3
Ruth salió del despacho dando tumbos, como si estuviera aturdida. Se encontraba mal. Aquella desgracia era como una piedra en su estómago, la sentía como una carga sobre los hombros, le enturbió la mirada. Se detuvo frente a la casa señorial, se hizo pantalla con la mano encima de los ojos y miró aquella propiedad como si la viera por última vez. Aquel paisaje de campos le resultaba de pronto cansino y viejo a pesar del sol de la mañana, la cadena de colinas del horizonte le pareció una serie de hombres ancianos, que estaban sentados en un banco con las calvas cabezas gachas y los hombros caídos.
De nuevo volvieron a asomar las lágrimas a sus ojos. Salden’s Hill. Sus tierras, su tierra natal. Ella era de allí y de ninguna otra parte. No quería ir a Swakopmund, ni tampoco a Lüderitz y mucho menos a Alemania. Aquí tenía su vida, su pasado, su presente y también su futuro. Si perdía Salden’s Hill, perdería todo lo que había significado algo para ella. Y se echaba a perder la misma Salden’s Hill porque Ruth era su corazón. En sus venas fluía arena del desierto, su corazón latía al compás de las pezuñas de las ovejas.
Sintió un mareo, y tuvo que apoyarse contra una de las columnas. Ruth acercó su mejilla a la piedra fresca, se pegó a la columna como si fuera un hombre, como si le ofreciera la energía y la fuerza que ella iba a necesitar ahora sin duda. ¿Qué debía hacer?
Los balidos de las ovejas, que le llegaban a Ruth desde los corrales, la sacaron finalmente del valle de la tristeza y la devolvieron al presente. «Me necesitan —pensó—. Todavía pueden cambiar mucho las cosas. ¡Quien no lucha, ha perdido ya la batalla!».
Ruth se desperezó, estiró los hombros y levantó la barbilla. Tenía que recomponerse. No podía ser útil a nadie si andaba dando vueltas por ahí como un montoncito de tristeza compadeciéndose de sí misma. Hoy iban a esquilar las ovejas y para esa actividad se requería estar plena de toda la energía que ella pudiera aportar. Levantó firmemente la cabeza con la nariz elevada y se dirigió con determinación hacia los establos.
Estaba llegando allí, cuando una moto dobló por una de las esquinas del patio con el motor rugiente. Era una moto de trial que ella conocía demasiado bien. Ruth se detuvo y profirió un suspiro. Solo le faltaba aquello ahora. Se obligó a dibujar una sonrisa en su rostro.
—Bueno, dime, ¿puedes necesitar mi ayuda? —preguntó Nath Miller sacándose el casco y esbozando una sonrisa burlona.
«Tiene la boca como la puerta de un granero —pensó Ruth—. Lo que entra por ella, desaparece para siempre». Ella contempló cómo estaba despatarrado encima de la moto. Su rostro irradiaba una seguridad de triunfo que ella le envidiaba ahora fervientemente. Nath Miller. El hombre con el que tenía que casarse para librarse de todas las preocupaciones. Al pensar en esto sintió un leve escalofrío.
—Claro que puedo necesitar ayuda —repuso ella. «Quieres examinar tus futuras propiedades, ¿verdad, Nath Miller?, tus tierras y tu mujer. Pero ya te puedes ir preparando. Te lo voy a poner lo más difícil que esté en mi mano».
Nath se bajó de la moto, la puso sobre el caballete y se dirigió hacia Ruth. La rodeó con el brazo para atraerla hacia él, pero ella se zafó con habilidad. La sonrisa burlona de Nath se agudizó aún más.
—Venga, ahora no te hagas de rogar —dijo él, llevándose la mano a su suave cabellera castaña que él se había peinado formando un tupé en la frente, y que a Ruth le pareció que además se había engominado.
—A ti se te podría esquilar también un montón —puntualizó ella en un tono seco y cortante.
Nath se echó a reír y tiró del pañuelo de la cabeza de ella de modo que se liberó la indómita melena pelirroja de rizos de Ruth.
—¡Y a ti antes! Con esta lana tuya me gustaría hacerme un par de calcetines.
—¡Hecho! —exclamó Ruth, mirando agresivamente a Nath y tendiéndole la mano como para sellar un acuerdo.
—¿El qué?
—Vamos a hacer una competición. Gana quien haya esquilado el mayor número de ovejas en una hora. El perdedor se queda sin pelo.
—No estarás hablando en serio, ¿verdad? —preguntó Nath, atusándose el cabello con los dedos, como asegurándose de que seguía estando en su sitio.
—Sí, lo digo completamente en serio. A ti te van los juegos, de siempre has sido así. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de ir el próximo sábado al baile en Gobabis con la cabeza rapada, igual que un presidiario? ¿No deseas saber lo que se siente cuando las chicas te estampen un beso en la calva?
Ruth se dio cuenta de la batalla interior que se estaba produciendo en Nath, y eso le deparó una satisfacción secreta y furtiva.
—¿No dijiste hace dos días en la competición de granjeros que me habías vencido en todas las disciplinas?
Nath tragó saliva.
—Bien, vale. Si es eso lo que quieres… Voy a ganar de todas formas, y me da pena por tu pelo. Puedes estar segura de que no tendré ninguna compasión después. El que pierde, paga y punto. Si eres cariñosa conmigo, quizá te deje el pelo al cepillo para que todo el mundo pueda ver que picas cuando uno se acerca. Y si no eres cariñosa conmigo, ya puedes ir preparándote para que los hombres te estampen sus besos en la calva.
—¿Hecho? —Ruth volvió a tenderle la mano.
—¡Hecho! —exclamó Nath, chocando la mano con ella.
A continuación se dirigieron al establo a buen paso.
Los esquiladores que había solicitado Ruth ya estaban en plena faena. En Salden’s Hill había cuatro puestos para esquilar. Las máquinas esquiladoras colgaban del techo con un cable, de modo que los esquiladores podían sujetar cómodamente las ovejas entre las piernas y alcanzar bien todos los lugares con la cabeza esquiladora a pesar de la postura.
Mama Elo y Mama Isa se encontraban también en el establo. Hoy tenían la tarea de recoger la lana esquilada y llevarla al cobertizo contiguo en el que la clasificaban primero dos mujeres nama y luego Ruth.
Santo y otros tres trabajadores de la granja conducían a las ovejas hacia el vallado y desde allí introducían una docena cada vez en el establo. Por el otro lado, otros cuatro trabajadores recibían a los animales esquilados y los marcaban.
Nath y Ruth se colocaron uno al lado del otro en los dos puestos de esquiladores que estaban todavía libres y se midieron con la mirada.
—¿Estás preparado? —preguntó Ruth.
—Te estoy esperando a ti —repuso Nath, arremangándose la camisa y escupiéndose en las palmas de las manos.
—¡Pues allá vamos!
A una señal de su jefa, Santo empujó dos ovejas hacia la zona del esquileo. Ruth echó a correr, agarró una oveja con una mano por las patas delanteras y la tumbó sobre el lomo. Con la otra mano la agarró por las patas traseras y la arrastró hacia el puesto para esquilar. A continuación sujetó entre las rodillas a la oveja, que miraba tontamente a su alrededor al tiempo que balaba, y comenzó inmediatamente a pasarle la cabeza esquiladora por las patas.
Nath llegó tan solo un instante después al puesto de esquilar. Pasó el aparato con tanta velocidad y dureza por la lana, que la oveja empezó a dar balidos ruidosos y a patalear entre sus piernas.
El esquileo era un asunto difícil y hacía sudar mucho. Hacía tanto calor en el recinto que a Ruth le empezó pronto a gotear el sudor por entre el canalillo de los pechos. Tenía pegados pequeños jirones de lana, sangre y heces de oveja por todas partes de su mono de trabajo, y también tenía pringadas las manos. A ello se añadía la postura agachada que debía adoptarse para trabajar. Ya al cabo de la primera docena de ovejas le dolía la espalda, pero ella continuó con el mismo ritmo frenético, como si el diablo le anduviera pisando los talones. De tanto en tanto lanzaba una mirada a Nath, quien también estaba empapado de sudor y realizaba su trabajo apretando los dientes. «¡Espera y verás! —pensó Ruth para sus adentros—, te voy a enseñar lo que es bueno».
Mama Elo y Mama Isa no quisieron perderse la competición, por supuesto que no. Mama Elo sujetaba en una mano un despertador que normalmente utilizaba ella en la cocina para pasar los huevos por agua en su punto justo o para controlar el tiempo de cocción de un pastel en el horno.
—Veintitrés ovejas para Salden’s Hill, veinticuatro ovejas para Miller’s Run. ¡Vamos, Ruth, esfuérzate y lo conseguirás! ¡Todavía quedan cinco minutos!
Ruth se sopló un mechón de pelo de la frente, dio un cachetito en el trasero a la oveja que acababa de esquilar y que se apresuró a salir por la portezuela, y se fue a por la siguiente oveja. El pobre animal estaba como mínimo tan agitado como Ruth. Era como si notara que estaba en juego algo más que solo su vellón. La oveja estaba intranquila, trastabillaba entre las piernas de Ruth y apenas permitía que le pasara la cabeza esquiladora de la máquina. Ruth miró a Nath, que acababa de esquilar las patas de su oveja y se disponía a atacar el lomo. Cortaba la lana en tiras largas, de modo que se originaba toda una alfombra de lana. Nath conseguía tan solo en contadas ocasiones esquilar una oveja entera de una pasada; en cambio, Ruth conseguía realizar ese truco las veces que ella quería. Y ahora quería. Precisamente ahora. Se llenó los pulmones de aire y se sosegó de golpe. Agarró con más firmeza a la oveja, le aplicó la cabeza esquiladora y esquiló al animal en una sola pasada.
—¡Sí, vas a conseguirlo! —exclamaron con júbilo Mama Elo y Mama Isa, y Santo ya le tenía preparada la siguiente oveja.
Ruth miró a Nath. También él había acabado con la suya, se puso en pie de un salto y se lanzó hacia el vallado para buscar la siguiente oveja. En el portalón hubo un breve forcejeo entre los dos, pero aunque Ruth era ciertamente de constitución robusta, era también muy ágil. Pasó por entre las piernas de Nath, agarró la oveja y se la llevó al puesto de esquileo. Se puso de nuevo manos a la labor sin levantar la mirada de lo que estaba haciendo. Solo el aplauso de Santo, Mama Elo y Mama Isa la forzaron finalmente a levantar la vista. Había pasado la hora de competición. Ruth había ganado con media oveja de ventaja. Estaba radiante y no reprimió su alegría siquiera cuando Nath la felicitó, compungido, por la victoria.
—Enhorabuena de todo corazón, Ruth —dijo él.
—Las mentiras hacen crecer la nariz.
—No, en serio. Has ganado, te has batido con verdadera valentía en la prueba. Sencillamente no era mi día hoy. Bueno, sea lo que sea. La ganadora puede mostrarse generosa frente al perdedor, ¿verdad?
Ruth asintió con la cabeza.
—Sí, soy de tu misma opinión. Puedes tomarte una cerveza, si quieres.
—No me refería a eso.
—¿Ah, no? —exclamó Ruth haciéndose la tonta, pero golpeándose ostentosamente la mano izquierda con la cabeza esquiladora.
—No irás en realidad a esquilarme la cabeza, ¿verdad?
Ruth tuvo que reprimir la risa al ver la cara que puso Nath. Parecía un niño pequeño al que le piden cuentas por alguna trastada y espera que hagan la vista gorda con él.
—Buscas clemencia, ¿no es cierto?
Nath asintió con la cabeza y sonrió tímidamente.
—Bueno, querido mío, pero ahora no estamos en la iglesia. Lo que uno se juega de palabra es una deuda de honor. ¡Agacha la cabeza!
Las dos mujeres nama se echaron a reír haciendo que se tambalearan sus turbantes. Santo no pudo reprimirse tampoco y esbozó una sonrisa burlona. Aquello era ya demasiado para Nath.
—¡Largaros, caras de simio! Vuestras risas de negro me están poniendo muy nervioso.
Durante unos instantes, a Ruth se le pasó realmente por la cabeza que Nath podía irse de rositas sin salir trasquilado, pero ahora le dio con determinación al botón de encendido de la cabeza esquiladora y la pasó por la cabeza agachada de Nath hasta dar cuenta del último pelo. A continuación apagó el aparato y le acarició la calva.
—Bien, querido mío. Y solo te digo, para que lo sepas, que no te he rapado al cero porque hayas perdido la apuesta sino porque has llamado caras de simio y negros a mi gente. ¡Y ahora, largo de esta finca! Puedes estar contento de que no vaya por ahí contando por qué te has despedido de tu bonito tupé.
Ruth se dio la vuelta y limpió las esquiladoras pasándoles agua. Seguía estando enfadada. Sabía que entre los blancos, y en especial entre los granjeros blancos, había muchos que no trataban a los trabajadores negros como a semejantes suyos, pero no era ese el caso en Salden’s Hill. Aquí contaba cada persona, todas tenían el mismo valor. Lo importante era solamente si se era un buen trabajador y si se podía confiar en la persona o no.
—No lo quise expresar en esos términos —aclaró Nath—. Me refiero a lo de las caras de simio.
—Pero lo dijiste así —repuso Ruth sin dignarse a dirigirle ninguna mirada más. Unos instantes después oyó los pasos de Nath, un portazo y el sonido de la moto al arrancar.
—Bien hecho, jefa. Gracias —dijo Santo, quitándole a Ruth de las manos los aparatos para fijarlos de nuevo a los cables después de la limpieza. La joven granjera le hizo un gesto de rechazo con la mano. De pronto sintió un cansancio infinito.
Windhoek había sido para Ruth desde siempre un sinónimo de infierno. Ahora, ella se encontraba desde hacía unos minutos enfrente de la estación intentando cruzar la calle con desesperación, pero apenas echaba un pie hacia delante se le acercaba un automóvil a toda velocidad tocando la bocina y asustándola, de modo que ella volvía a retroceder a la seguridad que le ofrecía la acera. Había una multitud de personas pululando por allí riendo, insultándose, haciendo ruido al pasar a su lado. Pasó un carro tirado por un asno, un ciclista hizo sonar el timbre, alguien arrancó el motor de un automóvil.
—Hola, es usted pueblerina, ¿verdad? —se dirigió amablemente a Ruth un caballero anciano.
—Si se refiere usted a que soy campesina, tiene usted razón —repuso Ruth, llevándose la mano al pelo con un gesto nervioso. Hoy vestía un pantalón gris de tela a juego con una blusa clara, y se había recogido el pelo en la nuca con un pasador.
—¿Adónde se dirige usted? —preguntó él.
Ruth cerró ligeramente los ojos. Su madre le había advertido siempre sobre los peligros de la ciudad y en especial sobre los hombres. No obstante, en aquella pregunta no fue capaz de encontrar nada reprochable.
—Quiero ir al banco de los granjeros —respondió ella.
—Venga conmigo. Compartamos un taxi. Voy en esa dirección —dijo él, haciendo una señal a un automóvil para que se acercara.
—¿Qué hace aquí en Windhoek? —preguntó ella después de subirse al vehículo y sentarse al lado de aquel hombre en el asiento trasero—. ¿Vive usted aquí?
El hombre negó con la cabeza.
—Soy de Ciudad del Cabo.
—¿Y qué viene a hacer usted en Windhoek? —preguntó Ruth, observando al hombre con más detenimiento. Tenía la piel muy clara, pero Ruth había vivido el tiempo suficiente en África para darse cuenta de que no era completamente blanco.
Él se inclinó hacia Ruth.
—Habrá algo de agitación hoy en la ciudad. Señorita, le aconsejo que regrese enseguida a su granja, tan pronto como haya despachado sus asuntos en el banco. Es un sitio demasiado peligroso este.
Ruth se sorprendió.
—¿Qué es lo que va a pasar hoy?
—¿Es que no escucha usted la radio?
Ruth negó con la cabeza.
—Nuestro receptor está conectado a la batería de un automóvil. Mi madre no quiere la batería en casa porque dice que afea el salón de estar. Así que para escuchar la radio tengo que ir a la sala de máquinas, pero la mayoría de las veces me encuentro demasiado cansada para tal cosa.
El sudafricano se echó a reír, pero en un instante recuperó el gesto serio.
—Los negros están armando bronca. No es que sea algo nuevo, de hecho siempre están armando bronca, pero dicen que hoy van a trasladar a otro lugar a algunos de ellos. Son tontos estos negros, no entienden la medida. En lugar de alegrarse de poder convivir ahora entre ellos y de poder conversar entre ellos, sea en el idioma que sea, y de poder celebrar sus extrañas fiestas y sus rituales, y ejercer incluso su espantosa religión vudú, se creen que se les quiere robar.
—¿Robar el qué? —preguntó Ruth.
—¿Qué sé yo? Sus derechos, su opinión. Siempre andan poniendo peros a todo estos negros. Y si no tienen nada que objetarle al gobierno, entonces se vuelcan contra el tiempo o contra los blancos. En su manera de ver las cosas, los blancos tienen siempre la culpa de todo lo que sucede. «Negro» es ahora la nueva palabra para «inocencia», ¿lo sabía usted? —dijo él, echándose a reír y tratando de encontrar aprobación en su interlocutora.
Ruth dirigió la mirada a otra parte. Aquel hombre le estaba resultando cada vez más antipático. Le repelía lo que decía y cómo lo decía, y aún más cómo se le desfiguraba la boca cuando se reía.
—Solo conozco a los negros de nuestra granja —dijo ella en un tono un poco más áspero de lo que hubiera querido, debido al enfado reprimido—. Los conozco desde hace años, incluso me criaron dos mujeres negras. Les tengo cariño, y nunca he tenido la impresión de que nos echen la culpa de todo lo que ocurre.
El hombre alzó la mano, sonrió con indulgencia y le rozó la rodilla a Ruth con gesto paternal:
—Usted es una pueblerina, mi niña. Aquí en la ciudad imperan otras reglas y otras leyes que en la granja de ustedes. Los negros entienden algo de agricultura y de animales. En su granja, entre los matorrales, no hay nadie que les incite a la lucha contándoles que no son peores que los blancos y que por ello tienen los mismos derechos.
—Todos los trabajadores tienen los mismos derechos en nuestra granja, independientemente del color de su piel. Lo principal es que se haga el trabajo.
Ruth respiró hondo cuando el taxista se detuvo delante del edificio del banco de los granjeros. Hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza cuando el sudafricano renunció a la parte de ella en el pago de la carrera, alzó la mano para saludar y siguió con la mirada al automóvil al marchar. Seguía estando asombrada de aquel hombre, de lo que había dicho. Se burló de la opinión que había expresado de que los negros valían menos que los blancos. ¡Que se lo dijeran a Mama Elo y a Mama Isa! Las dos agarrarían la escoba y echarían del lugar al bocazas llenándole de improperios.
Bien, de todas maneras no iba a volver a verlo, y no era el momento oportuno para romperse la cabeza con hombres como él. Ella tenía planes más importantes. Se encogió de hombros y levantó la mirada hacia aquel imponente edificio sobre cuya entrada estaban grabados con letras doradas el nombre y el logo del banco.
Apenas se acercó a la puerta de entrada, se la abrió un empleado en librea.
—Buenos días, señora —la saludó solícito.
Ruth se sobresaltó. ¡Aquello era algo de lo más insólito! ¡Al fin y al cabo ella era granjera y estaba acostumbrada a abrirse ella misma las puertas! No menos exagerados le parecieron aquel gran vestíbulo, con un suelo que resplandecía a la luz de una enorme lámpara de araña, las barandillas doradas de las escaleras y las alfombras rojas. Pero eso significaba que había también granjeros muy ricos, se confesó a sí misma. Mucho más ricos que los pobres granjeros de ganado lanar en la linde del desierto de Kalahari.
Ruth estiró los hombros como para infundirse valor y se dirigió a una de las ventanillas con la cabeza bien alta. Detrás había una mujer joven de aspecto simpático.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?
Tenía una sonrisa seductora, y Ruth comenzó enseguida a sentirse más segura.
—Mire, hemos recibido esta carta de ustedes —dijo Ruth, poniendo la carta de la cancelación del crédito encima de la mesa—. Debe tratarse por fuerza de un malentendido. El señor Claassen nos prometió con un apretón de manos hace tres años que el crédito se prorrogaría. Nos dijo que la cancelación era una pura formalidad para adaptar el importe al tipo de interés actual. Estoy aquí para solventar inmediatamente esa formalidad.
La joven empleada sacudió la cabeza con gesto compasivo.
—Me temo que no voy a poder ayudarla. Los acuerdos que tomamos en esta entidad bancaria los fijamos por escrito en cada caso. Solo así poseen validez jurídica. Su crédito no puede prorrogarse simplemente con un apretón de manos, a no ser que posea usted capitales o bienes con que avalarlo.
—Espere un momento. —Ruth revolvió en su bolso y extrajo un archivador—. Aquí está la lista de nuestras propiedades. En ella figura cada máquina y cada cabeza de ganado. Tenemos mil cuatrocientas ovejas caracul y cuatrocientas vacas. En estos momentos, nuestra situación es mucho mejor que la de hace tres años.
Se disponía a pasarle los documentos a la mujer por encima de la mesa, pero esta hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Yo no puedo hacer nada más por usted si le ha sido denegada su solicitud de crédito.
—Pero ¿por qué motivo? ¿Y qué significa, en este caso, «solicitud»? No solicitamos nada, teníamos un acuerdo. —Sin querer, Ruth había alzado en exceso la voz. Los empleados del banco que estaban detrás de otras mesas dirigieron entonces la mirada hacia ella. Incluso hubo uno que se levantó y preguntó a su colega si necesitaba ayuda.
La mujer hizo un gesto negativo con la mano.
—No, todo marcha bien. —Entonces juntó las manos por encima del tablero de la mesa y miró a Ruth con determinación—. Solo puedo repetirle que no podemos ayudarla. Ha cambiado la coyuntura económica. Ha disminuido desde Europa la demanda de lana de oveja caracul. De ahí que la evolución de su granja tenga por fuerza una tendencia regresiva, y eso a pesar de que ahora no perciban ustedes ninguna anomalía. Los próximos años van a ser complicados para todos los granjeros de ganado lanar. Una única temporada prolongada de sequía es suficiente para llevar a la ruina definitiva a su granja. ¡Comprenderá usted que en esas circunstancias no podamos concederle una prórroga de su crédito!
Volvió a realizar un gesto de saludo con la cabeza dirigido a Ruth, y a continuación llamó al siguiente cliente para que accediera a su ventanilla.
Ruth perseveró unos instantes junto a la empleada del banco. Estaba desconcertada y se sentía tan miserable como una cucaracha. Pero entonces le sobrevino de pronto su carácter luchador.
—Espere un momento, por favor. Usted acaba de detallarme prolijamente la situación, pero a pesar de todo no estoy convencida de que su valoración sea la única posible. En los últimos tres años hemos reorganizado el negocio y tenemos planes para que la demanda procedente de Europa no nos afecte tanto. Quiero hablar con el señor Claassen. Ahora mismo.
En el rostro de la mujer joven se dibujó una sonrisa maliciosa.
—Como usted desee. ¿Tiene concertada ya una cita?
Ruth negó con la cabeza.
—Ya me lo había imaginado. Desgraciadamente, así, sin cita previa, no existe posibilidad alguna de hablar con el señor Claassen.
Ruth se estaba descomponiendo de la rabia en su interior. Con sumo gusto le habría dicho a la mujer de la ventanilla lo que pensaba de ella, que no tenía ni idea, que debería visitar primero una granja para saber cómo funciona y poder hablar entonces de prosperidad y de ruina. Pero Ruth sabía también que no conseguiría nada más aquí. Saludó con un movimiento de la cabeza, se dio la vuelta y descendió los peldaños de la escalera de mármol para regresar de nuevo al vestíbulo.
En la salida se dirigió al empleado uniformado, quien, al verla, se dispuso a abrirle la puerta.
—Muchas gracias, joven, pero voy a demorarme un poco más en este edificio. ¿Sería usted tan amable de decirme en qué despacho se encuentra el señor Claassen?
Ruth se había decidido con toda conciencia a utilizar ese lenguaje insoportablemente rebuscado. Una cosa había captado inmediatamente en su breve visita al banco de los granjeros, y era que en él imperaba la apariencia y no la sustancia.
—Despacho 124, primera planta, suba en el ascensor y vaya a la izquierda. Lo encontrará enseguida.
Ruth le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y poco después se encontraba delante del despacho mencionado. Llamó a la puerta breve y enérgicamente, pero no esperó a que la invitaran a entrar sino que abrió la puerta de golpe.
Era evidente que Claassen no contaba con ninguna visita. Cuando Ruth entró atropelladamente en su despacho, él se incorporó de un susto por detrás de su escritorio y apartó los pies de encima de la mesa.
—No recuerdo haberle pedido que entrara.
—Eso puede que se deba a la edad que tiene usted —repuso Ruth con gesto imperturbable—. Pero no es motivo para estar preocupado.
Ella soltó el archivador encima del escritorio de Claassen, produciendo un sonoro estampido, y se sentó en el sillón de piel de enfrente sin que la invitaran.
—He venido para fijar por escrito la prórroga acordada del crédito.
Claassen juntó los párpados y se quedó mirando a Ruth de arriba abajo con gesto despectivo.
—La señorita Salden, ¿verdad? Ya recuerdo. Hace tres años hizo notar usted su presencia también con una conducta francamente detestable.
Ruth sonrió.
—En Salden’s Hill han cambiado algunas cosas desde entonces, exceptuando mi conducta, por supuesto. Todo eso está en los documentos. ¿De acuerdo?
—En su granja puede que todo siga su curso, pero el mundo sigue girando a pesar de todo. Namibia ha vivido una evolución asombrosa en los últimos años. Antes, la ganadería figuraba en primer lugar. Entretanto, el país exporta principalmente riquezas del subsuelo. La mina Rössing, en las cercanías de Swakopmund, es ahora la explotación minera de uranio a cielo abierto más grande del mundo. Luego están los diamantes. Una tercera parte, mi querida señorita Salden, una tercera parte de las exportaciones se realiza con diamantes. Además exportamos mineral de uranio, cobre, plomo, zinc, pirita y otras riquezas del subsuelo pero en cantidades no tan importantes. ¿Y quiere usted jugar en esta liga con sus ovejas? ¿O ha venido usted quizás a contarme que en sus pastos brillan aquí y allá algunos diamantes entre las cagarrutas de las ovejas? Eso cambiaría sustancialmente las cosas, como es natural. En ese juego sí podríamos involucrarnos.
—No es ningún juego, es nuestra existencia, señor Claassen. Pero muchas gracias por su conferencia. De sus palabras infiero que su banco hace muy buenos negocios. Así pues, ¿qué le cuesta a usted prorrogar nuestro crédito? —preguntó Ruth, tratando de controlarse para no quitarle de la cara a aquel hombre su sonrisa burlona con un tortazo.
Claassen se mojó los labios que parecían lombrices en su rostro, de lo húmedos y brillantes que estaban.
—¿Qué gasto estaría dispuesta a hacer para el crédito? —preguntó él inclinándose hacia delante y deteniendo la mirada en los pechos de Ruth—. Gratis solo sale la muerte, como dice la gente de aquí.
Ruth cruzó los brazos ante el pecho y miró a Claassen con rabia.
Este no esperó la respuesta, sino que siguió hablando directamente.
—Estaba dispuesto a daros facilidades, pero el amor con amor se paga. Y esto ocurre, de una manera muy especial, en el mundo de los negocios. Tu madre, hija mía, no entendió esto. Tú podrías arreglar la torpeza de tu madre. Así pues, el futuro y el bienestar de la granja están por completo en tus manos.
¡Ruth habría podido estremecerse de asco por lo mucho que le repugnaban las palabras y las miradas de Claassen! ¡Y su continuo chasquear con la lengua! Volvió a mirar a Claassen con una sensación de enorme repugnancia. A continuación agarró el archivador sin decir palabra, se lo puso bajo el brazo y se dirigió a la puerta.
—¡Bueno, bueno, señorita mía! ¡Piénselo bien! No tiene por qué salir perjudicada —dijo Claassen, riéndose como una cabra.
«Antes me pongo a mendigar las 15 000 libras en el hotel de lujo de Windhoek que aceptar un solo céntimo de cobre de Claassen», pensó ella mientras abandonaba el banco con paso firme y decidido.
En la calle respiró hondo. El aire se había calentado, entretanto se había cargado de gases de combustión, del humo de la industria y de las emanaciones de una multitud de personas. Ruth sintió una nostalgia de Salden’s Hill tan profunda que sus ojos estuvieron a punto de inundarse de lágrimas. Apenas se atrevía a respirar aquella mezcla fétida, le parecía que aquel aire se podía masticar igual que un chicle. Y a pesar de que la temperatura era tórrida y asfixiante, Ruth se estremeció de frío. Miró hacia la fachada del banco y la recorrió con los ojos, contempló de nuevo las ventanas relucientes, recordó los pomos brillantes de las puertas, el suelo de mármol. Todo en aquel edificio resultaba frío, todo parecía gritarle a la cara: «¡Las personas como tú no tenéis cabida aquí!».
Cuanto más contemplaba el banco, más fuertes se hacían sus temblores. Entretanto era mediodía, y del edificio del banco salían empleados vestidos con camisas blancas limpísimas, con la raya del pantalón bien marcada y zapatos de lustre perfecto. Las escasas mujeres entre ellos estaban maquilladas y llevaban vestidos que Ruth no se pondría siquiera para el baile de los granjeros por el profundo escote que tenían y por cómo bamboleaban las faldas. Todo aquí estaba limpio y era frío y uniforme. Miró los rostros de aquellas gentes. Esas personas de aquí, ¿iban a decidir sobre el destino de una granja? ¿Qué podían saber ellas?
Un hombre joven tropezó con Ruth y la empujó por el hombro, pero en lugar de disculparse, desfiguró la boca en una mueca de desdén, y prosiguió su camino llevando a su esposa del brazo.
Ruth se miró hacia abajo, contempló la tela barata y arrugada de sus pantalones, las manchas de sudor en las axilas que dibujaban unos círculos claramente visibles sobre su blusa blanca, y sus zapatos rústicos a los que faltaba cualquier indicio de elegancia. Entonces ya no pudo soportarlo más. Echó a correr como si quisiera huir, corrió sin saber adónde, dobló tres o cuatro esquinas, y de pronto todo el paisaje urbano se volvió completamente diferente.