15
Pasó mucho rato hasta que se consumió el contenido de todas las ollas y hasta que retiraron la pesada brocheta de la fogata. Los hombres y las mujeres habían saludado a Ruth a su manera, cantando canciones, tamborileando, incluso bailando, pero ninguno de ellos había cruzado una sola palabra con ella. Solo los niños se habían acercado con curiosidad hasta Ruth para tirarle de su larga cabellera pelirroja, sonriendo con la cabeza ladeada y hablándole en un idioma extraño. Y ella les devolvió la sonrisa, a pesar de no entender una sola palabra. No había dejado de mirar una y otra vez a Margaret, como si tuviera que convencerse de que la mujer de la duna era en realidad su abuela, y no un espíritu que la piedra de la nostalgia había hecho aparecer con la forma de su abuela. Alguna que otra vez tocó brevemente la mano de Margaret, para apretársela y acariciarla ligeramente. Pese a lo extraña y curiosa que estaba resultando la celebración, Ruth tenía la sensación de estar protegida con su presencia, una sensación que no poseía desde los días de su infancia.
Pero ahora la fiesta había tocado a su fin. Los niños dormían, las mujeres habían recogido los cacharros y se habían metido en sus pontoks. Los hombres habían hecho una reverencia a la mujer blanca desde lejos y se habían acostado también. Solo Ruth y Margaret Salden permanecían todavía sentadas junto a la fogata mirando las brasas.
—¿Cómo sucedió todo? —dijo Ruth al cabo de un rato interrumpiendo el silencio—. Cuéntame toda la historia.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Margaret.
Ruth se encogió de hombros.
—No mucho, en realidad casi nada. Lo que sé lo sé por mis sueños, de los cuales deduzco que están en relación con la piedra de la nostalgia.
Se sacó la piedra por el escote para mostrársela a su abuela.
Margaret asintió con la cabeza y bebió un sorbo de agua.
—De esa piedra se dice que obra milagros, pero no he creído en ella hasta ahora, después de haberte conducido hasta aquí. Mírala con atención. ¿Qué ves en ella?
Ruth frunció los labios.
—Pues una piedra. Por el color parece azúcar cande, un poco sucia. Por las márgenes parece que tenga unas vetas negras pegadas. Es cortante de un lado, como si hubiera sido tallada; por el otro lado es agradable al tacto y manejable, como si fuera su forma natural, propia.
Margaret Salden sonrió.
—Es un trozo del Fuego del Desierto, un diamante en bruto.
Ruth puso unos ojos como platos y se quedó mirando fijamente a la piedra.
—¿Un diamante? ¿Tan grande? Dios mío, ¿he estado llevando todo este tiempo al cuello la solución a todos mis problemas, como si fuera una muela de molino?
Margaret asintió con la cabeza.
—Esas cosas pasan a veces.
—¿El qué?
—Que la solución de nuestros problemas nos hace muy desdichados y nos empuja al suelo como una losa. Te lo ha dado Eloisa, ¿no es cierto?
—Sí, Mama Elo me lo dio cuando partí de Salden’s Hill.
—Es una mujer maravillosa, está llena de sabiduría, de la cabeza a los pies. ¿Qué te ha contado? Me refiero a la piedra.
Ruth entornó los ojos para poder concentrarse mejor, y a continuación resumió las imágenes de sus sueños.
—Ya puedes creer lo que te ha contado la piedra —dijo Margaret al acabar su nieta el relato—. Todo lo que has visto en sueños, sucedió exactamente así.
—Solo ignoro una cosa. ¿Cómo fue a parar el Fuego del Desierto a tus manos?
Margaret profirió un suspiro.
—Eran tiempos movidos los de aquel entonces. La rebelión de los nama y de los herero se extendía por todo el país. A pesar de que nosotros nos contábamos entre los que se habían construido una granja en las tierras de los herero, sabíamos que los negros tenían razón en sus reclamaciones, pero ¿quién entrega algo que ya ha pagado una vez con dinero, incluso habiendo sido tan poco ese dinero…? Un buen día (yo ya estaba embarazada, pero a pesar de ello recorría a caballo los pastos porque nuestros ayudantes negros se negaron a seguir trabajando para nosotros) me encontré a un nama que estaba herido de un disparo en una pierna y que parecía sufrir alguna que otra lesión interna. Yo quería mandar a buscar a un médico, pero él me lo prohibió. Así que me lo llevé conmigo a un viejo cobertizo y le atendí lo mejor que pude. Él era todavía muy joven, quería vivir, ¿me explico? Además estaba completamente seguro de que sus hermanos de tribu vendrían a por él más tarde o más temprano. «Poseo algo sin lo cual no pueden vivir. Ya verá, señora, cómo vendrán mañana y me llevarán a casa», me dijo, y hablaba con tanta convicción, que le creí. Pero nuestra zona estaba ocupada entretanto por los herero. Los soldados alemanes conquistaban ciertamente cada día territorios, pero los negros volvían a arrebatárselos por la noche. Era un caos infernal, nadie sabía con exactitud por dónde transcurrían los frentes. Había lugares en los que los nama y los herero luchaban codo con codo como hermanos contra el enemigo común, pero en otros lugares estaban enfrentados. Y en medio estaban acampadas siempre las tropas alemanas que disparaban a diestro y siniestro, y que no tenían en mente otra cosa que expulsar a todos los negros hacia el desierto para que se murieran allí de sed. Y en nuestro cobertizo teníamos a ese joven nama. Sus ojos resplandecían por la fe que tenía en el futuro. No estaba dispuesto a morir allí. Yo hice lo que pude, tienes que creerme. Eloisa me ayudaba. Hacía infusiones y preparaba ungüentos con hierbas del desierto, cocinaba platos ligeros, cada dos días mataba una gallina para ayudar al hombre a recuperar las fuerzas con unos caldos revitalizantes. Un día incluso fui a la farmacia de Gobabis y pedí penicilina exponiendo un falso pretexto, pero nada surtía el efecto deseado en su salud. El joven nama iba debilitándose con cada día que pasaba. Se le había inflamado la pierna, tenía los contornos de la herida muy ennegrecidos y deliraba con las altas fiebres. A pesar de todo, su confianza seguía siendo firme. ¡Ruth, tendrías que haber visto sus ojos! Todo en su interior estaba inflamado, destrozado; lo único que lo mantenía en vida era su esperanza. No habría imaginado jamás que fuera posible una cosa así.
Ruth vio cómo asomaban las lágrimas a los ojos de su abuela al recordar aquellos sucesos. Tomó la mano de Margaret entre las suyas y se asustó de lo fría que estaba. Le tendió el vaso de agua. Una vez que vio que la anciana lograba recomponerse del todo le preguntó en voz baja:
—¿Y qué pasó entonces?
—Se producían muchas escaramuzas alrededor de la granja. Podía darse por hecho que no tardarían mucho tiempo en aparecer por allí los herero o los alemanes. Y ese día llegó. Cuando el joven negro oyó los primeros disparos de la artillería, se extinguió su fe. Pude ver en su cara el abatimiento, se puso pálido, y cada vez estaba más y más débil. Entonces, los alemanes enviaron exploradores a caballo. El negro oía los resoplidos de los animales desde su escondrijo y supo que había llegado su hora. Era el momento de renunciar, el momento de morir, pero también era el momento de hacer una revisión de su vida. Me entregó un paquetito y me hizo jurar que protegería el paquetito como a mi propia vida. Y dijo que destruyera el paquetito el día que reinara la paz y que hubiera justicia por igual para negros y blancos.
—¿Y en el paquetito estaba el diamante Fuego del Desierto?
—Así es. No lo vi hasta que regresé a la casa de la granja. Tu abuelo Wolf, para quien la última voluntad de un moribundo todavía era algo sagrado, escondió el diamante en un agujero del pozo recién excavado. Ahí debía permanecer hasta que se restableciera la paz. No sabemos quién nos delató finalmente, a nosotros y al joven nama. En nuestra granja trabajaban por aquel entonces no solo personas de la tribu herero, sino también de los damara, de los owambo, de los nama e incluso algunos san. Uno de ellos debió de descubrir al herido y se lo comunicó a los alemanes. Quizá fue nuestro administrador alemán. Nunca lo supimos. En cualquier caso, al día siguiente encontramos el cadáver del joven negro. Le habían castrado, le habían pinchado en los ojos, le habían cortado la lengua y le habían dejado sin dientes. Eloisa nos ayudó a Wolf y a mí a enterrarle según el rito nama. Dos días después traía yo a mi hija al mundo. Entretanto seguían los combates en torno a la granja. Unas veces ocurrían lejos de Salden’s Hill, pero luego se acercaban, enmudecían durante algunas horas para proseguir después con más intensidad si cabía. Transcurrió una eternidad, pero en ese tiempo se veían por la granja cada vez más forasteros que no estaban allí por la rebelión… Y entonces fue cuando llegó la noche que transformó mi vida. Eloisa nos informó que se planeaba un ataque a Salden’s Hill. Wolf se rio, pero Eloisa nos insistió que abandonáramos la granja. Wolf acabó cediendo finalmente. Sacó el diamante Fuego del Desierto del escondrijo en el agujero del pozo. Y entonces todo sucedió con mucha rapidez. Primero llegaron los rebeldes; luego, los soldados. Prendieron fuego a la casa, mataron a los pocos trabajadores que nos quedaban. Wolf, tu abuelo… Él… Él… —Margaret no pudo continuar hablando porque las lágrimas ahogaron su voz.
Transcurrió un buen rato hasta que encontró de nuevo las palabras. Ruth le acariciaba suavemente la espalda.
—Le pegaron un tiro al ir a sacar la piedra. Le disparó un blanco. Todavía hoy sigo viendo ante mí el rostro del asesino. Podría pintarlo, sería capaz de dibujar cada línea de su cara. Su odio. Su codicia. —La anciana se interrumpió, bebió algunos sorbos y continuó hablando—: Yo salvé la piedra, la escondí junto a mi corazón. Sabía que tenía que marcharme enseguida de Salden’s Hill. Tenía que marcharme para salvar la vida de mi hija.
—¿Por qué no te llevaste a Rose contigo?
Margaret hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Era tan pequeñita y tan tierna. Habría sido imposible huir con ella. Habría muerto en el intento. Yo no tenía ni idea de en dónde iba a obtener la siguiente comida, no sabía dónde había agua ni un lugar para pernoctar. Así que la dejé con Mama Eloisa. Sabía que ella defendería con su vida a mi Rose. Y estaba también segura de que no estaría huyendo durante mucho tiempo, y que pronto podría regresar a buscar a Rose. ¿Lo entiendes, Ruth? Mi vida estaba en peligro. Si Rose hubiera permanecido conmigo, eso habría podido significar su muerte.
—¿Huiste a caballo mientras ardía la casa señorial? —preguntó Ruth—. Así lo he visto yo en mis sueños.
Margaret asintió con la cabeza.
—Sí, fue así. Cabalgué sin saber adónde ir. Ya no tenía ningún hogar, y lo que era aún peor, no sabía quiénes eran mis enemigos. ¿Eran los herero que deseaban robar el alma de los nama? ¿Eran renegados nama que querían vender el diamante? ¿O eran alemanes quienes me seguían el rastro? No sabía en quién podía confiar, me escondí en el desierto, evité los poblados. Con Rose habría tenido que arrojar la toalla y habríamos muerto las dos, o de hambre o por los disparos de los perseguidores.
—Pero entonces fuiste a Lüderitz, ¿verdad?
—Sí. Simplemente ya no podía más. Todo seguía estando revuelto. Seguía sin ver la luz al final de mi huida, y se me estaban acabando las fuerzas. Y luego estaba esa piedra… Créeme, Ruth, no pasaba ningún día que no maldijera el diamante. Por culpa de esa piedra había tenido que abandonar a mi hija, por culpa de esa piedra había tenido que morir mi marido, y por culpa de esa piedra estaba yo fugitiva. No deseaba otra cosa que librarme finalmente del Fuego del Desierto. Así que forjé un plan. En Lüderitz me dirigí a la Compañía Alemana de Diamantes. Allí dije que quería vender la piedra. Vi el destello en los ojos de aquel hombre. Mostraba su codicia tan abiertamente que me entró el pánico. Me dijo que no podía decirme en ese momento el valor del diamante, tenía que preguntar primero en Europa y que eso tardaría solo unos pocos días, pero que no serían muchos y que le dejara la piedra allí porque estaría más segura en la caja fuerte. Me apremió y me atosigó, llegó incluso a amenazarme disimuladamente. Yo le dije que no sabía si tenía derecho a vender la piedra porque no era mía, solo me la habían confiado. Aquel hombre estuvo pensando unos instantes y luego mandó entrar a su despacho al abogado de la empresa y a un notario. El notario me expidió en un abrir y cerrar de ojos un documento que probaba que yo era la propietaria del diamante Fuego del Desierto. Las leyes estaban formuladas de tal manera que yo, según las disposiciones vigentes, era en efecto la propietaria del diamante, pues al fin y al cabo lo había obtenido en mi finca, en Salden’s Hill. No importaba para nada que me lo hubiera confiado un nama. Lo importante eran las tierras en las que había muerto el hombre, es decir, según las leyes en vigor, yo era la heredera legal y, como tal, estaba autorizada a vender la piedra. Hice como si aquella noticia me alegrara enormemente, pero me negué a depositar allí el diamante Fuego del Desierto. Prometí que regresaría al cabo de algunos días. Agarré el documento de propiedad y desaparecí. Debí de interpretar muy bien mi papel de mujer desamparada y confusa, en cualquier caso me creyeron aquellos tiburones de diamantes. Hice circular entonces por Lüderitz el rumor de que quería vender un diamante en bruto. Fui a diferentes comerciantes y formulé preguntas. Sí, incluso llegué a ir al despacho de un armador y adquirí un pasaje para un viaje en barco a Hamburgo después de vender mi reloj y mis joyas. Entonces fue cuando vi de pronto al hombre que había asesinado a mi marido. Iba caminando por Lüderitz como si no tuviera nada que ocultar, como si todo el mundo fuera suyo. Subí a bordo del barco, ocupé mi sencillo camarote y dejé en él una maleta vieja que había adquirido anteriormente en el mercado. Poco después volví a ver a aquel hombre por segunda vez. Se encontraba en el muelle y hablaba airadamente con el propietario del barco. Poco antes de que zarpara el barco, salí a hurtadillas de él. Dejé Lüderitz al amparo de la oscuridad de la noche y me puse en camino hacia la bahía de los hotentotes. Allí vivían unos parientes de Eloisa y esperaba que ellos me proporcionaran cobijo.
—¿Querías ir a Alemania? —preguntó Ruth, interrumpiendo el relato de su abuela.
Margaret Salden negó con la cabeza.
—No, desde el principio había planeado comprar el pasaje del barco como maniobra de distracción, para utilizarlo como una pista falsa, pero ni presentía que aquel hombre andaba ya pisándome los talones. No te voy a aburrir con las peripecias de mi peregrinación por el desierto, Ruth, ya habrá tiempo para eso. Solo te diré que me quedé con los nama y que esperé a que se declarara la paz. Siempre llevaba conmigo el Fuego del Desierto. Me llegaron noticias de que la gente en Lüderitz suponía que me había ido a Hamburgo y que me estaban buscando allí, bueno, estaban buscando el diamante, sobre todo los de la Compañía Alemana de Diamantes. Cada día extrañaba a mi hija. Con el tiempo fui dándome cuenta de que esta tribu se estaba convirtiendo en mi familia. Pasaron muchos años cuando por fin enmudecieron las armas. Y yo me quedé aquí a vivir.
—¿Por qué no regresaste en algún momento a Salden’s Hill? ¿Por qué no fuiste a por Rose después? —preguntó Ruth.
Margaret profirió un suspiro.
—Estuve mucho tiempo luchando con esa posibilidad, pero si hubiera regresado, se me habrían echado inmediatamente encima los cazadores de diamantes, ya fueran negros o blancos. Habría vuelto a poner en peligro mi vida y la vida de Rose. No sabía lo que había sido del asesino de mi marido, no sé si andaba al acecho por si volvía a aparecer yo algún día. Y tampoco podía ir a buscarla así, sin más. Hacía años que no la veía. Un bebé se adapta rápidamente a su nuevo entorno. Estaba segura de que Eloisa estaba siendo una buena madre para ella. ¿Debía yo arrancarla de su entorno familiar y llevármela al desierto? ¿Debía obstruirle todas sus oportunidades de labrarse un buen futuro? Yo solo deseaba que Rose fuera feliz, una chica que pudiera ir a la escuela y aprender, una chica que tuviera un oficio, un hogar, quizás incluso un marido e hijos. Todo eso no le habría sido posible aquí. Ruth, yo solo deseaba lo mejor para mi hija, pero ni siquiera en la actualidad sé qué habría sido lo mejor para ella.
Margaret se calló, y Ruth se dio cuenta de que estaba agotada. Le pasó un brazo por los hombros, se acurrucó contra la anciana.
—Te ha echado de menos —repitió—. Todos estos años, Rose ha estado echando de menos a su madre. Mama Elo hizo todo lo que pudo, pero ella es negra y su mamá era blanca.
—Pero están bien, ¿no es cierto?
—Sí, están bien. Y ahora deberíamos irnos a dormir. Solo una cosa más. ¿De dónde procede la piedra que los nama llaman la piedra de la nostalgia, la piedra que llevo yo al cuello?
—La llevaba colgando el joven nama en la granja. Como ya te he dicho, es un trozo del Fuego del Desierto. Quien la lleva consigo, se halla bajo la protección especial de las divinidades nama. Me la dio a mí, y yo se la di a Eloisa, pues por aquel entonces no conocía la importancia de esa piedra. Para alivio mío se demostró que yo actué correctamente por aquel entonces.
Ruth se levantó y le tendió la mano a su abuela para alzarla. Margaret señaló con el dedo una choza de madera que quedaba algo apartada.
—Ahí vivo yo, y ahí vamos a dormir.
Las dos mujeres caminaron del brazo en dirección a la choza. En el trayecto se le pasó algo más a Ruth por la cabeza.
—¿Cómo reaccionaron los nama cuando se enteraron de que tú tenías el Fuego del Desierto?
—No fue fácil. Durante mucho tiempo anduvieron divididos entre dos pensamientos. Por un lado les parecía que yo era una enviada de los antepasados, pero, por otro, desconfiaban de mí por ser blanca. ¿Cómo podía tener esa piedra una blanca? El jefe de la tribu, que ya no vive en la actualidad, pronunció finalmente su veredicto. Yo era una enviada de los antepasados, y juzgó que si yo hubiera deseado algo malo, no me habría internado en el desierto del Namib. Yo había devuelto el alma a los nama, y por ese motivo me otorgó los mismos honores que a un antepasado nama.