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El viento soplaba con tanta fuerza que se sentía zarandeada entre dos mundos, atrapada en una ensoñación tan vívida que los contornos se fueron desdibujando hasta desaparecer. El vendaval sacudía las esquinas de la casa, bajaba silbando por la chimenea, se batía contra los árboles del exterior. Pero lo más estrepitoso de todo era el mar, que azotaba la orilla pedregosa y se estrellaba contra las rocas al pie del acantilado. Un rugido grave que ella creía sentir en el pecho, ascendiendo a través de sus huesos desde el suelo.

Había estado dormitando en su silla junto a los rescoldos de la lumbre. Demasiado vieja y cansada para levantarse y arrastrarse hasta la cama del piso de arriba. Pero el viento había desatrancado la ventana de la cocina y esta se abría y cerraba sobre sus goznes con tanta fuerza que el siguiente golpe podía ser el último. El marco estaba podrido; hacía años que mantenían la ventana cerrada con un simple papel doblado que hacía las veces de cuña. El ruido se introdujo en su sueño y la despertó, y ella flotó en los límites de la somnolencia mientras el aire frío de la noche entraba y se acumulaba a sus pies como una marea creciente. Tenía que levantarse y asegurar el marco con la cuña antes de que el cristal se hiciera añicos. Abrió los ojos y vio los contornos grises de la habitación con la nitidez suficiente. Al otro lado de la ventana la luna cruzaba a gran velocidad el cielo mientras las nubes pasaban raudas por su lado.

Tiritando de frío, se acercó a la ventana de la cocina, donde la tormenta estaba formando una capa de sal sobre el cristal. Los huesos de los pies le dolían en su pugna por atravesarle la piel. Después de dormir en la silla tenía las caderas y la espalda rígidas como madera hinchada, y le suponía un esfuerzo poner las articulaciones en movimiento. El viento que entraba le levantó el pelo y le provocó un estremecimiento, pero ella cerró los ojos para aspirarlo, pues el olor del mar le resultaba entrañable y familiar. Era el olor de todo lo que conocía, el olor de su hogar y de su prisión, su propio olor. Cuando abrió los ojos respiraba entrecortadamente.

Celeste estaba ahí fuera, en los acantilados, de espaldas a la casa, mirando el mar, esculpida por la luz plateada de la luna. La superficie del canal de la Mancha subía y bajaba agitada, y de las crestas blancas se desprendía espuma que se lanzaba hiriente contra la orilla. Ella notó pequeñas salpicaduras en la cara, duras y corrosivas. ¿Cómo era posible que Celeste estuviera allí? ¿Después de todos esos largos años, después de haberse esfumado? Pero era ella, de eso no había duda. La larga y familiar espalda, una columna vertebral flexible que descendía hasta las voluptuosas curvas de las caderas; los brazos rectos a los costados, con los dedos extendidos. «Me gusta sentir el viento al pasar entre mis manos». Las palabras parecían llegar en un susurro a través de la ventana, con ese extraño acento gutural tan suyo. El pelo largo y un vestido también largo y amorfo que se ondulaba por detrás; la tela ceñía los contornos de los muslos, la cintura y los hombros. Luego, inesperadamente, llegó una imagen nítida: él bosquejando un retrato de Celeste, alzando la vista con aquella intensidad aterradora, aquella concentración inquebrantable. Volvió a cerrar los ojos y los apretó con fuerza. El recuerdo era tan querido como insoportable.

Cuando los abrió continuaba sentada en su silla, la ventana no había dejado de golpear y seguía entrando el viento. Así pues, ¿todavía no se había levantado? ¿No se había acercado a la ventana y había visto a Celeste? No sabía distinguir lo real del sueño. Le palpitaba el corazón con fuerza solo de pensar… que Celeste había regresado; que había descubierto lo ocurrido y quién tenía la culpa. Se imaginó la mirada feroz y furiosa de la mujer, contemplándolo todo, calándola a fondo, y de pronto lo supo. «Un presentimiento», oyó cómo le susurraba agriamente al oído la voz de su madre; con tanta claridad que miró alrededor para comprobar si Valentina estaba de verdad allí. Las sombras se agazapaban en los rincones de la habitación y le sostenían la mirada. Su madre había afirmado a veces que tenía el don y siempre había buscado algún signo en su hija. Alentaba cualquier indicio de visión interior. Tal vez era eso, por fin, lo que Valentina había esperado, porque en ese momento supo que se avecinaba un cambio. Tan seguro como la profundidad del mar. Después de todos esos largos años se avecinaba un cambio. Iba a llegar alguien. El miedo la rodeó con sus pesados brazos.

El temprano sol de la mañana entraba a raudales por las altas ventanas de la galería, rebotando en el suelo, deslumbrante. El sol de finales de verano todavía calentaba y auguraba un buen día, pero cuando Zach abrió la puerta de la calle, notó una frialdad en el aire que no había percibido siquiera en la última semana. Un olor a humedad que hablaba de otoño. Inspiró profundamente y volvió la cara hacia el sol un momento. Otoño. El cambio de estación, el final del feliz paréntesis que había disfrutado, de la pretensión de que todo siguiera igual. Ese era el último día, y Elise se marchaba.

Miró a ambos lados de la calle. Solo eran las ocho y no había ni un alma caminando por esa calle de Bath. La galería Gilchrist estaba en una estrecha callejuela, a solo unas cien yardas de Great Pulteney Street, una vía principal. Lo bastante cerca para que fuera fácil localizarla, se había dicho. Lo bastante cerca para que la gente viera el letrero si al pasar se le ocurría mirar hacia la callejuela. Y el letrero se veía claramente; lo había comprobado para asegurarse. Pero era sorprendente a qué poca gente se le había ocurrido mirar a uno u otro lado al pasar por Great Pulteney Street. Aun así, era demasiado temprano para los compradores, se dijo. La gente que la recorría en riadas, entrecruzándose al final de la calle, tenía el aspecto formal y apresurado de quien va a trabajar. El amortiguado sonido de sus pasos viajaba a través del aire en calma, abriendo un túnel en medio de inhóspitas sombras negras y deslumbrantes tramos de sol hasta él. En contraste, el silencio que rodeaba el timbre de Zach estaba teñido de tristeza. Una galería no debería depender de la afluencia de público o de clientela de paso, se recordó. Una galería era un lugar que debería buscar la gente adecuada. Suspiró y entró.

Antes de que se la traspasaran a él cuatro años atrás, la galería de Zach había sido una joyería. Mientras la reformaban aparecieron pequeños cierres y piezas de metal debajo del mostrador y detrás de los zócalos; pedazos de alambre de oro y plata. Un día incluso encontró una piedra preciosa encajada detrás de un estante, donde se abría una estrecha grieta entre la madera y la pared. Le cayó sobre el pie con un sonido firme al retirar la balda. Una pequeña gema totalmente transparente y brillante que quizá era un diamante. Zach la guardó y lo tomó como un buen augurio. Tal vez lo que había hecho era gafarlo, pensó. Tal vez debería haber buscado al antiguo joyero para devolvérsela. El aspecto de la tienda, situada en una suave pendiente, era perfecto, con sus enormes cristaleras que miraban al sudeste, recibiendo todo el sol de la mañana, pero sobre el suelo de la tienda, no en las paredes, donde colgaban las obras de arte perecederas. Incluso en los días sombríos el interior era luminoso, y tenía el tamaño justo para retroceder un paso y admirar los cuadros grandes a la distancia adecuada.

En aquel momento no había muchos cuadros grandes. Por fin la semana anterior Zach había vendido el paisaje de Waterman, obra de uno de los artistas contemporáneos locales. Había estado en el escaparate el tiempo suficiente para que a Nick Waterman empezara a preocuparle que se atenuaran los colores, y la venta había llegado justo a tiempo para evitar que el artista trasladara toda su colección a otra parte. «Toda su colección», gruñó Zach por lo bajo. Tres paisajes urbanos de los edificios de Bach recortados contra el horizonte, desde distintos lugares estratégicos de las colinas de alrededor, y una escena de playa ligeramente sensiblera de una joven paseando un setter irlandés. Solo el color de ese perro le había hecho aceptar el cuadro. Un fabuloso rojo cobrizo, una llamarada de vida en una escena por lo demás anquilosada. Los ingresos por la venta del cuadro, a repartir entre la galería y el artista, habían proporcionado a Zach el efectivo suficiente para pagar el impuesto del coche y volver a ponerlo en circulación. Justo a tiempo para hacer verdaderas excursiones con Elise a lugares más lejanos. Habían visitado las cuevas de Cheddar, en Longleat, y hecho una merienda campestre en Savernake Forest. Zach se volvió lentamente hacia el resto de las obras y, tras pasear la mirada por varios cuadros pequeños pero bonitos de artistas del siglo XX y unas cuantas acuarelas recientes de artistas locales, se detuvo en el balbuciente corazón de la colección: tres dibujos de Charles Aubrey.

Con cuidado los había colgado juntos en la pared mejor iluminada, a la altura perfecta. El primero era un esbozo a lápiz, titulado Mitzy recolectando. La modelo estaba en cuclillas de forma poco elegante, de espaldas al artista, con las rodillas separadas y cubiertas con la tela de una falda lisa, la blusa metida descuidadamente en la cinturilla, dejando a la vista una parte de piel por detrás. Era un boceto de contornos y sombreados apresurados, y sin embargo esa pequeña sección de la espalda, con la hendidura de la columna vertebral, estaba tan maravillosamente dibujada que Zach siempre había querido alargar una mano para deslizar el pulgar, palpar la piel tersa y los prietos músculos debajo y la ligera humedad del sudor donde le daba el sol. La niña parecía estar clasificando unas hojas de una cesta de mimbre que había en el suelo entre sus rodillas; como si notara que la estaban observando, como si casi esperara ese roce no solicitado en su espalda, había inclinado el rostro hacia el hombro de tal modo que la oreja y el contorno de la mejilla eran visibles. De sus ojos solo se insinuaban las pestañas más allá de la curva de un pómulo, y sin embargo Zach percibía lo consciente y atenta que estaba a la persona que se hallaba a sus espaldas. ¿El observador, tantos años después, o el artista, en aquel momento? El dibujo estaba firmado y fechado en 1938.

El siguiente cuadro era de tiza negra y blanca sobre papel color ocre. Era un retrato de Celeste, la amante de Charles Aubrey. Celeste —al parecer no constaba en ningún sitio el apellido de la mujer— era descendiente de marroquíes franceses y tenía la tez color miel y una abundante melena morena. El dibujo reproducía la cabeza y el cuello, y se interrumpía en la clavícula; en ese pequeño espacio había confinado la ira de la mujer con tal intensidad que Zach a menudo veía a los clientes retroceder ligeramente cuando lo contemplaban por primera vez, como si esperaran que los reprendiera por atreverse a mirar. Él mismo a menudo se preguntaba qué la habría hecho montar en cólera, pero el fuego de sus ojos le decía que el artista pisó terreno peligroso al elegir ese momento en particular para dibujarla. Celeste era hermosa. Todas las mujeres de Aubrey lo habían sido y, aunque no se tratara de bellezas clásicas, él sabía captar la esencia de su atractivo en los retratos. Pero no había ambigüedad respecto a Celeste, con su cara perfectamente ovalada, sus enormes ojos almendrados y las franjas de cabello negro azabache. Su rostro, su expresión, era osado, valiente y profundamente cautivador. No era de extrañar que hubiera logrado embelesar a Charles Aubrey durante tanto tiempo. Más de lo que lo había conseguido ninguna amante.

El tercer cuadro de Aubrey siempre lo dejaba para el final, para mirarlo más tiempo. Delphine, 1938. La hija del artista, a los trece años. La había dibujado de rodillas para arriba, de nuevo a lápiz, y estaba de pie con las manos unidas, con una blusa de cuello marinero y el pelo rizado recogido en una coleta. Estaba vuelta tres cuartos hacia el artista, con los hombros rígidos, como si le acabaran de decir que se pusiera derecha. Era como una fotografía de colegio para la que se posa incómodo; pero el esbozo de una sonrisa nerviosa asomaba en los labios de la niña, como si le sorprendiera la atención que le prestaban y se sintiera inesperadamente complacida. Le daba el sol en los ojos y en el pelo, y con unos pocos toques de luz casi imperceptibles Aubrey había logrado transmitir la incertidumbre de la niña con tanta claridad que parecía estar a punto de cambiar de postura, ocultar la sonrisa con una mano y volver la cara con timidez. Se la veía cohibida, poco segura de sí misma, sumisa; Zach la amaba con una fuerza desconcertante que, por una parte, era paternal, protectora, pero había algo más. Su rostro seguía siendo el de una niña, pero en su expresión, en sus ojos, había trazos de la mujer en que se convertiría. Era la personificación misma de la adolescencia, de una promesa recién hecha, la primavera esperando florecer. Zach había pasado horas contemplando su retrato, deseando haberla conocido.

Era un dibujo de gran valor, y si hubiera querido venderlo habría logrado capear el temporal por un tiempo. Incluso sabía a quién podía vendérselo al día siguiente si se decidía a hacerlo. Philip Hart, un colega entusiasta. Zach había pujado más alto que él por el dibujo en una subasta de Londres hacía tres años, y desde entonces Philip había ido a verlo dos o tres veces al año, para saber si estaba dispuesto a venderlo. Pero Zach nunca lo estaba. Creía que nunca lo estaría. Hart le había ofrecido diecisiete mil libras en su última visita y por primera vez Zach había dudado. Por muy bonitos que fueran, habría aceptado la mitad de esa cantidad por los dibujos de Celeste o Mitzy, los restos de su colección cada vez más reducida de Aubrey. Pero no se veía con fuerzas para separarse de Delphine. En otros bocetos de ella, y no había muchos, era una niña delgada, una figura secundaria, eclipsada por la despampanante presencia de su hermana Élodie o por la osada Celeste. Pero en ese boceto aparecía ella sola; viva y en la cúspide de todo lo que estaba por venir. Fuera lo que fuese. Ese era el último cuadro de ella que sobrevivía de los que Aubrey había dibujado antes de su catastrófica decisión de combatir en la Segunda Guerra Mundial.

Zach se detuvo a contemplarla, sus manos maravillosamente reproducidas con las uñas romas y cortas; los pliegues de la cinta que le sujetaba el pelo. Se la figuraba un poco masculina; se imaginaba un cepillo pasado con dolor y prisas por ese pelo indomable. «Había estado en los acantilados esa mañana, buscando plumas o flores o lo que fuera que mereciera la pena encontrar. No era masculina, pero tampoco era una niña que tuviera un interés particular en estar guapa. El viento le había enmarañado el cabello en nudos que tardaría días en desenredar, y Celeste la había regañado por no cubrírselo con un pañuelo. Élodie estaba sentada en una silla detrás de su padre, columpiando las piernas, enfurruñada por unos celos furiosos. El corazón de Delphine rebosaba de orgullo y de amor por su padre, y mientras él dibujaba con el ceño fruncido, ella pronunciaba en silencio oración tras oración para no llevarse una desilusión», pensó. A la brillante luz de la galería, la imagen de Zach reflejada en el cristal, casi tan imperceptible como los trazos a lápiz de detrás, le devolvía la mirada. Si se concentraba podía ver ambos rostros a la vez: su expresión superpuesta a la de ella, los ojos de ella mirando más allá de su cara. No le gustó lo que vio; tenía treinta y cinco años, pero su expresión absorta y melancólica le hacía aparentar más, y de repente se los notó. Como no se había peinado todavía, el pelo se le levantaba en copetes, y necesitaba urgentemente un afeitado. Con las ojeras poco podía hacer. Llevaba semanas durmiendo mal, desde que se había enterado de lo de Elise.

Se oyó un ruido de pasos y Elise bajó corriendo a la galería, donde se balanceó en el umbral agarrada al pomo de la puerta con la cara iluminada, mientras su largo cabello castaño ondeaba detrás de ella.

—¡Eh! ¡Te he dicho que no te columpies en la puerta de ese modo! Eres demasiado mayor, Els. La arrancarás de las bisagras —dijo Zach, dirigiéndose hacia ella para alejarla de la puerta.

—Sí, papá —dijo Elise, y cualquier signo de contrición quedó frustrado por una gran sonrisa y un atisbo de risa en su voz al preguntar—: ¿Podemos desayunar ahora? Estoy muerta de hambre.

—¿Muerta? Eso va en serio. De acuerdo, dame un segundo.

—¡Uno! —gritó ella, y recorrió ruidosamente la distancia restante hasta la planta baja, donde había suficiente espacio para dar vueltas con los brazos en cruz y los pies amenazando con tropezar entre sí.

Zach la observó un momento y sintió un nudo en la garganta. Había pasado cuatro semanas con él y no estaba seguro de cómo llevaría su ausencia. Elise tenía seis años y era una niña enérgica, sana y vivaz. Aunque sus ojos tenían el mismo color que los de él eran más grandes y brillantes, el blanco más blanco, y la forma cambiaba constantemente, pasando de muy abiertos de admiración o indignación a entornados por la risa o el sueño. En Elise, los ojos castaños eran hermosos. Llevaba unos vaqueros violeta, rasgados por las rodillas, y una blusa verde abierta sobre una camiseta rosa estampada con una fotografía de Gemini, su poni favorito de la escuela de equitación. Ella misma había tomado la foto y no era muy buena. Gemini había levantado el morro hacia la cámara y echado las orejas hacia atrás, y el flash había provocado un destello aterrador en un ojo, por lo que, en opinión de Zach, parecía de mal humor, insólitamente alargado y posiblemente malvado. Pero a Elise le gustaba la camiseta tanto como el poni. Remataba el atuendo un bolso de plástico de un amarillo vivo; prendas que no combinaban y le daban un aspecto tan llamativo como encantador, semejante a un caramelo de fruta de muchos colores. Ali no aprobaría ese conjunto que la misma Elise había escogido, pero lo último que iba a hacer Zach era ponerse a discutir y hacerle cambiar de ropa la última mañana que pasaban juntos.

—Un conjunto vistoso, Els.

—¡Gracias! —respondió ella sin aliento, dando vueltas aún.

Zach se dio cuenta de que la miraba fijamente. Intentaba no pasar nada por alto. Sabía que la próxima vez que la viera se habrían producido un sinfín de cambios sutiles. Tal vez la misma camiseta del feo poni gris se le habría quedado pequeña, o incluso habría perdido interés por la criatura, aunque eso parecía improbable. En ese momento parecía tan disgustada por separarse del poni como de sus amigas y de su colegio. De su padre. El tiempo lo diría. Estaba a punto de descubrir si su hija era de los de si te he visto no me acuerdo, o de aquellos para los que una ausencia no hacía sino aumentar el cariño. Esperaba que fuera lo último. Se bebió el resto de café, cerró la puerta de la calle con llave, y luego cosquilleó a su hija en las costillas para hacerla reír.

Desayunaron en una maltrecha mesa de pino de la cocina en el piso de encima de la galería, con los compases de Miley Cyrus en el reproductor de cedés. Zach suspiró cuando volvió a sonar la canción que menos le gustaba de la empalagosa estrella del pop, y se dio cuenta con horror de que, poco a poco y contra su voluntad, se había aprendido la letra. Elise meneaba los hombros mientras se comía los cereales, en una especie de danza sentada, y Zach cantó una parte del estribillo con un falsete agudo que hizo que ella se atragantara y le cayera la leche por la barbilla.

—¿Estás emocionada con el viaje? —le preguntó él con cautela, cuando Miley se sumió en un bendito silencio.

Elise asintió, pero no dijo una palabra, solo perseguía los últimos copos de sus cereales por el bol y los sacaba de la leche como si pescara renacuajos.

—Mañana a estas horas estarás en un avión, muy alto en el cielo. Será divertido, ¿no? —insistió él, detestándose a sí mismo porque veía que Elise no estaba segura de cómo debía responder.

Sabía que estaba agitada, asustada, impaciente y triste por irse. Una mezcla de emociones que era demasiado pequeña para manejar, y más aún verbalizar.

—Creo que tú también deberías ir, papá —dijo por fin, apartando el bol y recostándose mientras columpiaba las piernas, incómoda.

—Bueno, no estoy tan seguro de que sea una buena idea. Pero nos veremos en vacaciones e iré a verte muchas veces —respondió él automáticamente.

Luego se maldijo por si no podía permitírselo. Los vuelos transatlánticos no eran baratos.

—¿Me lo prometes? —Elise alzó los ojos y lo miró fijamente, como si detectara la falsedad de las palabras.

A Zach se le revolvió el estómago, y cuando habló le costó que su voz sonara normal.

—Te lo prometo.

Tenían que marcharse antes de que acabaran las vacaciones de verano, había dicho Ali, para que Elise dispusiera de dos semanas para adaptarse antes de empezar en su nuevo colegio. Su nuevo colegio en Hingham, cerca de Boston. Zach nunca había estado en Nueva Inglaterra, pero se imaginaba una arquitectura colonial, playas abiertas y enormes hileras de yates de un blanco prístino atracados a lo largo de embarcaderos de madera descolorida. Eran esas playas y barcos lo que más atraían a Elise. Lowell tenía un velero, y enseñaría a Ali y Elise a navegar. Irían costa arriba y harían picnics. Como viera una foto de Elise cerca de un barco sin chaleco salvavidas, pensó Zach, se plantaría allí en un abrir y cerrar de ojos para arrancarle la cabeza al presumido de Lowell. Suspiró para sus adentros por la mezquindad del pensamiento. Lowell era un buen tipo. Nunca dejaría que un niño se acercara a un barco sin chaleco salvavidas, y menos el hijo de otra persona. Lowell no trataba de ser el padre de Elise, agradecía que ya tuviera uno. El maldito Lowell era simpático y razonable, cuando lo que Zach quería con toda su alma era odiarlo.

Tras meter las cosas de Elise en su bolsa de viaje con ruedas Happy Feet, Zach dio una vuelta por el piso y la galería buscando pasadores, libros de Ahlberg y los numerosos objetos pequeños de plástico que su hija parecía soltar allá adonde iba. Una estela de migas de pan, por si se perdía. Sacó el cedé de Miley Cyrus del reproductor y lo puso con los demás: cuentos leídos por actores y canciones infantiles, más música pop empalagosa y una oscura colección de cuentos populares alemanes que le había enviado una tía de Ali. Apartó el cedé favorito de Elise, los Cuentos de Beatrix Potter, y se planteó quedárselo. Lo habían escuchado en el coche durante las excursiones que habían hecho la semana anterior, y el sonido de Elise hablando con el narrador, tratando de imitar las voces y repitiendo luego las frases durante el resto del día, se había convertido en la banda sonora de los últimos días de verano: «¡Dame un pez, Hunca Munca! Cuac, dijo Jemima Pata de Charco». Pensó en que se lo pondría cuando ella ya no estuviera e imaginaría su interpretación, pero la idea de un adulto escuchando solo cuentos infantiles resultaba de lo más trágica. Guardó el cedé con los demás.

A las once en punto llegó Ali y pulsó el timbre un par de segundos de más, lo justo para que sonara impaciente, insistente. A través del cristal de la puerta Zach vio su pelo rubio. Últimamente lo llevaba corto; el sol se reflejaba en él y le brillaba. Ocultaba los ojos detrás de unas gafas de sol e iba vestida con un suéter de algodón de rayas blancas y azules que apenas rozaba su esbelta figura. Cuando Zach abrió la puerta y consiguió esbozar una sonrisa, notó que el habitual estallido de emoción que solía experimentar al verla era menos intenso que antes y que además iba menguando. Lo que había sido amor imposible, sufrimiento, cólera y desesperación era ahora más bien nostalgia; un dolor sordo como un viejo pesar. Un sentimiento ligeramente más vacío y sosegado. ¿Significaba eso que ya no estaba enamorado de ella? Suponía que sí. Pero ¿cómo era posible…, cómo podía haber desaparecido ese amor sin dejar un enorme agujero en su interior, como un tumor? Ali esbozó una sonrisa formal y Zach se inclinó para besarle la mejilla. Ella se la ofreció, pero no le devolvió el beso.

—¿Qué tal todo? —preguntó ella, todavía con esa sonrisa de labios apretados.

Había inspirado profundamente antes de hablar, y mantuvo la mayor parte del aire dentro, reprimido, hinchándole el pecho. Zach se percató de que pensaba que iban a volver a discutir. Estaba preparada para ello.

—Muy bien, gracias. ¿Cómo estás tú? ¿Ya tienes las maletas hechas? Pasa. —Retrocedió y mantuvo la puerta abierta para que entrara.

Una vez dentro, Ali se quitó las gafas y recorrió con la mirada las paredes prácticamente vacías de la galería. Tenía los ojos un poco enrojecidos, un signo de cansancio. Se volvió hacia él y lo examinó rápidamente con una expresión de lástima y exasperación, pero se calló lo que había estado a punto de decir.

—Te veo… bien —dijo.

Zach se dio cuenta de que solo estaba siendo educada. Habían pasado de poder contárselo todo a ser educados. Se hizo un breve silencio, un poco violento al instaurarse esa última rutina en su relación. Seis años de matrimonio, dos de divorcio, y volvían a ser unos desconocidos.

—Veo que todavía tienes colgado Delphine —dijo Ali.

—Sabes que nunca vendería ese cuadro.

—Pero ¿no es esa la función de una galería? Comprar y vender…

—Y exponer. Es mi exposición permanente. —Zach sonrió un poco.

—Te permitiría comprar muchos vuelos para ir a ver a Elise.

—Si no fuera por ti, podría ahorrármelos —replicó Zach con dureza.

Ali apartó la mirada, cruzándose de brazos.

—Zach, no…

—No, no empecemos. Entonces no ha habido un cambio de opinión en el último momento, ¿verdad?

—¿Dónde está Elise? —preguntó Ali, pasando por alto el comentario.

—Arriba, viendo algo escandaloso y de mal gusto en la televisión.

Ali le lanzó una mirada impaciente.

—Bueno, espero que hayáis hecho algo más todas estas semanas que sentaros delante de…

—Oh, déjalo, Ali. No necesito que me des lecciones de cómo ser padre —dijo él con calma, medio divertido.

Ali inspiró profundamente de nuevo y contuvo el aire.

—Estoy seguro de que Elise te dirá lo que hemos hecho. ¡Els! ¡Mamá está aquí!

Sacó la cabeza por la puerta y gritó hacia las escaleras. Llevaba semanas aterrado al pensar en su partida, desde que Ali le había hablado del traslado, y todas las discusiones y peleas no habían cambiado nada. Ahora el terror se había vuelto casi insoportable, y puesto que había llegado la hora, quería acabar con ello de una vez. Hacerlo rápido para que doliera menos.

Ali le puso una mano en el brazo.

—Espera. Antes de que baje, ¿no quieres hablar de…? —Se interrumpió, se encogió de hombros y abrió los dedos, buscando las palabras.

—Exacto —dijo Zach—. Hemos hablado y hablado; tú me has dicho lo que querías, y yo te he dicho lo que quería, y el resultado es que tú vas a salirte con la tuya y yo ya me puedo pudrir. Así que hazlo ya, Ali —añadió, sintiéndose repentinamente agotado.

Le escocían los ojos y se los frotó con los pulgares.

—Esta es una oportunidad para que Elise y yo empecemos de cero. Una nueva vida…, seremos más felices. Podrá olvidar todo…

—¿Todo lo relacionado conmigo?

—Todo lo relacionado con la… crisis. La tensión del divorcio.

—Nunca creeré que sea buena idea que te la lleves tan lejos de mí, de modo que es inútil que intentes convencerme. Siempre pensaré que es injusto. No he impugnado la custodia porque… no quería empeorar las cosas. Ponerlas más difíciles para ella y para nosotros. Y así es como me lo agradeces. Te la llevas a tres mil millas de distancia, y me conviertes en un tipo que la ve dos o tres veces al año y le envía regalos que no le gustan porque está tan distanciado de ella que ya no sabe lo que le gusta…

—No fue por eso. No fue por ti… —Los ojos de Ali se encendieron de indignación, y Zach vio en ellos también un atisbo de culpabilidad; vio que le había costado tomar aquella decisión. Por extraño que pareciera, eso no hizo que se sintiera mejor que ella.

—¿Cómo te sentirías tú, Ali? ¿Cómo te sentirías si estuvieras en mi lugar? —preguntó él con pasión.

Durante un momento espantoso le pareció que iba a llorar. Pero no lo hizo. Sostuvo la mirada de Ali y se lo hizo ver; y a ella se le encendieron las mejillas de la emoción y le brillaron los ojos de desesperación. Zach no tenía forma de saber cuál era esa emoción, y en ese momento Elise bajó corriendo las escaleras y se arrojó a los brazos de su madre.

Cuando se marcharon, Zach abrazó a Elise y trató de seguir sonriendo para tranquilizarla y evitar que se sintiera culpable. Pero cuando Elise se echó a llorar, no fue capaz de continuar…, su sonrisa se convirtió en una mueca y las lágrimas enturbiaron la última visión de ella, de modo que al final dejó de fingir que estaba bien. Elise tragó saliva y se frotó los ojos con los nudillos, y Zach la sujetó con los brazos extendidos y le secó la cara.

—Te quiero mucho, Els. Y pronto nos veremos —dijo sin dejar margen a la ambigüedad, sin sombra de duda.

Ella asintió, suspirando profunda y entrecortadamente.

—Vamos. Una última sonrisa para papá antes de irte.

Ella se esforzó, curvando su pequeña boca redonda por las comisuras mientras los sollozos le sacudían el pecho. Zach le dio un beso y se irguió.

—Marchaos —le dijo a Ali con dureza—. Marchaos ya.

Ali cogió a Elise de la mano y tiró de ella por la acera hacia donde había aparcado el coche. Elise se volvió y dijo adiós con la mano desde el asiento trasero, hasta que el coche desapareció colina abajo. Y cuando lo hizo, Zach sintió que algo se apagaba en su interior. No habría sabido decir qué era, pero sabía que era indispensable. Aturdido, se dejó caer en el escalón de entrada de la galería y se quedó allí sentado un largo rato.

Los días siguientes Zach reanudó maquinalmente su vida cotidiana, abría la galería, trataba de llenar el tiempo con trabajillos, leía catálogos de subastas, cerraba de nuevo la galería; con el mismo aturdimiento que perseguía todos sus pasos. Había un vacío en cada cosa que hacía. Sin una Elise allí que lo despertara, le pidiera el desayuno, le exigiera que la entretuviera, impresionara y riñera, sus actos no parecían tener mucho sentido. Por un tiempo había pensado que perder a Ali era lo peor que podía haberle ocurrido. Ahora sabía que perder a Elise iba a ser mucho, muchísimo peor.

—No la has perdido —le dijo su amigo Ian mientras comían un curry la semana siguiente—. Siempre serás su padre.

—Un padre ausente. No la clase de padre que querría ser —replicó Zach de malhumor.

Ian guardó silencio un momento. Era evidente que le costaba encontrar palabras de consuelo; resultaba difícil estar en compañía de Zach. Zach lo lamentaba, pero no podía evitarlo. No estaba para baladronadas; no se sentía valiente, ni fuerte ni adaptable. Cuando Ian insinuó tímidamente que el traslado a Estados Unidos podría ser liberador, que a él también le permitiría empezar de cero, Zach lo miró desolado y su amigo se calló incómodo.

—Lo siento, Ian. Es una pesadez estar conmigo, ¿verdad? —se disculpó al final.

—Ni que lo digas —coincidió Ian—. Por suerte aquí sirven un buen karai, si no, me habría ido a los diez minutos.

—Lo siento. Yo… ya la echo de menos.

—Lo sé. ¿Qué tal va la galería?

—Se está hundiendo.

—No lo dirás en serio…

—Es bastante probable. —Zach sonrió ante la expresión horrorizada de Ian.

La compañía privada de Ian, que organizaba aventuras únicas para recordar toda la vida, no cesaba de crecer.

—No puedes permitir que eso ocurra, tío. Debe de haber algo que puedas hacer.

—¿Como qué? No puedo obligar a nadie a comprar obras de arte. O quieren o no quieren.

En realidad sí había cosas que debería hacer. Debería dedicarse a cuadros más pequeños y asequibles, y aumentar así su colección. Debería ir a Londres más a menudo; llamar a otros marchantes y clientes del pasado para recordarles que existía. Reservar un puesto en la Feria de Arte de Londres. Todo con tal de atraer clientes a la galería. Era lo que había hecho antes de abrir oficialmente la galería y lo que hizo el año siguiente. Ahora solo pensar en ello lo agotaba. Parecía exigirle más energía de la que le quedaba.

—¿Qué hay de los cuadros de Charles Aubrey? Seguro que podrías venderlos. Comprar otros cuadros en su lugar, que haya movimiento y… —insinuó Ian.

—Podría… subastar dos de ellos —concedió Zach. Pero no Delphine, pensó—. Pero en cuanto los venda, se acabó. Habrá desaparecido el alma de la galería. Quién sabe cuándo podría permitirme comprar otra obra de él. Quiero especializarme en Aubrey. Soy experto en él, ¿recuerdas?

—Sí, pero… la necesidad manda, Zach. Es un negocio. Intenta que no se convierta en algo tan personal.

Ian tenía razón, pero era algo personal para Zach, probablemente demasiado. Hacía mucho que conocía a Charles Aubrey, desde que era niño. Cada vez que había ido a visitar a sus abuelos, unas visitas tensas y demasiado silenciosas, se había detenido con su abuela frente al cuadro que colgaba en su vestidor para mirarlo. Debería estar colgado en un lugar destacado del salón, le había dicho su abuela, pero al abuelo no le gustaba. Cuando Zach le preguntó la razón, ella se lo dijo: «Yo fui una de las mujeres de Aubrey». Siempre había un destello en los ojos de la anciana y una sonrisa satisfecha tirando de sus labios arrugados cuando decía esas palabras. En una ocasión el padre de Zach la oyó decirlo y asomó la cabeza por la puerta para regañarla. «No le llenes la cabeza al niño con esas tonterías», murmuró. Cuando bajaron de nuevo al salón, el padre de Zach miró fijamente al abuelo, pero este eludió su mirada. Uno de esos momentos tensos que Zach no había entendido entonces y que hacían que le aterrara ir a ver a sus abuelos, así como el humor de perros en que se sumiría su padre los días siguientes.

La reproducción del cuadro de Aubrey que había colgado en el vestidor de su abuela era una escena de unos acantilados rocosos sobre un revuelto mar plateado, con la vibrante hierba de sus cumbres azotada por el viento. Una mujer caminaba por el sendero del acantilado con una mano en el sombrero y la otra levemente extendida, como buscando el equilibrio. Tenía un toque impresionista, con pinceladas rápidas e impulsivas, y sin embargo toda la escena estaba viva. Al mirarla, Zach esperaba oír las gaviotas y sentir la espuma salada en la cara. Podías oler las rocas mojadas y oír el viento soplando en los oídos. «Esa soy yo», le dijo la abuela orgullosa en más de una ocasión. Cuando ella contemplaba el cuadro, era evidente que se sumergía en el pasado. Con la mirada perdida, se dejaba llevar a lugares y tiempos lejanos. Aun así, Zach siempre había pensado que había algo ligeramente inquietante en ese cuadro. Era la vulnerabilidad que transmitía la figura en lo alto del acantilado. Caminaba sola y con una mano extendida para mantener el equilibrio, como si el viento no se levantara del mar sino de la misma tierra, y amenazara con arrojarla a las agitadas aguas de abajo. Si lo miraba durante mucho rato, a veces el cuadro le producía la misma flojera en las rodillas que sentía cuando estaba en lo alto de una escalera de mano.

«Aquella mañana se sentía mareada, no muy segura de sus pies y de si estos la sostendrían. La fuerza de los sentimientos que se habían apoderado de ella hacía que todo lo demás pareciera precario y falso. El camino que bordeaba el acantilado hacia la casa de Aubrey era de algo más de una milla, y con cada paso que daba el corazón le latía más rápido, con más fuerza. No lo vio hasta más adelante, dibujándola con óleos. Se detuvo en lo alto de la larga cuesta para recuperar el aliento. El viento parecía penetrar directamente en los pulmones, hinchándola de tal manera que podría salir volando como una cometa. La idea de estar acercándose, la alegría de verlo pronto. Él le enseñó el cuadro más tarde, y ella sintió un hormigueo en la piel al pensar que la había observado sin que ella lo supiera. Ver su propio cuerpo plasmado en pintura por la mano de él hizo que suspirara por dentro», pensó.

Cuando finalmente su abuelo murió, y su abuela, frágil y asustada, se avino a trasladarse a una residencia para ancianos, el cuadro se había descolorido tanto que fue a parar al contenedor de basura, junto con muchas de sus posesiones, demasiado viejas, desgastadas y destartaladas para ser de alguna utilidad a alguien. «De todos modos es demasiado grande para colgarlo en tu nuevo piso», le había dicho bruscamente el padre de Zach. Su abuela había mirado por la ventana del salón y observado el contenedor hasta el último momento. El cuadro original estaba en la Tate y Zach iba a verlo cuando viajaba a Londres. Se sentía nostálgico cada vez que lo miraba. Lo transportaba a su niñez, del mismo modo que el olor a tostada quemada, a caramelo de menta Polo y a humo de cigarrillo; y al mismo tiempo podía verlo con la mirada de un adulto, con los ojos de un artista. Pero tal vez ya era hora de que dejara de considerarse un artista. Hacía años que no acababa un cuadro, y aún más tiempo que no terminaba algo que valiera la pena enseñar a alguien. Deseaba con vehemencia que la figura del cuadro de Aubrey fuera su abuela, y a menudo la examinaba buscando rasgos conocidos. Hombros diminutos en contraste con unos pechos generosos. Una figura minúscula con un manchón de cabello leonado claro. Podría ser ella. El cuadro estaba fechado en 1939. Ese año, le susurró su abuela mientras estaban de pie frente al cuadro, el abuelo y ella habían pasado las vacaciones en Dorset, cerca de donde Aubrey tenía su casa de veraneo, y lo habían conocido durante sus paseos.

Solo tiempo después Zach empezaría a comprender las implicaciones de todo ello. Nunca se atrevió a preguntar a su abuela directamente sobre ese verano, pero estaba seguro de que, de haberlo hecho, ella habría soltado una risita y se habría encogido de hombros evasiva, y habría aparecido ese destello en sus ojos al apartar la mirada del cuadro, todavía con una sonrisa en los labios. Zach comprendió retrospectivamente que la expresión de ella cuando lo miraba era la de una joven enamorada que al cabo de setenta años todavía era presa de un amor de juventud. Eso le daba que pensar, pero, de forma exasperante, el padre de Zach no se parecía físicamente ni a Charles Aubrey ni al abuelo de Zach. En la familia de Zach nadie había cogido un pincel o un cuaderno de bocetos hasta que lo hizo él. Ninguno de sus antepasados oficiales había mostrado ninguna clase de inclinación artística. Cuando tenía diez años Zach mostró a su abuelo unos dibujos de su bicicleta BMX. Eran buenos; sabía que lo eran. Pensó que su abuelo quedaría complacido, impresionado; pero el anciano frunció el ceño en lugar de sonreír, y se los devolvió con un comentario desdeñoso: «No están mal, hijo».

Pasó otro día sin apenas clientes en la galería. Una anciana estuvo veinte minutos dando vueltas al expositor de postales antes de decidirse a no comprar ninguna. Cuánto odiaba ese expositor. Postales de arte…, la última oportunidad de sobrevivir para cualquier galería seria, y él ni siquiera lograba venderlas, pensó Zach. Notó que había polvo en las varillas blancas del expositor. Una pequeña capa en cada brazo horizontal. Lo limpió un poco con la manga, pero enseguida se rindió y en lugar de ello se dedicó a pensar en la última pregunta que le había hecho Ian durante su reciente comida: «Entonces, ¿qué vas a hacer?».

Algo parecido al pánico se apoderó de él, y notó una extraña sacudida en sus entrañas: no tenía ni idea. El futuro se extendía ante él sin una forma definida, y no encontraba en él nada a lo que aspirar, nada que se le presentara como una buena idea o que pudiera permitirse hacer. Mirar atrás tampoco ayudaba. Lo mejor, su mayor logro, se encontraba en esos momentos a miles de millas, en Massachusetts, adquiriendo probablemente un acento estadounidense y sin acordarse ya de él. Cuando miraba atrás, todo lo que creía que había construido había resultado ser transitorio, y se había reducido a nada cuando no miraba. Su carrera como artista, su matrimonio, su galería. Sinceramente, no sabía cómo había ocurrido, si había habido señales que pasó por alto, o algún fallo fundamental en su forma de enfocar la vida. Creía haber hecho lo correcto, creía haber trabajado con afán. Pero ahora estaba divorciado, como sus padres. Como habían deseado estarlo sus abuelos, que siguieron juntos solo por los convencionalismos de su generación. Tras presenciar el sangriento campo de batalla de la separación de sus padres, Zach se había prometido que eso nunca le ocurriría a él. Antes de casarse, tenía la seguridad de que haría bien todo lo que ellos habían hecho mal. Con la mirada perdida, rebobinó su vida buscando los momentos y los lugares en que se había equivocado.

El sol se ocultó tras los tejados, y las sombras se hicieron más largas y profundas sobre el suelo de la galería. Cada día descendían un poco antes, agrupándose en las calles estrechas de Bath, donde las pálidas fachadas de piedra se alzaban a los lados como las paredes de un cañón. En el calor del verano servían para escapar del sol abrasador, del calor y de la pegajosa aglomeración de gente. Ahora parecían opresivas, premonitorias. Zach volvió a su escritorio y se dejó caer en la silla, sintiendo de pronto frío y cansancio. Pensó que no dudaría en dar todo lo que tenía a la primera persona que le dijera con claridad y exactitud qué debía hacer. Creía que no soportaría estar un día más atrapado en el silencio de la galería, abrumado por el ruido de una hija ausente, una mujer que se había ido hacía mucho y la falta de clientela, de público. Acababa de decidir que cogería una borrachera de órdago cuando en el espacio de cinco minutos ocurrieron dos cosas. Primero, encontró un nuevo dibujo de Charles Aubrey en el catálogo de subastas de Christie’s, y luego recibió una llamada telefónica.

Estaba mirando la descripción del dibujo cuando descolgó el auricular distraído, mostrándose poco interesado en la llamada.

—Galería Gilchrist.

—¿Zach? Soy David. —Palabras entrecortadas en una voz suave, insondable.

—Ah, hola, David —respondió Zach, apartando la vista del catálogo y tratando de situar el nombre, la voz.

De pronto tuvo la molesta sensación de que debía prestar atención. Se oyó un gruñido desconcertado al otro lado del hilo.

—David Fellows, de Haverley.

—Sí, por supuesto. ¿Cómo estás, David? —se apresuró a decir Zach.

La culpabilidad le produjo un hormigueo en la yema de los dedos, como cuando en el colegio le preguntaban por los deberes que no había hecho.

—Muy bien, gracias. Mira, hace mucho que no tengo noticias tuyas. En realidad más de dieciocho meses. Ya sé que dijiste que necesitabas más tiempo para terminar el manuscrito y que eso es lo que acordamos, pero llega un momento en que un editor empieza a preguntarse si un libro va a ver la luz…

—Sí, mira. Siento el retraso. He estado…, bueno…

—Zach, eres un estudioso. Los libros tardan lo que tardan, soy consciente. La razón por la que te llamo hoy es para comentarte que ha acudido alguien más a nosotros con el esbozo de una obra sobre Charles Aubrey…

—¿Quién es?

—Tal vez sea más prudente no decirlo. Pero es una propuesta seria, nos ha enseñado la mitad del manuscrito y espera tenerlo listo en cuatro o cinco meses. Sería muy oportuno, ya que coincidiría con la exposición del año que viene en la Galería Nacional de Retratos… Como sea, tengo instrucciones de los gerifaltes de que te localice y te hable sin rodeos. Queremos seguir adelante con la publicación de una nueva gran obra sobre el artista y queremos hacerlo el verano que viene. Eso significa que necesitaríamos que nos dieras tu manuscrito en enero o febrero a más tardar. ¿Cómo lo ves?

Con el auricular pegado a la oreja, Zach miró fijamente el dibujo de Aubrey del catálogo. Era de un joven con una expresión distante, el pelo rubio y lacio cayéndole sobre los ojos, las facciones delicadas, la nariz y la barbilla prominentes. Un aspecto saludable, ligeramente disoluto. Una cara que evocaba partidos de críquet en un colegio masculino; travesuras en los dormitorios; sándwiches hurtados y fiestas de medianoche. Se titulaba Dennis y databa de 1937. Era el tercer dibujo del joven pintado por Aubrey que veía Zach, y supo que algo no estaba bien con más convicción que nunca. Era como oír el tañido de una campana resquebrajada. Algo desafinado, defectuoso.

—¿Cómo lo veo? —repitió Zach, carraspeando. «Ni pensarlo. Es imposible». Hacía más de seis meses que ni siquiera echaba un vistazo a su manuscrito a medio construir, a las numerosas notas.

—Sí, ¿cómo lo ves? ¿Estás bien, Zach?

—Estoy bien, sí… Estoy… —Se interrumpió.

Había aparcado el libro, un proyecto más que había quedado en nada…, porque le estaba quedando como cualquier otro libro sobre Aubrey que hubiera leído. Había querido escribir algo novedoso sobre el hombre y su obra, algo que mostrara una percepción única, posiblemente la clase de percepción que solo un pariente o un nieto secreto podría ofrecer. Pero hacia la mitad se había dado cuenta de que no poseía esa percepción. El texto era predecible y cubría terreno muy trillado. Su amor por Aubrey y su obra era palpable, pero no bastaba. Tenía todos los conocimientos, todas las notas. El tema le apasionaba. Pero carecía de enfoque. Debería decírselo a David Fellows y acabar con aquello, pensó. Dejar que el otro experto en Aubrey publicara su libro. Con una punzada, Zach se dio cuenta de que probablemente tendría que devolver el adelanto a la editorial, por pequeño que fuera. Se preguntó de dónde demonios iba a sacar ese dinero y estuvo a punto de reírse.

Sin embargo, no podía apartar la mirada del dibujo que tenía delante. Dennis. ¿Qué significaba esa expresión en el rostro del joven? Era difícil precisarla. En un principio parecía nostálgico y al poco rato pícaro, triste o pesaroso. Cambiaba como la luz en un día ventoso, como si el artista no pudiese capturarla, no pudiera plasmar en papel ese estado de ánimo. Pero eso era lo que hacía Charles Aubrey, ahí era donde residía su genialidad. Era capaz de plasmar como nadie una emoción en papel; captar un pensamiento fugaz, una personalidad. Representarlo con tanta claridad y habilidad que los sujetos cobraban vida sobre el papel. Incluso cuando la expresión era ambigua, era porque el estado de ánimo del que posaba lo había sido. La ambigüedad en sí era algo que Aubrey sabía dibujar. Pero eso era distinto. Totalmente distinto. Era como si el artista no hubiera sabido descifrar o no hubiese sido capaz de captar el estado de ánimo del que posaba. A Zach le parecía imposible que Aubrey hubiera hecho un dibujo tan incompleto, y sin embargo los trazos a lápiz, el sombreado, eran como una firma en sí mismos… Luego también estaba la cuestión de la fecha. Estaba equivocada.

—Lo haré —dijo de pronto, sorprendiéndose. La tensión hizo que su voz sonara brusca.

—¿Lo harás? —David Fellows parecía atónito y no muy convencido.

—Sí. Lo tendré para comienzos del año que viene. Lo antes posible.

—Bien…, estupendo. Es una gran noticia, Zach. Reconozco que pensaba que te habías dado contra alguna clase de muro. Parecías tan seguro de tener algo realmente novedoso sobre el tema, y luego empezó a pasar el tiempo…

—Sí, lo sé. Lo siento. Pero lo terminaré.

—De acuerdo, entonces. Magnífico. Le diré a los gerifaltes que mi confianza en ti estaba totalmente justificada —dijo David, y detrás de las palabras Zach percibió un leve recelo, una suave advertencia.

—Lo estaba —dijo Zach. Las ideas se le agolpaban en la cabeza.

—Bueno, será mejor que continúe con lo mío. Y, si me permites el atrevimiento, tú también deberías hacerlo.

En el intervalo que siguió a la llamada, Zach se aclaró la garganta seca y escuchó cómo los pensamientos le invadían la mente, y casi volvió a reírse. ¿Por dónde demonios iba a comenzar? Había una sola respuesta obvia. Miró de nuevo el catálogo y buscó en el pie de la página la procedencia del dibujo de Dennis. «De una colección privada de Dorset». El vendedor no tenía nombre, como en otras ocasiones. Ya habían surgido tres dibujos de Dennis de esa colección misteriosa, así como dos de Mitzy. Todos en los últimos seis años. Aparentemente eran estudios de cuadros acabados que nadie había visto nunca. Y a Zach solo se le ocurrió un lugar en Dorset en el que empezar a buscar su procedencia. Se levantó y subió a su habitación para preparar el equipaje.