6

Dimity se quedó parada. Delante de Littlecombe había un coche aparcado; un modelo azul oscuro inmaculado con grandes arcos negros sobre las ruedas delanteras y una rejilla reluciente en la parte delantera. Algo totalmente distinto de los viejos trastos destartalados y embarrados que solían cruzar traqueteando Blacknowle, o los grandes y torpes autocares que recorrían de este a oeste la carretera de arriba, soltando nubes de humo negro detrás de ellos. Ese coche parecía pertenecer a un cuento de hadas, o a una de las películas que Wilf iba a ver de vez en cuando, cuando visitaba a su tío en Wareham. En tales ocasiones regresaba con historias de hombres enormemente ricos y mujeres elegantes con trajes de seda que vivían en un mundo limpio y encantador en el que nadie era maldecido ni caía enfermo. Dimity miró por una ventanilla. Los asientos eran de cuero marrón oscuro, con hileras de pulcras puntadas. Ardía en deseos de deslizar las manos por ellos, acercar la nariz e inhalar su olor. Había unos cuantos tallos de perifollo debajo de la esquina izquierda del parachoques delantero, y Dimity se inclinó para quitarlos, limpiando las manchas de jugo verde con los dedos. Se vio reflejada en el metal curvado, combada y deforme. Un destello de ojos castaños y pelo color bronce enredado; una cara manchada y una cicatriz encima del labio que Valentina le había hecho con una de sus uñas, que la había alcanzado cuando esquivaba un golpe.

—Una preciosidad, ¿verdad? —dijo una voz cerca.

Dimity la reconoció enseguida y contuvo el aliento. Charles. Se volvió y se alejó del coche.

—¡No estaba haciendo nada! ¡Solo miraba! —exclamó ella sin aliento.

Charles sonrió y tendió las manos.

—No pasa nada, Mitzy. Puedes mirar. Si quieres, algún día te llevaré a dar una vuelta.

Dio un paso y le dio un breve beso en la mejilla.

—Estás muy guapa. Me alegro de volver a verte. —Lo dijo con calma, como si no supiera que el reencuentro era lo único con lo que ella había soñado durante diez largos meses. Charles miró por encima de ella el coche, con una expresión de culpabilidad y arrebato. Dimity no podía hablar. El beso le ardía en la piel, y se llevó una mano por si podía sentir la herida—. No debería desear tanto ese coche. No es más que una máquina. Pero ¿no puede una máquina, algo hecho por el hombre, ser también un objeto hermoso? —Habló casi para sí, deslizando los dedos por el techo del coche con una expresión extasiada.

—Es el coche más bonito que he visto nunca —logró decir Dimity, sin aliento.

Charles sonrió, mirándola con aprobación.

—Te gusta, ¿eh? Recién estrenado. ¡Un amigo mío lo puso a sesenta millas por hora! ¡Sesenta! Es un Austin Ten…, el nuevo modelo Cambridge. Tiene una potencia de veintiún caballos, motor de cuatro cilindros con válvulas laterales… —Se interrumpió al ver la profunda incomprensión reflejada en la cara de ella—. No importa, me alegro de que te guste. No estaba seguro siquiera de si necesitaba un coche. Fue idea de Celeste, en realidad, pero ahora que lo tengo no recuerdo cómo me las arreglaba sin él. Parece tan anticuado y restrictivo confiar en trenes y taxis. Con un coche el mundo es tuyo. Puedes ir a cualquier parte a cualquier hora. —Se calló un momento y miró por encima de ella, pero a Dimity no se le ocurrió nada más que decir. Vio que él esperaba algo, y sintió cómo la desesperación le producía un nudo en la garganta y el calor se le agolpaba en la punta de la nariz—. Bueno, pronto te llevaré a dar una vuelta, te lo prometo. Entra en casa…, Delphine está deseando verte.

Hizo lo que se le decía, pese a lo reacios que eran sus pies a apartarse de Charles y del cielo de un azul celestial. En el interior de la casa se oían voces exaltadas. Dimity llamó, pero se dio cuenta de que no la habían oído. Entró con cautela en la cocina a tiempo de ver a Élodie, mucho más alta que el año anterior, estampar un pie en el suelo, con los puños cerrados en los extremos de sus brazos rígidos. Llevaba el pelo cortado a la altura de los hombros y se le balanceaba alrededor de la mandíbula mientras gritaba.

—¡Tengo ocho años y me pondré lo que me dé la gana! —dijo, con voz fuerte y penetrante.

Celeste, de pie frente al fregadero, se volvió y puso las manos en las caderas.

—Tienes ocho años y harás lo que se te diga. Fais-mois des vacances! Ese es tu mejor vestido y esos tus mejores zapatos. Estamos en Dorset, junto al mar. Quítatelos y busca algo más apropiado para ponerte. —Los ojos azules de Celeste eran aún más cautivadores de lo que Dimity recordaba. Furiosos, parecían brillar.

—¡Odio toda mi ropa! ¡Es horrible!

C’est ton problème. Ve a cambiarte.

—¡No pienso hacerlo! —gritó Élodie.

Celeste clavó en ella una mirada que habría helado la sangre de Dimity si la hubiera dirigido a ella, a pesar de estar acostumbrada a los repentinos asaltos de Valentina. Poco a poco, las manos de Élodie cayeron inertes, abrió un poco la boca y un rubor ardiente le inundó la cara. Se volvió para salir corriendo de la habitación y chocó con Dimity.

—¡Ya vuelves a estar aquí! ¡Es simplemente maravilloso! —exclamó, empujándola al pasar.

Merde. ¡Esa niña me plantará cara hasta el final! —Celeste suspiró, llevándose una mano a su pesada melena—. Es demasiado para mí. Terca como una mula y con el mismo mal carácter. ¡Mitzy! Pasa y saluda. —Abrió los brazos y Dimity se dejó rodear en un rápido y sorprendente abrazo.

Delphine se levantó de la mesa, sonriendo.

—¿Cómo estás? ¡Has crecido! Estás todavía más guapa —dijo Celeste, sujetándola con los brazos extendidos.

¿Cómo era posible? Dimity pensó en el largo y crudo invierno; los sabañones en los dedos de los pies, el modo en que el viento le había cuarteado las mejillas y el tiempo que Valentina y ella habían pasado sin una comida decente y nutritiva. Delphine esperó emocionada al lado de su madre, y en cuanto Celeste la soltó, ella también la abrazó. Dimity sintió una oleada de felicidad, y algo parecido al alivio, tan poderoso que por un momento creyó que iba a llorar. Su afecto era como un idioma que apenas conocía, como palabras que de vez en cuando surgían con claridad de un sonido confuso y balbuceante.

Se frotó rápidamente los ojos con los dedos, y Delphine, viendo lo conmovida que estaba, se rió encantada.

—¡Me alegro tanto de verte! Tenemos tantas cosas que contarnos…

—¿Has comido, Mitzy? —preguntó Celeste.

—Sí, gracias.

—Pero apuesto a que podrías comer más —dijo Delphine, cogiendo a Dimity del brazo y entrelazándolo con el suyo.

Dimity arrastró los pies y no quiso responder, cuando en verdad la cocina olía de maravilla, como de costumbre. Celeste sonrió.

—No seas tan educada, Mitzy. Di si quieres un poco.

—Sí, por favor. —Celeste cortó dos gruesos pedazos de pastel amarillo y los envolvió en una servilleta.

—Yo también tomaré…, ahora que por fin se me ha pasado el mareo del viaje. Papá conduce el coche nuevo tan deprisa que íbamos de un lado a otro del asiento trasero como bolas saltarinas. Ha habido un momento en que hemos dado con el seto…, un tractor venía en sentido contrario. ¡Tendrías que haber oído los gritos de Élodie!

—He visto que había perifollo en el guardabarros de delante —dijo Dimity, y Celeste sonrió.

—Entonces, ¿Charles te ha presentado a su nuevo hijo antes incluso de dejarte entrar a saludar? No me sorprende. Me temo que lo quiere más que a ninguna de nosotras.

—Eso no. Más que a nosotras no —dijo Delphine, tocando el hombro de Dimity con suavidad al ver que se tomaba en serio las palabras de su madre.

—No. Es como un niño con un juguete nuevo. La emoción no tardará en agotarse —dijo Celeste.

—¡Vamos, bajemos a la playa! Me muero de ganas de remar. Pensaba todo el tiempo en ello en el colegio. Nos hacen ponernos esos horribles calcetines que pican, aunque haga sol.

Delphine tiró de Dimity hacia la puerta.

—Llevaos a Élodie con vosotras —gritó Celeste a sus espaldas.

—Está bien. —Delphine suspiró, inclinándose sobre la barandilla para gritar escaleras arriba—. ¡Élodieeee!

Cuando salieron de la casa y cruzaron el jardín, Dimity se volvió para buscar a Charles. El coche seguía brillando en el camino de entrada, pero no había rastro de su dueño. De mala gana, apartó la mirada.

Pasaron esa tarde y la siguiente poniéndose al día de todo lo que habían visto y hecho en los diez meses transcurridos desde que Delphine y su familia se habían ido de Dorset. Vagaron por los campos y los setos, recogiendo hierbas y buscando polluelos; aplacando a Élodie con largos collares de margaritas entrelazadas alrededor de su cuello y guirnaldas de amapolas en el pelo. Se sentaron en la playa, en la línea de la marea alta donde una franja de huesos de sepia y de huevas de pescado secas e ingrávidas separaban la arena de los guijarros, observando cómo Élodie hacía ruedas que ellas puntuaban de uno a diez, hasta que se quedó sin aliento y colorada, y lo bastante mareada para dedicarse a una tarea tranquila como dibujar en la arena, recoger cristales o reventar las bolitas de un ramillete de fuco negro. Delphine tenía especial interés en oír hablar de Wilf Coulson, aunque Dimity se mostró deliberadamente vaga.

—Entonces, ¿es tu novio? —preguntó en un susurro.

Miró hacia su hermana pequeña, una silueta contra el mar brillante, arrastrando un palo por la arena en círculos cada vez más grandes.

—¡No! ¡No lo es!

—Pero has dicho que dejas que te bese.

—Sí. No muchas veces, solo de vez en cuando. Cuando es amable conmigo. En realidad solo es un amigo, pero ya sabes cómo son los chicos.

—¿Crees que te casarás con él?

Dimity se rió, y durante un rato trató de fingir que había tenido muchas propuestas, muchas alternativas. Había tiempo de sobra para decidir.

—No creo. Es un poco flaco, y su madre no puede verme ni en pintura. No creo que se atreva a decirle a su padre siquiera que a veces sale conmigo. Aunque quizá algún día yo misma se lo diga…, viene a ver a mi madre bastante a menudo. —En cuanto lo dijo, Dimity se arrepintió.

—¿Por qué lo hace?

—No lo sé. Para comprar remedios y cosas así. Para que le eche las cartas —inventó rápidamente, y la mentira hizo que se ruborizara.

—Yo ya sé con quién voy a casarme —dijo Delphine, tumbándose con las manos entrelazadas detrás de la cabeza—. Voy a casarme con Tyrone Power.

—¿Es un chico del colegio? —preguntó Dimity, y Delphine se rió.

—¡No seas tonta! En mi colegio no hay chicos. ¡Tyrone Power! ¿No has visto Lloyd de Londres? Está tan guapo…, es el hombre más divino que existe sobre la tierra.

—Entonces, ¿es una estrella de cine? ¿Cómo vas a conocerlo?

—No lo sé. No me importa. Pero lo haré…, me casaré con él o moriré sola —declaró Delphine con silenciosa certeza.

Se quedaron calladas para reflexionar sobre ello, escuchando el ruido de los círculos que trazaba Élodie, el constante susurro del agua incansable.

—¿Mitzy? ¿Qué se siente al besar a un chico? —preguntó Delphine por fin.

Dimity reflexionó un instante.

—No lo sé. Al principio me pareció repugnante, como tener a un perro metiéndote el morro en la cara. Pero supongo que no está mal. Me refiero a que es agradable.

—¿Cómo de agradable? ¿Como cuando alguien te cepilla el pelo?

—No lo sé —dijo Dimity, sin saber qué decir—. Nadie me ha cepillado nunca el pelo.

—Yo sé hacer trenzas de cinco mechones, no solo de tres —dijo Élodie, que pasaba cerca de las niñas mayores.

—Es cierto. A Élodie se le da muy bien hacer peinados.

—Luego te arreglaré el tuyo —se ofreció Élodie. Y se quedó callada un momento, aparentemente tan sorprendida como Dimity de esa repentina muestra de generosidad—. Si quieres. —Se encogió de hombros.

—Me encantaría. Gracias —respondió Dimity.

Élodie la miró y sonrió. Un destello de dientes pequeños y blancos tan bonitos y poco comunes como anémonas de madera.

Esa misma semana, Charles llevó a Dimity a dar una vuelta en coche, tal como le había prometido. El Austin Ten se alejó de Littlecombe a tanta velocidad que Dimity se aferró a la manija de la puerta con una mano y al borde del asiento con la otra. El interior del coche olía a aceite y cuero caliente, un olor embriagador tan denso que casi podía saborearlo. El asiento en sí ardía lo suficiente para irradiar a través de su falda, calentándole los muslos por detrás hasta que el sudor empezó a gotearle.

—¿De verdad que nunca habías ido en coche? —le preguntó Charles, bajando la ventanilla e indicándole por señas que hiciera lo mismo.

—Solo en autobús, una o dos veces, y en alguna ocasión en el remolque de un tractor para ir a recoger patatas o mazorcas antes de la cosecha —dijo, repentinamente aprensiva.

Charles se rió.

—¿El remolque de un tractor? No creo que eso cuente, la verdad. Bueno, agárrate fuerte. Iremos hasta la carretera de Wareham para animarla.

Dimity apenas podía oírlo por encima del estruendo de aire que entraba por las ventanas abiertas, que se sumaba al rugido del motor. Cuando giraron entre dos hileras de casas de Blacknowle, vio a Wilf y a unos chicos del pueblo haraganeando junto a la tienda. Levantó la barbilla altivamente mientras el coche pasaba a toda velocidad, y se quedó encantada de ver cómo miraban boquiabiertos, mientras el sol rebotaba en la pintura azul y el viento le alborotaba el cabello. Wilf levantó los dedos con disimulo, y aunque Dimity lo miró a los ojos un instante, luego se volvió de manera deliberada.

—¿Amigos tuyos? —preguntó Charles.

—Yo no diría tanto.

Charles los premió tocando varias veces el claxon, luego la miró alegremente y ella se echó a reír; no pudo evitarlo; le salió efervescente de dentro como algo que se desborda, mezclándose con los nervios y estallando incontenible.

En la carretera de arriba Charles giró hacia Dorchester y con una sacudida de las marchas salieron disparados, y fueron ganando velocidad hasta que Dimity creyó que no podían ir más deprisa. Los lados de la carretera eran un borrón verde intenso, el paisaje parecía volverse líquido y fluir por su lado. Solo el cielo y el pálido mar a lo lejos permanecieron iguales, y Dimity los miró mientras avanzaban rugiendo, esquivando un autobús perezoso y otros coches más lentos. El aire que entraba por la ventanilla era cálido, aunque fresco comparado con el calor del día, y ella se llevó las manos al pelo, se lo enroscó en un nudo y lo sujetó en alto para que se le secara la nuca. Con el rabillo del ojo vio que Charles la miraba atentamente, dividiendo la atención entre ella y la carretera.

—Mitzy, no te muevas —dijo, pero las palabras casi se perdieron en el estruendo.

—¿Perdón? —gritó ella.

—No importa. De todos modos aquí no hay ningún sitio donde podamos parar. Lo harás para mí luego, recogerte el pelo así. Exactamente así. ¿Te acordarás de cómo lo has hecho?

—Por supuesto.

—Así me gusta.

En la mente de Dimity apareció Valentina, y se mordió el labio al pensar en ella y en cómo expresar lo que creía que debía decir. A The Watch había llegado la noticia del regreso de los Aubrey con la mugrienta oleada de visitas, como la madera de deriva y los escombros que suben con las corrientes del canal. Dimity no podía mantenerlo en secreto.

—Mi madre dirá… —empezó a decir, pero Charles la interrumpió con un ademán.

—No te preocupes. Habrá dinero para tener de nuestra parte a Valentina Hatcher —dijo, y Dimity se relajó, aliviada de no tener que pedir.

Cuando llegaron a Dorchester hicieron un rápido recorrido por la ciudad antes de tomar la misma carretera en dirección este. Dimity sostuvo los dedos abiertos al viento, jugando con la sensación, y tan pronto dejaba que le doblara la mano hacia atrás por la muñeca como la alzaba firme y plana, o contemplaba cómo le cerraba los dedos en un puño.

—Ahora lo entiendo —dijo casi para sí.

—¿Qué entiendes? —preguntó Charles, inclinándose para oír mejor.

—Cómo vuela un pájaro. Y por qué le gusta tanto hacerlo —dijo, sin apartar la mirada del torrente de aire en su mano.

Notaba cómo el artista la observaba y dejó que lo hiciera, sin desafiarlo, devolviéndole la mirada. Se miró fijamente la mano mientras volaba, con las puntas brillantes al sol; inhaló el fuerte olor del coche, y al sentir el estruendo del mundo al pasar le pareció un lugar nuevo por completo, un lugar de una magnitud y un prodigio que no había conocido antes. Un lugar donde podía volar.

Charles pensaba en pintar un cuadro del alma del folclore inglés. Lo dijo ese día durante la comida, mientras Dimity se llenaba la boca de pedazos de queso con encurtidos, amontonados en rebanadas de pan duro que había hecho Delphine. Estaba correoso, pero había echado romero en la masa, como le había sugerido Dimity, y el sabor era tan delicioso como el aroma.

—Pinté una boda gitana en Francia. Es uno de mis mejores cuadros —dijo el artista, sin orgullo ni modestia—. Podías apreciar de algún modo la terrenalidad, el vínculo entre esa gente y la tierra en la que vivían. Su mirada…, quiero decir su mirada interior, estaba puesta en el aquí y ahora. Notaban cómo sus raíces se extendían por debajo de la tierra y regresaban a través de los años, aunque algunos no tenían ni idea de quiénes habían sido sus padres o sus abuelos. Nunca miraban mucho más allá, a muy larga distancia. Esa es la clave de la felicidad. Darte cuenta de dónde estás y de lo que tienes ahora mismo, y sentirte agradecido.

Se calló para comer otro bocado de pan. Celeste respiró acompasadamente y sonrió cuando él levantó la mirada. Dimity tuvo la impresión de que ella ya había oído ese discurso antes. Cuando se volvió hacia sus hijas, ambas tenían una mirada perdida, vidriosa. O bien ya lo habían oído antes también o no se molestaban en escuchar. Se dio cuenta de que el discurso iba dirigido a ella.

—Fijaos en Dimity —continuó él, y ella dio un respingo al oír su nombre—. Ha nacido y crecido aquí. Esta es su tierra y estas son sus gentes, y estoy seguro de que nunca se le ocurriría marcharse. Nunca se le ocurriría no estar contenta con su suerte. ¿Verdad, Mitzy?

Había clavado los ojos en ella y su mirada era fija, irresistible. Dimity empezó a asentir con la cabeza, luego se dio cuenta de que él quería una respuesta negativa y la sacudió. Charles tamborileó con un dedo en la mesa para expresar su aprobación y Dimity sonrió. Pero Celeste la observó con atención.

—Es fácil juzgar las cosas por su apariencia, y hacer conjeturas y formarse opiniones. ¿Cómo podemos saber si son correctas? ¿Cómo podemos saber si la felicidad de los gitanos no estaba en tu mente y después en tu mano cuando los pintaste? —Miró a Charles, con la barbilla alzada desafiante.

—Era real. Solo pinté lo que tenía allí delante… —Charles se mostró contundente, pero Celeste lo interrumpió.

—Lo que viste delante de ti. Lo que creíste ver. Siempre es una cuestión de… —Agitó una mano, buscando la palabra correcta—. Percepción.

Charles y Celeste se miraron, y Mitzy vio que se decían con la mirada algo que ella no supo descifrar. A Charles se le retorció un músculo de la mandíbula, y en el rostro de Celeste apareció una expresión tensa, enfadada.

—No empieces otra vez —dijo él, con fría calma—. Te he dicho que no fue nada. Estás imaginando cosas.

El silencio en la mesa se volvió más tenso, y cuando Celeste volvió a hablar, su voz sonó más fuerte que sus palabras.

—Solo estaba participando en la conversación, mon cher. ¿Por qué no se lo preguntas a Dimity en lugar de decirle lo que siente? Veamos, Mitzy. ¿Quieres vivir siempre aquí? ¿O crees que sería mejor probar suerte en otra parte? ¿Tus raíces son tan fuertes que te mantienen atada a este lugar?

Dimity pensó de nuevo en el largo invierno: franjas de niebla marina que llegaron rodando como nubes bajas, hasta que el mundo entero se redujo a la plomiza tierra que tenía frente a sus pies; una fina capa de hielo sobre el foso de estiércol líquido de la granja de los Barton, que se partió cuando tropezó con ella, salpicándole las botas de agua negra hedionda; pescadores en tierra firme cortando los juncos para hacer tejados de paja, trabajando en fila y balanceando los brazos de un lado para otro, los silbidos y crujidos de sus guadañas en el silencio profundo. Días en que el mundo entero parecía acabado y muerto, y Dimity iba y venía de The Watch con su abrigo de lona bien abrochado, el bajo de los pantalones de peto empapados y su viejo sombrero de fieltro goteando por el ala, oyendo los resuellos y silbidos de los cisnes que volaban por encima de su cabeza, invisibles en la oscuridad. Cómo había deseado volar con ellos, librarse del frío agobiante y de la rutina de todos los días. Era cierto que había raíces que la sujetaban con fuerza. La misma que a los achaparrados pinos que crecían a lo largo de la carretera de la costa, inclinando el tronco y todas las ramas hacia el mar y el azote de sus vientos. Raíces que no tenía posibilidad de romper, como esos árboles, por mucho que se inclinaran, por mucho que resistieran. Raíces que nunca se le había ocurrido intentar romper, hasta que Charles Aubrey y su familia llegaron, y le dieron una idea de cómo era el mundo más allá de Blacknowle, más allá de Dorset. Su deseo de verlo aumentaba de día en día, doloroso como un diente cariado e igual de difícil de ignorar.

Se dio cuenta de que Charles y Celeste estaban esperando su respuesta, y encontró una forma de responder sincera y al mismo tiempo ambigua.

—Mis raíces están aquí y son muy profundas —dijo, y al oírlo Charles asintió de nuevo, satisfecho, y lanzó una mirada a Celeste, pero Celeste observó a Dimity un poco más, como si leyera la enorme verdad no expresada que había detrás de sus palabras. Pero si realmente lo hizo, no dijo nada; alargó una mano hacia el plato vacío de Élodie, que esta le pasó sin decir una palabra.

—¿Adónde iremos entonces, Mitzy? —preguntó Charles—. ¿Dónde encontraremos más folclore por aquí? Iremos todos y te dibujaré rodeada de la antigua magia.

Dimity notó que se hinchaba de orgullo por ser consultada, por ser la experta. Luego se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué sugerir, de que no estaba realmente segura de qué quería decir con magia antigua. Pensó rápidamente.

—La capilla de Saint Gabriel —dijo con brusquedad.

Era una ruina que había en un bosquecillo sobre una colina y que según los lugareños estaba embrujada. Los chicos del pueblo hacían guardia en ella, retándose a pasar una noche allí solos, sin una hoguera ni una linterna. Se acurrucaban dentro entre las húmedas piedras verdes, oyendo toda clase de voces en el viento cambiante.

—¿Está lejos?

—No mucho. Supongo que a una hora a pie.

—Iremos esta tarde. Me gustaría verla, para hacerme una idea. —La cara de Charles había cobrado vida con una especie de fervor interior, un intenso entusiasmo—. ¿Podrá pasar sin ti tu madre?

—Si le pagaran por ello, prescindiría de mí para siempre —murmuró Dimity, luego se sintió estúpida por decirlo. Recordó la descripción idealizada que había dado de Valentina el verano anterior, y recordó que solo Charles la había conocido, solo él sabía que habían sido, como mucho, verdades a medias—. Esto es…, quiero decir… —se debatió, pero Celeste le cubrió la mano con la suya y le dio unos golpecitos.

—Solo un necio aceptaría monedas a cambio de algo tan inestimable. —Sonrió, pero luego miró a Charles y la sonrisa se debilitó un poco—. Habías dicho que llevarías a las niñas a Dorcherster esta tarde. Para comprarles sandalias.

—No es urgente. Iremos mañana, niñas —les dijo él.

—Eso es lo que dijiste ayer —protestó Delphine con suavidad—. Con las mías toco el suelo con los dedos.

—Mañana, os lo prometo. Hoy hace una luz perfecta, más suave de lo habitual.

Pareció hablar casi para sí, volviendo la mirada hacia el tablero de la mesa. Sintiéndose observada, Dimity alzó los ojos hacia Celeste y vio que la mujer la contemplaba con una expresión extraña. Cuando se cruzaron sus miradas Celeste sonrió y empezó a recoger los platos de nuevo, pero no lo suficientemente rápido para que Dimity malinterpretara lo que había visto en su rostro. Celeste parecía preocupada. Casi temerosa.

Durante tres semanas el tiempo fue benigno, con un sol cálido y suaves brisas. Charles las llevó al oeste, hasta el Golden Cap, el acantilado más alto de la costa de Dorset. Subieron a través de bosques y campos, cargados con pesadas cestas llenas de comida, con la ropa empapada de sudor, hasta alcanzar la cima, donde el aire era más fresco y había una vista infinita que los dejó sin habla.

—¡Veo Francia! —exclamó Élodie, protegiéndose los ojos con las manos.

—Es imposible, tonta —dijo Delphine riéndose.

—Entonces, ¿qué es eso?

Delphine miró a lo lejos con los ojos entrecerrados.

—Una nube.

—Hoy no hay nubes. Así lo he decidido —dijo Celeste, extendiendo una manta a rayas en el suelo y preparando el picnic.

—¡Ja! Entonces tiene que ser Francia —exclamó Élodie triunfal.

Vive la France. Venid a comer. —Celeste sonrió—. Ven, Dimity. Siéntate. ¿Quieres un sándwich de jamón o de huevo?

Cuando acabaron de comer, Charles se recostó, se tapó la cara con el sombrero y se durmió. Celeste se cansó de apartar a manotazos las moscas y las avispas que intentaban atracarse con los restos y, apoyando la cabeza en la barriga de Charles, también se tumbó y cerró los ojos.

—Oh, cómo me gusta el sol —murmuró.

Los cinco pasaron la tarde allí, las tres niñas contemplando cómo las abejas adormiladas iban de flor en flor entre la aulaga y el seto, divisando barcos en el mar y saludando a los caminantes y veraneantes que aparecían por el cabo. Parejas entradas en años con perros; parejas jóvenes con los dedos entrelazados; familias con niños robustos, acalorados por la subida. Cuando asentían y sonreían, Dimity se daba cuenta de que no sabían. Los desconocidos no sabían que ella no era una Aubrey, sino una Hatcher; no había nada que revelara que no era de la familia. Así, por un tiempo, fue una más y eso la hizo más feliz de lo que nunca había sido. No podía dejar de sonreír, y hubo un momento en que tuvo que volverle la cara a Delphine porque la sensación era tan intensa que le produjo un hormigueo en la nariz y amenazó con convertirse en lágrimas.

Cuando las sombras por fin se alargaron, recogieron las cestas y bajaron. Recorrieron en coche la breve distancia hasta Charmouth, y pasaron una hora buscando fósiles en vano antes de tomar té con pastas en un pequeño café junto a la costa rocosa. Dimity se notaba la piel seca y tirante después de un día al sol, y vio por la forma silenciosa en que hablaban que los Aubrey sentían el mismo cansancio agradable que ella. Celeste ni siquiera regañó a Élodie cuando esta se puso tanta nata y confitura en su bollo que no le cupo en la boca y se le cayó una gran porción en la blusa. Como sorprendida de que no hiciera ningún comentario, Élodie lo señaló.

—Mamá, me he manchado la blusa —masculló con la boca llena.

—Eso ha sido una tontería —dijo Celeste sin desviar su mirada distante, fija en una gaviota que planeaba muy alto.

Delphine y Dimity se miraron y rieron, y empezaron a poner tanta nata en sus bollos como Élodie. A Dimity se le revolvió un poco el estómago, poco acostumbrado a comida tan grasa, pero estaba demasiado rica para no comérsela.

—Mamá, ¿puedo ir a nadar? —preguntó Élodie, después de un silencio satisfecho.

—Supongo. Si una de las niñas mayores te acompaña.

—A mí no me mires…, sabes que no me gusta nadar cuando hay rocas en lugar de arena.

—¿Y tú, Mitzy? Por favor, por favor, por favor.

—No puedo, Élodie. Lo siento.

—¡Por supuesto que puedes! ¿Por qué no vas a poder?

—Bueno, porque… —Dimity se movió en su silla, avergonzada—. No sé nadar.

—¡Por supuesto que sabes nadar! ¡Todo el mundo sabe! —exclamó Élodie, sacudiendo la cabeza obstinada.

—Yo no.

—¿Es verdad eso? —preguntó Charles, que no había hablado en más de media hora.

Dimity asintió, dejando caer la cabeza.

—¿Has vivido toda tu vida junto al mar y nunca has aprendido a nadar? —preguntó Charles, incrédulo.

—Nunca he tenido ningún motivo para hacerlo.

—Pero puede que algún día lo tengas, y cuando llegue ese momento será demasiado tarde para aprender. No puede ser —dijo Charles, sacudiendo la cabeza.

Hacia el final de la semana le había enseñado. Dimity no tenía bañador, de modo que nadaba con unos pantalones cortos y una camiseta, describiendo pequeños círculos alrededor de él mientras la sostenía con una mano debajo, presionándole el abdomen. Al principio creyó que nunca lo conseguiría. Parecía imposible, y resopló aterrorizada, tragando agua que le irritaba la garganta, hasta que poco a poco dejó de sentirse como si el agua fuera a matarla. Dejó de luchar y aprendió a relajarse, a extender el cuerpo y dejar que el agua le lamiera la barbilla, a darse impulso con los brazos y las piernas, a respirar con normalidad. Delphine nadaba alrededor de ellos, gritando palabras de aliento y riñendo a Élodie por reírse. Finalmente llegó a dominarlo. Ya era tarde, y el sol estaba bajo y amarillo, deslumbrante como el fuego sobre la superficie del agua. La presión de la mano de Charles se hizo cada vez más ligera hasta que desapareció del todo, y Dimity no se hundió. Se sintió vulnerable sin su mano, se asustó sin su apoyo, pero nadó, levantando las manos y las piernas, y avanzó lenta pero segura durante unas diez yardas a lo largo de la costa hasta que apoyó los pies. Se volvió hacia Charles con una sonrisa de puro placer y él también se rió.

—¡Perfecto, Mitzy! ¡Así se hace! ¡Como una sirena! —Tenía el pelo mojado y oscuro, pegado a la cabeza, y la piel del pecho le brillaba con el agua, captando la luz del sol de forma que parecía resplandecer.

Dimity se quedó mirándolo; era una visión magnífica, casi dolorosa, pero no podía apartar la vista.

—¡Hurra! —gritó Delphine, aplaudiendo—. ¡Lo has conseguido!

—¿Podemos irnos ya? —preguntó Élodie.

Dimity fue andando con ellos hasta Littlecombe, cansada pero eufórica. El pelo le caía por la espalda lleno de sal y tenía arena debajo de las uñas de los dedos, pero nunca se había sentido mejor. Cuando llegaron había cinco platos en la mesa. Cinco, no cuatro, y le preguntaron a Dimity si pensaba quedarse. Celeste había cocinado un plato de pollo con especias y arroz, y calabacines del huerto al vapor, y se sentaron a comer sin parar de hablar sobre las clases de natación y la primera vez que Dimity había nadado. Ella y Delphine obtuvieron permiso para beber un poco de vino blanco mezclado con agua, lo que les hizo reír bobamente, les puso las mejillas rosadas, y más tarde hizo que tuvieran que apoyar la cabeza en las manos.

A las diez era totalmente oscuro fuera y las polillas aterciopeladas entraban revoloteando a través de la ventana para flirtear con las luces. Élodie se había acurrucado junto a Celeste, dentro del círculo protector de su brazo, y ya estaba profundamente dormida.

—Bien. A la cama las tres —dijo Celeste—. Charles y yo recogeremos la mesa.

—Pero es temprano —protestó Delphine sin mucha convicción.

Contuvo un bostezo y Celeste sonrió.

—He dicho. Vamos. Arriba.

Élodie murmuró una protesta cuando Celeste se puso en pie y la levantó del banco.

—Debo irme —dijo Dimity.

Se levantó de mala gana, y se dio cuenta de lo poco que le apetecía volver a su casa.

—Está muy oscuro y no tienes linterna. Duerme aquí esta noche…, a tu madre no le importará —dijo Celeste.

A esas alturas todos sabían que a Valentina no le importaba si le pagaban.

—¿Quiere decir… que puedo quedarme a dormir?

—Claro. Es tarde. Puedes dormir con Delphine. Vamos, niña. ¡Te caes de sueño hasta de pie! Es mejor que te quedes aquí a que subas un acantilado en la oscuridad.

Celeste sonrió y las hizo subir las escaleras. Con una mezcla de felicidad e inquietud ante lo que Valentina diría por la mañana, Dimity obedeció.

Con las luces apagadas y las mantas formando una tienda sobre sus cabezas, Delphine y Dimity estuvieron un rato hablando y riéndose lo más bajo posible. Pero Delphine enseguida sucumbió al sueño. Detrás del débil sonido de su respiración, Dimity escuchó a Charles y Celeste en el piso de abajo; el ruido de la vajilla al ser lavada y colocada en su sitio, y una conversación en voz baja. De vez en cuando la risa de Charles se elevaba a través del suelo, cálida e intensa. Dimity cerró los ojos, pero aunque estaba agotada, el sueño tardó en llegar. La distraían sentimientos que le parecían demasiado grandes para albergarlos, sentimientos que apenas podía definir, de lo poco acostumbrada que estaba a ellos. Bajó la mano hacia la barriga, donde, durante toda la semana, Charles había presionado su mano para mantenerla a flote en el agua. Ese roce parecía la encarnación de todo lo que sentía, de todo lo que era perfecto aquel verano. Era seguridad, protección. Era aceptación, sentirse integrada, y amor. No tardó en imaginar que era la mano de él la que sentía y no la suya, y sonrió en la oscuridad mientras la vencía el sueño.

La semana siguiente Charles se fue en coche a Londres. Preliminares para un encargo, le dijo Celeste a Dimity cuando le preguntó, y Dimity no tuvo ni idea de qué quería decir. Trató de no mostrar su decepción. Sin él, y sin el coche, estaban más atadas a Blacknowle, pero el viernes Celeste las llevó en autobús a Swanage para ir de compras. Al principio Dimity se sintió menos que entusiasmada con la idea. Comprar, por lo que ella sabía, era escoger pescado y patatas para comer, tal vez un bizcocho o unas galletas si una visita había sido particularmente generosa. Significaba comparar los precios de lo que ofrecían, estirando al máximo unas pocas monedas, y luego volver a casa y oír que había escogido mal. En lo que respectaba a Celeste y a sus hijas, comprar era algo muy distinto.

Fueron de tienda en tienda, probándose zapatos, sombreros y gafas de sol. Compraron helados y barras de caramelo, y luego pescado con patatas fritas envuelto en periódico para comer, caliente, grasiento y sublime. Élodie se compró una blusa azul celeste con unas cerezas rosas estampadas, Delphine se compró un libro y una desenfadada gorra de marinero. Celeste se compró un bonito pañuelo, rojo brillante, y se lo ató alrededor del pelo.

—¿Qué tal estoy? —preguntó sonriendo.

—Como una artista de cine —respondió Élodie, con los labios llenos de menta y azúcar del caramelo.

Dimity se contentó con verlas hacer sus compras, pero de pronto Celeste pareció notar que tenía las manos vacías y se sintió incómoda, casi enfadada.

—Qué poco considerada he sido. Ven, Mitzy. Tienes que comprarte algo.

—Oh, no. No necesito nada, de verdad.

Tenía un chelín en el bolsillo, eso era todo. No bastaba para comprar una blusa, un libro o un pañuelo.

—Insisto. ¡Ninguna de mis niñas volverá hoy a casa sin algo nuevo! Será un regalo. Ven, vamos a escoger algo. ¿Qué te gustaría?

Al principio fue una sensación muy extraña. A sus quince años, Dimity nunca había recibido un regalo de su madre; ni siquiera en su cumpleaños o por Navidad. Era extraño que alguien gastara dinero en algo para ella y no tener ni idea de qué escoger. Élodie y Delphine hicieron sugerencias, sosteniendo en alto blusas, pañuelos y brazaletes de cuentas. Al final, desconcertada, y queriendo algo que pudiera esconder fácilmente de los ojos de Valentina, Dimity eligió un tubo de crema para las manos que olía a aceite de rosas. Celeste asintió con aprobación mientras pagaba.

—Muy adecuado, Dimity. Y muy de adulto.

Dimity sonrió y no paró de darle las gracias hasta que le dijeron que se callara. Volvieron en el autobús a tiempo para el té, y Dimity observó a Celeste a hurtadillas mientras charlaba con sus hijas, pensando en lo hermosa y amable que era, y en cómo le había dicho a ella que era una de sus niñas. Se dio cuenta claramente de lo diferente que podría haber sido su vida si hubiera tenido una madre como Celeste en lugar de una como Valentina Hatcher.

Días después, cuando Charles ya había vuelto de Londres, Dimity fue a Littlecombe andando y recorrió el pueblo con la cabeza bien alta, pasando por delante de varios hombres que tomaban unas pintas sentados en bancos de madera fuera del pub. Sin hacer caso de sus silbidos y arqueando una ceja con sarcasmo, se acercó atrevidamente a la casa por el camino de entrada. Unas voces exaltadas la detuvieron. Primero la de Celeste, de modo que creyó que estaba gritándole a Élodie, pero luego se sumó la de Charles. Se intranquilizó. Se acercó más, despacio, y se escondió en el lateral de la casa, cobijada por el porche, para oír mejor lo que decían.

—¡Celeste, cálmate, por el amor de Dios! —dijo Charles, y la cólera hizo que las palabras sonaran tensas.

—¡No pienso hacerlo! ¿Tiene que pasar cada vez que vas a Londres? ¿Cada vez, Charles? Si es así, dímelo, porque no pienso quedarme aquí sentada en medio de la nada mientras tú lo haces. ¡No lo haré!

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? La dibujé. Eso es todo.

—¡Oh, pareces tan razonable! Entonces, ¿por qué no te creo? ¿Por qué creo que estás mintiendo? ¿Quién es ella, esa criatura de cabeza pálida? ¿La hija de tu mecenas? ¿Una prostituta que has encontrado para reemplazar a la prostituta que encontraste en Maroc?

—¡Basta! No he hecho nada malo y no voy a permitir que me hables así. ¡No lo haré, Celeste!

—¡Me lo prometiste!

—¡Y he cumplido mi palabra!

—La palabra de un hombre. Los años han enseñado a las mujeres lo que vale.

—Yo no soy un hombre cualquiera, Celeste. Soy tu hombre.

—Mío cuando estás aquí, pero ¿y cuándo no estás?

—¿Qué sugieres? ¿Que no me aparte nunca de tu lado? ¿Que te consulte cada movimiento, cada acto?

—Si tu acto es follar con esa chica, entonces sí. ¡Te lo sugiero!

—Ya te lo he dicho. ¡No es mi amante! Se llama Constance Mory y es la mujer de un hombre que conocí en la galería. Tiene una estructura ósea singular… Quise dibujarla, eso es todo. Por favor, no debes saltar cada vez que dibujo una cara femenina. Eso no significa traición.

—Tal vez no siempre. Pero solo tengo mi experiencia de la que aprender —dijo Celeste con voz ronca.

—Lo pasado, pasado está, chérie. He dibujado a Mitzy Hatcher montones de veces y supongo que no sospecharás que hay algo ahí, ¿no?

—¡Oh, Mitzy es una niña! Ni siquiera tú caerías tan bajo. Pero así es como amas a una mujer, Charles. Eso es lo único que sé. Así es como amas a una mujer, dibujando su cara.

El corazón de Dimity dio un vuelco y algo caliente le recorrió la sangre. Se le agolpó en la punta de los dedos y los hizo temblar. «Así es como amas a una mujer, dibujando su cara». No podía contar el número de veces que Charles Aubrey había dibujado su rostro. Muchas, muchísimas veces. El pulso hizo que se le retorcieran los músculos, y se apoyó en el otro pie haciendo el menor ruido posible.

—Solo te quiero a ti, Celeste. Mi corazón está lleno.

—Pero mi rostro ya no está en tus dibujos. Hace muchos meses. —Celeste sonó triste al decirlo—. Estás tan acostumbrado a mí que ya no me ves. Esa es la verdad. De modo que me dejas aquí sola, aburrida y olvidada, mientras tú vas a divertirte. ¡Este lugar es como un exilio cuando tú te vas, Charles! ¿No lo ves?

—No estás sola, Celeste. Tienes a las niñas…, y creía que odiabas Londres en verano.

—¡Odio más que me dejen atrás, Charles! Odio esperar mientras tú ves a otras mujeres, mientras dibujas a otras mujeres…

—Te lo he dicho, es… —Charles se interrumpió al oír un fuerte crujido, y Dimity bajó la vista horrorizada al ver el pedazo de una vasija de barro aplastado debajo de su zapato. No tenía posibilidad de correr o esconderse, de modo que titubeó y bajó la cabeza.

—¡Mitzy! —La cara de Charles apareció a un lado del porche—. ¿Ha pasado algo?

Dimity asintió aturdida, con las mejillas rojas.

—Delphine y Élodie están junto al arroyo.

Ella asintió de nuevo y se volvió rápidamente, no para buscar a las niñas sino para huir.

A finales de agosto la bruma marina llegó como una ola gigantesca, dilatándose sobre los acantilados y rodando media milla tierra adentro. Las gotas de agua eran casi visibles, y casi lo bastante grandes para caer como si fueran lluvia. Era algo poco común en verano, aunque no tan insólito, y durante los primeros dos días Élodie y Delphine la contemplaron fascinadas. Se echaban mantas sobre los hombros y jugaban a ser salteadores de camino o a cometer un asesinato en la oscuridad, rebautizando el juego como asesinato en la niebla. Las tres corrían por el jardín y la extensión de hierba que bordeaba los acantilados, apareciendo inesperadamente unas detrás de las otras y gritando de miedo eufórico. Élodie le pidió a Dimity que les contara historias de fantasmas y escuchó con los ojos muy abiertos la historia de un ejército entero de guerreros vikingos que murió ahogado, pues tras zarpar de Wareham para atacar a los sajones de Exeter su barco acabó destrozado por una tormenta en la bahía de Swanage. «Cada año durante casi un millar de años han deambulado por la playa y los acantilados el día del aniversario de su muerte, escupiendo agua y algas, buscando sus caballos y su tesoro hundido, ¡y a personas, para partirlas en dos con sus espadas!» Élodie se quedó en trance, agarrando con sus pequeños puños la falda de Dimity y con la boca entreabierta de fascinado horror. La humedad les dejaba el pelo lacio y las palabras caían de sus labios como guijarros, sin ir muy lejos. La niebla era como un manto que volvía el mundo misterioso y oculto. Pero al tercer día todo eso cambió.

Élodie se volvió más hosca, y Delphine más callada y pensativa. Las dos niñas pasaban cada vez más tiempo dentro de casa con la radio portátil puesta; Delphine leía en el sofá una novela o la revista Lady’s Companion, Élodie dibujaba en la mesa, con el ceño fruncido de la concentración, rechazando furiosa un dibujo fallido tras otro. Cuando Dimity llamó a la puerta, Celeste pareció aliviada al verla y la hizo pasar con una expresión tensa e impaciente, como si llevara demasiado tiempo esperando algo importante.

—¿Cuánto durará este… brouillard? ¿Qué crees?

—¿La niebla?

—Sí. La niebla. No entiendo cómo la aguanta tu gente sin volverse loca. Es como la muerte, ¿no te parece? Como estar muerto. —Su voz era apagada, intensa.

—No durará mucho más, señora Aubrey. No debería haberse quedado tanto tiempo. Solo en invierno dura una semana.

Celeste sonrió brevemente.

—¿Señora Aubrey? Vamos, niña, ya sabes que no lo soy. Soy Celeste, eso es todo. —Hizo un gesto con la mano—. ¡Y él sigue saliendo a pintar! ¿Qué espera pintar? ¿Blanco sobre blanco? —murmuró.

Se acercó a la ventana y se quedó mirando con los brazos cruzados.

—Es tan aburrido —le dijo a nadie en particular.

En el interior de la casa el aire estaba cargado y viciado, y a Dimity no le extrañó ver lo atontadas y cansadas que parecían las niñas. Se disponía a persuadirlas para que salieran a tomar el aire, pero entonces Celeste se acercó a la mesa y alargó una mano hasta un estante alto del que cogió un atlas.

—Ven, Dimity, deja que te hable de un lugar más lleno de vida. ¿Habías oído hablar de Marruecos antes de que nos conociéramos?

—No, nunca —confesó Dimity.

No le importaba decir tales cosas a Celeste. En esa mujer no había burla, ni juicios sobre su educación. Bajó la vista hacia el complejo dibujo de la página. No tenía sentido para ella. Buscó la familiar forma de ratón de Gran Bretaña, que recordaba del colegio, y solo cuando la localizó pudo hacerse una idea de dónde se hallaba el país de nacimiento de Celeste. Miró a la mujer de reojo. Le parecía irreal que una persona pudiera venir de tan lejos y acabar en Blacknowle.

—¿Cómo conoció al señor Aubrey?

—Fue a Marruecos. A Fez, donde yo había nacido y vivía con mi familia. En el pasado fue un lugar magnífico, un lugar próspero lleno de saber y de comercio. Ahora está en declive, aunque los franceses han construido mejores carreteras. Pero creo que a Charles le gustó aún más por ese motivo. Por la decadencia. El declive. El modo en que los edificios desaparecen y… se funden unos con otros. Me vio en el mercado, un día que fui al viejo bazar para tomar las medidas de un colchón nuevo. ¿No demuestra eso cómo funciona el destino? ¿Lo poderoso que es? ¿Que justo esa mañana Charles estuviera sentado fuera del bazar dibujando, y que un obrero derramara pintura sin querer sobre la cama de mi madre? Humm. Estaba predestinado. Fue a Marruecos para encontrarse a sí mismo y me encontró a mí.

—Sí —dijo Dimity.

¿Era el destino, entonces, que crecieran berros detrás de Littlecombe, que Dimity fuera allí a cogerlos, y que un gran hombre como Charles Aubrey decidiera alquilar precisamente esa casa e ir justo allí, entre todos los lugares del mundo? Allí donde estaba Dimity, donde siempre había estado, esperando. Con un escalofrío, aferró las palabras destino y predestinado a su propia vida, a su propio encuentro con él. Parecían encajar y eso la sorprendió.

Celeste suspiró y deslizó los dedos por el mapa de Marruecos con sus vastos espacios en blanco del desierto y las cordilleras gemelas que se curvaban a través de él por el sur. Allí clavó la uña.

—Tubkal. La montaña más alta. Mi madre creció a su sombra, bajo su cobijo. Su pueblo estaba construido a sus pies, en las rocas, donde el viento que soplaba a través de los pinos parecía respirar. No hay mejor forma de saber el camino a casa que vivir al lado de una montaña, dice mi madre. Hace demasiado tiempo que no voy a verla, que no vuelvo a Fez. ¡Cómo me gustaría volver a verlos!

Celeste puso una mano plana sobre la página y cerró los ojos un instante, como sintiendo el latido de su hogar a través del papel. Dimity se preguntó si sentiría esa atracción hacia su hogar si se hubiera marchado alguna vez de Blacknowle. Si llegaría a amarlo, una vez se alejara de él; como si la distancia pudiera darle brillo, un resplandor del que ahora carecía por completo. La idea de no poder viajar nunca lejos de Blacknowle se instaló en ella y le arrebató algo de sí misma, un poco cada día, como un parásito.

—Ha pasado demasiado tiempo. Cuando pienso en ello, en lo bonito que es, me resulta extraño que escogiéramos estar aquí.

Celeste recorrió con la vista las cuatro paredes de la cocina.

—En Blacknowle —dijo, con una voz cargada de ennui.

Dimity sintió una repentina desazón, una pequeña campanilla de advertencia en lo más recóndito de su pensamiento.

Justo entonces la puerta se abrió y Charles apareció con un remolino de niebla. Tenía el pelo y la ropa cubiertos de gotas de humedad, pero sonreía.

—¿Cómo estáis todas?

—Aburridas y de mal humor —respondió Delphine, y aunque lo dijo alegremente, Dimity percibió una advertencia para él encerrada en sus palabras.

La mirada de Charles fue de sus hijas a Celeste, y notó su cara inexpresiva.

—Bueno, tal vez esto ayude. —Sostuvo en alto un sobre blanco—. Me he encontrado al cartero en el pueblo. Tenemos carta de Francia.

—Entonces, ¿no nos han olvidado del todo? —gritó Celeste, arrebatándosela.

—¿De quién es? ¿Qué pone? —exigió saber Élodie mientras su madre rasgaba el sobre.

—Chist, niña, deja que la lea. —Celeste miró ceñuda el papel, acercándose a la ventana para tener mejor luz—. Es de Paul y Emilia…, están en París —dijo, recorriendo el papel rápidamente con los ojos—. ¡Han alquilado un apartamento grande con vistas al Sena y nos invitan a ir a visitarlos! —Miró a Charles con la cara iluminada.

Dimity sintió cómo se le vaciaban los pulmones de aire.

—¡París! —exclamó Élodie con la voz entrecortada de la emoción.

—Solo faltan dos semanas para que empiece el colegio… —señaló Charles, cogiendo la carta de las manos de Celeste.

—Oh, vámonos a París. Será tan divertido —dijo Delphine, cogiendo la mano de su padre y apretándosela.

Dimity la miró horrorizada.

—Pero… la niebla no durará mucho. Lo sé…

Nadie pareció oírla.

—¿Y bien? —le dijo Celeste a Charles, llevándose las manos juntas a la boca, con los ojos muy abiertos y ávidos.

Él sonrió y se encogió de un hombro.

—Que sea París.

Las niñas gritaron de alegría, y Celeste le echó los brazos al cuello y lo besó. Dimity se quedó clavada donde estaba, en estado de shock. Tuvo la sensación de que se ahogaba y nadie la veía. Supo instintivamente que esta vez no la incluirían.

—Pero… —volvió a decir, pero la palabra se perdió bajo el estruendo de su excitación.

Dos días después se disipó la niebla; desapareció cuando el sol salió. Dimity subió el sendero del acantilado y miró hacia el mar, forzando la vista después de tantos días sin nada que ver más allá de las puntas de sus pies. Los colores eran vivos, alegres: el color ámbar de la luz del sol, el azul de encima de sus cabezas, el verde y dorado de la tierra con las aulagas en plena flor; todo cambiante y reflejándose sobre el mar. Pero era demasiado tarde, ellos ya se habían ido. Littlecombe estaba vacío, y Dimity no tenía ninguna duda de que se le había roto el corazón. Aunque no lloró. Quería hacerlo…, el ánimo le pesaba tanto como la arena mojada, pero cuando lo intentó, cuando se rindió, no llegó nada. Había algo más, aparte de la angustia del abandono. Estaba la injusticia de una promesa rota, un resentimiento amargo hacia su despreocupada crueldad. Había cólera, por tanto, que mantenía secos sus ojos, porque la vida era mucho peor desde que ellos le habían enseñado lo distinta que podía ser. El sol brillaba intensamente, pero para Dimity el invierno había llegado temprano.

Zach pasó dos días tranquilos revisando las notas que había tomado desde su llegada a Blacknowle, y relacionando algunas de las cosas que ya sabía con lo que había averiguado desde entonces a través de Dimity. Había un gran número de hechos relacionados, pero también varios datos sobre los que no tenía más prueba que el testimonio de ella. Como su idilio con Charles Aubrey, para empezar. Si hubiera sido una parte tan importante de la vida de Aubrey como ella afirmaba, ¿por qué no había ninguna alusión en su correspondencia? ¿Cómo era posible que ella no supiera nada de lo que había sido de la familia, y por qué él de pronto había decidido ir a la guerra? ¿Cómo era posible que Dimity no tuviera ni idea de quién era Dennis, si había tenido una relación íntima con Charles y él había hecho planes de abandonar a su familia para irse con ella? Aubrey había sido un genio captando el carácter y la expresión, y sin embargo con Dennis no había captado ni lo uno ni la otra. ¿Había sido deliberado? Tal vez no le había caído bien el tal Dennis, o por alguna razón no había querido registrar su expresión. Quizá incluso los genios tenían días malos, y Aubrey había dibujado esos tres retratos parecidos porque sabía que no había logrado captarlo. Claro que tal vez los dibujos no eran de Aubrey.

Zach se imaginó a Dimity Hatcher con sus mitones rojos mugrientos, con sus cambios de humor y sus extraños hábitos, y la sangre de corazón de buey debajo de las uñas. El modo en que había mirado el techo cuando los dos habían oído movimientos. Esa mirada no era fruto de la costumbre, la había causado la sorpresa, la emoción. Fue casi de miedo. Pensó en Hannah negándose a hablar de ello y afirmando luego que no vivía nadie en el piso de arriba de The Watch. No vivía nadie. Entonces, ¿qué había sido? ¿Alguien de visita? ¿Algún muerto? ¿Cosas que hacían ruidos misteriosos por la noche? Zach no quería volver a alterar a Dimity haciéndole preguntas que ya se había negado a contestar, pero al mismo tiempo su necesidad de respuestas lo carcomía. Una preocupación que le costaba ignorar. Pensó en el modo en que se había acalorado, cómo sus ojos habían mirado alrededor, nerviosos, cuando él le había enseñado los dibujos de Dennis. Pensó en las largas horas que había pasado contemplando el retrato de Delphine en su galería de Bath, en todo el tiempo que había soñado con ella, tratando de conjurar el destino del pasado oculto. Y ahí estaba Dimity Hatcher, que la había conocido, que había sido su amiga, que había llorado al recordar su destino. Dimity Hatcher, a quien había prometido no hacer más preguntas sobre la hija mayor de Charles Aubrey.

Con un suspiro, Zach abandonó sus notas y sus interrogantes un rato, cerró el cuaderno y caminó hasta su coche con resolución. Hacía dos días que no veía a Hannah, pero sin cobertura en el móvil, sin mensajes ni llamadas, parecía más. Había esperado que fuera a buscarlo al pub, pero no lo había hecho. Primero fue a Wareham, al supermercado pequeño, y luego bajó hasta la granja, donde aparcó en el patio de hormigón junto a la casa. No hubo respuesta cuando llamó a la puerta, de modo que Zach continuó andando hasta la playa.

Hannah estaba de pie al final del espigón de roca con los brazos cruzados, los pantalones subidos hasta las rodillas y una camisa azul holgada ondeando por detrás, llenándose de aire como una vela. La brisa era fuerte, azotaba la superficie del mar en miles de pequeñas crestas y arrojaba sal al aire. Zach la llamó, pero con el viento en los oídos ella no lo oyó. Dejó las bolsas de la compra en el suelo y se sentó en una roca para quitarse los zapatos y los calcetines, sin dejar de mirarla. Quería dibujar la línea firme de su columna vertebral, el modo en que casi se fundía con el mar, una figura solitaria rodeada de agua revuelta que parecía esperar que tropezara, que perdiera pie. Se la veía inmutable y en peligro al mismo tiempo. Pensó en quién sería el destinatario de ese dibujo y al instante supo que sería solamente para él; para preservar la simple alegría de verla. La misma razón por la que Aubrey dibujaba a sus mujeres, se dijo, aunque sonrió al pensar en cómo reaccionaría Hannah si él la llamara «su mujer». Dio unos pasos tímidos sobre la plataforma de roca, descubriendo que era más difícil confiar en el suelo que pisabas cuando no lo veías. Alargó los brazos por si tropezaba; notó el viento entre los dedos.

—¡Hannah! —volvió a gritar, pero o bien no podía oírlo aún o estaba demasiado ensimismada para hacerlo.

Zach se acercó caminando por el agua, soltando una maldición cuando se dio con el dedo del pie contra un pequeño escalón oculto. Ella seguía mirando el mar, y por un segundo Zach se detuvo e hizo lo mismo. Se preguntó si era a Toby a quien todavía buscaba, a quien esperaba. Todo en su postura decía que esperaría el tiempo que hiciera falta, y Zach quiso asirla y darle la vuelta, arrancarla de la vigilia. Un destello de luz le llamó la atención. Había un bote pequeño, el típico bote pesquero, avanzando despacio de este a oeste a más de cien yardas de la costa. Zach apenas se había fijado, pero vio que avanzaba particularmente despacio, y que una figura a bordo parecía observar la costa con tanta atención como Hannah observaba el mar. El destello se repitió: el sol reflejándose brevemente sobre cristal. ¿Unos prismáticos?

—Creo que le gustas a ese pescador —dijo, cerca del oído de Hannah.

Ella dio un respingo y se volvió con un pequeño grito, luego le dio una bofetada, no muy fuerte pero no del todo juguetona.

—¡Maldita sea, Zach! No te acerques a mí de este modo.

—Te he llamado… varias veces.

—Bueno, pues es evidente que no te he oído —replicó ella, pero su expresión se suavizó.

—Lo siento. —Zach le deslizó los dedos por el brazo y le cogió la mano.

Hannah volvió a mirar a lo lejos, siguiendo el pequeño barco hasta que finalmente desapareció de la vista por la costa. ¿Había estado contemplando el barco y no esperando a Toby? Zach lo observó y vio un destello lila pálido cuando alguien se movió en la cubierta. El color le resultó familiar pero no logró recordar por qué.

—¿Conoces ese barco? Me refiero a los que están a bordo —preguntó él.

Hannah desvió rápidamente la vista y la alzó hacia él.

—No —dijo con sequedad—. Para nada. —Apartó la mano, aparentemente para retirarse el pelo de la cara y ponérselo detrás de la oreja.

—He traído un picnic. He comprado una barbacoa, pollo y más cosas. ¿Tienes hambre?

—Un hambre de lobo —dijo ella sonriendo.

Zach le ofreció el brazo y se alegró cuando ella entrelazó el suyo mientras regresaban a la playa.

Montaron la pequeña barbacoa de aluminio que él había comprado sobre unas piedras planas que había junto a la playa, más allá de la línea de conchas y huesos de sepia que señalaba la marea alta. Cuando Zach la encendió se desprendió un débil olor a parafina, y Hannah negó con la cabeza.

—Vergüenza debería darme.

—¿Por qué?

—Podría haber hecho un fuego de verdad. En uno de los cobertizos hay incluso una parrilla y herramientas alargadas con mango.

—Bueno, yo atenderé este mientras tú haces una hoguera allá, para luego.

—¿Luego?

—Esto no nos dará calor cuando se ponga el sol.

—De acuerdo. Pásame el vino. Lo pondré en la nevera. —Hannah sonrió y extendió la mano hacia la botella, luego se acercó a la orilla y la enterró hasta el cuello en la fina arena.

Se quedó deambulando cerca del agua, recogiendo pedazos de madera para usarlos como combustible. La tarde mejoró y dejó de soplar el viento, y las pequeñas olas se arremolinaron alrededor de los guijarros con un sonido semejante a voces quedas. El cielo estaba amarillo pálido, una luz amable que lo suavizaba todo. Zach esperó a que las llamas murieran para empezar a cocinar las gambas y los muslos de pollo que había comprado. Se los comieron calientes en cuanto estuvieron listos, quemándose los dedos y los labios. Les brillaba la barbilla con el jugo de limón y la grasa del pollo, y bebieron el vino en vasos desechables.

La sal de la madera que habían recogido por la playa daba un color verde pálido a las llamas de la hoguera, casi invisible mientras el sol seguía alto, pero fascinante y como de otro mundo cuando el cielo empezó a oscurecer. Zach contempló cómo las chispas se arremolinaban hacia arriba y desaparecían en el aire. Con el vino en la sangre y el estómago lleno, el mundo de pronto parecía muy sereno, como si el tiempo avanzara más despacio; o como si allí, en Blacknowle, el resto del mundo importara menos que en el pasado. La luz del fuego se reflejaba en el pelo de Hannah, más guapa que nunca; más que suavizar sus facciones las embellecía. Ella miró fijamente el fuego con la barbilla apoyada en las rodillas, y Zach creyó ver en ella también parte de su propia tranquilidad.

—No había hecho nunca esto.

—¿Qué? —Hannah se volvió hacia él, con la cabeza gacha. Detrás de ella se elevaba un pedazo de luna brillante.

—Una barbacoa en la playa…, una romántica barbacoa en una playa. Es la clase de cosa que siempre he querido hacer pero no encontraba el momento.

—¿No crees que tu lista de cosas por hacer debería ser un poco más radical, como caída libre o aprender a tocar el fagot?

—Esto es mejor que aprender a tocar el fagot.

—¿Cómo lo sabes? —Ella le sonrió, luego se movió hasta sentarse a su lado y se apoyó en el lado liso de una roca enorme—. Entonces, ¿a tu mujer no le va la vida a la intemperie?

—Ex mujer. Y no…, para nada. Creo que tenía unas botas de lluvia, pero era para ir de puerta a puerta sin patinar por las aceras mojadas. Nunca vieron el barro.

—¿Y las tuyas han visto el barro?

—Yo… ni siquiera tengo botas de agua. Por favor, no me dejes —dijo Zach sonriendo.

Hannah se rió.

—Me lo veía venir.

—Pero creo que podría pillarle el truco a la vida de campo y demás. Quiero decir que este lugar es precioso, ¿no? Tiene que ser bueno para el alma.

—Bueno, regresa un día lluvioso de enero y comprueba si te sientes igual.

—Puede que siga aquí en enero —dijo Zach.

Durante largo rato Hannah no respondió, luego inspiró profundamente y pronunció una sola palabra.

—Puede. —Cogió una concha de lapa y le dio vueltas—. Nosotros siempre bajábamos a cenar a la playa.

—¿Quiénes…, Toby y tú?

—Toda la familia. Mamá y papá, a veces hasta mi abuela, cuando yo todavía era una niña.

—Entonces, ¿vivía con vosotros?

—Sí. Ella era como tú…, había nacido en la ciudad. Pero se casó con un miembro de la familia y se enamoró de la vida de aquí y de la costa. Aunque fue una clase de amor tranquilo. Creo que era una de esas personas a las que el mar les parece melancólico. Murió cuando yo todavía era una adolescente horrible, de modo que nunca tuve la oportunidad de preguntarle nada.

—Hay muchas cosas que yo tampoco he preguntado nunca a mis abuelos. Cosas importantes. Un abuelo ya está muerto, de modo que queda eximido.

—Por supuesto…, el abuelo ninguneado, amargado por los rumores sobre el irrefrenable miembro viril de Charles Aubrey.

—No te lo tragas, ¿verdad?

—¿Que eres uno de los nietos bastardos de Charles Aubrey? —Arqueó una ceja, burlona, haciendo sonreír a Zach—. ¿Quién sabe?

Tiró la concha lejos y se recostó en el acogedor círculo del brazo de Zach. Él la besó en la cabeza, notando la elasticidad de sus rizos; aspirando los olores del mar y de la lana de oveja de su pelo. Sintió una punzada casi dolorosa de ternura.

Se quedaron en la playa hasta que oscureció por completo, hablando de las pequeñas cosas que componían sus vidas, y de los grandes acontecimientos que llegaban para crear un caos. Hannah estaba en mitad de una larga explicación sobre los problemas que había tenido con su rebaño desde que lo había comprado, desde un estallido de sarna hasta un carnero que no quería aparearse, cuando se interrumpió.

—Lo siento. Debo de resultar soporífera.

—No. Sigue hablando. Quiero saberlo todo.

—¿Qué quieres decir? —Se apartó ligeramente de él para verle la cara.

—Quiero decir que quiero saberlo todo sobre ti. —Sonrió.

—Ninguna persona lo sabe todo de alguien, Zach —dijo ella con solemnidad.

—No. Supongo que la vida sería muy aburrida si así fuera. Bien mirado, sería el final del misterio.

—Y a ti te encanta el misterio.

—Como a todo el mundo, ¿no?

—Y sin embargo estás resuelto a descubrir la verdad, como tú mismo dijiste, sobre la época en que Aubrey vivió aquí y Dimity estuvo con él. ¿No acabará eso con el misterio?

—Tal vez —respondió él, perplejo de que lo sacara a colación—. Pero eso es diferente. Y no estaba hablando de Charles Aubrey. Estaba hablando de ti, Hannah, y de… —Se calló de golpe y miró el reloj—. ¡Mierda! —Se levantó torpemente.

—¿Qué pasa?

—Es sábado. ¡Se supone que tengo que hablar con Elise por Skype a las once!

—Bueno, son y cuarto. No llegarás a tiempo al pub. —Hannah se levantó y se sacudió los pantalones por detrás.

—Tengo que intentarlo. Me voy corriendo. Lo siento, Hannah…

—Tranquilo, iré contigo —dijo ella, volviéndose para apagar las brasas con el pie.

—¿En serio?

—A menos que no quieras que vaya.

—No, por supuesto que quiero. Gracias.

El pub estaba prácticamente desierto, y mientras Zach encendía el portátil Hannah se acercó a la barra para saludar a Pete Murray, que estaba charlando con un bebedor solitario encaramado en un taburete. No habían llegado a tiempo para la última, pero Pete le sirvió a Hannah dos dedos de vodka en un vaso que dejó delante de ella.

—Mira, Hannah —oyó Zach decir al camarero—, sobre tu cuenta…, tengo que pedirte que la saldes.

Hannah bebió un sorbo de vodka.

—Lo haré pronto, lo prometo.

—Eso mismo me dijiste hace dos semanas. He tenido paciencia, pero ya asciende a más de trescientas…

—Solo necesito unos pocos días más, te lo prometo. Voy a cobrar algo, y en cuanto lo haga, vendré a saldarla. Te doy mi palabra. Solo unos días más.

—Bueno, de acuerdo…, mientras no sea más tiempo. Tú no eres la única que lleva un negocio, ya lo sabes.

—Gracias, Pete. Eres un sol.

Hannah le sonrió y alzó el vaso hacia él antes de apurarlo.

Esperó a una discreta distancia mientras Zach, ligeramente cohibido al principio, le contaba a Elise lo que había estado haciendo, y oía todo lo que ella había hecho, entre otras cosas probar por primera vez un pastel de calabaza. Luego él le contó un cuento, aunque no era la hora de acostarse, que requería varias voces tontas y efectos sonoros. Sabía que estaba llamando la atención de los pocos clientes del pub, pero Elise se reía sin parar, y decidió que mientras a ella le pareciera gracioso le traía sin cuidado la impresión que causara. Después sonrió tímidamente cuando Hannah se acercó y se sentó con él.

—Lo siento.

—No lo hagas. Ha sido bonito. No es que sea una experta en niños.

—Yo tampoco, créeme. Mi curva de aprendizaje ha sido tan empinada como la de ella los últimos seis años.

—Bueno, debo regresar. Mañana tengo que madrugar muchísimo… La encantadora gente del organismo de certificación orgánica va a venir al amanecer para hacer una auditoría.

—Oh —dijo Zach, decepcionado—. Suena importante.

—Es un día importante. —Ella asintió—. ¿Quieres enseñarme antes tu habitación?

Zach titubeó y lanzó una mirada a Pete Murray, que secaba un vaso ya seco detrás de la barra, en la esquina más próxima a su mesa. El camarero tenía una cara inexpresiva, concentrado en escuchar.

—Es por aquí.

La condujo por el pasillo hasta las escaleras, luego miró por encima del hombro.

—Buena la hemos hecho. Tengo la impresión de que en cuanto Pete sabe algo por aquí todos se enteran.

—¿Y qué?

—No lo sé. Tengo la sensación de que no quieres que la gente se entere de tus asuntos.

—¿Qué pueden saber realmente? No me importa lo que piensen de mí, si te refieres a eso. Eres un tipo razonablemente atractivo. Limpio. Tirando a joven. ¿Por qué iba a ocultar el hecho de que he ligado contigo?

Zach se encogió de hombros, complacido.

—Bueno, dicho de este modo…

Abrió la puerta de su pequeña habitación e hizo una mueca ante el olor a cerrado y al ambientador con olor a lima de encima del armario. Hannah cerró la puerta detrás de ellos.

—Acogedor —dijo, sentándose de un bote sobre la colcha de retazos.

—Entonces, ¿has sido tú quien ha ligado conmigo? —preguntó él.

Hannah enroscó los dedos alrededor de su cinturón y lo atrajo hacia la cama.

—No vayas por ahí haciendo ver que fue al revés. Ni siquiera ante ti mismo.

—No me atrevería.

Hicieron el amor casi sin preámbulos, apresurada y apasionadamente. Todo acabó con un apremio jadeante; Hannah entrelazó los tobillos detrás de la espalda de él y se echó hacia atrás arqueando el cuerpo. En las comisuras de los ojos de Zach danzaban puntos negros, y mientras esperaba a recobrar el aliento, Hannah logró soltarse de sus pesadas extremidades y volvió a ponerse los tejanos.

—Debo irme, en serio. —Se recogió el pelo de nuevo en una coleta.

—Aún no. Quédate un rato. Quédate toda la noche.

—De verdad que no puedo, Zach. Tengo que estar a primera hora de la mañana en la granja, bien espabilada.

—Aquí te pillo, aquí te mato. Ya veo. Gracias. —Puso las manos detrás de la cabeza y sonrió.

—De nada. —Hannah lo miró, luego se inclinó y lo besó en la boca—. Hasta luego. Y gracias…, esto era justo lo que necesitaba.

Sonrió con picardía y lo dejó allí todavía con la camisa puesta, con hilos enredados donde antes había dos botones.

—Sin pedir permiso siquiera —murmuró él, preguntándose por un momento si eso era lo que él necesitaba y decidiendo que, si no lo era, se parecía mucho.

La tarde siguiente Zach fue a ver a Dimity, sin saber si consentiría posar para él. Quería intentar captar un conato de la belleza juvenil que se ocultaba detrás de las arrugas y los surcos de su rostro, y el modo en que sus ojos penetraban en otros mundos, otras épocas. Pero la reacción de ella al ver su dibujo cuando estaba acostumbrada a ver los de Aubrey podría apagar la reciente y frágil chispa de creatividad que tan cuidadosamente alentaba. Zach miró colina abajo, donde las casas de Blacknowle eran cada vez más escasas, hasta acabar en una hilera de viviendas adosadas poco atractivas construidas en los años sesenta. Un destello de color detrás de la verja de la casa más próxima le llamó la atención y esta vez lo identificó enseguida. Lila. Zach vio por encima de la verja la cabeza y los hombros de un hombre corpulento, alto y fornido, de cuello ancho y pecho fuerte y grueso. Tenía el pelo largo y recogido hacia atrás para apartárselo de la cara, y una barba greñosa para enmascarar su papada. James Horne, uno de los hermanos que tan mala reputación tenían en Blacknowle. La cara del hombre era como un trueno, y clavaba el dedo en algunas palabras para enfatizarlas. Sin embargo no le llegó la voz. Zach se había topado con una discusión silenciosa.

Sabía que no debía mirar, por si James Horne levantaba la vista y reparaba en él. Era un mal momento para interrumpirlo. Aceleró el paso al pasar por delante, y trató de dar la impresión de que no había advertido más que el asfalto que tenía delante. James Horne era corpulento y no parecía un tipo afable. En ese preciso momento la discusión terminó y el hombre de la camiseta lila se volvió para ver cómo se alejaba la persona oculta por la verja. Zach siguió mirando al frente mientras pasaba por delante de la casa hacia el camino de The Watch. A una distancia prudencial miró por encima del hombro y se sorprendió al ver a Hannah salir con paso airado en la dirección contraria, con los puños furiosamente cerrados a los costados.

Zach volvió sobre sus pasos y corrió un poco hasta alcanzarla.

—¡Hannah, espera! —Ella se volvió y Zach se quedó sorprendido por la expresión de su cara. Parecía furiosa y asustada. Cuando lo vio, parpadeó, y aunque hizo una mueca no pareció sonreír.

—¡Zach! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Iba a casa de Dimity. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?

—Sí, estoy bien. Solo estaba… ¿Vas al pub?

—No. A casa de Dimity, ya te lo he dicho… Pero puedo volver contigo si…

—Bueno. Caminemos.

—Era James Horne, ¿verdad?

—¿Quién?

—El hombre con quien hablabas. Era James Horne.

—Veo que empiezas a conocer a toda la gente de por aquí —murmuró ella, dando rápidas zancadas a su lado.

—La otra noche entró en el pub y le dio la vara a Pete. Al menos lo hizo su hermano. Y me pareció verlo en el bote pesquero que estabas mirando el otro día al final del espigón —añadió Zach.

Hannah frunció el entrecejo pero no lo miró.

—Es posible. Al fin y al cabo es pescador.

—Parecía que estabais discutiendo. —Zach tenía que caminar deprisa para mantener el paso implacable de Hannah. Ella pasó por alto el comentario—. ¡Hannah, espera! —Le asió del brazo y la obligó a detenerse—. ¿Seguro que estás bien? No te estaba… amenazando, ¿verdad? ¿Le debes dinero o algo así?

—¡No, no le debo nada, maldita sea! ¡Y no iría a llamar a su puerta si así fuera!

—Está bien. Lo siento.

—Esto…, olvídalo, Zach. No es nada. —Echó a andar de nuevo.

—Es evidente que algo… —dijo Zach, pero guardó silencio al ver la mirada que ella le lanzó—. Está bien. Solo trataba de ayudar, eso es todo.

—Puedes ayudarme invitándome a una pinta y no preocupándote por James Horne.

—Está bien. ¿Qué tal ha ido la auditoría orgánica esta mañana?

Hannah por fin aminoró el paso. Estaban casi en el Spout Lantern, y se detuvo para bajar la vista hacia el mar y su granja. Tenía color en las mejillas, y se le ensancharon ligeramente las aletas de la nariz mientras recuperaba el aliento. Por un instante pareció absorta en sus pensamientos, pero luego sonrió; una sonrisa de genuina satisfacción.

—Muy bien —respondió, y entraron en el pub.

Tomaron una cerveza mientras ella le hablaba de la inspección, y él se sorprendió escuchando a medias, distraído, pensando en su relación con James Horne y la razón por la que no quería hablar de ello, y especulando sobre lo que podían haber discutido. Recordó el modo en que la había visto de pie al final del espigón mientras el bote de Horne —y estaba seguro de que era el de él— cruzaba lentamente la bahía. El destello que había visto, como si alguien a bordo tuviera unos prismáticos. Como si ella hubiera estado señalando ese lugar, mostrando el extremo de la plataforma sumergida. Esos pensamientos lo agobiaban, pero no podía quitárselos de la cabeza. Le causaban una profunda y desagradable inquietud que se adueñó de él y fue en aumento.

Zach hizo su pospuesta visita a The Watch a media tarde. Como había prometido, no le preguntó nada a Dimity sobre los Aubrey. Hablaron de su pasado, de su carrera y su familia, e inevitablemente salió el tema de su linaje. La voz de Dimity se volvió recelosa, casi furtiva, cuando le preguntó sobre su abuela.

—El verano que su abuela estuvo aquí fue el de mil novecientos treinta y nueve, ¿verdad? Bueno, ese fue el verano que Charles y yo por fin estuvimos juntos. ¿No cree que me habría enterado si hubiera habido otra mujer? —Tiró de un hilo suelto de sus mitones con el pulgar y el índice.

—Sí, probablemente tiene razón —dijo Zach, pensando que un hombre con encanto como Charles Aubrey podría hacer creer fácilmente a una mujer que ella era la única.

—¿Cómo era su abuelo? ¿Era un hombre fuerte?

—Sí, supongo.

—¿Lo bastante fuerte para mantener a una mujer a su lado?

Zach pensó en su abuelo, que los domingos, después de comer, se pasaba horas sentado con el periódico sobre las rodillas, y no dejaba que nadie le echara un vistazo hasta que había resuelto el crucigrama, aunque tuviera los ojos cerrados y la boca abierta. Trató de recordar si había visto ternura, afecto, entre él y su mujer, pero cuanto más se esforzaba, más se daba cuenta de las raras ocasiones en que los había visto juntos, siquiera en la misma habitación. Cuando él estaba en el jardín, ella entraba en su vestidor para ver el cuadro de Aubrey. Durante la comida se sentaban uno frente al otro a cada extremo de una mesa de siete patas. Seguramente no había sido siempre así. Seguramente había hecho falta sesenta años de matrimonio para que creciera entre ellos semejante distancia.

—Dígame una cosa —dijo Dimity, interrumpiendo sus pensamientos—. Si su abuelo pensaba realmente que ella tuvo un idilio con Charles, ¿por qué demonios siguió adelante y se casó con ella?

—Bueno, supongo que porque ella estaba embarazada. Por eso tuvieron que adelantar la boda.

—Entonces él debía de creer que el hijo era suyo.

—Al principio, sí. Supongo que debió de creerlo. A menos que solo lo hiciera por… su honra.

—¿Era esa clase de hombre? ¿Caballeroso? He conocido a muy pocos hombres que lo sean.

—No, supongo que no encaja del todo…, pero podría haberlo hecho, ya sabe, creer que tenía la razón de su parte desde el punto de vista moral.

—¿Quiere decir para castigarla?

—Bueno, no exactamente.

—Pero eso es lo que habría hecho él. Si lo sabía, y ella sabía que lo sabía. ¿Qué mejor que casarse con ella para recordárselo cada día de su vida, y hacerla sufrir por ello?

—Bueno, pues si ese era su plan le salió el tiro por la culata. Ella no ocultó lo satisfecha que estaba de esa relación. De los rumores escandalosos.

—Bueno, era Charles. Si ella… —Dimity se interrumpió, y el dolor crispó su expresión, robándole por un momento las palabras—. Si ella lo amó, se sentiría orgullosa y jamás se habría avergonzado. —Bajó la cabeza un instante, y se frotó el pulgar de una mano con la palma de la otra—. De modo que… tal vez lo hiciera. Bien mirado, es posible que lo amara.

—Pero… —Zach cogió una de las manos de Dimity que se movían inquietas y le dio un apretón—. Pero eso no significa que la quisiera menos a usted, estoy seguro. Aun cuando ella lo hubiera amado…, quizá él no la correspondía. Tal vez ella no le importaba tanto —dijo, sintiendo un extraño conflicto de lealtades para hablar así de una abuela a la que quería.

Zach se quedó sorprendido con la idea de que Aubrey fuera la clase de hombre de los que las mujeres se enorgullecen. Reflexionó tratando de identificar un momento en que Ali se hubiera sentido orgullosa de él, orgullosa de ser su mujer, su esposa…, pero al instante acudieron a su mente sus expresiones de desencanto. La lenta exhalación a través de la nariz cuando oía su explicación de un contratiempo, alguna oportunidad perdida; la arruga entre las cejas que a menudo aparecía cuando la sorprendía escudriñándolo. Con una leve sorpresa, cayó en la cuenta de que había visto la misma expresión en la cara de su madre antes de que se marchara. Cuando su abuelo había criticado a su padre por algo trivial; cuando los tres habían vagado por los caminos peatonales de Blacknowle, años atrás, y su padre había buscado respuestas en vano. ¿Estaba entonces en la sangre? ¿Los hombres como Aubrey siempre lograban que los hombres como los Gilchrist parecieran una triste alternativa a su lado? A Zach le preocupó la idea de que él inevitablemente decepcionara a las mujeres de su vida, incluida Hannah.

—¿No ha traído cuadros esta vez? —preguntó Dimity, mientras Zach se levantaba para marcharse—. ¿Cuadros de mí? —En sus ojos había un brillo ávido.

—Sí, pero creía que esta vez no quería hablar de ello.

—Oh, siempre quiero ver los cuadros. Es como volver a tenerlo aquí en la habitación.

Zach revolvió en su bolsa y sacó la última serie de copias que había hecho. Varios bocetos y un gran óleo de un grupo de figuras, levantando polvo con los pies. Detrás de ellas había montañas azules y rojas, el suelo era marrón anaranjado, y el cielo, una inmensa y clara franja de verde, blanco y turquesa. La gente iba envuelta en ropa holgada y algunas de las mujeres llevaban también velos que solo dejaban ver sus ojos. En una esquina había una mujer con el pelo recogido descuidadamente sobre la cabeza y muchas cuentas de perlas alrededor del cuello. Estaba de pie, serena y distante, con la cara vuelta hacia el observador. No llevaba velo y tenía los ojos muy maquillados con kohl, como los de un gato. Vestía un caftán cerúleo hinchado por una brisa cálida que el observador podía sentir; la tela se adhería a la forma de los muslos y las caderas de la mujer. No era la Mitzy que Zach conocía de los bocetos de la primera época, ni la Mitzy que tenía ante sí ahora. Era una versión de cuento de hadas; una princesa del desierto cuya cara destacaba entre la multitud como una flor en un campo de hierba. El cuadro se llamaba Mercado bereber, y se había pagado por él un precio sin precedentes para una obra de Aubrey cuando se había subastado en Nueva York hacía ocho años. Era fácil ver por qué. El cuadro era como una ventana a otro mundo.

Zach le dio el cuadro a Dimity, quien lo cogió con un jadeo, y se lo llevó a la cara y lo aspiró, como si fuera a oler el aire del desierto.

—¡Marruecos! —exclamó, con una sonrisa beatífica.

—Sí —dijo Zach—. Tengo más dibujos de usted allí, si quiere verlos… ¿No tiene copias de ellos, en los libros o como reproducciones? ¿Copias para mirar?

Dimity negó con la cabeza.

—No me parecía apropiado mirarme de ese modo. Supongo que parecía vanidad. Y nunca es lo mismo que ver el cuadro auténtico, por supuesto, y saber que estás tocando lo que él tocó antes… No lo había visto desde que lo pintó. Ni siquiera entonces lo vi terminado.

—¿En serio? ¿Por qué no?

—Charles… —Una sombra ensombreció su placer—. Charles fue a Londres a terminarlo, una vez que acabó mi parte. Tenía… otro asunto allí. —Estudió minuciosamente la imagen de sí misma y volvió a sonreír—. Esa fue la primera vez, ¿sabe? —añadió con complicidad.

—¿Ah, sí?

—La primera vez que estuvimos… juntos. Como hombre y mujer, quiero decir. Como deberíamos haber estado. La primera vez que nos dimos cuenta de lo enamorados que estábamos… Nunca he vuelto allí. A Maroc. Hay recuerdos que son demasiado preciosos para correr riesgos, ¿no? Quiero que siempre sea como es ahora en mi mente.

—Entiendo, sí. —Zach se sorprendió al oírle utilizar la pronunciación francesa, Maroc—. ¿Cuánto tiempo estuvo allí con él?

—Cuatro semanas. Las mejores de mi vida.

Dimity cerró los ojos y frente a ellos vio una luz tan brillante que todo se volvió rojo. Esa fue su primera impresión del desierto, lo primero que le venía a la mente al pensar ahora en él. Eso y el olor, el sabor que tenía el aire. No era como el aire de Dorset; era distinto en la forma en que rozaba la parte posterior de la garganta y el interior de la nariz; en la forma en que le llenaba los pulmones y le alborotaba el pelo. Sentía cómo el calor le achicharraba la piel, aun mientras estaba sentada a la mesa de la cocina notando su superficie de linóleo pringoso bajo el dorso de sus manos. Trató de encontrar las palabras adecuadas. Palabras que pudieran transmitir de algún modo todas las cosas que había visto, sentido y saboreado; devolverles la vida. Respiró despacio y la voz de Valentina resonó furiosa escaleras abajo: «¿Marruecos? ¿Dónde demonios está?». En un flash vio los ojos de Valentina, enrojecidos y perplejos, tratando de calcular cuánto valía ese viaje. «¿Y cómo diablos ha surgido?» ¿Fue su madre quien gafó el viaje?, se preguntó. ¿Fue la envidia y el rencor de Valentina lo que hizo que las mejores cuatro semanas de su vida fueran al mismo tiempo las peores?