20
Ruth apretó los dientes para reprimir el temblor. Sentía las manos húmedas y pegajosas, tenía la garganta reseca. También Margaret Salden parecía estar desasosegada. Había empalidecido todavía un poco más, las ojeras las tenía aún más oscuras y pronunciadas. Profirió un ligero suspiro.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Ruth.
—Mis brazos. Me duelen los hombros. Desearía librarme por fin de estas ataduras.
—Enseguida. Enseguida pasará todo —intentó consolarla Ruth, pero ella misma no creía en sus palabras.
Miró al exterior por la ventanilla del coche. Henry Kramer salía en ese momento de la choza de alquiler de barcas y se dirigía al coche llevando un equipo de buceo en la mano.
Le seguía un chico negro que arrastraba una botella de aire comprimido.
Ruth miró al cielo que brillaba nítido y azul por encima del mar. Buscó jirones de nubes intentando averiguar si ese tiempo se mantendría, y se preguntó también si vería ese cielo hoy por última vez. Lamentó haber puesto tan poca atención a tantas cosas en su vida. No podría despedirse de nadie, ya no podría decir a Mama Elo y a Mama Isa lo mucho que las quería. Y no volvería a ver a Rose. ¿Se echaría a llorar su madre ante la tumba de ella?
A Ruth le habría gustado decirle a su madre que Margaret la había querido mucho, y que justamente por ese motivo la había entregado a otra persona, para que Rose pudiera vivir. Había un amor que era muy grande, tanto, que el destino de la otra persona pesaba más que el propio. Margaret lo había demostrado. Rose no tenía ningún motivo para estar triste ni para sentirse abandonada o repudiada. Había pocas personas a las que se hubiera querido como a ella, y ya era hora de que Rose lo supiera. Quizás así fuera más feliz el resto de sus días.
También le habría gustado a Ruth reconciliarse con Corinne. Quería decirle que ahora sabía lo guapa que una podía estar con un vestido bonito, y le habría gustado pedirle que cuidara bien de su madre. Rose necesitaba a una persona que se preocupara de ella. Estaba muy sola, siempre había estado muy sola, era una persona solitaria a pesar de su familia, a pesar de sus amigos. Pero quizás era ya demasiado tarde para eso. Poco después iba a estar embutida en ese equipo de buceo y tendría que meterse en el mar. Ruth era terriblemente consciente de que no tenía ninguna posibilidad de encontrar el diamante. Y tenía las muñecas desolladas. Era muy posible que eso atrajera a los tiburones. ¿Sería muy dolorosa la mordedura de un tiburón? Ruth esperó perder rápidamente la conciencia en ese caso. También podría quitarse la mascarilla de la cara y entonces moriría asfixiada, ahogada. ¿Era mejor eso que ser desgarrada por los dientes de los tiburones? ¿Era menos doloroso? Le habría gustado rezar, pero su confianza en Dios había ido desapareciendo en los últimos días. ¿Y si se dirigiera a los antepasados como hacían los nama? Ruth reflexionó unos instantes y cerró los ojos para hablar con su abuelo Wolf Salden. «Si no existe otra posibilidad, entonces ven a buscarme tú —imploró en silencio—. ¡Haz que sea rápido, prométemelo!».
Un estallido la arrancó de sus pensamientos. El chico negro había arrojado la botella de aire comprimido en la superficie de carga de la furgoneta.
Henry Kramer arrojó el traje de buzo después y se subió al vehículo.
—La mar está muy tranquila hoy —dijo, dirigiéndose a las dos mujeres—. Estáis de suerte. No habrá ráfagas de viento hasta el mediodía. Rezad a Dios para que hayáis acabado entonces. —Luego profirió un suspiro y dio la vuelta a la llave para arrancar el vehículo. Al no arrancar a la primera, Kramer se puso a dar violentos golpes al volante—. ¡Qué mierda! ¡Qué maldita mierda!
Ruth y Margaret se miraron a los ojos. No podía pasarse por alto que Kramer había perdido los nervios definitivamente.
«Quizá sí tengamos una oportunidad», se le pasó a Ruth por la cabeza, pero entonces se dio cuenta de que el chico negro había desaparecido y de que no podía verse a ninguna otra persona a lo largo y ancho de aquel paraje. No llegarían muy lejos si escapaban.
—¡Venga, arranca ya!
El coche arrancó finalmente para alegría de Kramer. Condujo el vehículo por los terrenos del puerto y lo detuvo poco después ante una barrera, detrás de la cual comenzaba la carretera que atravesaba la zona prohibida de las minas. Kramer se bajó del vehículo, abrió la barrera empujándola hacia arriba, pasó el coche, volvió a bajar la barrera y se aseguró dando un tirón fuerte de que quedaba realmente cerrada.
Siguieron adelante alrededor de media hora sin encontrar tampoco a ninguna otra persona. Ruth no vio siquiera animales por la ventanilla del coche, solo aquellas aves grandes que volaban en círculo por encima de ellos.
Kramer detuvo el coche abruptamente al borde de una pequeña bahía, se bajó y sacó a Ruth a empellones de su asiento.
A algunos metros de la playa les estaba esperando el chico negro del puerto. Estaba sentado en una pequeña barca con motor observando aburrido lo que acaecía en la bahía.
Cuando Kramer cortó las ataduras de las manos a Ruth, esta dio un suspiro de alivio y se frotó con cuidado las articulaciones doloridas.
—¡Y ahora ponte el traje de buzo, vamos! —dijo él entre dientes. Daba la impresión de estar extremadamente tenso y disgustado a la vez—. ¿Has buceado alguna vez?
Ruth negó con la cabeza.
—¡Debí habérmelo imaginado! ¡Quítate los pantalones y la blusa!
Ruth titubeó. No quería volver a desnudarse otra vez delante de Kramer. Él conocía ciertamente el cuerpo de ella, era el primero y único hombre que lo había visto, pero había perdido todo derecho a contemplarla de nuevo en cueros.
—Está bien, ya me doy la vuelta —dijo Kramer visiblemente nervioso—. Tampoco es que sea muy excitante para la vista eso que tienes para mostrar.
Ruth hizo lo que le habían ordenado, se desnudó y se embutió enseguida en el traje de buzo, que tenía un tacto frío y un poco pegajoso.
—¿Qué va a pasar con mi abuela? —preguntó Ruth cuando estuvo completamente vestida delante de él.
—¿Qué pasa con la vieja? —Kramer la miró como si se hubiera olvidado por completo de la anciana.
Ruth miró a su alrededor disimuladamente. Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Aquí en tierra, Margaret podría quizá liberarse. Quizá llegaría alguien por aquel camino que pudiera ayudarla, pero en el agua podría necesitar también a su abuela para dominar al chico y a Kramer. ¿Sabía nadar su abuela? Probablemente lo mejor sería que se quedara en tierra.
—No querrás dejarla aquí en tierra, ¿verdad? —preguntó ella con la esperanza de que su protesta moviera a Kramer precisamente a hacer lo contrario.
—¿Qué va a hacer en tierra? ¿Me quieres tomar el pelo? La necesito en el mar. ¡Solo ella sabe dónde hundió el condenado diamante!
Ruth asintió con la cabeza; no había meditado esa circunstancia.
—Suéltale al menos las ataduras. Si no puede moverse porque siente dolores, tampoco podrá pensar con serenidad. El dolor limita la memoria.
Kramer la miró con incertidumbre, luego sacó a Margaret Salden del coche, le cortó las ataduras y arrojó las cuerdas a un lado.
—No vayas a pensar que me trago las tonterías que acabas de decir —dijo a Ruth entre gruñidos—. Pero ¿qué va a poder hacer la vieja en el agua? Quizás haga memoria cuando te vea nadando y se acerquen las aletas de los tiburones.
Propinó un empujón a Ruth.
—¡Vamos, corre! No vas a montarme ninguna escena en estos pocos metros hasta la barca —dijo, llevándose la mano a la pretina del pantalón y sacando de ella una pistola—. Un paso en falso y emplearé esta cosita, ¿entendido?
Los ojos de él se habían vuelto muy pequeños. Ruth comprobó en aquella mirada que estaba hablando muy en serio. Parecía completamente decidido a llevar a cabo su plan, sin importarle cómo acabaría todo.
—De ese diamante dependen muchas cosas para ti, ¿no es cierto? —preguntó ella.
—¡Eso te importa una mierda a ti, querida mía! No tienes más que encontrarlo y subirlo a la barca, todo lo demás está fuera de tu incumbencia.