7

Dimity esperó. Esperó a que Charles Aubrey y su familia regresaran, y la espera hizo que el invierno pareciera más largo que nunca. Lo pasó sola. Wilf cada vez trabajaba más tiempo con su padre y sus hermanos, y solo en contadas ocasiones se reunía con ella. Cuando lo hacía se mostraba afectuoso y ávido, como siempre; pero Dimity estaba distraída, medio ausente, y él a menudo se iba frustrado. Dimity vagaba por los acantilados, los setos y la playa. Llenaba cestas de champiñones blancos y lisos, y los vendía de puerta en puerta por unos peniques. Deambulaba por el pueblo, rehuyendo a la gente más que nunca, y advirtiendo más que nunca cómo los lugareños la miraban de arriba abajo, con frialdad y desdén. Nadie se fijó en ella del modo en que Charles lo había hecho.

Llegaron más tarde que nunca, a comienzos de julio. Las últimas semanas de junio Dimity había ido a Littlecombe cuatro veces al día, con un nudo de terror y preocupación en la boca del estómago que le dificultaba comer o pensar. Valentina la insultó. Le dio un empujón que le hizo golpearse la cabeza contra la pared un día que dejó que el agua de las patatas se evaporara; la zarandeó; le hizo beber un tónico de corteza de roble para aumentar su apetito, porque las clavículas se le marcaban orgullosas y las mejillas habían perdido su redondez y tersura.

—Hasta este invierno aparentabas menos años, Mitzy. Es mejor retener que perder. Ningún hombre te querrá si envejeces antes de tiempo.

Valentina frunció el entrecejo mientras apretaba la taza de tónico amargo contra los reacios labios de su hija.

—Marty Coulson ha estado preguntando por ti últimamente. ¿Qué dices? —dijo de manera cortante, y tuvo la elegancia de apartar la mirada cuando su hija abrió mucho los ojos, horrorizada al captar la insinuación. Hizo un ruido ahogado con la garganta y no pudo hablar—. Todos tenemos que contribuir a nuestra manutención, Mitzy —añadió Valentina con brusquedad—. No naciste con esta cara para nada, y si este año no aparece ese artista tuyo…, tendrás que buscar otra forma de pagar, ¿no?

La mañana que por fin llegaron era calurosa y radiante. Dimity estaba sentada en la verja de un campo al oeste de Littlecombe cuando vio la estela color tiza por encima del camino…, la nube de polvo que indicaba que se aproximaban. Cuando el coche azul se detuvo se sintió tan débil por el alivio que resbaló de la verja y cayó de rodillas en el suelo polvoriento. Traspasada por la alegría, no se sorprendió al notar que le caían lágrimas por las mejillas. Se las secó con las manos sucias mientras se dirigía a la casa. Vio a Élodie y Delphine, con otra niña que no conocía, salir corriendo por la verja del jardín y alejarse por el sendero que conducía a la playa. Élodie estaba mucho más alta y Delphine tenía el pelo mucho más largo. Su aspecto hablaba de la riqueza de las experiencias que habían vivido desde su última visita, mientras que la vida de Dimity había permanecido igual, estática. Observó cómo sus figuras esbeltas desaparecían, y se encaminó hacia la puerta abierta de la cocina con la sangre agolpándose tan ruidosamente en su cabeza que apenas podía oír.

En ese momento Celeste salió y, al verla, se detuvo. Apretó los labios y por un momento Dimity creyó ver en el rostro de la mujer marroquí un atisbo de irritación, pero enseguida fue reemplazado por una sonrisa resignada.

—Mitzy. Y antes de que ponga agua a hervir —dijo. Y, cogiéndole los brazos, la besó en las dos mejillas—. ¿Cómo estás? ¿Qué tal está tu madre?

—Habéis venido muy tarde —murmuró Dimity.

Celeste la miró interrogante.

—Bueno, no pensábamos venir este año. Teníamos previsto alquilar una casa en Italia o quizá en Escocia. Pero las niñas insistieron en que querían playa, y Charles estuvo trabajando tanto que dejó los preparativos para demasiado tarde, así que… aquí estamos. —No invitó a pasar a Dimity ni le ofreció una taza de té—. Seguramente no nos quedaremos todo el verano. Depende del tiempo. —En ese preciso momento Charles bajó del coche con una maleta en cada mano, y Dimity se volvió hacia él.

—¡Mitzy! ¿Cómo estás? Has venido corriendo a ver a Delphine, ¿eh?

Pasó por su lado, deteniéndose para rozarle la mejilla con un beso fugaz antes de encaminarse a las escaleras con el equipaje. Dimity cerró los ojos y se llevó una mano al lugar que él había tocado. El beso le produjo una intensa sensación de placer en la boca del estómago. Cuando abrió los ojos, Celeste la observaba con atención y en su rostro apareció algo calculador, rayando en la sospecha. Dimity se ruborizó y, aunque trató de pensar en algo que decir, su boca y su cabeza siguieron vacíos.

—Bueno —dijo Celeste por fin—. Las niñas han ido derechas a la playa. Delphine ha venido con una amiga esta primera semana. ¿Por qué no vas a saludarlas?

Dimity hizo lo que le decían, pero enseguida quedó claro que las cosas no serían como antes, no mientras fueran cuatro con la amiga de Delphine. La niña se llamaba Mary. Tenía el pelo rubio claro y con un ondulado muy sofisticado, y sus ojos azules centellearon divertidos al detenerse en la ropa raída y los pies descalzos de Dimity. La miró como los demás niños del pueblo y, pese al caluroso saludo de Delphine, Dimity se dio cuenta enseguida de que no era bien recibida. Mary llevaba una blusa de seda color frambuesa que ondeaba con la brisa, joyas que lanzaban destellos y un toque de pintalabios.

—¡Hola, Mitzy! —exclamó Élodie mientras hacía ruedas en la arena—. Mira la pulsera de Mary. ¿No es lo más bonito que has visto nunca?

Sonriendo altivamente, Mary alargó la muñeca y Dimity coincidió en que era una pulsera preciosa. Miró de reojo a Delphine y vio que se ruborizaba y se movía incómoda. Delante de Mary, Delphine no quería parecer la clase de niña que recolectaba bayas y ponía nombres a las hierbas. Delante de Mary, quería ser la clase de niña que se casaría con un artista de cine. Inventándose algún recado, Dimity se despidió, y mientras se volvía, oyó a la niña rubia decir con tono desdeñoso:

—Dios mío, ¿crees que la he asustado? ¿Crees que ha visto antes una pulsera de dijes?

—No seas mala —la reprendió Delphine, pero sin mucha vehemencia.

—Papá dijo que nunca había salido de este pueblo. ¿Te imaginas lo aburrido que puede ser eso?

—Élodie, deja de presumir —respondió Delphine.

Dimity huyó y no oyó nada más.

Las niñas se evitaron durante toda esa semana, y aunque Dimity ardía de impaciencia y se moría de ganas de visitar Littlecombe, se sentía demasiado acobardada y dolida después de la fría bienvenida de Celeste y al no tener a Delphine para visitarla. Pero vio a las niñas en la playa y por el pueblo, y en más de una ocasión en la Southern Farm, flirteando con Christopher Brock, el hijo del granjero. Mary se enrollaba un mechón de cabello alrededor de un dedo y hacía poses, sonriéndole como una idiota, pero era Delphine quien parecía capaz de confundirlo con una palabra o una mirada. Cuando hablaba con el muchacho, él bajaba la cabeza y sonreía tímidamente, y una vez Dimity estuvo lo bastante cerca para ver cómo se ruborizaba. Al darse cuenta, la amiga de Delphine se rió como una hiena y trató de fingir que no le importaba, pero Dimity sonrió en secreto al verla tragarse el orgullo.

Después de ocho días, Dimity empezó a pensar en hacer otra visita, pues Mary ya debía de haberse marchado. Una tarde estaba en el retrete, rodeada del intenso y dulzón hedor del foso y el zumbido de los insectos, arrancando cuadrados de periódico que colgaban de un gancho y agitando ramas de saúco para espantar a las moscas, cuando oyó a Valentina gritar a través de la puerta trasera. Pensaba en el cuarto de baño de la casa de Littlecombe, en la cisterna en lo alto de la pared y una cadena de latón para hacerla funcionar, y los suaves rollos de papel higiénico; no un asiento de madera tosca o heces purulentas debajo. Sin tener que mirar debajo de la tapa buscando las enormes arañas marrones que se escondían allí para sobresaltar a los desprevenidos. Valentina volvió a gritar.

—¿Qué, mamá? —gritó Dimity, dejando que la puerta del retrete se cerrara de golpe mientras cruzaba el patio atestado.

Para su sorpresa Élodie y Delphine aparecieron en la esquina de la casa, mirando con curiosidad. Dimity se detuvo en seco.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó horrorizada.

Las niñas se pararon; Delphine sonrió vacilante.

—Hemos venido a buscarte… Yo…, nosotras…, hace tiempo que no te vemos por casa. Pensé que tal vez querrías salir a buscar bayas conmigo.

Dimity se quedó desconcertada, ya que las dos sabían por qué ella no había ido a verlas; Dimity había resultado ser una amiga de repuesto, una amiga a la que recurrir cuando no había nadie mejor alrededor. Sintió una oleada de resentimiento hacia ella.

—Estoy muy ocupada. No tengo vacaciones de verano… Debo ayudar a mi madre y tengo trabajo, como siempre.

—Sí, por supuesto. Pero…

—Supongo que os aburrís un poco ahora que Mary se ha ido.

—Sí. La verdad es que sí —dijo Élodie.

Dimity miró a la niña, con su cara bonita y petulante. Pero no había rencor ni burla en ella. Era una simple afirmación, cargada de malentendidos. Delphine se ruborizó y pareció acongojada.

—¡Yo no quería excluirte! De verdad. Pero ha sido un poco difícil con Mary aquí…, verás, tenía que entretenerla. Yo era la anfitriona, y ella nos quería solo para ella. Lo entiendes, ¿verdad?

Dimity sintió que se le ablandaba el corazón, pero aún no estaba preparada para perdonarla.

—Solo ha sido una semana —continuó Delphine—. Ya se ha ido a su casa y tenemos el resto del verano por delante.

Dimity consideró esa disculpa sin saber muy bien qué responder. Era una de las primeras que recibía en su vida. Élodie suspiró y se metió las manos en los bolsillos, y balanceó las caderas de un lado a otro con impaciencia.

—¿No podemos entrar para merendar? ¿Habrá preparado algo tu madre? Parecía de bastante mal humor.

—Así es ella —dijo Dimity secamente.

En algún momento de los últimos dos años la pretensión de que Valentina era una madre afectuosa y atenta se había esfumado. No se molestó en aclarar lo absurda que era la idea de que las hiciera pasar, las invitara a sentarse en The Watch para disfrutar de una merienda preparada por Valentina. Era pura ficción.

—¿Eso es el retrete? —preguntó Delphine, después de que se prolongara el silencio.

Sonó alegre e intrigada, y Dimity sintió cómo una oleada de calor le recorría las entrañas. El calor de la humillación y la ira.

—Sí. —La voz casi se le estranguló.

«Apesta en verano y hace un frío que pela en invierno, y hay arañas y moscas, y el periódico te deja rastros de tinta en la piel cuando te limpias, y no hay una cadena ni agua clara para hacer desaparecer tus heces, que se quedan amontonadas debajo de ti, humeando, para que lo veas tú y todo el que entre después de ti. Este es el maldito retrete. Esta es mi maldita vida. Esto no son unas vacaciones de verano», pensó, pero no dijo nada de todo eso.

—Oh, no era mi intención… —A Delphine se le volvieron a subir los colores; miró alrededor con una sonrisa vaga y casi sin saber qué decir—. Bueno. Es evidente que hoy estás muy ocupada. ¿Tal vez podríamos ir mañana? Me refiero a buscar bayas.

—Ya no me necesitas para eso. Conoces las plantas perfectamente.

—Sí, pero es mucho más divertido cuando vamos las tres.

—Para mí no —señaló Élodie.

—No es cierto. —Delphine le dio un codazo y la miró ceñuda.

Élodie puso los ojos en blanco.

—Ven con nosotras, Mitzy —dijo sumisa—. De verdad. Nos encantaría que vinieras.

—Tal vez. Si puedo escaparme.

—Te esperaré en casa, ¿vale? Vámonos, Élodie.

Las hermanas se alejaron por el patio.

La mañana siguiente la ira de Dimity se había esfumado, y se alegró de escapar de Valentina para ir a ver a los Aubrey. Delphine y ella estuvieron incómodas al principio, luego, con sonrisas, todo volvió a ir bien. Nadaron en el mar, aunque estaba más frío que nunca, salieron a buscar bayas, y fueron a la tienda del pueblo a comprar toda clase de caramelos de regaliz. Esa semana dos cosas empezaron a inquietar a Dimity. Primero advirtió que Charles y Celeste hablaban con la pareja de turistas del pueblo. Los veía hablar y veía la extraña forma en que la mujer mostraba su admiración por Charles, como si fuera un lazo rojo que todo el mundo debía contemplar. Luego cayó en la cuenta de que Charles la había visto varias veces ese verano pero no le había dicho ni una vez que posara para él. Valentina le había pedido el dinero, pero Dimity quería algo más que eso. Quería tener su concentrada atención, la sensación que experimentaba cuando la observaba, cuando hacía un boceto. Se sentía más real, más viva en esos momentos que en cualquier otro, y la idea de que él ya no quisiera hacerlo, por alguna razón, le provocaba una tremenda angustia. Sin embargo sabía que no podía pedírselo. No debía.

Así, cada vez que estaba en la misma habitación que Charles Aubrey, Dimity lo seguía con la mirada y se ponía en su camino, intentando adoptar una postura atractiva. Se pasaba los dedos por el pelo para que pareciera abundante y rebelde, se mordía los labios y se pellizcaba las mejillas como hacía Valentina antes de que llegara una visita. Y aunque Charles no parecía darse cuenta, sorprendió a Celeste observándola más de una vez, con esa mirada calculadora, y se veía obligada a volverse rápidamente por miedo a delatarse. No obstante, la mayoría de las veces Charles ya había salido solo cuando Dimity llegaba a Littlecombe. Desesperada, un día se levantó antes del amanecer y se apostó fuera en el camino, para sorprenderlo cuando saliera de la casa. Esperó en la hierba cubierta de rocío, con los dedos de los pies helados y el corazón palpitando solo por él. Cuando Charles salió vestido para pintar, antes de que el sol estuviera unos dedos por encima del horizonte, Dimity fue a su encuentro, sonriendo.

—¡Mitzy! —Había una sonrisa en su voz baja, una nota alegre, y la felicidad resonó en los oídos de ella—. Niña, ¿estás bien?

—Sí —dijo Dimity, asintiendo sin aliento.

—Bueno, bueno. Ni siquiera se han despertado en esta casa. Todos están profundamente dormidos. Yo de ti daría a Delphine otra hora antes de llamar. Me dijo que pronto la llevarás a buscar hierbas, ¿es cierto?

Dimity solo pudo asentir, con la lengua trabada.

—Estupendo. Bueno, pásalo bien. À bientôt.

Siguió andando por el camino, encendiendo un cigarrillo y dando largas y lánguidas zancadas.

Dimity oyó detrás de ella el ruido de un cerrojo y un débil crujido de la puerta al abrirse, y cuando se volvió vio a Celeste acercarse por el camino. Seguía en camisón, y la melena morena le caía en un chal verde esmeralda echado sobre los hombros. Con la cara sin maquillaje, solo el beso de la temprana luz de la mañana la hacía hermosa y terrible como una reina de cuento de hadas. Tenía una expresión resuelta y triste, pero su belleza hizo que Dimity se desalentara un poco, irremediablemente. Dimity retrocedió un paso y Celeste levantó las manos para tranquilizarla.

—Espera, Mitzy, por favor. Me gustaría hablar contigo —dijo con voz suave.

—Solo estaba… —Dimity no terminó la frase.

No importaba la excusa que diera. Celeste la había calado.

—Dimity, escucha… Sé cuáles son tus sentimientos, créeme. Cuando notas que te presta atención es como si el sol brillara, ¿verdad? Y cuando esa atención desaparece…, bueno, es como si el sol se hubiera apagado. Todo es frío y oscuridad. Durante dos años me dibujó y pintó como a ti. Y me enamoré de él y nunca he dejado de amarlo. Y creo que él aún me ama y todavía quiere estar conmigo, y quiere mucho a nuestras hijas. Somos una familia, Dimity; eso es una cosa sagrada. ¿Oyes lo que estoy diciendo? Él ha pasado página… en su arte, en su mente. Tú también debes hacerlo, porque no puedes recuperar la atención una vez que se ha ido. Mi intención es buena al decírtelo. Tu vida…, tu vida está al lado de otra persona, no con Charles. ¿Lo has entendido? —Celeste se cerró el chal sobre los hombros, y Dimity vio que tenía la piel de gallina en los brazos. No respondió, y Celeste sacudió ligeramente la cabeza—. Todavía eres muy joven, Mitzy, apenas un niña…

—¡No soy una niña! —exclamó Dimity, mirándose los pies mientras se le aceleraba el pulso y rechazaba cada una de las palabras que decía la mujer marroquí.

—Entonces deja que te hable como a una mujer y escúchame como una mujer, y oye la verdad en lo que digo. La vida y el amor son así. A veces te parten el corazón y te matan el espíritu, lo matan dentro de ti. —Cerró el puño y lo sostuvo contra el corazón—. Esos momentos pasan y vuelves a estar entera. Pero solo cuando has sido capaz de ver la verdad cara a cara, y la has visto tal como es. Debes olvidar lo que no puedes tener. Sé que no quieres oír esto, pero debes hacerlo. Vuelve luego y juega con mis hijas…, con mi Delphine, que te quiere. Ahora puedes irte, si quieres. Lo siento por ti, Mitzy. De verdad. No estabas preparada para esto, ahora me doy cuenta. —Celeste se volvió, dejando que su mirada se detuviera un momento más sobre Dimity, severa y triste.

Pero Dimity no pudo regresar y ver a Delphine; no ese día ni el día siguiente. No podía, por si lo que Celeste decía era cierto y Charles no quería volver a dibujarla. Sintió una peculiar sensación de vértigo cuando pensó en ello, como si estuviera en lo alto de un acantilado un día ventoso y la hierba bajo sus pies empezara a desprenderse. Podían desvanecerse, de pronto se daba cuenta. Podían desvanecerse de su vida con la misma facilidad con que habían aparecido, y dejarla sin posibilidad de rescate. Eran como una luz brillante, radiante, que arroja sombras sobre todo lo demás, y la más brillante era Charles.

El tercer día llevaba la colada para tenderla cuando su mirada se posó en una blusa de Valentina. Era una de sus preferidas y a menudo se la ponía cuando recibía por primera vez a una visita. Era de una estopilla azul pálido ligeramente diáfana que se recogía con un adorno de frunces en la cintura y las mangas, y se ajustaba sobre el pecho. Tenía un escote amplio y pronunciado con un volante, y solo faltaba uno de los botones de madera de la pechera. Cuando Valentina se la ponía, tenía que embutir sus pechos dentro del corpiño, del que colgaban precariamente y se bamboleaban cuando se movía. Dimity enrolló la blusa con cuidado y se la metió en la cintura de la falda. No haría ningún bien que su madre la sorprendiera tomándola prestada; no podía imaginar siquiera cuáles serían las consecuencias. Antes de irse, se peinó bruscamente, con los ojos llorosos cada vez que desenredaba un nudo, luego se lo recogió en lo alto de la cabeza y se lo sujetó con horquillas, de modo que unos cuantos mechones sueltos le acariciaran el cuello. En cuanto estuvo a una distancia prudencial de The Watch, se puso la blusa de Valentina. Ella era menos corpulenta que su madre, tenía la cintura más estrecha y los pechos menos voluminosos, pero la blusa le iba bien. No tenía un espejo para comprobarlo, si bien cuando bajó la vista hacia el amplio escote supo que ya no miraba el cuerpo de una niña.

Dimity se sentó en un tramo de flores de trébol cerca del sendero del acantilado, con una cesta de judías en el regazo, y se puso a desenvainarlas. Había visto a Charles caminar por allí, y no pasó mucho tiempo antes de que viera su larga figura acercándose a grandes zancadas. El corazón le palpitó frenéticamente detrás de las costillas, y se irguió, echando los hombros hacia atrás y bajándose la blusa por debajo de estos hasta dejar ver la línea recta de las clavículas, la suave curva descendiente donde empezaban los brazos. El sol le calentaba la piel. Trató de poner una expresión relajada, pero costaba no entrecerrar los ojos con la brillante luz. Al final tuvo que parpadear y bajar la vista, entrecerrándolos un poco. Apretó los labios, preocupada porque no podía volver a levantar los ojos sin delatar su intención de ser descubierta fingidamente desprevenida. La brisa agitó los mechones de su cabello contra el cuello e hizo que se estremeciera. Y entonces oyó las palabras que había deseado oír durante casi un año y cerró los ojos de felicidad.

—Mitzy, no te muevas. Quédate exactamente como estás.

De modo que no se movió, aunque en su fuero interno sonreía con timidez, como si pudiera reír. «Mitzy, no te muevas».

Fue un rápido boceto de líneas abiertas en el que el espacio solo se sugería; incompleto, borroso. Pero de algún modo captó la luz del sol, e incluso el atisbo de placer que ocultaba el ceño de Dimity estaba allí mismo en la hoja. Charles lo acabó con un ademán florido, deteniendo lentamente la mano y el lápiz; con el ceño fruncido, y exhalando una rápida y fuerte bocanada de aire por la nariz. Luego alzó la vista y sonrió, y dio la vuelta al cuaderno para enseñárselo a Dimity. Y lo que ella vio le cortó la respiración e hizo que un rubor rosáceo le subiera por el cuello. Tal como había esperado, Charles había dibujado a una mujer, no a una niña, pero no estaba preparada para lo encantadora que era esa mujer: joven, con la piel tersa iluminada por el sol y el rostro expresando sus íntimos pensamientos. Dimity miró a Charles, asombrada.

En The Watch había un espejo colgado del pasillo; uno antiguo de cristal plateado y cubierto de manchas por los años. Tenía cuatro pulgadas de ancho, y Dimity conocía su cara reflejada en él. Llenando el cristal redondo, algo informe y oscura. Como un esclavo en el interior de un barco mirando por una portilla. Conocía bien el blanco de sus ojos. Sin embargo, en el dibujo era una criatura totalmente diferente. Charles no la había dibujado con sangre debajo de las uñas, una niña encorvada para evitar que se fijaran en ella o escondida detrás de unos setos. Había mirado más allá y dibujado lo que se ocultaba debajo. Ella miró boquiabierta el dibujo y luego a él. Confuso ante su reacción, Charles lo apartó.

—¿No te gusta? —preguntó, observándolo ceñudo.

Pero entonces, como si él también se percatara de lo que había cambiado, su boca se convirtió en una línea pensativa y se curvó hacia un lado.

—«El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos» —dijo en voz baja, y sonrió.

Dimity no lo entendió. Solo oyó las palabras feo y pobre, y se sintió destrozada.

—¡Oh, no, no, Mitzy! Lo que quería decir…, el cuento entonces dice: «No importa haber nacido en un gallinero cuando uno ha salido de un huevo de cisne…». Eso era lo que quería decir, Mitzy. Que el nuevo cisne ha resultado ser el más hermoso de todos.

—¿Me contará ese cuento? —preguntó ella sin aliento.

—Oh, no es más que un tonto cuento infantil. —Charles lo rechazó con un ademán—. Élodie te lo leerá, es uno de sus favoritos. Vamos. Este boceto es un buen comienzo, pero solo es el comienzo.

—¿Un comienzo de qué, señor Aubrey? —preguntó Dimity, mientras él se levantaba, recogía su bolsa y su taburete plegable y se alejaba hacia el arroyo.

—Mi próximo cuadro, por supuesto. Ahora sé exactamente qué quiero hacer. ¡Me has inspirado, Mitzy!

Dimity corrió tras él, subiéndose la blusa; desconcertada, resplandeciente, eufórica.

Pasó la siguiente tarde en la playa con Delphine y Élodie, y mientras esta saltaba entre las olas, chillando por lo fría que estaba el agua, le contó fragmentos del cuento del patito feo, y ella no dejó de sonreír al pensar que era así como Charles la veía.

—Todo el mundo conoce ese cuento, Mitzy —dijo Élodie con paciencia, contemplando las olas burbujeantes que formaban espuma alrededor de sus rodillas angulosas.

Delphine nadaba despacio de un lado para otro cerca de la costa, y se rió y le guiñó un ojo a Dimity, que se había enrollado los pantalones y caminaba por las rocas, dejando caer mejillones y algas comestibles en una cesta.

—Y ahora yo también lo conozco, Élodie. Gracias a ti —dijo Dimity, a la que la felicidad hizo generosa.

—¿Por qué me preguntas por él? —le preguntó Élodie.

—Por nada. Solo lo he oído nombrar, eso es todo —mintió Dimity sin dificultad.

Estaba serena, y tenía la sensación de que resplandecía. «Así es como amas a una mujer, Charles… Dibujando su cara».

Cuando regresaron a Littlecombe esa tarde, encontraron la merienda a medio preparar en la mesa de la cocina, y a Celeste sentada rígidamente en el banco con una hoja de papel en la mano, que miraba con una expresión tensa.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Estás bien? —le preguntó Delphine, acercándose a ella.

Celeste tragó saliva y frunció el entrecejo mientras levantaba la vista y las miraba como si no las reconociera. Pero luego sonrió un poco y dejó la hoja sobre la mesa. Era el boceto que le había hecho Charles a Dimity. El corazón de Dimity latió fuerte y sonoro, como el tañido de una campana.

—Sí, cariño mío, estoy bien. Solo estaba preparando la merienda y he encontrado este boceto que ha hecho tu padre. ¡Mira lo guapa que está Dimity! —exclamó Celeste, y a pesar de que las palabras eran generosas, sonaron quebradizas.

—Caramba, Mitzy. Estás muy guapa —dijo Delphine.

—Entonces, ¿tiene pensado pintarte otro cuadro? ¿Te lo ha dicho? —preguntó Celeste.

—Creo que dijo algo así —respondió Dimity, y aunque se sintió avergonzada al decirlo, parte de ella quería gritarle que se había equivocado, que Charles todavía quería dibujarla; que no había pasado página y perdido el interés por ella.

Celeste suspiró profundamente y se levantó del banco.

—Este cambio es curioso. Pensaba que la próxima sería esa turista, con su piel lechosa de inglesa.

—¿Qué turista, mamá? —preguntó Élodie, abriendo un paquete de galletas y dejándolas caer en un plato.

Celeste se llevó una mano a la frente un momento, luego la bajó hasta detenerla en la boca. Había arrugas en su frente.

—¿Mamá?

—Nada, Élodie. No importa.

Celeste se puso las manos en las caderas y las miró a las tres.

—Pero ¡bueno! ¡Vaya pandilla de criaturas desastradas! Veo que habéis estado nadando, así que tendréis hambre. Alors…, id a cambiaros mientras preparo la merienda. Allez, allez!

Las hizo salir de la habitación, pero su alegría conservó los mismos filos cortantes, y Dimity notó que la observaba de reojo y rehuía su mirada.

Dimity trató de conservar la blusa azul, pero Valentina montó en cólera cuando le insinuó que se la había llevado el viento y tuvo que fingir que la encontraba en uno de los árboles de detrás del patio. No le dio las gracias cuando se la devolvió, solo frunció el entrecejo y la advirtió de que tendiera con más cuidado la ropa.

—No tienes ni idea de cuántas comidas te ha proporcionado esta blusa a lo largo de los años.

Con una punzada, Dimity se la dio. Tenía que agradecerle aún más cosas a esa prenda. Había logrado que Charles volviera a fijarse en ella; la había hecho apartarse del borde del acantilado. Durante los siguientes días hizo los recados con paso saltarín, balanceando la cesta y cantando para sí. Una tarde vio a Charles sentado fuera del pub del pueblo con el turista, el del pelo negro azabache. Bebían cerveza oscura y hablaban, y Dimity, rodeando como siempre el pub, se preguntó de qué hablaban. Se preguntó si le hablaría al hombre de ella, su musa, y del cuadro que tenía pensado pintar.

Mientras pasaba por delante de la oficina de correos atravesando la plaza del pueblo, una mano le asió el brazo y le sacó con un sobresalto de su ensimismamiento. Los elegantes dedos de Celeste le aferraban con firmeza la cintura. La mujer marroquí estaba agachada detrás del buzón como si jugara al escondite, su atractivo y amenazador rostro lleno de ansiedad y cólera. Dimity se apartó instintivamente.

—Espera, Mitzy. ¿Ves a ese hombre…, el que está hablando con Charles? —susurró Celeste.

Atrajo a Dimity hacia sí para hablar con ella de cerca sin tener que abandonar su escondite.

—Sí, Celeste. Lo veo —respondió Dimity nerviosa.

—Es el marido de la mujer de piel lechosa. ¿La has visto también? ¿Sabes a quién me refiero?

—Sí. —La mujer de pechos generosos que parecía una perra en celo pese a su atuendo gazmoño, pensó.

—¿La has visto alguna vez con Charles? Me refiero a los dos solos. Tal vez paseando o charlando… ¿Los has visto?

—No, creo que no…

—¿Crees que no o no los has visto? —la presionó Celeste.

Las uñas se le clavaban en la piel, pero como le ocurría con Valentina, Dimity no se atrevía a zafarse.

—No, no los he visto juntos. Estoy segura.

Celeste miró a los dos hombres un momento más, luego clavó los ojos en Dimity. La soltó tan repentinamente como la había agarrado.

—¡Bien! Me alegro. Si los ves juntos, tienes que decírmelo.

Dimity tenía la boca seca por lo extraño del encuentro, y estaba a punto de negarse cuando la expresión en los ojos de Celeste la detuvo. Había algo parecido al pánico debajo de su ira. Algo angustiado, frenético. Dimity se apresuró a asentir.

—Así me gusta, Mitzy. Así me gusta.

Celeste se volvió, y estaba a punto de alejarse cuando se detuvo.

—No digas nada de esto a las niñas, te lo suplico —añadió.

La siguiente vez que acudió a Littlecombe, con el pelo recogido de nuevo en lo alto de la cabeza en la esperanza de encontrárselo, Dimity se llevó un chasco al ver que había salido. Como era un día gris, accedió a quedarse dentro de la casa y enseñar a Delphine y a Élodie a hacer confitura de fresa. Delphine la vio buscar con la mirada al entrar, ya que el coche estaba aparcado fuera, y le lanzó una mirada ligeramente crítica.

—Papá ha salido. ¿Tenías que posar para él? —le preguntó con delicadeza.

—Oh, no —dijo ella rápidamente—. Solo esperaba… Mi madre me lo ha preguntado, ya sabes. Por el… dinero extra. —Bajó la voz para decir esa mentira, y se avergonzó al ver cómo la compasión reemplazaba la consternación en la cara de su amiga.

—Sí, por supuesto. Qué boba he sido de olvidarme —murmuró Delphine—. Tal vez podrías llevarte uno o dos tarros de confitura cuando la hayamos hecho. ¿Eso ayudaría?

—Sí, gracias.

Se sonrieron, y se dispusieron a arrancar los rabitos de la fruta de un rojo vivo. Delphine preguntó por Wilf, y Dimity respondió con picardía, aunque desde el regreso de Aubrey en realidad apenas había pensado en él, y menos lo había visto. La cocina no tardó en llenarse del intenso olor a fresas, y cuando Celeste bajó y aspiró profundamente, sonrió. Parecía cansada, y había arrugas severas en las comisuras de sus labios que Dimity no recordaba haber visto antes.

—¡Qué olor más maravilloso, niñas! —exclamó—. Algo que nos recuerda que es verano, a pesar de este tiempo tan húmedo. —Realmente había sido un verano algo deprimente hasta entonces, pero Dimity apenas lo había notado—. Bueno, haga sol o no, debo salir a tomar el aire. Si me necesitáis, estaré en el jardín.

Dos horas después, cuando la confitura estuvo en los tarros y Élodie tenía los brazos sumergidos hasta los codos en agua con jabón, restregando los cacharros, Dimity salió discretamente por la puerta trasera con una taza de té para Celeste. A través de la puerta entreabierta vio un destello azul y se detuvo, y reconoció la peculiar túnica de lino de Charles, manchada con pintura. Su voz era débil y mesurada, como si hablar con demasiada vehemencia pudiera dañar a Celeste, infligirle una herida.

—Pero eso es imposible en estos momentos y lo sabes, Celeste. He empezado un nuevo cuadro. Necesito que Mitzy pose para él, y necesitamos el dinero…

—Puedes trabajar también allí, sé que puedes. ¡Piensa en todo lo que pintaste la primera vez que fuiste!

—Entonces te tenía a ti para inspirarme.

A través de la estrecha ranura, Dimity vio el destello blanco de su sonrisa.

—¿Y ya no me tienes para inspirarte?

—No es eso lo que he querido decir.

—Podríamos dejar a las niñas con tus padres. Estoy segura de que las cuidarían si se lo explicáramos…

—Sabes que no lo harían. Ya sabes lo que piensa mi madre sobre nuestra… situación.

—Pero si se lo contaras…, si le contaras que necesitamos escapar. Que yo necesito escapar. Y que necesitamos estar juntos, Charles. Mon cher. Juntos como hombre y mujer, como al comienzo. Recordar la luz, el amor y la vida que había entre nosotros, ahora que todo ha perdido brillo…

—Delphine y Élodie son las grandes expresiones de ese amor, Celeste. ¿Por qué dejarlas atrás? Les encanta ir allí, ya lo sabes…

—¡Podríamos dejarlas con Mitzy! Es una niña sensata. ¿Cuántos años tiene ahora? ¿Dieciséis? Podría cuidar de ellas, sé que lo haría. Podría instalarse aquí, en casa… —La esperanza en la voz de Celeste se intensificó.

—Eso es impensable. —Las palabras sonaron firmes y rotundas—. Su madre se involucraría de algún modo, y Dimity aún es una niña.

No, pensó Dimity, conteniendo el aliento, de puntillas. Yo soy un cisne. Él no quería irse con Celeste. Quería quedarse en Blacknowle, con ella. La alegría se inflamó como fuego.

—Por favor, Charles. Noto que algo se está muriendo dentro de mí. No puedo quedarme aquí más tiempo. Necesito volver a mi tierra. Necesito estar en el lugar al que pertenezco. Y necesito estar contigo, como durante nuestra luna de miel, como cuando nos conocimos y éramos el centro de todo el universo. Solo tú y yo, nadie más… Sin sospechas, sin traiciones. —Alargó una mano y asió la de Charles con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Siguió un largo momento de suspenso.

—Si conocieras a la madre de Dimity… no te plantearías siquiera dejar a nuestras hijas con ella…

—Pero Dimity podría quedarse aquí con ellas, ¡podríamos pagarle para que lo hiciera! Eso siempre contenta a su madre, ¿no?

—Pagarle bien para que las cuide, y pagar el viaje, y sin ganar nada mientras, porque sin Mitzy no puedo continuar…

Mon dieu! —escupió Celeste con repentina rabia—. ¡Hubo un tiempo en que había más cosas en la vida que pintar a Mitzy Hatcher!

—Está bien, Celeste, cálmate…

—¡No me calmaré! Siempre vamos a donde tú dices, siempre vivimos nuestra vida en función de ti y de tu trabajo. Yo he renunciado a todo por estar contigo, Charles, y te pido muy poco, así que ese poco que te pido podrías concedérmelo y hacerme feliz… ¿Siempre debo pelear y suplicar? —Sacudió la cabeza con incredulidad, y añadió con fuego en los ojos—: Es esa mujer, ¿verdad? ¡Es ella la que te retiene aquí!

—¿Qué mujer? ¿De qué estás hablando?

—La que se aloja en el pub. La turista que va con su prometido al que apenas mira…, la que tiene que tocarse cada vez que te ve… ¡No finjas que no lo sabes!

—Pero… si apenas la conozco. ¡Solo la he visto un par de veces! Te estás imaginando cosas, Celeste…

—¡No es cierto! Y te lo digo ahora, Charles Aubrey, o vamos a Marruecos y nos alejamos de este lugar lúgubre y húmedo, o me iré con las niñas y no volverás a vernos nunca más.

Se hizo un largo e incómodo silencio, durante el cual Dimity no se atrevió a respirar.

—Está bien —dijo Charles por fin, y Dimity se quedó helada—. Iremos todos.

—¿Cómo? —protestó Celeste—. Nosotros dos, Charles. Necesitamos pasar tiempo juntos…

—Bueno, pues no es posible. Así que iremos todos.

Dimity no pudo seguir conteniéndose. Cruzó el resto del pasillo, haciendo todo el ruido que pudo sin derramar el té para anunciar su llegada, y sonrió frenética cuando salió a la luz.

—Tome, Celeste. Le he traído un té —dijo, luchando por evitar que le temblara la voz.

—¡Mitzy! ¿Qué te parece… un viaje a Marruecos? Los cinco. Celeste podrá estar con su familia, y yo podré pintarte como una chica de un harén o tal vez una princesa bereber… No se parece a nada de lo que has visto antes, créeme. Te encantará. ¿Qué dices?

Charles puso las manos en las caderas, mirándola con una especie de desesperada fijación, como si sintiera la mirada furibunda de Celeste sobre él y no se atreviera a mirar.

—¿Quiere… que vaya a Marruecos con ustedes? ¿En serio? —jadeó Dimity, y su mirada iba de Celeste a él—. Yo…, me encantaría ir. ¿Me llevarán con ustedes? ¿Me lo prometen?

—Por supuesto. Nos ayudarás muchísimo, estoy seguro. Podrás cuidar a las niñas, y darnos un respiro a Celeste y a mí para estar juntos.

Charles asumió una sonrisa valiente y al final encontró el coraje para mirar a Celeste. Ella lo observaba, boquiabierta por el shock, pero no habló.

—¡Oh, gracias! ¡Muchas gracias! —exclamó Dimity, sin poder creer que fuera cierto.

Sonreía tanto de oreja a oreja que le dolía la cara. Ellos se irían, pero esta vez ella los acompañaría. Dejaría Blacknowle y viajaría más lejos de lo que nunca había creído posible. No le importaba si Celeste no quería que fuera. Él quería; y en ese momento su amor fue absoluto.

—Vamos, ve a decírselo a las niñas. ¿Hay té para mí en esa tetera?

—Iré a buscarlo.

Dimity volvió a entrar en la casa con olor a frambuesa, y justo antes de estar fuera del alcance de su oído oyó a Celeste decir, con una voz gélida de ira:

—Charles, ¿cómo has podido…?

Zach tenía paja en la espalda y en las fosas nasales el intenso olor a excremento de oveja que se filtraba a través de la abundante melena de Hannah. Tenía la cabeza apoyada en él, en el hueco en que el cuello se encuentra con el hombro, y por un momento él cerró los ojos y disfrutó de la incomodidad de notar su nariz y su barbilla clavándosele en la carne. Hannah tenía el aliento cálido y su respiración se iba acompasando, volviendo a la normalidad. Desde detrás del fardo de paja en el que él se apoyaba llegó el repentino balido, profundo y sonoro, de una oveja; Hannah levantó la cabeza al instante, parpadeando.

—¿Está bien? —preguntó Zach.

Hannah se irguió para mirar, y Zach sintió cómo se separaban sus cuerpos y el repentino aire frío en la húmeda y delicada piel.

—Creo que sí. Solo está un poco incómoda, la pobrecilla. Pero iré a ver.

Se apartó de Zach y se levantó, se subió los pantalones por las caderas y se los abrochó. Tenía excrementos de oveja en una de las rodillas. Rodeó el fardo y se agachó junto a la oveja que estaba de parto, cuya respiración agitada le ensanchaba los ollares y hacía que todo su cuerpo se balanceara. Hannah le miró debajo de la cola y puso unos dedos allí para palpar la forma de lo que empezaba a asomar.

—Las patas y el morro.

—¿Eso es bueno?

—Sí. Significa que será un parto normal, con la cabeza primero. Es más complicado si sale del revés.

—Oh, Dios mío. Bueno…, yo no he hecho esto nunca. Hacer el amor en un cobertizo lleno de ovejas, quiero decir —dijo Zach, vistiéndose y sacudiéndose la paja.

Hannah lo miró con una breve sonrisa.

—Está claro que anima las largas horas de vigilia de la época de partos. Pásame ese trapo, ¿quieres?

Lo atrapó hábilmente y se limpió con él las manos mientras se sentaba de nuevo en el fardo al lado de Zach. Este le cogió la mano y la entrelazó con la suya, juntando las yemas de sus pulgares y palpando la cicatriz de ella.

Las ovejas color miel estaban por todo el cobertizo, algunas con pequeños corderos amodorrados a su lado, otras postradas y jadeando como la que Hannah acababa de examinar, y otras comiendo heno, desentendiéndose de todo lo que ocurría a su alrededor. Eran las tres de la madrugada y había salido una luna llena inmaculada, arrojando sombras plateadas sobre todo. Zach miró a través de la puerta hacia la colina, donde la silueta baja de The Watch se agazapaba contra el horizonte. Había una luz en la cocina del piso de abajo, y se preguntó si Dimity estaría levantada todavía o se habría olvidado de apagarla.

—¿No es necesario marcarlas con esa pintura verde? ¿O numerarlas de algún modo para saber de cuál es cada una? —dijo señalando con un gesto las ovejas que ya habían parido.

Todas las ovejas tenían un gran manchón de pintura verde esmeralda en los cuartos traseros.

—Estoy segura de que ellas lo saben. Y pronto tendrán aros en las orejas. Esa pintura verde es muy resistente…, luego no hay forma de quitarla. No es lo ideal para la lana orgánica. Solo marcamos al carnero en el pecho para saber con cuál se aparea.

—¿Siempre es tan fácil la época de partos?

Hannah se encogió de hombros.

—Es mi primera temporada con este rebaño. Con suerte todas parirán con facilidad, ya que no puedo permitirme llamar al veterinario ahora.

Zach pensó en ello un momento.

—¿Qué hay… de tus cuadros? ¿No podrías buscar una galería o una tienda de objetos de regalos por aquí que los quisiera vender? Se venderían muy bien, estoy seguro.

—Supongo que podría. Solo que…, no lo sé. No me atrae la idea.

—¿Qué idea? ¿La idea de ser una artista con talento o la de obtener unos ingresos extra con la venta de tu obra? ¿Qué es lo que no te gusta?

—No quiero ser una artista. Quiero ser pastora orgánica.

—Una cosa no excluye la otra, ¿no?

—Algo así. Si los cuadros se venden bien tendré que hacer más… y estaré en terreno resbaladizo. Pronto acabaré pintando margaritas en regaderas y llevando una tienda de objetos de regalos en lugar de una granja. —Se estremeció, y Zach soltó una risita.

—Pero ya los has pintado. Los cuadros están aquí; estoy seguro de que no puede ser malo ponerlos en algún lugar donde se vendan fácilmente. Yo podría ocuparme de ello, si quieres.

Hannah lo miró fijamente.

—No, no te preocupes. Pensaré en ello. ¿Y tú qué? Apuesto que tú sí querías ser un artista. ¿Qué te llevó a abrir una galería?

—El hecho de que nadie quisiera comprar mi obra y tener una esposa y una hija que mantener. En realidad Ali se mantenía a sí misma, y a Elise y a mí. Es abogada, y de las buenas.

—Apuesto que eso obró maravillas en tu ego.

—La culpa fue mía…, el hecho de que no pudiera salir adelante. Tuve mi oportunidad y la dejé pasar.

Zach sonrió con arrepentimiento y sacudió la cabeza al recordar. Había sido tan petulante entonces, tan creído.

Era el año que se licenció en Goldsmiths e hizo su última exposición, que recibió elogios del profesorado y de los compañeros de clase, así como de una periodista que escribió en su revista sobre los jóvenes artistas a los que había que prestar atención. «Zach Gilchrist —decía el artículo— combina un ojo clásico con un enfoque desafiante, casi surrealista, del sujeto y su significado». Corría el rumor de que Simon d’Angelico, uno de los coleccionistas más influyentes de arte contemporáneo británico, podía acudir a la exposición a ver sus cuadros. Un rumor sincero y real, que Zach no se había inventado. Toda esa promesa, todo ese potencial. Zach perdió por completo de vista el hecho de que se trataba solo de una posibilidad, de un indicio, nada más. Que seguía siendo un recién licenciado sin experiencia, eso era todo. Tenía la sensación de que ya lo había logrado, de modo que cuando una mujer llamada Lauren Holt, que dirigía una pequeña galería cerca de Vyner Street de la City y que estaba reuniendo un grupo de jóvenes artistas, fue a hablar con él y le preguntó si podía exponer su última obra y otras dos, él apenas le prestó atención. Nunca había oído hablar de su galería, y eso le dijo todo lo que necesitaba saber. Ella tenía el cabello de un pelirrojo brillante que desentonaba con la sombra de ojos verdes, aunque aparentaba más de cincuenta años. Seguramente creía que eso le daba una aire avant-garde, pensó Zach; la despidió como si se tratara de una aficionada excéntrica. La galería solo llevaba seis meses abierta, y todo lo que él sabía era que se trataba de la clase de local que vende postales de arte en un expositor giratorio. De modo que la rechazó y no pensó más en ello, convencido de que le esperaban grandes cosas.

Nueve meses después, Lauren Holt organizó en su galería una exposición privada que causó una gran sensación en la prensa y en los círculos de arte de todo el mundo a los que Zach trataba desesperadamente de acceder. Simon d’Angelico nunca llegó a ir a su exposición; no hubo más artículos mencionando a Zach en ninguna revista ni críticas en los periódicos. Zach fue a la galería de Lauren y dio una vuelta, cada vez más consternado al darse cuenta de la calidad de las obras expuestas, la iluminación perfecta, el rumor de la conversación. Obras asombrosas de gente de la que había oído hablar, que era discutida por la gente que importaba. Lauren Holt salió por una puerta trasera de la pared blanca, vestida de negro y con su cabello pelirrojo brillante. Zach trató de esconderse detrás de una pieza de escultura de alambre, pero ella lo vio y le dedicó una sonrisa torcida en la que percibió más tristeza que satisfacción. Él se escabulló, demasiado avergonzado para preguntarle si todavía estaba interesada en su obra. Y eso era lo más cerca que había estado de exponer en una galería influyente. Por lo que se refería a su carrera como artista, a partir de ahí fue todo de capa caída.

—¿Por qué no le preguntaste allí mismo si todavía quería exponer tu obra? La galería todavía era bastante nueva…, si te hubieras arrastrado ante ella tal vez se habría sentido lo bastante halagada para aceptar aunque fuera solo un cuadro…, esa última obra que le había gustado —dijo Hannah, mientras se acercaban a otra oveja de cuyos cuartos traseros asomaban las patas delanteras de su cría, envueltas en una membrana gris y brillante.

—No pude. Era demasiado humillante…

—¿Quieres decir que seguías siendo demasiado orgulloso incluso a esas alturas?

—Supongo que sí.

—¡Hombres! —Hannah puso los ojos en blanco—. Nunca dejaréis de preguntar el camino.

—Supongo que todavía esperaba que se produjera un milagro en alguna otra parte. Pero eso fue todo. Mi gran oportunidad, y la eché a perder.

—Vamos, no me lo trago. —Ella agarró las patas resbaladizas de la oveja, y cuando la vio empujar, tiró con fuerza hasta que todo el cuerpo salió con un torrente de líquido y un gruñido—. ¡Eso! ¡Así se hace! —exclamó mientras limpiaba la mucosidad de la boca y el morro del carnero.

Luego lo meció suavemente un par de veces hasta que estornudó y resopló, y sacudió débilmente la cabeza. Lo dejó junto a su perpleja madre y se limpió las manos en las posaderas de los tejanos. Zach hizo una mueca. La época de partos era más sangrienta incluso de lo que había imaginado.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que es para ti no pasa de largo, como decía mi abuelo. El talento aflorará. Si hubiera estado escrito que te abrieras camino como artista profesional, lo habrías sido. No lo estaba.

—Humm. No estoy seguro si es mejor o peor pensar así. ¿No nos forjamos nuestra propia suerte, nuestras propias oportunidades en la vida?

—¿Qué me estás diciendo? ¿Que no lo has intentado todos estos años? ¿Que por eso no eres un artista famoso, tu galería está a punto de cerrar y no puedes acabar el libro?

—No, supongo que no. Desde luego…, tengo la sensación de haberlo intentado. La verdad es que solo pensar en ello hace que me sienta extenuado.

—Bueno, ahí lo tienes. No te mortifiques por una sola oportunidad perdida para exponer tu obra.

—¿Estás diciendo que estaba condenado a fracasar desde el principio?

—Exacto. Vamos, ¿no hace que te sientas mejor? —Ella le sonrió, dándole un ligero puñetazo en el hombro.

—Sí, mucho mejor —respondió él sonriendo.

Hannah suspiró y dio un paso hacia delante, lo agarró por la camisa y alzó la barbilla para besarlo.

—Anímate. Todavía me gustas, a pesar de ser un gran fracasado.

Zach durmió hasta la hora de comer después de esa larga noche en el cobertizo de partos, y se despertó hambriento. A las dos de la tarde se sentó delante de un plato de jamón, huevo y patatas fritas en medio de bebedores y paseantes de perros que se guarecían de un buen chaparrón. Cuando se volvió para mirar la lluvia a través de la ventana vio a Hannah. Esperaba en la parada del autobús con su enorme camisa a cuadros pero sin impermeable; llevaba los tejanos metidos dentro de las botas de agua y un viejo sombrero impermeable bien encasquetado. Zach se irguió y alargó una mano para dar unos golpecitos en el cristal y llamar su atención, pero se dio cuenta de que ella estaba demasiado lejos y no lo oiría con la lluvia. Se echó hacia atrás y se preguntó qué demonios hacía en una parada de autobús bajo la lluvia cuando podía ir en coche a donde quisiera. Y si se le hubiera estropeado el jeep, estaba seguro de que no habría tenido inconveniente en pedirle a él que la llevara. De modo que frunció el entrecejo y apoyó la barbilla en el respaldo del asiento mientras la observaba. Tenía las manos metidas en los bolsillos y la espalda totalmente recta. Los hombros altos y cuadrados. Cuanto más la observaba Zach más cuenta se daba de lo tensa que parecía, incluso inquieta. Poco después el autobús se detuvo, con los limpiaparabrisas moviéndose a toda velocidad, y dos señoras entradas en años se bajaron, envueltas en impermeables transparentes. Hannah no se subió.

Dos minutos más tarde Hannah miró el reloj, y mientras lo hacía una furgoneta Toyota blanca mugrienta se detuvo frente a la parada dando tumbos y salpicando agua embarrada en las botas de Hannah. Ella se abalanzó hacia delante y se inclinó sobre la ventanilla abierta. Zach se quedó mirando. Dentro del coche había dos hombres, pero no logró reconocerlos. No hablaron más de diez segundos, luego Hannah metió la mano en su bolsillo trasero y sacó un sobre arrugado del tamaño de una carta. A través del parabrisas Zach vio el blanco del sobre mientras el hombre sentado en el asiento del pasajero lo abría y revolvía su contenido con las puntas de los dedos. Dinero, pensó Zach. Tenía que serlo. Hannah asintió y retrocedió un paso, y la furgoneta arrancó. Con las manos de nuevo en los bolsillos, ella la observó alejarse, y cuando el vehículo dobló la esquina del pub, Zach vio la manga del hombre sentado en el lado del copiloto apoyada en la ventanilla. La manga de una camiseta lila de aspecto astroso. Vio la enorme mole del hombre y un cuello con barba desaliñada. James Horne. Hannah se quedó allí de pie un rato más, mirándose los pies con el cuerpo todavía tenso. Luego cruzó la calle hacia el pub.

Hannah cruzó el bar y sostuvo en alto su tarjeta de débito a Pete Murray con una gran sonrisa.

—¿Cómo, todo? —preguntó el casero, bastante sorprendido.

—Hombre de poca fe. Te dije que solo necesitaba unos días más.

—Lo sé. Solo que… supuse que serían unos pocos más. —Pete se encogió de hombros.

—Zánjalo con esto y vendré esta noche a estrenar una nueva cuenta.

Esperó, apoyada en la barra y sin mirar alrededor, mientras Pete procedía a cobrarle. Zach tomó aire antes de llamarla pero algo lo detuvo. Tal vez fue el hecho de que no se volviera para ver si él estaba, o cómo mantuvo la vista fija en la escurridera, tamborileando con un posavasos en el latón con impaciencia. Tal vez fue la multitud de preguntas que se agolpaban en su mente. Sabía que ella no las contestaría, de modo que no quería preguntar, pero era imposible hablar con ella en ese momento sin preguntarle nada. ¿Por qué le había dado dinero a alguien como James Horne, y de dónde había salido de pronto ese dinero? Pero cuando ella se volvió para marchase, él ya estaba de pie y detrás de ella, antes incluso de saber que iba a moverse. La expresión de Hannah cuando él le asió el brazo le dijo todo lo que necesitaba saber. Tenía una mirada decidida y a la defensiva, la boca era una línea resuelta, y su rostro ruborizado tenía una expresión de pesar. Todas las preguntas murieron en los labios de Zach, que sintió algo casi parecido al miedo. De pronto se vio a sí mismo perdiéndola.

—Hannah —dijo suspirando—. Sea lo que sea…, puedes confiar en mí. Espero que lo sepas.

Ella abrió mucho los ojos, y por un instante pareció sentirse sola y asustada. Pero luego volvió la determinación y negó con la cabeza.

—Con esto no, no puedo. Lo siento, Zach.

Al día siguiente era jueves, y Zach se alejó de la costa para tomar la autopista a Surrey. Era el día de su cita con Annie Langton, la mujer que había comprado uno de los retratos de Dennis aparecido recientemente. Había dormido poco la noche anterior, preocupado por Hannah y el problema que imaginaba que tenía. Tal vez había estado lo bastante desesperada para aceptar un préstamo de James Horne, y la discusión había sido a propósito de su devolución, que era lo que Zach le había visto hacer. Pero por alguna razón esa versión de los hechos no acababa de cuadrarle. No pagabas un préstamo legítimo en la calle, con un fajo de billetes dentro de un sobre. Para empezar, no pedías dinero prestado a alguien como James Horne. Zach no pudo imaginarse ni por un momento a Hannah recurriendo a él para pedirle ayuda. Pero si el dinero era para otra cosa, Zach no tenía ni idea de qué se podía tratar. Tampoco se le ocurría cómo había conseguido de repente el dinero que había puesto en el sobre.

Estaba tan cansado y tan absorto en todo ello que solo se acordó de la cita con la señora Langton cuando el teléfono sonó para recordárselo. Con un sobresalto se dio cuenta de que durante más de una semana apenas había pensado en el libro que se suponía que estaba escribiendo. Tenía numerosas notas y muchas fichas en las que había tratado de dar forma a unos capítulos, con referencias cruzadas a dichas notas. Pero de pronto le pareció una posibilidad muy real que el libro nunca se escribiese. El libro que había empezado a escribir ya no era el libro que quería escribir. Sabía que era erróneo, pero ahora veía que era peor que eso. Era inútil.

Quería escribir sobre el hombre, no sobre el artista. Quería escribir sobre Blacknowle, y la gente que vivía allí, y cómo esta había reaccionado ante el gran hombre. Quería escribir sobre Dimity Hatcher, y las últimas obras que se habían vendido de la secreta colección de Dorset. Quería averiguar quién era Dennis, y dónde había vivido Delphine después de que su padre muriera en la guerra. Quería saber lo que Celeste había hecho el resto de su vida. Pero la única persona que podía llenar esas lagunas era Dimity, y no podía obligarla a que le contara que no quería compartir. Las anécdotas que ya le había contado eran fantásticas, su amor por Charles Aubrey las había conservado vivas y luminosas. Pero no bastaban para escribir un libro. Se imaginó volviendo a la galería para cerrarla oficialmente y marcharse, o para abrirla de nuevo e intentar que funcionara. La idea le provocó una oleada de pavor nauseabundo. Se imaginó el expositor de postales cogiendo polvo mientras el sol blanqueaba los colores. Y eso es lo que ocurriría si volvía, de pronto lo vio con toda claridad. Cogería polvo y los colores palidecerían hasta desaparecer; y él no volvería a ver a Hannah.

Annie Langton vivía en una mansión laberíntica de ladrillo rojo en las afueras de Guildford. Por el muro delantero trepaban rosales, dejando caer sus últimos pétalos amarillos sobre la gravilla del camino de entrada. Era bastante pintoresca, pero Zach sabía que tener una propiedad en aquella zona significaba poseer una fortuna. Un gato blanco y negro se frotó contra sus tobillos mientras él llamaba a la puerta principal y esperaba. La señora Langton en persona la abrió. Era diminuta y de maneras bruscas, e iba vestida con unos pantalones de pana hechos a medida y una camisa pardo claro. Llevaba el cabello, de un gris oscuro, corto, y tenía una nariz ganchuda bajo unos penetrantes ojos azules.

—Es usted el señor Gilchrist, imagino. —Lo saludó con un apretón de mano formal.

—Señora Langton. Gracias por permitirme ver su cuadro.

—Pase. Prepararé café, ¿le parece bien?

Lo condujo por un salón inmaculado lleno de sofás excesivamente rellenos y estampados con telas muy gruesas y lujosas.

—Siéntese. Enseguida vuelvo.

Cuando salió a grandes zancadas de la habitación Zach echó una mirada a los cuadros que colgaban de las paredes. Había otras obras preciosas del siglo XX, entre ellas una que parecía un boceto de Henry Moore, un diseño para uno de sus sensuales bronces. De pronto otro boceto le llamó la atención, porque, incluso desde el otro extremo del espacioso salón, vio que era de Aubrey. Cruzó la habitación para examinarlo desde más cerca y sonrió alborozado. Mitzy, 1939. Zach lo recordó, un maravilloso boceto de Mitzy, con los hombros desnudos y bañada por la luz del sol; había salido a subasta hacía unos once años, y Zach no se había molestado siquiera en pujar. Sabía que no podía permitirse comprarlo, porque era el boceto más bonito que existía de ella, aunque apenas era un esbozo. Llevaba una bonita blusa de campesina muy escotada, y la parte superior de sus pechos se curvaba orgullosamente, un instante de un sol acariciante de setenta años atrás; una bonita joven con la luz danzando en los ojos. El que mirara ese rostro joven y no quisiera ahuecar las manos alrededor de él y cubrirlo de besos tenía que ser duro de corazón. El labio superior le sobresalía ligeramente, de forma invitadora.

—Es hermosísima, ¿verdad? —dijo Annie Langton al aparecer detrás de él con la cafetera y las tazas en una bandeja. Sonrió, orgullosa de su dibujo—. Pagué demasiado por él. Mi marido John vivía y casi le dio un infarto. Pero no podía dejar de tenerlo. Es pura melodía, ¿no cree?

—Sí. Yo estuve en la subasta ese día. No pude contenerme, aunque sabía que sería una tortura ver que otro lo compraba y saber que no volvería a verlo.

—Lo que demuestra que en esta vida nunca sabemos nada con seguridad. ¿Leche y azúcar?

—Solo leche, gracias. —El deseo de decirle a la señora Langton que había encontrado a Dimity, que seguía viva, era imperioso, pero se mordió la lengua. La revelación tendría que aparecer en el libro, si algún día lo terminaba.

—Bueno, como le dije a John entonces, el dinero solo es dinero. Mientras que, como creo que ya se ha dicho, un objeto bello es una joya eterna. —Miró el cuadro de Mitzy con un anhelo tan peculiar que Zach casi reconoció la expresión.

—¿No sería usted una de… las mujeres de Aubrey, por casualidad? —preguntó él sonriendo.

La señora Langton le clavó una mirada muy severa.

—Joven, no era ni un proyecto cuando Charles Aubrey se fue a la guerra.

—Por supuesto. Lo siento mucho.

—No importa. —Agitó una mano—. Supongo que para alguien tan joven como usted todo el mundo con más de cincuenta años es igual.

—No soy tan joven.

—¿Entonces solo es torpe? —Su cara permaneció seria, pero sus ojos chispearon, y Zach sonrió tímidamente. Con el amago de una sonrisa ella cambió de tema—. Sé por Paul Gibbons que tiene un interés particular por los retratos que Charles Aubrey hizo a Dennis. ¿Sabe entonces quién era él?

—No. Esperaba que usted pudiera decírmelo.

—Ah, entonces sigue siendo un misterio. No, me temo que no tengo ni idea. He hecho averiguaciones, aunque no pretendo saber tanto de Aubrey como un experto como usted. Y no he descubierto ninguna alusión a él en ninguna parte.

—Yo tampoco.

—Cielos…, espero que no haya hecho tantas millas solo para preguntarme si lo sabía.

—No, no. Tengo una especie de… teoría sobre los cuadros de Dennis. Esperaba que ver el suyo pudiera ayudarme a aclarar algo.

—¿Sí? —La señora Langton bebió un sorbo de café, sin apartar en ningún momento su penetrante mirada de Zach. Este vio que no tenía sentido tratar de disimular.

—Me preocupa que no se mencione a Dennis en ninguna parte. Me resulta casi imposible creerlo, teniendo en cuenta las fechas en que se supone que se hicieron los dibujos. Si son correctas, es casi seguro que Dennis tendría que haber estado en Blacknowle en algún momento. Pero he estado allí y he hablado con algunas personas que vivían en el pueblo en aquella época. Y nadie ha oído hablar siquiera de él.

—Ha dicho que se supone que se hicieron. ¿Debo entender que cree que los retratos no son auténticos?

—Sé que… no es algo que nadie quiera oír. Pero ¿no le parece extraño que esos retratos, los únicos de Dennis que conocemos, hayan sido puestos a la venta en los últimos años, aparentemente por el mismo vendedor? ¿Y que sean tan parecidos pero no del todo?

—Estoy de acuerdo. Es muy extraño. Pero cuando vea la técnica del dibujo, sabrá que son realmente de Charles Aubrey. Tal vez el tal Dennis, fuera quien fuese, se enfadara con él. Tal vez el mismo Aubrey expulsó al joven de su vida antes de morir. O tal vez él mismo estaba insatisfecho con los cuadros y los ocultó, y por eso nunca se vendieron. Hasta ahora.

—Es posible, supongo. Pero no acabo de creérmelo.

—Bueno, deje que le muestre mi Dennis. Tal vez eso le ayude a llegar a una conclusión.

Lo condujo por el pasillo hasta un gran estudio dominado por un escritorio de castaño pulido. Las paredes estaban revestidas de estanterías, y allá donde había un hueco colgaba un cuadro. Zach vio a Dennis en el acto, y se estaba acercando a él cuando la señora Langton se lo señaló. Ya conocía el cuadro, por supuesto. Lo había contemplado detenidamente en el catálogo de la subasta. Volvió a observarlo otra vez y sintió cómo le inundaba la desilusión a medida que transcurrían los segundos. Ver el cuadro no arrojó la luz que había esperado. Era consciente de que la señora Langton lo observaba con atención y decidió guardar las apariencias y mostrar más interés del que sentía.

—¿Le importa que lo acerque a la ventana para mirarlo?

—Por supuesto que no. Adelante.

El cuadro tenía un pesado marco de madera, y Zach lo sostuvo con firmeza mientras lo descolgaba de la pared. Frente a la ventana, lo giró hasta que la luz brilló de pleno en el papel. Miró los trazos a lápiz, la firma, la expresión ambigua del joven. Miró y deseó que saliera algo a la superficie, pero no fue así. Sin embargo, no podía evitar tener la sensación de que el cuadro no era enteramente lo que se suponía que era.

—No es una obra maestra, pero es un boceto bastante bonito, siempre lo he pensado. Y fue una ganga —dijo Annie Langton cuando el silencio se prolongó demasiado—. ¿Le dejo un rato a solas con él?

—No, no hace falta.

—¿Ya tiene lo que buscaba?

—No del todo. ¿Ha averiguado por casualidad la identidad del vendedor?

—No, y lo pregunté… Como a todos, me intrigaba saber de dónde salían de pronto estas nuevas obras. Normalmente se dice quién es el vendedor, pero esta vez lo mantuvieron oculto. Un anonimato estricto. —Arqueó las cejas con tristeza.

—¿Y lo compró con este marco?

—Oh, no. No tenía marco cuando llegó a la casa de subastas. Solo estaba enrollado en mugrientas hojas de periódico, si puede creerlo…, que no es lo más adecuado. Por suerte la tinta solo había manchado un poco el dorso del retrato.

—¿En papel periódico? Entonces la persona que lo vendió no era exactamente reverente. ¿Recuerda qué periódico era?

The Times, creo, pero no lo recuerdo con seguridad. No era nada revelador…, fechado un mes antes de la venta. Todavía lo tengo, si quiere verlo.

—¿Lo ha guardado? Sí, por favor. —En su fuero interno, Zach rezó para que se tratara de un periódico local y no uno nacional.

—Bueno, en mi opinión esta clase de cosas forman parte de la procedencia de una obra, por poco apropiadas que puedan ser.

La señora Langton cruzó la habitación hasta detenerse frente a una gran cómoda y se inclinó para abrir el cajón inferior, del que retiró un cilindro de papel periódico ligeramente aplastado.

—Aquí tiene, aunque me temo que no le será de gran ayuda.

Las páginas eran, en efecto, de The Times. Decepcionado, Zach desenrolló el cilindro y examinó la fecha y algunos pies de autor. No estaba seguro de qué esperaba encontrar, pero había una posibilidad de que el anterior dueño de la obra hubiera dejado alguna pista sobre su identidad. Dio la vuelta a las hojas y examinó el otro lado, y algo en la parte inferior derecha le hizo detenerse. Había un par de borrones de color en el papel: manchas como de tinta de un verde esmeralda intenso. Parecían huellas digitales, y mientras Zach fruncía el entrecejo, tratando de recordar dónde había visto hacía poco ese color, vio algo que lo dejó helado.

—¿Se encuentra bien, señor Gilchrist? Está bastante pálido.

Annie Langton le puso una mano en el brazo, pero la voz parecía llegar de un lugar lejano. Zach apenas la oía por encima del martilleante pulso en los oídos, y el periódico que tenía en las manos empezó a temblar de forma incontrolable. En la esquina de la hoja, justo en el borde, destacaba la impresión de un pulgar del mismo verde esmeralda que el de las marcas de las ovejas de Hannah. Una huella con la línea diagonal de una cicatriz atravesándola; clara e inconfundible.