5

Dimity parpadeó y tarareó un poco con la garganta, y Zach salió de su ensimismamiento. El silencio se había prolongado tanto mientras ella contemplaba el cuadro que se había distraído, y se había fijado en los aislados granos de arena que había en el suelo, brillando bajo un rayo de sol; el suave sonido del mar que bajaba por la chimenea con un débil eco de túnel; una enorme y delgada araña tan inmóvil como un grabado entre las vigas encima de su cabeza, rodeada de la diminuta y moteada nube de sus crías. En la mano de la anciana había un papel, una impresión a color que él había hecho en el ordenador de Pete Murray de un gran óleo en el que se veía a Mitzy en medio de unas ruinas cubiertas de musgo, tan rica en texturas a la moteada luz que parecía formar parte del bosque, parte de la tierra, como una criatura mítica fundiéndose con los tonos y el follaje que la rodean. Encima de la cabeza había una gárgola, deforme e imprecisa, que parecía tener la misma cara; una réplica en piedra de la niña encantadora que había debajo. Dimity volvió a mover la boca y esta vez casi salieron las palabras, de modo que Zach carraspeó.

—¿Dimity? ¿Está bien?

—Hizo muchos bocetos en esa capilla. Es la capilla de San Gabriel, la embrujada. No se decidía sobre dónde era mejor que posara. Durante tres semanas estuvimos yendo y viniendo. Subíamos por el sendero hasta la colina, adentrándonos más que nadie, creo. Un día estaba tan cansada después de permanecer tanto tiempo inmóvil, con las tripas rugiéndome porque no había tenido tiempo para desayunar, ya que él quería aprovechar la primera luz de la mañana, que todo empezó a dar vueltas y a tambalearse a mi alrededor, y la luz se apagó; cuando quise darme cuenta estaba en el suelo, y él, mi Charles, me acunaba la cabeza como si fuera algo precioso…

—¿Se desmayó?

—Caí desvanecida. Supongo que él se enfadó un poco conmigo porque me había movido. ¡Hasta que se dio cuenta de que me había desmayado! —Se rió un poco, recostándose en la silla, juntó las manos y las levantó. El papel ondeó como un ala solitaria. Zach sonrió y dio un golpecito al cuaderno que tenía sobre las rodillas.

—Eso fue en mil novecientos treinta y ocho, ¿verdad? Un año antes de que se fuera a la guerra.

—Sí. Ese año…, creo que fue el más feliz para mí… —Las palabras se redujeron a un susurro, luego a nada. Los ojos le brillaron un momento, inmóviles y fijos. Dejó caer la copia del cuadro y se llevó las manos a las puntas de sus largas trenzas, acariciándolas y dándoles vueltas—. Charles también fue feliz. Lo recuerdo. Le supliqué que no se fuera, el año después de que… Yo quería que fuéramos siempre así de felices…

—Debió de ser duro…, con una muerte tan reciente en la familia y en circunstancias tan trágicas. Tanto revuelo.

Por un momento Dimity no respondió y se hizo un silencio, pero Zach vio los rápidos pensamientos que se sucedían en su rostro en lugar de la mirada que solía volver hacia el pasado. Abrió ligeramente la boca, separando los finos labios, y apoyó la punta de la lengua entre los dientes de delante. Conteniéndola hasta que las palabras estuvieran listas.

—Fue… un momento muy duro. Para Charles. Para nosotros. Verá, iba a dejarlos. Iba a dejarla para estar conmigo. Y luego, cuando pasó, se sintió muy culpable.

—Pero nadie lo acusó de lo ocurrido.

—Sí, algunos lo hicieron. Porque él era mayor y yo muy joven. Joven de cuerpo, tal vez, pero mi alma era vieja. Siempre lo pensé, incluso de niña, nunca me sentí como una niña. Creo que solo somos niños si la gente nos deja, y a mí nadie me dejó. Hubo habladurías…, que el pecado engendra pecado. Uno recoge lo que siembra, le oí decir a la señora Lamb una noche en el pub cuando pasaba por delante. Como si por el hecho de amarme él estuviera provocando que sucedieran cosas malas; estuviera buscándose un castigo. Pero él nunca estuvo casado con Celeste. No rompió ningún voto al amarme.

—Nunca pensé que a Charles Aubrey pudiera importarle lo que dijera la gente. En general no parecía que le preocupara. Me refiero a la sociedad, los convencionalismos. —Al oír estas palabras Dimity frunció el entrecejo y se miró las yemas de los dedos, las puntas abiertas de su cabello. Zach la vio inspirar profundamente, como para recobrarse.

—No. Era un hombre libre, es cierto. Solo lo guiaba su corazón.

—Y sin embargo… Siempre me ha desconcertado su decisión de ir a la guerra —dijo Zach—. Al fin y al cabo era ideológicamente pacifista, y todavía tenía responsabilidades. Gente que lo necesitaba…, como usted y Delphine… ¿Sabe por qué se fue? ¿Alguna vez se lo explicó?

Dimity no parecía muy segura de cómo responder, y aunque por un momento pareció que iba a hacerlo, al final el silencio se prolongó y su rostro adoptó una expresión ansiosa, cargada de la muda desesperación de una niña frente a la pizarra a la que le prohíben sentarse hasta que haya resuelto una ecuación.

—Se fue a la guerra porque… —Le brillaban las lágrimas en las comisuras de los ojos.

Sorprendido, Zach guardó silencio.

—¡No sé por qué! Nunca lo he sabido. Habría hecho lo que fuera, lo que me pidiera, por retenerlo aquí conmigo. Y todo lo que hice lo hice por él. Todo. Hasta… hasta… —Sacudió la cabeza—. Pero cuando se enroló en el ejército lo hizo desde Londres, no desde aquí, de modo que nunca tuve la oportunidad de detenerlo. ¡Y… nunca se lo dije a ella!

—¿A quién, Dimity?

—¡A Delphine! ¡Nunca le dije que… no había sido culpa suya!

—¿Qué no había sido culpa suya el qué? Dimity, no lo entiendo… ¿Se fue a la guerra por culpa de Delphine?

—¡No! No, fue… —Se calló, porque las lágrimas volvían espesas e ininteligibles las palabras.

Zach le cogió las manos.

—Dimity, lo siento, no era mi intención alterarla, de verdad. Por favor, perdóneme.

Le dio un apretón para distraerla, pero ella mantuvo la cara vuelta hacia el suelo, con las lágrimas cayéndole por los surcos de la piel para reunirse en la mandíbula. Se balanceó un poco, hacia delante y hacia atrás, e hizo un ruidito silencioso, un sonido de una tristeza tan profunda que Zach apenas pudo soportarlo.

—No llore, Dimity, por favor. Lo siento. Escuche, no entiendo por qué me está hablando de Delphine y de la guerra. ¿Puede contármelo?

Poco a poco, el llanto de Dimity cesó y ella se quedó quieta.

—No —graznó entonces—. Basta de hablar. No… puedo. No puedo hablar de su muerte. Y no puedo hablar de… Delphine.

Volvió hacia él el rostro en carne viva por la emoción. No había solo dolor, Zach lo vio de pronto y parpadeó, sorprendido. Había mucho más que simple dolor. Parecía a todas luces culpabilidad.

—Por favor, váyase. No quiero hablar más.

—De acuerdo, me iré. Y no volveremos a hablar más de la guerra, se lo prometo —dijo Zach, y entonces supo, estuvo seguro, de que Dimity sabía mucho más de lo ocurrido ese último verano en la vida de Charles Aubrey de lo que estaba dispuesta a contarle—. Me iré si me asegura que está bien. La próxima vez no le preguntaré nada. Yo responderé a sus preguntas, ¿qué le parece? Puede preguntarme lo que quiera sobre mí o sobre mi familia, y haré lo posible por contestar. ¿Trato hecho?

Secándose la cara, Dimity lo miró, desconcertada pero más tranquila. Al final asintió, y Zach volvió a darle un apretón en la mano antes de irse, y se inclinó para darle un beso en la mejilla húmeda.

Fuera el día era ventoso y llevaba el polvoriento perfume de los tojos. Zach inspiró profundamente y espiró despacio; solo entonces se dio cuenta de lo tenso que había estado, de lo mucho que le habían agobiado las lágrimas de Dimity. Se frotó la cara con una mano y sacudió la cabeza. Tenía que andar con más cuidado, ser más sensible; no meter la pata con sus preguntas, pues estaban hablando de la vida de ella, de su pérdida, y no solo de un personaje de la historia que él ni siquiera había conocido, aunque la sangre de ese personaje corriera por sus venas. Se preguntó si podría volver a tocar el tema de Dennis, saber quién era el joven, y dónde podía estar la colección de la que habían salido los retratos. Zach miró su reloj y se sorprendió al ver lo tarde que era. Había quedado con Hannah y se dirigió a la playa de debajo de la Southern Farm para reunirse con ella.

Cuando Zach llegó a la playa Hannah ya estaba ahí, descalza en el agua poco profunda de la orilla con los tejanos remangados. Se volvió y sonrió mientras él se acercaba, cruzando los brazos para entrar en calor.

—No acabo de decidir si me apetece o no bañarme. Pero ahora que estás aquí puedes hacerlo conmigo.

—No lo sé. Hoy no hace tanto calor, ¿verdad?

—Eso solo hace que el mar parezca más caliente. Créeme.

—No tengo toalla.

—Vaya. —Ella le lanzó una mirada expectante y de pronto Zach tuvo la sensación de que lo estaba poniendo a prueba.

—De acuerdo. He estado en The Watch las últimas horas y no me vendría mal quitarme ese lugar de la piel.

—¿Qué ha pasado?

—Nada en concreto. Solo que… parecía haber tantos recuerdos y embutidos allí. Y no todos muy felices. —Pensó en el modo en que el dolor a veces parece asentarse, frío y duro, en todas las esquinas—. Hablar con Dimity puede ser un poco intenso.

—Sí. Supongo.

Se volvieron y caminaron un rato juntos a lo largo de la orilla.

—¿Y qué impresión te estás llevando de nuestro pequeño rincón de Dorset? ¿No echas de menos las luces brillantes de Bath? —le preguntó Hannah, apartándose los rizos sueltos de la cara cuando la brisa jugaba con ellos.

—Me gusta. Es como un descanso estar rodeado de paisaje en lugar de gente.

—¿Sí? Te había hecho más mundano. —Lo miró brevemente y él sonrió.

—Lo soy. Pero supongo que cuando me fui de Londres me distancié de ese estilo de vida. Ahora Londres parece… cosa del pasado. Allí es donde estudié, donde me casé. No querría volver a vivir allí. No después de todo lo que ha ocurrido desde entonces. ¿Alguna vez tienes la sensación de que no quieres volver a lugares importantes?

—La verdad es que no. Todos mis lugares importantes están aquí.

—Supongo que es un poco diferente. ¿Y nunca has querido irte…, irte del lugar donde creciste y probar algo totalmente distinto, en otra parte?

—No. —Hannah guardó silencio un momento—. Sé que puede sonar anticuado o poco aventurero. Pero algunos nacemos con fuertes raíces. Y, al fin y al cabo, allá adonde vas sigues siendo tú. Nadie empieza realmente una nueva vida ni nada parecido. Te llevas la antigua contigo. ¿Cómo no vas a hacerlo?

—Y sin embargo me sorprendo intentándolo continuamente. Empezar de nuevo.

—¿Y alguna vez ha funcionado? ¿Alguna vez te has descubierto distinto?

—Supongo que no. —Zach sonrió con tristeza—. Tal vez tú estás más contenta de ser quien eres que los demás.

—O estoy simplemente más resignada —dijo ella sonriendo también.

—Aun así, tus raíces deben de ser muy fuertes si ni siquiera pensaste en irte cuando… cuando perdiste a tu marido. Cuando perdiste a Toby.

Hannah guardó silencio un rato, luego volvió la cabeza para contemplar el mar.

—Toby no era de Blacknowle. Irrumpió en mi vida durante ocho años maravillosos… y luego se fue. La granja y la casa fueron lo único que me sostuvo cuando murió. Si me hubiera ido entonces… me habría perdido.

Habían llegado al otro extremo de la playa y Hannah se detuvo. Inspiró profundamente y se quitó la blusa por la cabeza con un movimiento limpio. Zach desvió la mirada con tacto, pero no sin antes fijarse en las pecas pálidas que descendían por la delgada línea entre sus pechos.

—¿Vas a bañarte totalmente vestido o qué?

Se volvió hacia él en biquini, con las manos en las caderas. Zach se sintió curiosamente como un mirón: era extraño que fuera aceptable que la viera así, al aire libre, cuando habría sido una intrusión mirarla en ropa interior bajo techo. Se quitó la camiseta y dejó caer los tejanos. Hannah le recorrió con una mirada evaluadora desde los pies blancos hasta los anchos hombros; tan atrevida y abierta que él casi se ruborizó.

—Tonto el último. —Sonrió fugazmente, se volvió y ágilmente corrió entre los guijarros hacia el agua. Al cabo de tres zancadas esta le cubría hasta las rodillas, y entonces se precipitó hacia delante y, tras sumergir la cabeza debajo de una gran ola, empezó a nadar.

Zach la siguió, maldiciendo por lo bajo al notar el frío abrazo del mar alrededor de los tobillos. Parecía morder. Entonces Hannah salió a la superficie a poca distancia, con la piel brillante y el pelo hacia atrás, liso y reluciente como el de una foca, y la aparición lo animó a continuar. Tomó una enorme bocanada de aire y se zambulló, sintiendo cómo cada músculo se contraía a medida que el agua lo cercaba. Salió a la superficie con un jadeo.

—¡Dios! ¡Está helada! —Pero mientras hablaba el agua parecía menos impactante, más soportable. Dejó de agitar los brazos y nadó en un pequeño círculo hasta que vio a Hannah.

—No está tan mal, ¿verdad?

Hacía mucho que Zach no se bañaba en un mar británico, tan diferente del mar caliente de los centros turísticos en los que el agua era transparente como la de una piscina, y el fondo de arena y sin escollos. No había posibles amenazas, nada oculto. Apoyó un pie con cautela y tocó rocas y algas de tacto correoso, e imaginó cangrejos y erizos con púas, criaturas con tentáculos hirientes. Volvió a levantar el pie y miró abajo, pero solo pudo ver sus piernas como una blancura borrosa, sin más detalles.

—Aléjate un poco más. Hay arena. ¿Ves donde rompen las olas a lo lejos? Evita ese lugar si puedes. Hay rocas afiladas ahí debajo. Vamos. —Hannah flotaba de espaldas mientras le daba esas instrucciones, y Zach respiró hondo y se zambulló, y movió con fuerza las piernas hacia ella.

Nadaron uno junto al otro durante un rato, lejos de la orilla y a un ritmo tranquilo, meditabundo. Cada pocas brazadas Hannah buceaba y Zach contemplaba la nube de su pelo siguiéndola por el agua densa. Siguió nadando, y en un momento dado ella salió demasiado cerca de él, con sal en los ojos, parpadeando. Chocaron, y Hannah se retorció de espaldas rozándole con el torso al pasar; una caricia ágil y pasajera.

—¿No nada contigo Ilir? —le preguntó Zach.

—No, es un debilucho. Le dan miedo las corrientes.

—¿Hay corrientes?

—¡Es demasiado tarde para preocuparte! Pégate a mí y no te pasará nada. La marea no ha cambiado todavía. Las posibilidades de que el mar te engulla son…, no son tan elevadas. —Hannah sonrió y Zach decidió que bromeaba—. Por aquí. Vigila… Podemos subir al espigón. Es un buen lugar para zambullirte, tomar el sol y hacer creer a los turistas que puedes caminar sobre el agua. —Trepó con dificultad hasta quedarse de pie donde Zach la había visto antes, sobre una plataforma de roca, a un pie bajo el agua, que se adentraba en la bahía—. Aun con la marea baja, el extremo de este espigón sigue sumergido, y el agua es lo bastante profunda para un barco pequeño. Hace unos doscientos años los contrabandistas lo utilizaban continuamente.

—¿Qué traían?

—Cualquier cosa. Vino, coñac, tabaco. Especias. Telas. Lo que fuera fácil de transportar y supieran que podrían vender una vez aquí. ¿Por qué crees que la casa de Dimity se llamaba The Watch, el vigía?

—Entiendo. —Zach buscó un asidero en la roca con los dedos de los pies, y notó el mordisco de las conchas de los percebes al trepar.

Se sentaron juntos en el borde de la plataforma de roca, donde la brisa era más fría. El mar arrancaba reflejos de sus ojos y de debajo de sus barbillas.

—¿Eso es lo que intentas hacer aquí, en Blacknowle? ¿Empezar de nuevo? —preguntó Hannah. Dobló las rodillas contra el pecho y se las rodeó con los brazos.

—No exactamente. Quiero decir que ahora tengo a Elise. Me gustaría tenerla todos los días, como antes. Me gustaría que no estuviera a miles de millas, pero soy su padre, y no querría ser nadie más. Y en cierto modo está presente en mi vida cotidiana. Pienso en ella todo el tiempo. Supongo que vine aquí porque… necesitaba averiguar algo más sobre quién soy. Y mi familia ha estado relacionada con este lugar durante generaciones.

—¿Sí?

Zach sonrió ante su expresión de incredulidad.

—Sí. Hay una gran posibilidad de que Charles Aubrey fuera mi abuelo.

Hannah parpadeó y una pequeña arruga apareció entre sus cejas.

—¿Tu abuelo?

—Mi abuela siempre afirmó que había sido una de las mujeres de Aubrey. Vinieron aquí el verano de mil novecientos treinta y nueve y conocieron a Aubrey. Él llegó a pintarla en un cuadro. Y ya sabes lo que dicen de Charles Aubrey…, que era uno de esos hombres que daba una palmadita en la cabeza a todos los niños que se cruzaba en la calle, por si era hijo suyo.

—El nieto de Charles Aubrey. —Hannah sacudió ligeramente la cabeza, luego alzó la barbilla y se rió.

—¿Qué es tan gracioso?

—Nada. Solo cómo son las cosas a veces —dijo ella, sin dar más explicación.

Reflexionó un rato, apoyando la barbilla en sus brazos cruzados. La piel de sus muslos estrechos estaba erizada.

—¿Todavía quieres a Ali? —preguntó al final.

—No. Quiero… su recuerdo. Quiero la manera en que eran las cosas al principio. ¿Todavía quieres a Toby?

—Por supuesto. —Se encogió de hombros—. Pero ahora es distinto. —Apretó los labios y volvió la cabeza para mirarlo—. Muy distinto. —Sacudió la cabeza—. ¡Dios, estoy tan acostumbrada a no nombrarlo delante de Ilir que hasta me cuesta pronunciar su nombre!

—Ya —dijo Zach, con pesar—. ¿Hace que se sienta incómodo?

—Sí, pero no en el sentido en que lo dices.

—¿En qué sentido lo digo?

—Ilir siempre dice, o su gente dice, que no está bien hablar de los muertos. Que no deberíamos hacerlo. Es como un estricto código social en su tierra.

—¿Su gente? —preguntó Zach.

Hannah se calló unos momentos, como si no estuviera segura de si debía continuar.

—Ilir es romaní.

—¿Quieres decir que es gitano?

—Si lo prefieres —respondió ella con neutralidad—. No tienen muy buena reputación en este país.

—¿De dónde es? No he conseguido identificar su acento.

Hannah entornó sus ojos ámbar y de nuevo pareció extrañamente reacia a responder.

—De Kosovo —dijo brevemente—. Ilir era amigo de la infancia de Toby. Bueno, supongo que más bien de la adolescencia. Se conocieron en Mitrovica cuando el padre de Toby fue allí en un viaje de negocios, antes de que empezara la guerra. Los chicos tenían entonces unos trece años, creo. Doce o trece. Vino a ayudarme cuando se enteró de que Toby había muerto.

—¿Y nunca se fue?

—Como ves, todavía no. Es irónico. Es la única persona en mi vida con la que podría compartir mis recuerdos de Toby y se niega a hacerlo.

Miró hacia la granja durante un rato y Zach creyó ver el lazo que los unía, como hilos en el aire haciéndose eco de las corrientes del mar de debajo. Le produjo desazón.

—¿Nadamos? Hace demasiado frío aquí.

—Ya te había dicho que el agua está más caliente de lo que parece. Buceemos.

—¿Es lo bastante hondo por aquí?

—¡Qué aprensivo eres! —Hannah bajó la vista y le sonrió.

Zach se puso en pie. Le sacaba toda la cabeza y los hombros, de modo que ella tuvo que echar la cabeza hacia atrás. Lo observó un momento, de esa forma evaluadora a la que él ya se había acostumbrado.

—Ven a casa luego, si quieres —dijo ella, mirándolo fijamente.

—¿Para qué?

Hannah hizo un gesto despreocupado y se zambulló.

Dimity los vio sentados uno junto al otro en el espigón de roca como si se conocieran desde hacía años. Observó desde la ventana de la cocina y notó un hormigueo en el estómago. Algo que le hizo llevarse las manos allí; le hizo apoyarse en un pie y luego en otro, y volverse de vez en cuando para dar vueltas por la habitación. ¿De qué estaban hablando?, se preguntó. El chico hacía tantas preguntas, todo el tiempo. Un agujero en el que podría verter todas sus historias sin que nunca se llenara. «Ahí va un ladrón, un ladrón, un ladrón», tarareó en voz baja sin dejar de mirarlos. Había empezado a hacer un hechizo para Hannah, clavando alfileres en pequeños corchos y metiéndolos poco a poco, con esfuerzo, a través del cuello de una botella. Algo que la protegiera, para colgarlo en su chimenea o encima de su puerta. Por si realmente había una maldición sobre ella o sobre su granja; ese había sido su pensamiento inicial. Ahora pensó: también para cerrarle la boca. No permitir que ese chico curioso le sonsacara información como se la sonsacaba a ella. «Ahí va un ladrón, mi bella dama». Hannah sabía cosas, cosas malas. Secretos que no debía contar. Porque al final Dimity no podía hacerlo todo ella sola; a veces tenía que pedir ayuda. Manos y brazos jóvenes, llenos de la fuerza que los años le habían arrebatado.

Cuando lo vio caminar con la chica por la playa, de entrada se alegró. Parecían hacer buena pareja, pese a la diferencia de estatura y el distinto color de sus almas. La de Hannah siempre había sido roja, pero la del joven era más bien azul, verde y gris. Cambiaba, sin acabar de definirse. Sin embargo, después de esa alegría inicial llegó la ansiedad, el miedo. «Él me robó el anillo de boda, el anillo de boda, el anillo de boda…» Durante un segundo casi deseó que Valentina volviera. Alguien que oyera sus pensamientos, aunque no estuviera en sus manos ayudarla. Valentina nunca la había ayudado; nunca le había inspirado compasión. Su corazón estaba hecho de madera y piedra, de minerales duros. Dimity pensó en lo que le había dicho a Zach poco antes, cuando de pronto las palabras y los sentimientos habían acumulado en su interior una presión insoportable. Lo que había dicho y lo que afortunadamente se había callado, pues por un momento la verdad se había detenido en sus labios. La verdad podía ser dividida y repartida en mitades o fracciones pequeñas. Decir que el cielo no es verde no es lo mismo que decir que el cielo es azul. Es cierto, pero no es lo mismo.

Dimity se frotó el anular de la mano izquierda; se lo frotó por la base y le pareció notar una dureza; la piel dura en un bulto entre el dedo y la palma. «Ella me robó mi anillo de boda, mi bella dama». Tarareó la melodía, murmuró las palabras, y no se fijó en que «él» se había convertido en «ella». Vio cómo Hannah se ponía en pie y se zambullía de nuevo en el mar; observó cómo el joven hacía lo mismo. Era un vasallo. No estaba seguro de adónde iba, contentándose con tomar rumbo. Si tenía cuidado, podría conducirlo a donde ella quería, y a donde él creía que quería ir. Pero debía tener cuidado. «Ten cuidado, Mitzy. No te pongas las cosas más difíciles». Las palabras de Valentina, pronunciadas hacía mucho. Cargadas de burla y amenaza. Era mejor no hablar con él, por mucho que le gustara pronunciar las palabras: Charles, amor, devoción. Con ellas salían otras palabras, negándose a permanecer en silencio. Celeste. Élodie. Delphine. Ramera. Era mejor no hablar. Pero le ponía triste pensar que Zach nunca volvería. Pensar en él llamando a la puerta, trayendo cuadros de ella que cantaban como canciones alegres en su cabeza cuando volvía a verlos. Ventanas que se abrían a una época que ella amaba, una época que ella había vivido; ventanas transparentes y de un brillo cristalino. Pero ten cuidado, ten cuidado. Los dos desaparecieron nadando debajo del acantilado y ella se apartó de la ventana, subió las escaleras sin pensarlo y se detuvo ante la puerta de la derecha. La puerta cerrada. Puso una mano en la madera como había hecho tantas veces antes.

Luego llegó la oleada de esperanza, de miedo. Le pareció oír que algo se movía dentro. Ya había ocurrido varias veces desde que Zach Gilchrist había empezado a visitarla. Desde que el encanto de la chimenea había caído dejando la casa expuesta durante un tiempo. Conteniendo la respiración, pegó la oreja a la puerta y apretó la cabeza, aplastando su vieja mejilla. Levantó la mano, la acercó al pomo y la cerró alrededor. Podía abrirla y entrar. Creyó saber lo que vería pero no estaba segura, no estaba totalmente segura. Y no estaba segura de si quería verlo. En la puerta de madera había nudos y una cara dentro de ellos. Creyó que era la de Valentina, pero podría haber sido la de Hannah: los ojos como platos, la boca abierta. Diciendo: «Dimity, ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho?». Todo lo que Hannah sabía, lo que vio esa noche. El corazón le había palpitado con tanta fuerza que Dimity lo había oído con claridad, repiqueteando contra sus costillas, y le había sorprendido ver tanto miedo, tanto horror, distorsionando la cara de la joven y haciendo temblar todo su cuerpo. Tragando saliva, Dimity abrió la mano que rodeaba el pomo y retrocedió.

En la granja, Hannah desapareció en lo que podría ser un lavadero, ya que había montones de ropa y telas sobresaliendo de varias cestas alrededor del suelo, e hileras de cajas de detergente vacías. Salió con una toalla a rayas de muchos colores estridentes; Zach se frotó el pelo con ella. El resto se le había secado al subir desde la playa, pero se notaba los calzoncillos empapados y fríos, pegados y pegajosos contra la piel. Se los tocó con disimulo debajo de los tejanos, pero Hannah lo vio y sonrió.

—¿Algún problema allá abajo?

—Un poco de arena y algunas algas. Nada que no pueda manejar.

—¿Café?

—¿Es seguro beber aquí?

—Creo que sí. —Hannah lo miró altanera—. El agua hervida mata los gérmenes.

Fue hasta la cocina, esquivando hábilmente, de forma mecánica, los abundantes desechos del pasillo. Las pilas llevaban allí mucho tiempo. El collie gris, que había aparecido en el borde del patio y había entrado detrás de él, se metió en su cama y los observó pensativo cuando pasaron.

—Ahora en serio…, el patio está tan limpio… —Zach recorrió la cocina con la mirada y levantó las manos hacia el caos—. ¿Cómo puedes encontrar algo aquí?

—El patio es importante, por eso está ordenado. Y he descubierto que lo que necesito al final sale a la superficie. —Desplazó la mirada por la habitación como si realmente lo viera por una vez. Las comisuras de la boca se le torcieron y curvaron hacia abajo—. Mi madre tenía la casa impecable. Se quedaría horrorizada si viera esto. Sobre todo su cocina. Era la clase de cocina en la que, al llegar del colegio, había una bandeja de bollos recién hechos en la mesa.

Zach no dijo una palabra.

—Pero… Toby era desordenado. Me quedé espantada la primera vez que me llevó a su habitación en el college. Él era limpio, pulcro…, casi demasiado. Pero parecía que hubiera estallado una bomba en su habitación. Olía a pan pasado y a calcetines sucios. Tenía que abrir las ventanas y asomarme para respirar, por mucha pasión que hubiera. Cuando murió…, cuando murió me pareció una especie de homenaje apropiado. El desorden. Como si le dejara salirse con la suya, ya que se había ido y me había dejado. —Se encogió de hombros con tristeza—. Pero si te soy sincera, pasado cierto punto, la limpieza deja de ser una opción. Ni siquiera ves el desorden.

—Podría ayudarte, si quieres. Quiero decir si algún día quieres hacer limpieza.

—¿Algún día? —Ella sacudió la cabeza—. Haría falta un mes.

—Bueno —respondió Zach, sin saber qué más decir.

Hannah cogió dos tazas y las lavó de manera ostentosa debajo del grifo de agua caliente. Lanzó a Zach una mirada maliciosa, y él trató de pasar por alto que no había jabón líquido, y que la esponja que había utilizado estaba manchada y raída. Pero Hannah se detuvo y la miró, la tiró y utilizó los dedos para acabar el trabajo.

—Para.

—¿Cómo dices?

—Para de observarme y de hacérmelo notar. No tengo tiempo para ordenar.

—Lo siento. No era mi intención.

Hannah dejó los tazones junto al hervidor de agua y puso las manos en la encimera, apoyando el peso del cuerpo en ellas, con los brazos rígidos y rectos. El biquini mojado le había dejado marcas a través de la camisa y los pantalones, y de las colitas de rata de su pelo le colgaban gotas de agua semejantes a cuentas. El hervidor empezó a silbar débilmente, y ella lo apartó con un movimiento rápido y resuelto.

—Ven —dijo bruscamente, tendiéndole una mano—. Quitémonos la ropa mojada.

Lo condujo por las escaleras hasta un dormitorio amplio con vistas al mar. La luz de la tarde entraba a través de dos enormes ventanas de guillotina, calentando las moscas muertas que había esparcidas por el alféizar. Si en su día hubo cortinas, ya no estaban. La cama tenía una cabecera alta de latón; el edredón estaba arrugado y la mitad se había caído al suelo. Algunas grietas zigzagueaban como relámpagos a través de la pintura azul pálida de las paredes. Hannah cerró la puerta y se volvió hacia él mientras se quitaba la blusa y la parte superior del biquini rojo. Lo miró con una expresión desafiante. La pálida marca del bañador se veía difusa sobre el bronceado de verano, delimitando sus pequeños pechos y haciendo resaltar sus pezones oscuros. Zach dio un paso hacia delante, le rodeó la cintura con las manos y se las deslizó por la espalda hasta el duro contorno de los omóplatos. La besó y saboreó la sal. El mar en los labios de ella, en la barbilla y la mejilla. Le cayeron gotas frías del pelo de ella en los brazos cuando la abrazó, y sintió cómo ella tensaba el cuerpo, atrayéndolo más hacia sí. El deseo estalló a través de él, asfixiante e irresistible, le hizo estrecharla aún más fuerte entre sus brazos hasta arrancarle el aliento. Cuando abrió los ojos, la mirada de ella ya no evaluaba, sino que era serena y apremiante. Una expresión que Zach supo interpretar enseguida, que reconoció por fin y sin ninguna duda. No aflojó la presión ni un segundo. Se irguió, levantándola de tal forma que ella dejó de tocar el suelo con los pies. Se volvió hacia la cama y cayeron juntos sobre ella. Los brazos de Hannah alrededor de él, el movimiento de su cuerpo, su sabor, su olor, lo consumieron de tal modo que el mundo desapareció. Durante un momento solo existieron ellos dos, enredados, y no importó nada más.

Cuando Zach se despertó, se encontró espatarrado sobre el colchón de Hannah como una estrella de mar. Las sábanas olían ligeramente a oveja. Sentía los brazos y las piernas calientes y pesados, pero tenía la cabeza despejada. Levantó la vista y vio a Hannah de pie frente a la ventana, todavía desnuda, mordiéndose la piel del pulgar. Aprovechó la oportunidad para contemplarla, sabiendo que solo podría hacerlo cuando ella no se diera cuenta. Los dedos gordos de los pies, sin esmalte en las uñas, se curvaban ligeramente hacia arriba por los extremos. En la cadera derecha, justo donde se le marcaba el hueso, tenía un pequeño tatuaje oscuro de un caballito de mar. Las nalgas le caían un poco, doblando la piel en un pulcro pliegue. Podía contar las costillas, que estaban salpicadas de pecas. El pelo, que ya se había secado, era como un tejado de paja revuelto y enredado. Tenía los ojos muy abiertos, concentrados en el mar. De nuevo tuvo la extraña sensación de conocerla, de haberla visto antes. Había algo persistentemente familiar en todo, hasta en su forma de permanecer de pie, absorta en sus pensamientos, y Zach se preguntó si se trataba de un nivel de reconocimiento más profundo que el físico, que el del prosaico orden de unas facciones en una cara. Algo instintivo, necesario. Notó que algo se resquebrajaba dentro de él; una pequeña fisura y una sensación dolorosa, nueva y familiar a la vez. La recibió con sentimientos encontrados: una acogida algo consternada.

—Hola —murmuró.

Hannah dejó de morderse el dedo y lo miró.

—¿Has vuelto al reino de los vivos?

—¿He dormido mucho rato?

—Solo media hora. Pero yo no lo llamaría dormir. Más bien estabas en coma.

—Lo siento. Me has cogido un poco por sorpresa. Ven aquí.

Por un momento ella pasó por alto la petición, pero luego fue hasta la cama y se sentó con las piernas cruzadas, con toda naturalidad.

—¿No te preocupa que alguien nos vea? —preguntó él sonriendo.

—No hay nadie ahí fuera que pueda vernos. Y las cortinas se quemaron. —Sorbió con la nariz y se volvió para mirar las ventanas—. El viento las empujó hacia una vela; así que las quité y nunca encontré el momento de sustituirlas. De todos modos, la luz me ayuda a levantarme por las mañanas.

Zach trató de no pensar en la habitación de Hannah iluminada por la luz de una vela; en el romanticismo del gesto y en quién había sido el destinatario. Le deslizó una mano por el brazo, le cogió la muñeca y la atrajo hacia él. Al principio ella se resistió ceñuda, pero luego cedió, se tumbó a su lado y se acurrucó hacia él sin tocarlo.

—Hannah, ¿qué hay de Ilir? —preguntó él tanteando.

—¿Qué le pasa?

—¿Crees que no le importará que nos acostemos?

—No, no le importará. No es asunto suyo.

—¿Quieres decir que él y tú…, ya sabes, no sois pareja?

—Bueno, no estaría follando contigo a plena luz del día si lo fuéramos, ¿no?

—No lo sé —respondió Zach con absoluta sinceridad.

—No. Ilir no es mi… amante. Nunca lo ha sido. Por lo que a él respecta soy familia. Es un amigo y… un socio, en cierto modo. —Lo miró con franqueza, y detrás de la ligereza de su tono había algo más serio—. No hay nadie más.

—Gracias a Dios —dijo Zach, aliviado—. No me habría gustado tener que vérmelas con él. Parece… duro.

Hannah se rió.

—No, no creo que sea necesario.

—Parece… apropiado. Me refiero a estar contigo. Es como si te conociera desde hace mucho tiempo. ¿Sabes a qué me refiero?

—No lo sé. —Hannah volvió la cara hacia el techo, sin parpadear—. No vayamos tan deprisa, Zach.

—No, por supuesto que no. Solo quería decir que… me alegro. Me alegro de haberte conocido.

Ella se volvió de nuevo hacia él y sonrió.

—Yo también me alegro, Zach. Tienes un bonito culo.

—Uno de mis muchos atributos, te lo aseguro —dijo él, entrelazando las manos detrás de su cabeza y recostándose con visible satisfacción.

Hannah le clavó un dedo en las costillas.

—¡Eh! ¿A qué viene eso? —le preguntó riéndose.

—Estoy agujereando ese ego antes de que crezca demasiado.

Zach le cogió las manos antes de que volviera a atacar, la atrajo hacia sí y la besó.

—Te he magullado —dijo él, deslizándole los dedos por la clavícula, donde asomaba una marca rosada.

—Sobreviviré.

Él entrelazó los dedos de su mano izquierda en los de la mano derecha de ella, y se la llevó a la boca para besarle los nudillos. Le deslizó el pulgar por la palma y a lo largo del pulgar, y notó una dureza.

—¿Qué es esto? —Apartó un poco la mano, para verla mejor. Una cicatriz recta y gruesa, de un blanco plateado y con relieve, que se extendía en diagonal por la almohadilla del pulgar—. ¿Cómo te la hiciste? Parece que fue un corte profundo.

—Me lo hice… —Hannah se calló, frunciendo ligeramente el ceño. Apartó la mano y la sostuvo en alto—. Me lo hice la noche que murió Toby. Me pillé con la puerta del coche. Con fuerza. Casi me partí el pulgar en dos. Pero no me di cuenta hasta el día siguiente, cuando alguien me lo señaló. Tenía la mano entumecida. Supongo que como el resto de mi cuerpo.

—Pobrecilla.

—¿Yo? —Sacudió la cabeza—. No fui yo la que se ahogó.

—Hannah, lo siento. No quería…

—No, no te preocupes, Zach. La verdad es que quiero hablar de él. Sé que suena raro, probablemente demasiado raro para ti, pero hace siglos que quiero hacerlo. Supongo que no quieres oír hablar de él. De esa noche. —Lo miró fijamente con sus ojos oscuros y difusos, ocultos por la luz.

—Cuéntamelo —dijo él.

Hannah suspiró despacio.

Una noche de viento intenso y lluvia torrencial. Una noche en que el cielo escupía cristales de hielo que te cortaban los ojos y los labios, los pulmones se te vaciaban de aire antes de que pudieras hablar o respirar. Una noche tan negra que cualquier luz te deslumbraba en lugar de guiarte. Un temporal que encontró cada gotera del techo y cada costura de la ropa; cada teja suelta y punto débil, cada resquicio. Toby era miembro voluntario del equipo de salvamento, aunque había crecido en Kensal Rise, haciendo realidad una fantasía de la niñez de someter las olas corcoveantes y acudir como un ángel de la guarda al rescate de aquellos que creían que el mar se los iba a llevar. Y así lo hizo, durante tres años, una vez que acabó el período de formación. Le encantaba…, le encantaba ayudar, la adrenalina, sentirse tan necesario. De modo que esa noche, esa última noche, sonrió a Hannah desde la puerta del dormitorio y salió; ella se vistió y lo siguió. Siguió sus pies hasta la orilla donde el agua hervía furiosa contra las rocas; porque esa sonrisa había sido demasiado entusiasta, demasiado satisfecha, y ella creía en un destino observador que se complacía en castigar a los que se tomaban el peligro demasiado a la ligera.

Desde el lugar donde estaba no veía nada. El barco en apuros, un yate de lujo con rumbo a Saint Ives, se encontraba a unas cinco millas de la costa y al oeste, más allá de Lulworth. Ella se subió al jeep, condujo a una velocidad imprudente hasta esa cala, se pilló la mano con la puerta y no sintió nada. No veía más que el sendero por encima de la cala de Lulworth, pero aun así esperó con el temporal bramando a su alrededor y los oídos palpitando con él, notando cómo la espuma le abrasaba la cara hasta sentirla entumecida, no sabía si de miedo o de frío. Al final, tan helada que creyó que se le iba a parar el corazón, condujo de nuevo hasta la granja y esperó en la cocina. Esperó la noticia que sabía que llegaría. La noche se prolongaba y un nudo de terror, duro y pesado, se instaló en sus entrañas. Descolgó el teléfono pero el vendaval había cortado las líneas. El móvil no tenía cobertura. Empezó a llorar antes incluso de que le dijeran lo que había ocurrido, porque ya sabía que lo había perdido. Un cabo suelto del yate había salido disparado en la oscuridad, golpeándole en la cabeza con una fuerza asombrosa. Cayó en las negras olas onduladas antes de que nadie pudiera reaccionar. Y luego desapareció. Tragado por las crestas de más de treinta pies de altura y los profundos senos de las olas succionadoras; el agua era como sílex, cerrándose implacable sobre él.

—Lograron rescatar a la pareja del yate, helada y asustada, pero eso fue todo. Sin embargo, Toby había desaparecido. Eso es lo que me dijo Gareth, su mejor amigo, que estaba en el barco. Que había desaparecido así sin más.

—¿Llegaron a encontrarlo?

—Sí. —Ella tragó saliva—. Una semana después, a unas doce millas de la costa. Lo que quedaba de él.

—Debía de ser valiente, para salir allí y hacer eso.

Hannah suspiró y se acercó un poco más a él.

—No, no lo era. Ser valiente es vencer tus miedos. Toby no tenía miedo. No estoy segura de si eso lo convierte en un héroe o en un maldito estúpido. Posiblemente ambas cosas.

Dejó que la cabeza le rodara hacia delante hasta que sus frentes se tocaron.

—Es agradable hablar de él después de tanto tiempo sin hacerlo. No recuerdo la última vez que pronuncié su nombre en voz alta hasta que tú llegaste.

—No estoy seguro de qué hacer con ello —dijo Zach, con absoluta sinceridad.

Hannah sonrió por un momento, luego se encogió de hombros.

—No tienes que hacer nada. No se trata de un regalo o una carga. Solo quería saber qué sentía al decirlo en voz alta.

—Me alegro de que me lo hayas dicho.

—¿En serio?

—Sí. Si te ayuda…, si te ayuda a sentirte mejor.

—Bueno, no estoy segura de si mejor es la palabra… Tal vez más ligera. Gracias.

Permanecieron en silencio durante un rato, luego Hannah lo besó, abriendo la boca ligeramente e invitándolo a entrar de nuevo. Zach la rodeó con los brazos y la tendió encima de él, y sus cuerpos yacieron estrechamente unidos.

Al cruzar la puerta del pub de regreso de la Southern Farm, con la mente llena de pensamientos de Hannah y de recuerdos de su sabor y su olor, Zach tropezó con un anciano que salía.

—Disculpe, perdóneme —dijo, alargando las manos para enderezar al hombre, que se tambaleó un poco antes de recuperar el equilibrio.

El anciano soltó una especie de gruñido ronco con la garganta que Zach tomó como una aceptación de su disculpa, y se disponía a pasar por su lado cuando algo lo detuvo: al cruzarse sus miradas, una expresión peculiar apareció en el rostro del anciano. Zach se paró. El hombre era delgado y de aspecto frágil, y tenía una cara de profundos contornos: en las mejillas, alrededor de los ojos, la boca y la barbilla. Una cara con sombras y escondrijos. Los ojos flotaban acuosos y tenía la punta de la nariz morada con una flor de finas venas rotas. La mirada que clavó en Zach fue de reconocimiento y de desconfianza rayando en la hostilidad.

—No nos conocemos —dijo Zach, apresuradamente, mientras el hombre trataba de apartarse. Le tendió una mano—. Me llamo Zach Gilchrist. Me alojo aquí en el pub, para reunir información sobre Charles Aubrey…

El anciano no le estrechó la mano ni se presentó. La sonrisa de Zach desapareció.

—Estoy muy interesado en hablar con cualquier persona que viviera en el pueblo en aquella época…, a finales de mil novecientos treinta, quiero decir…

—Sé quién es usted y lo que quiere. Le he visto —dijo por fin el hombre con una voz tan gruesa y un acento tan marcado de Dorset como el de Dimity—. Creía que ya se habría ido a estas alturas —añadió, con un tono ligeramente acusador.

Había algo familiar en él, y de pronto Zach recordó; era el anciano que estaba comiendo con su mujer el día que llegó a Blacknowle. El que se levantó y se fue cuando empezó a hacer preguntas sobre Aubrey.

—¿Hace mucho que vive aquí, señor?

El anciano parpadeó y asintió.

—Toda mi vida. Soy de aquí. Tengo derecho a estar aquí.

—¿Y yo no?

—¿Qué bien está haciendo?

—¿Bien? Bueno…, el libro que tengo previsto escribir sobre Aubrey dará notoriedad a Blacknowle. Quiero decir que demostrará lo crucial que fue en su vida y en su obra el período que pasó en…

—¿Y qué hay de bueno en eso? —insistió el hombre.

—Bueno, este…, diría que no puede perjudicar a nadie.

—Lo dice porque no lo sabe, eso es todo. No lo sabe. —El anciano sorbió, y sacó un pañuelo verde desteñido de su bolsillo para sonarse.

—Bueno, estoy empezando a saber… Quiero decir que estoy empezando a aprender. Por favor, créame cuando le digo que estoy aquí con las mejores intenciones. Como estudioso del artista. No tengo ningún deseo de ofender a nadie. —Guardó silencio y reflexionó un instante—. ¿No se llamará usted Dennis, por casualidad?

El anciano titubeó, como si considerara si contestar o no, luego negó con la cabeza.

—No conozco a ningún Dennis. No por aquí —dijo, y muy a su pesar hubo una nota de curiosidad en su voz—. ¿Tiene algo que ver ese Dennis?

—Bueno, me gustaría sentarme y hablar de mi investigación con usted, si quisiera hablarme de esa época… —Zach sonrió.

El anciano titubeó, mordiéndose el labio inferior.

—Hasta ahora he tenido varias conversaciones muy útiles con Dimity Hatcher —añadió Zach, esperando convencer al anciano.

Pero el nombre tuvo el efecto contrario. En su rostro aparecieron unos surcos profundos, endurecidos por la resolución.

—¡No tengo nada que decir sobre Dimity Hatcher! —replicó, y de pronto pareció dolido, casi asustado.

Zach parpadeó.

—De acuerdo. Es Aubrey quien realmente me interesa…

Pero mientras lo decía se dio cuenta de que ya no era cierto. Su curiosidad acerca de la vida de Dimity se había intensificado desde que la había conocido, y no cesaba de aumentar cada vez que hablaban, cada vez que se topaban con algo de lo que no quería hablar o que la confundía. O sobre lo que mentía.

—¿Podría decirme al menos su nombre?

De nuevo, el anciano se detuvo y dudó si responder o no.

—Wilfred Coulson.

—Bueno, señor Coulson, ya sabe dónde encontrarme, si cambia de parecer. Le estaría muy agradecido si me ayudara, aunque los recuerdos no le parezcan relevantes. O las anécdotas, lo que sea. Dimity ya me hablado de su aventura amorosa con Charles Aubrey… —dijo Zach, arriesgándose, esperando una reacción.

—¿Amorosa? No. —Los ojos de Wilf Coulson se llenaron de vida—. Eso no era amor.

—¿No? Pero… Dimity parece pensar lo contrario…

—Lo que ella cree y lo que fue no siempre coinciden —murmuró el anciano.

—¿Qué cree que hubo entre ellos si no fue amor?

Pero Wilf Coulson se limitó a fruncir el entrecejo, mirando más allá de Zach, hacia el interior oscuro del pub, y una repentina oleada de tristeza apareció en su rostro.

—Eso no era amor —repitió, luego se volvió y se alejó con paso inseguro del edificio, dejando a Zach dando vueltas a esa afirmación categórica.

Solo era media tarde pero a Zach le rugían las tripas, de modo que pidió la cena y se sentó en el que se estaba convirtiendo su sitio habitual, en un banco tapizado debajo de una ventana orientada al oeste, mirando hacia el corazón del pueblo. Estaba esperando que su ordenador se encendiera cuando el rugido de una risa masculina llenó la habitación y un grupo de cuatro hombres entró tranquilamente. Zach no les prestó mucha atención hasta que Pete Murray apoyó los nudillos de ambas manos en la barra y apuntaló los brazos con resolución.

—Gareth, sabes que no voy a atenderte, ¿por qué te molestas en venir?

—¿Qué? ¿Me estás diciendo que sigo teniendo prohibida la entrada? ¡Eso fue hace meses, maldita sea! —exclamó un hombre delgaducho con una cara demacrada y sin edad, y ojos brillantes.

Podría tener veinte años o cuarenta; su expresión era de profunda desconfianza y desafecto. Detrás de él había un tipo enorme, alto y barbudo, con un suéter lila desteñido que se veía extrañamente encantador en su enorme mole. Al estar sentado tan cerca de él, Zach alcanzó a ver la mugre de la prenda. Del cuarteto se desprendía el débil olor de ropa sin lavar y pescado.

—Lo prohibido sigue prohibido hasta que yo diga lo contrario.

—¿Y vas a decirlo o no?

El hombre delgado se inclinó amenazador sobre la barra. A su lado se alzaba el enorme hombre lila, con las cejas tan bajas que casi le tapaban los ojos.

—Tienes prohibida la entrada —dijo Pete Murray, y Zach admiró el tono firme de su voz—. Vete a otra parte.

Las conversaciones que había alrededor de la barra se interrumpieron cuando los cuatro hombres se quedaron momentáneamente donde estaban. Luego el delgado se metió las manos en los bolsillos y se volvió, y en la marcada línea de su mandíbula se dibujaron nudos.

—¿Qué cojones estáis mirando? —soltó a una pareja de mujeres de mediana edad al pasar junto a su mesa, y ellas se miraron sobresaltadas por encima de sus vasos de vino blanco con soda.

—Lo siento, señoras. ¿Qué les parece otra ronda, invita la casa? —ofreció el tabernero en cuanto los cuatro hombres hubieron salido.

—¿Quiénes eran esos tipos? —preguntó Zach cuando Pete le llevó la comida al cabo de un rato.

El tabernero suspiró.

—En realidad son bastante inofensivos. Bueno, creo que lo son. El gordo y el flaco son los hermanos James y Gareth Horne. Son pescadores. No conozco a los otros dos, supongo que son amigos suyos. Pero los hermanos Horne, bueno, cada pueblo tiene sus gamberros, ¿no? De chavales se dedicaban a hacer pintadas, a esnifar pegamento, a emborracharse y a romper la cabina de teléfono. Luego empezaron a salir a trabajar en los barcos y se calmaron un poco, pero enseguida corrieron rumores de que estaban metidos seriamente en drogas, y la primavera pasada sorprendí a Gareth traficando con unos chicos ahí detrás. Se largaron y se deshicieron de ello antes de que la policía los pillara, pero están vetados de por vida, por lo que mí se refiere.

—Parecen encantadores.

—Evítelos, ese es mi consejo.

Cuando por fin logró entrar en su correo electrónico, Zach encontró un mensaje de Paul Gibbons de la casa de subastas de Londres, que abrió impaciente. Después de un breve preámbulo, Paul escribía que el comprador de uno de los cuadros de Dennis, una tal señorita Annie Langton, resultaba ser una vieja amiga de la familia, y estaría encantada de conocerlo y dejarle ver el cuadro, Le facilitaba sus datos para que se pusiera en contacto con ella. Zach miró el reloj. Todavía eran las siete, no demasiado tarde para llamar a alguien. Como siempre, su móvil no tenía cobertura, de modo que echó unas monedas en el teléfono del pub y llamó a Annie Langton inmediatamente. Parecía mayor pero animada, y muy acomodada, y quedó en ir a verla el jueves siguiente. Vivía en Surrey, y Zach utilizó el código postal que ella le había facilitado para buscar las indicaciones por internet. Tardaría alrededor de dos horas y media en llegar allí en coche, y en silencio deseó que mereciera la pena. Había algo que esperaba ser descubierto, lo sabía. Lo notaba en sus entrañas; una sensación indefinida pero inconfundible de que pasaba algo, como cuando entras en una habitación conocida y encuentras los muebles cambiados de sitio. Rezó para que, fuera lo que fuese, lo encontrara en el cuadro de Dennis de Annie Langton.