4

Zach estaba sentado frente a su portátil, rodeado de notas, papeles y catálogos, y de pronto, casi veinticuatro horas después, se dio cuenta de la habilidad con que Dimity Hatcher había soslayado su pregunta sobre si Aubrey le había regalado algún dibujo. Le intrigaba la reacción que había tenido al ver el cuadro de Dennis que él le había enseñado, cómo se había ruborizado, reacia a mirarlo durante mucho rato. Abrió dos revistas y el último catálogo de Christie’s por las páginas de los cuadros de Dennis, y dejó unos junto a los otros. Estaba sentado a una mesa pringosa y mal iluminada del pequeño salón del Spout Lantern, y se había tomado dos pintas de cerveza negra con la comida, lo que había sido un error. Se notaba la cabeza caliente y ligeramente embotada. Fuera, el sol era un borrón dorado sobre el cristal polvoriento de la ventana. Esperaba que el alcohol diera rienda suelta a su pensamiento; le permitiera avanzar a través de la acumulación de sus notas y salir con un nuevo plan, un plan de meridiana claridad. En lugar de ello, no podía dejar de pensar en su padre y en su abuelo, y el modo en que en ocasiones los silencios entre ellos parecían prolongarse tanto que daban la impresión de llenar la habitación, la casa entera. Se habían vuelto tan pesados y tangibles que Zach se retorcía y se movía incómodo, incapaz de estarse quieto; hasta que por fin lo mandaban a su habitación o le hacían salir al jardín. Recordaba el modo en que su abuelo criticaba y encontraba fallos a todo continuamente, y lo cariacontecido que parecía su padre con cada comentario. Una reparación en el coche que no había servido; una botella de vino inapropiada sobre la mesa; un informe del colegio de Zach que se mostraba crítico. Zach no podía contar las veces que había sorprendido a su madre mirando furiosa a su padre. «¿Por qué nunca le plantas cara?» Entonces era su padre quien se retorcía y se movía incómodo.

—Pete me ha pedido que venga porque tu cara larga está ahuyentando a los clientes.

Hannah Brock estaba de pie junto a la mesa con una cerveza en la mano y una actitud despreocupada.

Sorprendido, Zach se irguió, sin saber por un momento qué decir. Hannah bebió un sorbo de su pinta y señaló con un ademán los montones de hojas y carpetas que lo rodeaban.

—¿Qué es todo eso? ¿Tu libro?

Dio unos golpecitos al catálogo más cercano y Zach advirtió un osado cerco de mugre debajo de cada uña.

—Algún día lo será. A lo mejor. Si logro concentrarme en ello.

—¿Te importa si me siento?

—En absoluto.

—Ya hay muchos libros sobre Charles Aubrey, ¿no? ¿No puedes copiar uno de ellos? —Le lanzó una sonrisa lobuna.

—Bueno, ya lo he hecho. Cuando empecé hace unos años, los leí todos, luego leí su correspondencia y fui a todos los lugares donde él había estado: donde nació, creció, estudió, vivió, trabajó, etcétera. Y después de hacer todo eso me di cuenta de que mi libro…, el libro que iba a ser novedoso, esencial y visceral…

—¿Era exactamente igual que los otros?

—Exacto.

—Entonces, ¿qué te ha traído aquí para acabarlo?

—Me pareció el mejor lugar. —La miró intrigado—. Estás muy interesada de repente en alguien a quien el otro día no querías dar ni la hora.

Hannah sonrió y volvió a beber. Ya iba por la mitad de la pinta.

—Bueno, he decidido que no estás tan mal. Dimity es bastante buena juzgando estas cosas y tú has logrado llegar a ella hablando. Tal vez fui un poco…

—¿Hostil y grosera? —Zach sonrió.

—Recelosa. Pero, verás, mucha gente viene y se va. Gente que viene a pasar las vacaciones o que tienen casas de fin de semana o de verano. Gente obsesionada con Aubrey. —Parpadeó hacia Zach—. Es duro para los que vivimos aquí. Inviertes tiempo y energía conociendo y acogiendo a la gente, y luego se va. Al cabo de un tiempo ya no te molestas.

—Dimity me dijo que tu familia ha vivido aquí durante generaciones.

—Así es. Mis bisabuelos compraron la granja a finales del siglo diecinueve. ¿Qué más te dijo sobre mí?

Zach titubeó antes de responder.

—Que… perdiste a tu marido hace tiempo. —Levantó la vista, pero la expresión de ella no se alteró—. Y que estás trabajando duro para mantener la granja.

—Bueno, bien sabe Dios que eso es cierto.

—Hoy no, por lo que veo. —Él volvió a sonreír mientras ella apuraba la pinta.

—Bueno, hay días en que las ovejas salen a pastar sin una sola preocupación en el mundo, la lista de cosas que hacer es tan larga como tu brazo y las arcas están llenas de telarañas, y no puedes hacer otra cosa que emborracharte al mediodía. —Se levantó y señaló con la cabeza la pinta de él, que había bajado un tercio—. ¿Otra?

Mientras ella se acercaba a la barra, Zach miró de nuevo los cuadros de Dennis y se preguntó sobre el cambio de actitud de Hannah. Seguramente era algo tan inocente como ella le había contado, o eso esperaba. Dennis. Tres jóvenes, todos parecidos, todos encantadores, todos con un aire de bondad y una inocencia casi pueril, como si el artista hubiera querido demostrar que ahí había una persona que no albergó un pensamiento vil en toda su vida. Nunca abusó de nadie ni se aprovechó de la debilidad ajena. Nunca actuó de un modo egoísta o falso por lujuria, envidia o afán de lucro. Sin embargo, Zach no podía quitarse de la cabeza la sensación de que algo no encajaba. Cada cara era distinta, ya fuera emocional o física, de forma casi imperceptible y sutil. Como si fueran tres jóvenes distintos y no el mismo. O bien Aubrey había dibujado a tres jóvenes diferentes y los tres se llamaban Dennis, o alguien que no era Aubrey había dibujado al mismo joven tres veces. Ninguna de las dos opciones tenía mucho sentido. Confundido, se pasó una mano por el pelo y se preguntó si estaba perdiendo la razón. Nadie más parecía tener dudas acerca de su autenticidad.

Zach comprobó la información en el catálogo de Christie’s. Faltaban ocho días para que saliera en subasta, la exposición había sido hacía dos. Conocía a un miembro del departamento de arte de la casa de subastas, Paul Gibbons, que había estudiado en Goldsmith con él. Otro artista que había renunciado a intentar ganarse la vida vendiendo su propia obra y se había dedicado a vender la de los demás. Zach ya había tratado de descubrir la identidad del vendedor de los recientes cuadros de Aubrey a través de él, pero le había dejado claro que el estricto anonimato era un requisito de la venta. Esta vez escribió a Paul un correo electrónico para preguntarle si había algún modo de ponerse en contacto con los compradores de los retratos de Dennis. Dudaba que resultara, pero ver la obra en directo tal vez le proporcionara una nueva percepción.

—¿Quién es ese? —preguntó Hannah, mirando el catálogo mientras se sentaba de nuevo y le pasaba a Zach otra pinta, aunque había rechazado el ofrecimiento—. Acábatela.

—Ahí está el enigma —respondió Zach bebiendo varios sorbos de su pinta. De pronto, emborracharse al mediodía con esa mujer dura y vibrante que olía a ovejas pero nadaba con un biquini rojo parecía un plan tan bueno como cualquier otro—. Dennis. No se le conoce otro nombre ni hay ninguna referencia a él en ninguna de las cartas de Aubrey o en los libros que se han escrito sobre él.

—¿Tiene mucha importancia?

—Seguramente. Aubrey era exigente, obsesivo; se enamoraba de algo, ya fuera un lugar, una persona o una idea, y lo pintaba y dibujaba exhaustivamente, hasta sacar todo lo que podía en el aspecto creativo. Y entonces…

—¿Los dejaba?

—Pasaba página. Desde un punto de vista artístico. Y durante ese período de inmersión escribía sobre ellos en sus cartas, a veces hasta en su cuaderno. En cartas a amigos, a otros artistas, a su agente. En una escribió sobre Dimity…, tengo que enseñársela. Creo que le gustará. Escucha. —Revolvió entre sus notas hasta que encontró la hoja que buscaba, señalada con una nota adhesiva rosa—. Es una carta a sir Henry Ides, uno de sus mecenas. «He conocido a una niña maravillosa aquí en Dorset. Parece haberse criado medio salvaje, y no ha salido de este pueblo en toda su joven vida. Su ámbito de referencia es el pueblo y la costa en un radio de cinco millas de la casa donde ha crecido. Está intacta, en todos los sentidos, y la inocencia irradia de ella como una luz. Un ave poco común, sin duda, y la criatura más encantadora que yo haya visto jamás. Atrae la mirada como lo haría una vista panorámica espléndida o la luz del sol atravesando como una lanza las nubes. Le mando un boceto. Tengo previsto dibujar un gran lienzo de esta niña, como la encarnación de la esencia de la naturaleza, o de la gente inglesa en su misma esencia». —Zach alzó la vista y vio a Hannah arquear una ceja.

—Creo que no deberías enseñársela a Dimity.

—¿Por qué no?

—Le afectará. Tiene sus propios recuerdos e… ideas sobre lo que pasó entre Charles y ella. No creo que encaje bien leer una descripción tan objetiva de ella.

—Pero… dice que es la criatura más encantadora que jamás ha visto.

—No es lo mismo que estar enamorado de ella, ¿no?

—¿Crees que lo estuvo?

—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Tal vez. Solo estoy diciendo que eso no es lo que pone en la carta, ¿verdad? Yo no se la enseñaría, pero es cosa tuya.

—Creo que demuestra amor. Pero tal vez no esa clase de amor… Ella inflamó… su celo creativo. Fue su musa durante un tiempo. Un largo período. En cambio a ese tal Dennis… nunca lo menciona. Y cuando le enseñé a Dimity uno de sus cuadros dijo que nunca lo había visto y que no sabía quién era. Me parece… muy extraño.

—Aubrey solo pasaba dos o tres meses al año aquí. Quizá conoció a ese joven en los diez meses restantes, en otra parte… —Se interrumpió al ver a Zach sacudir la cabeza.

—Fíjate en las fechas. Julio de mil novecientos treinta y siete, luego febrero y agosto de mil novecientos treinta y nueve. Sabemos que Aubrey estuvo aquí en julio de mil novecientos treinta y siete, en Londres en febrero de mil novecientos treinta y nueve, y entre aquí y Marruecos en agosto de ese mismo año. ¿Viajó con él ese tal Dennis? ¿Desde Blacknowle o desde Londres? Seguramente si Aubrey lo hubiera conocido lo bastante bien para llevarlo consigo de vacaciones, lo habría mencionado en alguna parte. Pero eso no es lo único extraño. Estos tres cuadros provienen de una colección anónima de Dorset. Todos son del mismo vendedor. Pero no creo… que sean de Charles Aubrey. Hay algo en ellos que no me cuadra. —Se los tendió a Hannah, pero ella apenas los miró. Entre sus cejas apareció una pequeña arruga. Apartó los catálogos.

—¿Realmente importa?

—¿Si importa? —repitió Zach, más fuerte de lo que se proponía. Se dio cuenta de que estaba bastante borracho—. Por supuesto que sí —añadió con más calma—. ¿No debería saberlo Dimity? ¿No tendría que saber quién era si Aubrey hizo esos dibujos aquí en Blacknowle? Dice que pasaba todo el tiempo que podía con él y con su familia…

—Pero eso no significa que estuviera allí siempre y que supiera todo lo que él hacía. Era una cría, ¿recuerdas?

—Sí, pero…

—Y si crees que Charles Aubrey no los dibujó, entonces, ¿quién lo hizo? ¿Crees que son falsos? —preguntó ella con tono despreocupado.

—Es posible. Y, sin embargo…, el sombreado, el trazo del dibujo… —Se interrumpió, desconcertado.

Hannah pareció reflexionar mientras tamborileaba con las uñas en la página de uno de los catálogos; un rápido staccato que por un momento delató alguna clase de agitación. Luego se detuvo y cerró la mano en un puño relajado cuando Zach volvió a hablar.

—Creo —dijo, todavía absorto en sus pensamientos— que esos cuadros se pintaron aquí, en Blacknowle, antes de que se vendieran. Y creo que podría haber más.

—Es una gran teoría. ¿Quieres decir que Dimity los guardó? ¿Crees que Mitzy Hatcher es una artista lo bastante hábil para falsificar la obra de Aubrey y hacerla pasar como auténtica?

—Bueno, tal vez no. Aubrey podría haberle dado los dibujos…, o tal vez los cogió ella misma. Eso explicaría por qué se muestra tan reservada sobre ciertos temas.

—Vamos, Zach. ¿Mitzy? ¿La vieja Mitzy con joroba? ¿Te parece que vive como alguien que posee un alijo secreto de obras de arte inestimables?

—Bueno, no. Pero si realmente necesitaba el dinero, podría haber empezado vendiendo unos cuantos dibujos… Sería reacia, por supuesto, pues querría conservar todo lo relacionado con él.

—¿Y de vez en cuando desaparece para llevarlos a Londres y sacarse unos miles de libras?

—Bueno… —dijo Zach—. Dicho con esas palabras me doy cuenta de que es muy poco probable. Pero podría telefonear a la casa de subastas y pedirles que mandaran un mensajero o algo así.

—Parece poco probable porque es totalmente improbable. Ni siquiera tiene teléfono, Zach. Y por aquí hay muchas grandes mansiones… Cualquiera de ellas tiene más posibilidades de ocultar una colección de arte. ¿Qué te hace creer que está en Blacknowle?

—Era… una especie de corazonada.

—¿O una vana ilusión?

—Puede —respondió Zach, desanimado.

—¿Sabes lo que creo?

—¿Qué?

—Creo que deberías dejar de darle vueltas por el momento y beber más de la mejor cerveza del Spout Lantern. —Alzó la pinta para brindar antes de apurarla.

Zach sonrió mareado.

—Por cierto, ¿qué significa spout lantern?

Hannah se volvió y señaló un objeto de metal oxidado que había sobre un estante alto, en medio de boyas de vidrio y redes de pescar, y él reconoció la deforme regadera pintada en el letrero del pub.

—Lámpara de contrabandista —explicó ella—. Hay una pequeña lámpara de aceite en el interior, pero la luz solo se ve si te pones enfrente del pitorro. Un solo haz, perfecto para señalar y guiar un barco hacia la costa…

—Entiendo, como un rayo láser pero al estilo del siglo dieciocho.

—Exacto. Bueno, cuéntame algo del mundo exterior. No me llegan muchas noticias —dijo Hannah con una sonrisa.

Hablaron un rato de la galería y de Elise, y tocaron superficialmente el tema de sus respectivos cónyuges desaparecidos, aunque Hannah dijo poco más que su nombre, Toby. Después guardó silencio, como si esa sola palabra tuviera el poder de dejarla sin habla. Zach se preguntó si habrían recuperado su cuerpo o se habría extraviado en el mar, como otros muchos antes que él. De pronto tuvo una ocurrencia que lo dejó helado. Que cuando Hannah nadaba, lo buscaba. Recordó el modo en que se había sumergido una y otra vez, tan pronto buceando como nadando. Le dio la impresión de que era lo bastante decidida, lo bastante resuelta para ello. Lo suficientemente fuerte para seguir buscando años después algo que había perdido debajo de las olas.

—¿Te bañas en invierno? —preguntó—. Me refiero en el mar.

—Hablando de incongruencias. Sí, nado todo el año. Es bueno para la salud y ayuda a despejar la cabeza. —Lo miró intrigada—. Por si te lo estás imaginando, tengo un traje de neopreno para los meses de invierno. —Su tono era irónico.

—¡No! No me lo estaba imaginando. Yo… Aunque es una buena idea…, un traje de neopreno. Debe de estar congelada si no.

—Se te encogerían los huevos —dijo ella tristemente, luego sonrió—. Por suerte yo no tengo que preocuparme de eso. —Se rió, bastante borracha.

—Hannah, ¿alguna vez has visto a alguien más en la casa de Dimity? He oído ruidos extraños en el piso de arriba.

Ella dejó de reír de golpe, como si hubiera chocado con una pared de ladrillo. Se quedó un rato mirando la pinta, y Zach intentó recordar lo que había dicho antes, para saber en qué había metido la pata.

—No. Que yo sepa no va nadie a verla —dijo Hannah.

Se hizo un silencio incómodo, luego se levantó tambaleándose.

—Debo irme. Tengo cosas que hacer en la granja.

—¿Podrás trabajar después de toda esa cerveza? Quédate y acábate la pinta al menos. No tenemos por qué hablar… —Pero mientras lo decía ella se volvió para marcharse.

Miró atrás, con sus delicadas facciones serias y firmes. Tenía una mirada penetrante, nada ebria, y Zach se sintió estúpido.

—Ven algún día a la granja, si quieres. Te la enseñaré. Si te interesa, por supuesto.

Se encogió de hombros y se alejó, dejando a Zach con la cerveza que ella había estado bebiendo y el asiento sin su presencia, y una repentina e inesperada sensación de vacío por su ausencia. Pete apareció y recogió las jarras ya sin cerveza.

—Tiene mala cara. —Sacudió la cabeza con incredulidad—. El que intenta beber más que Hannah Brock es un necio. ¿Qué le ha dicho para que se vaya de ese modo? Normalmente en cuanto se toma dos pintas ya no hay quien la mueva de aquí hasta la hora de cerrar.

—No lo sé, la verdad —respondió Zach, perplejo.

Algo le había aferrado la garganta a Dimity, apretándosela con fuerza, y por una vez no era Valentina. Por la noche había soñado con el momento en que Charles Aubrey y su familia partieron al final del primer verano. Ella sabía que se irían, pues se lo había dicho Delphine, pero no estaba preparada para eso. Había fantaseado con ir con ellos a la fiesta de la siega que todos los años se celebraba después del servicio religioso: una orquesta, banderitas, canciones y juegos. Tartas de manzana que olían de maravilla. El año anterior Wilf Coulson le había llevado una al lugar donde estaba escondida, detrás de una carpa, envuelta en el olor embriagador y excitante de la lona…, un olor a algo diferente y divertido que tenía lugar una vez al año. Dimity siempre había deseado pasearse como cualquiera por la fiesta; comprar una corona de enredadera y participar en los juegos —los bolos, aplastar la rata o tiro al coco— en lugar de espiar desde un escondite.

Valentina nunca iba la fiesta; jamás quería ir. Curvaba el labio burlándose de la idea. «No me hace falta verlos dar vueltas en el maldito tiovivo, como si todos fueran buenos y estuvieran sanos». Cada año obligaba a Dimity a circular con una bandeja colgando del cuello, vendiendo ramilletes, hechizos y tónicos. El famoso bálsamo de belleza de los gitanos que preparaba Valentina, que, según ella, retrasaba los signos de envejecimiento —una pegajosa mezcla de manteca de cerdo y crema fría, con aroma a flor de saúco, y mezclada con raíz de lampazo acuático por sus propiedades regenerativas—, o su bálsamo de romero, un brebaje arcano obtenido de la grasa de un riñón de cerdo, fragmentos de casco de caballo, siempreviva mayor y corteza de saúco, conocido por curar cualquier clase de defecto en la piel, verruga o cardenal. Los chicos del pueblo la seguían, insultándola y arrojándole bolitas de excremento; sabían que ella no los perseguiría ni se defendería, no con una pesada bandeja balanceándose ante ella. Pero los Aubrey no temían a la gente de Blacknowle. Aunque los lugareños cuchicheaban que no estaban casados, aunque los miraban ligeramente por encima del hombro y fingían desaprobarlos, los aceptaban y eran educados con ellos. No podían evitarlo. Charles era demasiado encantador y Celeste demasiado hermosa; y sus hijas se sentían tan felices y seguras en esa época que ni siquiera se daban cuenta cuando la mujer del dueño del pub fruncía los labios al verlos.

Dimity estaba desplumando dos palomas cuando se enteró de la noticia que no quería oír. Arrancaba las plumas de una en una, moviendo lentamente los dedos para no acabar antes de que Charles terminara su dibujo. Estaba sentada de cara a él, con las piernas cruzadas y las aves muertas en el regazo. Se había recogido el pelo, pero sabía que seguía habiendo pequeñas plumas atrapadas en él. Vio flotar una en el borde de su campo visual, justo por encima de sus cejas. Una pequeña pluma gris que tembló en el aire inmóvil. Al levantar la vista hacia ella, tuvo una visión fugaz de Charles. Al principio, la intensidad de su mirada la asustó. A veces parecía tan severo que esperaba que la riñera. Pero poco a poco se dio cuenta de que él ni siquiera era consciente de que lo miraba. Permitió que su mirada se posara en él, fascinada. Un pliegue profundo marcaba el puente de la nariz, y a medida que el sol se ocultaba por el oeste esa nariz proyectaba una sombra oscura y puntiaguda en la mejilla. La mejilla tenía un ligero hueco debajo de la cresta del hueso que rodeaba los ojos, formando una línea abrupta con su mandíbula, que era alargada y angular. Estudiándolo de ese modo, Dimity llegó a conocer cada parte de su cara, tal vez incluso mejor que la suya, o que la de Delphine o Valentina. Pocas veces era aceptable o posible examinar a alguien durante tanto tiempo.

Aquel día ella entró en una especie de trance, porque el sol los rodeó por un lado y avanzó poco a poco en silencio hasta iluminar el ojo derecho de Charles y hacer que el iris brillara en un tono castaño claro y dorado; como si de una joya o un metal precioso se tratara. Detrás de él el mar era un borrón plateado, y la corta hierba en la que ella estaba sentada estaba blanda y mullida; el cielo era una gran bóveda de un azul tiza salpicada de gaviotas semejantes a las margaritas de un prado. Los dedos de Dimity se quedaron inmóviles, dejaron de arrancar plumas, porque no quería que el mundo siguiera dando vueltas, o que el tiempo dejara atrás ese preciso momento. Caliente e inmóvil, con los ojos como topacios de Charles clavados en ella, Delphine cavando en su pequeño huerto detrás de ella, Celeste cocinando con Élodie algo que casi podía oler en el aire, flotando hacia ellos. Algo sabroso y exquisito que la invitarían a compartir.

Pero no lo hicieron. Le dieron un pedazo para que se lo llevara a casa, con dos chelines para Valentina: el precio por posar. Celeste salió con un paquete envuelto en papel de estraza, vestida de nuevo con uno de esos largos vestidos color crema de mangas largas y oscilantes, sujeto por la cintura con un cordón trenzado. Sonrió de forma encantadora a Dimity y después lo estropeó todo.

—Es hora de que te vayas a casa, Mitzy. —Rodeó a Charles y dejó que la mano le rozara el hombro y se quedara allí.

Dimity parpadeó.

—¿No… voy a quedarme a cenar entonces? —preguntó.

Charles levantó una mano para frotarse los ojos, como si él también despertara de un sueño.

Qué perfecto había sido, pensó Dimity con tristeza. Qué perfecto.

—Bueno, mañana nos vamos a Londres y esta noche cenaremos solo la familia, los cuatro. Es nuestra última noche. —La sonrisa de Celeste se desvaneció a medida que la desilusión afloraba en el rostro de Dimity.

—¿Se van… mañana? Pero yo no quiero que se vayan —dijo, y las palabras le salieron más fuertes y desesperadas de lo que ella pretendía. «Solo la familia». Suspiró profundamente y le dolió el pecho.

—No tenemos más remedio. Las niñas pronto volverán al colegio. ¡Delphine! ¡Ven a despedirte de Mitzy! —le gritó Celeste a su hija mayor, que se levantó, se limpió las manos en la parte trasera de los pantalones holgados y se acercó.

Rígidamente, Dimity hizo un esfuerzo para ponerse en pie. Respiraba agitadamente, y por primera vez en semanas no sabía cómo comportarse con ellos. No podía levantar la vista; mantuvo los ojos clavados en la hierba y vio que había excrementos de conejos.

—¿No puede quedarse a cenar? Es la última noche —dijo Delphine, mirando a su madre con los ojos entrecerrados.

—Precisamente porque es la última noche, me temo que no. Despídete de ella.

Charles le dio las monedas y le rozó ligeramente los hombros con los nudillos.

—Gracias, Mitzy —dijo, sonriendo con dulzura.

Celeste le puso la tarta en las manos y Dimity notó el calor a través del papel. Sintió deseos de arrojársela a la cara. De tirar al suelo el dinero a Charles y de maldecir a Delphine. Algo se acumulaba en su interior, tomando fuerza. No sabía qué era, solo que no se fiaba de ello, de modo que, mientras Delphine hablaba, ella se volvió y se fue corriendo.

Dimity se quedó levantada hasta tarde, sentada en el grueso seto que rodeaba el camino de The Watch, mientras el canto resonante de los mirlos dejaba de oírse y el sol se ocultaba detrás de la ondulación del terreno. Un puño invisible se había cerrado alrededor de su cuello, y tenía una piedra en las entrañas. Una piedra de terror al pensar en despertar a la mañana siguiente y saber que se habían ido. Ni siquiera les había preguntado si volverían el año siguiente, no se había atrevido, por si la respuesta era negativa. Tenerlos allí, disfrutar de su compañía, hasta la de la petulante Élodie, lo había vuelto todo más soportable. Lloró largo rato, ya que la sensación de que la dejaran atrás se parecía mucho a la que había experimentado cuando se reían de ella en el colegio o le tiraban piedras, o cuando esperaba en la oscuridad que alguien se fijara en ella. Era un poco como todas esas situaciones pero peor. Al final se levantó, se acercó a la puerta principal y entró. Llevaba consigo la tarta y las palomas desplumadas para aplacar a Valentina, además de los chelines, y la bronca era algo rutinario. Valentina llegó a cogerla por los hombros más tarde, clavándole los dedos y examinándola con los ojos entrecerrados.

—Tienes plumas en el pelo, pajarito —dijo, dándole unos golpecitos en la mejilla en lo más parecido a un gesto de afecto.

Por alguna razón eso solo empeoró las cosas, y Dimity se fue a buscar un peine con lágrimas ardientes empañándole una vez más la vista.

La mañana siguiente al almuerzo en el que bebió tanto, Zach se despertó pensando en Hannah; en su cara inteligente e impulsiva, y en el modo en que se había cerrado en banda cuando le preguntó por los ruidos en el piso de arriba de The Watch. Bebió dos tazas de café, una detrás de la otra, y decidió aceptar su ofrecimiento de enseñarle la granja. En un impulso cogió su bolsa de útiles de pintura al salir de su habitación. Pese a la satisfacción que había sentido al comprarlos, seguía resistiéndose a utilizarlos. Había llovido mucho durante la noche, lo bastante para que lo despertara el repiqueteo de la lluvia contra el cristal de la ventana. No tardó en embarrarse los zapatos mientras se dirigía hacia el interior en lugar de ir derecho a la Southern Farm. Era agradable notar la fría brisa en la cara y los pulmones, despejándolo y volviendo más ligeros sus miembros.

Subió una colina empinada hasta el bosquecillo que había en la cima. Allí se dio la vuelta y se topó con una amplia vista panorámica de la costa que abarcaba varias millas en todas direcciones. Un borroso mosaico verde, amarillo y gris, bruscamente delimitado por el color del mar que contrastaba. A sus pies, las casas de Blacknowle parecían de juguete; The Watch era una mota blanca; la Southern Farm quedaba oculta detrás de una hondonada en el terreno. Se sentó en el correoso tronco de un haya caída y sacó su cuaderno de bocetos. Traza una simple línea. Empieza. En otro tiempo dibujar le había servido para despejarse, para vaciar todo lo que reclamaba a gritos su atención en su mente, y le había permitido ver con claridad lo que tenía ante sí. Le había infundido seguridad su propio talento, lo que era capaz de hacer. En Goldsmiths, sus profesores lo habían animado a dibujar y a pintar más; a ser fiel a sus dotes artísticas en lugar de rebelarse contra ellas. Pero entonces estaba demasiado atrapado en las apariencias para seguir sus consejos.

Zach trazó una línea; el horizonte. Se detuvo. ¿Cómo podía haberse equivocado? El horizonte era una línea: una línea recta, brillante de luz, inmóvil. La línea que había dibujado era recta y delicada. Y sin embargo estaba mal. La observó, tratando de averiguar por qué, y al final pensó que la había trazado demasiado arriba de la página. El cuadro saldría desequilibrado; tenía que haber una división uniforme entre la tierra, el agua y el cielo, un agradable trío en el que los tres elementos se superpusieran con un ritmo natural satisfactorio, pero al trazar el horizonte donde él lo había situado había comprimido el cielo, arrebatándole toda noción de espacio y volumen. Con un solo trazo había estropeado el dibujo. Asqueado, cerró el cuaderno y se encaminó hacia la Southern Farm.

Encontró a Hannah en uno de los campos cercanos al camino. Se estaba bajando del jeep para abrir la puerta trasera. La seguía un pequeño rebaño de ovejas color miel visiblemente impacientes por alcanzar lo que ella les llevaba. Todas tenían delgados cuernos estriados curvados hacia atrás que chocaban entre sí cuando se apiñaban. Zach la saludó con la mano, y con un amplio movimiento del brazo Hannah le hizo señas para que entrara. Él saltó la verja y se acercó, esquivando montones de excrementos recientes de oveja. Hannah descargaba fardos de heno del jeep y los arrojaba en comederos metálicos. En el asiento trasero había un border collie gris y blanco que vigilaba el rebaño, con las orejas levantadas y los ojos brillantes.

—Buenos días. ¿Es un buen momento para hacer el recorrido que me prometiste? —preguntó él al alcanzarla.

—Claro. Deja que acabe de dar de comer a este grupo y soy toda tuya.

Hannah lo observó con una rápida mirada que hizo que se sintiera ligeramente ridículo; notó un extraño nerviosismo que hacía tiempo que no experimentaba. Luego ella le sonrió.

—¿Qué tal la cabeza esta mañana?

—Fatal, gracias a ti.

—Yo no tuve la culpa. ¿Cómo iba a obligarte a beber si tú no querías? Solo soy una mujercita —dijo ella con malicia.

—No sé por qué pero dudo que hayas tenido alguna vez problemas para conseguir que los demás hagan lo que quieres.

—Bueno, eso depende de la persona. Y de lo que quiero que haga —replicó ella, encogiéndose ligeramente de hombros.

Se hizo un silencio mientras volvía al jeep para buscar más heno.

—Creía que las ovejas solo necesitaban heno en invierno —comentó él.

—Entonces también. Pero ya no queda mucha hierba por aquí en esta época del año, y estas señoras pronto estarán pariendo, de modo que necesitan mucho alimento.

Hannah tenía heno en el pelo y en todo el jersey. Llevaba unos tejanos grises ceñidos y manchados.

—Creía que se ponían de parto en primavera.

—Normalmente sí, a no ser que le inyectes hormonas para cambiar su ciclo. Pero estas son Portland, una raza antigua y poco común, y paren cuando tú quieres. Así puedes tener carne de cordero orgánica en primavera, cuando la gente espera ver ovejas recién nacidas brincando en los campos llenos de ranúnculos y al mismo tiempo tener corderos de seis meses listos para el asado de Pascua.

Zach la ayudó a enderezar uno de los comederos que se había volcado. Se manchó las manos de barro y estiércol.

—Puaj —dijo distraído, abriéndolas ante él y pensando en cómo limpiárselas.

Hannah lo miró y sonrió.

—Eres un auténtico hombre de campo, ¿eh? Apuesto a que ni te das cuenta cuando te manchas las manos de pintura.

—La pintura no sale del culo de una oveja —señaló Zach.

—Vamos, solo es hierba a medio digerir. Hay muchas más sustancias químicas en la pintura. Toma, usa esto. —Le ofreció un puñado de heno de la parte trasera del jeep, y él se limpió las manos con él, agradecido—. Anda, sube. Vamos a casa y podrás lavarte con agua caliente y jabón. —Subieron al coche, ella metió una marcha, y se alejó derrapando y levantando barro con las ruedas—. Ya está aquí. La estación del barro y los chaparrones —murmuró—. No soporto el invierno.

—Solo estamos en septiembre.

—Lo sé. Pero a partir de ahora todo irá de mal en peor.

—Así que la granja es orgánica.

—Sí. O lo será, si logro acabar el proceso de pruebas y certificados.

—¿Interminable?

—No te lo imaginas. Todo tiene que ser orgánico, y se ha de demostrar y probar…, desde el tratamiento del veterinario, hasta el heno, pasando por la forma en que se trata el cuero después de la matanza. Cuesta cientos y cientos de libras cada año solo ser miembro de las organizaciones adecuadas y pasar los controles en las fechas correctas. Pero la próxima primavera tiene que haber carne de cordero en la nevera, lista para ser enviada; pieles perfectamente teñidas y listas para ser vendidas, y un sitio en la web donde se pueda hacer pedidos y no solo contemplar las bonitas fotos de las ovejas Portland.

Detuvo el jeep y se bajó para cerrar una verja detrás de ellos. Recorrieron un sendero de tiza cuya superficie lisa estaba resbaladiza después de la lluvia.

—O eso o me habré hundido y estaré viviendo en una caravana en alguna área de descanso —añadió con forzada alegría.

—¿Por qué te molestas entonces con todo ese asunto de lo orgánico? ¿Por qué no te limitas a criar ovejas de la forma más económica posible?

—Porque no funciona. Es lo que hizo mi padre toda su vida. Por mucho que las críe de forma económica, el precio al que tendré que venderlas será demasiado bajo para ganarme la vida. No tengo bastante terreno para criar un gran rebaño. Y no dispongo de suficiente ayuda para llevar un negocio a gran escala. La única posibilidad de hacerlo es especializarse. Hacer algo distinto y ganarte una reputación por la calidad en algo en particular.

—¿Como cordero Portland orgánico?

—Exacto. Y no solo cordero lechal. La carne del cordero viejo y del capón también es excelente. Magra y con mucho sabor. Y la piel de las ovejas recién esquiladas es suave como el trasero de un bebé. Pero… —Ladeó la cabeza, y pese a la despreocupación con que había hablado, se percibía ansiedad alrededor de sus ojos.

—¿Pero?

—Tengo que sobrevivir el invierno, hasta que esta primera remesa de corderos haya crecido lo suficiente para ir al matadero. Y tengo que conseguir ya el maldito certificado para productos orgánicos.

—Entonces estás justo al comienzo de toda esta empresa.

—Al comienzo o al final, depende de lo optimista que me sienta —respondió, esbozando una rápida sonrisa—. Toby y yo intentamos vivir del viejo rebaño…, durante cinco años intentamos arreglárnoslas con lo justo. Vendí las últimas ovejas el año que murió. Luego tardé un tiempo en decidir qué demonios iba a hacer.

—Pero, por lo que parece, ya lo has decidido.

—Bueno, apareció Ilir. De poco sirve tener a un hombre en casa si no hay ganado ni nada que hacer aparte de ver cómo se desmorona el lugar. Él me dio la patada en el trasero que necesitaba.

—Sí. Es importante para un hombre sentirse útil —dijo Zach en voz baja, sintiendo una punzada de hostilidad inútil hacia el inocente Ilir.

El jeep dio botes y patinó hasta detenerse en el patio de cemento, y esta vez Zach fue lo bastante rápido para bajar y abrir la verja antes de que lo hiciera Hannah. Ella detuvo el motor con un rugido frente a la granja y abrió la puerta de la casa empujándola con el hombro y dándole una patada en el borde inferior.

—El aseo es la primera puerta a la derecha. Y si haces algún comentario sobre mi forma de llevar la casa te tumbo. Estás advertido.

El interior de la granja estaba repugnante. No solo reinaba el desorden y hacía falta una buena sesión de aspirador, estaba asqueroso de verdad. Zach se abrió paso entre montones de trapos desechados, pedazos de cordel y cuerda para embalar, briznas de paja, envases de leche vacíos y viejas herramientas que no imaginaba para qué servían. Había una cama de plástico para perro convertida a mordiscos en una extraña escultura punteada; la manta de dentro estaba gris del pelo acumulado. Contra la pared había un montón de leños, del que se había desprendido un amplio halo de serrín, corcho y carcoma, y cuando Zach levantó la mirada del suelo, vio horrorizado que el techo alto estaba cubierto de telarañas ennegrecidas que hacía pensar en una especie de macabro empavesado. En el lavabo del aseo había restos cuarteados y medio disueltos de varias pastillas de jabón alrededor de los grifos, pero el agua estaba caliente y logró rascar con las uñas algo de jabón. Se lavó las manos rápidamente, luego recorrió con la mirada el pasillo hasta la habitación contigua.

En la cocina reinaba el mismo olor a ovejas y perro que en el interior del jeep. Encima de un quemador del fogón dormía un gato callejero; todas las superficies estaban cubiertas de platos, sartenes y envoltorios. Junto al hervidor de agua había un envase de leche, y una mosca se daba un festín con la costra amarilla que rodeaba la boca. La enorme mesa de roble estaba cubierta de montones de facturas, papeles impresos, libros de contabilidad y viejos periódicos. Zach examinó la vajilla sucia y solo un momento después cayó en la cuenta de lo que buscaba con la mirada y lo que de hecho estaba viendo: cosas a pares. Dos copas de vino con un poso violeta en el fondo, dos tazas de café, dos platos con huesos de lo que podrían haber sido costillas de cerdo. Pruebas de que Ilir compartía la casa con Hannah. Se oyó un golpe repentino y ruido de pasos bajando las escaleras del fondo de la habitación. A Zach se le aceleró el pulso y se volvió, recorrió el largo pasillo lo más deprisa que pudo y salió al patio.

Hannah miraba algo encima del capó del jeep y, al verla dar un respingo, Zach se recordó a sí mismo hacía unos segundos. Ella había hojeado el cuaderno de bocetos y lo cerró con la barbilla alzada y una expresión desafiante, como negándose a avergonzarse de haber sido sorprendida.

—¿Has encontrado todo lo que necesitabas?

Zach se cruzó de brazos y sonrió, mirando el cuaderno encima del capó.

—Sí, gracias. Una casa preciosa.

—Gracias. Crecí en ella.

—Debes de tener un sistema inmunológico impresionante —dijo él, y trató de poner una cara seria.

—Cuidadito, te he advertido. —Hannah cerró los puños un segundo, pero tenía una expresión divertida. Señaló el cuaderno con un gesto—. No pretendía fisgonear. Solo quería que no te dejaras la bolsa en el jeep. Pero, verás…, la curiosidad hacia un colega artista y demás… Pero no te preocupes…, no tengo la impresión de haber penetrado en tu alma.

Él pensó en el único dibujo que había hecho hasta entonces, su intento fallido de esa misma mañana.

—Solo trataba de dibujar la vista desde lo alto de la colina —reconoció.

—¿Y hasta allí has llegado?

—Creo que podría haber perdido… mi magia —dijo él.

Ella lo miró con perspicacia, entrecerrando los ojos para protegerlos de un repentino rayo de sol.

—¿Eso crees? —murmuró sin crueldad.

Zach se mantuvo en sus trece, pero no encontró una forma sucinta de explicarse.

—Bueno —continuó ella—, yo siempre pienso que ayuda recordar por qué estás dibujando lo que estás dibujando. Por ejemplo, ¿por qué has subido la colina y has intentado pintar la vista?

—Humm, no lo sé, la verdad. ¿Porque era bonita?

—Pero ¿lo era? ¿Has decidido dibujarla porque era bonita, o porque creías que tenía que serlo? ¿Has pensado que esa era la clase de cosa que debías querer dibujar?

—No estoy seguro.

—Pues la próxima vez detente y pregúntatelo. Puede que no obtengas la respuesta que esperabas.

—Ya no estoy seguro de saber qué quiero pintar.

—Entonces intenta pensar por qué lo haces. O, en otras palabras, para quién. Piensa en para quién estás pintando. Puede que eso ayude.

—¿Por qué te fuiste corriendo el otro día? —preguntó él, sorprendiéndose a sí mismo.

Hannah le devolvió el cuaderno con una sonrisa cauta.

—No me fui corriendo.

—Ya lo creo que sí. Fue cuando te pregunté si había alguien más en The Watch.

—No, solo tenía que irme, eso es todo. De verdad. No vive nadie más en The Watch. Te lo puedo asegurar.

—¿Has estado en el piso de arriba?

—Eh, creía que estabas aquí para que te enseñara la granja, no para interrogarme sobre mis vecinos.

Empezó a alejarse pero Zach la asió del brazo. Lo soltó enseguida, sorprendido de lo delgado que era debajo de la tela de la camisa, así como del calor que desprendía.

—Por favor. Estoy seguro de que oí a alguien moverse en el piso de arriba.

—He estado en el piso de arriba y no vive nadie más allí. ¿Ahora quieres que te la enseñe o no?

Lo miró con severidad durante un momento, con las cejas arqueadas, pero por alguna razón hasta sus expresiones más feroces hacían sonreír a Zach.

Los meses de invierno eran un recuerdo vago de manos doloridas y pies rígidos y entumecidos. Dimity tenía unas botas pesadas, cuyo cuero estaba rígido por los años y los daños causados por el tiempo invernal. Le iban demasiado grandes; las había dejado en The Watch alguna visita, alguien que había salido con prisas por la puerta trasera al oír el puño de su mujer en la puerta principal reverberando por toda la casa. Nunca regresó a buscarlas, de modo que ahora eran de Dimity. Pero los calcetines se le habían gastado por los dedos y el talón, y sus zurcidos casi nunca duraban más de un par de días. Al caminar notaba el interior de las botas a través de esos agujeros, lo que le causaba ampollas y luego callos. Cuando se reunía con Wilf Coulson en el altillo del establo de Barton, se dejaba caer en el heno suelto, se quitaba las botas y se frotaba los dedos con las manos, masajeándoselos para hacerlos entrar en calor y devolverles la movilidad lo mejor que podía.

—Si quieres ya te lo hago yo. Tengo las manos más calientes —se ofreció Wilf en una ocasión, mientras fuera llovía a cántaros y se había formado una cortina de un gris gélido.

Barton guardaba el ganado en el cobertizo cuando llovía mucho. Sus campos no drenaban bien y se convertían en un cenagal infranqueable. El calor de las vacas se elevaba hasta el altillo del establo, junto con el dulce hedor a excrementos que desprendían. Medio hundido en el heno, era posible sentir calor cuando parecía que el sol iba a permanecer eternamente pálido y lánguido.

—Si lo haces tú tengo cosquillas —dijo Dimity, apartando los pies de sus manos huesudas.

Tanto Ella como Wilf ya tenían quince años, y él parecía crecer incluso mientras ella lo observaba. Aunque seguía siendo delgado era más ancho de hombros, más anguloso; tenía la cara más alargada, más seria, más pesada en la frente. Cuando hablaba su voz oscilaba entre un suave tenor y un graznido ronco e irregular.

—Deja que lo intente —insistió él.

Cogió sus pies con firmeza, y ella se avergonzó de sus calcetines mojados y agujereados, y del olor que desprendían y que había dejado el anterior dueño de las botas. Wilf sujetó sus dedos helados entre las palmas de las manos y durante un instante de felicidad ella sintió cómo el calor afluía a ellos. Cerró los ojos un segundo, oyendo el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado de zinc, y el movimiento y la respiración de las vacas abajo. Nadie podía verlos ni oírlos allí. Eran intocables.

Cuando ella volvió a abrir los ojos, Wilf la miraba de aquel modo. Aparecía cada vez más a menudo, esa expresión concentrada y seria, con la boca entreabierta. Vulnerable y amenazadora a la vez. Y en su regazo, la tela de sus pantalones, tensa sobre la protuberancia de su entrepierna. Dimity frunció el ceño y apartó los pies de nuevo.

—¿Y qué diría tu madre si te sorprendiera aquí arriba conmigo?

Ceñudo, Wilf bajó la vista hacia las puertas del establo como si casi esperara ver aparecer a su madre de pie en el barro lleno de surcos, en medio de charcos color ámbar y acribillada por la lluvia, con la cara igual de sombría.

—Me atizaría, estoy seguro. Aunque ya le saque una cabeza —dijo él hosco—. Cada semana está de peor humor.

—Y la mía. La semana pasada me azotó con el cinturón porque dejé excremento en los huevos cuando los llevé a la casa, sin importarle el granizo que caía fuera, que podría haberlos roto antes de que los limpiara.

—Es una pena que no puedan ser amigas. Al menos podrían quedar y atizarse la una a la otra en lugar de a nosotros.

—¿Quién crees que ganaría? —preguntó Dimity, poniéndose de lado y sonriendo.

—Mi madre no tiene reparos en utilizar el palo si es necesario. ¡Tendrías que haber visto el estado del trasero de Brian cuando lo pilló robándole del bolso!

—Valentina utilizaría lo primero que viera —dijo Dimity, poniéndose seria, descartando ya la imagen de las dos mujeres peleando—. Creo que sería capaz de matar a alguien si la pillaran en un mal momento.

Wilf se rió y le tiró un puñado de heno, que Dimity apartó enfadada.

—¡Hablo en serio! Lo haría.

—Si te pusiera una mano encima, tendría unas palabras con ella. ¡No…, lo digo en serio! —Y esta vez le tocó a Wilf insistir mientras Dimity se reía.

—No lo harías porque, como bien sabes, lo hace siempre, con tanta regularidad como la marea. Pero no te culpo por eso, Wilf Coulson. Si pudiera poner una gran distancia entre ella y yo lo haría. Cuando sea lo bastante mayor, lo haré. —Se puso de espaldas y, sosteniendo un tallo de heno frente a sus ojos, lo trenzó con todo el cuidado que pudo sin romperlo.

—Entonces, Mitzy, ¿te casarías para alejarte de ella? Podrías hacerlo pronto si quisieras. Así nunca tendrías que volver aquí si no lo desearas. —La voz de Wilf estaba tan cargada de curiosidad que le tembló por la tensión.

—¿Casarme? Es posible. —Dimity apretó el nudo con una sacudida repentina; rompió el tallo y lo tiró a un lado.

De pronto el futuro se extendía ante ella como un largo trueno inquietante. Un futuro que parecía sofocarla. Se le revolvió el estómago y se dio cuenta de que era el miedo. Tenía mucho miedo. Tragó saliva, resuelta a no exteriorizarlo.

—Supongo que depende de que encuentre a alguien que valga la pena, ¿no? —añadió alegremente.

Se hizo un largo silencio. Con torpeza Wilf se metió la camisa, que le sobresalía del jersey, dentro del pantalón.

—Yo me casaría contigo —murmuró.

Pronunció las palabras tan bajito que se diluyeron con el ruido de la lluvia.

—¿Qué?

—He dicho que yo me casaría contigo. Si tú quisieras. Mamá cambiaría de opinión cuando te conociera. Cuando dejaras de vivir en The Watch.

—Calla, Wilf, no hables como un idiota —soltó Dimity, para ocultar su confusión.

Era mejor reír, mejor no tomárselo en serio, por si resultaba ser alguna clase de burla. Una broma. Aunque pensaba que Wilf no haría algo así, no podía estar segura. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que se alegró de que el trueno lo ocultara.

—No lo hago. No estaba hablando como un idiota —murmuró Wilf, examinándose aún la ropa, las manos, mirando hacia el otro extremo del cobertizo como si la pared de piedra de sílex del fondo, manchada de estiércol, ocultara palabras de enorme y crucial sabiduría. Ninguno de los dos habló durante un rato, ninguno habría adivinado los pensamientos del otro. Al final el calor y el repiqueteo constante adormiló a Dimity. Cuando se despertó al cabo de un rato tenía la cabeza de Wilf sobre su hombro y una mano descansando en su estómago. Tenía los ojos cerrados, pero ella se dio cuenta de que no dormía.

Ese invierno fue largo, los gélidos vientos del norte llevaron nevadas tardías que mataron los primeros brotes verdes que se habían atrevido a asomar. Los sabañones de Dimity empeoraron tanto que apenas podía soportarlos; para curarlos se vio obligada a permanecer sentada con los pies metidos en un cubo de orina, estremeciéndose del asco. Sentía un dolor punzante en los oídos, en los que había penetrado el aire gélido. Apenas hubo visitas, excepto los dos hombres que Valentina llamaba su pan y mantequilla, y por tanto hubo menos regalos de comida o monedas; Dimity no obtenía dinero extra por posar y en sus salidas apenas encontraba nada que recolectar. Comían los huevos, fritos en grasa que sabía a rancio y quemado de tanto utilizarla, sobre rebanadas de pan hecho por Valentina, quien tenía una habilidad excepcional con la masa. Dimity creía que era por la furia con que la amasaba. Las dos estaban cansadas, y la piel se les volvió más cetrina y agrietada. Cuando Dimity volvía a casa después de repartir remedios contra el resfriado a los habitantes de Blacknowle, tenía los labios cuarteados por el viento y los dedos curvados en garras enrojecidas.

Esos días de aletargamiento Valentina guardaba cama, confusa y lánguida. Una tarde llamaron a la puerta, pero ella no bajó. Finalmente Dimity atisbó por la puerta, porque el hombre no paraba de aporrearla. No lo reconoció. Tenía la cara oscura, picada y arrugada, y las mejillas cubiertas de barba negra desgreñada. Los ojos eran acuosos y grises.

—¿Y tú qué? Lo harás tú. Me han dicho que tenía que venir aquí —dijo con una voz ronca, aflautada, cuando Dimity le dijo que Valentina no recibía visitas.

Ella lo miró fijamente, inmóvil, en estado de shock.

—No, señor. Esta noche no —dijo ella en voz baja.

Pero él dio un empujón a la puerta, la cogió por la cintura y la atrajo hacia sí con toda su fuerza, inmovilizándola contra el marco de la puerta que se le clavaba en la espalda. Bajó una mano y se la metió entre las piernas.

—¿Conque esta noche no, ramera roñosa…? Vamos, la manzana nunca cae lejos del árbol —bramó en la cara de Dimity, que gritó de miedo y sorpresa.

El aliento le olía a pescado y cerveza.

—¡Mamá! —gritó presa del pánico—. ¡Mamá!

Y contra todo pronóstico Valentina apareció en la escalera, con la cara hinchada de sueño pero con tanto fuego en los ojos que el hombre dejó a Dimity en el suelo. Ya estaba retrocediendo cuando ella se abalanzó sobre él, golpeándolo y arrojándole imprecaciones que sorprenderían a un marinero. El desconocido se escabulló por la puerta y murmuró furioso todo el camino.

Luego ambas se acostaron en la cama de Valentina. Normalmente Dimity no podía entrar en su cuarto, con sus lámparas cubiertas y la colcha afelpada rosa, pero esa noche Valentina se acurrucó alrededor de su hija y yacieron las dos juntas, con el cuerpo acoplado. No le acarició el pelo, ni cantó, ni habló. Pero cuando vio que a Dimity le temblaban las manos, se las cogió con fuerza y no se las soltó ni cuando se quedó dormida. Tenía la piel dura y lisa como el cuero. Dimity permaneció despierta durante horas, con el corazón latiéndole con fuerza por el shock que le había provocado el brusco roce del hombre, y por lo poco familiarizada que estaba con el abrazo de Valentina. Pero lo agradeció, disfrutando del creciente calor entre los dos cuerpos, de la sensación de seguridad que inquietantemente casaba con la certeza de que todo podía acabar en un segundo. Y así fue, por la mañana Valentina la despertó con brusquedad dándole una palmada en el muslo.

—Sal de mi cama, holgazana. Ve a prepararme el desayuno.

Luego, un maravilloso día de mediados de abril, la primavera llegó soplando del mar en una cálida brisa tan dulce como el sabor de los fresones maduros. Fue un alivio tan grande que Dimity se rió fuerte, de pie en el sendero del acantilado, al regresar de Lulworth con una bolsa llena de sardinetas y una botella de vinagre de sidra para cocinarlas. El mar rielaba lleno de vida y la tierra lo miraba, como una gran animal embotado por el frío que poco a poco se despierta de un sueño profundo. Dimity creyó oír cómo la savia corría efervescente en el interior de los árboles y la hierba como un enorme aliento interior, reprimido y listo para el florecimiento del verano. La savia corría también dentro de los hombres de Blacknowle y de las granjas de alrededor, que acudieron a la puerta de The Watch, por lo que sus ocupantes no tardaron en verse rodeadas de abundancia. Pero no era la comida o el calor lo que Dimity más anhelaba; ni siquiera la caricia del sol podía llenar el vacío que habían dejado los Aubrey al partir. Dimity anhelaba que llegara el verano porque anhelaba que ellos regresaran. Anhelaba la conversación animada y el afecto, cómo el amor que se tenían los unos a los otros se extendía alrededor de ellos, y cómo le habían permitido adentrarse en ese mundo y formar parte de él. Anhelaba verlos para dejar de ser invisible.