12

La luz de la mañana despertó a Zach, que había dormitado con la cabeza apoyada en la mesa de la cocina de Dimity. El sol le perforó los ojos y levantó la cabeza con cautela. La tenía embotada por la falta de sueño y el peso de los pensamientos. Se notaba el cráneo como una cáscara de huevo, susceptible de romperse con toda la información nueva que había comprimido en él durante las pasadas veinticuatro horas. Estaba solo en la cocina, rodeado de tazones fríos y pegajosos que apestaban a leche agria y coñac. Llenó el hervidor de agua y lo encendió, bebió mucha agua y fue al salón. La última vez que había visto a Hannah estaba dormida en un sofá, acurrucada delante de los Sabri, con los puños del jersey estirados sobre las manos y los labios tan delicadamente fruncidos que había contenido las ganas de besarla. Ahora la habitación estaba vacía. Zach se frotó los ojos y trató de despejarse.

—¿Hannah? ¿Ilir? —gritó hacia las escaleras, pero no hubo respuesta.

Luego oyó un ruido fuera y abrió la puerta. Delante de la casa estaba el jeep de Hannah con el motor encendido y las portezuelas abiertas. Rozafa y Bekim ya se habían sentado en el asiento trasero, y Hannah metía dos bolsas de viaje de lona en el maletero.

—¿Eh? ¿Qué está pasando aquí? —preguntó Zach, estremeciéndose de cansancio en el frío de la mañana.

Hannah lo miró con repentina alarma.

—Voy a llevarlos a la estación. No quería despertarte —dijo, dejando caer las bolsas y acercándose a él con las manos en los bolsillos.

Zach se protegió los ojos con una mano.

—¿Es seguro? La policía podría estar vigilando.

—Creo que no. He hablado con James. También registraron su casa anoche pero no encontraron nada. No cree que sigan buscando. Hasta me pidieron perdón anoche. —Hannah esbozó una sonrisa—. Se deshicieron en disculpas cuando no encontraron nada.

—¿Tardarás mucho?

—No. Solo iremos hasta la estación de Wareham. Ilir los llevará al norte, a Newcastle. Tiene amigos allí…, bueno, conoce a alguien de su país. Alguien que puede ofrecerles un lugar donde quedarse y los ayudará a establecerse. Además, tengo un cuñado médico que vive allí. Va a ayudarle con la solicitud de asilo político y empezará el tratamiento de quelación para Bekim.

—¿Cómo has dicho?

—Mira, no hay tiempo para contártelo todo ahora. Tenemos que coger un tren en cuarenta minutos. Pensaban quedarse unos días aquí conmigo para descansar antes de continuar el viaje, pero después de lo de anoche creemos que es más prudente no esperar.

Zach le cogió la mano y sosteniéndola abierta, la estudió. Pequeña y con cicatrices, con las uñas rotas y sucias alrededor de las cutículas, y callos en las palmas y en la base de cada dedo. Unas manos recias, propias de una vida a la intemperie; unas manos que habitaban un mundo totalmente distinto al suyo.

—¿No quieres que vaya contigo?

—No, no es necesario. Quédate con Dimity. —Y añadió con una voz extraña—: Mira bien los cuadros.

—De acuerdo. Te veré cuando vuelvas.

—Volveré en cuanto se hayan subido al tren. Calculo que en una hora y media. Hablaremos entonces.

Se volvió y regresó al coche, e Ilir apareció frente a él. Zach esperó nervioso a oír lo que tenía que decir el romaní. Seguía doliéndole la mandíbula del puñetazo que le había propinado la noche anterior. Instintivamente se llevó una mano a ella para frotársela y notó lo tierno que estaba aún el cardenal. Ilir sonrió cohibido.

—Siento haberte golpeado, Zach. Pero entiéndelo, estaba muy asustado.

—No te preocupes.

—No, quiero disculparme. Nos has ayudado… Estoy agradecido.

Ilir tenía la cara cansada y magullada pero se le veía más feliz de lo que Zach lo había visto nunca. Irradiaba una especie de paz interior, como si la ausencia de su mujer y de su hijo siempre le hubiera consumido, provocándole un dolor persistente que por fin había desaparecido, pese a la precariedad de su situación.

—Por favor, era lo menos que podía hacer… Me alegro de que estén fuera de peligro. —Le tendió la mano e Ilir tiró de ella y le dio un brusco abrazo. No habían tenido tiempo para lavarse o cambiarse de ropa, y el hombre seguía hediendo al estrés y el caos de la noche anterior.

—Vamos, Ilir. No tenemos tiempo —gritó Hannah desde el coche.

—Pórtate bien con ella —dijo Ilir en voz baja—. Ahora que me voy… Parece fuerte pero necesita a la gente más de lo que está dispuesta a admitir. Necesitará tu amistad ahora que me voy. Es difícil a veces, pero es una buena mujer.

—Lo sé —dijo—. Buena suerte.

Ilir le dio una palmada en el hombro y asintió, luego se volvió y se sentó en el asiento del pasajero. Expulsando humo azulado, el jeep se alejó.

Zach esperó un rato en el escalón, paseando la vista por el horizonte acuoso hasta la curva verde de las colinas del interior. Estaba deseando subir de nuevo a la habitación y volver a mirar todos los cuadros; empezar a tomar notas sobre el tema y la combinación de colores. Pero se sorprendió titubeando, ya que no le parecía correcto ahora que Hannah se había ido y que Dimity estaba tan alterada. Pese a su obsesión por los cuadros, estos no le pertenecían. Y había algo más, algo que la revelación de Hannah sobre su abuela le había hecho cuestionar. Se mordió el labio mientras trataba de decirse a sí mismo que no importaba. Pero sí que importaba, era innegable. Subió las escaleras sin hacer ruido.

—¿Dimity?

La última vez que la había visto la noche anterior, estaba acurrucada en el umbral de la pequeña habitación vacía donde había vivido Charles Aubrey. Pero ya no estaba allí. Zach llamó suavemente a la puerta de la otra habitación y atisbó en el interior.

—¿Está despierta? —preguntó en voz baja.

No llegó ninguna respuesta de la pequeña figura hecha un ovillo en la cama. Tenía las rodillas dobladas, las manos juntas en el estómago. Al ver los mugrientos mitones rojos Zach sintió hacia la anciana una repentina oleada de afecto, así como de admiración. Pocas personas habrían protegido un secreto con tanta fe, y con tan buenos resultados, durante tantos años. Recordó todas las horas que había hablado con ella, tomando aplicadamente nota de las anécdotas sobre Charles Aubrey de la década de 1930, mientras ella había ocultado en todo momento esa enorme e inimaginable verdad. Siempre le había parecido que se callaba algo; siempre había parecido medio temerosa de hablar más de la cuenta, de dar demasiadas pistas. Debía de haber dominado sus pensamientos. Dimity no respondió cuando la llamó. Su respiración era suave y regular, pero cuando Zach retrocedió tuvo el fuerte presentimiento de que no dormía.

Zach procuró hablar con Pete Murray lo menos posible, a pesar de las ganas que este tenía de chismorrear sobre la presencia de la policía en el pueblo la noche anterior. Zach se encogió de hombros y negó que supiera algo. Estaba impaciente por irse de allí y ver a la única persona que podía aclarar algo que pedía su atención a gritos, cada vez más fuertes. Durante el trayecto de dos horas en coche hacia el norte trató de concentrarse en la carretera. Ensayó mentalmente lo que diría para averiguar, de una vez por todas, una verdad que se le había ocultado deliberadamente toda su vida.

Su abuela vivía en un antiguo asilo victoriano en una ciudad comercial cerca de Oxford. Pequeñas y pulcras casas de ladrillo y piedra se alineaban en un semicírculo alrededor de un césped impecable y cuidadosamente cercado para protegerlo de los pies errantes. Las últimas rosas de finales de la estación lucían sus colores desteñidos en los parterres. Zach dio su nombre al vigilante y se abrió paso hasta la mitad de la hilera. Llamó y abrió él mismo la puerta, para ahorrarle a su abuela la molestia de levantarse.

—Hola, abuela.

Ella lo miró con el entrecejo ligeramente fruncido y solo sonrió cuando se agachó para besarle la mejilla.

—Cariño, qué amable eres de venir a verme —dijo, aclarándose la voz—. ¿Cuál eres tú?

—Soy Zach, abuela. Tu nieto. El hijo de David. —Al oír el nombre de su padre, su abuela sonrió con más convicción.

—Por supuesto. Eres igual que él. Siéntate, siéntate. Te prepararé una taza de té. —Empezó a levantarse del sillón, pero al apoyarse en dos bastones de caña le temblaron sus delgados brazos.

—Ya lo hago yo, abuela. Tú no te muevas.

Desde la pequeña cocina, Zach estudió a su abuela. Hacía cuatro meses que no la veía y cada vez parecía menos robusta. Un soplo de mujer, su cabello era una sombra de la melena rizada que había tenido, su cuerpo, los huesos desnudos de lo que había sido una vigorosa y esbelta figura. Allí estaba, desvaneciéndose un poco más cada día, y él había estado demasiado absorto en sus asuntos para darse cuenta. Con una punzada de remordimientos, cayó en la cuenta de que debería haber llevado a Elise a visitarla antes de que se fuera a Estados Unidos. Se prometió hacerlo sin falta la próxima vez que su hija fuera a Gran Bretaña. Solo esperaba que su abuela viviera para verla, aunque parecía poco probable. Estaba frágil, pero le brillaban los ojos. Zach llevó el té, y habló sobre su familia y su trabajo durante unos diez minutos.

—Bueno, adelante, pregúntame —dijo ella, después de que se hiciera un silencio entre ambos.

Zach alzó la mirada.

—¿Que te pregunte qué, abuela?

Ella había clavado esos ojos brillantes en él y parecía divertida.

—Lo que estás desesperado por preguntar. Lo veo flotar sobre ti como una nube. —Sonrió al ver la expresión contrita de él—. No te preocupes, cariño. No me importa la razón por la que has venido. Sigue siendo un detalle.

—Lo siento, abuela. Pero necesito preguntarte sobre… Charles Aubrey.

Pensó que sonreiría, se ruborizaría o aparecería en su rostro esa expresión recóndita y feliz, como solía hacer, pero su abuela se recostó en su sillón y pareció hundirse ligeramente para apartarse de él.

—Ah.

—Verás, cuando era pequeño, siempre parecía… insinuarse o darse a entender que Charles Aubrey podía ser mi verdadero abuelo. —A Zach se le aceleró el pulso. Poner en palabras ese pensamiento que tantas veces había albergado pero nunca pronunciado en alto de pronto parecía escandaloso.

—Sí, lo sé —fue todo lo que ella dijo.

Tenía una expresión alterada que intrigó a Zach. Su marido, el abuelo de Zach, había muerto hacía once años. La verdad ya no podía dolerle.

—Bueno, he estado en Blacknowle unas semanas…

—¿Blacknowle? —lo interrumpió ella—. ¿Has estado en Blacknowle?

—Sí. He intentado averiguar más cosas sobre la vida y la obra de Aubrey.

—¿Y lo has conseguido? —Ella se echó hacia delante en su silla, impaciente.

—Sí, eso es… —Zach titubeó.

Había estado a punto de soltar todo lo que había averiguado. Pero no podía, lo sabía. El secreto que Dimity había guardado con tanto celo toda su vida no podía ser revelado de una forma tan despreocupada. Ni siquiera a otra mujer que también había amado a Aubrey toda su vida.

—He averiguado algo. Algo que hace que sea muy importante para mí saber… si realmente soy o no descendiente de Charles Aubrey. Si soy o no su nieto.

La anciana se recostó de nuevo y apretó los labios. Aferró con sus manos huesudas los brazos del sillón, y Zach sintió cómo le caía el sudor por las axilas en esa habitación excesivamente caldeada. Esperó, y por un momento pareció que no iba a recibir ninguna respuesta. Los ojos de su abuela contemplaban el pasado, como solían hacer los de Dimity Hatcher. Pero al final habló.

—Charles Aubrey. Era tan maravilloso. No puedes imaginarte lo maravilloso que era.

—Puedo ver lo maravillosos que son sus cuadros.

—Cualquier necio puede ver eso. Pero tendrías que haberlo visto a él, haberlo conocido, para saber realmente…

—Pero ¿no lo ves? —la interrumpió Zach, sintiendo una repentina oleada de irritación—. ¿No te das cuenta de cómo hacía eso que se sintiera el abuelo, y mi padre?

Su abuela parpadeó y frunció ligeramente el entrecejo.

—¡Mi padre —continuó Zach—, es decir, tu hijo David, creció con un padre que no lo quería porque creía que él no era su padre!

—Cualquier hombre decente habría querido al chico de todos modos —replicó ella—. Me ofrecí a llevarme a mi hijo y dejarlo libre. Pero él no quiso. El escándalo, dijo. Siempre tan preocupado por lo que pensara la gente. Demasiado preocupado por dar una imagen respetable para que le importara si éramos felices.

—¿Y lo fuiste tú?

—¿Si fui qué, cariño?

—Respetable. ¿Tu marido era el padre de tu hijo o mi padre fue un hijo ilegítimo…, natural?

Al oír estas palabras, su abuela se rió.

—¡Oh, cariño! ¡Hablas exactamente como tu abuelo! ¡Tan pomposo! —Le dio unas palmaditas en la mano—. Me impresiona que después de todos estos años alguien haya tenido por fin el coraje de preguntármelo. Pero ¿qué importa ahora? No le des más vueltas. A todo el mundo le está permitido tener secretos, sobre todo a una mujer…

—Tengo derecho a saberlo —insistió Zach.

—No, no lo tienes. Creciste con un padre cariñoso, rodeado de afecto y cuidados. ¿Por qué ir indagando por ahí algo que sea menos que eso? ¿Algo peor?

—Porque… Porque mi padre no creció con un padre cariñoso. Creció sabiendo que nunca sería lo bastante bueno. Que nunca acabaría de ser lo que se esperaba de él. ¡Creció creyéndose una decepción, la sombra de Charles Aubrey! —Zach suspiró para tranquilizarse—. Pero eso no viene al caso. O tal vez sí, pero no es la razón por la que estoy aquí. He conocido a una mujer en Blacknowle que está emparentada con Aubrey. Es su bisnieta. La nieta de Delphine, la hija de Aubrey. ¿La recuerdas?

—¿Delphine? ¿La mayor? —Su abuela ladeó la cabeza—. Los veía de vez en cuando. Pero nunca hablé con ninguna de sus hijas, ni con la otra niña.

—¿La otra?

—Esa niña del pueblo que las seguía a todas partes.

—¿Dimity Hatcher?

—¿Así se llamaba? Era una belleza, pero siempre iba vestida con harapos y se ocultaba detrás de su pelo. Me preguntaba si era un poco corta de luces.

—No. Y todavía está viva —replicó Zach antes de poder detenerse—. Me ha hablado de los veranos que los Aubrey pasaron allí…

—¿Sí? Bueno, entonces no me necesitas…

—Abuela, por favor. Tengo que saberlo. Esa mujer que he conocido…, la bisnieta de Aubrey. Es… muy importante que sepa si estamos o no emparentados. Si soy o no el nieto de Aubrey. Por favor, dímelo. Ya basta de indirectas y de ambigüedades.

—¿Quieres decir que sois novios? —preguntó ella con intuitiva sagacidad.

Zach asintió. Su abuela tamborileó con los dedos en los brazos del sillón, agitada. Luego los asió y los soltó varias veces, y en su rostro se reflejó un gran dilema. Zach suspiró profundamente.

—¿Y bien?

La anciana lo miró ceñuda.

—De acuerdo. Si exiges saberlo te lo diré. Y seguramente los dos saldremos perdiendo con ello. La respuesta es no. No, tu abuelo era tu abuelo. Nunca tuve un lío con Charles Aubrey.

—¿Ni siquiera tuviste un lío? ¿Todo fue una invención? —preguntó Zach, incrédulo, mientras una oleada de alivio y decepción lo recorría.

—No inventé nada, joven. Tuvimos un… devaneo. Y lo quise. Le quise desde el primer momento que lo vi. Y tal vez habría traicionado a tu abuelo…, pero Charles no quiso. —Ella apretó los labios, como si se los hubiera pinchado—. Ya está. Ya lo he dicho. Estarás contento.

—¿Él… te rechazó?

—Sí. Al final él fue el más decente. Vino a buscarme a la habitación de encima del pub donde nos alojábamos. ¡Pensé que estaba allí para seducirme! Pero vino para romper conmigo. No es que hubiera algo realmente entre nosotros, solo… la posibilidad. El hechizo. Pero él lo rompió y por si fuera poco me rompió el corazón. —Su abuela se llevó los dedos al pecho y suspiró—. Dijo que… no era libre para tomar lo que quisiera. Para hacer lo que quisiera. Dijo que ya se había metido en un apuro ese verano por hacer eso y que tenía que pensar en su familia.

—Celeste y las niñas… Y debió de referirse a Dimity cuando dijo que ya se había metido en un apuro. Tuvieron una aventura ese verano.

—¿Dimity? ¿La niña del pueblo? ¡Pero si solo era una cría! No puedo creer que…

—Tal vez por eso lo llamó «apuro».

—Pero ¿estás seguro, Zach? ¿Estás seguro de que tuvieron una aventura?

—Ella insiste en que sí, desde luego —respondió él, y la abuela sonrió con tristeza.

—Ah, pero ¿no lo ves? Yo también. Hasta el día de hoy lo he hecho.

Zach dejó el asilo poco después, prometiendo que volvería pronto. Las palabras de su abuela resonaban en su cabeza. «Yo también». ¿Qué significaba eso entonces? ¿Que Dimity tampoco había tenido una aventura con él? Pero algo debió de ocurrir para que Aubrey se lo mencionara a su abuela. «Apuro». ¿Así era como describía él el idilio que Dimity había recordado todas esas semanas? Ahora bien, cuando desertó durante la guerra fue a Dimity a quien buscó, fue con Dimity con quien se quedó el resto de su vida. ¿O solo fue porque ella era la única persona que quedaba? La única persona que había allí cuando volvió, destrozado y vulnerable, buscando cobijo. Pero no…, también estaba Delphine. Viviendo a menos de una milla y creyendo que su padre había muerto en acción. A Zach le dolía la cabeza. Dimity había ocultado su enorme secreto incluso a Delphine, su hija. Eso era algo terrible. Siguió conduciendo con los nudillos de una mano apretados contra los labios. Y su propia familia, su padre, su abuela, habían vivido con el fantasma de Aubrey. Pues solo había sido eso, un fantasma. Nada real, nada sustancial. ¿Tan poderoso había sido Aubrey que hasta la insinuación de él siguió viviendo de ese modo? Estaba claro que sí. Y la vena artística de Zach era una casualidad de la vida, no algo heredado. Sintió cómo algo se desprendía de él, algo a lo que se había aferrado con cuidado durante muchos años. Pensó que lo echaría de menos, pero en lugar de ello se sintió más ligero.

Zach enfiló hacia The Watch. Ya era tarde, y cuando nadie respondió a su llamada probó a abrir la puerta. Estaba abierta y entró en la casa con cierto nerviosismo. Dimity normalmente la cerraba por dentro. Siempre había oído ruido de cerrojos antes de que ella la abriera. Por segunda vez ese día subió las escaleras llamándola mientras los pensamientos se le agolpaban de tal modo en la cabeza que le costaba concentrarse en uno solo. Lo único que sabía era que tenía preguntas que hacerle, casi acusaciones. Dimity no se había movido. Seguía tumbada de lado en la cama, y esta vez Zach se precipitó hacia ella preocupado y suspiró de alivio cuando la oyó respirar. Ella tenía los ojos abiertos, mirando al vacío. Parpadeó cuando Zach se acuclilló a su lado. Él la sacudió con suavidad.

—Dimity, ¿qué le pasa? ¿Se encuentra bien?

Sin decir una palabra, Dimity tragó saliva e hizo un esfuerzo por levantarse. Zach la ayudó a sentarse. Las piernas de la anciana, cuando las guió hacia el borde de la cama, eran puro hueso.

—¿Llamo a un médico?

—¡No! —gritó ella de pronto, luego tosió—. Olvídese de médicos. Solo estoy cansada.

—Ha sido una noche extraña —dijo Zach con cautela.

Ella asintió y miró hacia el suelo con una expresión desolada.

—Lo siento —añadió Zach. No sabía cómo explicar por qué lo sentía. Por haber descubierto su secreto cuando llevaba tanto tiempo guardándolo. Por habérselo arrebatado.

—Ha estado muerto los últimos seis años. Lo sabía, pero… soñaba con que no lo sabía. Lo deseaba. —Las lágrimas le anegaron los ojos y le cayeron por las mejillas.

—Lo quería de verdad, ¿no? —murmuró Zach.

Dimity lo miró, y el dolor en sus ojos era tangible. Una por una, las preguntas que tenía Zach en la mente se desprendieron y fueron disipándose. Ella no le debía ninguna explicación.

—Más que a mi vida —respondió ella. Suspiró profundamente y añadió—: Y habría hecho cualquier cosa por él. Habría hecho cualquier cosa para compensarlo.

—¿Compensarlo por qué, Dimity? —Zach la miró ceñudo.

Dos lágrimas más cayeron en las manos juntas de la anciana.

—Por lo que hice —dijo en un murmullo, tan débil que él apenas la oyó—. Por lo que hice.

Se sacudió cuando un sollozo la recorrió. Zach esperó a que dijera algo más, pero ella guardó silencio. Las palabras de Wilf Coulson acudieron a su mente.

—Ahora todo el mundo lo sabrá, ¿verdad? La gente vendrá y sabrá que estuvo aquí. Sabrán que yo lo escondí. —Ella lo miró de nuevo, con el miedo y el dolor escritos en la cara.

Zach negó con la cabeza.

—No tienen por qué saberlo, Dimity. Si usted no quiere que se lo diga a nadie, no lo haré. Se lo prometo.

La incredulidad hizo que ella abriera mucho los ojos.

—¿Lo dice de verdad? —susurró—. ¿Lo jura?

—Lo juro —respondió él, sintiendo cómo el peso de la promesa le oprimía el corazón—. El secreto que Charles y usted guardaron todavía le pertenece. Y los cuadros son propiedad de Hannah. Ella aún no la ha traicionado por ellos y estoy seguro de que no lo hará ahora.

Dimity asintió y cerró los ojos.

—Estoy tan cansada —dijo, recostándose de nuevo en las sábanas gastadas.

—Descanse entonces. Yo… volveré mañana.

—¿Descansar? Sí, quizá. Pero vendrán a buscarme —dijo ella temerosa, con un hilo de voz.

—¿Quién vendrá, Dimity?

—Todos ellos —susurró ella, y al instante se le puso la cara flácida. Se había quedado dormida.

Zach la tapó con la manta y tocó uno de sus mugrientos mitones rojos para despedirse. Preocupado, y sin saber aún si llamar o no a un médico para que la examinara, fue en coche al pueblo. Estaba a punto de tomar el sendero que conducía a la Southern Farm cuando vio una figura familiar sentada en un banco con un perro pequeño a los pies, mirando hacia el mar. Se detuvo al lado y bajó la ventanilla.

—Hola, señor Coulson. ¿Está bien?

Wilf Coulson agarró con fuerza la correa del perro lebrel y asintió con el mínimo de cortesía.

—Ya sé que me pidió que no le preguntara nada más sobre Dimity…

—Se lo pedí, es cierto —dijo el anciano con cautela.

—He ido a verla y ha dicho algo que… Bueno, me ha recordado algo que usted me dijo y quería preguntarle sobre ello. Por favor.

Wilf Coulson le lanzó una mirada complicada, mezcla de intriga, tristeza y beligerancia.

—¿Qué es?

—Le pregunté de qué murió Élodie Aubrey y usted dijo que de causas naturales, pero que hubo quienes dijeron lo contrario. Me preguntaba qué quiso decir con eso.

—¿No está claro?

—Sí…, pero ¿quiénes eran esas personas? ¿Y qué dijeron exactamente? No utilizaré esta información, ¿comprende? Me refiero a mi libro. Solo intento entender por lo que está pasando Dimity… ¿Puede decirme qué quiso decir?

Wilf pareció considerarlo, moviendo ligeramente la mandíbula, con las mejillas hundiéndose e inflándose. Pero al final quiso hablar. Zach lo vio. Quiso descargar la conciencia.

—El médico estaba en el pub después de lo que ocurrió. El doctor Marsh, que había estado con ellos en el hospital poco antes. Yo también estaba, de modo que le oí hablar. Creía que había sido envenenamiento por comida. La niña mayor salía a menudo a coger plantas con Dimity.

—¿La niña mayor? ¿Delphine?

—La que al final se casó con el chico de los Brock. El médico describió los síntomas y vi que algunos se cruzaban una mirada por encima de su cabeza. Muchos de los presentes sabían de qué estaba hablando.

—¿Y qué era?

—Perejil bastardo —respondió Wilf, sucintamente—. Cicuta acuática.

—Dios mío…, ¿quiere decir que Delphine lo cogió por equivocación y… Élodie se lo comió?

—Eso, o bien…

—¿O bien qué?

—Pues que la cicuta acuática no es fácil de encontrar. Los granjeros arrancan toda la que ven porque mata al ganado. La niña tendría que haber ido muy lejos y tener muy mala suerte para dar con ella.

—Entonces…, ¿qué está diciendo? ¿Que fue deliberado?

—No. No estoy diciendo eso. ¿Por qué iba a querer matar esa niña a su hermana? ¿Y correr el riesgo de envenenar a toda la familia? ¿Qué sacaría?

—Bueno, ella no… —Zach se interrumpió cuando un escalofrío le recorrió la espalda. Bajó la vista hacia The Watch y murmuró—: Delphine no habría sacado nada de ello.

—Dimity estaba desconocida ese verano. Después de que regresaran de África. ¿En qué estaban pensando al llevarse a una niña como a Mitzy a África? ¿Qué provecho podía traerle? Estaba desconocida. Traté de hablar con ella pero no era la misma. —Wilf apretó los labios y sacudió la cabeza furioso—. Ya está. Es suficiente para usted. Dejémoslo así.

Zach advirtió que el anciano tenía los nudillos blancos por la fuerza con que asía la correa. Guardó silencio un momento y Zach entendió su miedo.

—No le diré a nadie lo que me ha dicho, le doy mi palabra.

Wilf Coulson se recostó un poco, pero su expresión no cambió.

—Aun después de todo eso me habría casado con ella —dijo con voz tensa—. Me habría casado con ella, pero ella no me quiso.

Sacó un pañuelo raído y se secó los ojos, y Zach lo sintió por él. Quería decirle por qué Dimity no lo había querido…, qué se lo había impedido. Tenía en quien pensar, a quien amar y esconder. Y en quien redimirse.

—Gracias, señor Coulson. Gracias por hablar conmigo. Creo… que Dimity se está cansando. Creo que si quería ir a verla, cuanto antes lo haga mejor.

Wilf lo miró sobresaltado, luego asintió.

—Entiendo, chico. Ahora déjame solo.

Hannah lo hizo pasar con una expresión que Zach no supo cómo interpretar. Estaba ojerosa y tenía los labios pálidos.

—Has empezado a ordenar —comentó él mientras se sentaba a la larga mesa de la cocina.

Entre los desechos esparcidos por todas las superficies había huecos, y los papeles de encima de la mesa parecían amontonados en alguna clase de orden. Cerca de la puerta había dos bolsas negras abultadas, listas para sacarlas. Hannah asintió.

—Yo… De pronto me han entrado ganas. Me ha parecido el final de una etapa, ahora que Ilir se ha ido.

—¿Han llegado bien a Newcastle?

—Sí, están bien. Mejor dicho, todo lo bien que pueden estar. Bekim necesita empezar lo antes posible el tratamiento para el saturnismo…

—¿Te refieres a la quelación de la que has hablado antes?

—Sí. Para eliminar el plomo de su organismo.

—¿Es muy grave entonces? Me pareció que estaba como atontado, pero pensé que podía ser el cansancio…

—Es peor de lo que te imaginas. Vivirá con las secuelas el resto de su vida. ¿Cuántos años dirías que tiene?

—No lo sé…, unos pocos más que Elise. ¿Siete u ocho?

—Tiene diez y va para los once. El plomo atrofia el crecimiento y el desarrollo…

—Dios mío, pobre criatura —dijo Zach—. Entiendo… que quisieras ayudarlos, y darles la posibilidad de comenzar una nueva vida.

Ella se ocupó con la tetera, los tazones y las bolsitas de té. Parecía reacia a mirarlo a los ojos.

—Pensé que te habías ido —dijo finalmente.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya tienes lo que buscabas. —Se volvió hacia él y cruzó los brazos en actitud defensiva—. Has averiguado de dónde salían los cuadros de Aubrey. Has averiguado qué fue de Delphine y quién era Dennis.

Zach la escudriñó. Aunque su voz parecía irritada había miedo en sus ojos. Sacudió la cabeza, se levantó y se acercó a ella.

—¿Y pensaste que me había ido así sin más, con toda esta información? ¿Para hacer qué?

—No lo sé. —Ella se encogió de hombros—. Escribir un libro. Dar a conocer la noticia y causar sensación.

—No tienes mucha fe en la gente, ¿verdad? —Zach sonrió y levantó una mano para acariciarle la cara.

Hannah la apartó con impaciencia.

—No juegues conmigo, Zach. Necesito saber… Necesito saber qué piensas hacer.

—No voy a hacer nada.

—¿Nada? —repitió ella con incredulidad.

Zach hizo un gesto de negación y volvió a concentrarse en el té.

—Entonces, ¿adónde has ido?

—He ido a ver a mi abuela.

—¿Cómo es eso? ¿Lo has decidido de improviso?

—Sí. Por fin la he obligado a confesar si tuvo o no una aventura con Aubrey. Y si soy o no nieto de él.

Hannah se quedó inmóvil y suspiró profundamente.

—Porque si lo eres —dijo con frialdad—, entonces todos esos cuadros son tuyos.

Zach parpadeó.

—¡Ni siquiera se me ha ocurrido pensarlo! Pero es cierto, si fuera nieto suyo lo serían.

—Lo serían, claro —repitió ella, mordazmente.

—Vamos, Hannah. Te juro que no fui a verla por eso. Fui porque si soy su nieto, entonces tú y yo somos parientes. Sería nuestro tío abuelo o algo así.

—Primos segundos.

—¿Cómo?

—Si fueras su nieto seríamos primos segundos. Pero solo a medias, porque yo soy descendiente de Celeste y tú de tu abuela.

—¿Medio primos segundos? ¿Ya lo has calculado? —Zach sonrió y Hannah se ruborizó.

—Hace semanas, cuando empezamos a acostarnos. Ya me habías contado el rumor que corría en tu familia. ¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto? ¿Somos parientes? ¿Eres el heredero de Aubrey?

—No —respondió él, sin dejar de sonreír—. No, no lo soy. Mi abuelo era mi abuelo. Mi abuela dejó que creyéramos lo contrario todos estos años… Supongo que porque se casó con un hombre al que no amaba y quería que fuera cierto.

Hannah dejó de hacer lo que estaba haciendo y bajó la cabeza un momento, con los ojos cerrados.

—Bien —dijo por fin.

Zach la miró interrogante.

—Habría complicado mucho las cosas si de pronto hubieras querido reclamar tu herencia —continuó ella—. Todos esos cuadros.

—No, son tuyos. Es tu herencia.

—Son míos y puedo hacer lo que quiera con ellos.

—Sí.

—¿Y si lo que quiero es dejarlos aquí con Mitzy? —lo desafió ella.

—Que así sea.

Hannah parpadeó sorprendida.

—¿Quieres decir que no te opones? ¿Eres capaz de guardar semejante secreto?

—Acabo de darle mi palabra a Dimity de que lo haré y pienso cumplirla.

—Ya. —Ella se volvió de nuevo.

Puso la mano en el hervidor como si fuera a preparar el té, pero se había olvidado de encenderlo. Se detuvo y no dijo nada más. Zach la sujetó por los hombros y la volvió despacio hacia él. Ella tenía los ojos llenos de lágrimas y parpadeó enfadada tratando de contenerlas.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Solo pensé… pensé…

—Pensaste que tenías entre manos otra lucha. Contra mí.

Hannah asintió.

—Han sido… unos meses estresantes, ¿sabes? —Se sonó con un pedazo de papel periódico, manchándose de tinta el labio superior.

—Solo quiero ayudarte. Deberías saberlo a estas alturas.

Acabaron de preparar el té, y una vez que lo hubieron tomado, Hannah salió un momento de la habitación. Regresó con un pequeño sobre en la mano.

—¿Qué es esto? —preguntó Zach.

Hannah se lo dio y se sentó delante de él.

—Ábrelo.

Zach frunció el entrecejo al ver lo que ponía en el sobre. La dirección estaba escrita con una caligrafía muy recargada, todo bucles y lánguidas pendientes, y era difícil descifrarla. El destinatario era Delphine Aubrey. Alzó la vista hacia Hannah.

—Encontré la carta entre las cosas de mi abuela, después de su muerte. Era la única. Quiero decir que era la única de Celeste. La guardó todos esos años. He pensado que… podría interesarte.

—Dios mío —murmuró Zach, deslizando el pulgar sobre el nombre con reverencia. «Delphine».

Hannah se levantó bruscamente.

—Voy a nadar. Necesito… despejarme. Ven a buscarme cuando la hayas leído.

Zach asintió distraído. Ya había abierto la carta y empezado a leerla.

Delphine, chérie, hija mía. No sabes cuánto te echo de menos. Espero que no me eches de menos tanto como yo a ti, aunque es inútil esperar algo así. Siempre fuiste cariñosa y leal. Siempre fuiste una buena hija y una buena hermana para Élodie. Ayúdame…, solo escribir su nombre es como si me partiera en dos. Mi pobre Delphine, ¿cómo puedes saber el dolor que siento? A ti te duele perderla, perder a tu hermana, pero perder un hijo es más de lo que una persona puede soportar. Es más de lo que yo puedo soportar. Tu padre cuidará de ti, lo sé. Su corazón es como una nube en un cielo de verano. Se deja llevar de aquí para allá, y persigue el viento y el sol. Es inconstante en algunos sentidos. Pero el amor por un hijo no reside en el corazón…, está en el alma, en cada hueso de tu cuerpo. Él no puede ser inconstante contigo. Tú eres parte de él tanto como eres parte de mí. Élodie también era parte de nosotros, y desde que murió me siento incompleta. Nunca volveré a ser entera. Vuelvo a sentirme como una niña, ya no soy una madre. Ya no sé cómo vivir. Estoy con mi madre y ella me cuida.

He empezado a escribir esta carta con la idea de decirte que vinieras aquí cuando terminara la guerra, si querías. Pero la perspectiva de verte me llena de miedo. Un miedo horrible, atroz. Cuando pienso en verte solo pienso en que no veré a Élodie. En el vacío que habrá a tu lado, el vacío que hay de pronto en todas nuestras vidas. Y eso no es justo, y es cruel y desleal, y no tendría que ser así. Pero aun así temo que ocurra eso y no puedo soportarlo. De modo que en lugar de ello te digo: no vengas. Por favor, no lo hagas. Y no le digas a tu padre dónde estoy. Aunque siempre lo querré, estoy tratando de arrancar de mi corazón ese amor. No es bueno amar a un hombre como Charles. Y ver a Élodie en él, naturalmente. También la veo allí. La veo en todas partes, hasta en los ojos de mi padre, que ella heredó. ¿Cómo es posible que esté muerta? Nada tiene sentido para mí ahora.

Tú menos que nadie mereces este destino, Delphine. Intenta ser feliz. Intenta comenzar una nueva vida. Intenta olvidarme. Intenta olvidar lo que hiciste. Mi vida ha terminado, no soy más que sombras. Pero tal vez tú estés a tiempo. Eres lo bastante joven para empezar de nuevo y olvidar. Inténtalo, mi Delphine. Hazte a la idea de que tu madre ha muerto, porque lo mejor de mí lo ha hecho. Tienes un gran corazón. Siempre lo has tenido, ma chérie. Sé feliz, si puedes. No volveré a escribirte. C.

Zach leyó la carta tres veces y trató de imaginar el profundo dolor que debía de haber causado a Delphine. Por un instante lo vislumbró y la tristeza se cernió como negros nubarrones. Tenía la boca dolorosamente seca, y tragó saliva mientras doblaba la hoja de papel y la metía de nuevo en el sobre. Se quedó allí sentado unos quince minutos, con la cabeza oculta entre las manos y el corazón destrozado por una niña que nunca había conocido. «Intenta olvidar lo que hiciste». La frase se repetía en su cabeza, y pensó en lo que Wilf Coulson le había dicho poco antes. De pronto lo inundó el terror, como si la verdad pudiera desparramarse espontáneamente. Pensó en Dimity, en su cara llena de miedo y en sus ojos llorosos. Pensó en cómo había mirado el techo cuando habían oído ruidos arriba. Lleno de esperanza desesperada, de pronto lo vio. Volvió a tragar saliva e hizo el voto de no compartir nunca con nadie sus sospechas acerca de la muerte de Élodie. Tal vez ni siquiera con Hannah, y desde luego no en su libro. La idea lo cogió desprevenido. ¿Seguía habiendo un libro? No podría publicarlo mientras Dimity viviera, eso lo sabía. Se levantó y se pasó las manos por el pelo. Pensó en lo que debía hacer a continuación, en lo que importaba, y de pronto todo era muy sencillo y estaba perfectamente claro. El futuro no era una pared de ladrillo sino una página en blanco.

Zach bajó corriendo el sendero hasta la playa y enseguida la vio. La luminosa palidez de su piel contra el agua azul oscuro, el biquini rojo, los rizos alborotados por el viento. De pie en el extremo del espigón, con las olas a la altura de las rodillas y los brazos sueltos a los costados, como si el mar fuera lo único que la retuviera allí, lo único que la frenara. Zach se quitó los zapatos de una patada, se enrolló los tejanos hasta las rodillas y se acercó a ella salpicando agua con impaciencia. Ella lo oyó acercarse; se volvió y cruzó los brazos sobre las costillas. Todavía a la defensiva, recelando de él. En ese instante Zach supo que la quería. Tan claro como la luz del día.

—Pobre Delphine —dijo, después de un largo silencio mirándose a los ojos.

Hannah asintió.

—De todos los futuros…, de todas las vidas que había imaginado para ella delante de su retrato, jamás imaginé que había tenido que sobrellevar tanto dolor.

—Sí.

—¿Y todavía crees que es mejor que nunca se enterara de que su padre vivía?

—No lo sé. ¿Quién puede saberlo? Pero tal vez… le ayudó a olvidar. A pasar página. Un padre muerto, un recuerdo que atesorar, tal vez fuera mejor que toda una vida con un padre destrozado.

—Pero ella no olvidó. ¿Cómo iba a hacerlo? Y guardó esa carta toda la vida.

—Sí. La veía leerla de vez en cuando. Cuando yo era pequeña, y pasábamos todo el día fuera en la granja, dejándola a ella sola en la casa. Yo entraba y la encontraba leyéndola. Ella intentaba disimular que había estado llorando. —Hannah se secó de nuevo los ojos y negó con la cabeza—. ¿Ahora lo ves? ¿Ves que no se trata solo de los cuadros de un artista famoso? Son las vidas de las personas. Son los trances por los que han pasado.

—Sí, lo veo. Solo quiero que sepas que si algún día, tal vez cuando Dimity… haya muerto, decides exponer los cuadros, quiero ser yo el que te ayude. Podríamos hacerlo aquí incluso…, convertir uno de los cobertizos en una galería. Y quiero escribir esta historia. Creo que voy a ponerme ya a escribirla, porque es demasiado grande para guardarla en mi interior. Pero no haré nada con ella hasta tener tu autorización, te lo prometo.

—¿Revelar la existencia de todas esas nuevas obras no las devaluará, de algún modo? Creía que la escasez era una de las razones que hacían subir los precios.

—En teoría sí. Pero en un caso como este, imposible. —Zach sacudió la cabeza—. Su procedencia, la historia…, nadie ha oído ni visto nada igual. Si tú quisieras, podríamos ganar un montón de dinero. Pero solo si tú quisieras.

—Quiero ganar dinero como criadora de ovejas, no vendiendo mi herencia.

—Me esperaba esta respuesta —replicó Zach con una sonrisa.

—¿Qué harás ahora?

—Cerrar la galería. Quiero decir formalmente. Lleva todas estas semanas cerrada, solo que… no quería admitirlo. Venderé todos los cuadros que tengo, incluidos los de Celeste y Dimity. Con eso devolveré el adelanto que me dieron por el libro y tendré algo para vivir durante un tiempo. Pero no venderé el de Delphine. Siempre guardaré el dibujo de tu abuela.

—Me gustaría verlo.

—Por supuesto que lo verás. Lo traeré aquí.

—¿Aquí? —Ella frunció el entrecejo.

—Verás, al cerrar la galería me quedo sin casa. El alquiler es por todo el edificio, y a menos que abra un negocio, no puedo permitirme seguir allí. Estaba pensando que podría quedarme aquí en Blacknowle. Un tiempo.

—Zach… —Hannah sacudió la cabeza, con expresión preocupada.

—No te asustes. No estoy insinuando que voy a mudarme aquí contigo. Pero quiero seguir viéndote. Quiero ayudarte, si puedo. Tal vez podrías darme trabajo en la granja. —Sonrió.

—¿Y estropear esas bonitas y delicadas manos que tienes? Eso jamás.

—Hannah, vine aquí creyendo que buscaba a Charles Aubrey. Creyendo que buscaba… la razón por la que mi vida me había ido así de mal. La razón por la que había fracasado mi matrimonio y se estaba hundiendo mi negocio. Creyendo que buscaba un sueldo y respuestas. Pero ahora sé que estaba equivocado. Creo que vine aquí buscándote a ti.

—¿Qué tratas de decir? ¿Que estás enamorado de mí?

—¡Sí! Creo que lo estoy. O podría estarlo, si me dejaras. Y sé que…, después de perder a Toby, puede parecerte mucho más seguro estar sola y no volver a exponerte a perder algo. Pero creo que eres más valiente que eso.

—Zach… —Ella abrió los dedos de una mano y los sostuvo delante de los ojos.

—No, déjame acabar. No sé qué pasará. Buscaré trabajo de alguna clase. Y dibujaré los fines de semana para enviarle los bocetos a mi hija. Pero quiero… hacerlo aquí. Contigo. Eso es lo que estoy tratando de decir. Lo único que quiero hacer ahora mismo es estar donde tú estés, Hannah.

Hannah siguió mirándolo fijamente. La brisa le levantó unos cuantos rizos y se los arrojó a los ojos, que el sol le hacía entrecerrar. Su expresión era tan inescrutable como siempre, y Zach quiso sujetarle la cara con las manos hasta lograr descifrar lo que estaba impreso en ella. Después de un largo silencio se dio cuenta de que ella no iba a responder. Que probablemente no podía, no con palabras. De modo que siguió adelante y, dando un paso, se inclinó para besarla. Tenía sal en los labios y en la piel, y la boca caliente. Ella se quedó inmóvil, tensa como la cuerda de un arco, pero no retrocedió. Él la soltó y esperó. Las luces y las sombras del cielo se reflejaban fugazmente en su cara. Zach se moría por atraerla hacia sí.

—Yo… —Ella se interrumpió y se aclaró la voz—. Estaba a punto de darme un chapuzón, si te apetece.

Zach se miró y sonrió.

—Pero… mi ropa…

—Pobrecito —dijo ella, sonriendo también—. Volverá a secarse, ¿sabes, chico de ciudad?

—¿Todavía estás con esas? ¿Voy a llevar siempre ese rótulo pegado en la frente?

—Probablemente —replicó ella con tono despreocupado.

—Está bien. Con ropa y todo.

Hannah le cogió la mano, y había convicción en sus dedos cuando los entrelazó con los suyos y los agarró con fuerza. Una fuerza que sobreviviría el empuje de la marea. Siguieron andando, buscando a tientas el borde del espigón con los pies, y desde allí se zambulleron de cabeza, juntos.

Dimity los observaba desde lo alto del acantilado. Estaban tan fascinados, tan absortos el uno en el otro, que no levantaron la vista hacia ella. Se sentía cansada, pero había querido salir hasta el acantilado para mirar el mar. Allí, en alguna parte, descansaba Charles. Sus huesos estaban en las blancas crestas de las olas; había rastros de su piel en la arena. El mar lo había acogido, se había convertido en parte de él. Observó cómo Zach y Hannah buceaban juntos y sintió celos. Ella también quería nadar en él. Quería sentir el roce espectral; una mano en su cintura, manteniéndola a flote. En lugar de ello el viento la rodeaba con indiferencia y le escocían los ojos. A sus pies, la playa se volvió borrosa. Parpadeó furiosa. Había figuras en la arena, y, antes de que pudiera verlas con claridad, supo quiénes eran. Lo supo, y la siguiente bocanada de aire que tomó fue como una esquirla de cristal en el pecho.

Delphine y Élodie jugaban en la arena. Delphine estaba de pie, con su aspecto pulcro y decoroso, la rebeca amarilla bien abotonada y el pelo recogido en trenzas, y dirigía a su hermana en una danza frenética. Élodie saltaba y giraba sobre sí misma, y sus huellas formaban un círculo en la arena alrededor de Delphine; en las manos tenía largas tiras de algas marinas a las que daba vueltas como si fueran serpentinas. El viento se levantaba desde la orilla, llevando hasta Dimity el sonido de sus voces. Élodie riéndose a carcajadas, estridente y maliciosa; Delphine dándole instrucciones con paciencia y amabilidad. Dejándole jugar, dejándole ser niña. «Eternamente niña». La voz sonó cerca de su oído y, al volverse, vio a Celeste a su lado bajando la vista hacia sus hijas con una sonrisa de orgullo y afecto. Celeste, con sus magníficos ojos y su belleza irradiando como una luz alrededor; sin rastro de los temblores en el cuerpo, sin rastro de dolor en el rostro. En las manos de Élodie, las algas ondeaban y se partían como banderines. A Dimity le costaba respirar. Sentía dolor en el costado y en el corazón; más del que podía soportar. Boqueó como un pez en tierra firme, llevándose la mano derecha a las costillas del lado izquierdo, a la herida que se le había abierto allí, enorme, dejando entrar el viento frío. Quería quedarse con ellas, con Élodie y con Delphine. Quería verles las caras iluminadas con una sonrisa; las caras de unas niñas queridas, sanas y despreocupadamente felices. Quería ver el pelo negro de Élodie flotando a su alrededor. Pero se desvanecieron. El agua se las llevó y borró sus pisadas. «¡Delphine!», gritó, pero de su boca no salió ningún sonido. De pie en el acantilado, Celeste la estudió con una expresión adusta cuando Dimity se volvió y regresó a The Watch con paso lento e inseguro.

The Watch estaba abarrotado…, demasiado abarrotado, porque la siguieron hasta allí. Élodie estaba tumbaba en el sofá, golpeando los talones de los pies en el aire, y Delphine se había sentado a su lado. Ahora eran diferentes. Esos espectros ya no eran felices. Esperaban. Celeste caminaba en amplios círculos alrededor de la casa, tratando de averiguar cómo entrar, y Valentina estudiaba cada uno de sus movimientos con los ojos entrecerrados. En la miradas de todas había acusaciones; ecos de secretos tan recónditos que Dimity apenas los recordaba ya. Secretos que se había obligado a olvidar. Pero las niñas Aubrey no habían olvidado, como tampoco Celeste ni su madre. Dimity registró toda la casa desesperada, y la opresión en el pecho aumentó, pero Charles, el único al que quería ver y añoraba, no estaba. De él no había rastro. Se acercó tambaleándose al pie de la escalera y empezó a subirla.

En la habitación de Charles entraba el sol de la tarde y la puerta se había quedado abierta. Qué falta de cuidado y de consideración. Nunca había permanecido abierta de ese modo, no desde que él había vuelto a su lado. A él le gustaba que estuviera cerrada; le gustaba esa sensación de seguridad, de intimidad. A veces levantaba bruscamente la vista cuando la oía entrar, para asegurarse de que era ella. Ese instante de miedo en sus ojos antes de reconocerla…, le había roto el alma cada vez. En otras ocasiones no parecía darse cuenta de que ella estaba allí. Se acercó a su cama, la cama donde había dormido de niña, y la examinó como si él pudiera seguir estando acostado en ella. Le temblaban los dedos. Casi podía sentir la suave textura de su pelo, las duras aristas de sus costillas. «Vieja solterona», le susurró Valentina maliciosamente al oído. Y era cierto. Charles nunca soportó que ella se le acercara demasiado. Era casi como si el contacto le doliera. Las veces que ella había intentado acostarse a su lado, él había tenido una expresión tan confusa y aterrada que ella había renunciado enseguida. A veces le robaba besos cuando dormía; solo el más delicado roce de sus labios, para no despertarlo. Sentía vergüenza, pero no podía evitarlo, porque en esos momentos volvía a ser una niña, y estaban en el callejón de Fez donde él la había estrechado en sus brazos y la había besado con pasión, y el mundo había sido luminoso, completo y sorprendentemente hermoso.

Esa era la habitación de Charles, el único lugar donde todavía podría encontrarlo. Puso una mano en la almohada, justo donde él había apoyado la cabeza, y notó que el corazón le contestaba palpitando a un ritmo más lento. No se había acercado a la cama desde la noche que lo sacaron de allí y le parecía que era esa noche. Los seis años transcurridos desde entonces habían sido un sueño intermitente y aterrador; era el momento de despertar. De seguirlo, como debería haber hecho entonces. Se tumbó en la cama, con cuidado de no mover las sábanas. Quería que todo estuviera tal como él lo había dejado, tal como lo había tocado por última vez. Quería que su cuerpo ocupara el lugar que había ocupado el de él. Apoyó la cabeza en el hueco de la almohada y cruzó los brazos sobre la cintura, tal como había hecho él. Yaciendo en el último espacio donde había yacido él, anhelando sentirlo allí. «Vuelve a mi lado, amor mío. Vuelve y esta vez llévame contigo». Respiró lo más lenta y silenciosamente posible, y esperó. Esperó a sentir cómo él la cogía de la mano y le mostraba el camino. Y él no tardó en llegar, sin hacer ruido. Ella contuvo el aliento en un jadeo al advertir su presencia. Solo él, solos ellos dos en la pequeña habitación donde él había vivido durante tantos años, y ella lo había amado y había vivido solo para él. Los demás se escabulleron a través de las paredes; ella notó cómo se marchaban: Élodie, Delphine, Celeste, Valentina. Por fin la dejaban en paz. La dejaban sola con Charles, que era todo lo que ella había querido. El corazón le palpitaba cansinamente; sentía tanta pesadez y tanto frío que no creía que volviera a levantarse de esa cama. Tampoco quería. De pronto oyó claramente su voz, y la alegría la recorrió como un dolor intenso, muy dulce, muy agudo. «Mitzy, no te muevas». Y ella no lo hizo. Ni siquiera para respirar.