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A pesar de que Ruth estaba muerta de cansancio, esperó pacientemente a que su madre se quedara por fin dormida. Escuchó con atención la respiración uniforme que salía del dormitorio de su madre y luego se coló a hurtadillas en el despacho de abajo, como una ladrona. A Rose no le gustaba que entrara nadie en el cuarto de trabajo, y aún toleraba menos que alguien anduviera curioseando en sus documentos y desordenándolo todo. De ahí que Ruth se detuviera unos instantes en el umbral de la puerta para fijar en la mente todos los objetos y dejarlos después tal como los vio al entrar. Encima del escritorio situado frente a la ventana estaba el calendario de su madre, a la derecha se encontraba la lámpara de escritorio, a la izquierda la cajita de los lápices, junto a esta una foto de Ruth y Corinne. El resto del cuarto estaba también ordenado, no había polvo, ni papeles, ni siquiera un cuaderno abandonado.
Ruth se sentó detrás del escritorio, que al parecer era herencia de su abuelo, abrió el cajón superior y extrajo con cautela la carpeta que contenía los extractos de las cuentas bancarias. Con el corazón acelerado hojeó todo un año y examinó si se habían pagado puntualmente los plazos del crédito. Su madre había ingresado quinientas libras inglesas cada primero de mes en la cuenta del banco de los granjeros en Windhoek. En la actualidad había todavía unas seiscientas libras en la cuenta de la granja y trescientas veinte libras en la cuenta privada de Rose. No era mucho, pero también era normal porque el trabajo en la granja era un trabajo estacional. Pronto esquilarían las ovejas y venderían la lana, de modo que volvería a fluir el dinero en la caja. Así pues, ¿por qué iba a estar Salden’s Hill al borde de la quiebra?
Ruth desplazó la carpeta a un lado con gesto de desconcierto, apoyó la cabeza en las manos y se puso a pensar. ¿Habían llevado a cabo grandes adquisiciones o gastos especiales en el año en curso? Bien, habían revisado el generador y habían retejado el cobertizo que servía de garaje. Pero había habido dinero para todo eso. Ruth sacudió la cabeza con el gesto de quien no entiende.
Con mala conciencia abrió el cajón en el que Rose guardaba sus asuntos privados. Le pareció que estaba cometiendo un sacrilegio cuando extrajo el atado de cartas que en su mayoría eran facturas y pedidos, tal como descubrió al pasar las hojas. Todo el mundo en aquella casa sabía que ese cajón era tabú. No obstante, Ruth siguió buscando y dio en el fondo del todo con una publicación no muy gruesa de una inmobiliaria. Miró con admiración los anuncios subrayados en rojo y glosados con comentarios: Pisos en Swakopmund. «Demasiado caro», había anotado su madre debajo del primero, «ya otorgado», debajo del segundo y debajo de otro más, «llamar de nuevo a finales de mes». Ruth no daba crédito a sus ojos. ¿Quería su madre irse a vivir a Swakopmund en serio? ¿Iba a vender realmente la granja? ¿Era eso lo que había querido decir Tom cuando le comunicó la oferta por los pastos de Green Hills?
Ruth se recostó en el sillón, confusa. El reloj de pared dio doce campanadas, la medianoche. Era tarde y solo tenía unas pocas horas para dormir. ¿No era mejor que hablara con su madre, en vez de andar jugando a esas horas a detectives? Su mirada fue a parar al calendario abierto: «café con la señora Miller», «revisión del Dodge y del tractor», «dentista», «peluquero», y otras entradas más que no eran interesantes. Siguió hojeando hasta que le llamó la atención una anotación en la última semana de diciembre. «¡Expiración del crédito, suma pendiente de pago!».
Ruth estaba sorprendida. ¿Qué podía significar aquello? El único crédito que arrastraba la granja llevaba ya tres años en marcha y nunca había deparado ningún problema. ¡Y acababa de convencerse después de haberlo visto con sus propios ojos!
Todavía se acordaba del inicio del verano del año 1956. Se había hecho cargo de la granja después de la inesperada muerte de su padre, había jubilado al administrador y había adoptado otros métodos para la cría de ganado y para la utilización de los pastos. Todos los vecinos predijeron un futuro de oro para Salden’s Hill. Las ovejas prosperaban maravillosamente, la lana era de la mejor calidad, la compra de forraje se había reducido a la mitad debido a la rotación de los pastos. Ruth estaba contenta a pesar de que su padre había muerto. Era feliz y estaba esperanzada como nunca antes en su vida. Se levantaba todos los días de la cama con la cabeza llena de planes y con renovados bríos. Quería poner el mundo patas arriba y criar también cabras además de las ovejas caracul y de las vacas.
Quería montar una quesería propia en Salden’s Hill, aparte de adquirir nuevos establos, máquinas nuevas y un generador nuevo con doble rendimiento. La intención de Ruth era convertir Salden’s Hill en la granja más grande y lujosa de toda la Namibia central en un periodo de diez años. Planeaba enseñar la fabricación del queso a las mujeres de los trabajadores negros y vender sus productos primero en Gobabis, luego en Windhoek y posteriormente en todo el país. Ya había ideado y probado nuevas recetas para el queso en colaboración con Mama Elo y Mama Isa, queso fresco de cabra con menta, por ejemplo, o queso de oveja con hierbas, además de higos rellenos de queso fresco y queso de oveja macerado en una salsa de nueces y miel, siguiendo una receta que había visto en una revista alemana.
Ruth había soñado con proveer con sus productos a los locales de restauración refinada, hoteles y viviendas de vacaciones de todo el país. Y nadie había dudado de que lo conseguiría. Las cosas parecían funcionar efectivamente tal como había previsto ella. Los corderos caracul habían aportado más dinero de lo esperado en la subasta de primavera que había tenido lugar en Gobabis, y los precios de la lana habían llegado a cotas muy elevadas debido a que en Europa, después de la guerra, se había incrementado la demanda de productos lujosos. Pero entonces, uno de los trabajadores de la granja se dio cuenta de que algunas ovejas se restregaban con tanta fuerza contra el vallado y contra el cercado de los pastos que la lana se quedaba prendida en él, en jirones. Ruth llamó inmediatamente al veterinario, pero este la tranquilizó y le explicó que podía deberse al nuevo forraje concentrado que Ruth había administrado a las ovejas a causa de la sequía. Los animales tenían que habituarse primero al cambio de forraje.
Ruth se quedó de piedra cuando poco después los trabajadores de la granja le informaron de que algunas ovejas se habían puesto a temblar y a rechinar con los dientes, y que el resto del rebaño se mostraba desasosegado. En la escuela de agricultura había oído hablar de la tembladera y conocía los síntomas. Pero ¿podía afectar nada menos que a su rebaño esa enfermedad dañina? ¡Jamás! ¡Una cosa así solo podía pasarle a los demás, pero no a ella, no a su rebaño!
Volvió a aparecer el veterinario, y de nuevo consiguió tranquilizar a Ruth. Le explicó que hacía más de una década que no se había declarado ningún brote de tembladera en aquella zona.
No obstante, Ruth llevó a analizar la primera oveja que murió y mandó que la examinaran en el Instituto Veterinario de Windhoek. El diagnóstico fue un duro golpe para Ruth y para toda Salden’s Hill. El rebaño estaba afectado de tembladera y había que sacrificarlo entero. Y eso no fue todo, porque los gérmenes patógenos de la tembladera eran tan resistentes que podían sobrevivir durante años en los pastos y en los establos. De ahí que fuera muy probable que volviera a contagiarse otro rebaño nuevo. Además, los animales sacrificados tuvieron que ser incinerados en un centro de eliminación de cadáveres, lo cual no era precisamente nada barato. En la incineración de sus ovejas, Ruth también vio convertirse su futuro en humo. Adquirir un nuevo rebaño, nuevos establos, nuevos pastos, eso significaba recomenzar del todo y era imposible desde el punto de vista de la financiación.
Ya no recordaba qué vecino le había propuesto que aceptara un crédito en el banco de los granjeros en Windhoek, pero se acordaba perfectamente que a los pocos días apareció por Salden’s Hill un caballero bien vestido de mediana edad, que se deshizo en cumplidos hacia Rose y que llegó incluso a besarle la mano. Llegó como un salvador en una situación muy apurada; con un movimiento de la mano les borró todas las preocupaciones y les pintó el futuro de la granja de color de rosa. «Un pequeño crédito en las mejores condiciones, por fortuna no se requiere nada más», afirmó aquel hombre, y lo dijo con un tono tan comprensivo y paternal que Ruth confió en él y aceptó que su madre se hiciera cargo de las negociaciones. Rose poseía sencillamente más habilidad para ese tipo de asuntos y disponía además de una considerable cantidad de encanto cuando ella quería. En cualquier caso, el señor del banco de los granjeros se convertía en una persona muy ágil y activa cuando se encontraba cerca de Rose.
Poco tiempo después, Salden’s Hill dispuso de la bonita suma de treinta mil libras que debían ser devueltas en un periodo de tres años en cómodos plazos mensuales. Así pues, había suficiente dinero para comprar un rebaño joven y sano. También había bastante capital para adquirir nuevos pastos colindantes con Green Hills. Los vecinos ayudaron en la construcción de los establos, y en el verano de 1957, Ruth pudo volver a soñar con un futuro prometedor.
Pero habían pasado los tres años y quedaba todavía por cubrir un remanente de quince mil libras, sobre cuyo reintegro no había tenido Ruth motivos para preocuparse hasta el presente porque su madre acordó en su momento con aquel empleado del banco —quien pronto se convertiría en un admirador empedernido de ella— que debería formalizarse otro crédito una vez transcurridos los tres años, crédito que habría que adaptar a las nuevas condiciones de los intereses. «Se trata de un asunto puramente formal», se dijo por aquel entonces. Ciertamente no existía ningún acuerdo por escrito, pero eso no era tampoco necesario. Al fin y al cabo, los granjeros eran gente sincera y honrada. Bastaba un gesto afirmativo con la cabeza, un apretón de manos, y quedaba sellado el acuerdo de esta manera.
Ruth suspiró y se quitó un mechón de pelo de la frente. «¿Quién sabe lo que Tom habrá oído decir?, seguramente habrá entendido mal —se dijo Ruth a sí misma, intentando calmarse—. Las cosas iban bien en Salden’s Hill, y cada año se iban poniendo mejor. ¿No habían vuelto sus ovejas a ganar un premio en la primavera pasada?».
Cuanto más se esforzaba Ruth en darse ánimos, con más fuerza se sentía corroída por dentro. Había algo que no encajaba en todo aquello. Se levantó y abrió la ventana para dejar paso a la fresca brisa nocturna. Ruth bostezó con ganas. «Es hora de irse a la cama —pensó—, mañana se aclarará seguramente todo».
Ruth se despertó completamente molida a la mañana siguiente. No encontró la manera de descansar y durmió solo unas pocas horas, de modo que vivió como una tortura el hecho de tener que levantarse. A pesar de todo se obligó a saltar de la cama, abrió la ventana e inspiró y espiró profundamente algunas bocanadas de aire. Ya a esas horas de la madrugada mostraba el cielo un azul cristalino con tan solo algunas nubes pasajeras de buen tiempo. El sol brillaba en las hojas de las acacias dibujando sombras negras en los muros de la casa. El molino se movía regularmente, en algún lugar cercano cacareó el gallo de Mama Elo, y allá a lo lejos reconoció Ruth a uno de sus rebaños.
Klette, la perra border collie, también estaba despierta y daba golpes a la puerta desde fuera. Ruth se la abrió de buena gana.
—Buenos días, pequeña. Enseguida te pongo algo de comer. ¡Espera un momentito nada más!
Ruth acarició a Klette y se metió rápidamente bajo la ducha. Pocos minutos después apareció en la cocina vestida con una camiseta y un pantalón de peto. Allí la esperaban ya Mama Elo y Mama Isa. Para Ruth, las dos mujeres nama formaban parte de la granja como las acacias y los matorrales; sin ellas era impensable vivir aquí. Ruth dio un beso sonoro en la mejilla a las dos mujeres, a continuación se sentó a la gran mesa de madera y devoró con ganas la porción grande de papilla de maíz que Mama Elo le tendió con un guiño de ojos.
—Y bien, niña, ¿has dormido a gusto? —preguntó.
—Ayer bailarías mucho en el baile de los granjeros, ¿verdad?, y tendrás los pies cansados —añadió Mama Isa, mirando a Ruth con mirada compasiva.
—¡Qué va! —La joven hizo un gesto negativo con la mano y se untó una tostada con mantequilla y gelatina de higo chumbo—. No bailé. Estuve sentada por ahí y me aburrí.
—¿Por qué no bailaste, eh? ¿Te crees muy fina para eso? —preguntó Mama Isa con un tono de enfado.
Ruth suspiró.
—No bailé sencillamente porque no sé bailar. —Tragó un bocado, cogió la siguiente tostada y prosiguió—: Además, nadie quiere bailar conmigo en realidad. No soy ni delgada ni lo suficientemente rubia. No resulta extraño entonces que todas esas fiestas me parezcan un horror.
—Tonterías —repuso Mama Isa—. No estás gorda, lo que pasa es que tienes una constitución física robusta, eso es. Los hombres de mi pueblo se chuparían los diez dedos por una mujer como tú.
—Puede ser —repuso Ruth—. Pero es que yo no soy una mujer nama. Y a los hombres blancos les gustan las mujeres como Corinne.
Mama Elo miró a Mama Isa, a continuación sonrieron las dos y se encogieron de hombros. ¡Cuántas veces no habían escuchado ya esa queja de Ruth!
—Ya encontrarás lo que te mereces —prometió Mama Isa.
Ruth se echó a reír.
—Por Dios, eso no, precisamente. —Entonces se levantó, llevó la vajilla usada al fregadero, llamó a Klette y se calzó las botas—. Voy a estar fuera. Transmite a los trabajadores las tareas que tienen encomendadas. Luego recorreré todo el vallado con el caballo. —Titubeó unos instantes. En ese momento le habría gustado hablar de inmediato con su madre, pero Rose dormía todavía, y el trabajo en la granja no se hacía solo.
—¿Hay alguna cosa más, niña? —preguntó Mama Elo—. Haces cara de estar preocupada.
Ruth se sintió como si la hubieran pillado en alguna falta y miró a un lado.
—No tiene ninguna importancia. Tengo que hablar con mi madre. Quizá lo haga hoy, al mediodía. —Hizo una señal a Klette, de modo que la perra se levantó de un salto y empezó a menear el rabo para salir con ella fuera de la casa.
Pocos minutos después, Ruth dio los buenos días a las mujeres de los trabajadores negros de la granja en un tono jovial. Estaban sentadas a las puertas de sus casas, cerca de la casa señorial; la mayoría de ellas llevaban unos pañuelos de colores alrededor de la cabeza y unos vestidos estampados de algodón. Estaban removiendo en unas ollas abolladas que humeaban dispuestas sobre pequeñas hogueras, porque a pesar de que Ruth les había ofrecido varias veces que lavaran su ropa en la lavadora automática, las mujeres nama se negaban a utilizarlas. Al parecer suponían que en el interior de aquellas máquinas ruidosas habitaban malos espíritus que se vengarían por el derroche de agua, un elemento muy valioso en aquellas tierras.
En una cuerda tensada entre dos acacias colgaban las primeras sábanas, pero no eran de ese color blanco como la nieve, tal como las conocía Ruth de Mama Elo y Mama Isa —estas no tenían las supersticiones de sus paisanas y habían aprendido a valorar en las últimas décadas los progresos técnicos de la granja—, sino que tenían una coloración gris amarillenta. Ello se debía a que la arena del desierto, que se desplazaba constantemente por los aires, se posaba en las prendas recién lavadas.
Muy cerca de donde estaban las mujeres, los niños más pequeños alborotaban en el patio, golpeaban las piedras con palos y se daban órdenes los unos a los otros. Los niños mayores miraban a sus hermanos con miradas de envidia porque no tenían tiempo para jugar, sino que tenían que prepararse para ir a la escuela. Si querían pillar todavía el autobús escolar a Gobabis, tenían que apresurarse, pues en un cuarto de hora pasaría por delante del portón de entrada a la granja, y hasta llegar allí había que recorrer a pie más de media milla.
—¿Dónde está Santo? —preguntó Ruth, dirigiéndose a una de las espigadas mujeres nama.
—Está donde las máquinas, señorita —repuso la mujer—. Iba a echarle un vistazo al riego.
—Gracias, Thala —dijo Ruth con una sonrisa—. Y no te olvides de que también tenemos lavadoras en casa que podéis utilizar cuando queráis.
La joven hizo un gesto negativo con la mano al tiempo que reía, como hacía siempre que Ruth se lo ofrecía:
—Gracias, pero lo prefiero así; con las máquinas no puedo conversar.
Las demás mujeres nama se echaron a reír. Ruth les hizo una señal de despedida con la mano y se encaminó a la sala de máquinas en busca del capataz.
Santo era un nama intrépido y venerable que en otros tiempos habría llegado a ser el jefe de la tribu. El padre de Ruth le había contratado como capataz en Salden’s Hill hacía más de diez años, y Ruth no podía imaginarse nadie mejor para ese puesto. Santo tenía sin duda una habilidad especial para las máquinas. Fuera lo que fuese lo que se estropeara, Santo volvía a repararlo. Dado que se atrevía incluso con la lavadora, algunas de las mujeres nama afirmaban que Santo era un chamán que no se arredraba ante nada pues era capaz de aplacar incluso a los demonios de la técnica.
Al parecer, Santo se las estaba viendo hoy con otro espíritu maligno, pues estaba completamente inclinado bajo el capó abierto del tractor cuando Ruth entró en la sala de máquinas.
—¡Santo! —exclamó Ruth.
De inmediato apareció la cabeza del hombre por debajo del capó.
—¿Sí, jefa?
El hecho de que Santo se dirigiera a Ruth llamándola «jefa», eligiendo por tanto el tratamiento usual de los nativos a sus patronos blancos, la alegraba cada vez que lo escuchaba porque eso significaba reconocimiento.
—Creo que deberíamos ir a limpiar hoy los abrevaderos —dijo ella—. Además, ayer vi que allá enfrente, en la linde con Green Hills, hay algunas estacas sueltas. Arreglad el vallado y mirad si están todas las ovejas. Deberíais examinar también si hay suficiente forraje en los silos y suficiente gasolina en los depósitos. Y cuando estéis listos, montad dos enrejados para el esquileo, con un estrecho separador intermedio.
Santo dejó la llave inglesa a un lado, se limpió las manos en un trapo, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.
—Eso es trabajo para dos días, jefa.
Ruth se puso a reír también.
—Lo sé, pero estoy segura de que conseguiréis hacerlo todo. Mañana a primera hora, lo primero que tenéis que hacer es traer acá el rebaño. Metedlo en el enrejado grande para poder empezar con la faena mañana después de desayunar. Los esquiladores vendrán esta tarde. ¡No vayáis a beber tanto otra vez como hicisteis el año pasado!
Santo volvió a reír con una carcajada sonora que resonó en la sala.
—No se preocupe, jefa. Haremos las cosas tal como está usted acostumbrada.
Ruth hizo un gesto afirmativo con la cabeza, a continuación sacó un pañuelo rojo del bolsillo interior de sus pantalones de peto y se lo puso en la cabeza como una mujer nama.
—¿Señorita?
—¿Sí?
—¿Por qué se pone siempre ese pañuelo? Usted tiene un pelo que es una maravilla. Es una pena que lo esconda.
Ruth sintió que se ponía colorada. Se llevó la mano por debajo del pañuelo, tocó su rebelde cabellera pelirroja, heredada de su padre, y sacudió la cabeza con gesto de enfado. Los piropos de los hombres seguían desconcertándola, como si fuera una colegiala.
—Ocúpate del trabajo, Santo, porque no se hace solo.
Dejó plantado a aquel hombre, se fue a la cuadra a buscar a Hunter, su caballo, montó en él y se fue cabalgando por los prados. ¡Qué día tan espectacular! A la vista de sus rebaños paciendo, Ruth no pudo menos que pensar en Nath y en su victoria en la competición de levantamiento de ovejas. Había conseguido levantar cincuenta kilos. ¿Nada más que eso? Para un hombre ya formado eso no significaba precisamente ninguna marca impresionante. Cualquiera de sus empleados negros podría levantar más kilos sin despeinarse.
Ruth miró brevemente a su alrededor, pero en ninguna parte podía verse ni una sola persona. Desmontó del caballo con firme resolución, se metió en mitad del rebaño y eligió una oveja que tenía aproximadamente el mismo peso que la oveja de la competición que había ganado Nath. «¡Vamos! ¡Le voy a enseñar a ese quién es aquí el granjero más fuerte!». Tumbó al animal sobre el lomo y le ató las patas delanteras y traseras con una cuerda que extrajo de uno de los numerosos bolsillos del pantalón. A continuación se puso en cuclillas, agarró al animal por la panza y lo alzó. A pesar de que la oveja balaba y pataleaba para liberarse, Ruth consiguió levantarla a la altura de los hombros. Solo entonces desistió profiriendo un suspiro.
Dejó a la oveja en tierra, espiró con fuerza, se enjugó el sudor de la frente y miró con cara de pocos amigos al animal que balaba delante de ella.
—En otros tiempos yo era mejor —dijo, murmurando malhumorada—. En otras épocas te habría levantado de un tirón. Me falta sin duda un poco de práctica.
Nada más soltarle las cuerdas, la oveja se levantó sobre sus patas y se puso a correr todo lo rápido que pudo. Ruth la siguió con la mirada. Durante unos instantes estuvo tentada de volver a probar después de una breve pausa para descansar, pero entonces se echó para atrás. «Dentro de unos días, después del esquileo, estaré otra vez en forma. ¡Y entonces ya veremos quién es el mejor!».
Era ya mediodía cuando Ruth regresó a la casa de la granja, sudorosa y con la ropa sucia. Llenó el comedero de Klette de pedazos de carne de cordero guisada, luego se quitó las botas, se lavó las manos y entró en la cocina por una entrada lateral.
Su madre estaba sentada a la mesa ante una taza de café, y Mama Elo estaba preparando algunos sándwiches.
—Hola —saludó Ruth; cogió un vaso, se lo llenó directamente de agua del grifo y se lo bebió de un trago. A continuación levantó la mano para secarse los labios con el dorso, pero vio la mirada atenta de su madre, suspiró y agarró un trapo de cocina.
»¿Qué tal? —preguntó entonces—. ¿Has dormido bien?
Rose asintió con la cabeza. Tenía la piel pálida, y mostraba unas ojeras muy oscuras.
—Dormir, sí he dormido, pero no puedo decir para nada que haya dormido bien.
—Quizá no deberías haber bebido tanto champán ayer —dijo Ruth, pretendiendo hacer una broma, pero Rose apretó los labios.
—Tengo otras cosas en la cabeza en lugar de tomar champán —repuso la madre con acritud.
A pesar de haber conseguido dejar a un lado la oscura premonición durante la mayor parte de la mañana, a Ruth se le hizo de repente un nudo en la garganta, y su corazón se puso a latir aceleradamente. Cogió una loncha de salami de cordero y recibió por esa acción una palmadita cariñosa de Mama Elo en la mano. Se sentó a la mesa. Fue en ese momento, al estar sentada directamente enfrente de su madre, cuando a Ruth le llamó la atención que Rose no solo hacía mala cara, estaba pálida y se le notaba la falta de sueño, sino que además daba la impresión de estar muy preocupada.
—¿Qué sucede, mamá? ¿No te encuentras bien?
Cuando Rose alzó la vista, sus ojos estaban vacíos y yermos como la costa de los esqueletos.
—¿Qué sucede? —preguntó Ruth con apremio.
Rose suspiró, agarró la mano de Ruth y se la estrechó.
—Ven luego a mi despacho. Tenemos que hablar —dijo. Luego se puso en pie abruptamente y se fue afuera con pasos desacostumbradamente cansinos y pesados.
Ruth la siguió con la mirada.
—¿Sabéis vosotras algo más que debería saber yo? —preguntó.
Mama Elo la miró con el rostro afligido.
—Lo tiene complicado, mucho más complicado que hasta el momento. Me gustaría que Rose fuese feliz alguna vez en su vida, de todo corazón.
Ruth tragó saliva cuando vio que a Mama Elo se le deslizaba una lágrima por la mejilla. Ahora ya no tenía ninguna duda de que los hombres de ayer habían dicho la verdad. La granja estaba en apuros.
No fue hasta la mañana siguiente cuando Ruth encontró una ocasión para hablar con su madre. Justo después del desayuno llamó a la puerta del despacho y entró. Su madre estaba sentada detrás del escritorio, y a Ruth le pareció que hacía una cara todavía más pálida y desolada que nunca. Delante tenía una torre de cuadernos, carpetas y papeles.
—Siéntate —le ordenó Rose sin contemplaciones—. Lo que tengo que contarte es un poco más largo de lo normal.
Ruth tragó saliva. Aquella habitación le parecía más sombría que de costumbre, el sol lucía menos luminoso. Se sentó en el canto de la silla y apoyó los codos en los muslos.
—Soy toda oídos.
—¡No te sientes como un granjero, tú eres una mujer joven! —la reprendió Rose con acritud.
Ruth obedeció, se puso derecha, juntó los pies y posó las manos en el regazo como es debido. Detestaba que su madre la reprendiera; sin embargo, esta vez la tranquilizó aquella reprimenda. «Si mamá tiene ojos todavía para estas nimiedades, la cosa no puede estar tan mal». Miró a su madre con gesto inquisitivo.
—Tom tiene razón. El cielo sabrá quién se lo ha contado, pero es cierto. Salden’s Hill está al borde de la ruina.
A pesar de que ya lo había presentido en realidad, Ruth se asustó hasta el tuétano.
—¡No puede ser! —exclamó, poniéndose en pie.
—Sí que puede ser; es así. O bien tenemos que vender, lo cual es una solución que conviene a mis propósitos, o bien tienes que casarte con un hombre que salde nuestros pagos pendientes —dijo Rose con calma—. Y vuelve a sentarte.
Ruth se sentó sin pronunciar palabra y se quedó mirando fijamente a su madre, con la boca abierta e incapaz de pronunciar una sola palabra. Finalmente sacudió la cabeza con gesto de incredulidad.
—¿Cómo ha llegado a suceder tal cosa?
—¿Te acuerdas del crédito que tomamos hace tres años?
Ruth asintió con la cabeza.
—Pues vence ahora. Tenemos una deuda con el banco de los granjeros de Windhoek de 15 280 libras.
—¿Cómo es eso? No lo entiendo. Estaba acordado que ese crédito se saldaría con la concesión de otro nuevo. Era así, ¿verdad? ¿O no? —preguntó Ruth, todavía incrédula y desasosegada en lo más hondo.
—Sí, estaba planeado así. Eso era lo acordado. El señor Claassen, del banco, así me lo aseguró al estrecharme la mano.
—¿Y a santo de qué no es válido eso ahora?
Rose profirió un suspiro.
—Porque el apretón de manos de un banquero vale tanto como una cagarruta de oveja. Me tiraba los tejos, quería salir conmigo a cenar, seguro que se imaginaba ya los besitos tórridos y demás —dijo con una risa amarga.
Ruth hizo una mueca que le deformó el rostro. Las revelaciones de su madre le estaban resultando muy penosas.
—¿Y qué más? —preguntó.
—Almorcé con él una vez en Gobabis, y después nunca más. Hace poco se interesó de nuevo por mí y volvió a tirarme los tejos. Yo le di calabazas, y una semana después llegó esta carta. —Le tendió a Ruth un escrito del que se evidenciaba que había sido leído una y otra vez.
En el ángulo superior derecho llevaba el membrete del banco de los granjeros, un número de referencia y el distintivo del señor Claassen.
Estimada señora Salden:
Muy a pesar nuestro nos vemos en la obligación de comunicarle a fecha de hoy que no podemos prolongar su crédito que vence el 31 de diciembre de 1959 según consta en el contrato. La situación económica de su granja no ha evolucionado de la manera que habíamos previsto.
Por esta razón le exhortamos a que hasta el 31 de diciembre del presente año transfiera a una cualquiera de nuestras cuentas el importe pendiente de pago, que asciende a 15 280 libras.
Le saluda muy atentamente,
DIETRICH CLAASSEN
Ruth leyó la carta una segunda vez.
—¿Lo he entendido bien? ¿Pretendía comprarte con el crédito? Si te hubieras ido a la cama con él, ¿podríamos conservar ahora la granja?
La madre de Ruth asintió con la cabeza.
—¿Ves? Esto es lo que pasa cuando no tienes marido. Puede que las mujeres sepamos hacer muchas cosas, pero el poder lo tienen los hombres. Solo podemos acabar perdiendo si no nos sometemos a ellos.
—Pero tú no te has sometido a él.
Rose asintió lentamente con la cabeza.
—Sí, es cierto, pero fíjate a qué precio. No sé si he hecho lo correcto.
Ruth permaneció en silencio unos instantes y luego preguntó:
—¿Y qué vamos a hacer ahora? No tenemos quince mil libras, ¿verdad? ¿O hay alguna otra cuenta de la que no tenga conocimiento yo?
—No. Tenemos que vender la granja. Tom se quedaría quizá con los pastos de Green Hills, pero eso no sería suficiente. Para reunir el dinero tendríamos que vender tantas tierras, que no podríamos alimentar a las ovejas por nuestra cuenta, así que tendríamos que arrendar otros pastos. Y tú sabes mejor que yo que así no se puede llevar ninguna granja. De modo que solo nos queda vender todo. Si tenemos suerte y podemos negociar un buen precio para las máquinas y la casa, quizá podamos comprarnos un piso pequeño en Swakopmund.
Rose miró a Ruth con gesto inquisitivo. Esta negó con la cabeza.
—No —dijo con un hilo de voz—. No, por favor, Dios mío, no lo permitas. Tiene que haber otra solución. —Sintió que se le inundaban los ojos de lágrimas. Hacía años que no lloraba, pero ahora había sucedido lo peor que podía imaginarse: su granja, su vida, su sueño… Todo estaba en ruinas.
Rose carraspeó.
—Sí, en efecto, hay una solución, pero te gustará aún menos que un piso en la ciudad.
—No puede haber nada peor que un piso en la ciudad —repuso Ruth.
—Nath Miller ha pedido tu mano. Su padre ha transferido Miller’s Run a su hermano pequeño. Nath quiere demostrar ahora su valía. Tiene dinero. Para él, las quince mil libras son una minucia. Por lo demás, el contravalor es mayor que la paga y señal. ¿Qué dices?
Ruth levantó la mirada.
—Tienes razón, sí que hay algo que es aún peor que un piso en la ciudad.