12

Ruth tarareaba mientras subía flotando las escaleras de la pensión con las zapatos negros de tacón colgando de su mano derecha. Estaba algo ebria, debido al champán y a los besos de Henry, y se rio para sus adentros cuando oyó el reloj de la sala de desayunos dando las dos. Nunca había salido hasta tan tarde.

Abrió la puerta de la habitación, la cerró tras de sí con el talón, dejó caer el chal y los zapatos en el suelo y se tumbó en la cama.

—¡Ah! —suspiró, soñando con los ojos abiertos—. ¡Ah!

Nunca se había sentido tan embravecida, tan despreocupada, tan traviesa y alegre. Le gustaría haberse quedado fuera y haber trepado al nogal para cantarle una serenata a la luna.

Alguien llamó a la puerta. Por un momento pensó que era Henry. ¡Henry! Su corazón dio un vuelco y se puso a cabalgar desbocado dentro de su pecho.

—¡Ruth, abra! ¡Es importante! —oyó exclamar. No era la voz de Henry, sino la de Horatio.

El corazón de Ruth se detuvo en pleno galope y cayó en un trote confuso.

—¿Qué pasa? —preguntó en un tono frío.

—Abra, por favor. Tengo que hablar con usted.

Ruth abrió la puerta a regañadientes. Horatio se coló en la habitación y se detuvo perplejo al verla con el vestido verde.

—¿Por qué me mira de esta manera? —le preguntó visiblemente enfadada.

—Yo… esto… nada.

—¿Y bien? ¿Qué le pasa?

—Solo quería preguntarle si ha estado en el mercado.

—¿Con este vestido? —Ruth se giró con un aire travieso de un lado a otro delante de Horatio.

—No, más bien no.

—Ha acertado. He estado en todas partes menos en el mercado. ¿Por qué tendría que haber ido?

—¿Ha olvidado lo que le conté? Lo del chico negro, la cadena… ¿Ya no se acuerda?

Ruth frunció el ceño. Sí, algo le sonaba. Pero ¿el qué? Por mucho que se esforzaba no lograba recordarlo y cerró los ojos. De repente todo parecía darle vueltas. Sintió cómo Horatio la agarraba de los hombros y la sacudía.

—¡Ruth, no se duerma ahora! En el mercado había un chico nama. Llevaba una cadena al cuello. De ella colgaba un camafeo con su retrato.

—¿Qué? —Ruth se desprendió de Horatio—. ¿He sido yo la que ha bebido champán y es usted el que está borracho? —preguntó, divertida—. ¿De qué me está hablando? ¿Cómo puede ser que un chico al que no he visto jamás lleve por ahí mi retrato colgando del cuello?

—¿No lo entiende, Ruth? No tiene por qué ser su retrato. Puede tratarse también del retrato de su abuela.

Esto despertó a Ruth de golpe. Se sacudió y pidió a Horatio que le repitiera de nuevo todo lo que le acababa de decir.

—¿De verdad que no ha estado en el mercado? —pregunto incrédulo.

—No —reconoció Ruth compungida.

—Esperemos que siga allí cuando el mercado abra de nuevo dentro de un par de horas. Venga conmigo de todos modos, ¿o vuelve a tener otros planes?

—¿Qué? No —dijo Ruth, negando con la cabeza. Buscó con las manos el armario para sostenerse en pie. La habitación dio una vuelta alrededor suyo. Se oyó a sí misma, como a través de algodones, diciendo—: Creo que no me encuentro muy bien.

—¡Mama Elo, cierra la ventana, los pájaros están haciendo demasiado ruido! Y el sol me está acuchillando los ojos. ¡Haz que desaparezca todo esto! —gimió Ruth, poniéndose la mano sobre la frente e intentando taparse la cabeza con la almohada. Entonces oyó a alguien riendo en voz baja. Se sorprendió. Aquella risa no podía ser de Mama Elo.

Abrió un ojo con cuidado y vio un papel pintado floreado que le pareció vagamente familiar, pero que ciertamente no era el de su habitación en Salden’s Hill. Lentamente, porque el menor movimiento le causaba dolor, abrió también el otro ojo y vio un armario abierto, cuya puerta mostraba el espejo del interior.

—¿Dónde estoy? —preguntó, y se giró boca arriba para luego gemir de inmediato—: ¡Oh, Dios mío! ¡Mi cabeza!

—¡Tome, bébase esto!

Ante ella apareció una mano negra sujetando un vaso de agua.

Se incorporó a duras penas y tragó el agua.

—Muy bien, ¡y ahora esto! —La mano negra le ofreció dos pastillas.

Ruth las cogió y se las tragó junto con el resto del agua.

—Aspirinas —dijo la voz—. Van bien para la resaca.

Ruth parpadeó. Al lado de su cama había un hombre negro, que poco a poco fue adoptando la forma de Horatio.

—¿Dónde estamos? —preguntó Ruth—. ¿Qué ha pasado?

—Estamos en Lüderitz, de hecho estamos buscando a su abuela y el diamante Fuego del Desierto. Pero me da la sensación de que anoche encontró algo muy diferente. Algo que, en todo caso, solo es soportable con alcohol.

—Ah, sí. —Poco a poco, los recuerdos de Ruth le volvieron a la memoria. Recordó a Henry Kramer. Una risita apareció apagada en su cara—. Comí ostras —susurró con cierta alegría—. Y bailé un vals.

—Enhorabuena —dijo Horatio en un tono seco—. Pero ahora tenemos otras cosas que hacer en nuestra agenda. Venga, levántese. Tenemos mucho que hacer hoy. Primero iremos al mercado.

—¿Al mercado? ¿Había algo allí?

—Efectivamente. Un chico que lleva al cuello una cadena de la que cuelga un camafeo con su retrato.

Ruth se reanimó al instante. Se enderezó como un palo.

—Es verdad —dijo apartando las sábanas. Estaba a punto de saltar de la cama cuando se percató de que solo llevaba la ropa interior—. Sea tan amable de girarse —le espetó.

Horatio se rio e hizo lo que le habían ordenado.

—Por supuesto, pero adivine quién la desvistió y la metió en la cama anoche.

—¡Oh! —Ruth agarró las sábanas y las apretó contra su pecho—. Bien, pero eso no le da ningún derecho a mirarme cuando ya no me encuentro desvalida. Así que, venga, fuera de aquí. En diez minutos estaré abajo para desayunar.

—Como quiera. Doy por sentado que hoy tiene intención de tomar grandes cantidades de café y de agua.

—¡Fuera! —gritó Ruth al tiempo que lanzaba una almohada en dirección a la puerta para reforzar sus palabras.

Un cuarto de hora más tarde, Ruth entraba en la sala de desayunos con el pelo mojado.

—Está usted muy pálida —le informó Horatio.

—Sabe Dios que no se puede decir lo mismo de usted —le espetó Ruth. Cogió dos rebanadas de tostadas y huevos revueltos, pero dejó ambas cosas después de un par de bocados.

—¿No está bueno? —preguntó Horatio con una expresión inocente.

Ruth sacó el labio inferior hacia delante.

—Anoche comí tan bien que ahora no me apetece estropear el buen sabor que tengo en la boca con esta bazofia.

—No tenía ni idea de que el agua sucia del puerto fuera tan sabrosa —dijo Horatio riéndose—. Habla en sueños, Ruth. ¿No se lo había dicho nadie?

Ruth empujó el plato.

—¿Cómo lo sabe?

—He estado velándola toda la noche.

—¿Quiere decir, entonces, que ha pasado toda la noche en mi habitación y me ha estado mirando mientras dormía? ¡Qué desfachatez!

—Sí, lo hice. —La voz de Horatio había subido de tono—. No podía dejarla sola de ningún modo. Habría acabado vomitando mientras dormía y se habría ahogado. Pero puede creerme si le digo que realmente no fue ningún placer.

Ruth bajó la cabeza avergonzada y miró los coágulos blancos y amarillos de los huevos revueltos.

—¿He dicho alguna cosa más?

—Nada importante. Cotilleos típicos de las pavas jóvenes.

Ruth estaba pensando en darle las gracias a Horatio, pero el comentario sobre las pavas la enfureció.

—No tenía por qué escuchar, si tanto le molestaba.

—Tampoco me ha molestado.

—Ah, vale.

—Sí, vale.

Sin mediar media palabra, Ruth dejó que le llenaran de nuevo la taza de café. También en silencio, Horatio bebió un vaso de leche tras otro de un modo que a Ruth le pareció provocadoramente lento.

Ruth se puso a tamborilear en la mesa con los dedos, con impaciencia.

—Deje de comportarse como si hubiera herido sus sentimientos —espetó ella finalmente—. ¡Hable de una vez! ¿Qué tipo de chico era? ¿De dónde era? ¿De dónde sacó la cadena? ¿Por qué la llevaba puesta en el cuello?

Horatio bajó el vaso de leche.

—No tengo ninguna respuesta a todo eso que me ha preguntado, Ruth. Me acerqué a él y le pregunté de dónde había sacado la cadena. Pero no me respondió, sino que se puso a revolver en sus cosas, como si yo no estuviera. Tuve la sensación de que tenía miedo.

—Magnífico —exclamó Ruth—. Ahora solo tenemos que esperar que no le haya metido tanto miedo que hoy haya decidido quedarse escondido en su casa —dijo, agitando la cabeza con gesto nervioso. Seguro que Henry Kramer hubiese sido más hábil. Quizá tendría la cadena, ¡cielos! Habría comprado al chico entero y la cadena y se los habría ofrecido en una bandeja de plata.

—Escúcheme bien —se encolerizó Horatio—. Ayer estuve trabajando, conseguí información y estuve buscándolo mientras usted se divertía con hombres extraños y se entretenía en locales refinados.

Ruth sabía que él tenía razón y de inmediato tuvo mala conciencia. «Pero fue bonito —pensó—. ¿Acaso no tengo derecho a un poco de romanticismo por una vez en mi vida?». Para cambiar de tema, inclinó la cabeza hacia un lado y le preguntó:

—Dígame, ¿ha tenido novia alguna vez?

—¿Por qué quiere saberlo?

—Mmm, no, por nada.

—Sí… alguna vez… después de unas cervezas y eso… pero…

Ruth no le dejó acabar.

—¡Ajá! ¡Justo lo que pensaba! ¿Y quiere saber por qué nunca ha tenido novia? Porque no tiene ni idea de mujeres, ¡por eso! —Sin querer admitirlo del todo, Ruth se enfadó también consigo misma. Durante algunas horas había perdido de vista por completo la finalidad de su viaje.

—Vaya, y el champán de anoche la convirtió en una especialista en asuntos del corazón, ¿verdad? —contestó Horatio en un tono cortante.

Ruth se encogió de hombros, calló un momento y después colocó una mano sobre el antebrazo de Horatio.

—Dejemos de pelearnos. Al fin y al cabo, estamos en el mismo barco. Ambos queremos encontrar a mi abuela y el diamante Fuego del Desierto. Pongámonos manos a la obra antes de que malgastemos más el tiempo.

Horatio se preparó para contestarle, pero Ruth simplemente se puso en pie, abandonó la sala de desayunos y poco después ya estaba delante de la pensión, lista para marcharse. Se dirigieron al mercado en silencio. Ruth miraba fijamente a los hombres con los que se cruzaban, mientras Horatio se esforzaba por captar la atención de las mujeres.

De repente, estando a solo una manzana del mercado, Horatio gritó:

—¡Allí! ¡Es él!

El chico se giró, vio a Horatio y salió corriendo. Horatio le siguió a toda prisa.

Ruth miró a su alrededor y pensó un momento en qué debía hacer. Entonces descubrió una angosta callejuela, la cruzó apresuradamente, chocó rápidamente con el chico y le agarró del brazo.

—¡Estate quieto! —le gritó cuando él intentó soltarse—. ¡Estate quieto de una vez o llamo a la policía! —Ruth no tenía ni la menor idea sobre qué podía contarle a la policía, pero sabía por experiencia que la mayoría de los negros temían a los agentes del orden. Y, de hecho, la amenaza surtió el efecto deseado. El chico siguió agitándose, pero menos enérgicamente que antes.

»¿Dónde está la cadena? —preguntó una vez que Horatio llegó donde estaban.

El chico bajó la mirada al suelo polvoriento, hizo un dibujo en el polvo con el dedo gordo del pie desnudo y agitó la cabeza obstinadamente.

—¡Oye! ¡Que estoy hablando contigo! —le espetó Ruth con agresividad—. ¿Me vas hacer el favor de responder?

El chico volvió a negar con la cabeza sin alzar la vista.

—Déjeme a mí —se inmiscuyó Horatio—. Creo que sabe aún menos sobre hombres negros de lo que sabe sobre hombres blancos —dijo, poniéndose delante del chico y agarrándole de la barbilla—. ¡Mira a la señorita blanca! —le ordenó, y le levantó tanto la barbilla que su mirada tenía que ir a parar forzosamente en Ruth.

El chico se estremeció del susto, tragó saliva y se santiguó como un cristiano.

—¿Conoces a esta mujer? —le preguntó Horatio.

El chico miró a Ruth con los ojos como platos.

—¿Eres el fantasma de la mujer blanca? —preguntó, y dio un paso atrás asustado.

Ruth sacudió la cabeza.

—Piensa lo que quieras. Si eso te ayuda, entonces soy un fantasma. ¿Dónde está la mujer blanca? ¿Dónde está la cadena?

El chico sacudió la cabeza. Abrió la boca como si fuera a hablar, pero la volvió a cerrar de inmediato. Las aletas de la nariz le temblaban y todo el color había desaparecido de sus labios.

—Escucha, no voy a hacerte nada. Este hombre negro es mi testigo. Tampoco quiero nada de ti, ni tu alma, ni tu cuerpo, ni tampoco tu dinero. Solo quiero ver la cadena. Y quiero saber dónde está la mujer blanca —dijo, colocando la mano en el cuello del chico y tirando de una cinta de cuero hasta hacer salir el colgante que llevaba escondido dentro de su camisa.

Ruth lo miró pasmada, como si fuera ella quien ahora veía un fantasma.

—Es el retrato de mi abuela —susurró sorprendida, y acarició suavemente con el dedo los rasgos de una cara tallada en marfil. Entonces agarró al chico por los hombros y lo sacudió—. ¿Dónde está la mujer blanca? ¿La conoces? ¡Dime ahora mismo todo lo que sepas de ella!

Como el chico seguía mirándola pasmado y sin decir palabra, Ruth probó de otra manera.

—Si me cuentas lo que sabes, te daré un regalo. Puedes pedirme una cosa.

El chico negro apretó los labios y negó tercamente con la cabeza.

—Nadie puede decir dónde está la mujer blanca. Nadie puede saberlo —espetó.

—¿Por qué no? —preguntó Ruth.

—Porque la mujer blanca proviene de los antepasados. Los antepasados han enviado a la mujer blanca para que proteja el alma de los nama.

—¿El alma de los nama? ¿Quieres decir la piedra? ¿El diamante? ¿El Fuego del Desierto?

El chico se encogió de hombros.

—No sé nada de ninguna piedra. Nadie ha visto nunca el alma de los nama. El alma es invisible. Solo la mujer blanca puede verla. Ella sabe todo lo que pasa. Incluso sabe lo que cada uno piensa en secreto.

—¿Has visto alguna vez a la mujer blanca con tus propios ojos? —preguntó Ruth con dulzura y con un tono de voz con el que solo hablaba a sus ovejas caracul.

El chico asintió.

—Por las noches, cuando oscurece, entonces es cuando puede verse a la mujer blanca. Es cuando ella sale de su cabaña. No puede salir con el sol porque se le quemaría la piel. Por eso solo se la puede ver y hablar con ella de noche.

Ruth se arrodilló para poder mirar al chico a los ojos, pero el chico le apartó la vista.

—¿Has hablado alguna vez con la mujer blanca? —le preguntó.

El chico negó con la cabeza.

—Pero ella me ha hablado. A menudo.

—¿Y qué te dijo?

—A veces me pregunta si me va todo bien. Y entonces yo digo que sí.

—¿Y si no?

—Si no, no me dice nada.

Ruth profirió un suspiro.

—¿Hay que tirarte de la lengua para que hables?

El chico retrocedió y se tapó la boca.

—¡No, no, no quiero hacerle nada a tu lengua! Es una expresión que se utiliza cuando alguien habla poco. ¿Qué les dijo a los otros niños?

—Una vez, cuando mi hermana era todavía muy pequeña, la tomó en brazos y la besó en los párpados. Mi madre estaba al lado. «¿Cómo debería llamarse?», le preguntó mi madre a la mujer blanca. Y la mujer blanca dijo lo que siempre dice cuando las mujeres le preguntan.

—¿Qué fue lo que dijo la mujer blanca?

El chico cerró los ojos, puso su índice en la barbilla, como si tuviera que esforzarse por recordar.

—Dijo que todas las niñas deberían llamarse Rose.

Ruth se estremeció y miró hacia Horatio, que estaba detrás del chico y le había colocado una mano en el hombro.

—¿Dónde está ahora la mujer blanca? —preguntó Ruth, esforzándose por no delatar su agitación. Tenía el corazón hecho un nudo en la garganta.

—Pues en su cabaña. Todavía hace sol.

—¿Y dónde está esa cabaña?

—Allí donde yo vivo.

Ruth tuvo que contenerse para no perder la paciencia.

—¿Y dónde vives?

El chico miró la posición del sol y después señaló en una dirección.

—Vivo allí.

—¿Cómo se llega hasta allí?

—Andando. Pero hay que andar muchos días hasta que se divisa la ciudad sobre la colina.

—¿Y qué ves por el camino?

—El mar —dijo el chico—, justo por detrás de la zona prohibida.

—¿Es posible que se esté refiriendo a la bahía de los hotentotes? —dijo Horatio.

El chico lo miró y asintió con empeño.

—Sí, así es como los otros la llaman. Allí en la bahía de los hotentotes tengo que girar a la derecha.

—¿Hacia el campo? ¿Adentrarte en el desierto del Namib?

—Claro que hacia el desierto, ¿adónde si no? —El chico miró a Ruth maravillado—. Me tengo que girar así hasta que diviso los montes Awasi en la distancia, y entonces caminar hacia ellos. Cuando sus contornos se vuelven claros, se llega a un oasis. Y desde allí ya no queda mucho.

—¿Cuánto tardas en recorrer el trayecto?

—Si todo va bien, dos días. Paso la noche en casa de unos parientes en la bahía de los hotentotes. Al día siguiente, camino hasta la colina. Entonces vendo en la ciudad las cosas que mi gente ha tallado y regreso después a casa.

—¿Completamente solo?

—No, suelo encontrar a gente que me acompaña un rato y compartimos un trecho del camino. Además ya soy mayor.

—Por supuesto —asintió Ruth, y se tragó el comentario que tenía en la punta de la lengua. «Eres un chico pequeño y valiente», pensó.

—¿Vas a darme mi regalo? —preguntó el chico.

—Claro, ¿qué quieres? ¿Un coche o quizás una pelota?

El chico señaló una parada a un par de metros de distancia e hizo un ademán a Horatio y a Ruth para que lo siguieran. Una vez allí señaló unas gafas de sol de plástico de color verde chillón que tenían las patillas decoradas con mariposas plateadas de plástico.

—Esto.

—¿Unas gafas de sol?

El chico asintió con gesto serio.

—De acuerdo. —Ruth cogió las gafas del expositor, pagó al comerciante y se las tendió al chico.

Él se las puso de inmediato y sonrió.

—Gracias, señorita.

—De nada.

El chico miró al sol.

—Tengo que irme —anunció.

—Que te vaya bien —dijo Ruth, pero el chico sacudió la cabeza.

—Solo se dice «que te vaya bien» cuando no se espera volver a ver a ese alguien. Pero nosotros sí vamos a volver a vernos pronto.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Ruth—. ¿Lo dices porque soy el fantasma de la mujer blanca?

—No, porque lleva colgada del cuello una piedra que la atrae hacia nosotros. Es una piedra de la nostalgia. Lleva a las personas de vuelta hacia aquellos que se la enviaron.