24
—¿Te lo crees ahora? —preguntó Horatio cuando salían de la oficina del gobierno.
Ruth torció la boca.
—Poco a poco voy entendiéndolo, sí, pero ¿creérmelo? —dijo ella, y negó con la cabeza mientras miraba una vez más el papel—. No, todavía no puedo creérmelo.
Horatio extendió los brazos y se echó a reír.
—Ruth, eres rica. Tu granja está a salvo. Nunca más en la vida podrá quitarte nadie Salden’s Hill.
—Sí —dijo ella, pero el tono de su voz no era de felicidad.
—¿Es que no te hace ilusión? —preguntó Horatio.
—¿El que mi familia sea propietaria de una parte de la mina de diamantes?
—Sí.
—No lo sé —dijo ella—. La vida era bonita tal como estaba todo antes —dijo, sentándose en un banco frente al edificio del gobierno—. ¿Cómo lo averiguaste en realidad? —preguntó ella.
Horatio sonrió.
—Encontré una carpeta en el archivo que estaba metida dentro de una caja de cartón, por debajo de un escritorio. En ella había documentos bancarios. Cada mes había una transferencia de una importante cantidad de dinero a una cuenta bancaria en Lüderitz, cuyo receptor era una persona desconocida. Entonces cesaron de pronto los pagos, pero la cuenta siguió existiendo. No sé por qué robé esas hojas del archivo. Debió de ser una inspiración. En todo caso fui al banco en Lüderitz, mostré mi carnet de la universidad y le expliqué a la empleada del banco mis investigaciones. Al mencionar el nombre de Henry Kramer, la joven entornó los ojos. Me di cuenta de que ella tenía alguna cuenta pendiente con él. Me pidió un poco de tiempo y al día siguiente puso ante mí unos documentos en los que quedaba manifiesto que el propietario de la misteriosa cuenta bancaria era Wolf Salden, o bien sus herederos. Fui hasta la policía, pero allí nadie supo prestarme ayuda porque no se había cometido ningún delito. No obstante, pude convencer al departamento de delitos económicos para que realizaran sus propias pesquisas. De ellas resultó que Wolf Salden, ya antes del año 1904, había comprado con la herencia de sus padres algunas participaciones en los terrenos en los que después se pondrían en marcha las minas de diamantes. Al morir Wolf Salden y estar Margaret desaparecida, los propietarios sacaron provecho a discreción de esas participaciones, pero por motivos de impuestos tuvieron que transferir un dinero mensualmente a ese socio desconocido. Supongo que Heinrich Kramer deseaba echarle el guante también a ese dinero.
Horatio se quedó callado unos instantes y prendió la mano de Ruth.
—Y ahora está acusado de haber matado de un disparo a Wolf Salden en el año 1904, en su granja. Ahora solo tenemos que esperar al resultado del careo de tu abuela con el anciano Kramer.
—No es de extrañar que el viejo Kramer tuviera sometido a Henry a esa presión. Debió de ser un golpe tremendo para él que apareciera primero yo y después mi abuela. Lo extraño es cómo supo de mí. No me conocía de nada.
—Supongo que le puso sobre tus pasos el registro efectuado para acceder al archivo. Y él te echó a su hijo al cuello.
—Siento algo de pena por Henry —dijo Ruth en voz baja—. Se esforzó mucho por contentar a su padre al menos una vez en la vida, pero tampoco lo consiguió esta vez.
—A mí no me da ninguna pena —replicó Horatio—. Es una persona mayor de edad. Tenía la posibilidad de elegir. Un ser humano puede decidir siempre entre el bien y el mal.
—¿Tienes la carta? —preguntó Ruth.
Horatio negó con la cabeza.
—Te la has guardado tú después de que el director del banco la sacara de una caja fuerte junto con los extractos del banco y el documento de propiedad por el veinte por ciento que tiene de participación tu familia en la mina de diamantes.
Ruth se puso pálida. Se puso a hurgar en su mochila, cada vez más nerviosa, pero finalmente respiró hondo, aliviada.
—Desde que sé que una carta puede decidir a veces entre la vida y la muerte, tengo un miedo permanente a perder una.
Horatio se rio, rodeó a Ruth con un brazo por encima del hombro y la atrajo hacia él.
—Vámonos ya, ¿vale? Vamos a buscar a tu abuela, y luego partimos en tu coche hacia Salden’s Hill.
Ruth sonrió.
—No puedes esperar a llegar a nuestra granja y ponerte a escribir allí la historia de mi abuela y de la tribu nama del desierto del Namib, ¿verdad? Por suerte, las habitaciones de los invitados son tan espaciosas que se puede pasar mucho tiempo en ellas sin perder los nervios.
Horatio le agarró el brazo.
—Dime, ¿de verdad te parece bien que me instale en vuestra casa?
Ruth titubeó un instante y luego repuso:
—Me hace ilusión. Muchísima ilusión incluso.
Al mirarse los dos, Ruth leyó en los ojos de Horatio un deseo, unas ansias profundas. En cambio, Horatio vio en los ojos de Ruth expectación y alegría.
—Vámonos deprisa a Salden’s Hill —murmuró Horatio—. No quiero perder más tiempo.
Ruth sonrió. Entendió que no se refería a su trabajo. No obstante, hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No. Antes tenemos que pasar por el oculista a buscar tus gafas nuevas. ¿O te pensabas que iba a conducir yo sola todo el trayecto?
—Eh, que sigo sin tener la licencia de conducir.
Unos días después estaban todos reunidos en Salden’s Hill. Solo seguían esperando a Corinne. La llegada fue extremadamente emotiva. Margaret abrazó a Rose mientras Mama Elo las miraba llorando. Luego se fueron madre e hija a dar un largo paseo por la granja. Nadie sabía de qué habían hablado las dos, pero todos vieron que desde entonces Rose Salden tenía siempre una sonrisa en el rostro.
La sonrisa se hizo ciertamente más fina en el momento en que Rose divisó a Horatio, pero no desapareció del todo.
—Un hombre negro en mi casa —dijo entre murmullos y sacudiendo la cabeza—. Primero el asunto del diamante y ahora esto. Con Corinne no me habría pasado esto jamás. —Pero poco después recorrió la casa con la cabeza bien alta. Señaló con el dedo una vieja mesa de madera de teca y exclamó—: Esta mesa tiene que desaparecer de aquí. Y en las paredes hay que colgar tapices, de seda a ser posible. Le preguntaré a Corinne.
Ruth ponía los ojos en blanco cada vez que Rose iniciaba tales conversaciones, pero Margaret le ponía una mano en el brazo.
—Déjala —decía Margaret—. Tiene que recuperar muchas cosas.
Por la noche preguntó Horatio:
—¿Qué planes tienes ahora, Ruth, ahora que ya no debes preocuparte más por el futuro de la granja? ¿Vas a seguir criando ganado?
—Sí, por supuesto. Nunca he querido otra cosa. El dinero no va a cambiar nada. Mi madre y mi abuela son ricas. Yo sigo siendo la misma de antes. Quiero conservar Salden’s Hill, claro está. La deuda ya no es ningún problema ahora. Quizás aumente los rebaños de ovejas, pero no para vender los corderos al matadero, o para que las ricas europeas blancas se hagan elegantes abrigos de astracán, no. Quiero la leche de los animales, quiero ver crecer a mis corderos. Con la leche me gustaría hacer queso y venderlo en la ciudad, pero todavía no sé qué voy a hacer exactamente… —Ruth se calló y miró atemorizada a Horatio—. ¿Y tú? ¿Podrías imaginarte viviendo permanentemente en una granja?
Horatio se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de lo que es la vida en una granja. Y tengo miedo a los animales.
Ruth se echó a reír.
—Eso está bien. Mañana mismo te enseñaré a montar a caballo. Y, a cambio, tú podrías instalar una pequeña biblioteca en Salden’s Hill.
—Sí, y quizá llegue así a escribir realmente la historia de mi pueblo —dijo agarrando la mano de Ruth—. Por mí podría extenderse por mucho tiempo mi estancia en la granja.
Ruth sonrió.
—Pero solo tendrás tranquilidad para trabajar una vez que Corinne regrese por fin a Swakopmund. Ya verás. Pondrá todo esto de aquí patas arriba cuando venga. Y me apuesto lo que quieras a que ya tiene muy bien pensado lo que va a hacer con el dinero.
—Puede ser —repuso Horatio—. Pero esa ya es otra historia —dijo, inclinándose hacia Ruth. Le tomó el rostro con las dos manos y la besó.