9
Ruth no le contó nada a Horatio de su encuentro con el anciano bajo el árbol ni sobre el Chevrolet y los tres hombres. Horatio tampoco le dio más información sobre cómo había pasado la tarde y la noche anterior, ni con quién había hablado. Iban conduciendo por la carretera en silencio.
Ruth se había levantado especialmente temprano aquella mañana. Se había propuesto abandonar a Horatio allí y seguir sola hasta Lüderitz. Pero cuando salió del local, el historiador ya estaba apoyado en el vehículo y actuaba como si nada hubiera pasado durante la noche anterior. Y Ruth había entrado en el coche con la misma naturalidad y le había abierto la puerta del copiloto.
Las nubes se habían disipado. El cielo era tan azul que su brillo quemaba en los ojos. El sol picaba con sus aguijones afilados. Se detuvieron una vez para repostar en la ciudad de Goageb. En Aus, el último lugar que quedaba antes de entrar en la zona de acceso prohibido de las minas de diamantes, almorzaron en un local de la estación y tomaron café. A continuación pasaron por el parque de Naukluf y llegaron a Lüderitz cuando el reloj del campanario de la iglesia daba las cuatro de la tarde.
Con la esperanza de conseguir más información, Ruth y Horatio se habían vuelto a detener antes en Kolmanskop, pero la ciudad hacía honor a su sobrenombre de ciudad fantasma, pues las casas estaban abandonadas, la arena se había adueñado de ellas y por todas partes flotaba el espíritu de tiempos pasados. Hacía años que nadie vivía allí y por ello tampoco había nadie que hubiera podido dar más pistas a Ruth.
Hacía fresco en Lüderitz, las ráfagas de niebla de la costa atravesaban la ciudad como jirones de algodón. El viento soplaba con tanta fuerza que Ruth inmediatamente concedió toda credibilidad a los letreros que desaconsejaban aparcar el vehículo en la dirección del viento. Este levantaba remolinos de arena que golpeaban la cara de Ruth. Los dientes le rechinaban, los ojos le quemaban, y oía las partículas de arena atacando la pintura del vehículo. Ruth sacó un pañuelo de la mochila y se lo ató delante de la cara. Los ojos se los protegió con unas gafas de sol.
—Ahora parece una mezcla entre una nómada y una estrella del cine norteamericana —se burló Horatio.
Ruth se rio de mala gana y contempló el paisaje árido a su alrededor. Las casas estaban construidas directamente en los peñascos, recostadas en la roca grisácea. Horatio echó un vistazo alrededor del aparcamiento. A Ruth le pareció que buscaba algo.
—¿Todo en orden? —le preguntó.
Horatio asintió con un aire distraído. Parecía preocupado o, como mínimo, alerta.
Ruth estaba segura de que algo sabía o algo se traía entre manos que no quería que ella supiera. Había una parte de ella que se resistía a esperar algo malo de él, pero también había en su interior algo que mantenía su antigua desconfianza en estado de alerta. Miró a su alrededor. A bastante distancia, detrás de un árbol y casi oculto por él, halló una pickup negra. Se acercó a ella unos cuantos pasos hasta que se dio cuenta de que era una Chevrolet. Horatio la había acompañado, e incluso se inclinó un poco para poder leer el número de la matrícula.
—¿Conoce este coche? —preguntó Ruth sin estar segura de si era el mismo que habían visto el día anterior en Keetmanshoop.
—No —le aseguró rápidamente Horatio—. Me gusta, eso es todo. Si tuviera dinero, creo que me gustaría conducir un vehículo así —dijo, riéndose con la timidez de los chicos pequeños cuando afirman con rotundidad que algún día volarán a la Luna.
Ruth sintió ascender de nuevo en ella el enfado de la noche anterior.
—Bueno, cuando encuentre el Fuego del Desierto, ya se lo podrá permitir. Pero antes debería aprender a conducir. Lo de cambiar una correa trapezoidal ya lo sabe hacer —dijo ella, dándose la media vuelta con brusquedad.
Horatio echó a correr tras ella.
—Mire —le dijo, y Ruth de pronto se dio cuenta de que la mayoría de sus frases empezaban así—. Mire, Ruth. No deberíamos pelearnos. Ambos tenemos el mismo objetivo, así que es importante que confiemos el uno en el otro y que colaboremos.
—¿Ah, sí? ¿Tenemos el mismo objetivo? ¿Y cuál es? —preguntó ella sin poder evitar que su voz estuviera impregnada de un tono de burla.
—Ambos queremos descubrir el misterio de sus abuelos y del diamante.
Ella tuvo que reconocer que tenía razón. Aun así, un diablillo en ella la obligó a seguir preguntándole:
—Lo que a mí me interesa es mi futuro, mi vida entera, mi tierra natal. ¿Y a usted? ¿Qué es lo que le interesa?
Horatio sonrió vagamente.
—No tengo mucho que objetar a sus argumentos. A mí me interesa mi trabajo, pero créame, para mí mi trabajo es tan importante como para usted el suyo.
Ruth dio el tema por zanjado y señaló un edificio enorme con el dedo.
—¿Es eso?
Horatio asintió.
—Sí, ahí está la administración y el archivo de la Compañía Alemana de Diamantes, que ahora se llama Diamond World Trust, abreviado, la DWT.
Ruth recorrió la fachada con la mirada. Aquel edificio administrativo, descuidado, cubierto de pintura gris y lleno de ventanas relucientes, le recordaba al banco de Windhoek, y no era un recuerdo agradable. Por un instante le pareció ver una cara detrás de los cristales, pero, a pesar de las gafas, el sol la cegaba tanto que no se atrevió a confiar en lo que estaban viendo sus ojos.
—¡Venga usted! —dijo Horatio—. He registrado nuestros nombres en el archivo.
Recorrieron el aparcamiento uno al lado del otro. El viento les silbaba en los oídos, levantando aquí y allá hojas u otras porquerías y arrastrándolas por el lugar.
—No sabía que el viento pudiera ser tan fuerte —explicó Ruth nada más entrar en el edificio. A continuación se quitó el pañuelo y las gafas—. ¿Qué pasa? —preguntó. Horatio volvía a estar delante de ella mirándola fijamente.
—Nada —balbuceó él, tragando saliva—. Que está usted muy guapa, eso es todo.
—¡Venga, va! —le respondió Ruth, molesta—. Ahórrese los cumplidos. Yo ya sé que soy tosca y que estoy demasiado gorda y que tengo un pelo rebelde. Ya tengo bastante con eso, tampoco hace falta que usted encima se burle. Déjeme en paz y lárguese —dijo ella, sintiendo cómo le asomaban las lágrimas y dándose la media vuelta abruptamente.
Detrás de la recepción, que parecía más una portería, había un hombre sentado leyendo una edición antigua del Allgemeine Zeitung.
—Quiero entrar en el archivo —exigió ella con un tono áspero.
El hombre bajó el periódico.
—¿Apellido?
—Salden. Ruth Maria Salden.
El hombre hojeó unas listas, resiguiendo un sinfín de columnas con el dedo.
—Lo siento, señorita, no está usted registrada.
Ruth abrió la boca para replicarle, pero Horatio se le adelantó.
—Claro que estamos registrados. Horatio, Horatio Mwasube, de la Universidad de Windhoek. Me acompaña mi ayudante Ruth Maria Salden, también de la Universidad de Windhoek.
Ruth iba a contradecirlo, presa del enfado, pero Horatio le tomó la mano y se la apretó con tanta firmeza que ella se calló.
El hombre volvió a echar un vistazo a la lista y entonces asintió y tendió a Horatio la llave de una consigna.
—Para ir al archivo tienen que entrar por la puerta de la izquierda. Tienen que guardar sus cosas en la consigna. En el archivo está prohibido tomar fotografías, y todas las notas se las tienen que enseñar al personal. Además tendrán que identificarse.
Horatio dio las gracias y se llevó consigo a Ruth.
—¿Qué es todo esto? —susurró ella, soltándose la mano.
—Los archivos no son públicos, solo se puede entrar con un permiso especial. No monte ahora un escándalo, se lo pido por favor.
—Ah, y usted sí que puede entrar, ¿no? Una llamada de Windhoek y le esperan con las puertas abiertas.
—No, no ha sido tan fácil. Tuve que robar papel de carta del secretario del rector. Puse un sello, falsifiqué la firma del rector y recé porque no llamara nadie haciendo preguntas. Así que cierre la boca y venga conmigo.
Ruth se quedó callada, visiblemente impresionada. Guardaron sus cosas en la consigna que les habían asignado y acto seguido entraron en el archivo. Detrás de la puerta había un vigilante.
—¡Identificación! —vociferó el hombre como respuesta al saludo de Horatio.
Ambos le mostraron sus pasaportes sin pronunciar palabra y observaron cómo el vigilante anotaba sus datos.
—El archivo solo estará abierto una hora más —gruñó el hombre—. Así que dense prisa, por favor.
Horatio asintió y llevó a Ruth a un rincón en el que había dos escritorios vacíos. Como días atrás en la redacción del Allgemeine Zeitung, Ruth estaba impresionada por la cantidad de libros. En Salden’s Hill también tenían una estantería con libros, pero a Ruth nunca le habían interesado las novelas. Si leía alguna vez, eran libros de cría de ovejas o vacas. A su modo de ver, el resto era una pérdida de tiempo, una ocupación para vagos. Pero allí le intimidaban un poco tantas estanterías llenas. Quizá tendría que haber leído más para no sentirse tan ignorante a los ojos de Horatio. Ignorante y, sí, un poco tonta. Ruth contuvo un suspiro.
—Tenemos que ser sistemáticos —dijo Horatio en un susurro—. No tengo ni idea de cuándo se destapará mi argucia, pero creo que lo mejor es que para entonces ya estemos lejos.
—¿Por qué hace todo esto? —preguntó Ruth.
—Luego, luego —contestó Horario.
Desapareció entre las estanterías y, poco después, volvió con dos archivadores.
—Mire, aquí está la crónica de Lüderitz. Y aquí está la de la Compañía Alemana de Diamantes.
Le tendió la crónica de la ciudad y, minutos después, Ruth ya se hallaba sumida en la lectura:
El 1 de mayo del año 1883, el ayudante de comerciante Heinrich Vogelsand, de 21 años de edad, compró por encargo del comerciante Franz Adolf Eduard Lüderitz, natural de Bremen, la bahía de Angra Pequena y cinco millas del terreno del interior correspondiente de manos del cacique de los nama, Josef Frederick, por la cantidad de 200 fusiles antiguos y 100 libras inglesas.
Mientras que Frederick suponía que se trataba de cinco millas de las inglesas, que equivalían a 1,61 kilómetros, tras el cierre del contrato Lüderitz dejó claro que se tomaban como base las millas prusianas de 7,5 millas. El cacique de los nama se sintió engañado al ver que había vendido la mayor parte de las tierras de su pueblo.
—¡Se acabó! —se oyó decir a la voz del vigilante, amortiguada solo en parte por los estantes repletos de papeles—. Es hora de cerrar y yo me quiero ir a casa.
Ruth sintió el impulso de cantarle las cuarenta, pero se acordó de las palabras de Horatio y mantuvo la boca cerrada. Aquello era un mundo desconocido para ella en el que imperaban reglas que no entendía.
Horatio dejó los archivadores en su sitio y, a continuación, salieron los dos del archivo. Oyeron a alguien que bajaba las escaleras tras ellos, pero no le prestaron atención.
—¿Quiénes eran esos y qué querían? —El hombre alto y delgado de pelo canoso y ojos sorprendentemente azules se había metido en el archivo prácticamente sin que nadie se diera cuenta.
El vigilante se estremeció.
—No lo sé, jefe. Estaban en la lista.
El hombre observó al negro con desprecio.
—Enséñame dónde estaban registrados.
—Claro que sí, jefe —dijo el vigilante negro, apresurándose a por la lista y tendiéndosela a su jefe.
Este se pasaba la mano por el traje de lino al tiempo que iba repasando las entradas del día.
—Ruth Salden —dijo entre murmullos—. Ruth Maria Salden. Vaya, por fin. Llevaba tiempo esperándote. —Se detuvo y se dirigió a su subordinado—. ¿Qué han leído la mujer y el cafre? ¿Qué han cogido de los estantes, qué han apuntado, qué han preguntado?
El vigilante se estremeció ligeramente al oír aquella manera ofensiva de referirse al negro.
—No lo sé, jefe, no les he prestado atención.
—No me extraña. Eres tan negro como idiota. ¡Largo de aquí!
—Sí, jefe.
El vigilante recogió su fiambrera y desapareció mientras su jefe iba recorriendo las estanterías.
—¡Ajá! —exclamó de pronto al tiempo que sacaba un archivador que no estaba colocado como el resto—. La crónica de Lüderitz. —Sacó el volumen del estante, lo hojeó un poco y volvió a colocarlo en su sitio.
»¡Vigilante! —exclamó con un grito tan potente que uno de los cristales vibró ligeramente.
—Dígame, jefe.
El vigilante se había cambiado de ropa y ahora estaba delante de él con unos pantalones de tela gastados y una camisa azul.
—¿Han dicho esos si volvían mañana?
El vigilante negó con la cabeza.
—Decir no han dicho nada, pero yo creo que no han acabado lo que querían hacer. Estaban a mitad del trabajo cuando les he dicho que teníamos que cerrar. ¿Ocurre algo, jefe?
—Tú ocúpate de lo tuyo. Y si mañana vuelven, presta atención a lo que leen. Si no te acuerdas, apúntatelo. ¿Escribir sí que sabes, no?
—Claro que sí, jefe. Aprendí en la escuela de misioneros.
—Vale, vale… Tú haz lo que te digo. Cuando se hayan ido, vienes y me lo cuentas. ¿Lo has entendido?
El negro asintió con diligencia.
—¿Se les permite leer todos los archivos, jefe?
El blanco se quedó un momento pensativo. Acto seguido, se dirigió a una estantería, sacó un archivador y lo metió en una caja de cartón llena de manchas que estaba colocada debajo de un escritorio. Luego se dirigió de nuevo al negro:
—Claro que pueden leer lo que quieran. Después de todo tienen un permiso, y nosotros nos atenemos al reglamento, ¿lo entiendes? —El blanco se sacó una moneda del bolsillo de la chaqueta y se la lanzó al negro igual que se le lanza un hueso a un perro—. Y ahora lárgate.
—Claro, jefe, y muchas gracias, jefe.
El negro se guardó la moneda y acto seguido se dio media vuelta y salió del archivo. Su jefe, en cambio, volvió a su despacho y tomó una decisión.
Ruth y Horatio se habían metido en un pequeño bar y bebían cerveza.
—¿Qué ha averiguado? —preguntó Ruth.
Horatio sacudió la cabeza.
—Me temo que no mucho. ¿Y usted?
—He leído que Adolf Lüderitz, el comerciante de Bremen, engañó a los nama y les robó muchas tierras. ¿Es verdad?
Horatio asintió y miró hacia delante. A continuación miró por la ventana y a Ruth le pareció que se estremecía ligeramente.
—Mire —dijo él—. Quizá lo mejor sería que volviera a casa, de verdad. Puede ser peligroso.
—¿Por qué lo cree? La vida es peligrosa. ¿Por qué se empeña en enviarme de vuelta a Salden’s Hill?
Ruth estaba irritada. Había llegado muy lejos, había dejado la granja sola durante mucho tiempo. ¿Cómo podía creer Horatio que ella consentiría que, poco antes de su objetivo, la mandaran a casa como a una niña pequeña?
Su acompañante tragó saliva y se quedó mirando la mesa de madera.
—Simplemente me preocupo por usted, ¿es tan difícil de entender?
Ruth se quedó callada. Nunca nadie se había preocupado por ella. Como mucho Mama Elo y Mama Isa, siempre estaban preocupadas por su salud, le advertían que no anduviera descalza por las baldosas de la cocina, que no saliera a la calle con el pelo mojado, que mantuviera los riñones calientes y que comiera fruta cada día. Fuera de eso, Ruth tenía que hacer frente a las dificultades sola, ya fueran toros enfurecidos, ladrones de ganado dispuestos a pelearse o comerciantes de lana insidiosos. Tenía fuerza y coraje y sabía defenderse. Solo cuando Horatio la miraba preocupado como en ese momento notaba una calidez y se sentía débil como una rama a merced del viento. Ruth sabía que en aquellos momentos se olvidaba de sus fuerzas, y aquello no podía ser. Así que carraspeó y retiró la mano que había alargado en dirección a la de Horatio por encima de la mesa.
—Ya va siendo hora de que me cuente algo de las sublevaciones de los nama y de los herero. Hace tiempo que sé que tienen algo que ver con la historia de mis abuelos.
Horatio asintió.
—De acuerdo, pues. Empezaré por el principio. Los nama y los herero siempre habían sido tribus enemigas. Cuando empezó el asentamiento y la administración de los alemanes, los pocos herero rebeldes firmaron un contrato de protección con los alemanes por el que estos también les protegerían frente a los nama. Entonces llegó la peste del ganado, en 1897. La mayoría de los herero, que habían vivido siempre del pastoreo, perdieron la mayor parte del ganado. Posteriormente una plaga de langosta asoló los campos, de manera que el resto de reses murieron de hambre. Los blancos se aprovecharon de la situación desesperada de los herero y les compraron el resto de las tierras por una miseria, de manera que muchos herero tuvieron que ponerse al servicio de los blancos como granjeros. De un día para otro muchos tuvieron que trabajar sus propias tierras en calidad de esclavos. Como es natural, los herero se rebelaron. Cada dos por tres se daban conflictos entre los negros y sus caciques. Las tensiones aumentaron y finalmente los blancos exigieron al gobierno que la pena del castigo corporal, ya abolida, fuera introducida de nuevo.
Horatio rebuscó entre sus papeles y sacó un documento.
—Mire, aquí está. Es una copia de la solicitud de julio de 1900 al Departamento Colonial del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es una copia del documento original. ¿Se la leo?
Ruth asintió.
—«El aborigen no entiende de indulgencia ni de clemencia a largo plazo, no ve en ellas más que debilidad y, como consecuencia de ello, se vuelve arrogante e insolente ante los blancos, a quienes tendría que aprender a obedecer por estar supeditado a ellos moral e intelectualmente» —citó Horario. A continuación observó a Ruth en silencio.
A Ruth le pareció que él estaba esperando a que se le quedaran grabadas a ella en la mente aquellas palabras.
—Me mira como si hubiera redactado yo la solicitud —se quejó ella.
—Bueno, muchos blancos siguen pensando lo mismo.
—Pero yo no, ¿y sabe por qué no?
—No.
—Porque soy mujer, por eso. Quite la palabra «aborigen», sustitúyala por «mujer» y sabrá lo que piensan los hombres. Y no solo los hombres blancos.
Horatio la contempló fascinado.
—Su gesticulación es más viva que en una película policíaca en el cine —dijo él, y se asustó al ver que los ojos de Ruth empezaban a brillar peligrosamente de furia.
—¡Mire! —gritó ella tan fuerte que los que estaban sentados alrededor de ellos se giraron hacia su mesa—. Usted es exactamente igual. Se llena la boca de opresión, pero no me toma en serio ni por un segundo. Y todo porque soy mujer. Y por eso no es usted mejor que un blanco, en nada. Y solo porque es negro no es racista sino chovinista.
Tan pronto como hubo pronunciado aquellas palabras, Ruth se mordió la lengua.
—Perdone —dijo ella en voz baja—. Siga explicándome lo de la rebelión.
—Solo si me deja terminar y no me insulta más.
Ruth inspiró profundamente y a continuación miró a derecha y a izquierda.
—¿Y bien?
—De acuerdo, me callaré —cedió Ruth—. ¡Y ahora hable de una vez!
—Empezó una época de lucha política de trincheras. Los alemanes no estaban preparados para una guerra en su colonia, pero los herero se armaron. Por aquel entonces había aproximadamente setecientos cincuenta mil herero, y siete mil de ellos eran buenos guerreros dispuestos a todo. Se congregaron en la región de Waterberg. Al principio los blancos pensaban que se trataba de una guerra de sucesión, dado que el cacique de los herero, Kaojonia Kambazembi, acababa de morir. En lugar de eso, el nuevo cacique, Samuel Maharero, dio una orden a su pueblo.
Horatio hojeó entre sus papeles y extrajo otro documento. Se puso a leer.
—«Okahandja, enero. A todos los herero de estas tierras: yo, Samuel Maharero, cacique de la tribu, he dispuesto una orden para toda mi gente para que no vuelvan a poner las manos encima de ingleses, baster, damara, nama y bóers. A todos estos no los tocaremos. ¡No lo hagáis!».
Dejó el papel a un lado y se incorporó.
—De esta manera, la enemistad entre las tribus y los clanes de los nativos había llegado a su fin porque había un nuevo enemigo que los unía a todos: los alemanes. Al principio se arrojaron al cuello de los colonos alemanes, y después de los ataques a las granjas les siguieron los de las líneas ferroviarias, los depósitos y las estaciones de comercio. En todo el país había escaramuzas entre las tropas alemanas y los guerreros herero y nama. Finalmente, el general Lothar von Trotha asumió el mando de las tropas alemanas. Era un hombre que no vacilaba. En agosto dio la orden de cerrar el cerco a los guerreros negros en las inmediaciones de Waterberg y exterminarlos. Cuando los negros huyeron al desierto, el general Von Trotha dio la orden de perseguir a los que huían y cortarles el acceso al agua. En octubre del mismo año, Von Trotha envió una proclama a los herero que marcó el inicio de un pogromo. Si no tiene nada que objetar, Ruth, voy a leerle esa orden.
Ruth se había apoyado la barbilla en la mano derecha y tenía el codo sobre la mesa. Suspiró y acto seguido sacudió la cabeza y dijo en voz baja:
—No puedo creer lo que escucho, no quiero pertenecer al mismo pueblo que aquellos que condujeron a todo su pueblo al desierto. ¿Cuántos hombres, cuántas mujeres y niños, cuántas reses perdieron la vida entonces?
Horatio alzó un poco las cejas y a continuación sacó un papel escrito a máquina de entre sus documentos.
—Aquí puede leer la orden de Von Trotha. Aquí está escrito, bien claro.
—Léamelo, por favor.
—«Yo, general de los soldados alemanes, mando esta carta al pueblo herero. Los herero han dejado de ser súbditos alemanes. Han asesinado, han robado, han mutilado las orejas, la nariz y otras partes del cuerpo a los soldados malheridos y ahora, por cobardía, quieren abandonar la lucha. Yo digo a los herero: todo aquel que llegue a una de mis unidades y me entregue a un jefe de tribu como prisionero recibirá mil marcos; el que me traiga a Samuel Maharero recibirá cinco mil marcos. No obstante, el pueblo herero deberá abandonar estas tierras. Si no lo hace, yo mismo se lo obligaré a hacer con las armas. Dentro de las fronteras alemanas se disparará contra cualquier herero que lleve o no armas o ganado, y no se tendrá clemencia por las mujeres ni por los niños. Estas son mis palabras para el pueblo herero. El general del káiser de Alemania, Lothar von Trotha».
Horatio miró a Ruth a los ojos.
—Claro está que por «herero» los alemanes no solo se referían a los herero, sino también a los miembros de otras tribus. Nunca han puesto mucho empeño por diferenciar los distintos pueblos. Un negro es un negro, todos son cafres para ellos.
—¿Es eso cierto? —interrumpió Ruth, que de algún modo se sentía también culpable—. ¿Es verdad que los herero cortaban las orejas y la nariz a los alemanes? ¿Y que no solo mataban a los granjeros sino también a sus mujeres e hijos?
Horatio levantó la vista.
—Sí, lo hacían. Era la guerra. Una guerra que los blancos habían empezado al robarnos nuestras tierras.
Ruth se quedó un rato pensativa mientras la camarera les servía otra cerveza. No quería volver a pelearse con Horatio.
—Explíqueme cómo continúa esa historia. ¿Qué pasó con los herero y los nama en el desierto?
—Ya se lo imaginará. No tenían agua, no tenían animales, no podían ni comer ni beber. Al principio murieron los más débiles, los ancianos y los niños. Entretanto, en Alemania empezaban a poner reparos contra la orden de exterminio de Von Trotha. Por indicación expresa del Estado Mayor en Berlín debía acabarse con la matanza de los negros y convertirlos en esclavos. Pero ya era demasiado tarde. Quince mil negros ya habían perdido la vida cuando once enviados de los negros se dirigieron a Ombakala para negociar con los alemanes. Las tropas alemanas abrieron fuego sin vacilar. Y así el cacique Maharero se vio obligado a huir a territorio británico con el resto de sus gentes, unas veintiocho mil personas.
—Hasta ahora solamente ha hablado de los herero. Y los nama, ¿qué tienen que ver ellos en la rebelión? —preguntó Ruth.
—Espere, ahora voy con eso. En julio de 1904, el nama Jakob Morenga lanzó un ataque contra granjas alemanas con once de sus seguidores. Seguro que Salden’s Hill fue blanco de uno de esos ataques. Los alemanes se defendieron y mataron a algunos de los nama rebeldes. Además, otro de los jefes de los nama, Hendrik Witbooi, rompió la alianza con los alemanes y se cambió oficialmente de bando. Ahora los nama y los herero estaban del mismo lado. Cuarenta alemanes cayeron víctimas de los ataques de los negros, pero a los niños y a las mujeres se les perdonó, y en ocasiones incluso los llevaron al estacionamiento de tropas alemanas más cercano. Es posible, Ruth, que su abuelo fuera una de las víctimas de aquellos ataques. La huida de su abuela sería prueba de ello.
—Pero no tiene sentido que hubiera dejado a su hija atrás —replicó Ruth rápidamente.
—Sí, tiene razón. Escuche cómo sigue. Yo sé que es un poco complicado y confuso, pero si realmente quiere saber lo que pasó, no puedo ahorrarle algunos detalles. —Horatio se detuvo un instante y tomó un trago de cerveza del vaso—. Por todo el territorio hubo batallas, sangrientas en su mayoría. Es cierto que los alemanes estaban mejor equipados con maquinaria de guerra, pero no consiguieron poner fin a los tumultos ni en 1904 ni en 1905. El 29 de octubre de 1905 abatieron a Hendrik Witbooi mientras intentaba atacar un convoy de transporte alemán. Los demás nama estaban tan asustados que se rindieron en masa. Pocos meses después empezaron las negociaciones de paz. Hasta entonces, la guerra se había cobrado la vida de diez mil nama y veinte mil herero.
Horatio tomó la botella de cerveza y se la terminó de un trago.
Ruth miró por la ventana, absorta. A continuación asintió brevemente, se agarró la trenza, se desató la goma y volvió a atársela.
—Yo creo —dijo ella entonces— que Salden’s Hill fue blanco de los primeros ataques de los nama. Por aquella época trabajaban allí muchos de ellos, como ahora, por lo que les debió de resultar fácil colar a otros nama en las tierras. Además, como ya he dicho antes, mi abuela huyó y dejó a su hija atrás.
—Quizá su abuela huyó porque sabía que los nama perdonaban la vida de los niños. ¿No sería una razón plausible?
Ruth asintió, sumida en sus pensamientos. De pronto, no pudo soportar más el ambiente cargado de humo de aquel bar. Visualizó mentalmente la granja y cómo debía de ser en 1904. Aunque había nacido mucho después de la rebelión, se sentía culpable.
—Voy a estirar las piernas —dijo cuando ya casi había salido del bar, antes de que Horatio tuviera tiempo de pagar la cuenta.
Ruth se dirigió hacia el sol de poniente. Su mano se deslizó hasta la piedra que le colgaba entre los pechos. No se asustó cuando esta se deslizó fría como el hielo entre sus dedos. Miró hacia el sol y volvió a sentir aquel cosquilleo que ahora se había apoderado de todo su cuerpo. Y, contemplando la puesta de sol, se apareció ante sus ojos una nueva imagen. Vio Salden’s Hill, algunas chozas en llamas. Una mujer gritaba y un bebé lloraba. Vio a un hombre metido en un pequeño pozo hasta la cintura. El hombre se agachó y alzó una piedra que parecía un cristal de azúcar cande del tamaño de un puño. Tenía la piedra sujeta en la mano.
Una mujer entró en la imagen. Ruth no podía verle la cara.
—Te lo suplico —exclamó la mujer—. Por el amor de Cristo, te ruego que dejes esa piedra —siguió diciendo, pero el hombre solo negaba con la cabeza. En ese momento se oyeron unos disparos y el hombre cayó de bruces, mientras la enorme piedra caía en el barro.
La mujer se volvió a mirar, vio un fusil y también una cara, pero solamente vio las sombras.
—¡Dame la piedra! —le ordenó alguien—. Venga, suéltala, dame esa maldita piedra.
La mujer sacudió la cabeza. En ese mismo instante, el hombre apuntó al bebé con el arma.
—Venga, dámela. Si no, mato al niño.
—¡No, por favor! A mi bebé no —gritó la mujer cayendo de rodillas mientras se rebuscaba en el corpiño entre un mar de lágrimas. De pronto, desde otra dirección aparecieron hombres montados a caballo que empezaron a disparar.
—¡Mierda! —rugió el hombre con el arma. Antes de huir, volvió a dirigirse a la mujer—. ¡Te encontraré! Donde quiera que vayas, te encontraré.