13
Ruth contempló al chico alejarse durante un rato y después se giró hacia Horatio.
—Y ahora, ¿qué hacemos? Lo mejor hubiera sido que lo acompañáramos a su tribu. Si nos damos prisa quizá podamos ir allí con el Dodge y simplemente llevarlo.
Como Horatio no respondía, Ruth se puso nerviosa. Le agarró del brazo.
—¡Venga! ¡Vamos! ¿A qué espera? Si no actuamos de inmediato, el chico se nos escapará. ¡Dios mío! ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? ¿Por qué lo he dejado marchar?
—No tenemos ni idea de si el chico volverá hoy a su poblado. De todos modos, mañana es la fiesta en el centro de la ciudad y habrá un mercadillo enorme. Doy por sentado que quería deshacerse de nosotros. Seguro que mañana aún sigue aquí.
—Sí, quizás —admitió Ruth, y se calmó un poco. Le venía muy bien quedarse un día más en Lüderitz. Así podría mantener su cita con Henry, a quien tenía ganas de ver al mediodía. Si lo pensaba bien, realmente lo mejor era dejar que el chico se marchara solo. Podía anunciar su visita de modo que la tribu pudiera prepararse para su llegada y evitar que pensaran que eran enemigos.
«Henry». Ruth contuvo un suspiro. Apenas pasaba un minuto sin que pensara en él. Casi no podía aguantarse para verle, para hablar con él, pero Horatio no debía saber nada de aquello.
—Bueno —se limitó a decir finalmente—. Entonces viajaremos mañana al Namib. ¿Y ahora? ¿Qué hacemos ahora? Aún faltan dos horas para el mediodía. ¿Volvemos al archivo?
Horatio negó con la cabeza.
—Yo no, Ruth. Yo… yo… tengo una cita. Es importante.
—Ah, ¿sí? ¿Qué tipo de cita?
Horatio hizo un gesto negativo con las manos.
—Bueno, hay algo que tengo que comprobar.
—¿El qué? ¡Por Dios!
Horatio quería tomarle la mano a Ruth, pero cambió de idea a medio camino.
—Todavía no se lo puedo decir. Sé demasiado poco. Las especulaciones no nos sirven de nada. Necesitamos hechos. Y eso es lo que voy a buscar. Por eso tengo esa cita.
—Habla con adivinanzas, como un chamán del desierto.
—Lo siento.
—Yo también.
—Entonces, hasta luego.
—Nos vemos.
—Adiós.
—Sí, adiós, que le vaya bien.
Ruth siguió a Horatio con la vista hasta que dobló la esquina. Se sentía abandonada, un poco fuera de sí y se dio cuenta de cómo se le disipaban las ideas. Por un momento volvió a la realidad. Una pickup negra pasaba por la calle y parecía seguir el mismo camino que Horatio. Ruth dio un paso adelante con la intención de identificar la marca del vehículo. Pero ya sabía que se trataba de una camioneta Chevy.
—Llevo demasiado tiempo entre negros. Poco a poco empiezo también a ver fantasmas —murmuró. En una ciudad como Lüderitz seguro que había varias camionetas Chevy de color negro.
Enfadada consigo misma, dejó de otear la esquina y se giró. Su mirada se posó en una mujer joven que caminaba por la acera del brazo de un hombre muy alto. Vestía un pantalón blanco largo hasta el tobillo, unas bailarinas, una camisa a cuadros azules y blancos y unas gafas de sol que le cubrían media cara. Ruth se quedó fascinada. La mujer tenía un aire muy femenino, joven, guapa y alegre, exactamente lo que Ruth quería para ella misma. Al menos de vez en cuando, y ahora que había conocido a Henry Kramer, más a menudo que antes.
Siguió a la mujer con la mirada, sonrió y tomó una decisión.
—Parece que la ciudad ejerce un cierto encanto sobre ti, un encanto que también te hace más atractiva que nunca —dijo Henry Kramer acercándola hacia él y besándola en la frente y en el pelo. Entonces tomó la mano de Ruth y la alzó—. Date la vuelta.
Ruth hizo lo que le había pedido y giró sobre sí misma. Llevaba unos pantalones pirata nuevos de color azul marino, una camisa de topos blancos y azules y las bailarinas blancas, nuevas.
—Estás encantadora. Una granjera genuina con estilo y buen gusto. ¡Ay! ¡Llevo un montón de años soñando con esto! Ven, siéntate aquí a mi lado.
Ruth resplandecía. ¡Volvía a sentirse tan guapa! Se le olvidó que en el probador, antes de comprarlos, tuvo la impresión de que con aquellos pantalones sus piernas parecían columnas griegas hechas para soportar casas enteras. Y también dejó de pensar que las bailarinas le apretaban después de caminar solo medio kilómetro y que, dentro de una hora como mucho, le resultarían insoportables.
—¿Qué tal has dormido? —preguntó Henry—. Yo he soñado contigo. Fue magnífico. Estábamos tumbados piel sobre piel, corazón con corazón y tu pelo nos cubría como una tienda de campaña.
—Sí —respondió Ruth azorada. Recordó que Horatio había pasado toda la noche a su lado para asegurarse de que no se ahogara en su propio vómito. Entonces le vino a la mente el chico de la cadena—. He encontrado una pista sobre mi abuela —se le escapó—. Hay un chico negro, un joven nama, que llevaba un camafeo de marfil al cuello. El camafeo lleva un retrato de mi abuela.
—¿Dónde lo has encontrado? ¿Dónde está ahora el chico? ¿Qué aspecto tenía? ¿Dónde vive? ¿Vive tu abuela en ese mismo lugar? ¿Cómo se llega hasta allí? —Henry se había quedado de piedra y no podía parar de hacer preguntas.
Ruth se estremeció.
—¿Que dónde está ahora el chico? No tengo ni idea. Seguramente en algún lugar de la ciudad. Al fin y al cabo, mañana es la fiesta en el centro de la ciudad. Ha descrito el camino hasta su poblado —dijo, riéndose desconcertada—. Bueno, decir «descrito» es exagerar. Desde aquí a la bahía de los hotentotes, y desde allí en dirección a los montes Awasi y girar en el primer oasis. —Se interrumpió y añadió, más para sí misma—: Quizá lo mejor habría sido acompañar al chico a su tribu inmediatamente.
Cuando levantó la vista, Henry tomó su cara entre sus manos.
—No, querida, has hecho lo correcto. Has esperado tanto para encontrar a tu abuela que ya no viene de un día. Pero yo no te descubrí hasta ayer.
Ruth se echó a reír.
—Quizá tengas razón. Quizás es mejor esperar. A los aborígenes no les gusta que les sorprendan.
—¿A la derecha o a la izquierda?
Ruth meneó la cabeza confusa.
—¿Qué quieres decir?
—El oasis de detrás de los montes Awasi. Allí hay que girar, has dicho. ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? —Henry había puesto una cara muy profesional y miraba a Ruth como si se tratara de una clienta.
—¿Tanto te importa? —preguntó ella.
—Sí, claro. Creo que debería acompañarte cuando vayas hasta allí. Porque quieres ir allí, ¿no es cierto? ¿Mañana quizá?
—Sí. No. No sé.
—¿Qué te pasa, Ruth?
Ella se llevó una mano a la frente y suspiró.
—Todavía no sé exactamente cuándo iré al Namib. Estoy muy bien contigo, pero quizá preferiría estar sola cuando vea a mi abuela por primera vez.
Ruth mantuvo en secreto que, en cualquier caso, no estaría sola, sino que planeaba hacer la excursión al Namib con Horatio. Era necesario que Henry Kramer no lo supiera. No quería que pensara mal de ella. ¿Quién sabía bajo qué circunstancias encontraría a su abuela? Quién sabía si Henry la pondría en evidencia finalmente, diciendo que ella solo buscaba el diamante, ahora que sabía que su granja estaba en las últimas…
—Te comprendo perfectamente. —Henry hizo ademán de tomarle la mano con aire comprensivo—. Podría esperarte cerca del poblado.
—Sí, quizá —repuso Ruth, y se calló.
—Pareces confusa —afirmó Henry al tiempo que le acariciaba la mano.
—No, no estoy confusa. Solo pensativa. ¿Sabes? En las últimas dos semanas me han pasado tantísimas cosas… Tengo que ordenarlas en mi cabeza antes de poder decidir cuál es el siguiente paso que hay que dar, ¿comprendes?
—Espero que tengas mucho cuidado en todo lo que hagas.
—Y a ti, ¿qué te pasa? —preguntó Ruth, apoyando los codos encima de la mesa.
—¿Por qué lo preguntas? ¿A qué te refieres?
—Estás tenso, Henry. Como si se te estuviera agotando el tiempo.
—Lo siento, queridísima. No quería que lo notaras, pero ya veo que no puedo ocultarte nada. Sí, tienes razón. Estoy hasta el cuello de trabajo.
—¿Por qué no has dicho nada? Podrías haberme llamado a la pensión.
Henry se encogió de hombros, extendió los brazos y giró las palmas hacia arriba.
—No quería decepcionarte, queridísima.
Diez minutos después, Ruth se hallaba sola en la mesa. El servicio le había traído una boerewors, una salchicha caliente y grasienta. Ruth la probó, se estremeció y apartó el resto de la salchicha sin tocarla.
—Una Coca-Cola, por favor —pidió.
Volvió la vista hacia abajo y se miró. «Quizá no debería haberme comprado estos pantalones», pensó brevemente. Entonces no pudo evitar sonreír. Le encantaría ver la cara de Henry si fuese a buscarla para almorzar a Salden’s Hill un día normal de trabajo. ¡Imposible! Seguro que ese día medio rebaño se habría escapado a través de una verja rota o se habría producido cualquier otro imprevisto. «O amor o trabajo —pensó—. Ambas cosas no son posibles. Los que trabajan no tienen tiempo para el amor. Y los que aman no tienen tiempo para trabajar».
Se asustó. Desde que habían llegado a Lüderitz ya no se reconocía. Amor y trabajo, tenía que haber algún modo de conciliar ambas cosas. Si no, ¿de dónde venían los niños?
«Estoy cansada —pensó—. Esta última noche ha sido demasiado corta para mí. Regresaré a la pensión a dormir un rato para estar fresca y guapa para Henry esta noche».
Pagó, se levantó y se encaminó a la pensión.
—¿Sí? ¿Quién es? —Ruth se levantó de la cama y tuvo que apoyarse brevemente en la mesa porque aún no estaba despierta del todo. Ya volvían a llamar a la puerta, esta vez con más energía.
»¡Ya voy! ¡Ya voy! —exclamó, frotándose los ojos. Se acercó a la puerta, la abrió con más fuerza de la que habría sido necesaria, y se quedó perpleja ante la vista de un ramo de rosas rojas.
—Tenga, son para usted. Ya me gustaría a mí que alguien me enviara algo así —le dijo la patrona de la pensión tendiéndole el ramo.
Ruth hundió la nariz en él para inspirar el agradable aroma.
—¿Quién las envía?
La patrona de la pensión se rio.
—No lo sé. ¿Tantos admiradores tiene que ya no sabe distinguirlos?
Ruth notó la malicia en sus palabras, le arrancó el ramo de las manos y buscó la tarjeta. La leyó allí mismo.
—¿Y bien? ¿De quién son las rosas? —La patrona de la pensión asomó la cabeza por la habitación, llena de curiosidad.
—Ciertamente no son de Hacienda —respondió Ruth mordaz, y soltó un «¡buf!» entre dientes mientras la dueña se marchaba ofendida.
Ruth cerró dando un portazo, apoyó la espalda contra la puerta y sonrió con la boca entreabierta. Entonces pasó un dedo suavemente por los aterciopelados pétalos de color rojo oscuro.
—Gracias, Henry —susurró. Volvió a aspirar el aroma unos instantes, contempló las flores y se sintió joven, bella y despreocupada como cada vez que se trataba de Henry Kramer. Volvió a leer la tarjeta. «Rosas para la rosa más bella —ponía. Y continuaba—: Me gustaría verte esta noche. Tengo novedades importantes para ti».
¿Esta noche? Ruth miró hacia la ventana. El cielo se había vuelto anaranjado. Debió de quedarse dormida profundamente. Dirigió la vista al reloj de la mesilla de noche. Eran las siete. Había dormido casi cuatro horas. Agarró la toalla a toda prisa, se metió en la ducha y se lavó el pelo. Acababa de regresar a la habitación cuando llamaron de nuevo a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo, Horatio.
Ruth suspiró, se puso la blusa y abrió la puerta.
—¿Qué ocurre?
—Tengo que hablar con usted. Es urgente. —Su mirada se posó sobre las rosas, que Ruth había puesto en un cubo de plástico amarillo—. ¿Es su cumpleaños o algo parecido?
—Una mujer no necesita que sea su cumpleaños para que un hombre le envíe flores —respondió ella con insolencia. Se colocó notoriamente delante del espejo y se puso a cepillarse el pelo mojado.
—Así que las flores son de su admirador, ¿verdad? Del tal Henry Kramer.
Ruth se dio la vuelta.
—¿De dónde ha sacado ese nombre? ¿Ahora se dedica a espiarme?
—No, pero habría sido mejor que lo hubiera hecho.
—¡Buf! —Ruth colocó sobre su palma la latita con el rímel negro, escupió dentro y se puso a remover la pintura con un cepillito minúsculo—. ¿A qué viene esto?
—A que Henry Kramer no es para nada quien usted cree que es. No es su amigo, Ruth.
Ruth dejó que el cepillito se hundiera y se acercó a Horatio.
—No tengo ni idea de por qué se empeña en intentar aguarme la fiesta continuamente —dijo presa de la ira—. De hecho, tampoco tengo ni idea de qué es lo que quiere de mí. Ya hace tiempo que he dejado de tragarme la historia de sus investigaciones sobre la rebelión de los herero. Así que absténgase de hablar mal de Henry Kramer. Y ahora: ¡largo!
Lo agarró del brazo y lo condujo hacia la puerta.
—No, Ruth, tiene que escucharme. Se trata de su seguridad. No soy su enemigo.
—¡Fuera! He dicho que largo. ¡Y rápido! —Le empujó el último par de metros hasta fuera, cerró de un portazo y giró la llave en la cerradura.
A través de la puerta oyó la voz de él:
—Ruth, escúcheme. No le quiero ningún mal. Al contrario, quiero protegerla. Escúcheme. ¡Solo un minuto!
Ruth se acercó a la pequeña radio que había en la mesita de noche, la encendió y subió el volumen al máximo. Entonces continuó maquillándose, se cepilló el pelo y se miró en el espejo con toda la calma del mundo. Cuando el reloj marcaba las ocho menos diez se puso a escuchar atentamente a través de la puerta. Silencio total. Horatio se había marchado.
Unos minutos más tarde, ella se escabullía de la pensión a hurtadillas. Llevaba el chal nuevo en una mano y las bailarinas en la otra para no hacer ruido por el pasillo. «Está celoso —pensó—. ¡De ahí todo ese teatro!». Que Horatio también pudiera estar prendado de ella era algo que la halagaba y la enfurecía al mismo tiempo.
Aquel pensamiento se desvaneció rápidamente. Henry estaba delante de la puerta esperándola. Llevaba una camisa blanca limpia y, al verla, se pasó la mano por el pelo de forma juvenil y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Te has vuelto más guapa desde este mediodía? —le preguntó.
Ruth rio.
—No, solo he dormido casi cuatro horas y ahora me siento tan relajada como si llevara tres días sin hacer nada.
—¡Oh! Magnífico. Tengo muchas cosas que hacer contigo esta noche, queridísima mía. Por favor… —dijo abriéndole la portezuela del coche. Ruth se subió. Sobre el asiento trasero vio un cesto de mimbre y una manta.
—¿Qué planes tienes? —preguntó.
—Mira hacia arriba. ¿Qué ves?
—Una bola de fuego que brilla, roja como las ascuas, y que poco a poco desciende tras la colina.
—Y ¿qué hueles?
Ruth olfateó.
—Se huele un poco la contaminación y el sudor de la ciudad. También hay un olor a frutas, a mar, a sol.
—¿Y qué sientes sobre la piel?
Ruth contempló su brazo desnudo.
—El viento cálido. Es un poco como una caricia.
—Muy bien. Podrás disfrutar aún mejor de todo ello durante un picnic.
—¡Oh! —respondió Ruth—. Un picnic.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta ir de picnic?
—Sí, claro, me encanta —respondió. Pensó en las comidas al aire libre que había vivido hasta entonces, generalmente conduciendo el ganado, y se horrorizó. Ataban los caballos y buscaban a ver si había agua cerca donde poder lavarse la cara y las manos al menos. Entonces montaban un hornillo, preparaban café o té, o bien bebían cerveza directamente de la botella. Comían los bocadillos que habían viajado con ellos en las alforjas desde el amanecer. Por la noche, las lonchas de queso estaban tiesas y enrolladas hacia arriba, las salchichas habían cambiado de color y el pan parecía cartón viejo. El café y el té servido en tazas de hojalata tampoco tenían un sabor demasiado agradable. Siempre se quedaba impregnado algo del sabor de la lata.
Y aquello no era lo más desagradable que recordaba de un picnic. Lo peor eran las moscas que revoloteaban alrededor de las personas y los bocadillos, de modo que se necesitaba una mano para comer y la otra para ahuyentarlas. Eso sin contar todos los demás insectos, cuya única intención era chupar la sangre. Tan pronto acababan de comer, se envolvían en el saco de dormir y buscaban un lugar en que no hubiera una rama que le apretara a una contra la rodilla, una piedra que se clavara en la espalda, ni hierbas que le arañaran a una en la frente. No había manera de quedarse mucho tiempo en un mismo lugar.
Mientras Henry conducía hacia el interior bajo la templada puesta de sol, Ruth pensó que no podría quitar las inevitables manchas de hierba de sus bailarinas blancas, ni las manchas de sangre seca de su camisa, causadas por los insectos.
—Tengo muchísimas ganas de que disfrutes de la naturaleza conmigo —dijo Henry en ese momento, y le regaló una amplia sonrisa.
Ruth sonrió un poco por obligación.
—Sí, yo también.
—Bueno, ¡ya hemos llegado! —informó Henry, y aparcó el coche junto al borde de la carretera—. ¡Ven, por aquí! —La llevó un par de metros hasta el cauce seco de un río situado entre afiladas rocas. Entonces sacó la manta a cuadros del coche y algunas almohadas mullidas y lo dispuso todo en el suelo delante de ellos. Extendió un mantel blanco de seda en el centro de la manta, colocó encima la champanera y sacó del cesto copas de champán de pie largo.
«Solo falta un candelabro de plata», pensó Ruth, medio divertida, medio impresionada. Lo que Henry estaba montando no tenía nada que ver con un picnic de ganaderos. Y de hecho, ahora Henry estaba sacando un candelabro de plata del cesto, le colocó una vela y la encendió. Le siguieron cazuelitas y escudillas y latitas y cajitas y sartencitas y cestitas todas llenas de delicias.
Ruth estaba de pie a su lado mirando fijamente la manta, que cada vez se iba llenando con más cosas, y se sintió como si estuviera en un gran hotel al aire libre. No le habría extrañado que Henry sacara un violinista de su cesta mágica o que encendiera unos grandiosos fuegos artificiales.
«¡Vaya! —pensó Ruth—. Esto es lo más bonito y romántico que me ha pasado nunca». Su mirada se posó en la cara de Henry, llena de ternura y de admiración.
—¿Me permites invitarte a la mesa? —Henry le ofreció la mano a Ruth y la aguantó mientras ella se dejaba caer sobre la manta.
Ruth probó una empanada, mordisqueó un higo, saboreó un pedazo de queso de cabra, comió un pedazo de pan crujiente, bebió un sorbo de champán, comió un poco de mantequilla con sal y dejó que una trufa se fundiera en su boca. Para entonces estaba ahíta, se reclinó sobre la manta, con el brazo derecho bajo la cabeza y la mano izquierda sobre el estómago, agradablemente lleno. Se sentía satisfecha, cómoda y ligera y, si le hubieran preguntado cómo se imaginaba el paraíso, habría respondido: «exactamente así».
Justamente ahora, Ruth se dio cuenta de que había caído la noche. El cielo vestía de negro y estaba bordado de fulgurantes estrellas.
—¿Qué has hecho esta tarde? —preguntó finalmente, mientras contemplaba las estrellas y notaba la mano de Henry sobre su muslo.
Oyó como él suspiraba hondo y se enderezaba de golpe.
—¿Qué pasa?
—Nada, pero no quiero estropear esta magnífica velada —respondió Henry.
Ruth se recostó de nuevo y se arrellanó.
—Entonces seguro que no será muy importante —dijo ella. ¿Qué podía ser tan urgente? Todo podía esperar hasta que acabara aquella noche mágica.
—Pero es que tengo que hablar contigo. —La voz de Henry sonaba tensa.
—¿Sí? —Ruth cerró los ojos, reclinó la cabeza sobre el hombro de él, le tomó la mano y hundió su cara en la palma—. ¿Tenemos que hablar a toda costa? —susurró ella—. Prefiero que me beses.
Inmediatamente notó los labios de Henry en los suyos, pero su beso parecía nervioso, más como una obligación. Ella se irguió.
—Venga, di, ¿qué pasa? ¿Qué es eso que tienes que explicarme sí o sí?
Henry también se enderezó, se sentó con las piernas cruzadas delante de Ruth, tomó la mano de ella y jugueteó con los dedos.
—Como jurista del Diamond World Trust tengo acceso a ciertos documentos que no están almacenados en el archivo. Mi intención era ayudarte, Ruth. Debes creerme.
—¿Sí? —Ella era todo oídos. Le habría gustado asir su cadena con la piedra de fuego, la piedra de la nostalgia. Pero entonces recordó que aquella tarde la había depositado de nuevo en la vieja caja de zapatos que guardaba bajo la cama porque no le parecía lo suficientemente elegante. Frunció el ceño, separó su mano de la de Henry y se la llevó al regazo.
—¿Qué pasa?
—No sé cómo explicártelo sin lastimarte, cariño, pero he encontrado el nombre de tu abuela en una vieja lista.
—¡Ajá! Continúa. —El corazón de Ruth se aceleró en su pecho temeroso. El malestar se extendió en su interior.
—Bueno, ofreció a la empresa que le comprara un diamante, el Fuego del Desierto.
—¿Ah, sí?
«Hizo lo mismo que habría hecho yo», pensó Ruth tranquilizada.
—Sí. En aquella época no era posible tasar el valor de una piedra de inmediato. Era necesario consultar la bolsa de Amberes. Eso llevaba su tiempo. La empresa, que entonces estaba solo en manos de alemanes, hizo esperar a Margaret Salden y la citó para otro día.
—¿Y?
—Ella no se presentó a la cita.
—¿Eso es todo? —Las manos de Ruth se agarrotaron. Se sentía como en la consulta de un médico que está a punto de comunicar un diagnóstico grave.
—No, por desgracia eso no es todo. Las investigaciones indican que Margaret Salden vendió el diamante a un desconocido y, de hecho, por un importe muy alto. Con el dinero se compró un pasaje de barco hacia Europa. La Compañía Alemana de Diamantes escribió algunas cartas a Alemania, pero tanto el Fuego del Desierto como tu abuela habían desaparecido. Lo que parece seguro es que empezó una nueva vida en Alemania con un nombre falso.
Aunque no creyó nada de lo que acababa de oír, Ruth asintió. ¿Qué pintaba Margaret Salden en Alemania? Y si realmente había ido a Alemania, ¿por qué no había hecho que Rose se reuniera con ella más tarde? No, no podía creer lo que Henry le estaba contando.
—Pero entonces, ¿cómo es posible que un chico negro nama lleve al cuello un camafeo de marfil con su retrato? —inquirió.
Henry Kramer alzó la mano y acarició la cara de Ruth. Ruth le acarició también.
—¡Dime! ¿Cómo puede ser?
—No lo sé. Los nama son, como todos los negros, hasta cierto punto, imprevisibles. ¿Quién sabe la de mentiras que te habrá contado el chico? El retrato podría ser viejo, podría haberlo encontrado.
Ruth negó con la cabeza.
—No puedo ni imaginarlo. El marfil amarillea con el tiempo. Su camafeo era blanco como un huevo de gallina recién puesto.
—Bueno, ¿quizá lleva el retrato como protección contra un hechizo? Al fin y al cabo, tu abuela robó el alma de los nama. Para los inocentes negros debe de tratarse del demonio en persona. Quizá piensen que «demonio conocido, demonio vencido», y por eso llevan el camafeo tallado a su imagen y semejanza.
¡No! No podía ser eso. Ruth miró al cielo, que había perdido su brillante vestido y solo tenía estrellas, alejadas millones de años, estrellas que a lo mejor ya ni existían.
—¿Ruth? ¿Ruth? ¿Por qué no dices nada? ¿Acaso no me crees? Solo te he contado lo que aparece en nuestras actas.
—Creer no significa saber. No estuve allí. No conozco a mi abuela. ¿Cómo puedo saber si es cierto lo que dices?
El hechizo de la noche había desaparecido por completo. Ruth se sintió traicionada de un modo que no podía explicar. De repente sintió nostalgia, añoranza de su vida normal, de la granja, de Klette, de Mama Elo y de Mama Isa.
—Sea lo que sea, no debes ir al poblado nama bajo ningún concepto —prosiguió Henry, que parecía no haberse dado cuenta del cambio de humor de Ruth—. Podría ser que los negros te tomaran por el diablo o por una especie de espíritu maligno que debe ser eliminado para que mejore su situación. Podría ser incluso que te mataran si te vieran.
Ruth asintió ausente. No sabía cómo debía reaccionar ante las advertencias de Henry. ¿Se suponía que su abuela era una criminal? ¿Una mujer que abandona a su hija sin motivo y desaparece secretamente con un diamante? Ruth no podía ni quería imaginarse semejante cosa. Todas las otras abuelas podían ser capaces de algo así, pero no la suya.
—¿Ruth?
Salió de sus pensamientos con un sobresalto. Por un momento había olvidado la presencia de Henry.
—¿Sí? ¿Has averiguado alguna cosa más que yo no sepa o que realmente tenga que saber?
Él ladeó ligeramente la cabeza y se encogió de hombros.
—No sé qué significado tiene, pero empiezo a estar preocupado por ti. En la empresa se dice que algunos nama buscan el paradero del diamante. Es algo que hacen una y otra vez. Su Fuego del Desierto tiene gran importancia para ellos. Serían capaces de matar por él. De hecho, ya se mataron por él hace años. Hace exactamente cinco años hubo una cruenta batalla, aquí en Lüderitz, entre dos tribus nama que deseaban hacerse con la piedra. Y justamente acaba de aparecer alguien que hace demasiadas preguntas. Dice ser un historiador, un negro con unas gafas de cristales muy gruesos.
—¿Qué tiene de raro que un historiador negro busque viejas historias?
—Sus investigaciones podrían ser inofensivas, por supuesto —admitió Henry—. Inofensivas y al servicio de la ciencia. Pero esta tarde se ha reunido con otros negros que conducen una camioneta Chevrolet pickup de color negro y que ayer le compraron secretamente armas a un comerciante sudafricano. También han comprado provisiones para un viaje por el desierto, además de una docena de bidones de gasolina y de agua.
—¿Quizá van a visitar a unos parientes?
—¿Con el maletero lleno de armas?
—Podría ser que estuviera allí la suegra —dijo Ruth, bromeando.
—¡No seas ridícula, Ruth! Solo quiero lo mejor para ti. Quiero evitar a toda costa que te suceda nada. Ten cuidado y prométeme que no irás al Namib, ni hablarás con ningún negro, ni les dirás nada que tenga que ver con diamantes.
Ruth asintió automáticamente. Todo le daba vueltas en el interior de la cabeza. Le hubiera encantado estar sola en aquel momento y, al mismo tiempo, ansiaba tener un hombre en cuyo hombro poder apoyarse, alguien que le dijera qué estaba bien, qué era lo correcto y qué es lo que debía hacer.
—¿De dónde has sacado todo esto? —preguntó finalmente.
Henry Kramer se rio en voz baja.
—Tengo mis fuentes, he pedido a unas gentes que me informaran de cualquier cosa inusual. Lo he hecho por ti, querida.
Ruth se acercó las rodillas al pecho y las rodeó con los brazos. Algo pareció contraerse en su interior.
—¡Ven aquí, queridísima! —Henry Kramer abrió los brazos y Ruth se apoyó en él. En sus besos saboreó ella lo agreste e indómito; sus brazos delataban la fuerza que poseía; su espalda mostraba una voluntad recia. Ruth se imaginó a sí misma como abocada a un mar turbulento, empujada de un lado a otro, arriba, abajo, entregada.
Con los besos y el roce de los dedos de él, sus pensamientos volvieron a sosegarse, desaparecieron. Y Ruth rio y lloró y suspiró y se agitó y volvió a reír y suspiró, jadeó, gritó de júbilo, exhaló un grito largo y finalmente se quedó en silencio y completamente llena, satisfecha.
Ruth y Henry caminaron de la mano por el cauce seco del río.
Henry había colocado primero las cosas del picnic en la cesta, las había puesto en el coche, había sacudido la manta y las almohadas y también las había guardado. Ruth había estado observando cómo él recogía todas las cosas. Ahora era una mujer. Acababa de convertirse en una mujer. Recién nacida. Con cuidado fue colocando un pie delante del otro. Al notar las rocas calientes bajo sus pies supo que podía caminar. Caminar y hablar y reír y pensar. Justo acababa de pensar que todo iba a ser diferente ahora que ella se había transformado. Estaba un poco decepcionada de que el desierto siguiera oliendo a desierto y de que el cielo siguiera estando infinitamente lejos.
«Y Henry Kramer sigue siendo Henry Kramer». Ruth reprimió un suspiro. Le maravillaba que él no le hubiera llegado al alma, a pesar de que ella lo amaba, aunque acababan de hacer el amor. Hasta ahora había creído que cuando una dormía con un hombre, era como una boda, un compromiso de pareja, un «conocerse mutuamente». Había creído que después de la primera vez juntos lo sabría todo sobre él, que habría compartido todos sus secretos a través de la piel y viceversa. Había creído que después sería la mitad de un par, y ahora se daba cuenta de que la mitad de un par seguía siendo solo uno.
Mientras le observaba cómo vertía los restos de las escudillas y de las cazuelitas descuidadamente en la arena, cómo vaciaba el resto de la botella de champán y ni siquiera amontonaba arena con el pie sobre los restos, como si todo aquello le resultara pesado, no supo si debía sentirse alegre o decepcionada.
Pero cuando él tomó su mano y le besó las puntas de los dedos, Ruth se sintió de repente como la mitad de un par. Un par que quizá solo necesitaba algo más de tiempo para fundirse por completo el uno en el otro.