
—Por supuesto —concedió con un ademán regio—. Adelante y, por favor, no se olvide de tenernos al tanto.
Con eso les despidió y uno de sus secretarios, un sujeto inclasificable con aspecto de matón, les acompañó para introducir sus datos en los sistemas de seguridad, así como para cerciorarse de que se les daba alojamiento. Hecho lo cual se marchó, desentendiéndose de ellos.
Tras instalarse, abandonaron la sede por una de las puertas inferiores, a ras de suelo, y allí fue donde el terrestre se encontró de veras con Estación Ahjmut. Fastul, de soslayo, llegó a ver cómo fruncía la nariz ante los aromas de la estación, fuertes y característicos. Un olor espeso, fruto de la multitud y la cerrazón; no especialmente ofensivo, pero sí turbador para alguien que, como el terrestre, era hijo de una de las muchas culturas humanas que rechazan cualquier olor ajeno.
Más allá de las puertas arrancaba un túnel irregular y no muy amplio, creado por la simple acumulación de construcciones a ambos lados y arriba, de forma que por todas partes se abrían otros pasadizos, puertas, ventanas, patios, pozos de ventilación, escaleras. El aire tenía una cualidad reseca, densa y estancada, y al mirar se veía un océano de motas polvorientas flotando al trasluz. A trechos, dedos de llama bailoteaban dentro de esferas cristalinas, salpicando la penumbra de medias luces ambarinas y temblonas.
—¿Luz de gas? —aventuró el terrestre.— Limpia y barata —justificó Fastul. Los materiales de construcción eran el adobe, el ladrillo y el barro batido sin revocar, dando a los pasajes un sin fin de tonalidades ocres y parduscas. La gente que transitaba por aquella red de túneles era una amalgama de naturales de la estación y nómadas, reconocibles estos últimos por sus mantos y monteras, con el aporte de unos cuantos terranos y exteriores, y algún antarace.
Mirando a un lado y otro, el terrestre casi no vio cómo los demás se detenían al pie de una escalera de bajada, tan oscura y angosta que casi pasaba desapercibida. Allí Uxvel, el bocorce, se desviaba.
—Me voy por aquí —dijo sencillamente—. A más ver. Contemplaron cómo descendía con el equipaje al hombro, ya que había rehusado alojarse en la sede, y en un instante había desaparecido peldaños abajo.
—Hablador el amigo —comentó con sorna Fastul. Por toda respuesta, Rae se encogió de hombros, dando a entender que cada uno era como era. Luego, en seguida, él mismo se separó. Fue al llegar a un patio con forma de embudo que subía hasta el aire libre, en niveles progresivamente más amplios; allí Fastul y a Moa tomaban por una escalera, hacia arriba, mientras que él seguía de frente.— Tengo un par de bodas que arreglar —explicó, a modo de despedida—. Ya nos veremos.
Y, con un saludo fugaz de la mano, se fue túnel adelante. Los otros dos acometieron el ascenso, echando alguna que otra ojeada al cielo azul y brillante sobre sus cabezas. — ¿Bodas?— preguntó el terrestre—. ¿Bodas? —Sí. Verás: los Apaciguadores surgieron precisamente aquí, en el desierto. El sentimiento de grupo es muy fuerte entre los nómadas, casi exagerado: sienten la mayor repugnancia a que un extraño pueda ponerle la mano encima a sus parientes. Así que los asesinos y criminales podían siempre confiar en refugiarse entre los suyos.
Éstos les amparaban a toda costa, no importa qué hubieran hecho, y las guerras de tribu y las venganzas de sangre estaban a la orden del día. Por eso aparecieron los Apaciguadores; para, al menos, suavizar un poco tal caos.
—¿Y qué tiene que ver eso con las bodas?
—Los apaciguadores, que antiguamente se reclutaban entre gente de estación, hacían bastante más que perseguir a delincuentes. Eran una asociación creada para intervenir siempre que estuvieran en juego los intereses de más de un grupo tribal. Robos y muertes, desde luego, pero también pozos, rutas, tratos. Y matrimonios. Ni te imaginas lo complejos que pueden llegar a ser los asuntos de dote y divorcio, por no hablar de las relaciones mal vistas por las respectivas parentelas. Dan más quebraderos de cabeza, y son quizás más peligrosas, para la paz que los propios bandoleros.
Mostró las palmas para resumir.
—Con el tiempo, cuando los Apaciguadores ampliaron su radio de acción a todo el planeta, no hubo motivo alguno para que no conservasen esas viejas atribuciones… así que ahí los tienes, persiguiendo delincuentes y arreglando bodas.
—¡Mitad policías, mitad casamenteros! —se carcajeó a Moa—. Desde luego que es verdad que en el universo se encuentra de todo. No me digas que no es de lo más folklórico…
—No —se opuso Fastul con gesto sobrio—. Al menos, no más que los jueces-verdugo de Chirma VII o los asesinos institucionales de Corm Ettoe. Y, por cierto, los capuchas rojas no son más que una vieja escisión de los apaciguadores.
—Pero si ésos son asesinos a sueldo.
—Matan por una cantidad, que no es lo mismo. Responden a la misma necesidad de gente al margen de los grupos tribales, para evitar que algunos conflictos rebasen ciertos límites. Un capucha roja nunca usará veneno, ni te pondrá, por ejemplo, una bomba.
—Ya. Pero se presentarán tres o cuatro —sonrió el terrestre— y te freirán a tiros.
—Eso sí —admitió Fastul con otra sonrisa—. Perfectamente.
Se detuvieron y el terrestre sacó un cigarrillo casi sin pensar. Habían llegado al nivel superior, a las calles a cielo abierto que serpenteaban a lo largo de toda la estación, subiendo y bajando entre patios abiertos, azoteas y tejados.
—Yo me voy al albergue de los antropólogos ésos. —Fastul hizo un gesto vago—. Por ahí.
—Entonces aquí nos separamos.
—¿Seguro que sabrás orientarte?
El otro asintió, tentándose el visor para dar a entender que había cargado en memoria el plano del lugar, pudiendo así convocarlo ante sus ojos siempre que lo necesitase.
—Sin problema. Esta noche nos vemos.
—Este Squities.
—Como se llame.
El nocturno siguiente, Cigal Fastul fue a los niveles medios de la estación, a pasear por aquel dédalo de adobe y ladrillo. Tras localizar a los universitarios de Mundo Erna —una decena de hombres y mujeres, de muy diversas edades y temperamentos—, había estado hablando con ellos cerca de dos horas, o más bien oyéndoles discutir. Unos querían dejar la estación, mientras que otros preferían quedarse y aprovechar la ocasión para hacer estudios complementarios. Y, como muchos eran partidarios de seguir todos juntos, no habían llegado a ningún acuerdo. Así que al final, viendo que aquello iba para largo, Fastul se había marchado, dejando dicho que ya volvería en busca de una respuesta definitiva.
Deambulando, llegó a uno de esos inclasificables espacios, como una plaza interior, fruto de la confluencia de varios pasadizos. Había dos niveles de suelo y cuatro de techo y, si en un extremo se encontraba una estatua de piedra —una deidad del desierto ante la que ardían multitud de velas—, en el otro se abrían los vanos de media docena de tiendas, mostrando diversos géneros.
Atravesó por en medio, las manos en las mangas de su hopalanda roja y mostaza, y entonces fue cuando oyó cómo alguien le llamaba: «Sig, Sig».
Sorprendido de que alguien allí conociese el diminutivo de su nombre de pila, Cigal, se volvió con viveza y, tras un instante se detuvo boquiabierto, viendo que se trataba de Bilgrum, que le sonreía entre el ir y venir de la gente.
—Soy yo: Dos —se apresuró a advertirle ella—. No me mires así, hombre.
—Ah, Dos. Perdona. —Intentó recobrar la compostura, oyendo que se trataba de Bilgrum2, una de las hermanas clónicas de Bilgrum3, su Bilgrum, que no podía estar allí—. Supongo que se me ha puesto cara de tonto.
—Bueno, un poco —admitió ella, echándose a reír.
Él quiso corresponder con una mueca. Las cinco hermanas eran como imágenes especulares, imposibles de diferenciar, y ellas se enorgullecían de ello. Se peinaban y vestían de igual manera, mostraban los mismos gestos y modos, e incluso rectificaban quirúrgicamente cualquier pequeña señal —un lunar, una marca— que pudiera aparecer para distinguirlas. Lo sabían todo unas de otras, se lo contaban todo y Fastul tenía más que una vaga sospecha de que lo compartían todo.
—Desde luego —articuló un poco a su pesar—, es que sois como gotas de agua.
Ella le sonrió, tomándoselo como un cumplido. Lucía un atuendo recargado y totalmente negro que combinaba brillos y mates; un ropaje de clara inspiración terrana, con una gola de encajes blancos al cuello. Llevaba montones de anillos en todos los dedos y de sus orejas colgaban unos grandes pendientes, como lagrimones de oro, que relucían al menor gesto. Fastul se fijó en ellos porque Bilgrum tenía unos exactamente iguales, o quizás se trataba de los mismos.
—¿Pero qué haces tú aquí?
—Trabajo; asuntos oficiales, ya sabes: una de esas naderías que hay que resolver en persona. Estaba a punto ya de volverme cuando me pilló todo esto. —Hizo un gesto de fastidio—. Así que aquí me tienes… A ti no voy a preguntarte, ya sé que estás aquí por lo de esos exteriores.
—Como esto es tan grande… —Sonrió burlonamente—. La llegada de vuestro volador has sido una verdadera noticia.
Fastul asintió y, volviendo a introducir las manos en las mangas, echó una larga mirada circular, observando a la gente que se entrecruzaba en todas direcciones.
—Estaba dando un paseo —comentó luego, por decir algo.
—Y yo. ¡Esto es tan aburrido! —Otro mohín—. Me habían dicho que por aquí cerca había un mercadillo de joyas; pero llevo un buen rato dando vueltas sin encontrar nada que se le parezca.
—Si es lo que yo creo, está aquí al lado. Pero ahí no hay más que bisutería.
—Mejor aún. Nos encanta la chatarra. ¿Me llevas?
—Pues claro.
Ella se le colgó del brazo y el gesto le resultó tan familiar, tan idéntico, que Fastul no pudo reprimir una sensación de lo más extraña que le subió a oleadas por la espalda.
—Y para que te enteres —le reconvino, tratando de ocultar su turbación—, Estación Ahjmut puede ser cualquier cosa menos aburrida.
—Bueeno, tú ya me entiendes. Ya sabes lo poco que nos gusta estar separadas mucho tiempo.
Él asintió, pensativo. Pese a estar ya acostumbrado, aquella manera que tenían ellas de hablar sobre sí mismas, el uso de esas formas intermedias entre el singular y el plural, no dejaban nunca de causarle cierta desazón.
—¿Cómo es que conoces tan bien la Ahjmut? —le estaba preguntando ella.
—Hace años, al entrar en la Oficina, me destinaron al desierto. Me pasé casi cinco años de estación en estación, atendiendo a exteriores en apuros.
—Anda, eso nos no lo sabíamos.
—Por aquí.
La condujo por un pasaje largo y angosto hasta un fondo de saco, una verdadera cueva entre paredes de adobe pardusco, donde las únicas luces eran las portátiles de los vendedores. Había como una docena de ellos, desplegando sus artículos sobre mesas o mantas, además de unos cuantos compradores y un grupito de sujetos acuclillados en corro alrededor de una lámpara. Fastul les echó una ojeada suspicaz, antes de catalogarles como jugadores y olvidarse de ellos. Bilgrum2 se había detenido a la entrada, observando con alguna cautela aquel agujero oscuro, cálido, cargado de olores.
—El sitio es de lo más cutre, pero no hay nada que temer. No vayas a asustarte.
—¿Asustarme? ¿Quién, yo? ¡Pero qué tontería! —rechazó ella sonriendo, con una luz de burla en los ojos.
De las cinco hermanas clónicas, Fastul consideraba a Dos la más aplomada, así como a Una la tenía por la más abierta y a Cinco por la más sibilina. Aquél era un hábito que había adquirido casi desde el comienzo de su relación con Bilgrum: estudiarlas siempre que tenía oportunidad, tratar de reconocer los pequeños matices que pudieran diferenciarlas a unas de otras, siempre dentro de esa identidad común que parecían compartir.
Ella, yendo de un puesto a otro, acabó por detenerse ante la mesita de un vendedor muy alto, vestido de rojo y blanco, y con el rostro embozado. Recorrió de vista el género, palpó y sopesó algunas piezas y al cabo fue a interesarse por una pulsera de cobre labrado.
—Cinco créditos federales —dijo el vendedor.
—¡Qué barbaridad…! —se escandalizó ella, haciendo rodar la alhaja entre los dedos.
Y acto seguido se enzarzaron en uno de esos regateos que tanto gustan a unos y que tanto azaran o aburren a otros. Fastul se desinteresó de aquel tira y afloja para mirar en torno, a la oscuridad caldeada, salpicada de resplandores, que les rodeaba. Se entretuvo en los personajes allí presentes, en la variedad humana, tan propia del desierto y las estaciones, y no pudo evitar una punzada, algo de añoranza por otros tiempos. Pero en seguida, rechazando esos sentimientos, se volvió de nuevo hacia la mesa, donde parecían haber llegado a un principio de acuerdo.
—Pero quiero cinco —matizaba en esos momentos ella—. Cinco.
—¿Cómo cinco? —El vendedor agitó molesto la cabeza, haciendo ondear su velo—. ¿Cinco iguales? ¿Pero es que te has creído que somos una fábrica?
—Es que ella pertenece a un grupo clónico —intervino Fastul—. Son cinco hermanas.
—Ah. —Un relámpago de interés prendió en los ojos del otro—. Sí, he oído hablar de gente así.
—Y nos necesitamos cinco iguales.
—Pero eso no es posible, reina: cada trabajo es único. —El hombre alto meneó la cabeza, ahora pensativo—. Yo no soy más que un vendedor y, la verdad, no sé qué dirían los orfebres si…
—Entonces, ¿es posible?
—Podría plantearles el encargo. Son gente rígida, pero tratándose de un caso tan especial, quizás accedieran. No sé, no sé.
—Anda, habla con ellos.
—Me va a llegar su tiempo.
—Yo saldré de Ahjmut en cuanto pueda, pero te daré la dirección de unos amigos: ellos se harán cargo y me lo enviarán. Te dejaré también una señal en efectivo, claro.
—Eso último no es necesario —rechazó con altivez. Luego, tras dudar un instante, carraspeó—. No quisiera ser indiscreto, ni ofensivo, pero tengo una curiosidad: me gustaría saber qué se siente al ser así, de esa forma.
—Quiero decir, ¿cómo es ser uno y varios a la vez? Si es que puede saberse.
—No se siente nada en particular; después de todo, siempre he sido así.
Ahora era el hombre velado el que la miraba sin entender y ella rompió de repente a reír.
—Pero vamos a ver, hombre —amplió—. Es como si yo te preguntara a ti que qué sientes siendo como eres, una persona única y aislada. ¿Qué podrías sentir al respecto si nunca has sido de otra forma? Nada: para ti es lo normal.
—Ah. —El otro agitó solemnemente la cabeza—. Desde luego, qué tontería.
Ella aún echó un último vistazo por el resto de puestos, sin encontrar nada que le interesase. Luego, una vez que volvieron a la atmósfera algo menos cargada de los pasadizos principales, se detuvo en mitad de la riada humana.
—Anda —le dijo—, llévame a alguna taberna de aquí; a alguna de las de verdad. No sabes lo harta que estoy de bares para exteriores.
—Había un par de sitios por aquí cerca —trató de hacer memoria—. Cuando yo estaba destinado en el desierto, estaban bastante bien. Pero hace años de eso.
Se interrumpió al distinguir a alguien entre la gente; un nómada que, a su vez, les estaba mirando. Se trataba de Uxvel, su piloto bocorce, que ya se les aproximaba a largos trancos. Hizo una seña con la cabeza, un saludo al que Fastul respondió perplejo, ya que sabía lo claramente que distinguían los bocorces entre amistades y conocidos por necesidad, trabajo, etc. —de hecho, tenían una veintena de palabras específicas para designar a estos segundos—, así como que no solían cultivar este tipo de relaciones más allá de lo meramente imprescindible.
—Estaba dando una vuelta —se dirigió a él, ignorando por completo a Bilgrum2— y te he visto por casualidad.
—Ah. —Fastul asintió, como si eso lo explicase todo.
—He oído que Arnasse anda buscando a ese amigo tuyo, el exterior que venía con nosotros…
—¿Arnasse? —le interrumpió alarmado—. ¿Arnasse el capucha roja?
—Arnasse capucha roja, sí. Eso he oído.
—¡Por…!
—Yo sólo pasaba por aquí —insistió cuidadosamente el nómada, como si aquello fuera de la máxima importancia—. Cuando me lo contaron, por supuesto, decidí no hacer nada; yo no me meto en nada que no sea lo mío. Si ahora te lo digo a ti es porque nos hemos encontrado de casualidad y ocultártelo sería, en cierta forma, tomar parte. Y yo ni quito ni pongo en los asuntos ajenos.
—Sí, vale. —Fastul zanjó aquello con un gesto, antes de despedirse, evitando cuidadosamente dar las gracias—. Muy bien, tendrás que perdonarme pero…
—Claro, yo también tengo negocios que atender. Hasta luego —y, girándose, se sumergió en la corriente humana que fluía por los pasillos.
Fastul se olvidó en seguida de él para volverse hacia Bilgrum2. Ésta por su parte, que había estado contemplando con antipatía al nómada —sin duda molesta por aquellos modales, a su juicio, tan groseros—, le observaba ahora a él con una curiosidad desbocada.
—¿Cosmos a Moa? —se interesó, sin poder contenerse—. ¿Era de él de quién hablaba ese paleto?
—Sí. —A su vez, la miró de hito en hito, preguntándose una vez más cuál sería la relación de ellas con todo aquel asunto. Pero en seguida descartó cualquier especulación—. Escucha, se encuentra en un serio peligro y será mejor que me vaya corriendo a ver si le encuentro. Tengo que dejarte.
—Sig, ten cuidado. —Ella le retuvo por un codo. Había ahora preocupación en sus ojos y de nuevo aquel gesto le fue tan familiar que no pudo evitar otro escalofrío—. No te metas en problemas que ni te van ni te vienen.
—Éste sí que me va y me viene. —Le palmeó la mano, antes de apartársela—. Por lo menos tengo que avisarle. Así que hasta luego; tengo que encontrarle antes de que sea tarde.
El Squities anterior, a Moa le había hablado superficialmente de sus investigaciones. Parecía ser que los bandidos habían tenido algún tipo de ayuda dentro de la estación; amigos gracias a los que estuvieron a punto de apoderarse de una de las puertas del lugar y, por tanto, de parte de los almacenes de mercancías: el verdadero objetivo del asalto, ya que aquella chusma no podía soñar con adueñarse de la estación entera. Y el terrestre, por algún motivo, sospechaba que Muna tenía algo que ver con tal intentona, frustrada por los pelos.
A cómo y por qué estaba Muna conectado con todo aquel asunto, así como a las fuentes de su información, a Moa había evitado referirse con claridad. Aunque, respecto a lo segundo, Fastul sospechaba que sus informadores eran terranos, ya que algunos grupos de éstos estaban tan conectados con la Tierra que no podían ser considerados otra cosa que agentes suyos.
A petición del terrestre, Fastul le había orientado sobre qué tugurios solían frecuentar los soldados de la guarnición, ya que quería ampliar sus investigaciones entre ellos. Quizás, suponía éste, aquél pensaba hacerles unas cuantas de esas preguntas, extrañas e inconexas, que tanto habían llamado la atención entre los burócratas de Coliafán. Por eso mismo, recordándolo, se dirigió sin demora hacia los niveles inferiores, esperando encontrarle en alguno de los sitios que él mismo le había recomendado.
Estuvo en uno, luego en otro, y en el tercero le encontró. Fue en un antro muy amplio y oscuro, lleno de recovecos, con techos bajos sujetos por pilastras de piedra y a esas horas abarrotado de clientes, puterío y soldadesca sobre todo. Sonaba una música estruendosa y sincopada, y un par de mujeres, subidas a pilares, se contorsionaban con violencia, intentando seguir aquellos ritmos machacones.
Se abrió paso entre la concurrencia. Aquellos mercenarios eran en su mayoría ercundanos de otras partes del planeta, además de antaraces, terranos y exteriores de un centenar de mundos, y se armaban y vestían todos bastante a la libera, un poco cada uno a su manera. Al igual que en otros cuerpos semejantes, como en casi cualquier profesión fronteriza, había allí aventureros, malhechores, fugitivos, desesperados, románticos y náufragos de catástrofes personales, además de algunos tipos tan notables como difíciles de encasillar.
Y junto a uno de esta última clase, encontró por fin al terrestre. Se hallaba charlando con un sujeto alto, de sienes grises, elegante incluso con aquellas ropas arrugadas y una sombra de barba en las mejillas; un oficial táctico, un Primer Lugarteniente, a juzgar por sus galones. Fastul le imaginó nativo de alguna cultura refinada y ritual, y le supuso hombre de éxito en ella, ya que sus modales eran de una naturalidad envidiable, sin sombra de afectación. También debía ser hombre reservado y de recursos, puesto que había suprimido de sus maneras cualquier gesto característico, dificultando así un hipotético rastreo de su cultura de origen.
El terrestre, advirtiendo su presencia, le saludó con la mano, antes de señalarle con el índice y darle así a entender que se reuniría en seguida con él. Fastul asintió y, apartando los ojos de ellos, echó una ojeada a la semioscuridad ruidosa, laminada por capas de humo azulado. Metió una tarjeta de pago en una de las cocteleras autómatas y ésta le despachó un trago de alcohol frío. Dando un sorbo, observó sin gran interés los frenéticos meneos de las bailarinas y, con una negativa de cabeza y una sonrisa, desanimó a una de las chicas del local cuando ésta hizo amago de entablar contacto.
El oficial y a Moa se estrecharon la mano, despidiéndose, y el segundo se abrió paso hasta Cigal Fastul. Éste hizo un gesto en dirección a la salida y el otro asintió.
—Hay un capucha roja buscándote —le dijo sin mayor preámbulo.
Los rasgos del terrestre, casi siempre un poco tensos, se crisparon un ápice más. Maquinalmente, se buscó por los bolsillos hasta encontrar el tabaco.
—Un capucha roja… —Sacó un cigarrillo—. Bien, ¿qué más?
—No conozco detalles. —Fastul dio énfasis a estas palabras con la mano—. Hace un rato, me encontré con Uxvel y fue él quien me lo dijo. Arnasse, el capucha roja, te busca para matarte… ya tendrás tiempo para indagar quién y por qué le ha pagado, si es que sales de ésta. Ahora lo que importa es que estás en un serio peligro.
—¿Arnasse? —A Moa había fruncido aún un poco más los labios—. ¿Es que esos capuchas rojas van dejando por ahí su tarjeta?
—Algunos sí. Arnasse es uno de ellos. Es un capucha roja de lo más famoso, una leyenda viva en las estaciones. Trabaja siempre solo y de la misma manera: se acerca a sus víctimas de frente, pistola en mano, y les grita que es Arnasse. Ha matado a mucha gente. Si da contigo, tendrás que arreglártelas por tu cuenta: son las reglas del juego. —Hizo una pausa y se pasó los dedos entreabiertos por el cabello, pensando—. Tenemos que llegar a la sede del gobernador; allí estarás a salvo.
Le guió pasillo adelante, luego por otro lateral, más estrecho, y por fin por unas escaleras que desembocaban a un túnel mucho más amplio. El terrestre, con el gesto torcido, se detuvo a valorar aquella especie de avenida interior. El techo que desaparecía entre sombras, casi a tres pisos de altura. Las columnas abombadas que corrían en dos filas paralelas, todo a lo largo. Las luces tenues del gas, las estatuas de piedra, las bocas de otros pasadizos. La gente que transitaba en la penumbra, en ambas direcciones.
—¿Es ésta la ruta más rápida para llegar a la sede?
—Sí.
—Vamos por otro lado.
—Sé que es la más obvia —quiso objetar Fastul— y que un asesino puede ocultarse mejor entre la multitud. Pero creo que es más seguro un sitio amplio, con vías de escape…
—No, no tiene nada que ver. —A Moa, con un gesto impaciente, le cortó de raíz—. Pero vamos por otro camino.
Se produjo un repentino revuelo entre la gente, muy cerca de ellos. Fastul se volvió alarmado, el terrestre echó mano bajo la sahariana. Los viandantes gritaban y se dispersaban en todas direcciones, y en seguida vieron a un hombre vestido de negro, con una capucha roja y un visor sobre la cabeza, que se dirigía hacia ellos entre la desbandada general.
—¡Soy Arnasse! —gritó, pistola en mano.
Fastul dio un salto, apartándose de la línea de fuego, tropezó con alguien acurrucado al pie de una columna y él mismo acabó tirándose al suelo. El terrestre, por su parte, no hizo ni amago de cubrirse y, empuñando a su vez su pistola, salió al encuentro del capucha roja.
Se enfrentaron a varios metros de distancia, disparando sus armas y moviéndose en diagonal el uno respecto del otro. Los estampidos resonaban como cañonazos en aquel espacio interior, amplio pero cerrado, y en alguna parte una mujer comenzó a chillar. Luego, el capucha roja pareció resbalar y caerse de bruces; quedó tendido boca abajo, despatarrado, y ya no se movió.
Se hizo de repente un silencio; los ecos de los últimos tiros se alejaban amortiguándose entre las columnas y se desvanecieron poco a poco. Los presentes empezaron a levantarse, a hablar entre ellos, mientras otra gente, que había estado más lejos, llegaba corriendo a ver qué había pasado. Incorporándose a su vez, Fastul se abrió paso a empellones hasta llegar junto al capucha roja caído.
Enfocó en él su visor, sólo para constatar que había muerto. Se acuclilló luego para observarlo, reparando en sus ropas urbanas, así como en que aún tenía la pistola entre los dedos. Sin saber muy bien por qué, tal como solía sucederle, se sintió impresionado por esa inmovilidad que parece delatar la presencia de la muerte; esa ausencia de un algo sin nombre que convierte a lo que fuera una persona en poco más que un monigote de carne y hueso.
Cosmos a Moa aún estaba a unos pasos, sin acercarse. Desde el suelo, Fastul se fijó en aquel personaje de aspecto sombrío, en sus ropas negras y oscuras. Había perdido su cigarrillo en el tiroteo y se estaba poniendo ahora otro entre los labios; lo hacía con la zurda, puesto que él también empuñaba todavía la pistola. Entonces le vio aflojarse una pizca el nudo de la corbata; pero fue un gesto mecánico, un tic, más que otra cosa.
Fastul se puso en pie y echó un nuevo vistazo al muerto. Durante largo tiempo recordaría lo que aquel matador a sueldo había gritado al aparecer; no las palabras en sí, sino el tono en que las pronunció, que fue lo que logró calarle, llevándole a pensar una y otra vez en ellas. Porque en aquel «¡Soy Arnasse!», latía un orgullo instintivo, un sentido de pertenencia, como el que se podía detectar en el «soy bocorce» o «soy masfulii» de un nómada, o en el mismo a Moa cuando afirmaba «soy terrestre».
Alguien le tiró de la manga, distrayéndole. Se volvió para encontrarse ante una mujer envuelta en ropas escarlatas y negras, con el rostro surcado por franjas anchas e irregulares de color rojo. Escudriñó ese semblante en la penumbra, incapaz de decidir a qué grupo social o tribal podía pertenecer.
—¿Quién es tu amigo? —y, viéndole dudar, añadió—. Ha matado al famoso Arnasse.
—Se llama Cosmos a Moa. Es de la Tierra.
—De la Tierra… —se hizo eco ella, antes de insistir, señalando al cadáver—. Era un gran matador, mató a muchos hombres.
Fastul titubeó de nuevo, no sabiendo si responder. Extrañas criaturas humanas merodeaban por Ercunda, sobre todo durante los nocturnos, y lo más prudente era evitar contactos inciertos, aunque fueran casuales. Pero aquel rostro moreno, atigrado en rojo, le resultaba demasiado atractivo como para retraerse sin contestar.
—Lo sé. Mi amigo también es un gran matador. Y a todos les llega la hora.
—Incluso a los mejores.
—Sobre todo a los mejores. De la de los demás, nadie se acuerda.
Entonces ella le miró a los ojos, cogida por sorpresa. Pareció insegura de repente y, tras un instante, le dedicó una de esas pequeñas venias —combinación de movimiento de cuerpo y ademanes— que entre las mujeres de Ercunda podían suplir a ciertas frases de cortesía. Éste era un gesto de despedida; se retiró a través de la gente y en seguida se perdió de vista entre la muchedumbre que no paraba de agolparse alrededor.
La buscó con los ojos unos instantes, en vano. Entonces, desistiendo, regresó con Cosmos a Moa, que le miraba a su vez con cierta curiosidad.
—Vámonos. Te llevaré a la sede.
—¿Y qué pasa con esto?
—Podemos dejarlo estar. —Señaló con la cabeza hacia el muerto, oculto tras un anillo de mirones—. Nadie va a tocar el cuerpo. No, a no ser que quieran recibir una visita de capuchas rojas: forman una asociación bastante laxa, pero te aseguro que son de lo más contundentes en este aspecto.
—Él no me importa un pimiento. Lo que quiero saber es si no tendré algún problema con la seguridad local.
—Ninguno. A ver si te lo metes de una vez en la cabeza: los asuntos de esta clase están fuera de su jurisdicción.
El terrestre, la cabeza ladeada y los ojos ocultos por el visor, se le quedó mirando. Luego, dejando escapar una gran humareda blanca, se encogió de hombros.
—Muy bien —admitió—. Vámonos entonces.
Ese Miquiníes —el periodo que va del nocturno al diurno, tal como el Squities media entre el diurno y el nocturno—, Fastul y a Moa se encontraban en la cantina de la seda. Se trataba de un local amplio, con paredes de adobe marrón, luces tenues y mobiliario de piedra, metal y cuero. Había escasa concurrencia durante esas horas de sueño; tan sólo unos cuantos soldados y funcionarios sentados desganadamente ante tazas humeantes, esperando el momento de entrar de guardia.
La atmósfera era somnolienta y las conversaciones casi inexistentes, así que todos levantaron la cabeza cuando D. Rae, el apaciguador, irrumpió en el local y, tras escudriñar desde la puerta, se dirigió hacia ellos con largas zancadas. La hopalanda negra y holgada ondeaba a cada paso y su expresión no resultaba demasiado amistosa.
Según se acercaba, Fastul contempló con cierta aprensión a ese gigante renegrido de pelo blanco y ojos siempre ocultos por el visor. Sin embargo, el apaciguador le ignoró por completo, encarándose en cambio con el terrestre. Se quedó allí de pie unos momentos, mirándole; luego, apoyando el fusil en el borde de la mesa, tomó asiento antes de hablar.
—Usted —le dijo con un tono que indicaba contención—: me parece que nos ha estado mintiendo.
—Yo no he mentido a nadie —replicó el otro, sin dejarse amilanar—. Mida sus palabras… y no me importa cuán poderoso pueda ser aquí.
—Nos ha ocultado información; información valiosa. Eso, aquí, equivale a una mentira. En la Tierra, no sé.
—No, en la Tierra no.
Se miraron de hito en hito. El apaciguador parecía a punto de estallar y el terrestre, quizás pensando que se le había ido la mano, se echó atrás en su asiento para aliviar algo la tensión.
—Vamos a ver —concedió—. ¿Qué es lo que pasa?
—Pasa que otros apaciguadores, además de mí mismo, se han interesado por Gruu Muna. Hemos estado indagando y no crea que no nos hemos fijado en la forma tan curiosa que tiene usted de llevar su investigación. Aquí hay algo raro y queremos saber de qué se trata. —Alzó la palma, viendo que el otro se disponía a responder—. No, espere un segundo. Queremos respuestas y las queremos ya; de lo contrario, aténgase a las consecuencias.
—¿Qué consecuencias? —La expresión de a Moa era ahora francamente tenebrosa.
—Saldrá del planeta en la primera nave de pasaje. —Le escrutó, molesto—. Oiga, ¿no habrá pensado que nosotros…? ¿Pero por quién nos ha tomado?
—Es exterior, Rae —intentó mediar Fastul—; hay cosas que no sabe y, en lo poco que lleva aquí, ya se ha topado con la S.P. y los capuchas rojas. —Se volvió hacia el terrestre—. Mira, Cosmos: los apaciguadores tienen algunos principios muy rígidos y hay cosas que no hacen, nunca.
—Nunca —dijo como en un eco Rae—. A ese tal Gruu Muna se le persigue aquí sólo porque el gobierno de Tani Xuoc IV, para el que usted trabaja, ha cursado una orden de busca y captura. En Ercunda, que se sepa, no ha cometido delito alguno; así que será mejor que lo cuente todo, en caso de que haya algo por saber.
El terrestre se le quedó mirando con las manos sobre la mesa, una encima de otra. Fastul buscó en su hopalanda roja y azafranada, que estaba sobre el respaldo de una silla, hasta dar con su paquete de cigarrillo. Ofreció uno a Moa y éste lo aceptó, tomándose el tiempo de encenderlo, así como una primera calada, para reflexionar.
—Muy bien —admitió, contemplándoles a través de las volutas de humo—. El problema con Gruu Muna es que no es humano o que, al menos, tiene muy poco de tal.
—No veo que eso sea un crimen —objetó D. Rae.
—Claro que no. Pero es que no me ha entendido: Muna es el producto de un experimento, creado en laboratorio a partir de genoma originalmente humano.
—¿Trashumanos? —Fastul resopló—. Pero esos experimentos son ilegales en la Federación.
—Los poderosos prohíben con una mano lo que hacen con la otra. —El terrestre se permitió una risita desagradable—. Eso, si no dictan leyes interplanetarias que lo único que buscan es impedir a los demás que hagan lo mismo que ellos ya hicieron. Pero, volviendo a Muna…
—No, un instante. —El apaciguador se puso en pie. Su gesto se había aclarado un tanto, vencido ya por la curiosidad, una de sus mayores debilidades—. Vamos a tomar algo.
El terrestre rechazó con un gesto en tanto que Fastul asentía, mostrando su vaso vacío. Rae detuvo a éste cuando ya se llevaba la mano al bolsillo.
—No, es igual, pago yo.
Fue hasta el despacho autómata y regresó en seguida con el vaso de aguardiente, así como con una taza de café negro y humeante. Se llevó esta última a los labios.
—Uno de los mayores logros humanos —aprobó—. Bueno, entonces Muna…
—Exteriormente, puede pasar por un ser humano corriente y moliente. Es por dentro que… —Hizo rodar el cigarrillo entre los dedos, como escogiendo palabras—. Tiene un cerebro de tres lóbulos en vez dos, que es lo común. Su forma de pensar nos es totalmente ajena, no se parece a nada que podamos siquiera imaginar, y posee algunas habilidades totalmente inhumanas.
Fumó y los otros no dijeron nada, esperando que prosiguiera.
—De alguna forma, se supone que gracias a ese cerebro trilobulado, Muna es capaz de analizar e integrar el pasado y el presente, o al menos las porciones de estos que tiene delante, y obtener así unas progresiones de futuro.
—¿Eso qué significa? —Rae le miró por encima de la taza—. ¿Que es capaz de ver el futuro?
—No, pero sí de preverlo: no es ningún hechicero. Es capaz de anticipar los futuros posibles en función de los distintos factores y, lo que es más importante, de reconocer qué factores son clave de cara a esos futuros; de esa forma, puede actuar sobre ellos y provocar que el curso de los acontecimientos sea uno u otro.
—Aaah. —El apaciguador se echó atrás—. Hay una raza no humana así: los Tebor, del planeta Sasagio; algo he leído sobre ellos. Se mezclan con la gente e influyen a capricho en sus vidas, unas veces para bien y otras para mal. Son muy semejantes a los humanos y éstos los consideran una especie de duendes. Y, ahora que lo pienso, creo recordar que también ellos tienen un cerebro de tres lóbulos.
—Siendo así, quizás el experimento trataba de reproducir las características de esa raza en humanos —admitió sin gran interés el terrestre—. No lo sé y la verdad es que no me interesa demasiado. Yo sólo soy el cazador.
—Cada uno es como es —encajó filosóficamente Rae.
—Entonces, si lo he entendido —dijo Fastul—, Muna podría, por ejemplo, causar la muerte de alguien sólo por cruzar, o no cruzar, la calle en un momento dado.
—Si tal acto fuese clave en una serie de sucesos de la que habrá de depender la vida de ese hombre, la respuesta es sí; en caso contrario, no. Muna no puede hacer milagros.
—Los haga o no, parece alguien de lo más peligroso.
—Y tanto —asintió con lentitud el terrestre—. Nada como ponerse en el camino de Gruu Muna para acabar de mala manera. Por eso llevo un procesador implantado —se tentó la cabeza—, un generador de acciones aleatorias que, hasta cierto punto, me protege.
—¿? —Los otros dos cruzaron entre sí una mirada de incomprensión.
—Este generador elige ciertas situaciones, genera las respuestas posibles y decide aleatoriamente cuál de ellas he de ejecutar. Por ejemplo, si veo que se me escapa el aerobús y el generador se activa, producirá una lista del tipo: aprieta el paso, corre, déjalo ir, etc.; y, de todas ellas, él mismo elegirá una al azar, que será la que yo tenga que llevar a cabo.
—¿Y cómo te protege eso? —De nuevo era Fastul.
—Muna no puede prever sucesos aleatorios ni factores totalmente externos como, por ejemplo y exagerando, la caída de un meteorito. No son producto de nada previo, crean una perturbación en las líneas de futuro y por tanto en lo previsto por Muna… No tengo ninguna duda de que ese capucha roja, Arnasse, estaba donde estaba porque Muna había previsto que yo pasaría por allí, a esa hora, y que el enfrentamiento acabaría con mi muerte. —Sin embargo no fue así.
—El futuro siempre está abierto en mayor o menor medida. Muna trabaja sobre probabilidades, variándolas a su favor, pero siempre dentro de lo posible; la certeza se da las menos de las veces. Además, como te acabo de decir, el procesador genera cada cierto tiempo una acción aleatoria. No sé si recuerdas que te pedí que me trajeses por otro camino: nos paramos a discutir y quizás eso lo cambió todo, de forma que el muerto fue Arnasse y no yo.
—Pero, si es totalmente al azar, eso podría haber aumentado, en vez de disminuir, tus posibilidades de salir perdiendo.
—Es verdad —admitió—, pero sigue siendo más seguro que enfrentarse a Muna, como quien dice, con las manos desnudas.
—¿Y a quién debemos la ocurrencia de crear un ser así? —quiso saber el apaciguador.
—No lo sé. —A Moa se encogió de hombros.
Mentira, pensó en el acto Fastul, fueron los terrestres, seguro; los terrestres o alguno de sus planetas títeres. Malditos sean.
—Quien quiera que fuese —amplió a Moa tras una pausa—, tenía el laboratorio en el espacio profundo, fuera de cualquier jurisdicción planetaria. Cuando Gruu Muna escapó, lo hizo llevándose por delante las instalaciones y a todos los que estaban allí, así que sólo se ha podido reconstruir en parte la historia. Lo que importa es que Muna es un monstruo de diseño y por donde pasa va sembrando muerte y destrucción.
—¿Y por qué no nos lo comunicó desde el principio? —intervino de nuevo Rae.
—En Tani Xuoc IV, Muna escapó con ayuda de agentes antaraces. Ellos le llevaron de un planeta a otro hasta llegar aquí, sin duda para intervenir en apoyo de sus propios intereses. Yo vine solo, casi ignorante de la política local y sin saber muy bien quién podía ser amigo o enemigo. De entre las diversas opciones, decidí que cuanto menos tuviera que contar mejor: incluso entre los que le han traído a Ercunda, debe haber pocos que sepan quién y qué es Gruu Muna; así que pensé que, presentando el asunto como una extradición de rutina, tendría quizás menos trabas.
—¿Cometió esos delitos de los que se le acusa en la orden o no son más que una excusa? —Rae le observó fijamente—. Los apaciguadores no intervenimos en asuntos de índole política.
—La orden y los delitos son reales. No sé si Gruu Muna siente un odio ciego hacia la humanidad o es que disfruta sembrando la destrucción. Tampoco me importa: el resultado es el mismo y a mí me han encargado que lo detenga de una u otra forma. Y pienso hacerlo. Lo que ahora más me preocupa es saber si sigue o no en la estación.
—¿Por qué está tan seguro de que ha tomado parte en todo esto?
—Hemos desarrollado nuestros propios protocolos para seguir a Muna y esto tiene su marca. Cada vez estoy más convencido de que si está en este planeta es para ayudar a los planes de esa sociedad antarace, la Gran Tuze, que no son otros que derrocar a Teicocuya y poner en su lugar a su propio títere.
—No es prudente hablar así en público —le advirtió rápidamente el apaciguador—. Pero supongo que tiene razón. En cuanto a si aún sigue aquí, me parece difícil. He hecho mis propias indagaciones y sé de buena fuente que varias naves han salido de la estación desde que comenzó el asedio. Una de ellas iba llena de antaraces, y algunos de ellos eran miembros de la Gran Tuze. Seguro que, si Muna es tan valioso como dice, no le habrán dejado atrás.
—¿Y se han ido así, por las buenas? ¿Pero qué clase de asedio es éste?
—Un asedio involuntario, provocado por el fracaso del golpe de mano. Si se les paga una cantidad, los nómadas no tienen inconveniente en dejar salir naves. Y al gobernador tampoco le vienen mal esos apaños: con algo de dinero, los cabecillas podrán contentar a sus secuaces y no necesitarán atacar masivamente la estación. En cuanto reúnan los suficientes créditos, podrán levantar con dignidad el campo.
—Muy bien. —El terrestre hizo un gesto expresivo, abriendo las palmas de las manos—. ¿Y nosotros cuándo nos vamos?
—Los universitarios ya se han puesto de acuerdo en salir de aquí —contestó Fastul—. Mañana, a primera hora, iremos a ver qué han decidido los cabecillas y, si nos ponemos todos de acuerdo en el rescate, que supongo yo que sí, volvemos a por ellos y nos los llevamos a Estación Quenan. Y luego, nosotros, a Coliafán.