4
Ruth se detuvo y tuvo que hacer esfuerzos para respirar. Miró a su alrededor. Había algo extraño en aquel lugar. Faltaban los automóviles, las risas, las personas. La vida en la calle parecía como extinguida. Solo dos jóvenes negros pasaron a su lado apresuradamente con las cabezas gachas y manteniéndose cerca de la protección de los muros de las casas.
—¡Alto! —exclamó Ruth—. Por favor, ¿pueden decirme dónde estoy? ¿Cómo llego desde aquí a la estación? —Pero los hombres no se pararon a escucharla y prosiguieron su marcha apresurada sin decir palabra.
Ruth suspiró. ¿Adónde demonios había ido a parar? La calle estaba sucia. Sobre el bordillo de la acera había trozos de papel tirados. Había una papelera tumbada en el suelo y todo su contenido estaba repartido sobre el asfalto. El viento arremolinó un periódico viejo por encima de la acera.
Fue en ese momento cuando Ruth oyó el ruido que procedía de la parte izquierda de la calle, que iba aumentando y decreciendo como en un partido de fútbol. Ruth pudo distinguir algunos coros de gente gritando al unísono, luego voces aisladas y el sonido de cascos de caballos sobre el adoquinado de la calle. Sin pensárselo un instante corrió en dirección al tumulto. Donde había ruido, habría con toda seguridad personas, personas buenas que la entenderían.
Se detuvo en el siguiente cruce grande. Ante ella divisó a una multitud de mujeres y hombres negros. Llevaban pancartas en las que podía leerse en inglés: «Dejadnos en casa» o «Nada de guetos para negros». Las mujeres, así se lo pareció a Ruth, se habían puesto las prendas más vistosas, añadiendo las joyas y el tocado de su tribu. En cambio, los hombres llevaban pantalones de trabajo azules o grises y camisetas sencillas, pero los unía la rabia de sus rostros, una rabia que se podía oler, oír y ver.
—¡Somos personas! ¡Personas como vosotros! —gritó una mujer joven, elevando a su hijo por encima de ella.
La policía montada a caballo rodeaba a la multitud. Ayudándose con los caballos y las porras intentaban apartar a los manifestantes hacia una calle lateral. Los cuerpos de los caballos chocaban con las personas. Un chico dio un grito cuando uno de los animales le propinó una coz.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Ruth. Antes de que pudiera darse cuenta, se encontraba en medio de la manifestación.
—Pasa que el ayuntamiento nos quiere echar de nuestras casas. Los de arriba han organizado un gueto para nosotros, y hoy tenemos que mudarnos a él a la fuerza —respondió un joven negro con unas gafas gruesas, sin retirar la mirada un solo instante de los policías.
«Así que es verdad lo que me ha contado el sudafricano en el taxi», pensó Ruth.
—¡Ven, blanca! ¡Únete a nosotros! Solo ganaremos cuando vosotros nos ayudéis a reclamar judicialmente nuestros derechos. Y si ganamos nosotros, también saldréis ganando vosotros.
La mujer que había pronunciado esas frases era ya bastante mayor. Por el aspecto, la corpulencia y la vestimenta, Ruth no pudo menos que pensar en Mama Elo y en Mama Isa. Y enseguida se colgó Ruth de su brazo y se situó en medio de los negros, levantó el puño igual que ellos, y se puso a vociferar contra la injusticia que sufrían ella y todas las personas en el mundo. Ella vociferaba entre la multitud su rabia por el señor Claassen, y al mismo tiempo por su miedo ante el futuro.
Se puso a golpear con los pies en el suelo y a agitar los puños hasta que quedó completamente empapada de sudor y sin aliento.
Poco después, Ruth vio llegar una limusina desde una calle lateral. Bajó un blanco del automóvil y se puso a contemplar la muchedumbre agitada. Lo reconoció enseguida; se trataba del sudafricano que había compartido con ella el trayecto hasta el banco esa misma mañana. Le habría gustado mucho dejar la manifestación y acercarse a él para señalarse a sí misma y decirle: «¡Mire usted! Yo también soy uno de ellos, me cuento entre los cafres, entre los rostros de simio. Y si no es por el color de mi piel, sí que lo soy de corazón. Y también sobre mí se ha cometido una injusticia».
Ruth observó cómo el hombre hacía señas a uno de los policías montados y le decía algo. Y vio al policía asentir con la cabeza, acercarse a otro con el caballo y exclamarle también algo que este transmitió al siguiente, y así sucesivamente.
Ruth no perdió a aquellos hombres de vista. En los ojos de los policías resplandecía algo que le resultaba conocido. Los hombres de su entorno mostraban ese fulgor en los ojos cuando se iban de caza. ¡Y así fue, en efecto! El primero agarró el fusil descolgándoselo del hombro, y los demás le imitaron. Ruth contuvo la respiración. «No se les ocurrirá disparar —pensó ella—. ¡No irán a disparar unos africanos del sudoeste a otros africanos del sudoeste!».
La muchedumbre se puso a gritar con mayor furia que antes.
—¿Nos queréis matar porque queremos vivir como personas? —exclamó la mujer de quien Ruth estaba colgada del brazo.
Dos hombres negros buscaron en el suelo algún objeto arrojadizo. Luego todo sucedió con mucha rapidez. Uno de los manifestantes tomó impulso con el brazo y arrojó algo a los policías, una piedra tal vez, o quizás un trozo de madera. Un caballo se encabritó y relinchó. Ruth oyó vociferar a uno de los policías:
—¡Los cafres nos están disparando!
Y los policías apuntaron sus fusiles y dispararon a ciegas hacia la muchedumbre.
Alguien profirió un grito de dolor por detrás de Ruth; un chico cayó al suelo a su lado.
—¡Al suelo! —gritó Ruth—. ¡Todos al suelo!
Se le pasó rápidamente por la cabeza que no iba a servir de nada que todos se agacharan al mismo tiempo, pero ella no estaba en disposición de pensar con claridad, solo era capaz de actuar. Instintivamente percibió que uno de los policías apuntaba en su dirección. Intentó zafarse del brazo de la mujer negra. Esta se resistió, pero de pronto cedió abruptamente ante su resistencia, y la mujer se vino encima de Ruth. Olía a papilla de maíz. Sí, a papilla de maíz y a detergente en polvo, igual que Mama Elo. Y la tela de su vestido rozó el brazo desnudo de Ruth produciéndole el mismo cosquilleo que el vestido de Mama Isa cuando esta la atraía hacia ella para saludarla.
—¡Eh! —exclamó en voz baja—. Me está aplastando usted. Apenas tengo aire para respirar.
Pero la mujer no se movió. Ruth percibió cómo se le estaba mojando la mano, y al retirarla de debajo del cuerpo de la mujer y alzársela ante los ojos, la vio roja de sangre. Ruth profirió un grito de terror.
—¡Socorro! ¡No os quedéis ahí parados! ¡Ayudadme! Esta mujer se está desangrando.
De pronto se agacharon muchas personas por todos los lados hacia donde estaba Ruth. Dos jóvenes intentaron poner en pie a la mujer anciana para que Ruth pudiera deslizarse por debajo y levantarse. El más alto de los dos sacudió la cabeza con gesto de lástima, mientras que el más bajito acomodó la cabeza de la negra en el regazo de Ruth. Incapaz de moverse, Ruth se quedó sentada con aquella mujer moribunda en sus brazos, en medio de la multitud atronadora. Alrededor de ella gritaban y vociferaban muchas personas; pataleaban y corrían, lloraban y lanzaban objetos. Solo Ruth parecía ser intangible, intocable, una isla pacífica en mitad de una sangrienta guerra.
Ruth meció despacito a la moribunda y tarareó una canción que Mama Elo le había cantado a ella cuando era niña. Se había desvanecido la rabia de Ruth hacia el banquero. Solo tenía ojos para la mujer que estaba en sus brazos, rezaba por ella, lloraba. La granja, las preocupaciones por su propio futuro, todo eso había dejado de contar a la vista de esa mujer que pugnaba ahora con la muerte.
—Margaret.
La mujer dirigió sus grandes ojos oscuros hacia el rostro de Ruth y perseveró en su mirada, buscando en él. Y encontró algo, pues de repente esbozó una sonrisa. Ruth se inclinó sobre ella todo lo que pudo para escuchar sus últimas palabras.
—Margaret —volvió a susurrar la mujer negra—. Margaret Salden. Siempre supe que eras una mujer buena.
Entonces cerró los ojos, suspiró una vez más y se volvió tan pesada en los brazos de Ruth, que esta no pudo sostenerla mucho más tiempo. Ruth miró a su alrededor buscando ayuda. ¡No podía dejarla ahí tirada en esa calle sucia, ni siquiera ahora!
—¡Eh! —exclamó en voz baja, pero con la suficiente fuerza como para que la oyeran quienes la rodeaban.
Una mujer se dio la vuelta, la miró, se apercibió de la muerta y profirió un grito.
—¡Davida!
Se separó del hombre que tenía a su lado y señaló con el dedo a la difunta.
—¡Davida!
El hombre exclamó también el nombre de la muerta, luego agarró a su vecino del cuello de la camisa hasta que este vio también a la muerta y comenzó asimismo a gritar.
La anciana se arrodilló al lado de Ruth y apoyó la cabeza de la difunta en su pecho. La meció y se echó a llorar tan desgarradoramente que todo el mundo se quedó parado.
Ruth seguía sentada en el suelo, como aturdida. Veía lo que sucedía a su alrededor. Oía el ruido, el griterío, los llantos y los disparos, pero nada de todo eso penetraba en su conciencia. Ahora estaba pensando de nuevo que Claassen le había denegado la prórroga del crédito y que eso significaba también su fin. Era como si la muerte se hubiera posado también sobre Ruth con el último aliento de la negra. 15 000 libras. ¿Era ese el precio de una vida humana? ¿De la felicidad? ¿O se trataba únicamente del precio de una única noche?
Ruth se detestó a sí misma por albergar esos pensamientos. ¿Cómo era capaz de pensar en su propia desgracia teniendo a la vista a aquella difunta? Ya había visto morir a animales, pero no fue hasta presenciar la muerte de esa mujer cuando vio con toda claridad lo frágil que era una persona, lo frágil que era su existencia. Bastaba tan poco para destruir una vida. Y había que hacer tanto para construir algo. La madre de la difunta, ¿durante cuántos años tuvo que cuidar a su hija? ¿Cuánto amor le había obsequiado? Y había bastado una única bala, una bala diminuta para apagar en cuestión de segundos lo que otros habían ayudado a crecer durante años.
Ruth no sabía si lloraba por la muerta o por ella misma. En su vida se había sentido tan sola, tan abandonada, tan huérfana de padre y de madre.
—Levántese, señorita —le dijo de pronto un hombre que estaba de pie a su lado, un hombre negro con unas gafas gruesas que la estaba mirando—. Levántese, señorita —repitió—. No puede quedarse aquí. Ahí están los policías —dijo, tendiéndole una mano.
Ruth dejó que él la alzara, dio unos traspiés y estuvo a punto de derrumbarse en su pecho. Él la sostuvo hasta que ella sintió que recuperaba las fuerzas en las piernas y podía sostenerse sola.
—¿Qué está haciendo usted en esta manifestación? —preguntó él en un tono de sorpresa—. Ningún blanco se une a nuestras marchas. A lo sumo lo hacen únicamente las buenas personas de los servicios sociales, pero usted no tiene pinta de ser una de ellas. Así que dígame, ¿qué hace aquí?
Ruth se sintió atacada de pronto y reaccionó con despecho.
—¿Por qué no? ¿Está prohibido acaso? —preguntó con voz temblorosa—. Ustedes mismos me invitaron a participar.
—No, no está prohibido —dijo el hombre negando a su vez con la cabeza—. Apenas existen prohibiciones para los blancos, pero debemos ser desconfiados. ¿Pertenece usted quizás al servicio de seguridad sudafricano? ¿Está usted aquí para detectar a comunistas en nuestras filas?
Miró a Ruth con una intensidad tal que esta se sintió como si él fuera un maestro y ella su escolar díscola.
—¡Suélteme! —exclamó Ruth, pero entonces no pudo menos que echarse a reír.
—¿Qué es lo que le hace gracia? —preguntó el negro con un tono serio en la voz.
—Me hace gracia que me tome usted por alguien del servicio secreto. ¡Una cazacomunistas! ¿Tengo pinta de andar ocupada en echarle el guante al mayor número de comunistas posible? ¿Me habría sentado entonces en la suciedad de la calle y habría mecido entre mis brazos a esa mujer negra?
Sin que Ruth se apercibiera, su voz fue aumentando en intensidad, y se fue volviendo cada vez más colérica. ¿Es que hoy le tocaba acaso estar en todas partes en el lugar equivocado?
Él la apartó un poco de sí y la contempló con atención.
—No —dijo él entonces con un tono decidido—. Tiene aspecto de alguien que no tiene mucho conocimiento de las cosas que están sucediendo en nuestro país.
Detrás de ellos se alzó de nuevo un grito entre la gente. Ruth se dio la vuelta. Algunos negros levantaron a la muerta del suelo y se la llevaron de allí entre lamentos. Ruth les siguió con la mirada. Sin saber por qué, se sentía unida a esa mujer, casi como si fuera una pariente próxima.
—¿Qué va a pasar con ella? ¿Adónde se la llevan?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Ella ha muerto en mis brazos. Sus últimas palabras… —Ruth se interrumpió para tragar saliva para hacer frente a las lágrimas que asomaban a sus ojos.
—¿Se sentía usted cercana a ella? —preguntó el negro.
Ruth asintió con la cabeza.
—He sido la última persona a la que ha visto, con la que ha hablado.
—La llevan a su casa. Allí la expondrán en un velatorio para que los amigos y parientes puedan despedirse de ella. Y a continuación la enterrarán.
—Ella… ella… —tartamudeó Ruth que seguía pugnando con las lágrimas—. Ella pronunció el nombre de mi abuela.
El negro asintió con la cabeza de un modo que indicaba a Ruth con claridad que no se había creído sus palabras. Le pasó brevemente un brazo por los hombros y la miró con gesto irresuelto. Luego profirió un suspiro.
—Si lo desea, puede venir conmigo. Voy a ir a casa de Davida para despedirme de ella. Quizá la alivie a usted volver a verla, pero luego debería volver a su casa.
Ruth asintió con la cabeza. No se había dado cuenta de que la multitud se había disuelto alrededor suyo. Entretanto se escucharon las estrepitosas sirenas de las ambulancias acercándose al lugar. Se detuvieron a pocos metros de distancia de Ruth y del negro. De los coches saltó el personal sanitario dando órdenes concisas. Los policías daban la impresión de estar confusos. Iban lentamente de un lado a otro, montados en sus caballos, con las armas ocultas vergonzosamente a sus espaldas. Aquí y allá había negros arrodillados en el suelo, rezando, maldiciendo, llorando.
—Hay varios muertos más —constató Ruth.
—Once en total, hasta el momento. La policía ha disparado a ciegas contra la multitud.
Ruth miró al negro a la cara por primera vez. Su voz sonaba a un inmenso desamparo. Miró en el interior de unos ojos de color castaño oscuro, agazapados por detrás de unas gafas de cristal muy grueso, vio un rostro ovalado, con una nariz chata y unos labios generosos. Por un instante le vino a la memoria Daisy, una oveja que ella había criado con un biberón y cuyos labios se habían cerrado muchas veces en torno a su dedo meñique para chuparlo. Ruth estuvo a punto de echarse a reír por la comparación, pero entonces se fijó en la sangre que había en el suelo y la risa se le quedó ahogada en la garganta.
A pesar de que aquel hombre parecía ser un nativo del lugar, Ruth pudo observar algunos pelos en su barbilla. Era alto, sobrepasaba a Ruth en una cabeza, y era tan delgado que bien podía decirse de él que era un hombre enjuto. Tenía los brazos colgando junto al cuerpo, como si no fueran suyos.
—Lo siento mucho —dijo Ruth en voz baja.
—Usted no tiene la culpa —repuso el hombre. Y añadió acto seguido—: Si usted quiere, puede venir conmigo.
Él le fue abriendo camino por entre la multitud, dio alguna que otra palmadita en los hombros de otras personas, pronunció algunas palabras de consuelo a otras. Ruth estaba un poco sorprendida aún de que los manifestantes no hubieran salido en estampida producida por el pánico cuando los policías comenzaron a disparar sobre ellos. Fue todo lo contrario, pareció que les hubiera afectado una parálisis colectiva que seguía produciendo su efecto en ellos. Ruth seguía al hombre en silencio. Estaba agradecida de que hubiera alguien allí que la aceptara, que le dijera lo que debía hacer, que la llevara de la mano. Por un instante se preguntó por qué no se había montado en el tren a Gobabis como debía haber hecho hacía mucho rato ya. Pero ¿cómo iba a aparecer ahora ante los ojos de Mama Elo y de Mama Isa? ¿Qué podía decirles? ¿Que habían perdido definitivamente la granja y que en la capital estaban disparando a los negros? No, no podía regresar a Salden’s Hill hasta haber encontrado una solución para la granja.
Y aún otra cosa más la retenía allí en Windhoek: el nombre de su abuela, Margaret Salden. Ruth sabía que la fundación de la granja se remontaba a la época de sus abuelos. Wolf, el marido de Margaret, había nacido en Alemania, pero sus padres emigraron en 1885, con el pequeño de ocho años, a África del Sudoeste, donde el 30 de abril se fundó la Compañía Colonial Alemana para África del Sudoeste. Esta compañía arrendaba y vendía tierras que no eran de su propiedad, sino que eran de los herero, de los ovambo, de los kavango, de los damara, de los nama. Los naturales de esas tierras no pudieron impedirlo y mucho más rápidamente de lo que pensaban, habían pasado de ser los dueños de África del Sudoeste a esclavos de los blancos.
Margaret, la abuela de Ruth, nació en África del Sudoeste, en la granja de sus padres, en el año 1883. Cuando se casó con Wolf, que era seis años mayor que ella, no había cumplido todavía los dieciocho. Los dos fundaron Salden’s Hill, y al nacer Rose en 1903 formaron una familia de verdad.
Rose no le había querido dar más detalles. Cuando Ruth le preguntaba sobre lo que había sucedido en aquel entonces, solo obtenía la callada por respuesta. «Olvídate de las viejas historias —se limitaba a decir Rose—. Lo que pasó, ya pasó, hay que dejarlo en paz. El dolor no se mitiga si se anda hurgando a menudo en la herida».
Al igual que Rose, tampoco Mama Elo ni Mama Isa hablaban mucho sobre la época anterior al nacimiento de Ruth. Así que ella sabía únicamente que las dos mujeres negras, que vivían desde tiempos inmemoriales en Salden’s Hill, habían criado a su madre. Todo el mundo guardaba secreto al respecto, nadie le decía por qué Margaret Salden no había criado ella misma a su hija. ¿Qué tipo de persona había sido Margaret Salden? Era evidente que la mujer que había muerto en los brazos de Ruth la había conocido. Pero ¿dónde vivía? ¿Seguía Margaret Salden con vida? ¿Qué había sido de ella? ¿Y por qué nadie hablaba de ella en la granja? ¿Por qué no había fotos ni otros recuerdos a la vista?
Los pensamientos se arremolinaban en la cabeza de Ruth. De pronto se sintió tan cansada como si hubiera estado esquilando ovejas todo el día.
—No tan rápido, por favor —rogó ella.
El negro se detuvo y la midió de arriba abajo con una mirada de preocupación.
—No me he presentado. Me llamo Horatio.
Ruth le tendió la mano.
—Ruth Salden. Soy granjera, allá, cerca de Gobabis, de la granja Salden’s Hill.
—De ovejas caracul, ¿no es cierto?
Ruth asintió con la cabeza, y Horatio deformó la cara con gesto de rechazo.
—¿Qué no le gusta a usted de las ovejas caracul? —preguntó ella.
—El motivo por el que las crían.
Durante un rato caminaron uno detrás del otro, en silencio. «Tampoco a mí me divierte matar corderos recién nacidos —pensó Ruth con indignación—. Pero ¿cómo voy a ganarme si no la vida? Namibia está formada principalmente por desiertos. Las ovejas caracul son lo único con lo que los granjeros pueden sobrevivir en este entorno».
—¿Y usted? ¿A qué se dedica usted? —preguntó Ruth entonces—. ¿Trabaja usted en algún lugar?
Horatio se detuvo, se quitó las gafas y se las limpió con el extremo de la camisa.
—Soy historiador. Me han encargado que investigue la historia de mi pueblo.
—¿A qué pueblo pertenece usted?
Horatio se irguió y dio la impresión así de ser más alto y delgado de lo que ya era. Sus ojos despidieron un destello de orgullo.
—Soy un nama.
En la mirada de Horatio vio Ruth que ella debía demostrar de alguna manera la impresión que le hacía esa declaración, así que enarcó las cejas en señal de reconocimiento. Sintió un poco de vergüenza porque si bien sabía que en Namibia había una gran variedad de tribus, nunca se había interesado hasta entonces por las cosas que tenían en común, por sus orígenes y por las diferencias entre esos diferentes grupos humanos. A Ruth no le eran indiferentes sus trabajadores para nada, pero tuvo que confesarse a sí misma por fuerza que en realidad sabía muy poquitas cosas de las personas con las que estaba en contacto directo todos los días.
—¿Falta mucho todavía? —preguntó ella, señalando con el dedo a sus pies—. Me están doliendo mucho los pies.
—¿Qué? ¿Cansada ya? Yo pensaba que los granjeros eran gente con mucho aguante para caminar.
—¿Se cree usted acaso que vamos caminando por nuestros prados? ¿Y con zapatos como estos? Vamos, hombre. ¿Para qué están entonces los caballos, los todoterrenos y las motos?
Horatio rio.
—Todavía nos queda aguantar media milla, pero enseguida estaremos allí.
No podía pasarse por alto que estaban dejando atrás poco a poco las zonas residenciales de los blancos. Las calles se llenaron de baches, las casas tenían un aspecto más pobre, y cuanto más se fueron adentrando en el barrio negro, tanto más miserable se volvía todo alrededor de ellos. En muchas casas había estacas clavadas en las aberturas de las ventanas sin cristales; no había tiendas de joyas ni de prendas de vestir de moda, sino tiendas sencillas de alimentos como judías, lentejas y calabazas.
Delante de las casas semiderruidas había mujeres y hombres mayores sentados en sillas muy desgastadas de plástico, observando lo que ocurría en la calle. Algunos perros esqueléticos buscaban restos de comida en la acequia de los desagües; en las esquinas de las calles había grupos de jóvenes negros con una expresión de rabia en los rostros, sujetando con una mano un pitillo y con la otra una botella de cerveza. Más allá, Ruth pudo divisar las chabolas, unas moradas que ya no podían denominarse casas ni con la mejor de las intenciones. Eran pequeñas y estaban ladeadas, construidas exclusivamente con hojalata cortada y laminada procedente de bidones. Aquí no había ni agua corriente ni electricidad.
Ruth sintió escalofríos a pesar del calorazo imponente. No estaba acostumbrada a tamaña suciedad y miseria, y se fue encontrando cada vez peor. Parecía que Horatio se daba cuenta del estado de ánimo de ella y sin detenerse ninguna vez más la condujo por el entramado de las calles y dobló finalmente por un callejón lateral, muy estrecho, con las paredes de barro. Los charcos de la lluvia de la noche anterior llegaban ahora todavía hasta los tobillos, las paredes de las casas frente a los huertos pelados seguían húmedas a pesar del sol. Flotaba un vapor fino por encima del callejón.
Horatio se detuvo frente a una construcción baja de piedra.
—Es aquí.
Ruth miró a su alrededor. La casa no era menos antigua que las demás, pero estaba bien revocada y muy cuidada. En el huerto de delante de la casa florecía un arbusto de adelfas, las ventanas abiertas de par en par tenían los cristales limpios y por detrás de ellos ondeaban unas cortinas de colores. En la terraza había algunas sillas de mimbre cubiertas con cojines de fabricación casera.
—¿Por qué me causa esta casa una impresión mucho más agradable que las otras casas vecinas? —preguntó Ruth.
Horatio se encogió de hombros.
—No resulta nada sencillo mantener los buenos hábitos y la cultura cuando se es pobre y no se tienen derechos. De la misma manera que a los blancos se les ha inculcado que son mejores y se lo creen, así los negros creen que no valen para nada, ni siquiera para poner flores en los porches de las casas.
—¿Era diferente la mujer difunta? ¿Cómo se llamaba en verdad? ¿Qué tipo de persona era? ¡Cuénteme un poco sobre ella!
Horatio volvió a encogerse de hombros.
—No sé mucho. Se llamaba Davida Oshoha. Unos blancos mataron a su marido hace tres años en unos disturbios. Antes era igual que sus vecinos, pero se transformó desde la muerte de su marido. De pronto se volvió más orgullosa, como si la muerte, la absurda muerte de su marido, le hubiera devuelto la dignidad como persona…
—Ella debió conocer a mi abuela en algún momento.
—Uno tiene la tendencia a creer que oye cosas que le habría gustado oír —dijo Horatio, asintiendo con la cabeza—. Precisamente en las últimas palabras de los moribundos se suele querer interpretar los enigmas propios, como si una persona en el momento de su muerte abarcara todo el conocimiento posible y dispusiera tan solo del tiempo en que se pestañea una vez para transmitir ese conocimiento a los vivos.
—Puede que usted crea eso que dice. Yo, no. Sé lo que oí. Oí el nombre de mi abuela.
Ruth era consciente de que su voz desprendía un tono obstinado, y es que simplemente no estaba acostumbrada a que alguien dudara de sus palabras. En Salden’s Hill se hacían las cosas que ella ordenaba, y sin réplica. Tan solo Santo solía expresar de tanto en tanto sus dudas, y eso nunca sin un buen motivo.
Ruth siguió a Horatio al interior de la casa y reconoció enseguida algunos rostros de la manifestación. Había algunas mujeres sentadas en torno a la difunta, llorando. Otras ofrecían rápidamente refrescos y pastelitos de higo a los invitados que iban llegando. Ruth se sentó en un banco que estaba debajo de la ventana y se puso a observar a la difunta y a los demás invitados del velatorio. Dentro de ella no percibía más que vacío, una masa gris e inerte que la llenaba por completo. De tanto en tanto alguien se ponía a entonar un canto triste o algún hombre retiraba con cuidado a una mujer que se había puesto a llorar compulsivamente.
Ruth se quedó mucho rato sentada simplemente allí, contemplando la paz triste de aquella casa, la compasión silenciosa, el dolor compartido. Ya estaba oscureciendo cuando Horatio la tocó con suavidad en el hombro.
—¿Quiere que la lleve de vuelta a la ciudad? No es bueno para una mujer blanca andar sola por estos barrios. Seguramente tendrá reservada una habitación en un hotel cercano a la estación, ¿verdad?
Ruth negó con la cabeza.
—Hace rato que me gustaría haber regresado a mi casa, a Salden’s Hill —dijo ella—. No he reservado ninguna habitación aquí. —Y añadió en voz muy baja—: Ni tampoco tengo dinero para un hotel.
—Venga conmigo —insistió el negro a pesar de todo—. Los familiares y allegados quieren estar a solas en estos momentos.
Ruth iba dando tumbos en silencio al lado de Horatio, atravesando el barrio de los negros.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó el historiador.
Ruth alzó los hombros.
—No lo sé. Tengo que reflexionar sobre lo que he vivido hoy aquí. Y tengo que averiguar de dónde conocía Davida a mi abuela, todo lo que sabía sobre ella.
Ruth suspiró. La granja estaba en juego, había que tomar importantes decisiones y, sin embargo, no podía hacer otra cosa que pensar en la historia de la mujer negra difunta, en lo que había dicho sobre su abuela. Pero, de algún modo, tenía la sensación de que todos los demás problemas se desvanecerían si lograba resolver ese enigma.
—¿Irá toda la familia mañana al entierro? —preguntó a Horatio.
Este negó con la cabeza.
—Sus padres no viven ya. Sus hermanos y hermanas son mayores, tampoco podrían asistir, ni tampoco los dos hijos varones, porque trabajan en la zona prohibida de extracción de diamantes cercana a Lüderitz y no recibirán a tiempo el permiso para abandonar esa zona. Davida será enterrada en Windhoek, la SWAPO se hará cargo de los gastos. Y este fin de semana habrá una fiesta de despedida en la aldea natal de Davida.
—¿La SWAPO? ¿Qué es?
Horatio sacudió la cabeza.
—Pero ¿qué sabe del mundo? ¿Dónde vive usted? ¿Es que no hay periódicos ni radio en su granja?
—Lo que hay es trabajo, sobre todo trabajo —repuso Ruth con rudeza—. En nuestras tierras nadie tiene tiempo para cosas ociosas.
El negro se detuvo.
—Disculpe usted, no pretendía enervarla. La sigla SWAPO significa South-West Africa People’s Organisation. Se ocupa de la defensa de los derechos de los negros. Esta organización sigue actuando en la clandestinidad, pero pronto adquirirá carácter oficial y podrá ocuparse de las necesidades y de las aspiraciones de los negros de toda África. Su objetivo es unificar a todos los pueblos indígenas de África, alcanzar un Estado justo con los mismos derechos para todos. La SWAPO trabaja con esa finalidad.
—¿Y usted pertenece a esa organización?
El historiador sonrió.
—Por el momento trabajo para el Estado. De ahí que no pueda permitirme apenas ser miembro de una organización como la SWAPO que está siendo perseguida y combatida por la policía secreta sudafricana.
Entretanto habían llegado de nuevo al centro de la ciudad.
—Bien, ¿y qué hacemos ahora con usted? —preguntó Horatio.
Ruth miró a su alrededor sin saber qué decisión tomar.
—Si usted quiere, puede venir conmigo —dijo Horatio—. Puede dormir esta noche en la residencia de estudiantes. Conozco a alguien allí que me debe un favor. Y mañana, si también lo desea usted, podemos encontrarnos a las ocho para desayunar.
—¿Y usted? ¿Dónde dormirá? ¿También en la residencia de estudiantes?
Horatio sonrió con el gesto torcido.
—Yo soy negro, ¿se ha olvidado usted ya de eso? Yo iré allí de donde procedo, al barrio de los negros.
Ruth durmió mal esa noche. Los ruidos de la ciudad no cesaron apenas a esas horas, de modo que Ruth no pudo encontrar la calma. Por todas partes se oían ruidos y zumbidos de motores; en lugar de los postreros gorjeos del día de los pájaros oía las sirenas de la policía y de las ambulancias; en lugar de los crujidos familiares de la madera de su casa, oía el griterío de los borrachos.
Había vivido muchas cosas en ese día, tanto como en todo un año en la granja. No le habían prorrogado el crédito, una mujer había muerto en sus brazos. Y luego estaba, además, el nombre de su abuela…
Ruth se puso a pensar intensamente en todo lo que sabía de su familia. No era mucho, la verdad. Sabía que los padres de Rose la habían abandonado en la granja. Y sabía que por aquel entonces Mama Elo vivía con su marido Gabriel, un trabajador de la granja, en una de las cabañas de aborígenes existentes en los terrenos de Salden’s Hill. Al no haber dado a luz a ninguna criatura transcurridos dos años, Gabriel tomó a una segunda mujer que vivía en una cabaña de al lado. La segunda mujer se llamaba Eloisa —igual que Mama Elo—, y para evitar confusiones, Gabriel pronto empezó a llamar Elo a la una e Isa a la otra.
Entonces sucedió algo en la granja. Ruth nunca supo qué fue exactamente, pero debía guardar alguna relación con la gran rebelión de los herero del año 1904. Se trataba de un secreto de familia del que no hablaba nadie. Lo único cierto era que su abuela había abandonado la granja y había encomendado a Mama Elo la custodia de su hija Rose. Mama Elo se hizo cargo de la pequeña blanca y la crio con todo su cariño, y posteriormente Mama Isa, quien tampoco pudo dar a luz a ninguna criatura, participó también en la educación de Rose. Las dos mujeres negras se ocuparon de que la chica pudiera vivir conforme a las tradiciones de los blancos, y llegaron incluso a decorar el árbol todas las Navidades. En lugar de estrellitas y de bolas de cristal con nieve, en Salden’s Hill colgaban del arbolito higos secos pintados y pequeñas calabazas pintadas, así como muñequitos cosidos por ellas, y el arbolito tampoco procedía de un bosque de coníferas sino que despedía el aroma de eucaliptos, pero dejando esos pequeños detalles a un lado, Mama Elo y Mama Isa se preocuparon de educar a la niña como correspondía a una chica blanca, es decir, la educaron como a una princesa blanca.
Cuando murió Gabriel, las dos mujeres se mudaron a vivir juntas a un ala lateral de la casa señorial para estar noche y día cerca de Rose. Posteriormente llevaron a la pequeña a una escuela para blancos en Gobabis, y más tarde a la escuela de economía doméstica, igual que hacían los otros granjeros blancos con sus hijas. Y para poder llevar a la chica a la escuela de baile de la ciudad, las dos mujeres negras llegaron incluso a aprender a conducir. Fuera lo que fuese lo que recibían las hijas de los granjeros blancos del vecindario, Mama Elo y Mama Isa se ocupaban de que la princesa Rose tuviera esas mismas posibilidades. Llevaron cada domingo a la chica incluso a la iglesia, el lugar en el que el cura blanco anunciaba desde su púlpito que los negros eran más animales que personas.
Todo eso era lo que sabía Ruth por los relatos de las dos mujeres negras. Pero ¿dónde estaba su abuela? ¿Por qué no hablaba nadie de ella y de su marido? ¿Qué trataban de ocultarle con su silencio?
Cuando comenzaba a rayar el alba y se pusieron a cantar los primeros pájaros (con un gorjeo, por cierto, muy distinto al de la granja pues era flojo y pálido y estaba continuamente perturbado por el ruido de los automóviles), Ruth saltó de la cama. Ya estaba bastante cansada de dar vueltas como una croqueta, quería meterse rápidamente en la ducha y bajar a desayunar, pero enseguida se dio cuenta de que en la casa reinaba un silencio absoluto. Al parecer dormía todo el mundo todavía.
«No debería hacer mucho ruido —pensó—. Esto no es el campo, pero de todos modos dispongo de un poco de tiempo». Así que se enjuagó un poco la boca en el lavamanos junto a la pared, y se roció el rostro con agua. A continuación se vistió, se sujetó el pelo y salió de la residencia dispuesta a dar un paseo.
Casi estuvo a punto de llegar tarde al desayuno. Horatio estaba sentado en el comedor y tamborileaba con sus dedos en el vaso del café. Ruth se fue a por algunas tostadas, preguntó en vano por la papilla de maíz, se untó mantequilla y una mermelada acuosa de naranja en las finas rebanadas de pan y con cada bocado que daba le fue entrando cada vez más hambre.
Terminó antes que Horatio, que había empezado a comer con anterioridad. Al mirarla él con una sonrisa, Ruth interpretó que se estaba riendo de ella.
—Vamos, diga lo que está pensando. No se corte, vamos.
—¿Que estoy pensando el qué? —preguntó Horatio con una mirada inquisitiva.
—Pues que estoy bastante gorda y que no es de extrañar con lo mucho que como y a la velocidad con que lo hago.
Él se echó a reír.
—¿Se cree usted de verdad que yo pueda pensar eso? ¡Pues no, de ninguna manera! ¡Se equivoca usted! Estaba pensando justamente que la rebelión de los herero y de los nama de hace unos cincuenta años aproximadamente tuvo lugar en la misma región en la que vive usted —dijo él mirando a Ruth a través de los cristales gruesos de sus gafas con tal concentración, que ella no pudo menos que creer cada una de sus palabras; de todas formas no sabía si debía sentirse contenta u ofendida con esas declaraciones.
—Humm —dijo ella, agarrando de nuevo la taza de café—. Deberíamos ir yéndonos ya si queremos llegar a tiempo al entierro.
—¿Qué espera usted encontrarse en la ceremonia? Enterrarán a Davida siguiendo el rito cristiano. No va a suceder nada que usted no haya vivido en una situación similar.
Ruth asintió con la cabeza.
—Puede que sea como usted dice, pero quiero rendir un último homenaje a la mujer que murió en mis brazos. Y quiero enterarme de más cosas sobre mi abuela.
Horatio suspiró, puso los platos, vasos y cubiertos en una bandeja y la llevó a la cocina.
Poco después caminaban de nuevo a buen paso a través del barrio de los negros. Cuando llegaron a la casa de Davida ya había congregada allí una multitud de gente. Al poco tiempo salieron de la casa seis hombres negros portando sobre los hombros un sencillo ataúd de madera.
La comitiva fúnebre se formó entre los cánticos de algunas mujeres que seguían al féretro. Un hombre iba dando golpes de tambor. Al paso de la comitiva por la calle sin pavimentar se iban abriendo las puertas de las casas y los vecinos iban saliendo a la calle. Algunos tiraban alguna que otra flor sobre el ataúd de Davida. Los hombres, incluso los más jóvenes, se quitaban las gorras, las mujeres se santiguaban o seguían simplemente el féretro con la mirada hasta que desaparecía por la siguiente esquina.
Un cura de la misión evangélica pronunció un discurso sobre los caminos insondables de Dios y dijo que a todos nos llegaba el momento de abandonar la Tierra para dirigirnos a la eternidad y que entonces se haría justicia ante el trono de Dios para juzgar las acciones buenas y malas de los seres humanos, y también para condenar su soberbia.
—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó Ruth, a quien le parecieron extremadamente inapropiadas las últimas palabras del cura.
—Oh, quizá pretende decir que esa mujer se tomó muchas libertades a pesar de ser negra. Enseguida comenzará a hablar también de humildad —respondió Horatio, en quien, a pesar de la fina sonrisa en los labios, se asomaba una expresión de amargura y de rabia en la voz.
Ruth frunció la frente. Horatio hacía como si hubiera asistido ya a innumerables entierros, pero debía de ser así, en efecto, porque el cura comenzó a hablar entonces de humildad, de servidumbre y de que Dios tiene asignado a cada persona un sitio, y nadie tiene derecho a abandonar ese lugar.
«¿Y dónde está mi sitio? —se preguntó Ruth—. Hasta ahora, yo estaba segura de que era en Salden’s Hill. ¿Y ahora? ¿Cuál es mi lugar en realidad?». Una vez que el ataúd quedó depositado en la tierra y que el grupo de la comitiva fúnebre se fue disolviendo poco a poco, Ruth apartó a Horatio a un lado.
—¿Quién de los aquí presentes podría saber algo sobre mi abuela?
Horatio se encogió de hombros, pero luego señaló con el dedo a un anciano.
—Él, quizás. Es viejo, ha visto muchas cosas. Si hay alguien que sepa algo, tiene que ser él sin duda.
—Vale, entonces le preguntaré a él —dijo Ruth, y se dirigió al anciano—. Disculpe usted —se dirigió a él en afrikáans—. ¿Me permite una pregunta, por favor? ¿Conocía usted bien a Davida?
—Desde que era una niña —confirmó el hombre.
—¿Y a Margaret Salden? ¿Le resulta conocido ese nombre también?
Si el hombre se había dirigido a Ruth hasta el momento con toda amabilidad, ahora se echó para atrás, como si Ruth hubiera mentado al demonio. Sus ojos centellearon.
—No, señorita —repuso en inglés—. No había oído nunca ese nombre.
—Si usted conoce a Davida desde su infancia, entonces debe de ser de la parte central de la región del sudoeste y tiene que haber oído hablar por fuerza de mis abuelos —dijo Ruth con insistencia.
El hombre agitó la cabeza enérgicamente y dio dos pasos atrás. Por su semblante se deducía que estaba sintiendo pánico.
—¡No he oído nada, absolutamente nada! ¡Ni tampoco he visto nada, nada de nada, ni he visto, ni he oído decir nunca nada!
Ruth agachó la cabeza.
—¿Por qué nadie quiere decirme lo que sabe? —se preguntó ella en voz baja, más para sí misma que para el anciano—. ¿Cómo puede vivir una persona sin pasado?
Entonces el hombre se pegó a ella.
—No todo el pasado es digno de ser conocido —dijo con toda calma—. Se ha derramado demasiada sangre. La abuela de usted era una buena mujer. Eso, al menos, era lo que pensaba Davida. Así lo creía en 1904, y nunca perdió esa creencia.
El anciano se giró al pronunciar estas palabras y desapareció entre la gente.
Ruth dirigió una mirada de desconcierto a Horatio.
—¿Qué ocurrió en 1904? —preguntó ella—. ¿Qué sucedió en aquel tiempo?
—La rebelión de los nama y de los herero, pero eso ya lo sabe usted. No puedo imaginarme que sus abuelos puedan tener algo que ver con ella. Váyase a casa, Ruth. Olvídese de esta historia. Siga criando sus ovejas y sea feliz.
De repente, Ruth rompió a llorar. Parecía como si le estuviera cayendo encima un chaparrón de la época de lluvias. No podía acordarse de la última vez que había llorado así de desconsoladamente, pero ahora lloraba a lágrima viva, los hombros le temblaban, y sus párpados comenzaban a hincharse.
Horatio estaba a su lado sin saber qué hacer; le daba palmaditas torpes en los hombros.
—Venga conmigo, la llevaré a la estación. Lo que usted necesita ahora es mucha tranquilidad.
—No necesito ninguna tranquilidad. Tengo que saber lo que sucedió —dijo Ruth, mirándole a la cara con una mirada en la que se reflejaba toda su desesperación—. Usted es historiador, usted debe saber cómo se averiguan estas cosas del pasado. Ayúdeme, se lo ruego.
Horatio suspiró, se giró hacia ella.
—No sé cómo ayudarla. Mi especialidad es la historia de los nama; de la vida de los blancos en África del Sudoeste no tengo ni idea.
—¡Por favor! Probablemente acabaré perdiendo la granja, pero antes de que eso suceda, me gustaría saberlo todo, ¿entiende usted? La granja es mi vida. Es mi pasado, y hasta ayer mismo estaba convencida de que era también mi futuro.
El segundo suspiro de Horatio fue más hondo que el primero.
—El periódico AZ, el Allgemeine Zeitung, que se publica en lengua alemana… En mis investigaciones sobre el levantamiento de los herero me topé en los archivos de ese periódico con algunos artículos interesantes que tenían que ver con los alemanes del África del Sudoeste. ¿Sabe usted cuándo desaparecieron sus abuelos exactamente?
—Conozco el AZ —se apresuró a decir Ruth—. La mayoría de los granjeros alemanes lo leen, mi madre también. ¿Adónde tenemos que ir pues? —Ruth se interrumpió para recomponerse durante unos instantes y ordenar los pensamientos que vagaban aceleradamente por su cabeza—. Mis abuelos desaparecieron después del nacimiento de mi madre —dijo entonces con más tranquilidad—. Eso debió de ser en 1903 o un año después.
Horatio sonrió por el empeño que le ponía ella, pero levantó los brazos con un gesto de rechazo.
—No eche las campanas al vuelo tan pronto. El AZ no fue fundado hasta el año 1916 —dijo Horatio, mirándola a la cara y profiriendo un suspiro—. ¿Puede decirme usted por qué yo, por descontado, tengo que ayudar a una blanca a investigar la historia de su familia?
Ruth trató de esbozar una sonrisa ladeando la cara.
—¿Quizá porque es usted historiador? ¿Y porque los blancos del África del Sudoeste forman también parte de la historia de usted?
—Probablemente. Quizá —repuso él, mirando a Ruth con una mirada tan penetrante que a ella se le pasó inmediatamente por la cabeza el desorden de su pelo sin peinar y la blusa arrugada.
La redacción y los archivos del Allgemeine Zeitung se hallaban, desde su fundación, en el centro de la capital, en la calle Stübel. En el camino hacia allí, Horatio contó a Ruth, que se estaba debatiendo entre la agitación, el miedo y la alegría esperanzada, que el periódico se publicaba cinco veces a la semana y que tenía una tirada de unos cinco mil ejemplares.
—Puede que cada hogar blanco de raíces alemanas en toda el África del Sudoeste extraiga del AZ sus informaciones —dijo él, concluyendo sus declaraciones.
Ruth ya sabía todo eso o lo había oído decir alguna vez al menos, y por el momento le daba lo mismo la historia de ese periódico. Cuando había tenido a mano el AZ en Salden’s Hill, lo había hojeado en ocasiones, pero nunca le habían despertado la curiosidad los numerosos anuncios de conmemoraciones familiares, ni tampoco las informaciones que había en sus páginas sobre Alemania. ¿Qué le importaba a ella ese país en Europa? ¿Tenía alguna importancia para ella quién era en esos momentos el canciller federal y qué decisiones tomaba? No.
Ella se puso a contemplar a Horatio desde un lado, observó cómo daban grandes zancadas sus pies al tiempo que sus brazos se movían al compás. Se mantenía muy tieso, solo la cabeza la tenía un poco inclinada hacia delante, como si así pudiera olisquear los peligros posibles. No era cosa fácil mantener el paso a su lado. Una vez que pasaron junto a la luna de un escaparate, Ruth se vio reflejada en el cristal al lado de Horatio y estuvo a punto de echarse a reír al ver que un negro, delgado y larguirucho, con el pelo como la lana de las ovejas caracul, andaba a toda prisa por la ciudad al lado de una blanca bajita y regordeta, cuya cabeza desgreñada producía la misma impresión que una acacia zarandeada por la tormenta.
Si el vestíbulo del banco de los granjeros le había causado una impresión de ostentación y de espanto, al pisar ahora la redacción del AZ se sintió en un ambiente confortable. El suelo estaba desgastado, y olía a café recién hecho. Algunas personas vestidas con prendas desenvueltas corrían sin orden ni concierto por los pasillos. Uno reía, otro echaba pestes, un tercero mantenía una agitada conversación al teléfono.
Una chica joven se acercó a ellos.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles?
Ruth tragó saliva. Otra vez volvía a sentirse fuera de lugar. Otra vez percibía con toda claridad que era una persona del campo y que no tenía ni idea de la vida en la ciudad. Contempló a la mujer joven, que llevaba un vestido de verano de lunares blancos y negros y sujetaba su pelo con una cinta blanca, y que era plenamente consciente de su indumentaria práctica, pero poco elegante. La joven despedía una delicada fragancia a violetas, tenía los labios ligeramente pintados, los ojos reforzados con una línea negra y las uñas pintadas con esmalte de color rosa. Mientras Ruth volvía a estar empapada de sudor, aquella joven parecía como recién salida del baño.
Horatio le dirigió una sonrisa.
—Nos gustaría visitar de nuevo los archivos —dijo él.
—¡Ah, claro, la ciencia! ¿Encontró lo que buscaba la última vez que estuvo aquí usted?
¡Qué fácil le resultaba a aquella joven hablarle a un hombre al que apenas conocía! Ruth se sintió de inmediato un poco más insignificante y fea que de costumbre.
Horatio la arrancó de sus pensamientos tocándole suavemente la mano.
—Vamos, tenemos bastante trabajo por delante.
Ruth le siguió a una sala en la que había varias mesas con lámparas y en la que reinaba un silencio absoluto. En los estantes que rodeaban toda la sala se encontraban los tomos encuadernados del AZ clasificados por años.
—¿Cómo vamos a proceder? —preguntó Ruth, tragando saliva.
Pasó la vista a lo largo de los estantes. ¿Cómo iba a encontrar entre aquellas inmensas cantidades de papel alguna información sobre sus abuelos? Con aire de desamparo señaló con una mano en dirección a las estanterías.
—Son tantos los periódicos…
—¿En qué año me dijo que nació su madre? —preguntó Horatio, que parecía tan concentrado en Ruth como un dentista con el taladro en la mano.
—En diciembre del año 1903.
—Humm, la rebelión de los nama y de los herero fue en 1904. En ella fallecieron numerosos granjeros blancos. Este periódico no se fundó hasta el año 1916. Me imagino que el AZ habrá informado sobre el levantamiento en los aniversarios de la revuelta. «¿Cómo les va a los familiares de las víctimas quince o veinte años después de la rebelión?», etc. Usted ya sabe cómo escriben en las gacetas.
Ruth asintió con la cabeza, aunque en realidad no entendía nada de lo que estaba hablando Horatio.
El joven historiador ya se hallaba un paso más allá en sus cavilaciones.
—Propongo que nos ocupemos en primer lugar del tomo del año 1919, es decir, en el decimoquinto aniversario del levantamiento. Después, ya veremos.
Le señaló a Ruth un asiento con un gesto de la mano y se dirigió con determinación a un estante de la parte delantera de la sala, extrajo dos tomos con la inscripción «1919/I» y «1919/II», los llevó a la mesa y se sentó al lado de Ruth.
—La rebelión de los herero comenzó en enero de 1904 pero se prolongaría durante meses. No acabó definitivamente hasta el año 1906 —expuso Horatio en tono de conferenciante—. Así pues, tenemos que hojear cuidadosamente todos los periódicos antiguos. Fíjese sobre todo en los títulos y en las escasas líneas que están debajo formando como un subtítulo.
—¿Me contará algo más acerca de la rebelión?
Horatio se encogió de hombros.
—Mejor pregunte a quienes estuvieron presentes en ella. Seguramente conocerá a algunos negros que vivieron aquella época, ¿verdad? Déjeles que le cuenten la historia desde su punto de vista, y a continuación pregunte a los blancos. Se sorprenderá de lo diferentes que pueden llegar a ser los recuerdos.
Ruth pensó en Mama Elo y en Mama Isa y asintió con la cabeza. Entonces agarró el primer tomo y fue hojeándolo página por página. A veces se detenía, leía de corrido algunas líneas, pero luego su mirada volvía a vagar de noticia en noticia. Al cabo de una hora le dolían las posaderas, al cabo de dos horas sintió escozor en los ojos. Al cabo de dos horas y media cerró el tomo decepcionada y dirigió la mirada a Horatio.
—¿Hay algo? —preguntó ella.
—Nada. Propongo ir a tomar un café y luego nos ponemos con los tomos del año 1924, el vigésimo aniversario de la revuelta.
Ruth asintió con la cabeza y se levantó de su asiento. Se sentía cansada, molida, como después de una larga conducción del ganado. Le sobrevino la desesperanza.
—¿Y si no encontramos nada? —preguntó un poco después a Horatio, y se puso a soplar con cuidado el café que estaba muy caliente.
—Entonces tendremos que pensar qué podemos hacer —dijo él, se interrumpió, bebió un sorbo y prosiguió hablando—: Debería usted pensar quién podría saber algo más. Pregunte a la gente de su granja.
—Ya lo he hecho, diez, cien veces, sin obtener respuesta.
Horatio se echó a reír.
—En realidad no parece usted una de esas personas que se dan enseguida por vencidas. Insista, no afloje ni un solo instante.
Ruth sonrió.
—¿Se refiere usted al antiguo método de estar dando siempre la lata? Soy toda una especialista.
Apuraron el café y regresaron a la sala de lectura. Apenas había pasado Ruth de las veinte primeras páginas, cuando Horatio silbó ligeramente entre dientes.
—Ha encontrado algo, ¿verdad?
Si Ruth había estado quejándose del calor hacía un momento, ahora sintió de repente un escalofrío. Agarró titubeando el tomo que le pasaba Horatio por encima de la mesa. Respiró hondo, dejó que sus cabellos formaran una especie de biombo entre ella y el mundo y leyó aquel artículo largo. Lo leyó una vez, luego una vez más y hasta una tercera vez, pero ni siquiera entonces fue capaz de juntar las palabras aisladas para formar frases enteras. El corazón le latía violentamente, y tenía dificultades para respirar. Ruth levantó la cabeza, se echó el pelo por detrás de los hombros y miró a Horatio con gesto inquisitivo.
Este entendió de inmediato, agarró el tomo y comenzó a leer en voz alta. Ruth entendió entonces que había habido un asesinato en 1904, cometido en Salden’s Hill. Un granjero blanco, Wolf Salden, había encontrado un diamante mientras excavaba en un pozo. Se trataba de una piedra del tamaño de un albaricoque. Un día después encontraron su cadáver. Alguien lo había asesinado.
—El AZ afirmaba que el asesino había sido un herero —dijo Horatio, resumiendo el final del informe—. Al fin y al cabo, Salden’s Hill se hallaba en las antiguas tierras de los herero. Cuando la policía se personó en el lugar, la granjera Margaret Salden había desaparecido, y con ella, el diamante. Y desde entonces no hay ni rastro del paradero de la mujer ni del diamante.
Ruth asintió con la cabeza. Paulatinamente iba encontrando sentido a las palabras, fue comprendiendo muy lentamente lo que acababa de oír. Era como si se fuera haciendo un claro entre la niebla espesa que había a su alrededor. Oyó murmurar algo a Horatio, algo que sonaba parecido a «fuego del desierto», pero Ruth no le prestó ninguna atención. Se acercó de nuevo el tomo y descubrió la fotografía de una mujer que sostenía a un bebé en brazos. «Margaret Salden, primavera de 1904», ponía en el pie de la fotografía.
—Margaret Salden —susurró Ruth, contemplando aquella fotografía amarillenta y granulada, pasó el dedo lentamente por encima del rostro pálido de la mujer de cabellos largos y revueltos—. Mi abuela.
—Se parece usted mucho a ella. Es su vivo retrato, como si fuera su hermana gemela.
Ruth asintió con la cabeza, sonrió y sintió de pronto ternura por aquella mujer joven con el bebé en brazos.
—¿Qué puede significar este artículo? —preguntó ella.
Horatio evitó la mirada de ella. Ruth estaba demasiado agitada para interpretar nada. Mandó que le dieran algunas hojas de papel y un lápiz, y transcribió el artículo entero, palabra por palabra. Horatio, que entretanto siguió hojeando en otros volúmenes, no le prestó ninguna atención. Ella no se dio cuenta de que él se levantaba y hablaba con la mujer del AZ, tampoco le oyó mencionar de nuevo «el fuego del desierto».
Seguía todavía muy agitada una hora después en la estación adonde la había acompañado él.
—Tengo que ir a casa de la familia de Davida Oshoha —dijo ella—. Quizá sepan algunas cosas más sobre mi abuela.
—Yo también quiero ir —dijo Horatio lacónicamente.
Ruth frunció la frente.
—¿Por qué? ¿Qué se le ha perdido allí? ¿Conocía usted a la familia?
Horatio negó con la cabeza, murmuró algunas frases sobre investigaciones de la rebelión de los nama y de los herero, murmuró algo sobre testigos de la época a los que tenía que entrevistar, y dijo para acabar:
—Bueno, vale. El sábado tiene lugar la ceremonia conmemorativa a treinta millas al sur de Gobabis, en la aldea natal de Davida Oshoha. Si usted quiere, podemos ir juntos allí en coche.
Ruth sonrió. Se enjugó las lágrimas del rostro con el dorso de la mano.
—¿Le va bien que pase a buscarle por la estación de Gobabis?
El negro asintió con la cabeza, y entonces Ruth le tendió la mano para sellar aquel pacto de la manera como solía cerrar ella cualquier trato.