10

El desayuno en la pensión de Uschi fue tan alemán como una salchicha de Francfort. Había panecillos blancos de mantequilla, confituras demasiado dulces de fresa procedentes de una fábrica en Alemania, además de miel y queso para untar. Ruth habría preferido comer papilla de maíz, pero Uschi torció el semblante de una manera despectiva cuando ella se lo pidió.

—Yo como aquí, como he comido siempre en Alemania. Me atengo a las tradiciones, ¿vale? —le repuso en puro dialecto de Hesse.

Ruth supuso que Uschi estaba tan apegada a sus tradiciones de Hesse porque esperaba un día poder servirle a la mesa su mermelada pringosa y sus panecillos pastosos a Oppenheimer, natural de Friedberg, un famoso comerciante de diamantes y propietario de minas.

Al contrario que ella, Horatio mordía los panecillos con tanto placer que las migas salían disparadas en todas direcciones.

—No todo lo que viene de Alemania es malo —dijo con un tono de aprobación mientras se untaba la confitura de fresa generosamente en el panecillo.

—Pero es malo para los dientes —protestó Ruth—. Me salen las caries solo con mirar. Mama Elo y Mama Isa han comido toda su vida papilla de maíz y no les han puesto nunca ni un empaste siquiera.

—Es un argumento convincente —declaró Horatio, extendiendo la mano para agarrar otro panecillo.

—Dese prisa ahora —le apremió Ruth—. Tenemos que ir al archivo.

Aunque había vivido en Namibia desde que nació, a veces le resultaba difícil acostumbrarse a la lentitud de sus gentes. Era impaciente, todo tenía que resolverse enseguida. Ruth no conocía los ratos libres ni el ocio, y eso de disfrutar de la lentitud era para ella un concepto tan peregrino como la nieve.

Horatio siguió masticando y llegó incluso a pillar otro panecillo del cesto, mientras Ruth, impaciente, tamborileaba con los dedos en el tablero de la mesa.

—¿Qué es exactamente lo que vamos a buscar hoy? —preguntó Ruth, deslizando hacia ella el cestito con el último panecillo.

—Veamos. Su abuelo fue asesinado en 1904. Encontraron el primer diamante en el año 1908 durante la construcción del ferrocarril. Por tanto, deberíamos enterarnos de lo que pasó durante los años en que su abuelo estuvo por esta zona.

—Ajá —dijo Ruth, apoyando de nuevo la barbilla en sus manos. Ella había estado dándole vueltas a pensamientos similares durante la noche, como por ejemplo, de dónde había sacado su abuelo el dinero para comprar Salden’s Hill.

Ruth estuvo pensando en lo que había oído y visto en sus visiones. Volvió a echar mano de la piedra. Suspiró. Se resistía a creer en las imágenes que la misteriosa piedra de fuego de Mama Elo le ponía ante los ojos como por arte de magia. Ruth no confiaba para nada en las cuestiones sobrenaturales. Ella creía solo en lo que podía ver y tocar. Y, sin embargo, era como si el pasado de sus abuelos estuviera atrapado en la piedra de Mama Elo. Cuánto se había reído por las noches y cómo había ridiculizado su superstición. «Ya soy igual que una negra —había pensado de sí misma—. Lo siguiente será mandar canonizar a mis vacas y tratarlas de usted para que el dios del fuego no me guarde rencor». Pero pese a toda la sorna con la que trataba de protegerse, una parte de ella creía en esas imágenes que veía, una parte de ella creía en fuerzas que no pueden verse ni tocarse. «Las historias de Mama Elo y de Mama Isa me dejan la cabeza hecha un lío», se había dicho como consuelo siendo consciente al mismo tiempo de que eso no se correspondía con la verdad.

—Creo —dijo ahora con mucha cautela, como si temiera que las palabras pudieran resquebrajarse en su boca— que mi abuelo fue a buscar oro en la bahía de las ballenas. Y cuando regresó de allí, compró la granja y se casó con mi abuela.

Horatio asintió con la cabeza, como si no le sorprendiera mucho aquello.

—¿Y trajo oro?

Ruth negó con la cabeza.

—No sé nada de eso. Creo que no. Mama Elo y Mama Isa me habrían hablado alguna vez de oro entonces. Y mi madre solo posee joyas en perlas y platino. «El oro», suele decir mi madre, «es la riqueza de los pobres, de los que no tienen nada de lo que presumir».

Ruth se rio brevemente.

—Entonces, su abuelo debió invertir todo el dinero en la granja.

Ruth asintió con la cabeza y se levantó.

—Vamos a trabajar. Ya le hemos hecho perder bastante tiempo al buen Dios.

El vigilante negro del archivo les atendió con no menos desconfianza que el día anterior. Hizo que le enseñaran otra vez los pasaportes, volvió a anotar los datos y los acompañó de mala gana a sus escritorios.

—Me enseñarán todos los documentos que vayan a consultar. ¿Lo han entendido? —preguntó con un gruñido.

—¿Por qué? —preguntó Ruth—. ¿Qué le importa a usted lo que leamos nosotros?

—¡Chis! —Horatio se colocó un paso por delante de Ruth y le hizo señas para que se calmara—. Mi colega es nueva y no posee apenas experiencia en el trabajo en los archivos. Por supuesto que le enseñaremos todos y cada uno de los documentos antes de leerlos, y después le mostraremos todos los apuntes que realicemos al respecto.

El vigilante asintió malhumorado con la cabeza y se largó nuevamente a su mesa.

Ruth siguió consultando la crónica de Lüderitz, pero no encontró ninguna nota sobre sus abuelos. «¿Por qué extrañarse? —pensó—. Wolf Salden no estuvo nunca aquí». Pero algo más extraño le resultaba el hecho de no encontrar tampoco ninguna anotación sobre su abuela. Ruth se puso a pensar en lo que habría hecho ella si hubiera encontrado un diamante tan grande y en la huida no hubiera tenido nada más que esa piedra. No se habría dirigido a un comerciante callejero, porque eso habría resultado demasiado llamativo y, además, era imposible que un simple comerciante de diamantes de la calle tuviera suficiente dinero para una piedra tan grande como el Fuego del Desierto.

«Iría a una mina de diamantes. Allí disponen de los mejores contactos y llevan el registro —pensó Ruth—. Así pues, quizás encuentre allí alguna anotación sobre mi abuela en los años posteriores a 1904».

Sin darse cuenta, había adoptado el modo científico de proceder de Horatio. Hojeó las páginas adelante, atrás, leyó cada palabra, observó todas las imágenes, pero fue en vano. Al parecer, en Lüderitz nadie había tomado nota de una mujer llamada Margaret Salden.

Decepcionada, Ruth dirigió la mirada a Horatio, que estaba completamente inmerso en la lectura de la crónica de la Compañía Alemana de Diamantes. Tomaba apuntes con mucho empeño, revolvía entre sus documentos y comparaba datos.

—¿Qué tal? ¿Ha encontrado algo? —preguntó Ruth.

Horatio negó con la cabeza, pero Ruth vio el destello febril en sus ojos y no le creyó.

—Tengo que ir al baño —dijo ella, y Horatio asintió con la cabeza.

El vigilante exigió que Ruth registrara su ausencia de la sala por escrito, y volvió a controlarle el pasaporte cuando regresó del lavabo.

Entonces se dirigió a una hilera de estantes, y sacó un dosier aquí y otro más allá. Esperaba toparse por casualidad con algo que le pudiera poner sobre alguna pista. Se detuvo sorprendida. En un lugar de la estantería faltaba un clasificador. Ruth dedujo por el polvo que debía de haber estado allí hasta hacía muy poco, poquísimo tiempo. Espió a través del hueco y vio que tenía enfrente directamente el escritorio de Horatio. Pero ¿dónde se había metido el historiador?

Ruth se puso de puntillas y creyó no poder dar crédito a lo que veían sus ojos. Horatio estaba sentado en el suelo, debajo del escritorio; encima de las rodillas tenía un clasificador lleno de polvo, a su lado una caja de cartón que Ruth había tenido por una papelera poco convencional. ¿Qué estaba haciendo ahora? Ruth contuvo la respiración. Horatio miró en todas direcciones, luego arrancó dos hojas del clasificador, las dobló en un abrir y cerrar de ojos y se las metió en el bolsillo del pantalón.

Ruth salió de repente de detrás del estante y pilló a Horatio todavía en el suelo.

—¿Qué hace usted ahí? —preguntó ella.

—Oh, mi lápiz. Se me ha caído al suelo.

—¿Nada más?

—No, nada más. ¿Qué más podía ser?

—¿Y en la caja de cartón?

Horatio golpeó levemente la caja con la mano.

—¿En la caja de cartón? ¿Qué pasa con ella?

Ruth respiró hondo y expulsó el aire.

—Nada —dijo a continuación—. No es nada. Solo estoy un poco nerviosa porque el vigilante es una persona muy hostil.

Pero, secretamente, ella decidió doblar la guardia. Horatio le estaba ocultando algo, algo muy importante de lo que no quería hablar. ¿De qué lado estaba el negro en realidad? ¿Podía fiarse de él? ¿Era su amigo, como decía él siempre, o se contaba entre sus enemigos? Echó un vistazo a su reloj de pulsera.

—Ya es casi mediodía. Me está zumbando la cabeza. No creo que vaya a encontrar nada en los clasificadores. Por lo menos no en la crónica de Lüderitz.

—¿Significa eso que quiere marcharse?

Ruth asintió con la cabeza y entornó ligeramente los ojos.

—Tengo hambre.

En ese mismo instante apareció el vigilante con una fiambrera en la mano, y sacó a todo el mundo de la sala de lectura.

—Volvemos a abrir a las tres en el caso de que no hayan terminado.

Horatio profirió un suspiro muy dramático, y luego se dispuso a recoger sus cosas.

—¿Vamos a comer algo? —preguntó él cuando estuvieron al sol delante del edificio.

Ruth buscó las gafas de sol en su bolso.

—¿Cómo dice? Ah, no. No tengo hambre todavía.

—Pero si acaba de decir que sí.

—Pero ahora ya no. No quiero comer nada —dijo, poniéndose las gafas de sol. Y a continuación se fue caminando pesadamente sin volverse a mirar a Horatio. Solo le oyó exclamar por detrás:

—Nos vemos después.

Ruth levantó una mano en señal de saludo y aceleró su paso; casi echa a correr como si quisiera huir de Horatio. Ella quería estar a solas ahora, tenía que ordenar sus pensamientos. Y le faltaba movimiento. Desde siempre había podido reflexionar mejor caminando o moviéndose.

Anduvo a buen paso por la ciudad, que estaba muy pegada a un gigantesco peñón, como si buscara protección ante las olas y las tormentas del océano Atlántico. Por la costa fluía la corriente de Benguela que envolvía la ciudad en niebla todas las mañanas. Ruth caminaba deprisa por las calles sin fijarse en nada. Pasó al lado de los pescaderos que vendían ostras y langostas, y subió montaña arriba hasta la iglesia del peñón.

Ruth se sentó en un banco, contempló unos instantes las magníficas ventanas de cristal de colores, pero seguía sin encontrar la calma en su interior. «¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó—. ¿Por qué no me subo al coche y me marcho de vuelta a Salden’s Hill? ¿Qué he conseguido hasta el momento? Nada. Absolutamente nada. Mi abuelo está muerto, mi abuela está desaparecida y supuestamente está en posesión del alma de los nama. Yo llevo una piedra encima que me proyecta imágenes con las que no sé qué entender. Quizá tenga la imaginación agitada en exceso, quizá me encuentre agotada mentalmente porque no estoy acostumbrada a este tipo de viajes, a esta conducción sin rumbo fijo. Debería regresar a casa, debería vender una parte de los rebaños y de los pastos. Si a pesar de ello no alcanzara el dinero para conservar el resto de la granja, debería acercarme por la casa del anciano Miller. Es rico; quizá me dé un préstamo aunque no me case con su hijo Nath. Si quiere garantías y no se me ocurre nada mejor, me dirigiré entonces al marido de Corinne. Aquí, en Lüderitz, no puedo salvar mi granja».

Iba a levantarse y a marcharse de la iglesia del peñón con paso enérgico, pero se sintió como cosida a la banqueta. Le asomaron las lágrimas a los ojos. Dirigió una mirada al altar y sintió la humedad en sus mejillas. «No puedo —pensó—. No puedo renunciar ahora. Ahora estoy aquí, ahora tengo que averiguar lo que sucedió por aquel entonces, en 1904, en Salden’s Hill». Al pensar en Horatio, se deslizaron más rápidamente las lágrimas por las mejillas. Hasta que le observó esta mañana en secreto en el archivo, Ruth había creído que tenía un amigo. Le había ocultado que había arrancado las dos hojas del clasificador y se las había guardado. Todas las palabras bonitas que le había dirigido él, todos los cumplidos que le había hecho, nada de todo eso había sido expresado con sinceridad.

Se pasó una mano por la larga cabellera. «Una vez —pensó profiriendo un suspiro—, una sola vez no me he sentido torpe ni gorda ni fea en presencia de un hombre. Una vez casi consigo creerme las palabras de un hombre, pero entonces va y resulta que ese hombre no es sino un impostor. —Ruth juntó las manos—. ¿Qué voy a hacer ahora?». Pensó en su madre y en Corinne, y de pronto le entraron de nuevo las fuerzas.

—No, no quiero vivir así. No voy a albergar jamás un rencor insaciable contra mis antepasados ni a echarles la culpa de todas mis desgracias. He aprendido de mi padre que cada uno es responsable de sí mismo, que cada cual tiene una historia que le marca. Y yo me he puesto en marcha para encontrar esa historia. Por tanto, ¿por qué arrojar ahora la toalla?

Sin darse cuenta, Ruth había expresado en voz alta sus pensamientos. Y para sorpresa suya se sentía un poco más aliviada ahora. Se levantó, salió del agradable frescor de la iglesia, caminó junto a los escaparates de la calle Bismarck y entró finalmente en una pequeña cafetería que estaba bastante llena a pesar de que ya era la primera hora de la tarde. Las mesas estaban ocupadas por blancos que bebían cócteles y conversaban a grito pelado. Ruth pidió un bocadillo, una Coca-Cola y una porción de carne en tiras, y se puso a escuchar las conversaciones de los demás clientes. Pudo distinguir giros en inglés, en alemán y en afrikáans.

—Disculpe, señora, ¿está libre este asiento?

Ruth levantó la vista. Ante ella estaba un hombre joven cuyos ojos azules brillaban como el mar una mañana de verano. A pesar de que Ruth no se sentía de humor para estar en compañía, asintió con la cabeza brevemente y señaló con la mano la silla libre.

—Sí, por favor.

—¿Es recomendable esa carne en tiras? —preguntó el hombre con la mirada puesta en el plato de ella.

—No es ni mejor ni peor que en otro lugar —repuso Ruth.

El hombre se echó a reír y se le formó un hoyuelo en la mejilla izquierda. Se apartó el cabello rubio oscuro del rostro y se arremangó la camisa azul de modo que Ruth pudo ver el caro reloj que llevaba.

—Tiene razón —dijo—. Esas tiras secas de carne tienen el mismo sabor en todas partes, independientemente de si la carne es de vaca, de órice, de antílope saltador o de kudu. Solo son diferentes las especias. Por cierto, donde mejor la he probado ha sido en Gobabis. ¿Conoce usted esa zona?

Ruth, que normalmente no tenía interés por las conversaciones de cafetería, aguzó los oídos.

—¿Gobabis? ¿Dónde? ¿En el restaurante de Stephanie?

—Sí, exacto. Fue allí. Estaba deliciosa, simplemente deliciosa.

Ruth se rio abiertamente.

—Entonces comió seguramente carne de mis vacas —dijo sintiendo el bien que le hacía hablar de su tierra, de su casa. Era como si en todo el desorden y el trajín hubiera encontrado de pronto un ancla diminuta donde fijarse.

—Ah, ¿es usted granjera?

—Sí.

—Permítame comentarle que me había imaginado de otra manera a las granjeras de verdad.

Ruth entornó un poco los ojos.

—¿Cómo se las imaginaba? ¿Qué aspecto debe tener una granjera en su opinión?

El hombre volvió a reír, y de nuevo observó Ruth el hoyuelo de su mejilla izquierda.

—No lo sé exactamente, pero de alguna manera altas y anchas de hombros, con botas y sombrero de vaquera, con una camisa a cuadros de color rojo y blanco y un pañuelo en torno al cuello. Y con una vozarrona, ¿me explico?, una voz potente para vocear a los animales y un poco áspera por los muchos cigarrillos que fuman y de los que no se privan siquiera cuando van a caballo. Y luego, su manera de andar, ¿me mira un momento?

Se levantó, colocó los brazos un poco en ángulo y dio algunos pasos por la cafetería con las piernas abiertas.

Ruth no pudo menos que soltar una carcajada estruendosa.

—No, yo no soy así, pero existe ese tipo de granjeras, es cierto. Kathi Markworth, nuestra vecina, es así, por ejemplo —dijo Ruth, inclinándose hacia delante y susurrando a continuación con un deje burlón—: incluso escupe al suelo y empina el codo que no veas.

Ruth estaba disfrutando cada vez más de la conversación. Se le fue quitando de encima la tensión, y fue sintiéndose ligera.

—No, eso no me lo puedo imaginar de usted. Yo la veo montada a caballo con el pelo ondeando al viento, elegante y vigorosa, como una amazona. Y cuando se baja usted del caballo, lo hará con gracia, mientras que su vecina Kathi seguramente desmontará igual que si cayera del caballo un fardo mojado, al tiempo que van saliendo de su boca los tacos más tremendos. Y apuesto a que usted mantiene la botella de cerveza en la mano igual que sostienen sus copas de champán las señoras distinguidas de Windhoek y de Swakopmund.

Ruth volvió a reír a carcajadas y negó con la cabeza.

—No, no, eso no es verdad. Soy una granjera que tiene que vérselas con los esquiladores de ovejas. Estoy acostumbrada a cargar sacos y a arreglar vallas. Me gusta beber cerveza directamente de la botella. En cambio, no entiendo mucho de champán.

Ella se miró las manos y detectó un poquito de suciedad debajo del dedo índice de la mano derecha.

—¿Puede imaginarse que todavía no me he pintado las uñas una sola vez en mi vida? —preguntó, y se maravilló acto seguido de sí misma. ¿Cómo era posible que le estuviera contando a un desconocido esos detalles tan íntimos de su vida? No había hecho eso nunca. La confusión en su mente parecía ser mayor de lo que había pensado en un principio.

El hombre extendió los brazos por encima de la mesa, tomó la mano de ella entre las suyas y se puso a contemplarlas.

—Sería un desperdicio si lo hiciera. Tiene usted unas manos maravillosas, con unos dedos de pianista.

Ruth retiró la mano. Aquel hombre la estaba azorando, incluso mucho, pero se sentía bien cerca de él. Irradiaba una despreocupación, una ligereza tal que Ruth no había experimentado siquiera en su temprana adolescencia, pero que siempre había admirado en sus compañeras de su misma edad.

—¿Qué hace usted en Lüderitz? —preguntó Ruth para disimular su rubor.

—Oh, pues vivo y trabajo aquí —dijo, inclinándose sobre ella—. Soy de aquí incluso. Un auténtico lüderitzo, por decirlo de alguna manera.

—¿Y dónde trabaja?

Él se encogió de hombros.

—Estudié derecho como mi padre, y como el padre de mi padre. Ahora trabajo para la Diamond World Trust, en la sección jurídica. Ya ve usted, nada emocionante. Cada día actas, cada día tragando polvo. Apuesto a que su trabajo en la granja es mucho más variado y entretenido.

—Oyéndole a usted, pensaría cualquiera que lo que desea en secreto es convertirse en granjero —constató Ruth.

El hombre no repuso nada, se limitó a señalar el vaso vacío de Coca-Cola de Ruth.

—¿Me permite que la invite a algo? Hacía mucho tiempo que no conversaba tan a gusto con una mujer encantadora. Irradia usted un brillo a su alrededor, ¿no se lo ha dicho nunca nadie?

Ruth, azorada, se llevó la mano a un mechón de su pelo. Horatio le había dicho algo similar, pero ¡bah!, Horatio. ¿Quién podía decir que no se trataba de una mentira, de una falsedad?

—Me gustaría tomar un café.

—Con mucho gusto.

Estuvieron un ratito sentados a la mesita en silencio hasta que la camarera trajo las bebidas. Ruth miraba por la ventana, y por un momento pensó que vería entre la multitud el rostro de Horatio con sus gafas de cristales gruesos.

—¿Y qué la trae a usted tan lejos de su granja aquí, a Lüderitz? —preguntó el hombre—. Por ahí dicen que los pocos turistas que vienen prefieren pasar nuestra ciudad de largo porque aquí no hay nada que ver según las guías turísticas. Dígame entonces ¿qué hace usted por aquí?

«Ni yo misma lo sé exactamente», pensó Ruth, y dijo:

—¿No vamos a presentarnos primero?

—Oh, le ruego que me disculpe. Soy Henry Kramer —dijo el hombre levantándose y estrechando cuidadosamente la mano que Ruth le tendió—. Henry Kramer, tengo treinta y dos años, soy jurista, soltero, cuarenta y tres es mi número de los zapatos. ¿Desea saber algo más?

Ruth rio y negó con la cabeza. A continuación dijo:

—Me llamo Ruth Salden, soy granjera y me gusta llevar botas recias de trabajo. No sé caminar con tacones altos.

—Ese calzado no está concebido para caminar, me refiero a los tacones altos, ¿no lo sabía usted?

—No.

—Los tacones —explicó Henry Kramer en un tono docente— los han inventado hombres débiles para las mujeres fuertes. Las mujeres no tienen por qué caminar con ellos, deben apoyarse en los brazos de los hombres, confiar en la fuerza masculina.

—Oh, está bien saberlo. A partir de ahora mismo solo llevaré mis zapatos blancos de tacón cuando salga con un hombre.

—Para eso están pensados. ¿No le apetece exhibir sus zapatos esta noche para ir a cenar? Conozco un local estupendo en el que sirven las mejores ostras y langostas de esta zona.

Ruth torció el gesto.

—No creo que mis zapatos blancos combinen mucho con las ostras.

—En cualquier caso, mi deseo es poder mimar de verdad a la dueña de esos zapatos blancos, tal como se merece —dijo Henry Kramer, mirando profundamente a los ojos de Ruth.

A ella le pareció que le acariciaba la cara con su mirada. El azoramiento le volvía a impedir saber qué decir o hacer, así que sus dedos resbalaron por encima de la mesa y desmenuzaron el terrón de azúcar que estaba pensado en realidad para endulzar el café.

—Puede pensárselo todo el tiempo que quiera —dijo el hombre tratando de sacarla del apuro—. En cualquier caso, yo la estaré esperando aquí a las ocho en punto.

Ruth asintió con la cabeza, contenta por evitar una decisión precipitada. Se bebió casi de un trago el café todavía caliente y se despidió a toda prisa.

—Tengo que irme, todavía me quedan algunos asuntos por despachar —dijo ella sin saber exactamente qué la movía a marcharse de allí, probablemente el azoramiento que estaba sintiendo. Nunca un hombre había ligado con ella de esa manera.

—Lástima —repuso Henry Kramer con galantería—. Tanto más espero poder verla entonces esta noche como invitada mía. Ni se imagina el encanto que tiene esta pequeña ciudad a la luz de la luna.

Ruth frunció el ceño.

—Oh, se lo ruego, no me malinterprete. No era mi intención ofenderla. Es eso que le dije a usted antes de que con pocas mujeres puede uno conversar tan a gusto como con usted. Y si le gusta Lüderitz cuando le enseñe los lados más bellos de la ciudad, quizá se decida usted a venir por aquí otra vez.

Ruth sintió que se le ponían coloradas las mejillas. Se dio la vuelta y se fue de la cafetería sin decir nada. Estuvo tentada de echar un vistazo por el gran ventanal e incluso de saludar con la mano a Henry Kramer, pero no se atrevió, siguió caminando insegura y puso rumbo a una zapatería de la calle Bismarck, que seguía muy animada de gente.

La atendió una dependienta malhumorada y acabó comprándose un par de zapatos muy cerrados por delante y con un tacón mínimo. A pesar de que los zapatos no eran especialmente altos, Ruth solo era capaz de caminar con ellos realizando un gran esfuerzo. Sin embargo, eso que ella había observado y comentado en otras mujeres con espíritu crítico, ahora ya no le parecía tan mal. Ruth se encontraba henchida de una alegría hasta entonces desconocida, excitante. No pensaba en otra cosa que en la noche, una noche en la que sorbería ostras con Henry Kramer a la luz de las velas…

Interrumpió sus sueños abruptamente cuando en plena ebullición mental se le pasó por la cabeza que no tenía nada que ponerse. Se detuvo ante un escaparate con la bolsa de los zapatos en una mano, y vio un vestido rojo que se parecía al que llevaba siempre Corinne cuando iba al baile. La asustó el precio marcado en el cartelito, pero entonces levantó la barbilla con gesto obstinado. «¿No me anda diciendo Rose siempre que tengo muy poquitos vestidos?», se dijo a sí misma dándose ánimos. Y acto seguido entró con decisión en la tienda.

Miró a su alrededor con cara de sorpresa. No había estado nunca en una tienda tan elegante. Las paredes estaban provistas de barras doradas de las que colgaban vestidos de todos los colores, azul, negro, blanco, rojo e incluso amarillo. Algunos de los vestidos llegaban hasta el suelo, otros se mostraban únicamente por el cuello.

Ruth fue palpando con cuidado las telas que resbalaban en sus manos como agua corriente, pura y fresca. Pensó en sus compras en Bemans, una tienda de ropa en Gobabis con muchos rincones, a la que iba una vez al año por obligación. Se probaba siempre unos pantalones de tela negra y una blusa blanca, y se llevaba a casa dos de cada. Aparte se compraba también docenas de camisetas blancas y tres monos de trabajo. Si se encontraba de muy buen humor, adquiría también unos pantalones tejanos y una camiseta roja, pero hasta aquel momento no se había comprado nada diferente a aquello.

—¿Puedo ayudarla en algo?

—¿Cómo dice?

Ruth no había visto venir a la dependienta que la estaba mirando de arriba abajo con la mayor discreción posible. Sin embargo, Ruth percibió aquellas miradas y bajó la vista. De repente no entendía que un hombre de tan buen ver pudiera invitar a cenar a una chica tosca como ella, que vestía unas prendas arrugadas, prácticas y de ninguna manera elegantes. ¿No se estaría burlando de ella? Ruth sintió un escalofrío. La mirada de la dependienta confirmaba perfectamente lo que ella estaba pensando en secreto.

—¿Para qué ocasión está buscando usted ropa? ¿Busca un vestido o tal vez un disfraz, o más bien ropa deportiva?

Ruth tragó saliva.

—Pues no lo sé en realidad. Un vestido quizá. —Se sentía tan apocada que le tembló la voz un poco.

—¿Para un baile o más bien para un cóctel por la tarde? ¿O es para una celebración festiva, una boda quizá?

—No, más bien para una cena.

—¿Una fiesta?

Ruth apretó los labios, deseó estar lejos de allí y negó con la cabeza.

—Ah, entiendo —dijo la dependienta asintiendo con la cabeza—. Debe tratarse de una cena romántica en pareja.

Antes de que la mujer siguiera formulando más hipótesis sobre la vida privada de Ruth, ella agarró el vestido rojo de la barra, se lo colocó por delante y se contempló en el espejo.

—Quiero probarme este de aquí.

La dependienta movió la cabeza con gesto de no estar muy convencida con la elección de Ruth, pero no obstante dijo:

—Pruébeselo. Los probadores están ahí detrás, a la derecha.

Ruth asintió con la cabeza y se dirigió a los probadores. Tardó un rato en desvestirse y en ponerse el vestido rojo. Luego se colocó expectante delante del espejo, pero no vio en él lo que había esperado; no vio a una persona nueva sino a una mujer granjera con un vestido que parecía como si fuera a ir al baile de los granjeros. Entornó un poco los ojos, se giró a la izquierda, a la derecha, pero siguió pareciéndole lo mismo.

La voz de la dependienta le llegó a través de la cortina de felpa.

—¿Está todo bien? ¿Está contenta?

¿Contenta? No, Ruth no estaba contenta. Había esperado algo diferente, algo que conocía por las revistas de Corinne, el patito feo que se pone un vestido nuevo y ¡plas!, se convierte en un bello cisne. Eso era pura mentira en su caso. Lo había supuesto, pero no había querido admitirlo. Ruth corrió la cortina a un lado.

—No sé muy bien —dijo, bajando los ojos, desvalida.

La dependienta sonrió.

—Usted tiene un cabello precioso. Debería lucirlo. Mírese aquí, mi amor, el vestido rojo le quita esplendor a su pelo. Rojo con rojo es una combinación que pocas veces armoniza. Mírese este vestido verde —dijo la mujer, sonriéndole amable y animadamente.

Ruth agarró el vestido titubeando, se lo puso delante.

—¡Pero este escote! —dijo con perplejidad—. Puestos así, me puedo colgar directamente un letrerito al cuello en el que ponga «oferta especial».

La dependienta sonrió mostrando los dientes.

—Pruébeselo, mi amor. El escote hay que llenarlo bien, y yo no veo motivos para estar preocupada por ello.

Ruth suspiró, pero se embutió en el vestido.

—Suéltese el pelo —le aconsejó la dependienta por fuera.

Ruth se quitó la horquilla, esponjó su melena, elevó la barbilla. Y de pronto le miraba desde el espejo la mujer que siempre había querido ser, o por lo menos a veces. Una mujer no muy bonita, pero agreste y femenina.

—¡Eso es! —exclamó con júbilo corriendo la cortina a un lado.

—No está mal —dijo la dependienta sorprendida—. Ya le dije que el verde le sentaba muy bien. ¿Desea ropa fina a juego?

Ruth frunció la frente.

—¿Qué voy a hacer en una cena romántica con sábanas de seda?

—No, no, mi amor. —Ruth vio que las comisuras de los labios de la dependienta se estremecían con gesto divertido—. Me refiero a la ropa interior. Ropa fina, de seda, lencería.

—¿Se necesita eso? —preguntó Ruth—. ¿No se me va a romper solo con ir al lavabo? ¿No es demasiado fresco? Para los riñones, quiero decir.

Ruth se imaginó las miradas desaprobatorias de Mama Elo y de Mama Isa.

—Bueno, esas prendas no están hechas para darle calor a usted, sino que deben procurar más bien que usted se sienta bonita y atractiva. Tienen que gustarle al hombre al que usted ama.

A Ruth le habría gustado preguntar que tenía que ver la ropa interior con los sentimientos de un hombre, pero entonces recordó la prenda de encaje de Corinne, que a ella le había parecido siempre la boba decoración de un pastel de bodas. Sin embargo, antes de que pudiera seguir con sus reflexiones, la dependienta le había tendido en el probador unas enaguas de seda verde, cuyo color era un tono solo un pelín más claro que el vestido.

Ruth se estremeció al ver el letrerito con el precio. Por una suma de dinero así se compraría en Bemans, la tienda de ropa de Gobabis, toda su ropa interior y le darían además un tendedero. Se imaginó las caras de los trabajadores de Salden’s Hill cuando vieran de pronto tendidas a secar unas enaguas como aquellas. ¡Y si pasaba por allí Nath Miller, no veas! No pudo menos que sonreír mostrando los dientes. ¡Mejor no imaginárselo!

«No —se dijo Ruth a sí misma un instante después conminándose a la calma—. Una cosa así está pensada para las mujeres de la ciudad. Esto no es para mí».

—¿Y qué tal? —preguntó la dependienta.

Ruth le tendió las enaguas a través de la cortina.

—No, mejor lo dejo. Vivo en una granja. Las ovejas se comerían en un instante esas enaguas tendidas al sol. ¿Y qué iba a decirle yo después al veterinario?

—¿Y lencería fina?

—¿Se necesita eso también?

—Por supuesto. Un hombre que la invita a usted a una cena romántica, quizá quiera contemplar después con usted las estrellas. Y si a usted le gusta, quizá lo invite luego a tomar una taza de café.

Ruth asomó la cabeza por el probador.

—Vivo en una pensión. No creo que tengan café allí después de las ocho de la tarde.

La dependienta suspiró levemente.

—Bueno —dijo entonces—. No tiene que ser necesariamente café lo que quiera él de usted.

—¡Huy! —exclamó Ruth, tapándose la boca con la mano—. ¿Se refiere usted a eso?

La dependienta asintió con la cabeza y le tendió poco después un picardías tan diminuto que a Ruth le pareció que no serviría ni para pañuelo. Por miedo a que se le desgarrara en las manos, renunció a ponerse aquella diminuta prenda en el estrecho probador. En lugar de ponérsela, se imaginó el aspecto que tendría con ella puesta, probablemente como un angelote con problemas de peso. ¡No, aquel picardías no resultaba nada apropiado para ocultar algo en ella! Así que Ruth devolvió la prenda poco después con decisión.

—No necesito esto. Con los pijamas tengo suficiente. Y como más me gusta a mí dormir es con una camiseta.

«Dios mío, ¿cuánto costará el vestido solo? —pensó al mismo tiempo—. Probablemente me darían en Gobabis un carnero sano por esa suma. —Pero al instante sacó el labio inferior hacia fuera—. Pero ¿de qué me sirve un carnero si pronto ya no tendré ni granja?». Así que se vistió y se fue con paso decidido hacia la caja en la que ya se había colocado la dependienta.

—Por favor, no me tenga por impertinente, pero ¿ha pensado en maquillarse un poco para esta noche?

Ruth tragó saliva y sacudió enérgicamente la cabeza.

—Oh, no, no me va eso.

—Solo realzar un poco los ojos —dijo la dependienta mirando a Ruth casi con timidez—. Tengo de todo aquí. ¿No va a querer probarlo siquiera?

—Yo… ejem… Todavía no sé si voy a ir esta noche. A la invitación, quiero decir. Probablemente no se trate tampoco de una cita muy romántica.

La dependienta ladeó un poco la cabeza.

—Pero ¿por qué no, mi amor?

—Porque… porque… Ay, tampoco lo sé —contestó Ruth, encogiéndose de hombros.

—¿Es simpático?

—Sí —dijo Ruth—. Muy simpático, incluso.

—¿Le hace reír a usted?

—Sí, también.

—¿Muestra interés por lo que usted hace?

Ruth asintió con la cabeza.

—Entonces debería acudir a la cita. ¿Qué puede pasar? Va usted a comer bien, le dirán cumplidos, quizás hasta beba champán. Y si usted, en contra de lo esperado, encuentra en él algo que no le guste, entonces puede pedir un taxi en el restaurante y volverse a su pensión. Así pues, ¿de qué tiene miedo?

Ruth sonrió con el gesto torcido.

—Tiene usted razón. ¿Qué tengo que perder? Todo lo contrario, por fin voy a vivir también yo una aventura.

—Así está mejor, mi amor. No deberíamos dejar pasar las tentaciones. Quién sabe si regresarán más tarde. Y ahora siéntese aquí. Pase lo que pase, esta noche va a estar usted muy atractiva. Un momento, enseguida regreso.

Mientras la dependienta desaparecía tras una cortina, Ruth se dejó caer en una silla, entregada a su destino. Aquella mujer tenía razón. Si pasaba cualquier cosa, podría levantarse y marcharse en cualquier momento. Y cuando regresara a la granja, incluso podría participar en las conversaciones de sus amigas sobre sus temas favoritos. Seguramente le sentaría bien no estar al menos una vez en fuera de juego. Y si le resultaba necesario comprarse un vestido y maquillarse…

—Bien, ya estoy aquí de vuelta —dijo la dependienta, interrumpiendo los pensamientos de Ruth. Llevaba consigo una cajita blanca de plástico con una pasta negra que a Ruth le recordó el betún. Traía además un cepillo diminuto—. Abra bien los ojos y trate de no pestañear —le advirtió. A continuación le pasó el cepillito por las pestañas con tal intensidad que Ruth pensó que iba a quedarse ciega por fuerza después del tratamiento, pero entonces la mujer se sacó un lápiz del bolsillo y se puso a trabajar en las cejas de Ruth. Para acabar desenroscó un tubo pintalabios y se lo pasó por los labios a Ruth—. Bueno, ahora ya está lista, mi amor. ¿Quiere mirarse un momento?

Le sostuvo delante un espejo y Ruth se miró en él maravillada.

—Esa soy yo —constató ella con un gesto de sorpresa.

—Sí, es usted. Guapísima, ¿no es cierto?

Ruth no contestó, pero le habría gustado asentir.

—Dígame —preguntó con timidez—. ¿Es difícil? Me refiero a lo del maquillaje.

La dependienta se echó a reír.

—Claro que no, todo es cuestión de práctica. En realidad es muy sencillo. Solo necesita un poco de tinta china para las pestañas. Para ello ponga una gota de agua en la cajita negra. Si no tiene agua a mano, también vale con un poco de saliva. Con el cepillito se aplica la crema negra. Aquí tiene, este es el lápiz para las cejas. Repase con él un poco las cejas, eso realzará sus ojos. Y para acabar, un poco de pintalabios, no muy estridente ni demasiado rojo, para que la tonalidad no desentone con el color de su pelo. Y no lo olvide: el pintalabios no deja mancha.

Ruth sonrió mostrando los dientes.

—Quizá me lleve el cepillito negro y el tubo pintalabios la próxima vez —dijo ella—. El vestido tiene que bastar para hoy.

Al pagar la cuenta unos minutos después, Ruth trató de reprimir los remordimientos, y es que al final decidió llevarse también los utensilios de maquillaje y tuvo que obligarse a no convertir la suma en forraje para el ganado o en rollos para el vallado de los pastos. Sin embargo, una vez que se despidió de la simpática dependienta y salió de la tienda, se impuso su obstinación. «¿Por qué no iba a permitirme una cosa así? —se preguntó—. Si en lugar de mí, fuera Corinne quien dirigiera la granja, habría con toda seguridad más picardías en Salden’s Hill que ovejas».