11

Zach todavía estaba de pie en la pequeña habitación del piso superior de The Watch, mirando alrededor, cuando Hannah apareció y se detuvo a su lado. Entrecerrando los ojos por la luz, le puso una mano en el brazo y él notó cómo cerraba los dedos con fuerza. Ella tomó aire como si fuera a hablar, pero guardó silencio.

—¿Son… lo que creo que son? —preguntó él por fin.

Dimity había subido las escaleras detrás de ellos, pero cuando vio que la puerta estaba abierta, se quedó paralizada y un débil gemido le brotó de la garganta; un sorprendente lamento de pura congoja. Rozafa se acercó corriendo a ella cuando se desplomó en las escaleras, hablándole en su idioma y levantando la vista hacia Zach, asustada. Dimity se quedó mirando la puerta abierta, llorando, mientras Ilir se sumaba a los intentos de Rozafa, y entre ambos tejían su idioma lírico e incomprensible alrededor de la anciana para confortarla. Hannah suspiró prolongada y pausadamente.

—Cuadros de Aubrey. Sí.

—Debe de haber… miles.

—Bueno, miles tal vez no, pero hay bastantes.

Zach apartó los ojos de la habitación para lanzar a Hannah una mirada llena de asombro.

—¿Lo sabías?

Hannah apretó los labios y asintió. Desvió la vista incómoda, pero en su cara no había rastro de culpabilidad.

—¿Cómo es que has entrado aquí?

—Por equivocación. Dimity nos dijo que nos metiéramos en la habitación de la izquierda, pero Rozafa no lo entendió.

Zach recorrió de nuevo la pequeña habitación con la mirada, reparando poco a poco en todo. No podía dar crédito a lo que veía. Hannah siguió su mirada y sintió un escalofrío. Se cruzó de brazos con firmeza, pero Zach estaba demasiado absorto en lo que tenía ante sí para preguntarle qué le pasaba.

En la pared del fondo, frente a la puerta, estaba la pequeña ventana con el cristal roto y las cortinas pálidas ondeando. A la derecha había una cama estrecha contra la pared, cubierta de sábanas grises y arrugadas, y mantas; en la almohada se veía un hueco, como si alguien acabara de levantarse de ella. A la izquierda de la ventana había una mesa larga de madera con una silla dura. La mesa estaba cubierta de papeles, libros, tarros de lápices y pinceles. Las tablas del suelo estaban polvorientas y desnudas exceptuando una pequeña alfombra descolorida junto a la cama. Por el suelo también había esparcidas extrañas hojas de papel; una repentina corriente de aire que entró por la ventana movió una de ellas. La levantó y la arrastró hacia Zach. Él se sobresaltó, con los nervios a flor de piel. En las paredes, colgados o apoyados en ellas, en casi todo el espacio libre, había cuadros. Sobre todo dibujos, pero también alguna pinturas. Ahí estaba: la hermosa e inconfundible obra de Charles Aubrey.

—Esto no es posible —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

—Bueno, entonces no tenemos de qué preocuparnos —dijo Hannah con un humor seco.

—¿Tienes alguna idea…? —empezó a decir él, pero se interrumpió.

El asombro le había robado las palabras que necesitaba para terminar la frase. Se acercó despacio a la pared orientada al sur, donde estaban apoyadas las piezas más grandes, levantó las primeras y miró las de detrás. Había numerosos Dennis. Tanto el Dennis que él conocía, el joven incitantemente ambiguo cuyo retrato se había vendido hacía poco varias veces seguidas, como otros Dennis. Dennis que eran totalmente diferentes, con distinta cara, ropa y estatura. Una amplia variedad de jóvenes, todos con el mismo nombre. Zach frunció el entrecejo y trató de pensar lo que significaba. Detrás de él oyó a Dimity gritar de pronto.

—¿Está aquí? ¿Está aquí dentro? —Había una especie de esperanza desenfrenada en la pregunta, y Zach miró por encima del hombro cuando la anciana apareció en el umbral, con Hannah tratando de sujetarla, de contenerla.

—Aquí no hay nadie, Dimity.

A la anciana se le demudó el rostro por el disgusto. Recorrió la habitación con la mirada como si no quisiera creerlo. Luego se arrodilló en el suelo y se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Entonces se ha ido —murmuró—. Se ha ido realmente para siempre. —Había tanto dolor en sus palabras que la emoción de Zach se enfrió.

—¿Quién se ha ido, Dimity? —preguntó.

Se agachó a su lado y le puso una mano en el brazo. Ella tenía la cara mojada de lágrimas y seguía mirando la habitación como si todavía buscara a alguien.

—¡Charles, por supuesto! Mi Charles.

—Entonces…, ¿estuvo en esta habitación? ¿Charles Aubrey estuvo aquí? ¿Cuándo fue eso, Dimity?

—¿Cuándo? ¿Cuándo? —Ella parecía perpleja ante la pregunta—. Siempre. Siempre ha estado aquí conmigo.

Zach miró a Hannah confuso y vio que tenía la boca firmemente cerrada cuando era evidente que tenía cosas que decir. Se volvió hacia la anciana.

—Charles se fue a combatir en la Segunda Guerra Mundial, Dimity. Se fue a combatir y lo mataron cerca de Dunkerque. ¿No es así? ¿Lo recuerda?

Dimity lo miró con un expresión ligeramente feroz, y cuando habló lo hizo con un amago de orgullo, de desafío.

—Se fue a la guerra, pero no murió. Regresó a mi lado y se quedó conmigo el resto de su vida.

—Eso no es posible —se oyó decir Zach, pero mientras lo decía, su mirada se vio atraída por la de Hannah, que asintió.

—Es verdad —susurró—. Murió hace seis años. Aquí. Murió aquí.

—¿Quieres decir…? —A Zach le daba vueltas la cabeza, intentando seguir y entender las implicaciones de tal hecho—. ¿Quieres decir… que tú lo viste? ¿Conociste a Charles Aubrey? —Casi se rió de lo disparatado que sonaba.

Pero Hannah no se rió.

—Lo vi, sí. Pero nunca nos conocimos. Ya estaba… muerto la única vez que lo vi.

—Muerto —susurró Dimity, con el rostro nuevamente demudado, y el corazón pareció doblarse sobre sí mismo, inerte y sin huesos.

La mirada de Zach iba de Dimity a Hannah, y a la estrecha cama con las sábanas sucias y el hueco en la almohada.

—Creo… Creo que necesito que alguien me explique todo esto despacio y claro —dijo, sacudiendo la cabeza de asombro.

Dimity cantó «Bobby Saftoe», una y otra vez. «Volverá para casarse conmigo, mi querido Bobby Shaftoe». La canción se convirtió en una salmodia, un mantra repetitivo y sin melodía que se acoplaba al ritmo de sus pies inquietos mientras caminaba, observaba y esperaba. Valentina la oyó y trató de quitarle la idea de la cabeza. «Se ha ido, ¿no lo entiendes? No va a volver». Pero Dimity insistió en que lo haría, en que Charles no la dejaría en Blacknowle. Olvidada, tirada. Poco a poco la letra de la canción se fue grabando en su mente y se convirtió en la verdad. «Volverá para casarse comigo…». Se convirtió en lo que le tenía reservado el futuro, porque la alternativa era insoportable. La alternativa era ese demoledor espacio de tiempo solitario que había vislumbrado en lo alto del acantilado con Celeste. Sabía que no sobreviviría a ello, de modo que siguió cantando y creyendo.

Cuando empezaron a notarse en el aire las primeras heladas y las últimas manzanas fueron empaquetadas, la siguiente persona que apareció preguntando por ella no fue Charles Aubrey, sino una mujer alta y elegante con el pelo castaño recogido en un moño impecable en lo alto de la cabeza. Llevaba un abrigo de sarga verde y unos guantes de cabritilla blancos, y su boca era una mancha de pintalabios escarlata. Detrás de ella había un taxi parado con el motor en marcha; llamó a la puerta de The Watch con una expresión severa y desdichada. Cuando Dimity abrió, notó cómo unos ojos grises la recorrían de la cabeza a los pies, evaluándola rápidamente.

—¿Es usted Mitzy Hatcher?

—Sí. ¿Quién es usted? —Dimity estudió a la mujer y trató de adivinarlo.

Debía de tener unos cuarenta años y no era guapa sino atractiva. Su rostro tenía el aspecto liso y esculpido de una estatua.

—Celia Lucas. Me han dicho en el pueblo que venga a hablar con usted… Delphine Aubrey ha vuelto a escaparse del colegio, hace ya una semana, y están empezando a preocuparse. Me han dicho que si la hubiera visto alguien probablemente habría sido usted…, en el supuesto de que hubiera vuelto aquí. —La mirada de la mujer fue del acantilado a los bosques, como si no entendiera por qué alguien querría volver allí. Hablaba con acento afectado.

—No la he visto —respondió Dimity. Trató de inspirar profundamente, pero era como si se le hubieran encogido los pulmones. Volvió a intentarlo y la cabeza empezó a darle vueltas—. ¿Dónde está Charles? ¿Por qué no ha venido a buscarla él?

La mirada de Celia enseguida se volvió más penetrante y por un momento la miró a los ojos.

—¿No me diga que usted es otra? —Apretó los labios con amargura.

Desafiante, Dimity asintió.

—Vaya, vaya. Cada vez son más jóvenes. —Habló con despreocupación, pero Dimity vio que se agarraba las manos con tanta fuerza que le temblaban—. Y para responder a su pregunta, no ha venido a buscarla porque ese necio se ha alistado en el ejército y se ha ido a combatir a Francia. ¿Qué le parece? —Arqueó las cejas, pero debajo de su sangre fría se percibía el pánico de un animal atrapado.

Dimity lo reconoció; ella también lo sintió.

—¿A combatir? —repitió, sin aliento.

—Sí, esa también fue mi reacción. Toda una vida de pacifismo y retórica elevada sobre los males de la guerra, y al primer asomo de una situación dolorosa allá se va.

—¿A la guerra? —repitió Dimity.

Celia frunció el entrecejo, sin saber qué más decir.

—Sí, querida, a la guerra. Así que me temo que los planes que se creía que él tenía para usted son inexistentes —dijo la mujer con tono inexpresivo—. Y, al parecer, debo recorrer el país buscando a uno de sus vástagos bastardos. Pobre niña. Pero si la madre no se ha molestado en cuidar de ella, me parece un poco injusto que se espere que yo lo haga.

Se cerró bien las solapas del abrigo, formando con el aliento un vaho húmedo en el aire gélido.

—¿Es usted… la maestra de Delphine? —le preguntó Dimity tras un silencio. Intentaba comprender, se esforzaba por dar sentido a lo que acababan de decirle.

La cara de la mujer reflejó irritación e impaciencia.

—No, muchacha, soy la mujer de Charles. Así que ayúdeme. —Miró el mar, entrecerrando los ojos hacia el horizonte—. Aunque quién sabe cuánto tiempo seguiré siéndolo.

Dimity la miró. Las palabras de la mujer eran absurdas. La calma en el interior de su mente se volvió tan profunda que nada podía alterarla. El acento afectado le resbalaba como nieve derretida.

—Mire, si ve a Delphine, llámeme, ¿quiere? Aquí tiene mi tarjeta. Yo… le escribiré en el dorso el regimiento y la compañía de Charles, para que pueda… obtener noticias de él. O escríbale directamente a él, si quiere. Es extraño que no se lo haya dicho él mismo. Pero ha estado muy raro últimamente. Cuando lo vi por última vez apenas logró hilvanar dos frases juntas. —Apretó los labios con crispación, sacó un bolígrafo y anotó algo en una tarjeta oblonga antes de dejarla en la mano inerte de Dimity—. Buena suerte. Y procure olvidarlo. Es difícil, lo sé, pero se lo digo por su bien. —Se volvió y regresó al taxi que esperaba.

Más tarde, una canción que Dimity había aprendido de niña estalló en su mente y dio vueltas y vueltas como una criatura enjaulada, resonando en los recovecos vacíos. «Allí encontré a una hermosa doncella que acongojada se lamentaba: «Me temo que Jimmy morirá en la guerra. Me temo que Jimmy morirá en la guerra». La frase rodaba y rodaba, como pequeñas olas rompiendo en la orilla. Charles se había ido a la guerra. Ahora era un héroe, un soldado valiente, dejándola sola y preocupada. Dimity se incluyó, limpiamente y sin fisuras, en esa ficción. Estaba tan cansada que se metió en la cama a las cuatro de la tarde, y no podía dormir ni levantarse. Allí yació, murmurando la letra de esa vieja canción, y cuando Valentina subió para preguntarle por qué no había nada para cenar, encontró en la mesilla de noche la elegante tarjeta de visita con las letras en relieve. «Celia Lucas Aubrey».

—¿De quién es? ¿De dónde ha salido? —exigió saber, sentándose en el borde de la cama.

Dimity la ignoró, observando cómo le brillaban las yemas de los dedos con la luz de la bombilla del techo. Valentina la sacudió.

—¿Qué te pasa? ¿Es de la persona que ha llamado antes a la puerta? ¿Es pariente de él?

Miró la tarjeta ceñuda. Llevaba su apellido, o parte de él…

—¿No será… su mujer? —aventuró.

Dimity dejó de cantar y la miró furiosa. Algo le rascaba detrás de los ojos, en un recóndito rincón de la mente. Algo con pequeñas garras afiladas que dejaban dolorosos arañazos. ¿Una rata? Se sentó bruscamente y miró las esquinas de la habitación. Había ratas en el suelo, retorciéndose y arqueándose de dolor. Con un grito agudo se tapó los ojos con las manos.

—¡No! —gritó, y Valentina echó la cabeza hacia atrás para reírse.

—Su maldita mujer ha venido aquí buscándolo, ¿verdad?

—¡No!

—¿Te olvidarás ahora? No va a volver, y aunque lo hiciera, está casado. No se va a casar contigo. —Valentina miraba a su hija y por un segundo algo le suavizó el rostro—. Déjalo, Mitz. Habrá otros. No tiene sentido que te pongas así por esto.

—Volverá a buscarme. ¡Volverá a buscarme! —insistió Dimity.

—Como quieras. —Valentina se levantó bruscamente—. Eres una maldita estúpida.

Dimity esperó a que pasara el invierno, esperó a que pasara la primavera. Huyó de la casa cuando Valentina trató de presentarle un hombre con el pelo gris, delgado y de aspecto furtivo, que la observó con tanta hambre en los ojos que pareció magullarla con la mirada. Estuvo fuera de casa dos días y dos noches sin apenas comer ni dormir. Cantaba sus canciones, vaciaba la mente. Se decía una y otra vez que Charles volvería a buscarla. Y al final lo hizo.

Faltaba poco para el verano cuando lo hizo. Al anochecer Dimity estaba en la colina que se alzaba sobre Littlecombe; estuvo allí tanto tiempo que notaba pinchazos en las piernas y le dolían los pies. Miró durante tanto rato que se olvidó de por qué miraba. Entonces las cosas tardaban mucho tiempo en penetrar su calma: lo que decía su madre, la gente que veía en el pueblo; Wilf Coulson, que le hablaba en un staccato de sonidos que no tenía sentido y que le irritaba los oídos, así que daba media vuelta y se alejaba cada vez que lo veía. De modo que solo después de permanecer media hora clavada al suelo se dio cuenta de lo que miraba. Una luz encendida en una ventana del piso superior de Littlecombe. Una luz que hablaba de todos los deseos haciéndose realidad, de todas las plegarias atendidas. Dimity bajó derecha hacia la casa. No necesitaba darse prisa. Esta vez se quedaría. Esta vez no la dejaría. Tenían todo el tiempo del mundo. Entró directamente en la casa, subió las escaleras y abrió la puerta del dormitorio. Y allí estaba Charles Aubrey, esperándola, tal como había sabido que haría.

El olor de él estaba en todas partes. Cuando entró en la habitación ese olor salió a su encuentro, aunque Charles no se movió. Estaba sentado en una pequeña silla junto a la cama, con la barbilla caída sobre el pecho, las manos juntas en el regazo y los pies uno al lado del otro como un colegial. Tenía la ropa hecha jirones, mugrienta y deformada: una trenca demasiado grande; pantalones de pana rotos por las rodillas; botas cuarteadas y sin cordones. Por debajo de ella estaba más delgado, más anguloso. Se le habían afilado los huesos de los hombros y los codos, las rodillas y la mandíbula. Tenía el pelo apelmazado de mugre, las mejillas cubiertas de barba desgreñada. En la mejilla derecha se le veía un corte, con la sangre todavía negra y seca sobre la piel de debajo. Parecía profundo y en carne viva… Dimity creyó ver el gris fantasmal del hueso asomando. Consuelda, pensó en el acto. Agua con sal para limpiarlo y consuelda para aliviarlo, una vez cosido. Se acercó a él, se arrodilló y apoyó la cabeza en su regazo. Olía a excremento y orina, a sudor e infección, a miedo y muerte. A Dimity no le importó. Sintió la presión del hueso de su muslo a través de los pantalones y todo fue perfecto.

—Me escapé —dijo él, después de ese largo momento de suspenso.

Dimity lo miró y le tocó la cara hecha estragos con la yema de los dedos. Todo su corazón era de él y palpitaba solo por él. Quería recogerlo y no soltarlo nunca. En los ojos de él había una luz extraña, apagada; un brillo que no había visto nunca. Parecía haber visto cosas que nunca dejaría de ver. No pronunció su nombre ni se sorprendió al verla.

—Me escapé —repitió.

Dimity asintió y reprimió un torrente de sollozos de felicidad. Por fin era libre.

—Sí, amor mío. Y ahora voy a cuidarte… Tengo que volver a The Watch para buscar algo con que curarte ese corte que tienes en la cara. Necesito una aguja e hilo, y sal para limpiarlo…

Él la asió por las muñecas cuando ella empezaba a levantarse. Rápido como una serpiente.

—¡Nadie debe saberlo! No puedo volver… No puedo volver, ¿me oyes? —Su voz sonó desgarrada por el miedo.

—Bueno, no pueden obligarte a hacerlo, ¿no?

—Sí que pueden. Pueden mandarme de vuelta allí. ¡Y lo harán! ¡No puedo volver!

Le estaba magullando el brazo con los dedos, clavándoselos en la piel como la mordedura de un animal, fuerte e instintiva. Ella no intentó apartarlo, se limitó a tranquilizarlo acariciándole el pelo y hablándole en murmullos, hasta que volvió a calmarse.

—Te esconderé, amor mío. Nadie sabrá que estás aquí conmigo. Estarás a salvo, te lo prometo.

Poco a poco él dejó de apretar y la soltó, y miró de nuevo al suelo, con el rostro inexpresivo como un lienzo en blanco.

—Volverás, ¿verdad? —dijo él cuando ella llegó por fin a la puerta.

Dimity se sintió más fuerte que nunca; más segura, más completa. Con la delicadeza y la ligereza de una nevada, todo comenzó a encajar alrededor de ella. Sonrió.

—Por supuesto, Charles. Solo voy a buscar algo de abrigo para taparte mientras voy a The Watch.

—Bueno, pues no se va a quedar aquí —dijo Valentina, tapándose la nariz y entrecerrando los ojos frente al olor.

Dimity sacó a su madre de la habitación, donde Charles estaba acostado en la estrecha cama, y cerró la puerta con suavidad detrás de ella.

—Se va a quedar. Es mi hombre y yo cuidaré de él. —Miró a su madre fijamente y esta le sostuvo la mirada.

Dimity suspiró y dejó que los brazos le colgaran a los costados, con las mangas arremangadas, lista para pelear. El corazón le palpitaba, lento y profundamente.

—No se va a quedar aquí, ¿entendido? ¿Ocultar a un desertor? La gente saltará a la menor oportunidad para causarnos problemas. ¿No lo entiendes? ¿Cuánto tiempo crees que podrás ocultarlo? La gente se entera de todo aquí. Alguien lo verá…

—Las únicas visitas que recibimos son las tuyas —murmuró Dimity.

—¡Ya lo sé, maldita sea! Y que no se te olvide que son esas visitas las que mantienen este techo sobre nuestras cabezas y la comida en la mesa, y ya es bastante escasa para dos, no digamos con un hombre inservible al que alimentar también.

—¡Puede que ellos hagan correr la sidra en tu sangre, pero la comida también es mérito mío!

Dimity estaba preparada para el bofetón. Agarró la mano de su madre antes de que la alcanzara y la sostuvo en el aire, con los brazos temblando de la tensión. Valentina curvó el labio inferior.

—Entonces por fin he encontrado algo por lo que lucharás. ¿Por ese carcamal de ahí dentro, que huele a sus propios excrementos y salta al menor ruido de pasos? ¿De verdad? ¿Por eso vas a pelear conmigo, después de todos estos años?

Dimity no titubeó.

—¡Sí!

—Lo quieres, o crees que lo quieres, eso ya lo veo. Peor para ti, cuando nunca te has acostado con un hombre…, y sería bastante novedad, créeme. Pero deja que te diga algo. Esta es mi casa y en ella no hay sitio para un hombre. Y menos para uno que no puede ganarse el sustento y que solo logrará que nos arresten. ¿Me has oído? No se va a quedar.

—Sí que se va a quedar.

—¡No, y será mejor que se te meta en tu dura mollera! Vete con él a Littlecombe, si quieres. No serás una gran pérdida aquí.

—No podemos vivir allí… La gente seguro que lo nota. Habría que pagar el alquiler, y los lugareños verían las luces encendidas…

—Bueno, eso es asunto tuyo. Sabe Dios que ya tengo bastantes problemas, pero este hombre no es uno de ellos. Haz lo que quieras con él, pero tiene que irse.

—Mamá, por favor… —Dimity notó que las palabras casi la ahogaban. Sabía lo inútil que era suplicar y solo la desesperación le hizo intentarlo ahora. Se le retorcieron las entrañas. No lo soportaba. Trató de coger las manos de su madre para hacérselo ver—. Por favor… —Pero Valentina apartó las manos y levantó un dedo en un gesto de advertencia. La uña sucia parecía una maldición.

—No quiero verlo por la mañana…, ni a él ni a ti, me trae sin cuidado. O lo denunciaré. ¿Lo has entendido?

Fue una noche larga y negra como boca de lobo. Dimity no durmió. Bañó a Charles de la cabeza a los pies, con una palangana tras otra de agua caliente y todos los trapos y paños que encontró por la casa. Le lavó el barro y la grasa del pelo, cogió un peine fino y le sacó todos los piojos y las liendres que pudo. Le limpió la sangre del corte de la mejilla y se lo cosió lo mejor que pudo. Charles no hizo una sola mueca cuando la gruesa aguja le perforó la piel. Ella eliminó la mugre y el hedor de su piel, notando un ligero rubor en las mejillas cuando le quitó los pantalones y vio por primera vez su cuerpo desnudo. Charles no pareció darle ninguna importancia y aceptó sus cuidados sumisamente. Dimity le cortó las uñas de los pies y con un pequeño cepillo le quitó la mugre que había debajo de las uñas de las manos. Un temblor constante, como un estremecimiento, le recorría los brazos y las manos. Traía consigo un recuerdo de Celeste que ella pasaba cuidadosamente por alto. Se notaba las manos firmes, seguras de sí mismas. Habría que quemar sus harapos y encontrar ropa nueva para él. Enseguida supo de qué tendedero la robaría discretamente. Al final Charles se durmió, como Dios lo trajo al mundo, con la manta bien remetida alrededor de él. Dimity lo miró largo rato y deslizó los dedos con delicadeza por los contornos de su cara. No se fijó en que estaba demasiado silencioso; que había un vacío detrás de sus ojos que nunca había visto. No notó que la pasión que en otro tiempo había irradiado, la rapidez y la seguridad de sus movimientos y de sus palabras, se habían consumido. Lo único que sabía era que estaba allí con ella.

Al final lo dejó dormir. No había sitio para dos en la cama, pero no quería acostarse aún de todos modos. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan despierta. Recogió los restos del largo baño que le había dado a Charles, se llevó la ropa sucia al patio trasero y la dejó caer en el montón para quemar. Casi amanecía y un débil resplandor gris se extendía por el cielo negro. Estaban a mediados de verano y las noches eran más cortas, más plácidas. El año llegaba a su cúspide y estaba a punto de alcanzar su apogeo. Era un tiempo propicio, un tiempo de cambio. Dimity lo sentía en la sangre, en los huesos. The Watch estaba silencioso y se notó vigilada. Paja y yeso, madera y piedra. Y Valentina, el núcleo duro del lugar. Arisca como un perro ladrando, observándola todo el tiempo. Se sirvió un vaso de leche y lo bebió despacio, luego lo aclaró y subió a la habitación de su madre.

Valentina estaba profundamente dormida, con los brazos extendidos por encima de la cabeza y el pelo lacio desparramado sobre la almohada. Había suficientes almohadas para dos personas, como si la cama siempre estuviera medio vacía, esperando a recibir otro ocupante. A la pálida luz del amanecer se le veía el rostro plateado, el pelo en tonos grises y blancos. Estaba casi hermosa. Los pómulos se le elevaban delicadamente debajo de los ojos, la nariz era fina y femenina, los labios seguían siendo gruesos. Pero aun con la cara relajada y flácida mientras dormía, las marcas de sus expresiones habituales seguían visibles, grabadas en la piel. El pliegue del entrecejo entre los ojos; los feroces surcos en la frente; los amargos paréntesis a ambos lados de la boca; las finas arrugas a lo largo del labio superior que se fruncía alrededor de palabras crueles. El pecho se elevaba y descendía a un ritmo perfecto. Dimity la miró y pensó en lo pequeña que parecía, lo vulnerable. Era algo que no había pensado nunca, pero ahí estaba, con repentina claridad. La vulnerabilidad. Valentina siempre había estado allí; el núcleo amargo en el centro de la vida. «Siempre has estado aquí, para poner más difíciles las cosas», dijo Dimity en voz baja. El pecho de su madre se elevaba y descendía, el aire entraba y salía, entraba y salía. Dimity observaba y no tardó en respirar al mismo ritmo. Durante ese breve tiempo existieron en perfecta armonía. Pero cuando salió de la habitación al cabo de un rato, con un dolor peculiar en los dedos, la respiración de Dimity era la única canción que seguía sonando.

Dimity escondió a Charles cuando llegó la policía. Lo convenció para que saliera de su habitación, bajara al patio y se sentara en el retrete. Al principio él no pareció entender quién venía o por qué tenía que esconderse exactamente. Luego, cuando ella se lo explicó, creyó que la policía venía a buscarlo a él y que lo mandarían de nuevo a la guerra. Su cuerpo temblaba cuando ella lo dejó, plantándole un largo beso en los labios para tranquilizarlo.

«No te encontrarán. No te están buscando a ti. Te lo prometo».

Charles tenía la frente cubierta de gotas de sudor que le corrían por las sienes. Sufriendo por él, Dimity cerró la puerta con pestillo, regresó a la casa y esperó a que llegara el agente Dibden. El agente Dibden era un joven cuya madre también conocía a Valentina, aunque tal vez no tan bien como la había conocido su padre, antes de que muriera de un infarto pocas horas después de una noche particularmente agotadora tres años atrás. El joven se quedó mirando el cadáver fascinado mientras tomaba declaración a Dimity y esperaba a que llegaran sus superiores.

Valentina yacía en la misma posición en que había estado durmiendo, tumbada de espaldas con los brazos extendidos, y Dimity también la miró cuando le dijo al policía que había recibido una visita la noche anterior, pero que no le había visto la cara, solo la nuca, mientras entraba en su habitación. Miró a su madre para asegurarse de que el pecho seguía inmóvil, que la respiración no había vuelto. Que seguía teniendo los ojos cerrados. Le costaba creer que Valentina le pusiera las cosas tan fáciles. Dio una descripción del hombre que se suponía que había visto. Estatura y constitución medianas, pelo castaño y corto, y con una cazadora de un color oscuro, como las que tenían todos los hombres a media milla a la redonda. El agente Dibden anotó todo diligentemente, con una expresión que daba a entender lo inútil que sería para dar con el asesino. En el cuello de Valentina no había marcas de dedos ni señales de violencia. Era posible, dijo el policía, que Valentina hubiera muerto de causas naturales y que su visitante hubiera huido aterrado. Dimity coincidió con él. Se mordisqueó la uña de un pulgar hasta que le sangró, pero ni siquiera eso hizo brotar lágrimas de sus ojos. El shock, le dijo el agente Dibden al encargado de la funeraria cuando se llevaron a Valentina más tarde esa mañana y la policía quitó el polvo de la habitación y la barandilla buscando huellas dactilares. Habría cientos, Dimity lo sabía. Cientos de huellas.

El funeral fue rápido y poco concurrido. El agente Dibden acudió y permaneció a una distancia prudencial de Dimity. Wilf Coulson también estaba allí con su padre, lo que sorprendió a Dimity. Ningún otro visitante de Valentina se había atrevido a dejarse ver. Los Brock de la Southern Farm permanecieron todos apiñados, con las manos juntas en señal de respeto. Aun así Dimity no lloró. Arrojó el primer puñado de tierra sobre el ataúd, después de que el párroco hubiera leído un breve sermón, y se sorprendió rezando para que Valentina se quedara ahí abajo. Una repentina oleada de miedo la recorrió y, tambaleándose, se agachó para coger otro puñado de tierra y lo arrojó después del primero. Si no hubiera habido nadie más allí se habría arrodillado y habría arrojado todo el montón con sus propias manos. «Enterrada, enterrada. Muerta». Cerró los puños para calmarse y no miró a nadie a los ojos mientras regresaba a The Watch. No hubo conversaciones ni velatorio. No hubo palabras de condolencia. El agente Dibden corrió detrás de ella e intentó ponerla al día del caso, pero en realidad no había nada que añadir. La tranquilizó diciendo que estaban haciendo todo lo posible por averiguar quién había estado con su madre esa noche, pero su mirada contrita decía lo contrario. Tenían pocas esperanzas de encontrarlo porque no lo buscaban con mucho interés. Había otros casos, más importantes, que resolver. Ni siquiera estaban seguros de si se había cometido un asesinato. La asfixia de Valentina podría haber sido accidental, durante la actividad en que había estado ocupada. Y, por último, a la policía no le importaba. Valentina no era una gran pérdida para la comunidad, con la excepción de sus visitantes, y estos se contentaron con permanecer discretamente en el anonimato. «Le está bien empleado», pensó Dimity, y supo que no era la única que lo pensaba.

Cuando regresó a The Watch y rodeó la esquina de la casa, donde no pudiera verla ningún intruso, echó los hombros atrás e irguió la columna vertebral, y una sonrisa alegre apareció en su cara. Charles lloró de alivio cuando ella lo dejó salir del retrete y le dijo que todo había terminado, que nadie más volvería. Él la asió con firmeza y sollozó como un niño.

—¡Tienes que esconderme, Mitzy! No puedo volver —murmuró.

Dimity lo sostuvo y le cantó hasta que el ataque pasó, luego regresaron juntos a la casa, despacio, como heridos ambulantes, y ella cerró la puerta detrás de ellos.

—Pero… oí a alguien moverse ahí dentro. ¡Lo oí! Estoy seguro de que lo oí… Usted también lo oyó, ¿verdad, Dimity?

Esperó a que la anciana respondiera, pero parecía ensimismada; le clavó la mirada cuando él le cogió la mano, aunque era difusa, ausente. Hannah negó con la cabeza.

—Ya sabes cómo son las casas viejas, se mueven y crujen. Además, la ventana lleva años rota. Me ofrecí a arreglarla pero ella se negó en rotundo. Supongo que porque eso significaba abrir la habitación. Pero hace meses que entra el viento en ella, revolviendo los papeles, llenando de humedad…

—No, oí a una persona —insistió Zach—. Estoy seguro.

Hannah levantó las manos y las dejó caer a los costados.

—Eso es imposible, Zach. A menos que ahora creas en los fantasmas.

Lo dijo como un comentario sin importancia, pero Zach se fijó en que los ojos de Dimity parpadeaban al oírlo, y luego siguieron a Hannah mientras daba vueltas por la habitación. Zach suspiró profundamente y se preguntó en qué mundo tan surrealista se había sumergido esa noche. Un mundo extraño donde huía de un lugar a otro en medio de la oscuridad, escondiendo a gente y evadiendo la ley, y donde encontraba una enorme colección de obras de arte ocultas, como un tesoro enterrado, abandonada por un hombre que había vivido mucho más allá de su propia muerte. Nada de todo eso parecía del todo real.

Era tarde, y Zach y Hannah estaban sentados a la mesa dejando enfriar una taza de té ante ellos. En el salón, Ilir velaba por su mujer y su hijo. Bekim dormía profundamente, tendido en el sofá con una manta apolillada extendida sobre él. Rozafa estaba sentada junto a la cabeza del niño con una mano en su hombro, la cara echada hacia atrás, también dormida. Ilir tenía el cuerpo arqueado sobre ellos de forma protectora, como si ahora que volvía a estar a su lado no fuera a permitir que nadie se acercara y ninguna distancia se interpusiera entre ellos. Zach se preguntó cuánto tiempo llevaba Ilir en Dorset; cuánto hacía que no se veían marido y mujer. Dimity seguía en el piso de arriba, en el pequeño cuarto lleno de cuadros. Zach le había llevado una taza de té, pero la anciana estaba callada e inmóvil, y no quería bajar. Intranquilo, había reparado en la agitación de su pecho. Aspirando el aire como si le costara respirar.

—Cuéntame cómo lo viste. Qué aspecto tenía. Qué pasó esa noche —dijo Zach.

Hannah suspiró y se levantó.

—Necesitamos algo más fuerte que té —murmuró.

Buscó en todos los armarios de la cocina hasta que encontró una vieja y pringosa botella de coñac. Sirvió una cantidad generosa en dos tazones y los llevó a la mesa; le ofreció uno a Zach.

—Salud.

Se bebió el suyo de golpe, enseñando los dientes y estremeciéndose ligeramente en señal de protesta.

—Mitzy vino a la granja casi de noche. Era verano y acababa de oscurecer, debían de ser las diez o diez y media. Parecía confusa y asustada. Al principio preguntó por mi abuela, no parecía recordar quién era yo hasta que se lo conté. Enseguida supe que había pasado algo. No había llamado a nuestra puerta desde…, bueno, desde que yo tenía memoria. Me pidió que la acompañara y no le preguntara nada. Prácticamente tiró de mí para sacarme de la casa. «No puedo hacerlo yo sola», fue todo lo que logré sonsacarle. De modo que fui con ella y me trajo aquí, y me hizo subir a esa habitación y allí estaba él. —Suspiró profundamente.

—¿Muerto?

—Sí. Estaba muerto. Mitzy me dijo que teníamos que deshacernos de él. Esconder el cuerpo. Le pregunté por qué…, por qué no llamábamos simplemente a una funeraria. Pero ella estaba convencida de que vendría la policía, y probablemente tenía razón. Una muerte repentina y demás, y ni siquiera sospechaban que él estaba aquí. Se suponía que había muerto. Lo deduje lentamente cuando me dijo quién era.

—Pero… debía de estar viejísimo.

—Casi cien años. Pero había vivido una vida muy… protegida. La última parte, al menos.

—¿Y hasta entonces nunca habías sospechado que vivía alguien aquí con ella? ¿En todos esos años no sospechaste nada?

—No es tan sorprendente cuando piensas en lo aislada que está esta casa. Solo se puede ver desde la granja, y nunca hemos puesto mucho empeño en hacerlo. Además, él nunca salió de esta habitación. Puedo contar con los dedos de una mano las veces que he estado en de The Watch antes de esta noche. ¿Cómo iba a enterarse alguien?

—¿Sabías…? ¿Sabías quién era él?

—Al principio no. Pero cuando Dimity me lo dijo… Había oído hablar de él, por supuesto. Mi abuela hablaba de él todo el tiempo. Y luego vi los cuadros y supe que tenía que ser cierto. Tenía que ser él.

—Pero… ¿cómo diablos llegó hasta aquí? Lo enterraron en el continente…, lo encontraron y lo identificaron, su muerte quedó registrada y lo enterraron en…

—Encontraron un cuerpo. Identificaron y enterraron un cuerpo. No sé si sabes algo de la retirada de Dunkerque.

—He visto… películas. Documentales.

—Fue el caos. Miles y miles de hombres en las playas, esperando a ser evacuados, y cientos de pequeños botes que llegaban de Inglaterra para ayudar. Botes pesqueros, yates y barcos de recreo, buques de carga. Charles se subió a uno de esos pequeños barcos. Lo trajo hasta Inglaterra y una vez allí… se escabulló. Logró llegar de algún modo a Blacknowle.

—¿Quieres decir que desertó?

—Sí. Ausente sin permiso. Me lo dijo Dimity…, me dijo que estuvo encantado de quedarse aquí, que insistió en que no podía volver. Escondido durante los siguientes sesenta y tantos años…, parece un poco exagerado, pero creo que tuvo una crisis de algún tipo. Estrés postraumático o algo así. Y supongo que una vez que has estado escondiéndote durante cierto tiempo, deja de parecerte que te escondes y pasa a ser… tu forma de vivir.

Hannah se levantó para buscar la botella de coñac y llenó de nuevo las dos tazas, aunque ella era la única que la había vaciado. Zach lo probó e hizo una mueca.

—No me lo puedo creer —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo volvió? ¿A quién enterraron en Francia si no fue a él?

—¿A quién enterraron? ¿No te lo imaginas?

Zach reflexionó, pero no podía darle sentido.

—No. ¿A quién? ¿A quién enterraron en mil novecientos cuarenta creyendo que era Charles?

Hannah lo observó un instante con mucha atención.

—A Dennis —respondió por fin—. Enterraron a Dennis.

Charles le contó todo eso a Dimity en uno de sus desahogos, que fueron contados. Normalmente solo hablaba de sus dibujos, le pedía material o le decía el antojo que le había entrado de comer algo insólito. Cerezas un día, sopa de cebolla francesa otro. Una vez quiso salmón ahumado y Dimity se tomó el trabajo de construir una parrilla en el patio, ya que no lo vendían en las tiendas y, aunque lo hubieran vendido, nunca habría podido permitirse comprarlo. El resultado fue una trucha dura y demasiado hecha, con la carne casi correosa, pero Charles se la zampó sin queja, sonriendo apreciativo. Dimity se preguntó si había valido la pena molestarse… Podría haberle dado arenque fresco diciéndole que era salmón ahumado y seguramente se lo habría comido con el mismo placer. Pero nunca intentaba engañarlo. Siempre se esforzaba por darle todo lo que le pedía. Procurar su felicidad era lo único que podía hacer no solo por él, sino también por ella. Protegerlo apaciguaba la sensación de caída con la que todavía se despertaba ella, todos los días.

Pero a veces él tenía pesadillas, y sus gritos la despertaban y la hacían entrar corriendo en su habitación para tranquilizarlo, por él y por si había alguien fuera y lo oía. Él se levantaba de la cama y daba vueltas por la habitación, arrancándose los cabellos o limpiándose las manos en la ropa como si hubiera algo en ellas que le horripilara. Ella lo seguía y lo sujetaba, aunque él la apartara, hasta que poco a poco se detenía y se sentaba; era difícil resistirse. Ella lo ataba de nuevo a la tierra, a la costa de Dorset, al lugar donde se encontraba. Lo sujetaba hasta que él oía el mar retumbar a través de los huesos de la casa y su cuerpo se relajaba. Entonces le contaba a Dimity qué había visto y quién había venido a verlo en la oscuridad del sueño. Un torrente de palabras, un desahogo semejante a una purga. Tan necesario para la sanación como drenar el veneno de una herida.

Las mayoría de las veces había visto a Dennis. Los restos del cuerpo carbonizado y desnudo de un joven británico. El estallido que lo mató le había quemado la ropa y lo había dejado solo con las botas puestas, que todavía ardían sin llamas. Yacía en la larga hierba a unos treinta pies del cráter, y Charles tropezó con él cuando se abría paso desesperado y tenaz hacia el norte, en dirección a la costa. No había rastro de su uniforme y casi no le quedaba piel. Se había carbonizado de tal modo que le habían desaparecido los párpados, así como los labios. Los dientes bordeaban una boca entreabierta, de modo que parecía ligeramente sorprendido de su propia muerte. Uno de los globos oculares estaba carbonizado y destrozado, pero el lado izquierdo del rostro, que debería haber estado vuelto, se hallaba más intacto. El iris estaba visible, vigilante. De color marrón intenso en un blanco amarillento por el humo. Charles se quedó mirándolo y pensó, grotescamente, en un flan. El hombre tenía la carne roja, naranja y negra, cuarteada, supurante, pegajosa y en carne viva. Las moscas ya habían empezado a posarse en él. Charles se quedó con él una hora o más porque no podía apartar la vista de ese ojo patético y sobresaltado. El resto de su unidad se había marchado. Escondiéndose, sintió cómo el pavor y el pánico de quedarse atrás se mezclaba con el terror de seguir adelante.

Poco a poco las cosas se calmaron y un destello de color le llamó la atención. El sol salió de detrás de las nubes y el humo, y brilló sobre los discos verdes y rojos de las chapas de identificación del hombre muerto. Habían caído sobre su lado menos quemado y descansaban sobre la parte superior del hombro, todavía ensartadas en una correa de cuero chamuscada. No había nada más que lo identificara. Ni insignias ni papeles. Charles recorrió el cuerpo del hombre con la mirada y calculó que tenían una estatura parecida. Alargó una mano para levantar las chapas y leer el nombre del hombre, pero estaban pegadas a la carne quemada. Incrustadas. Tuvo que clavar la uña en el hombro, y la angustia y el horror le recorrieron el cuerpo como una descarga eléctrica al pensar en lo doloroso que debía de haber sido.

Sollozaba cuando logró desprender las chapas y las limpió con el pulgar para leer el nombre: F. R. Dennis. Debajo de los dos pequeños huecos donde habían estado incrustadas se vislumbraba, a través del negro y el rojo, un brillo blanquecino de hueso. Charles le levantó el cráneo, calvo y semejante al cuero, para quitarle la correa, y le pasó por el cuello sus propias chapas. Las encajó en los huecos del hombro, tapando el hueso expuesto. Luego se colgó las chapas de Dennis al cuello y se apartó, y notó que tenía algo pegado a las manos e incrustado debajo de las uñas. Eran pedazos de la carne y la piel carbonizadas de Dennis. Se las limpió frenético en la larga hierba, gimiendo, y luego vomitó hasta que se desmayó. Cuando llegó a las playas, al caos, el fuego y la aglomeración de gente, un oficial que no conocía lo hizo subir a un pequeño bote. «Cuidado con este. No sé qué le ha pasado pero creo que ha perdido la chaveta», le dijo a alguien más que estaba a bordo.

—¿F. R. Dennis? Entonces… ¿el cuerpo que ha estado todos esos años en la tumba de Charles Aubrey ha sido el de ese tal F. R. Dennis?

Hannah asintió.

—Fui a su tumba para presentar mis respetos… Le llevé flores. ¡Casi recé por él!

—Estoy segura de que el señor Dennis lo agradeció —susurró Hannah.

Zach tamborileó con las uñas en la mesa agitado, pensando rápidamente.

—Esto es… increíble. Que un hombre tan importante haya vivido tanto tiempo cuando todo el mundo lo creía muerto… —Negó con la cabeza, y la magnitud de ese secreto le aceleró el pulso—. Increíble… ¿Y los cuadros?

—Es toda su obra de los últimos sesenta años. Bueno, toda menos tres o cuatro cuadros.

—¿Los que se vendieron? —le preguntó Zach.

Hannah asintió.

—¿Los vendiste tú por ella?

—Por ella y por mí. Cuando necesitábamos el dinero.

—¿Por ti? —Zach miró a Hannah un instante y reflexionó sobre ello—. ¿Quieres decir… que ella te dio los dibujos y tú los vendiste?

—No exactamente.

—¿Te los llevaste?

Hannah no respondió.

—Porque si Dimity quería que todo se mantuviera en secreto, eso te daba poder para coger lo que quisieras, ¿no? ¿Cómo pudiste?

—¡No fue así! Yo… tenía todo el derecho a hacerlo. Además, ella también necesitaba el dinero y no podía venderlos sin mí.

—No creo que tener tratos con la casa de subastas en su nombre te dé derecho a…

—No estoy hablando de eso. Estoy hablando… de hacer que los cuadros sean vendibles. Que sean viables.

Zach negó con la cabeza sin comprender, y Hannah se movió nerviosa. Era la primera vez que veía en ella una expresión contrita. Ella suspiró de pronto.

—Algunos no podíamos darlos a conocer porque eran de Dimity pero de un período posterior, cuando él no podía haberla visto, ya que se suponía que estaba muerto. Y muchos eran escenas de la guerra que tampoco podíamos enseñar a nadie. Eso nos dejaba con varios Dennis y algún retrato de Dimity de cuando todavía era joven, pero… Él nunca los fechó. Ninguno de los cuadros que pintó después de regresar de la guerra tenía fecha.

—¿Por qué no?

—Supongo que porque no tenía ni idea de qué día era.

—Dios mío. Y tú…

—Yo escribí las fechas en ellos.

Zach inspiró profundamente.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que las fechas estaban equivocadas!

—Tenías razón —replicó ella con solemnidad, y Zach vio desvanecerse la emoción del momento.

Permanecieron callados un instante.

—Imitas muy bien su letra —dijo Zach, no muy seguro de cómo sentirse—. Tienes talento para eso.

—Lo sé.

De nuevo guardaron silencio durante un rato, absortos en sus pensamientos. Fuera se había levantado el viento y empezaba a llover. Era un sonido que evocaba soledad, y Zach sintió la repentina necesidad de acercarse a Hannah y darle calor. Pero las sombras de los rincones eran demasiado profundas y lo distraían. Años de mentiras y secretos tanto tiempo ocultos que se habían endurecido, osificado. A su lado, Hannah se soltó el cabello y el olor familiar que se desprendió de él le produjo una aguda punzada de infelicidad.

—No tenías derecho y lo sabes —dijo en voz baja.

Hannah se volvió hacia él y se le endureció la mirada.

—Creo que sí.

—Esos cuadros no son tuyos. ¡Ni siquiera son de Dimity! Ella no era su mujer…, ni su hija. Tener prisionero a alguien durante sesenta años no te convierte en cónyuge de hecho, por si no lo sabíais.

—¿Prisionero? ¡Él nunca estuvo prisionero! Si hubiera querido se habría ido.

—Entonces, ¿estuvo bien dejar que el mundo lo diera por muerto? ¿Que su familia lo diera por muerto?

Hannah se mordió el labio.

—Si eso era lo que él quería, sí —respondió sucintamente.

Zach negó con la cabeza y Hannah pareció esperar. Esperar su siguiente ataque, su siguiente argumento.

—Esos cuadros son del familiar más cercano de Charles Aubrey —dijo Zach, y para su sorpresa, Hannah sonrió.

—Sí, ya lo sé. Y lo tienes delante de ti.

—¿Cómo?

Dimity los oía hablar en el piso de abajo pero no entendía las palabras, de modo que se cansó de intentarlo y dejó que estas la inundaran, como los sonidos poco nítidos del viento y la lluvia fuera. Nada de todo eso importaba ya. La habitación estaba vacía. Charles se había ido. No había forma de decirles que mantener la puerta cerrada había mantenido su corazón latiendo. No había forma de explicarles que mientras ella no viera que ya no estaba, podía soñar que seguía allí. Los crujidos de la casa que sonaban como sus pasos, la brisa que movía sus papeles como si trabajara. Había llegado a creerlo en los últimos años. Había llegado a tener la sensación de que no se había ido, y los largos y felices años que había pasado cuidando de él continuaron. El repentino vacío que se percibía en la casa era frío y profundo como la muerte. Apenas podía encontrar aliento para seguir viviendo. Le pesaban todos los miembros, respirar le suponía esfuerzo. Se notaba el corazón tan vasto y hambriento como el mar; tan vacío como una caverna. La vida solo era una carga, ahora que la habitación del piso de arriba estaba vacía. Al menos la larga discusión del piso de abajo había enmudecido las demás voces de The Watch. Los vivos hablaban más fuerte que los muertos. Pero entre las sombras había una nueva cara; por fin había venido para atormentarla. Un callado reproche en ojos como platos, llenos de angustia. Delphine.

Se presentó en The Watch un día, salida de la nada. Una mañana de otoño dorada y sin viento, llena del olor a rocío y hojas muertas. La guerra continuaba sin que nadie le prestara atención. Charles llevaba más de un año con ella y se habían adaptado a su nueva y extraña vida juntos, encontrándole un ritmo, la paz de la rutina. Y, para Dimity, la alegría de tener todo lo que siempre había querido. Una persona a la que amar, y que la amaba y la necesitaba.

—Hola, Mitzy —dijo Delphine con una sonrisa recelosa, y de pronto el suelo se abrió de nuevo a los pies de Dimity, vertiginoso como el borde del acantilado, listo para hacerla tambalearse y caer.

Delphine parecía mayor. Tenía la cara más alargada y delgada, y la mandíbula le describía una elegante curva. Llevaba el pelo con raya al lado y peinado hacia atrás en delicadas ondas, suaves y brillantes. Sus ojos castaños eran más penetrantes que antes. Tan profundos como la tierra; parecían mucho mayores que el resto de su persona.

—¿Cómo estás?

Pero Dimity no podía responder. El corazón le palpitaba con tanta fuerza, y los pensamientos se le agolpaban tan ensordecedores, que no le salían las palabras.

Delphine dejó de sonreír y jugueteó con el cierre del bolso.

—Esperaba… ver una cara amistosa. Una cara familiar, ya sabes. Y… quería asegurarme de que sabías lo de… la muerte de mi padre. El año pasado. Me enviaron un telegrama al colegio. ¿Te enteraste? —preguntó con prisas. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando Dimity asintió—. Bueno, quería estar segura. Pensé que debías saberlo. Porque…, bueno, él también te quería, ¿no? Cuando mamá me lo dijo no me gustó. Pero ¿por qué no ibas a quererlo tú también, si todas lo hacíamos?

—Yo… lo quería —dijo Dimity, asintiendo de forma casi imperceptible.

Se quedaron calladas un rato, una delante de la otra. Delphine no parecía saber qué hacer o qué decir a continuación.

—Escucha…, ¿puedo pasar un momento? Me gustaría hablar contigo de…

—¡No! —Dimity sacudió rápidamente la cabeza, rehusando y negando a la vez, en respuesta a la voz en lo más recóndito de su mente que le decía que, de todas las cosas malas que había hecho, rechazar a Delphine sería la peor. Sepultó la voz y se mantuvo firme.

—Oh, bueno… —dijo Delphine, sorprendida—. ¿Vendrías a dar un paseo entonces? ¿Hasta la playa? No me quiero ir todavía. No…, no sé adónde ir ahora.

Dimity la miró un momento y sintió cómo el cuidadoso vacío la abandonaba, sintió el comienzo de la caída. Pero los ojos de Delphine eran mansos e implorantes, y al final no pudo negarse.

—Está bien. Vamos a la playa.

—Como en los viejos tiempos —dijo Delphine. Pero no era cierto, y ninguna de las dos sonrió.

Bajaron el valle a través de los campos de la Southern Farm, y salieron a la playa. Caminaron hacia el oeste bajo el sol de finales de la estación, sorteando las rocas hasta los guijarros que había junto a la orilla. El mar estaba plano ese día, totalmente plateado, como si el mundo fuera un lugar tranquilo y seguro. Las dos jóvenes sabían que no era así.

—¿Cómo está tu madre? —le preguntó Delphine—. Pienso mucho en el pasado, ¿sabes? En el tiempo que pasamos todos aquí. Pienso en ello y entiendo ahora lo duro que debió de ser para ti que nosotros llegáramos y nos fuéramos. Y puedo imaginar lo mal que te lo hizo pasar tu madre. Todos los golpes y los cardenales que siempre tenías… Era tan ciega entonces. Perdóname, Mitzy.

—Ahora está muerta —se apresuró a decir Dimity. No podía soportar oír a Delphine disculparse.

—Lo siento mucho.

—No lo sientas. No la echo de menos. Tal vez no es lo que debería decir, pero es la verdad.

Delphine asintió y no hizo ninguna pregunta más sobre Valentina.

—Pero ¿no te sientes un poco sola en la casa?

—No estoy… —El corazón le dio un vuelco. Había estado a punto de decir que no estaba sola; había estado a punto de delatarse. Tenía que aprender a pensar deprisa y hablar menos—. No me siento sola —logró decir con voz entrecortada, porque la sangre le zumbaba como las alas de un insecto.

Delphine la miró frunciendo el entrecejo y no la creyó.

—Cuando termine la guerra todo será diferente. Cuando termine la guerra podrás ir a donde quieras y hacer lo que quieras. —Habló con convicción, y Dimity guardó silencio, preguntándose cómo una niña lista como ella podía pensar todavía así.

Habían llegado a una amplia extensión de arena suavizada por la marea, totalmente plana y lisa. Delphine se detuvo y la miró con aterradora intensidad.

—Allí —susurró—. ¿No la ves?

—¿Qué? ¿A quién?

—A Élodie. ¿No le habría encantado este lugar? Habría escrito su nombre o dibujado algo en la arena.

—Habría hecho la rueda —dijo Dimity, y Delphine sonrió.

—Sí, seguro. Se habría quejado de que íbamos muy despacio y de que tenía hambre.

—Me habría dicho que era una pueblerina.

—Pero te habría escuchado de todos modos. Tus historias, tus costumbres. Siempre escuchaba, ¿sabes? Solo estaba celosa de ti…, de lo mayor que eras, de lo libre. Y de lo bien que te llevabas con mamá y papá.

—Nunca fui libre. Y yo no le gustaba —insistió Dimity.

—Pero era demasiado pequeña para saber la razón. Ni ella ni tú teníais la culpa. —Delphine miró la arena dorada, la línea de agua plateada, y se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¡Oh, Élodie! Cuando pienso en todas las cosas que nunca hará, que nunca verá… Casi no puedo soportarlo. Casi no puedo respirar. —Se apretó los puños contra las costillas—. ¿Has sentido alguna vez algo parecido? Como si fueras a dejar simplemente de respirar y morir.

—Sí.

—A veces sueño con ella. Sueño que es Navidad y que ya es mayor. Sueño que es tan guapa, elegante y lista como habría sido si hubiera vivido. Habría roto muchos corazones. Pero sueño que se acerca a mí en Navidad y hablamos debajo del enorme árbol, cubierto de luces. Toda ella está iluminada por las luces de colores, que brillan en sus ojos y en su pelo. Lleva un vestido plateado y tiene el cabello negro azabache. Tomamos una copa de champán, y nos reímos y cuchicheamos secretos sobre su último pretendiente. Y yo… —Delphine se interrumpió cuando un silencioso sollozo le arrebató la voz—. Y yo… me despierto tan feliz de estos sueños, Mitzy. Tan feliz.

Se tapó la cara con las manos y lloró. Y Dimity se quedó inmóvil a su lado, sin poder respirar, y creyó que iba a morirse.

Permanecieron calladas durante mucho rato, contemplando cómo el mar chocaba silenciosamente contra la orilla, imperturbable. Delphine dejó de llorar y levantó la cara mojada hacia el horizonte. Parecía tan serena como el agua, paralizada e inalcanzable.

—¿Has sabido algo de Celeste? —le preguntó Dimity, sin saber si quería saber la respuesta.

Delphine parpadeó y asintió.

—Me escribió después de que yo le enviara un telegrama a la grandmère. Me escribió una carta horrible. La llevo encima y no me canso de leerla con la esperanza de que diga algo distinto. Pero nunca lo hace.

—¿Qué pone?

—Pone que me quiere, pero que echa demasiado de menos a Élodie para verme. Aunque lo que realmente dice, entre líneas, es que no quiere verme porque me culpabiliza. Y tiene razón, por supuesto. La culpa fue mía… Yo maté a mi hermana y casi maté también a mi madre. —Sacudió la cabeza con violencia—. ¡Estaba tan segura! ¡Estaba tan segura de que no me había equivocado! ¿Cómo pude cometer un error así? ¿Cómo?

Miró a Dimity desesperada, confundida. Dimity le sostuvo la mirada, boquiabierta. La verdad estaba en la punta de su lengua, esperando. Deseando ser pronunciada. «Me había vuelto negra por dentro», quería decir. «No era yo. Se me paró el corazón. No era yo». Pero permaneció callada.

—Creía que sabía lo que hacía. Creía que sabía tanto como tú. Me creía tan lista. —La voz de Delphine estaba cargada de autodesprecio.

—¿Por qué has vuelto? —Era una acusación, una súplica para que se fuera. Delphine había abierto todas las heridas, dejándolas más en carne viva que nunca.

—Yo solo quería… estar donde estuvimos todos juntos. Mamá, papá y Élodie. He acabado el colegio, ¿sabes? No estaba segura de adónde ir o… de nada, en realidad. Fui a Londres, pero nuestra casa había sido… bombardeada. Estaba en ruinas, como todo lo demás. Este fue el último lugar donde los vi a todos. En cierto modo, esperaba que todavía estuvieran aquí. —Volvía a tener las mejillas salpicadas de lágrimas y Dimity se preguntó si le quedaban lágrimas que derramar—. Ojalá me acordara de cómo era la vida entonces, cuando veníamos aquí en verano, y jugábamos y hacíamos el tonto, y papá dibujaba y Élodie discutía con mamá, y tú y yo salíamos a recoger hierbas y a capturar cangrejos. Solo nosotras sabemos lo bonitos que fueron esos tiempos. Tú y yo. ¿Cómo era la vida entonces? ¿Lo recuerdas? —Miró a Dimity con un hambre voraz, pero no esperó a que respondiera—. ¿Qué hicimos mal para que nuestras vidas se arruinaran de este modo, se arruinaran y acabaran tan pronto? ¿Por qué hemos sido castigadas de este modo? —murmuró.

Dimity sacudió la cabeza.

—¿Por qué no te vas con tu madre?

—Yo… no puedo. No si ella no me quiere a su lado. —Delphine guardó silencio y se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. No puedo creer que se marchara sin mí, Mitzy. No puedo creerlo. Yo no quería hacer daño a Élodie…, tiene que saberlo.

—Si Celeste te viera te querría de nuevo —la apremió Dimity—. Deberías volver a su lado.

Pero Delphine negó con la cabeza.

—Bueno, aunque quisiera no podría hacerlo. No mientras continúe la guerra. No sé qué hacer ahora, Mitzy.

Levantó la cara con una expresión suplicante, pero Dimity solo sabía que no podía quedarse en Blacknowle. No podía, porque estando Delphine cerca sería imposible tener paz, estar contenta e impedir que la marea negra y las ratas la invadieran.

—¿Crees que podría quedarme un tiempo contigo, Mitzy? Ahora que tu madre ha… fallecido. Sería por poco tiempo, mientras decido adónde ir y qué hacer con mi vida.

—¡No! No puedes quedarte aquí. Son demasiado recuerdos. —Dimity habló con una voz entrecortada y extraña.

Delphine la miró consternada y el dolor le ardió en la cara como la ceniza de cigarrillo en la piel de Dimity.

—¡No puedes! —gritó Dimity sin aliento—. ¡Sería… insoportable tenerte aquí!

—Claro, lo siento. —Delphine parpadeó y miró hacia el mar—. No debería habértelo pedido. Daré un paseo antes de irme. Me gustaría… ver algunos de los lugares adonde íbamos. Me gustaría recordar cómo era la vida cuando todo parecía seguro, y éramos tan felices que no nos dábamos cuenta siquiera de ello. —Sorbió por la nariz y sacó un pañuelo del bolsillo para sonarse.

—Luego deberías irte. O este lugar te atrapará. Es una trampa y, si puede, te retendrá aquí. Vete antes de que te agarre.

Dimity quería coger a Delphine y lanzarla lejos, muy lejos de Blacknowle. No podía tener a su amiga cerca y vivir en paz, eso lo tenía claro.

—Entiendo —dijo Delphine, aunque Dimity no veía cómo podía entenderlo.

Con otro destello de clarividencia terrible, vio que Delphine había llegado a esperar que la rechazaran, que no la quisieran.

—No te quedes aquí, Delphine. Empieza una nueva vida en otro lugar.

—Sí, tal vez tengas razón. No puede ser bueno que me quede aquí cuando esos tiempos ya se acabaron. Pero un paseo, tal vez… Verlos a todos de nuevo, por última vez. —Cogió la mano de Dimity y le dio un apretón, luego tiró de ella y la abrazó—. Que seas feliz, Mitzy Hatcher. Te lo mereces.

Delphine se alejó antes de que Dimity pudiera responder y Dimity lo agradeció. Regresó a The Watch con paso firme, con cuidado de no tropezar o tambalearse, con cuidado de no sobresaltarse por si salía volando como una bandada de gorriones. Fue derecha a la habitación de Charles, que estaba ocupado dibujando la cara de un joven, corrió las cortinas y encendió la luz. Él no pareció darse cuenta. No sabía que su hija había estado en la puerta, que la ropa de Dimity seguía irradiando el calor de su abrazo. Esta se detuvo de nuevo, y la verdad pesaba tanto que estaba segura de que le caería de la boca. Su hija. Su hija. Una mujer joven que necesitaba más que nada en el mundo a su padre. «Pero su padre está muerto», se repitió Dimity para tranquilizarse.

—Nadie puede saber que estás aquí —dijo, y Charles levantó rápidamente la cabeza de su dibujo, asustado.

—Nadie. Nadie puede saber que estoy aquí —susurró, con los ojos tan abiertos como los de un niño que tiene una pesadilla.

—Nadie lo sabrá, Charles. Te mantendré escondido, amor mío.

Él sonrió, lleno de agradecimiento y de alivio. Dimity se apartó un paso del abismo y notó cómo la sonrisa de él la tranquilizaba y le daba calor. Respiró de forma más acompasada y bajó las escaleras.

Se pasó el resto del día mirando por las ventanas por si veía a Delphine. Recorrió con la mirada el acantilado y el tramo de playa que se veía desde la casa, y había empezado a relajarse y a creer que se había marchado cuando, a última hora de la tarde, la vio cruzar el lejano cercado de la Southern Farm, entrar en el patio y llamar a la puerta. Vista de lejos se la veía incluso menos niña; parecía una mujer esbelta, alta y delgada. Vio a la señora Brock salir y abrazar a Delphine. Le dio un largo abrazo y luego la invitó a pasar. Y Dimity recordó cómo Christopher Brock había mirado siempre a Delphine, cómo sonreía y bajaba la vista cohibido cuando la veía, y supo con una certeza aterradora que Delphine nunca se marcharía. La trampa se había cerrado y ella siempre estaría allí, como una herida que no cicatriza, para recordarle a Dimity lo que había hecho y lo que debería haber hecho, y volviendo más apremiante y real la amenaza de que descubrieran a Charles. Si Delphine lo encontraba, lo reclamaría. Pero nunca lo encontraría, resolvió Dimity en ese momento. Delphine nunca pondría un pie dentro de The Watch y Charles nunca pondría un pie fuera. Se quedó allí mucho rato, mirando la granja y sabiendo que no vería salir a Delphine. Ya era de noche cuando al final se apartó, comprendiendo que no podía mirar eternamente por la ventana. Se sacudió y suspiró; intentó recordar por qué había estado tan triste hacía unas horas, qué le había asustado tanto. Lo descartó, ya que no podía haber sido tan importante. Nada lo era, aparte de Charles. Canturreó una vieja canción mientras empezaba a preparar su cena.

Zach se quedó mirando a Hannah, anonadado. Ella esperó con paciencia a que hablara.

—Siempre dije…, siempre tuve la sensación de conocerte. Desde el primer momento en que te vi.

—Es cierto. Pero pensé que era la clásica frase que se dice.

—No, no lo era. Te reconocí… Te pareces a Delphine. Pero solo lo veía en ciertos ángulos, porque solo conozco a Delphine desde ciertos ángulos. Del cuadro que tengo de ella y que me fascina…, y que he pasado tanto tiempo mirando y estudiando. —Sacudió la cabeza con incredulidad—. ¿Delphine era tu abuela?

—Sí. Llegó a Blacknowle durante la guerra, cuando terminó el colegio. Acabó casándose con el hijo del granjero, Chris Brock, y la pareja nunca se marchó.

—No hay nada escrito sobre ella. Nadie ha dicho nunca lo que fue de ella.

—Bueno, supongo que a nadie le importaba. Bien mirado, no era una artista famosa… Y Aubrey había muerto. Delphine solo era una adolescente cuando estalló la guerra. Supongo que nadie tuvo interés en encontrarla o en hablar con ella.

—¿Todavía… vive? —A Zach se le secó la boca por un momento al pensar en conocer a la niña cuyo cuadro había estudiado y amado tan intensamente, pero Hannah negó con la cabeza.

—No. Murió cuando yo todavía era joven. Solo tenía sesenta años, pero contrajo un cáncer.

—Lo siento. ¿Te acuerdas de ella? ¿Cómo era?

—Por supuesto que me acuerdo. Era maravillosa. Siempre amable y considerada. Y tenía un hablar muy suave…, nunca la oí alzar la voz. Pero al mismo tiempo era solemne. Casi nunca la oí reír.

—Bueno, su hermana había muerto, y creía que su padre también, y su madre la había abandonado… Supongo que pérdidas así te marcan de por vida. ¿No te enfadaste cuando te enteraste de que Aubrey llevaba vivo todo ese tiempo? ¿Tu bisabuelo? ¡Yo todavía no puedo creerlo! Es… irreal. ¿No te irritaste? Al fin y al cabo era tu pariente.

—No —respondió Hannah despreocupadamente, como si no se le hubiera pasado por la cabeza—. Nunca lo conocí. No perdí nada cuando murió.

—Pero, por tu abuela…

—Sí, supongo que debería haberme enfadado por ella. Pobre Delphine…, ella siempre lo echó de menos, eso lo sé. Pero ¿qué sentido tiene enfadarte cuando no hay nada que hacer? No sacas nada castigando a la gente por algo que sucedió hace tanto tiempo… Delphine llevaba muerta casi veinte años cuando su padre la siguió.

—¿Te habló alguna vez de su madre? ¿De Celeste? ¿La conociste?

—No. Que yo sepa, no volvió a verla; al menos no después de que yo naciera. Tampoco me habló nunca de ella. Era como si hubiera muerto en la guerra junto con su padre.

—Entonces… los cuadros son tuyos. Como bisnieta de Charles Aubrey ahora son tuyos —dijo Zach, mirando a Hannah y tratando de averiguar cómo se sentía. Estaba exhausto, perplejo, excitado.

Ella asintió despacio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó él.

Hannah pareció intranquila.

—Mejor dímelo tú, Zach. ¿Qué vas a hacer?

Desconcertado, él no respondió.

La noche parecía haber empezado hacía muchos años, incluso décadas. Poco después Zach subió de nuevo a la pequeña habitación, donde lo esperaban los cuadros. Los miró todos, uno a uno. Doscientas diecisiete obras acabadas en total. Había cuadros de Dimity a los veinte y treinta años, en la mediana edad y ya anciana. El lento y firme transcurrir de los años, registrado paso a paso en los vibrantes bocetos y cuadros de Aubrey. Había escenas de violencia y devastación, de caos y de la brutal y confusa fealdad de la guerra, que Zach sabía que Aubrey hubiera pintado. Aubrey, un hombre inspirado por encima de todo por la belleza. Se encontró a sí mismo ordenándolos mentalmente y catalogándolos para hacer una exposición, escribiendo las notas biográficas explicativas que acompañarían cada cuadro. Se dio cuenta de que el mundo del arte nunca había conocido una historia como esa. Y en ese instante supo que quería ser quien la contara. Todo el mundo querría ver esos cuadros y oír esa historia. Pero, naturalmente, no dependía de él. Dependía del dueño de los cuadros. Y si ella quería cerrar con llave ese cuarto y no abrirlo nunca más, estaba en su derecho. Tal pensamiento lo dejó profundamente abrumado.

Había cuadros de Dennis con multitud de caras diferentes, y Zach las estudió todas a la débil luz de la bombilla del techo. Examinó las pertenencias de Aubrey, los objetos esparcidos por el escritorio, tocando cada uno con cuidado, casi con reverencia. Tubos de pintura de óleo y un frasco de aguarrás, el olor a producto químico que había reconocido enseguida acuclillado en la oscuridad con Rozafa horas atrás. Debajo de los papeles sueltos encontró algo sorprendente. Chapas militares, ensartadas aún en un cordón de cuero rígido. Británicas, no de metal como lo habrían sido las estadounidenses, sino un disco rojo y otro octogonal verde, hechos de alguna fibra dura, con el nombre de F. R Dennis y los detalles de su regimiento firmemente estampados en la superficie de cada uno. Zach deslizó los dedos sobre las letras. «Por fin te he encontrado, Dennis. Tú también debes tener una historia». Tenía que haber una foto de él en alguna parte. En algún viejo álbum de familia. Zach por fin podría ver la cara que Aubrey tanto se había esforzado en imaginar.

—Dimity me comentó una vez que nunca se perdonó a sí mismo —dijo Hannah.

Zach no la había oído entrar siquiera en la habitación.

—¿Por qué?

—Por robar la identidad de ese soldado. La utilizó para llegar hasta aquí, para escapar de la guerra y cortar con ella por lo sano. Arruinó la reputación del soldado al desertar y negó a su familia el cuerpo y un entierro. Tenía pesadillas continuamente sobre él. Sobre la guerra y sobre Dennis.

—¿Por qué todos los cuadros de Dennis son de hombres distintos?

—No lo son. Todos son él. Era la forma que tenía Aubrey de… devolverle la vida. Verás, nunca supo la cara que tenía. Dennis ya estaba muerto cuando Aubrey encontró su cuerpo y le cambió las chapas. Muerto y tan mutilado que no tenía ni idea de cómo era el aspecto del chico cuando vivía. Creo que esa era su manera de… corresponderle. Trataba de devolverle la cara.

—Los cuadros que han salido recientemente a la venta… eran muy parecidos. Pero yo sabía…, sabía que había algo diferente en cada uno.

—Sí. —Hannah asintió—. Tú pareces ser el único que los ha examinado tan minuciosamente. Escogí los que se parecían más entre sí, donde Charles había tenido una imagen clara en la mente y la había dibujado varias veces antes de cambiarla. Pero nunca le salió exactamente igual porque…

—Porque era una fantasía. No tenía modelo.

—Sí. Corrimos un riesgo al ponerlas a la venta, pero eran las únicas que no habrían… suscitado interrogantes.

—¿Por qué correr el riesgo?

—Necesitábamos el dinero. Dimity para vivir, y yo… para ayudar a Ilir y a su familia.

Zach reflexionó sobre ello.

—El cuadro de Dennis más reciente, el que se vendió hace dos semanas, sirvió para costear el viaje de Rozafa y el chico, ¿verdad? —preguntó, sabiendo ya la respuesta cuando Hannah asintió.

—Ilir lleva años viviendo conmigo y ahorrando todo lo que yo podía permitirme pagarle. También mandaba una parte a Francia. Pero cuando las autoridades francesas empezaron a entrar en los campamentos de París a principios de mes, era demasiado pronto y aún no teníamos suficiente dinero entre los dos. Necesitábamos más. —Ella lo miraba con los ojos abiertos y serenos, pero también inquisitivos. Trataba de averiguar lo que él sentía mientras intentaba contarle los secretos y las mentiras, y la parte que había tenido en todo ello—. En realidad nunca te mentí, Zach —añadió, como si le leyera el pensamiento.

—Pero escribiste fechas falsas en los cuadros, Hannah. Eso es falsificación. Y negaste que sabías quién era Dennis y la existencia de los nuevos cuadros que se habían vendido. Me mentiste a mí y a todo el maldito mundo —replicó él, comprendiendo solo en ese momento cuánto le dolía.

—¡No fue falsificación! Los cuadros son de Charles Aubrey.

—Sí. La mentira que dijiste al mundo no fue tan grande como la que me contaste a mí.

Hannah apretó los labios con aire desdichado, pero no se disculpó.

—¿Qué hicisteis con el cuerpo? No me lo has dicho. ¿Tiene Charles Aubrey una tumba que pueda visitar?

Tuvo una repentina visión oscura de una exhumación y un traslado a suelo sagrado. De tierra atrapada en dientes sonrientes e insectos escondiéndose en cuencas de ojos. Hannah había estado toqueteando las finas hebras de un pincel que había en un tarro del escritorio y dejó caer la mano con expresión contrita, como si le hubiera dado una palmada en la muñeca.

—No. No hay ninguna tumba.

—Pero… No me digas que… quemasteis el cuerpo. Por Dios, Hannah…

—¡No! Tienes que entenderlo… Dimity estaba al borde de la histeria cuando llegué aquí. Por el miedo y la tristeza. Estaba convencida de que si la gente averiguaba que él había estado aquí todo este tiempo se metería en un gran lío. No paraba de hablar de secretos y de cosas horribles…, apenas tenía sentido lo que decía. Fue poco después de que yo… perdiera a Toby. Yo tampoco pensaba con mucha claridad y lógica… Y él llevaba un tiempo muerto, entiéndeme. Creo… Creo que ella lo había estado negando, o tal vez solo quiso estar con él el mayor tiempo posible. Pero… empezaba a oler. —Se interrumpió, tragando saliva con dificultad al recordar—. Era de noche y estaba ese cadáver…, el segundo cadáver que yo veía ese año, y Mitzy lloraba y parloteaba sin parar, de modo que… hice lo que sugirió. —Levantó la vista hacia él, todavía con los ojos muy abiertos, pero esta vez expectante, preparada para encajar su reacción. En otras circunstancias Zach se habría alegrado de percibir esa vulnerabilidad en su rostro, pero no en esas.

—¿Y qué sugirió?

—Que lo arrojáramos al mar.

La noche que murió hizo un tiempo seco y ventoso, y la brisa era un susurro inquietante, como una canción. A Dimity le dolía la espalda por haber restregado el suelo de la cocina. Durante años había mantenido a Charles y a sí misma limpiando; iba en autobús a casas de las afueras de Blacknowle, de recién llegados o de gente que volvía a establecerse allí después de la guerra. Gente para quien el apellido Hatcher no tenía connotaciones. Pero en cuanto pudo cobrar una pensión, dejó de trabajar y pasó todo el día con Charles en The Watch. La casa ya no parecía una prisión sino un hogar. Un santuario. Un lugar donde ella era feliz y tenía el corazón lleno. Sin embargo esa noche le dolieron los huesos hasta la médula, y al cabo de un rato se le empezó a erizar el vello de la nuca y sintió una sensación horrible en las costillas. Tarareó y cantó mientras seguía con sus quehaceres, y preparó una cena a base de costillas de cordero con salsa de menta, pero pospuso todo lo posible ir arriba a llevársela. Lo sabía; lo sabía pero no quería verlo y tener la prueba. Cada peldaño de la escalera era una pared de acantilado, cada esfuerzo de sus músculos, una maratón. Se obligó a entrar en su habitación cuando las costillas ya se habían enfriado y la grasa se habían solidificado dejando un cerco en el plato.

La habitación estaba oscura; dejó la bandeja con cuidado encima del escritorio antes de cruzarla para tirar del pulsador. La mano que levantó era como de plomo; pesaba más que todas las rocas de la playa juntas. Y allí estaba él, totalmente vestido pero tumbado en la cama, con las piernas metidas debajo de la sábana, los brazos cruzados sobre la cintura, todo pulcro y ordenado. Tenía la cabeza apoyada justo en el centro de la almohada y los ojos cerrados, pero la boca le colgaba ligeramente entreabierta, lo justo para que ella viera sus dientes inferiores y la curva de su lengua. Una lengua que ya no era rosa sino grisácea. Y en ese preciso momento, la tierra dejó de girar y todo pareció convertirse en sombras; ya nada era real o sólido. El aire no era respirable, la luz hería la vista y el techo pesaba tanto sobre su cabeza que se le doblaron las rodillas. La casa, el mundo y todo lo que había en él quedaron reducidos a cenizas, y se acercó tambaleándose a la cama, jadeando de dolor. Él tenía la piel fría y seca, y la carne de debajo demasiado firme, inhumana. Sus ralos cabellos blancos estaban limpios y sedosos cuando los tocó con dedos temblorosos. Con los años se le habían hundido las mejillas y unos tendones demacrados le adornaban el cuello, pero cuando ella lo miraba todo lo que veía, lo que había visto siempre, era su Charles, su amor. Durante largo rato permaneció allí acurrucada, con la mejilla pegada a su pecho inmóvil y silencioso.

Nuevas caras y nuevas voces empezaron a llenar el vacío gris que había dejado Charles. Al principio eran poco nítidas; se mantenían a distancia. Eran indicios de movimiento, voces demasiado débiles para oírlas. Pero casi una semana después de que Charles se hubiera ido, Dimity sorprendió un destello de pelo rubio en el espejo del pasillo al pasar. Pelo rubio teñido, largo y áspero y con las puntas abiertas. Valentina. Esa tarde tuvo un ataque, un escalofrío le recorrió los brazos y los hombros que no eran suyos sino de Celeste. Sabía que los muertos eran atraídos hacia los suyos como las avispas hacia un compañero asesinado. La muerte flotaba en el aire en The Watch, el olor se propagaba y se hacía cada vez más intenso, tentando a los demás a volver y mirar, a hacer una visita. Aterrada, subió corriendo a la habitación de Charles y le sostuvo las frías manos para consolarse. Volvían a estar blandas pero no como debían. Todo su cuerpo parecía estar hundiéndose y resbalando por el colchón. Los ojos se habían vuelto hacia el interior del cráneo, las mejillas estaban aún más hundidas y los tendones del cuello aún más flácidos. La lengua que asomaba entre los dientes se había oscurecido, ennegrecido. La piel estaba cerosa y amarillenta.

«Espino —murmuró con angustia cuando el día envejeció y el sol se ocultó—. Hueles como las flores de mayo, amor mío».

Delphine abrió la puerta de la granja. Por un momento Dimity lo aceptó, pero enseguida dio un respingo, porque era imposible. Había visto cómo se la llevaban años atrás. No era Delphine, sino la chica de pelo oscuro que a veces había llamado a la puerta de The Watch cuando era pequeña, para pedir dinero el día de las Narices Rojas o vender papeletas de rifa. Había sido una criatura menuda y angulosa con los codos y las rodillas siempre arañados, y ahí estaba ahora, seria, solemne y encantadora. El aliento le olía a alcohol, y tenía una mirada dispersa y perpleja. Pero Dimity le cogió la mano y tiró de ella hasta El Vigía. No podía levantarlo ella sola. La casa rugía con las voces de los muertos, pero Hannah no parecía oírlas. Dimity se sumió en un frenesí de miedo y desesperación. Tenían que irse, tenían que irse todas y llevarse sus secretos con ellas. Secretos que había que guardar; demasiados, y demasiado graves, para que se confesara uno siquiera…, la piedrecita que causaría el desprendimiento. No había policías ni empleados de funeraria, nadie más que las dos mujeres y el muerto. Hannah se llevó una mano a la boca y tuvo arcadas cuando entraron en el cuarto de Charles. Los ojos se le llenaron de horror.

Entre las dos lo levantaron de la cama. Pesaba más de lo que parecía; un hombre alto de huesos sanos y fuertes. Lo sacaron de The Watch y lo llevaron hasta el acantilado. No al tramo que daba a la playa sino el de detrás de la casa, donde el terreno caía a pico hasta la ensenada. Dimity sabía que la marea estaba alta. Lo sabía tan bien que no tuvo que pensar siquiera; también conocía las corrientes, la tracción que lo llevaría lejos, mar adentro. El viento golpeaba, levantando crestas blancas que se estrellaban contra las rocas. Se llevó el olor a flor de espino; se llevó el ruido de sus sollozos. Lo balancearon un par de veces y al tercer balanceo lo soltaron. Por un segundo, solo por un segundo, Dimity casi lo siguió. Quería seguir agarrándolo e irse con él, porque quedarse no parecía tener mucho sentido si él no estaba. Pero el cuerpo no lo siguió; pudo más su instinto visceral de vivir. Lo soltó y él salió despedido hacia la oscuridad. Tragado por el agua revuelta, desapareció. Ella se quedó en el acantilado hasta mucho después. La joven permaneció a su lado, con su dulce aliento a whisky y el pelo ondeando, cogiéndole las manos con firmeza, como si entendiera lo que era capaz de hacer si la soltaba. Adónde podía ir. Cuando más tarde volvió a The Watch, sin recordar dónde había estado, el lugar le pareció oscuro y silencioso como una tumba.