3

En la oscuridad y el silencio del Spout Lantern, Zach se hallaba sentado frente a la barra, tan solo iluminado por la luz fantasmal de su portátil. Pete Murray le había facilitado amablemente la contraseña de su router y ese era el mejor lugar para recibir la señal. Era la una de la madrugada, y Ali ya debería haber llamado para que él le contara a Elise un cuento antes de irse a la cama. A medida que transcurrían los minutos se fue poniendo nervioso, presa del mismo extraño pánico escénico que sintió al llevarla por primera vez a casa desde el hospital, la sensación de que todas las miradas estaban pendientes de él, esperando que lo estropeara todo. Sin un libro en el que apoyarse, tenía la mente en blanco. Le había leído todos sus cuentos preferidos muchas veces a lo largo de los años; creía que estaban grabados en su memoria. Pero tal vez los había leído en un estado de embotamiento aburrido y las palabras habían ido de los ojos a la boca sin pasar por el cerebro. Cuando creía que las cosas seguirían siempre igual, sin ocurrírsele que todo podía cambiar de la noche a la mañana y que él no podría hacer nada para detenerlo. Pasaron siete minutos. Inspiró furiosamente y contuvo el aire; de repente se sintió agotado. Con la cabeza entre las manos, pensó en Dimity Hatcher. En lo inverosímil que resultaba que él fuera el primer admirador de Aubrey en encontrarla; y lo había hecho sin proponérselo siquiera. Ese tenía que ser el nuevo enfoque del libro que tanto había esperado.

Cuando llegó, el tono de la llamada sonó increíblemente fuerte en medio del profundo silencio. Zach pulsó con torpeza la tecla para aceptarla y enseguida apareció Ali, con el pelo recogido en una pulcra coleta y vestida con unos tejanos ceñidos y una camisa blanca ajustada. Estaba elegante, encantadora. Allí seguía haciendo sol, que entraba a través de una ventana cercana, cubriéndola de una luz dorada. Parecía un mundo diferente. En una pequeña esquina de la pantalla Zach podía verse a sí mismo, un espectro pálido iluminado por la luz del ordenador, con ojeras y agujeros en el cuello de la camiseta. De no haberse sentido tan desgraciado se habría reído.

—Zach, ¿cómo estás? Pareces…, ¿dónde demonios estás? —preguntó Ali, aceptando una taza que humeaba de una mano que apareció momentáneamente.

De modo que Lowell estaba con ella en la habitación, esperándola. Ya no habría complicidad con su mujer, ni siquiera durante una llamada telefónica. Su ex mujer.

—Estoy en un pub de Dorset. Es la una de la madrugada y ha sido un día largo. ¿Cómo estáis vosotras? ¿Qué tal va todo por ahí?

—Muy bien. En realidad estamos empezando a instalarnos. Elise… está encantada. ¿Por qué estás en un pub de Dorset? ¿En la oscuridad?

—Estoy en la oscuridad porque… no he encontrado el interruptor. No te rías. Y todos se han ido a dormir. Estoy en un pub porque necesitaba un lugar donde pasar la noche, y estoy en Dorset porque he venido aquí a terminar mi libro.

—¿Qué libro? —Ella frunció el entrecejo, prestando atención solo a medias mientras soplaba el vaho de la taza y daba un sorbo.

Él ya no significaba nada para ella, y sin embargo siempre le dolía recordarlo.

—Da igual. No es importante.

—¿El libro de Aubrey? ¿Te refieres a ese libro? ¿Por fin vas a terminarlo? Eso está muy bien, Zach. —Sonrió—. ¡Ya era hora!

Él asintió y trató de parecer resuelto. La tarea seguía alzándose frente a él como la pared vertical de un acantilado, estuviera o no Dimity Hatcher.

—Entonces, ¿estás en Blacknowle? ¿También vas a hacer indagaciones sobre tu abuelo?

—No lo sé…, tal vez. Probablemente no. —Zach sacudió la cabeza. Lo que quería averiguar, lo que necesitaba averiguar, era demasiado amorfo y frágil para explicarlo—. Bueno, ¿dónde está Elise? ¿Está lista para su cuento?

—Lo siento mucho, Zach. Hemos estado fuera todo el día y estaba reventada. Se ha acostado hace una hora. Acabo de acordarme ahora de llamarte para decírtelo. Lo siento.

Zach notó cómo todos los nervios se disolvían en desilusión.

—Esto solo es el comienzo —dijo, sintiendo una opresión en el pecho que hizo que su voz sonara tensa.

—Eh, no es eso. Estaba agotada, ¿qué querías que hiciera?

—Escribirme y decirme que me conectara una hora antes.

—Bueno, pues no se me ha ocurrido. He dicho que lo siento. Yo tampoco he podido contarle un cuento. Se ha quedado dormida antes de apoyar la cabeza en la almohada.

—Pero has podido acostarla, darle un beso de buenas noches y estar con ella todo el día, ¿no? —dijo él, sin importarle lo pueril que sonaba.

—Mira, yo también estoy cansada. No quiero discutir.

Apoyó los hombros en el respaldo de la silla. Apartó los ojos de la pantalla; una mirada de súplica, de exasperación. Hacia Lowell, por supuesto, el oyente oculto. Zach agradecía al menos que no mirara la pantalla y no viera el lamentable aspecto que tenía. Suspiró.

—Está bien. Hasta mañana por la noche, entonces. Para contarle el cuento, no para discutir.

—Mañana por la noche dormirá fuera… ¿El domingo por la noche?

—De acuerdo. A la misma hora. Por favor… —No estaba seguro de lo que estaba a punto de pedir. O de rogar. De nuevo ese cansancio. Cerró los ojos y se frotó los párpados con el pulgar y los dedos hasta que se le nubló la visión.

—El domingo por la noche. Te lo prometo —dijo Ali asintiendo con énfasis, como si tranquilizara a un niño.

—Buenas noches, Ali.

Zach cortó la llamada antes de que ella pudiera responder, pero fue un gesto patético que no le satisfizo. Apagó el ordenador y subió tambaleándose a su habitación en la oscuridad.

Ali siempre había tenido el control, desde el principio. Zach lo veía de pronto más claro que nunca, cuando estaba cegado por el amor y las vanas ilusiones. Cuando él le propuso matrimonio, ella tardó cuarenta y ocho horas en decidir. Él esperó en un estado de expectación insoportable, sabiendo que ella debía decir que sí, porque la quería mucho, porque se querían mucho, pero atormentado al mismo tiempo por la sola idea de que le dijera que no. Cuando ella por fin aceptó, se sintió demasiado eufórico para reflexionar sobre esa larga pausa; de pronto se daba cuenta de que ella había tenido serias dudas; que había necesitado realmente todo ese tiempo para sopesar los pros y los contras, y decidir si él merecía la pena correr el riesgo. Él se había prometido corresponder a esa confianza, a esa apuesta. Se había prometido hacerla feliz, ser el marido y el padre perfecto, pero cuando Elise nació, miles de pequeños comentarios y de fugaces ceños fruncidos le hicieron ver que no daba la talla. «Dámela», oía una y otra vez cuando no podía dormirla, no conseguía meterle los brazos en las mangas del jersey o no sabía qué hacer para que dejara de llorar. «Dámela», con un tono de contenida exasperación.

Por esa época empezaron a hablar de marcharse de Londres; de trasladarse al West Country para ver si Zach tenía mejores oportunidades allí de abrir una galería. Durante un año los dos abrazaron con resolución ese plan como un paso hacia delante, como una expansión de sus vidas, no como un paso atrás, un descenso o una última oportunidad. Solo un par de veces, cuando les enseñaban apartamentos decepcionantemente pequeños, Zach la sorprendió mirándolo con algo parecido al desdén que, aunque desapareció en cuanto parpadeó, lo dejó helado. A Ali no le gustaba Bath. Echaba de menos su bufete de Londres, su vida social, y cuando los escasos ingresos de Zach la obligaron a ponerse a trabajar de nuevo para mantener a los tres, el trabajo le pareció agobiante y aburrido. Zach sospechaba que Ali había tomado la decisión de abandonarlo mucho antes de que por fin se lo comunicara. Sospechaba que había tomado la decisión con calma, racionalmente, y elegido el momento con tanto cuidado como había escogido casarse con él años atrás.

Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue ir en coche a Swanage, uno de los dos pueblos vecinos en los que suponía que habría una carnicería. Hacía una mañana radiante; el sol calentaba pero la luz parecía más pálida que una semana atrás, ya que el cambio de estación la debilitaba, le arrebataba la fuerza. Los tojos polvorientos que bordeaban la carretera se veían más grises que verdes, todo espinas y flores amarillas marchitas. Swanage se hallaba enclavado alrededor de una playa de arena y del puerto, y las calles todavía estaban llenas de veraneantes tardíos; pero sin niños alrededor, ahora que los colegios habían vuelto a abrir sus puertas, las pequeñas tiendas brillantes parecían desprovistas de algo. Zach encontró una carnicería muy concurrida cuyas existencias de carne estaban desapareciendo rápidamente, dejando solo su olor a sangre suspendido en el aire.

—¿Cuánto tiempo tienen sus corazones? —preguntó cuando le tocó su turno en la cola.

—Todo lo que tenemos aquí está fresco, señor —replicó el joven de detrás del mostrador.

—No, quiero decir…, claro que lo está, pero necesito… —Hizo una pausa, sintiéndose necio—. Necesito un corazón de buey que solo tenga un día.

—Entiendo —respondió el carnicero sonriendo, y si tenía intención de preguntar por qué, se lo pensó mejor—. Bueno, todos los corazones que tenemos son de buey, por regla general, de modo que por eso no se preocupe. En cuanto a que solo tenga un día…, verá, nos llegaron ayer por la mañana, así que debieron de matarlos el día anterior. Es más probable que tenga treinta y seis horas que veinticuatro. Pero está realmente fresco. Dudo que lo note. Huela. —Cogió uno con una mano enguantada y lo levantó un par de veces antes de tendérselo hacia Zach.

—No, gracias. Le creo —dijo Zach, retrocediendo.

El corazón encajaba perfectamente en la palma de la mano del carnicero. De pronto Zach estuvo seguro de que Dimity Hatcher no lo quería para cocinar, y si no era para cocinar, entonces…, ¿para qué? Entrañas. Tragó saliva.

—¿Alguna vez los recibe en menos de veinticuatro horas? —preguntó, consciente de que empezaba a sonar raro.

Pero el joven sonrió con afabilidad. Tal vez estaba acostumbrado a que le pidieran cosas aún más extrañas.

—A ver…, déjeme pensar. Seguramente el martes es el mejor día. Puedo guardarle uno, si quiere. Si viene a primera hora puede que tenga todavía menos de un día.

—¿El martes? Eso es mucho tiempo. —Zach miró el corazón que seguía en la mano del carnicero—. Me llevaré uno. Como usted dice, seguro que está fresco aunque haya sobrepasado un poco el tiempo límite.

El carnicero lo envolvió esbozando una sonrisa. Zach decidió que el mal ya estaba hecho y yendo hasta el final con sus extravagancias, le preguntó:

—¿Sabe si hay alguna mercería cerca de aquí? ¿Algún lugar donde pueda comprar alfileres?

Encontró la tienda gracias a las indicaciones del carnicero, y después de quedarse brevemente desconcertado ante la variedad de alfileres que se podía comprar, escogió unos sencillos y anticuados. Todo acero, sin la cabeza de plástico ni tamaños extravagantes. Cuando salía de la tienda vio una pequeña papelería en la acera de enfrente y se detuvo. Era reacio a intentar pintar o dibujar algo, por si resultaba tan insulso y decepcionante como sus últimos esfuerzos. Sentía una especie de pavor, por si no se hubiera tratado de un problema pasajero o una falta de inspiración puntual. Por si realmente había agotado el talento que en su momento había poseído. Hacía más de un año desde su último intento. Entró solo para ver qué tenían y salió con dos grandes cuadernos de dibujo, tizas, tinta, lápices, una caja de acuarelas con una bandeja para mezclar en la tapa y un par de pinceles, uno delgado y otro tan grueso como la punta del meñique. No tenía intención de gastar tanto, pero estar en posesión de herramientas tan fundamentales era como ver a viejos amigos. Como reanudar una amistad de la infancia. Regresó a Blacknowle con la emoción subyacente de tener un regalo que desenvolver esperándolo cuando llegara.

Pero el primer regalo no era para él sino para Dimity Hatcher. Aparcó en el pub y bajó andando hasta su casa, sin fiarse de su coche para recorrer el sendero pedregoso y lleno de surcos. Al llegar a The Watch bajó la vista hacia la Southern Farm, buscando con la mirada la figura de pelo oscuro, de movimientos rápidos y precisos. Era extraño que su forma de andar se hubiera quedado tan grabada en su memoria. Pero no había señales de vida, aparte de varias ovejas beige en el gran campo trasero de la casa. Llamó con fuerza a la puerta de The Watch.

Cuando Dimity Hatcher abrió, miró a través de la rendija como había hecho la vez anterior, con el mismo recelo, como si nunca se hubieran visto. A Zach se le cayó el alma a los pies. Volvía a llevar el cabello suelto colgándole alrededor de la cara. Llevaba un vestido azul holgado, una especie de caftán, y los mitones rojos.

—Soy Zach, señorita Hatcher. Estuve aquí, ¿recuerda? Me pidió que volviera y le trajera unas cosas…, y dijo que tal vez charlaríamos un poco más sobre Charles Aubrey.

—Por supuesto que me acuerdo. Fue ayer —dijo ella después de una pausa.

—Estupendo. Claro que sí.

—¿Lo ha traído? ¿Lo que le pedí?

Zach buscó en la bolsa el corazón bien envuelto y se lo tendió.

—Lo he envuelto en periódico para que se mantuviera fresco.

—Bien, bien. No puede haberse estropeado —dijo ella casi para sí, luego murmuró algo muy bajito mientras lo desenvolvía, sonidos sin palabras que quizá eran una melodía.

En cuanto estuvo desenvuelto, lo olió; no de manera rápida y cautelosa como habría hecho Zach, sino larga y profundamente. Lo olió como un entendido, como un enólogo olería una copa de vino. Zach se movió nervioso, temiendo que se llevara un chasco. Dimity hundió el índice en el corazón y observó cómo la carne rellenaba despacio el hueco que había hecho. Luego volvió a poner el paquete en las manos de Zach negando con la cabeza. Sin irritación, más bien con algo parecido a la decepción.

—Que no tenga más de un día —dijo, y cerró la puerta.

Sin habla, Zach llamó de nuevo a la puerta, pero Dimity no mostró intención de abrirla.

Maldiciendo, fue a la ventana y acercó la cara al cristal poniendo las manos a ambos lados para tapar la luz. Sabía que era poco probable que eso lo ayudara.

—¿Señorita Hatcher? ¿Dimity? Le he traído los alfileres que me pidió, y puedo conseguirle un corazón más… fresco el martes, así me lo ha dicho el carnicero. Se lo traeré, ¿de acuerdo? ¿Quiere ahora los alfileres? ¿Señorita Hatcher?

Atisbó en la penumbra del interior, seguro de ver movimiento. Como último recurso sacó de su bolsa la revista Burlington Magazine, la abrió por la página donde había un dibujo de Dimity y Delphine juntas y lo acercó al cristal.

—Quería preguntarle por este cuadro, Dimity. Si se acuerda de cuándo se lo hicieron y a qué estaban jugando. Y cómo era la hija de Aubrey, Delphine.

Pensó en el dibujo de Delphine que colgaba en su galería y en las horas que había pasado mirándolo. De nuevo ese escalofrío, esa sensación de lo increíble que era que allí dentro hubiera alguien que había visto a su ídolo en carne y hueso. Lo había tocado, le había cogido la mano. Pero del interior no llegó ningún sonido ni ningún movimiento. Zach dejó caer las manos y se apartó de la ventana, derrotado. En el cristal era un reflejo negro, un contorno, y detrás de él el mar y el cielo brillaban.

Pasó por delante de la casa y se acercó al borde del acantilado, donde se sentó con las piernas cruzadas y contempló el océano con los ojos entrecerrados. La brisa que soplaba sobre el mar dejaba su superficie lisa y luego rizada, mate e incandescente alternativamente. Había grandes ondas que parecían emerger desde debajo de la superficie; largas colas que podrían ser las estelas fantasmales de barcos desaparecidos, o el signo revelador de una corriente subterránea alejándose de la costa, invisible por completo. Imaginarse la fuerza, la succión ineludible de toda esa agua, le produjo un escalofrío. Débilmente, justo detrás de los ojos, sintió el apremio de intentar pintar la escena deslumbrante que tenía ante sí, pero algo pálido y en movimiento atrajo su mirada. Hannah Brock había aparecido en la playa a sus pies. No comprendía cómo había llegado allí, ya que no había pasado por delante de The Watch y no parecía haber ningún otro camino que condujera a la pequeña cala de abajo. Pero allí estaba, y mientras la observaba, ella se quitó los tejanos y la camisa y corrió hacia la orilla con un biquini rojo descolorido. El pelo, esta vez sin el pañuelo verde, le ondeó al viento, y no tardó en tener los tobillos sumergidos en el agua. Zach vio que alargaba los dedos de las manos, con las palmas bien abiertas, y a continuación cerraba los puños. Debía de estar fría. Sonrió. Hannah apoyó los puños en sus estrechas caderas y miró hacia el mar, como él había hecho hacía un momento. Ese horizonte alargado y plano siempre atraía la mirada; era irresistible. Zach se agachó y se apartó todo lo posible del borde mientras todavía pudiera verla. Si ella lo sorprendía mirándola de nuevo sería el fin, se advirtió a sí mismo muy serio. No habría vuelta atrás. El pensamiento lo cogió desprevenido… ¿El fin de qué?

Hannah giró finalmente hacia la derecha y bordeó la orilla de la cala. Tenía la piel pálida, pero no del blanco fantasmal que Zach sabía que se ocultaba bajo su propia ropa. Su enjuto cuerpo parecía reducido, sin nada superfluo. Pecho plano y brazos delgados, solo cierta estrechez en la cintura para no semejar un chico. Pero al mismo tiempo no tenía nada de frágil. Cada átomo de ella parecía equilibrado y vital. Listo para luchar, tal vez. Recordó el desafío que reflejaban sus ojos cuando había hablado con él en el pub. «¿Qué quiere de ella?» Hannah trepó por las rocas del fondo de la playa y caminó entre ellas por donde se adentraban en el mar. Cuando llegó a lo que parecía el borde, siguió andando otros cincuenta pasos, vadeando con el agua hasta las rodillas. Zach observó fascinado. Debía de haber una especie de plataforma debajo del agua, una roca lo bastante plana y ancha para caminar por ella aunque no se pudiera ver con claridad a través del agua. Al llegar al final se detuvo un momento, tensa, y se zambulló con un solo movimiento limpio.

Tardó mucho rato en aparecer de nuevo. Zach tuvo una horrible visión de rocas escondidas y una corriente subterránea, pero ella debía de conocer la playa y el agua mejor que él. Salió a la superficie más al este de donde se había zambullido, prácticamente al otro lado de donde Zach estaba encaramado. Se apartó el pelo de la cara, flotó un momento en posición vertical y con un nuevo salpicón desapareció otra vez. Durante unos quince minutos nadó por encima y por debajo del agua, impulsándose con los pies, y Zach dejó de preocuparse de que lo viera, ya que no parecía probable. Cuando salió del agua tenía los hombros altos y tensos, y él vio que tenía frío. Sintió el impulso de bajar a la playa y reunirse con ella. Con el pelo chorreando, una gota de agua colgándole de la barbilla y todo el cuerpo con carne de gallina. Sabría a sal. Ella se vistió rápidamente, poniéndose la ropa con una furia despreocupada sobre la piel mojada, y desapareció, demasiado cerca del acantilado para que él viera adónde iba.

Zach estuvo mucho rato junto al borde del acantilado. Dimity alcanzaba a verlo desde la ventana de la cocina y cada pocos minutos miraba para comprobar si seguía allí. Técnicamente, era su propiedad; técnicamente, él había entrado en ella sin autorización. Valentina no lo habría permitido; habría salido de inmediato para perseguirlo con sus ojos violeta y esa voz capaz de viajar media milla si ella quería. Titubeó un momento frente a la ventana, preguntándose si, bien mirado, debería haberle dejado pasar, o si debía hacerlo todavía. Pero había contado con hacer el hechizo ese día, ansiosa por detener la entrada de más visitas no deseadas. Y tal vez deshacerse de una que ya había vuelto sin que nadie la invitara. Volvió a mirar. Ese primer parecido con Charles había desaparecido por completo. Las manos y la cabeza de ese hombre estaban inmóviles en lugar de en movimiento, cambiando continuamente de posición, como lo hacían las de Charles. Tampoco tenía su fuego ni su energía. El joven del acantilado se parecía más a alguien que camina sonámbulo, y casi temió que se precipitara hacia delante y se cayera por el borde.

A Dimity no dejaba de rondarle una sencilla melodía. Una cancioncilla de su niñez, con un ritmo que no podía quitarse de la cabeza. «Un marinero se fue a la mar, mar, mar, para ver qué podía ver, ver ver, y lo único que pudo ver, ver, ver, fue el fondo de la mar, mar, mar…» Al principio creyó que lo que había conjurado el fantasma de esa canción era el grifo de la cocina que goteaba; el constante repiqueteo del agua sobre la porcelana desportillada. De pie en la cocina, cerró los ojos y enseguida el olor se hizo más intenso: un olor a rancio de migas de pan y leche, el penetrante olor a quemado de los fogones, el nauseabundo tufo de un siglo de restos de comida grasienta ocultándose en los armarios y entre las grietas del suelo. Una ráfaga del perfume de Valentina, el agua de violetas que se ponía detrás de las orejas cuando esperaba a un invitado. Si abría los ojos la vería, pensó. Sorprenderla de pie cerca de su hija, sonriendo. «Mitzy, hija mía, hay una fortuna esperándote». Echándole el pelo color bronce hacia atrás, atontada y afectuosa, con el aliento oliendo a vino y los ojos entrecerrados.

Dimity mantuvo los ojos cerrados, apretándolos con fuerza, para que el olor a violetas no le llegara a la lengua. La canción zumbaba sola en su garganta, más parecida a una salmodia que a una canción. Ver, ver, ver, mar, mar, mar, el ritmo rebotando, irresistible. Era el sonido de unas manos aplaudiendo, del contacto de piel contra piel, firme a través de las palmas de unas manos jóvenes. El cuadro que él había sostenido en alto junto a la ventana; solo lo había visto fugazmente, desde lejos, pero lo reconoció enseguida. El día que lo conoció, la primera vez que él la dibujó…, antes de que ella supiese que estaba allí, antes de que lo viera. Convertida en una figura de una página; él la interiorizó y luego la recreó, la poseyó. Así fue como se sintió ella luego cuando vio el dibujo. Poseída.

La casa se llamaba Littlecombe. Se erguía en un jardín abandonado en el extremo más oriental de Blacknowle, al final de un camino que se adentraba en el mar. Como un eco de The Watch, como su espejo, aunque no del todo, ya que Littlecombe se encontraba más cerca del pueblo y seguía formando parte de él. No estaba aislado, pero sí apartado. Desde allí también se podía cruzar los pastos hasta el acantilado y salir al sendero del oeste hacia Tyneham. Detrás de la casa, un riachuelo cortaba el terreno en una minúscula quebrada que descendía hasta el mar salpicando agua por la cara del acantilado, marrón y embarrada tras las lluvias torrenciales. Era uno de los mejores lugares para recoger berros y atrapar cangrejos, y como la casa llevaba tres años vacía, Dimity se sentía libre para hacerlo.

Por lo que se sabía, allí había vivido toda su vida un anciano llamado Fitch. Este no parecía tener otro nombre. Caminaba lentamente hasta el Spout Lantern todas las noches excepto los domingos, tosiendo entre calada y calada a un delgado cigarrillo sin filtro. El humo había tallado profundos surcos en su rostro y tenía la mano derecha paralizada en forma de garra, con el índice y el pulgar ligeramente separados, siempre listos para aferrar el siguiente cigarrillo. Cuando un sábado por la tarde no apareció por el pub, la clientela de Blacknowle supo lo que eso significaba. Fueron hasta Littlecombe con una camilla y lo encontraron sentado en su silla, rígido y frío, con una colilla empapada colgándole todavía de los labios. Dimity podría haberles dicho que estaba muerto, pero no la dejaban entrar en el pub, y la gente procuraba no hablar con ella si podía evitarlo, así que, en parte por nervios y en parte por resentimiento, no le había dicho a nadie lo que sabía: que cuando esa mañana había ido a pescar al arroyo que había detrás de la casa, las ventanas negras le habían gritado y se le había erizado la piel al percibir un vacío enorme dentro de las paredes donde antes había percibido la presencia de una criatura viva. Su muerte era como un extraño olor en el aire, o la repentina interrupción de un ruido del que no te habías percatado.

De modo que la casa había permanecido tres años vacía, en manos de un primo desconocido que no dio muestras de querer hacer nada con ella. Unas pocas tejas cayeron del tejado y se hicieron añicos en los parterres, decapitando los dientes de león que proliferaban allí. Crecieron ortigas que llegaban hasta las ventanas de guillotina del piso de abajo, y en invierno una tubería reventó, pintando una brillante franja de hielo en una pared. Era una casa cuadrada de ladrillo, con tres habitaciones arriba y tres abajo. Victoriana, funcional y, aunque no carecía de encanto, no era bonita. Al cabo de un tiempo, una mañana que Dimity cruzaba los campos hacia la Southern Farm, se detuvo. De la chimenea se elevaba una delgada columna de humo hacia el aire cristalino. Era principios de verano y las mañanas aún eran frías. De pronto se sintió observada, y separó los pies, lista para dar media vuelta y huir. No se había enterado de los chismorreos sobre los nuevos propietarios que corrían por el pueblo y que solía escuchar con disimulo al deambular cerca de la tienda o de la parada del autobús. Los nuevos propietarios tal vez no quisieran verla en el arroyo. Tal vez consideraran que lo que hacía era robar. Podían tener un perro y soltarlo detrás de ella, como hizo la madre de Wilf Coulson cuando fue una vez hasta su puerta, con la boca seca ante su propia audacia, para preguntar si su hijo podía salir a jugar.

Pero justo cuando estaba a punto de marcharse vio a alguien observándola. No era un hombre ceñudo o una mujer furiosa con un perro, sino una niña. Menor que ella, de unos once o doce años, de estatura mediana y hombros cuadrados y estrechos. Llevaba unos zapatos de cuero marrones, calcetines negros hasta las rodillas y un jersey amarillo canario. Estaba de pie junto a la desvencijada verja del pequeño jardín de Littlecombe. Se observaron durante un rato, y luego la niña salió y caminó hacia ella. Cuando la tuvo cerca Dimity se fijó en que tenía los ojos castaños, muy francos, y una gran melena rebelde de un castaño brillante que escapaba de las trenzas a ambos lados de la cabeza. Se le aceleró el pulso mientras esperaba a oír cómo le hablaba, pero después de una larga pausa la niña sonrió y le tendió una mano.

—Me llamo Delphine Madeleine Anne Aubrey, pero puedes llamarme simplemente Delphine. ¿Cómo estás?

Tenía la mano suave y fría, las uñas limpias. Dimity llevaba fuera de casa desde el amanecer, revisando las trampas, limpiando el gallinero y recogiendo hortalizas, y tenía las uñas sucias con tierra incrustada debajo. Tierra y algo peor. Estrechó la mano de Delphine con cuidado.

—Mitzy —logró decir.

—Encantada de conocerte, Mitzy. ¿Vives en la granja? —preguntó Delphine señalando colina abajo, hacia la Southern Farm.

Dimity negó con la cabeza.

—¿Dónde vives entonces? Estamos pasando aquí el verano. Mi hermana también, pero a ella nunca la verás levantada tan temprano. Le encanta holgazanear en la cama.

—¿El verano? —preguntó Dimity, atónita.

Estaba perpleja ante esa niña, y su simpática y relajada presentación.

Forasteros, pensó. Forasteros que llegaban de muy lejos y que aún no sabían que tenían que odiar a los Hatcher. Nunca había oído hablar de gente que viviera en un lugar solo durante el verano, como las golondrinas o los vencejos. Quiso saber dónde pasaban los inviernos, pero le pareció grosero preguntar.

—¡Tienes un acento rarísimo! Pero en el buen sentido…, quiero decir que me gusta. Por cierto, yo tengo doce años. ¿Cuántos años tienes tú?

—Catorce.

—¡Qué suerte! Estoy impaciente por cumplirlos… Mamá dice que cuando cumpla catorce podré hacerme agujeros en las orejas, aunque papá insiste en que todavía seré demasiado joven y que deberíamos concentrarnos en ser niñas y no querer crecer tan deprisa. Pero eso es una tontería, ¿no crees? No puedes hacer nada siendo niño.

—Sí —coincidió Dimity con cautela, sin saber aún muy bien cómo portarse ante tan franca simpatía.

Delphine se cruzó de brazos y observó con detenimiento a su nueva conocida.

—¿Qué vas a meter en tu cesta? Está vacía, y no tiene mucho sentido llevar una cesta vacía si no es para poner algo en ella.

Dimity la llevó entonces detrás de la casa, de donde llegaba ruido de cazuelas y movimiento, así como el olor a pan recién hecho, y le enseñó el arroyo y los lechos de berros, y qué piedras había que levantar para encontrar cangrejos escondidos debajo. Al principio Delphine no quiso embarrarse los zapatos ni mojarse las manos, y enseguida apartaba los dedos del agua y se los secaba rápidamente en la falda de su delantal, pero al cabo de un rato se envalentonó. Chilló y retrocedió con torpeza cuando Dimity sostuvo en alto un cangrejo enorme que agitaba furioso las pinzas al mundo. Dimity trató de tranquilizarla diciéndole que no era peligroso, pero Delphine se negó a acercarse hasta que lo arrojó río abajo. Se quedó mirándolo con aire arrepentido.

—¡Son todas esas patas! ¡Son asquerosas! ¡Puaj! ¡No sé cómo puedes comértelos!

—No es muy distinto de comerse un langostino —le dijo Dimity—. Mi madre los quería para más tarde. Va a hacer sopa para cenar.

—¡Oh, no! ¿Tendrás problemas por haberlo soltado?

—No encuentro siempre… No hay tantos. Le diré que hoy no había ninguno.

Dimity se encogió de hombros, dando muestras de una despreocupación que no sentía. También había encontrado las trampas vacías. Tendría que hallar otra cosa, o esperar que fuera alguna visita y les llevara beicon o conejo, de lo contrario, no habría nada para cenar aparte de cebada y verdura. Solo pensar en una dieta tan triste le rugieron las tripas. Delphine la miró y se rió.

—¿No has desayunado? Ven, entra y come algo.

Pero Dimity no pensaba entrar; no fue capaz siquiera de cruzar la pequeña verja del jardín de lo extraña que le parecía. Ladean do la cabeza interrogante, Delphine no insistió ni tampoco le pidió ninguna explicación. Entró corriendo en la casa y salió con dos gruesas rebanadas de pan untadas con miel. Dimity devoró la suya en unos segundos y se sentaron en la hierba húmeda al sol de la mañana, lamiéndose los dedos pegajosos. Delphine se limpió el barro de los zapatos con una hoja de acedera y miró hacia la espuma brillante del mar.

—¿Sabías que el mar solo es azul porque refleja el color del cielo? ¡En realidad no es azul!

Dimity asintió. Era lógico, aunque nunca se había parado a pensarlo. Se lo imaginó un día de tormenta, gris y blanco tiza como las nubes.

—El color del Mediterráneo es totalmente distinto, de modo que supongo que el cielo debe de ser de un azul distinto. Lo cual parece extraño, ya que es el mismo sol y demás. Pero el aire debe de ser diferente o algo así. ¿O crees que depende también de lo que hay debajo del agua? Me refiero al fondo.

Dimity reflexionó un momento. Nunca había oído hablar del Mediterráneo, pero se cuidó de confesárselo a su nueva amiga.

—Lo dudo —respondió por fin—. Enseguida es demasiado profundo para que se vea el fondo, ¿no?

—El fondo de la mar, mar, mar… Tienes paja en el pelo —añadió, alargando una mano para quitársela. Luego se levantó—. Vamos, arriba. Juguemos a las palmas.

Y entonces le enseñó a Dimity la canción de la mar, mar, mar, y Dimity, que nunca había jugado a las palmas, no paraba de equivocarse. Se concentró mucho, tratando de no quedarse atrás a medida que Delphine movía las manos cada vez más deprisa, y pensó que no era tan divertido como ella se creía. Pero perseveró, para complacer a la extraña desconocida, y mientras lo hacía notó la hormigueante sensación de ser observada. Al principio creyó que era cosa de su imaginación, solo el miedo de ser siempre la primera en equivocarse, pero después de unos veinte minutos salió un hombre de la casa con un gran libro plano.

Era alto y delgado, y llevaba unos pantalones grises ajustados y la camisa más extraña que Dimity había visto jamás en un hombre: larga y holgada, y abierta por el cuello, dejando a la vista un triángulo de piel bronceada y cubierta de vello. Se parecía a las batas que llevaban las lecheras para ordeñar, pero de una tela más tosca, una especie de hilo grueso. Tenía el pelo de un castaño rojizo intenso, abundante y ondulado. Lo llevaba peinado con raya en medio y le caía sobre las orejas rozándole el cuello por detrás. Dimity dejó de jugar enseguida y retrocedió varios pasos, bajando la mirada a la defensiva. Esperaba que le gritara que se fuera. Estaba tan acostumbrada a ello que cuando levantó la vista hacia él tenía los ojos llenos de veneno. El hombre se echó ligeramente hacia atrás, luego sonrió.

—¿Quién es, Delphine?

—Es Mitzy. Vive… cerca. Este es mi padre —dijo Delphine, cogiéndola de la mano y acercándola al hombre.

Él le tendió una mano. Ningún adulto había hecho eso antes. Desconcertada, Mitzy se la dio; notó la firmeza con que él se la estrechaba. Tenía una mano grande y áspera, la piel seca y salpicada de pintura. Los nudillos estriados y las uñas cuadradas y cortas. Él le asió los dedos un segundo más de lo que ella era capaz de soportar y se los soltó, lanzando otra mirada a su cara. El sol brillaba en los ojos de él, volviéndolos del marrón intenso de las castañas recién peladas.

—Charles Aubrey —se presentó; la voz resonó ligeramente, suave y profunda.

—¿Vas a dibujar? —preguntó Delphine.

Él negó con la cabeza.

—Ya lo he hecho. Os he dibujado a las dos jugando. ¿Queréis verlo?

Y aunque fue Delphine quien respondió que sí y se inclinó sobre el libro que él tenía en las manos, a Dimity le pareció que en realidad se lo había preguntado a ella. El dibujo era ligero, fluido; el fondo estaba esbozado a grandes trazos, apenas una insinuación del suelo y el cielo. Los pies y las piernas de las niñas desaparecían en la larga hierba representada con rápidos trazos a lápiz desiguales. Pero las caras y las manos, los ojos, tenían vida. Delphine sonrió, visiblemente complacida.

—Creo que es muy bueno, papá —dijo con tono serio, de adulto.

—¿Qué dices tú, Mitzy? ¿Te gusta? —preguntó él, volviendo el dibujo para que lo viera bien.

Lo encontró extraño y tal vez hasta incorrecto. Dimity no sabía decirlo. El aire pareció llenarle los pulmones demasiado deprisa y no pudo expulsarlo del todo. No se fiaba de sí misma para hablar; no tenía ni idea de qué debía responder. Era evidente que Delphine no vio nada indecoroso en ello, pero ella era su hija. Él había captado la forma del cuerpo de Dimity debajo de su ropa; atrapado el sol que brillaba en el contorno de su mandíbula y su mejilla bajo el velo translúcido de su cabello. Debía de haberlas mirado con mucha atención para haberlas captado tan claramente. Con más atención de la que nunca le había prestado nadie a ella, que estaba acostumbrada a ser invisible para la gente de Blacknowle. Se sintió expuesta. Se le subieron los colores, y de repente notó un hormigueo en la parte superior de la nariz y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Oh, no te enfades! No pasa nada, Mitzy. ¡La verdad, papá…, deberías haber preguntado antes!

Incapaz de soportarlo, Dimity se volvió rápidamente y se alejó colina abajo hacia The Watch. Trató de pensar en lo que Valentina diría sobre un desconocido que la dibujaba, aunque no hubiera sido su culpa, e imaginó con toda claridad su sonrisa burlona.

—¡Vuelve, Mitzy! ¡Papá siente haberlo hecho! —gritó Delphine a sus espaldas.

Entonces el hombre también habló.

—¡Pregúntale a tus padres si te dejarían posar para mí!

Dimity ignoró a los dos y llegó a su casa justo a tiempo de ver cómo se abría la puerta para dejar pasar a una visita. No vio quién era y por tanto no sabía cuánto tiempo se quedaría, de modo que rodeó la casa y se quedó en la pocilga con la vieja cerda, Molly, soportando el hedor a cambio de la compañía cálida y amistosa del animal. Se preguntó qué significaría posar para el padre de Delphine. Pensó mucho pero no logró dar con una respuesta que la tranquilizara. Se frotó los ojos furiosa, donde unas pocas lágrimas le habían dejado la piel rígida e irritada, y sintió una inesperada punzada de dolor al pensar en no regresar y no ver nunca más a Delphine.

En otro tiempo la verja de la Southern Farm había sido blanca, pero casi toda la pintura se había desconchado, dejando a la vista la madera gris y envejecida de debajo. Se había combado sobre sus goznes, hundiéndose sobre la larga hierba que crecía alrededor. El tiempo era borrascoso y el viento más fresco que días atrás; Zach se metió las manos en los bolsillos al entrar en el patio. En un letrero al comienzo del sendero se leía que se vendían huevos y, aunque en realidad no necesitaba ninguno, le pareció un motivo tan bueno como cualquier otro para hacer una visita sin ser invitado. Quería volver a ver a la distante Hannah Brock, y su interés por ella iba más allá del hecho de que conocía a Dimity Hatcher. El patio estaba silencioso y desierto. Pensó en llamar a la puerta de la granja, pero se veía muy cerrada y poco hospitalaria. A ambos lados del patio de cemento se erguían los edificios anexos de la granja, y Zach se acercó al más próximo, una estructura baja con las paredes de piedra medio desmoronadas y un tejado de zinc. Desde la oscuridad del interior le llegó el ruido de movimiento de paja, y se encontró con los ojos semejantes a cristal de roca de seis ovejas marrón claro que resoplaron con curiosidad hacia él. El olor que emanaba de ellas era dulce e intenso.

El cobertizo contiguo era mucho más grande, y en él había un gran montón de fardos de heno y una vieja máquina agrícola con púas de aspecto malvado, ruedas y partes móviles. Estaba oxidada y cubierta de telarañas. El viento gemía a través de un agujero del techo, y debajo de ese pedazo de cielo vigilante, en un tramo de paja mohosa, crecían ortigas y pamplinas. Más allá del viento había un silencio que a Zach de pronto le puso nervioso. Ni el balido distante de una oveja logró cambiar la impresión de que el lugar estaba muerto y olvidado, como la reliquia de algo que ya pasó.

—¿Puedo ayudarlo? —Una voz masculina a sus espaldas le hizo dar un respingo.

—¡Dios! —exclamó—. ¡Me ha dado un susto de muerte!

Sonrió, pero el hombre no cambió de expresión. Escudriñó a Zach con una mirada fija que lo hizo ponerse en guardia.

—Es una propiedad privada —dijo, señalado el cobertizo con un ademán.

Era de estatura mediana, más bajo que Zach pero más robusto y fornido de hombros. Tenía la cara demacrada y las mejillas un poco hundidas, pero aun así Zach calculó que debía de tener unos cuantos años menos que él, tal vez treinta y pocos. Sus ojos negros lo observaban debajo del flequillo negro y lacio. Tenía la piel oscura, lo bastante oscura para que Zach supusiera que era extranjero, tal vez mediterráneo, aunque no había hablado con el típico acento gutural.

—Sí, ya lo sé…, lo siento. No era mi intención… Quería huevos. Los huevos que venden —dijo Zach, luchando por recobrar la calma frente a un recelo tan mal disimulado.

El hombre lo observó un rato más, luego asintió y se volvió para alejarse. Zach supuso que debía seguirlo.

Cruzaron el patio de cemento hasta un edificio bajo, construido en piedra y con una puerta de madera, negra por los años y una pintura bituminosa. En el interior el suelo empedrado había sido restregado y en un extremo se encontraba un mostrador de tienda improvisado: una mesa sobre caballetes y una caja fuerte metálica con un grueso libro de contabilidad encima. También había un gran cartón de huevos, donde había cinco. El hombre miró el cartón de huevos con expresión irritada.

—Hay más. Aún no los hemos recogido. ¿Cuántos quiere?

—Seis, por favor —respondió Zach.

El hombre de ojos oscuros lo miró con una expresión neutral y Zach intentó contener las ganas de sonreír.

—En realidad con cinco tengo suficiente —cedió, pero el hombre se encogió de hombros.

—Iré a buscar más. Espere.

Zach se quedó solo en la pequeña habitación, que supuso había sido un establo. El sol asomó un instante por detrás de una nube y las paredes encaladas brillaron intensamente. Había varios cuadros colgados alrededor que no debían medir más de doce pulgadas de ancho y ocho de alto. Una mezcla de paisajes y retratos de ovejas, hechos a tiza sobre papel de distintos colores. En sus sencillos marcos de pino estaba pegado su modesto precio: sesenta libras el más grande, la silueta de una oveja de lomo plano sobre un horizonte cercano contra un cielo iluminado por un amanecer rosa. Todos eran buenos. De algún artista de la zona, supuso Zach. No pudo evitar pensar que habrían tenido más suerte en una pequeña galería de Swanage que allí, en la tienda de una granja en la que había cinco huevos a la venta y ningún otro cliente aparte de él.

Se quedó mirándolos mientras se preguntaba quién sería el hombre moreno. ¿El marido de Hannah Brock? ¿El novio? ¿O solo alguien que trabajaba en la granja? Esto último parecía poco probable: era difícil que la granja pudiera mantener a una persona y menos aún a un empleado. Eso significaba que era el marido o el novio, y se dio cuenta de que no le gustaba la idea. Oyó pasos detrás de él y se volvió, esperando ver al hombre de nuevo, pero fue Hannah Brock quien entró en el establo. Se detuvo en seco cuando lo vio y él sonrió con toda la naturalidad que pudo.

—Buenos días. Volvemos a encontrarnos.

—Sí, qué curioso —dijo ella secamente.

Cruzó y se detuvo detrás de la mesa, donde abrió el libro de contabilidad y lo miró con un ceño distraído.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—No, no. Su…, este…, el hombre que estaba aquí…

—¿Ilir?

—Eso es, Ilir. Ha ido a buscar unos huevos. Bueno, un huevo más, para ser exactos. —Zach señaló los cinco que ya había en el cartón.

—¿Huevos? —Ella alzó la vista medio sonriendo—. ¿No está alojado en el pub?

—Sí. Son para… Son para Dimity. —Zach sonrió y observó con atención su reacción.

—Mitzy tiene media docena de gallinas en el patio trasero. Que yo sepa, todas son grandes ponedoras.

—Ya, bueno. —Zach se encogió de hombros.

Hannah lo miró y no pareció tener prisa en hablar. A Zach el silencio le resultó incómodo.

—Mitzy. Entonces, ¿sabe quién es ella?

—Y me imagino que usted también, por su mal reprimida curiosidad —respondió Hannah.

—Soy experto en Charles Aubrey. Bueno, cuando digo experto… me refiero a que sé muchas cosas sobre él. Sobre su obra y su vida…

—No sabe nada al lado de lo que sabe Mitzy —murmuró Hannah, sacudiendo la cabeza.

Pareció arrepentirse en el acto de sus palabras y frunció el entrecejo.

—Exacto. Quiero decir que es increíble que nunca haya venido nadie a entrevistarla. Todas las anécdotas que debe de conocer sobre él…, sus percepciones sobre los dibujos…

—¿Entrevistarla? —lo interrumpió Hannah—. ¿Qué quiere decir? ¿Entrevistarla para qué?

—Estoy…, bueno, estoy escribiendo un libro sobre él. Sobre Charles Aubrey.

Hannah arqueó una ceja con escepticismo.

—Coincidirá con la retrospectiva del próximo verano de la Galería Nacional de Retratos —añadió Zach con una nota desafiante.

—¿Se lo ha contado a Mitzy y ella está dispuesta a ayudarlo?

—Es posible que no le haya mencionado el libro. Le dije que estaba interesado en Aubrey y ella pareció dispuesta a hablar sobre él… —Se interrumpió bajo la mirada furiosa de Hannah.

—Volverá a verla pronto, ¿verdad? Yo también. Y si aún no le ha hablado del libro, lo haré yo. ¿Está claro? Eso lo cambiará todo y usted lo sabe.

—Por supuesto que se lo diré. Tenía pensado hacerlo. Mire, creo que se ha formado una idea equivocada de mí. No soy la clase de… —Agitó una mano en el aire, buscando la palabra.

—¿Fisgón? —se la proporcionó Hannah.

Se cruzó de brazos; una postura agresiva suavizada por un rayo de sol que entró por la ventana e iluminó sus rizos morenos en intensos tonos rojos. Esperó a que él respondiera.

—De acuerdo. No soy un fisgón ni un depredador que quiera engañarla. Soy un auténtico admirador de Aubrey. Solo quiero obtener una nueva percepción de su vida y su obra…

—Bueno, pues tal vez no deba tener usted esa percepción. Los recuerdos de Mitzy solo le pertenecen a ella. No hay ningún motivo para que los comparta con usted, después de lo que sufrió…

—¿Sufrió? ¿A qué se refiere?

—Ella… —Hannah se interrumpió y pareció cambiar de opinión sobre lo que se disponía a decir—. Mire, ella lo amó. Todavía llora su pérdida…

—¿Después de setenta y tantos años?

—¡Sí, después de setenta y tantos años! Si ya le ha hablado de él, estoy segura de que habrá notado lo… fresco que tiene en su memoria ese período de su vida. Es muy fácil perturbarla.

—No es mi intención perturbarla, y, por supuesto, sus recuerdos son solo suyos. Pero no veo nada malo en que los comparta conmigo. Aubrey es una figura pública. Es uno de nuestros mejores artistas contemporáneos…, su obra está en las galerías públicas de todo el país…, la gente tiene derecho a saber…

—No, no tiene. No tiene derecho a saberlo todo. No soporto esa idea —murmuró Hannah.

—¿Por qué le importa tanto? Le diré que estoy escribiendo un libro sobre él, se lo prometo. Y si desea seguir hablando conmigo, a usted debería parecerle bien, ¿no?

Hannah pareció reflexionar sobre ello. Cerró el libro sin haber escrito nada en él. Ilir apareció detrás de Zach con una cesta de plástico llena de huevos. Llenó una caja con los cinco del cartón y uno de la cesta.

—Todavía está caliente —dijo, cerrando la mano un momento alrededor del huevo.

—Gracias.

—Son setenta y cinco.

Zach levantó la vista sorprendido y Hannah se ofendió.

—Son orgánicos y de grano. No tienen el certificado, pero es solo cuestión de un maldito papel… Estoy trabajando en ello. Pero son orgánicos.

—Estoy seguro de que serán buenísimos —dijo Zach, preguntándose qué iba a hacer con ellos. Supuso que se los daría a Pete para que los utilizara en la cocina del pub—. Me gustan los cuadros de las ovejas —comentó mientras se volvía para marcharse—. ¿Algún artista de por aquí?

—Muy de por aquí. ¿Quiere comprar uno? —respondió ella lacónicamente.

—¿Los ha pintado usted? Son muy buenos. Tal vez la próxima vez. —Se encogió de hombros con expresión pesarosa y deseó tener sesenta libras para gastarlas en uno de ellos—. Yo también pinto. Y dibujo. Bueno, antes lo hacía. Ahora tengo una galería en Bath. Pero en estos momentos está cerrada. Porque estoy… aquí.

Miró de nuevo los dos cuadros. Ilir estaba cerca de Hannah, poniendo los huevos frescos, uno por uno, en el cartón. Hannah observaba a Zach con ese silencio resuelto suyo.

—Bueno, debería irme —dijo Zach—. Veo que está ocupada. Adiós y gracias por los huevos.

Se volvió para irse y, mientras lo hacía, en los labios de Hannah apareció un esbozo de sonrisa, fugaz como el sol de aquel día.

El martes fue a la carnicería a primera hora, antes de que hubieran abierto siquiera. Compró el corazón fresco y fue derecho a The Watch, sin pararse a pensar en que Dimity tal vez no se había levantado todavía hasta que llamó a la puerta y fue demasiado tarde. Cuando ella abrió, le tendió el corazón.

—El carnicero me ha dicho que mataron el buey ayer por la tarde. No puede ser más fresco a menos que vaya al matadero y lo recoja al caer. —Sonrió.

Dimity cogió el paquete, lo desenvolvió y sostuvo el corazón en la mano. Zach advirtió con un leve estremecimiento que se le manchaban los mitones de sangre y que rezumaba un coágulo oscuro de uno de los vasos sanguíneos que colgaban de él. El nauseabundo olor a hierro se le metió en las fosas nasales y trató de no inspirar profundamente. Dimity sometió al corazón a la misma prueba que la vez anterior y sonrió a Zach satisfecha. Con un revuelo del cabello largo y de las faldas se volvió y desapareció en el interior de la casa, dejando la puerta abierta detrás de ella.

Zach miró a través del pasillo.

—¿Señorita Hatcher?

—¿Los alfileres? —Llegó la voz de la cocina.

Zach entró y cerró la puerta.

—Aquí están.

Ella ya estaba sentada a la pequeña mesa de la cocina y cogió la caja de alfileres de las manos de Zach sin decir nada más. Parecía totalmente concentrada en el corazón y en lo que se disponía a hacer con él, y Zach se dejó caer en silencio en la silla de enfrente, fascinado. Con un solo movimiento diestro, la anciana cortó el corazón por un lado con un cuchillo cuya hoja parecía muy afilada. Limpió los coágulos de sangre del interior con las puntas de los dedos y abrió la caja de alfileres, cubriéndola de huellas de color herrumbroso. Debajo de cada uña tenía una medialuna roja oscura. Tarareando muy bajito, perforó la pared interior del corazón con un alfiler, empujando hasta que la cabeza se topó con la carne. Zach observaba hipnotizado sin atreverse a hacer preguntas. Le llegaban fragmentos descifrables de la canción que cantaba, pero la mayor parte era un murmullo de sonidos zumbantes y vocales prolongadas. Zach se inclinó más, tratando de oír.

—Bendice esta casa y mantenla en pie…, bendice esta casa…, conserva la paja, la piedra…

Terminó cuando se le acabaron los alfileres. Tras coger una aguja e hilo del bolsillo de su delantal, cerró rápidamente el tajo que había hecho recomponiendo el corazón lo mejor que pudo entre su nueva armadura de alfileres. Era como una representación horrible y surrealista de un erizo; casi la clase de objeto que Zach podría haber creado en sus tiempos universitarios en Goldsmith, cuando combatía todo su instinto natural de dibujar y pintar, de producir arte figurativo, en un intento de escandalizar y de ser vanguardista.

—¿Para qué es? —preguntó titubeante.

Dimity levantó la vista sobresaltada; era evidente que se había olvidado de que estaba allí. Se mordió el interior de la mejilla antes de inclinarse hacia él.

—Ahuyenta a los malos —susurró, y miró más allá de él como si algo hubiera atraído su mirada.

Zach miró por encima del hombro. El espejo del pasillo le devolvió su reflejo.

—¿Los malos?

—Las personas que no quieres. —La anciana se puso en pie, luego se detuvo y lo miró—. Tiene los brazos largos —murmuró—. Venga conmigo.

Obediente, Zach se levantó y la siguió al salón. Allí, bajo las órdenes de Dimity, se introdujo en la amplia chimenea y se irguió con cautela, y mientras lo hacía cayó en la cuenta de que la mañana había tomado un extraño giro. Rozó con los hombros la piedra negra de los lados de la chimenea, y al levantar la vista una lluvia de hollín le cayó en los ojos. Maldiciendo, se los frotó, y al momento se dio cuenta de que tenía los dedos también manchados. El intenso olor a ceniza le llenó las fosas nasales, y por encima de su cabeza el cielo era un pequeño cuadrado deslumbrante. ¿Cómo he acabado dentro de una chimenea?, se preguntó, con una sonrisa desconcertada ante el espacio oscuro que lo rodeaba.

—Busque a tientas por encima de su cabeza…, lo más alto que pueda. Tiene que haber un clavo. ¿Lo encuentra? —dijo Dimity desde el salón.

Al bajar la vista, Zach vio que calzaba sus feas botas de cuero, arrastrándolas de un lado para otro. Levantó los brazos y palpó con los dedos, soltando más hollín que le cayó sobre el cabello. Trató de sacudírselo y siguió buscando hasta que rozó con los dedos un clavo oxidado.

—¡Lo tengo!

—Entonces coja esto.

Ella metió el brazo en el cañón de la chimenea y le colgó en el dedo el corazón alfiletero con el hilo con que lo había cosido.

—Cuélguelo en el clavo, pero mientras lo hace tiene que cantar parte de la canción.

—¿Qué canción? —preguntó Zach, levantando con cuidado el corazón para no tocarlo.

Sin embargo, el cañón se estrechaba a la altura de su cabeza y el clavo le rozó la mejilla. Un frío roce de metal que le dejó un fino arañazo. Se estremeció.

—¿Qué canción? —repitió, nervioso.

—Bendice esta casa y mantenla en pie… —La frase fue cantada con voz temblorosa, fina y alta.

—Bendice esta casa —repitió Zach, sin melodía.

Colgó el corazón en el clavo y una repentina corriente ascendente se llevó sus palabras como si fueran humo. Una ráfaga de aire que susurró furiosa en sus oídos. Salió de la chimenea lo más deprisa que pudo y se quedó allí de pie, sacudiéndose inútilmente el pelo y la ropa con las manos sucias. Cuando levantó la vista hacia Dimity, ella tenía las manos juntas, con los dedos entrelazados, delante de la boca y los ojos brillantes. Con un sonido tranquilo y alegre le echó los brazos al cuello a Zach, que se quedó inmóvil de mudo asombro.

Cuando ella lo soltó y se apartó, parecía avergonzada, y bajó la vista hacia sus dedos manchados que jugueteaban con un hilo suelto de su delantal. No parecía molestarle tener las manos manchadas de sangre, como si estuviera acostumbrada a ello. Zach se frotó de nuevo las palmas mugrientas.

—¿Puedo utilizar su cuarto de baño para lavarme un poco? —preguntó.

Dimity asintió, sin mirarlo todavía, y señaló el pasillo.

—Saliendo por la puerta del fondo —dijo en voz baja.

Zach pasó por delante de las escaleras y abrió la puerta, que estaba hinchada y rígida. Tuvo una repentina visión del armazón de madera de la casa hinchado por la humedad y quebradizo con los años. Para comprobarlo, clavó la uña en las gruesas vigas que se retorcían a través de la pared. Eran duras como el hierro.

Al otro lado de la puerta había un pequeño lavadero, la puerta trasera de la casa y la puerta del cuarto de baño. El techo era lo bastante bajo para rozar el pelo de Zach y se inclinaba hacia la pared trasera. La temperatura descendía sensiblemente, y Zach se dio cuenta de que se trataba de un cuarto añadido con prisas, una estructura endeble adosada a la casa sin duda para reemplazar un viejo retrete en el jardín. Miró a través del cristal de la puerta exterior. El patio estaba en sombra y desprovisto de plantas. Solo había tierra musgosa y pisoteada, y losas resquebrajadas cubiertas de algas verdes. Aquí y allá se alzaban varios cobertizos y anexos, con las puertas herméticamente cerradas y misteriosas. Una de ellas era, en efecto, un gallinero, donde seis gallinas marrones se picoteaban y acicalaban. Más allá del patio los árboles que delimitaban el barranco sacudían sus ramas al viento. Zach se lavó las manos lo mejor que pudo en el diminuto lavabo del cuarto de baño, y trató de olvidar la corriente de la chimenea, que por un instante había sonado como una voz.

Dimity estaba preparando el té y tarareaba satisfecha mientras ponía las tazas y los platitos en la bandeja. Zach se fijó en que esta vez no era la vajilla desportillada. Había mejorado su posición. Dimity lo invitó a sentarse en el salón, tan satisfecha y rígida como una niña jugando a las casitas. Finalmente la taza que le tendió no tenía asa, pero era evidente que ella no se había dado cuenta y él no dijo una palabra. Una sonrisa rondaba los labios de la anciana, creciente o decreciente según se sucedían sus pensamientos ocultos. Zach pensó que era un buen momento para hacer una confesión.

—Señorita Hatcher…

—Oh, llámeme Dimity. ¡No puedo con todo ese señorita Hatcher por ahí y señorita Hatcher por allá! —exclamó ella alegremente.

—Dimity. Yo… he conocido a su vecina, Hannah Brock. Parece agradable.

—Agradable, sí. Hannah es una buena chica. Una buena vecina. La conozco desde que era niña, ¿sabe? Esa familia… siempre ha sido buena gente. No se meten donde nadie los llama. Que yo sepa, los Brock llevan en la Southern Farm todo un siglo. ¡Cuánto miedo tiene ella de perderla, la pobrecilla! Siempre matándose a trabajar, sin recibir nada a cambio. Es casi como si hubieran echado una maldición sobre el lugar. Pero no puede ser. No, no se me ocurre quién podría haberlo hecho… —Se interrumpió, mirando a lo lejos, como si reflexionara sobre quién podía haber echado una maldición a la granja.

—Creo que he conocido también a su… marido. Ayer fui a comprar unos huevos. Un hombre moreno…

—¿Su marido? No, no. Es imposible. Su marido está muerto. Murió y desapareció en el fondo del mar. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Hay tantos allá abajo. Mi padre también.

—¿Se ahogó? ¿Entonces es viuda?

—Eso es, viuda. Hará unos siete años. Se ahogó, desapareció, se perdió en el mar. Él nunca me gustó. Era más listo de lo que le convenía. O al menos se lo creía. No entendía la tierra. Pero supongo que era honrado y tenía buen corazón. —Miró rápidamente a su alrededor, como si esperara que el fantasma vengativo del hombre la hubiera oído criticarlo.

Zach trató de asimilar la imagen de Hannah en el papel de viuda. No encajaba. Las viudas eran viejas y lloronas, o estrafalarias y ricas.

—Yo también he estado casado, pero nos divorciamos. Bueno, la verdad es que ella me dejó. Se llama Ali. Tengo una hija que se llama Elise. Tiene seis años. ¿Quiere ver una foto?

Dimity asintió vagamente, con aire desconcertado, y Zach sacó la foto de la billetera. Elise sonreía con un algodón de azúcar más grande que su cabeza. Se había emocionado tanto que no había podido ponerse seria. Después el azúcar le dio dolor de cabeza y estuvo de un humor de perros con todo el mundo, lo que estropeó el día. Pero en la foto tenía los ojos brillantes y el pelo lustroso, e irradiaba la simple alegría de estar en posesión de algo maravilloso que comer.

—¿Es feliz su pequeña? ¿Su madre la trata bien? —preguntó Dimity, y Zach se quedó sorprendido al ver que le habían aparecido arrugas de tristeza en el rostro y la voz se le había vuelto más ronca.

—Sí, Ali siempre ha sido estupenda con ella. Adora a Elise.

—¿Y usted?

—Yo también. Es una niña adorable. Intento ser un buen padre, pero supongo que el tiempo lo dirá.

—¿Por qué le dejó su mujer?

—Se desenamoró de mí. Supongo que eso fue lo primero, y luego, de pronto, vio todos mis defectos.

—No me parece usted tan malo.

—Ali tiene… el listón muy alto, supongo. Ahora ha conocido a alguien mucho más apropiado que yo. —Zach sonrió brevemente—. Es curioso, pero ¿sabe lo que dice la gente de las primeras impresiones? Creo que ese fue nuestro problema. Ali y yo nos conocimos en una exposición de dibujos del siglo veinte de la que yo era el comisario. Fui capaz de explicarle a fondo la importancia de cada cuadro, de cada artista. Supongo que le parecí un hombre muy perspicaz, apasionado…, altruista, triunfador y con futuro. Creo que a partir de ahí todo fue cuesta abajo, en lo que a ella respecta.

Dimity pareció considerar un instante esas palabras.

—El corazón de la gente…, el corazón de los demás parece que se llena de amor y se vuelve a vaciar, como la marea que viene y se va. Nunca lo he comprendido. El mío nunca ha cambiado. Se llenó y sigue lleno. Sigue lleno incluso ahora…, incluso ahora —repitió con intensidad.

—Bueno, el mío también lo estuvo, mucho tiempo después de que ella se marchara. Era como si se hubiera acabado el mundo. —Zach sonrió con tristeza—. De pronto nada de lo que hacía o aspiraba a hacer tenía mucho sentido, ¿sabe?

—Sí, lo sé —asintió Dimity, con gran vehemencia.

Zach se encogió de hombros.

—Pero supongo que poco a poco se ha… apagado. No puedes estar tanto tiempo deseando que todo sea diferente. Deseando ser tú mismo diferente. Tienes que pasar página.

—¿Y lo ha hecho?

—¿Pasar página? No estoy seguro. Lo estoy intentando, pero supongo que es más fácil decirlo que hacerlo. Por eso estoy aquí…, en Blacknowle. En realidad quería decírselo. Estoy escribiendo un libro sobre Charles Aubrey.

Dimity levantó la vista y abrió mucho los ojos con temor.

—No…, no pondré nada que usted no quiera, se lo prometo. Solo quiero escribir la verdad acerca de él…

—¿La verdad? ¿Qué quiere decir con la verdad? —Dimity se levantó con dificultad y se detuvo frente a él, apoyándose en un pie y en otro. De pronto parecía muy asustada.

—No…, por favor. Escúcheme. No quiero entrometerme en sus recuerdos, de verdad. Y aunque hablemos y me cuente cosas que recuerda, si no quiere que las escriba o deje constancia de ellas, no lo haré. Se lo prometo —dijo él con vehemencia.

—¿De qué servirá entonces? ¿Qué quiere de mí?

Zach meditó detenidamente la respuesta.

—Solo quiero… conocerlo. Nadie parece conocerlo. Solo tenemos la figura pública, lo que todos veían. Pero usted lo conoció, Dimity. Lo conoció y lo amó. Aunque no escriba nada que usted me cuente, aun así puede ayudarme a conocerlo. Por favor, puede hablarme del Charles que conoció.

Se hizo un silencio; Dimity se retorció las puntas del cabello y se sentó de nuevo.

—Lo conocí mejor que nadie —dijo por fin.

—Sí —respondió Zach, aliviado.

—¿Puedo ver ese cuadro? ¿El que sostuvo junto a la ventana el otro día? —Se ruborizó como si hubiera obrado mal al ignorarlo mientras él se portaba de forma tan grosera fuera.

Él sonrió.

—Lo siento mucho. Tenía tantas ganas de hablar con usted que olvidé los modales. Aquí está. Pertenece a un coleccionista que vive en Newcastle, pero lo ha prestado a una galería para una exposición.

Sacó la revista y se la ofreció. Ella la miró con atención, pasó los dedos por el papel satinado y suspiró ligeramente.

—Delphine —susurró.

—¿La recuerda? —preguntó Zach con vehemencia, y Dimity lo fulminó con la mirada—. Lo siento.

—Era una niña tan encantadora. Fue mi primera amiga. Mi primera amiga de verdad, quiero decir. ¡Eran tan urbanitas cuando llegaron! No estaban acostumbradas a mancharse los zapatos de barro. Pero ella cambió. Supongo que quería ser un poco como yo…, un poco salvaje. Quería aprender a cocinar y a recolectar hierbas. Y supongo que yo quería ser un poco como ella…, era tan simpática, y resultaba tan fácil hablar con ella. Su familia la quería tanto. ¡Y ella sabía tantas cosas! Yo creía que era la persona más sabia que conocía. Incluso más tarde, cuando se marchó a un internado y empezó a interesarse más en la moda y los chicos, e iba a ver todas las películas…, siguió siendo mi amiga. Me escribía de vez en cuando, durante los inviernos. Me lo contaba todo sobre un profesor o un muchacho, o una discusión que había tenido con otra chica… Luego la eché de menos. La eché de menos.

—¿Luego? ¿Sabe qué fue de Delphine? Dejó de ser una figura pública…, aunque ella nunca llegó a serlo en realidad. Aubrey era muy protector con su familia. Pero después de que él muriera en la guerra, Delphine no vuelve a ser mencionada en ninguno de los libros…

Zach guardó silencio al ver la cara de Dimity. Tenía la vista fija en algo que él no podía ver, y hacía pequeños movimientos con la boca, como si dentro hubiera palabras que no eran lo bastante intensas para salir. Por un momento pareció que veía cosas horribles.

—¿Dimity? ¿Sabe qué fue de ella? —insistió él con suavidad.

—Delphine…, ella… No —dijo por fin—. No, no lo sé.

Su tono sonó vacilante, pero cuando parpadeó y miró de nuevo la revista, una pequeña sonrisa volvió a iluminarle el rostro. Zach tuvo el presentimiento de que mentía.

—¿Puedo?

Zach le cogió la revista de las manos y pasó unas cuantas páginas hasta detenerse en el primer cuadro de Dennis que había salido a la venta hacía seis años.

—¿Qué me dice de este joven? Por la fecha parece que lo pintó aquí, en Blacknowle. ¿Conoció a este joven llamado Dennis? ¿Lo recuerda? —preguntó devolviendo la revista a la anciana.

Ella la tomó de mala gana y apenas miró el cuadro. Dos manchas de color aparecieron en sus mejillas y se le extendieron por el cuello en forma de motas. Un rubor de culpabilidad, cólera o vergüenza…, Zach no podía saberlo. Ella tomó una rápida bocanada de aire y a continuación otra.

—No —repitió con brusquedad, apartando la revista como si no pudiera soportar mirarla. La respiración seguía agitada en su pecho, claramente audible, y le temblaron ligeramente los dedos al volver al cuadro de Delphine y ella—. No, nunca lo conocí.

Para que siguiera hablando, Zach dejó que volviera al cuadro anterior sin hacerle más preguntas sobre Dennis o acerca del destino que había corrido Delphine. Se dio cuenta de que estaba tan impaciente por oír hablar de Delphine, la niña que durante tanto tiempo había intentado conocer a partir de su retrato, como de su padre, pero vio que tendría que esperar y tocar el tema con cuidado. Por el momento se contentó con permanecer sentado y oír a Dimity hablar de cuando conoció a la familia Aubrey, de la casa que ocuparon en el verano de 1937 y del cuidado que tuvo de ocultar esa amistad a su madre todo el tiempo posible.

—¿Cree que su madre la habría desaprobado? Sé que mucha gente del pueblo pensaba que el concepto de familia de Aubrey era demasiado liberal… —dijo él, pero se arrepintió enseguida.

Dimity recibió la interrupción frunciendo el ceño y guardó silencio unos minutos, como si quisiera digerir sus palabras, que eran inexactas en algún sentido. Al final pasó por alto la pregunta y continuó con su historia.

La segunda vez que se los encontró fue cuatro días después. Se había debatido entre el deseo de volver y ver de nuevo a Delphine, y la incertidumbre…, casi el miedo. El temor a no entenderlos, a no comportarse como era debido, a lo que pudiera decir Valentina si encontraba el dibujo que le había hecho; ese boceto que había parecido captar un fragmento de su alma, atrapándola para siempre sobre el papel. A los catorce años, el cuerpo de Dimity ya no era el de una niña. Tenía pechos, que seguían aumentando y se notaba siempre doloridos. A veces Valentina se los pellizcaba sonriendo, divertida por alguna razón al verlos, y el dolor desconocido le provocaba un nudo en la boca del estómago. Las caderas se le habían ensanchado…, tan deprisa que le aparecían marcas rosadas en la piel que poco después desaparecían dejando débiles franjas plateadas. Caminaba con un balanceo que frenaba su paso rápido, de modo que cuando iba al pueblo las cabezas que antes se habían girado en otra dirección ahora lo hacían hacia ella. En cierto sentido, para Dimity era peor. No estaba preparada para que las visitas la miraran como a veces miraban a su madre, cuando llegaban a The Watch con el pelo recién alisado y las botas puestas con prisas y sin acordonar. Para que los echaran enseguida de una patada.

Dimity se abrió paso hacia la ancha playa que bordeaba la costa, al oeste de Blacknowle; tomó la larga ruta hacia el interior, porque había un grupo de chicos en el camino del acantilado. Todavía le arrojaban cosas y la insultaban, pero ahora también le hacían otras insinuaciones. La sujetaban y trataban de levantarle la falda o la blusa; se desabrochaban los pantalones y se acercaban a ella tambaleándose con sus penes flácidos sacudiéndose de un lado para otro, y a veces levantados, rígidos como un dedo acusador. Dimity aún era más alta que la mayoría de ellos; podía golpearlos con la misma fuerza y correr igual de deprisa. Pero imaginaba que llegaría el día en que eso cambiaría e instintivamente los evitaba más que nunca. Esta vez Wilf Coulson estaba con ellos. La vio de lejos, pero no la saludó, tampoco la llamó ni avisó a los demás. Seguía siendo un niño, flaco como un palillo y sufriendo todavía de sinusitis. Al verla metió sus delgadas manos en los bolsillos y le dio la espalda; no la miró deliberadamente ni hizo que repararan en ella, mientras seguía deprisa su camino y se desvanecía detrás de una ondulación del terreno. Ella le daría algo por su lealtad la próxima vez que lo viera. Siempre le estaba preparando nuevos tratamientos para su nariz o productos para que lo ayudaran a crecer, pero lo que él quería casi siempre era un beso.

La marea estaba baja; la luna llena acababa de pasar llevándose el agua a rastras lejos de la costa y dejando ver un estrecho arco de arena marrón oscura. Con un cubo en el brazo, Dimity caminaba a lo largo de la orilla descalza, apoyando los pies con cuidado para no ahuyentar a su presa. Era un día cálido y radiante, sin viento. A través del agua poco profunda se le veían los pies de un blanco luminoso, y la arena, tallada por el agua en duras crestas, le producía una sensación agradable bajo las plantas de los pies. No había más sonido que los chillidos de las gaviotas encima de su cabeza y las salpicaduras de sus pasos furtivos; el agua centelleaba. Donde el sol calentaba la arena olía a limpio y cristalino. Los hoyos que Dimity buscaba no tenían más de una pulgada de ancho. Si las navajas sentían la vibración de sus pasos, con una desdeñosa ráfaga de agua se hundirían más en la arena, fuera de su alcance. En la mano derecha tenía un viejo cuchillo de hoja fina, con la punta doblada en forma de gancho. Cuando veía un hoyo, colocaba con mucha delicadeza un pie a cada lado, se agachaba y con una rápida estocada y un giro sacaba la navaja de la arena antes de que esta pudiera escapar. Las criaturas salían desconsoladas de sus conchas, burbujeando y alargando las patas, buscando algo a qué aferrarse para ponerse a salvo. Ya tenía diez en el cubo cuando oyó a alguien acercarse y supo que la recolecta había finalizado.

Cuatro figuras —dos grandes y dos pequeñas— se aproximaban desde el otro lado de la playa. Las niñas gritaban y corrían entrecruzándose alrededor de sus padres. Se les hundían los pies en la arena dura, salpicándose de agua los vestidos. Dimity notó a través de los pies las vibraciones a medida que se acercaban, y cuando bajó la vista vio unos reveladores bullones de arena y agua que señalaban la trayectoria de la retirada de las navajas. Con una oleada de irritación alzó de nuevo la vista, y entonces recordó que Delphine había dicho que tenía una hermana. Cayó en la cuenta de quiénes eran. La irritación dio paso a la confusión e hizo que le ardieran las mejillas. No había forma de escapar ni ningún sitio donde esconderse. En ese momento Delphine la reconoció y salió corriendo a su encuentro. Entre feliz e incómoda, Dimity levantó la mano para saludarla.

—¡Hola, Mitzy! Estaba pensando en ti. ¿Cómo estás? ¿Qué haces? —dijo la niña sin aliento, salpicándola al detenerse frente a ella.

Tenía el bajo del vestido empapado casi un palmo por encima de las rodillas. Era azul claro con flores amarillas y un pulcro cuello festoneado, y el jersey que llevaba tenía unos bonitos botones nacarados. Dimity los miró con envidia y se sintió aliviada porque esta vez tenía una buena excusa para ir descalza.

—Estaba cogiendo navajas. Solo que… viven en la arena, y si te oyen acercarte corren a esconderse, de modo que ya no cogeré ninguna más hoy. —Le enseñó el cubo donde había diez navajas impotentes.

—¿Crees que te han oído acercarte? ¡Oh, no! —Delphine se tapó la boca con una mano al comprender—. Hemos sido nosotros, ¿verdad? ¡La última vez te hice tirar un cangrejo y ahora hemos ahuyentado a las navajas! —Pareció pensar un momento, mordiéndose el labio consternada.

—No te preocupes —dijo Dimity, incómoda por su preocupación—. Tengo bastantes…

—Tendrás que venir a comer. Es la única solución… ¡y la mejor! ¡Deja que les pregunte!

—¡No puedo!

Pero Delphine ya se había vuelto hacia su familia, que se acercaba.

—Mitzy puede venir a comer, ¿verdad? ¡Hemos ahuyentado todas las navajas al hacer ruido!

Su hermana fue la primera en alcanzarlas. Tenía varios años menos que Delphine, y era de constitución más ligera y más morena. La tez más oscura, el pelo castaño oscuro y las cejas del mismo color le daban un aspecto serio. Su expresión era de recelo natural. Tenía unos ojos negros penetrantes que recorrieron rápidamente a Dimity, evaluándola con una seguridad en sí misma impropia de su edad.

—Tú eres la niña que dibujó papá. Delphine dijo que nunca habías jugado a las palmas. ¿Cómo es eso? ¿Qué hacéis en el colegio entonces?

—He visto a otras niñas jugar, pero yo no… —Dimity se encogió de hombros.

La niña que suponía que era Élodie juntó las cejas en un gesto desdeñoso.

—¿No conseguiste aprender? Es fácil.

—Cállate, Élodie —dijo Delphine, dando a su hermana un codazo reprobador.

Los padres de las niñas ya las habían alcanzado, y Dimity, para evitar la vergüenza, miró a la mujer en lugar de al hombre. Soltó un suspiro audible. La madre de las niñas era la mujer más hermosa que había visto en su vida. Más hermosa que la mujer del póster de Ovaltine que había pegado en el escaparate de la tienda. Más hermosa que la postal de Lupe Vélez que había corrido en una ocasión entre los chicos del pueblo y que Dimity había visto fugazmente durante su breve estancia en el bolsillo de Wilf.

—Esta es nuestra madre, Celeste. —Delphine sonrió, visiblemente satisfecha ante la reacción de Dimity.

Celeste tenía el rostro ovalado con una delicada mandíbula inferior, los labios carnosos y moldeados en un perfecto arco, el cabello moreno suelto, abundante y lacio, sobre los hombros. Su tez era de un dorado pálido, sin imperfección alguna, pero lo más cautivador eran sus ojos. Pese a las tupidas pestañas negras que los rodeaban, sus ojos eran enormes y claros, de un verde azulado. Almendrados, parecían brillar desde su rostro con una luz propia sobrenatural, más intensa incluso que el cielo de verano. Dimity se quedó mirándola.

—Me alegro mucho de conocerte, Mitzy. Nunca había oído el nombre de Mitzy. ¿Es típico de aquí? —La voz de Celeste era profunda y con un acento peculiar…, un acento que Dimity no había oído nunca o no sabía situar.

—Es el diminutivo de Dimity —logró decir, todavía aterrorizada y fascinada con la mujer.

—¿Dimity? ¡Qué nombre más bobo! —exclamó Élodie, visiblemente desconcertada porque otra persona fuera el centro de atención.

—¡Élodie! ¡Esos modales! —intervino Charles Aubrey, hablando por primera vez.

La niña se enfurruñó y Dimity se sintió agradecida.

—Me gustó el dibujo que Charles os hizo a ti y a mi Delphine, jugando juntas —dijo Celeste—. Es muy bonito. Por supuesto que puedes venir a comer a casa. Espero que lo hagas. Para compensar que él no te pidiera permiso.

Lanzó a Aubrey una mirada ligeramente aleccionadora, pero él se limitó a sonreír.

—Si le hubiera preguntado, el momento habría pasado.

—Hay cosas peores, amor mío. Vamos, sigamos paseando y dejemos a esta joven con su captura. Sabes llegar a nuestra casa, ¿verdad? Ven al mediodía a comer, insisto.

Cogió a Charles del brazo y siguieron andando antes de que Dimity pudiera recobrarse lo suficiente para hablar. Tal vez Valentina tuviera alguna visita, pensó Dimity desesperada, o estuviera en ese estado que la impulsaba a beber hasta quedarse dormida toda la tarde. Con un poco de suerte podría escabullirse sin ser interrogada.

—Hasta luego, Mitzy. —Delphine le dijo adiós con la mano.

Élodie la miró por encima del hombro y se alejó, caminando con más delicadeza, como para demostrar su superioridad a través del decoro. Dimity se dio cuenta demasiado tarde de que tenía la pechera de la blusa mojada y llena de arena, y de que los faldones le salían por la cinturilla. También recordó demasiado tarde que esa mañana no se había peinado. Se pasó los dedos por el pelo con nerviosismo y se quedó mirando las figuras que se alejaban por la playa. Celeste tenía los brazos delgados y una cintura estrecha sobre unas caderas amplias; se movía como el agua profunda, suave y grácilmente. Su belleza le produjo una punzada de emoción inexplicable, y mientras la contemplaba, consciente de su aspecto desaliñado, el artista se volvió y la miró. Fue una mirada larga y deliberada por encima del hombro más que una ojeada; pero ya estaba demasiado lejos de ella para interpretar su expresión.

Dimity se quedó un rato en la playa. No tenía sentido reanudar la recolecta, ya que todas las navajas se habrían hundido, pero tampoco quería seguir a la familia. Continuó andando por la playa y, recogiéndose las faldas, se sentó donde la arena seguía seca. Con una mano se protegió los ojos del resplandor y contempló a Delphine y a su familia hasta que fueron diminutos y apenas podía distinguirlos cuando giraron y subieron hacia el sendero. El artista puso una mano en la parte inferior de la espalda de Celeste para guiarla, luego tendió la otra a Élodie y no se la soltó mientras subían por las rocas. Esa era una nueva clase de padre. Amable y fuerte, no como el padre de Wilf Coulson y muchos progenitores del pueblo, que a menudo eran agrios y furibundos. Su padre debió de ser así. Trató de imaginar cómo sería tener la edad de Élodie y que un hombre como Charles Aubrey te tendiera una mano cuando el suelo se volvía abrupto.

Se acercaba el mediodía y aún no había llegado ningún visitante a The Watch. Dimity se peinó lo mejor que pudo, aunque era casi imposible sin haberse lavado el pelo para quitarse la sal. Se puso una blusa limpia y trató de no estorbar a su madre. Valentina estaba en la cocina con un par de conejos recién desollados, rascando la parte interior de las pieles con un cuchillo antes de ponerlas a secar. Tenía la cara colorada y sudada, y le caían zarcillos de cabello húmedo en los ojos. Cuando estaba inmersa en una tarea así, trabajaba con una concentración alarmante, y un brillo furioso y mate en los ojos. Era un mal momento para molestarla, dejarse ver o aventurarse a preguntarle algo. Dimity pasó por delante de la puerta justo cuando Valentina hacía una pausa para rascarse la espalda y ponerse el pelo detrás de las orejas. La habitación hedía a carne muerta y la mirada hostil de Valentina la sorprendió.

—Más vale que hayas hecho lo que te he pedido y no te hayas pasado toda la mañana mirando las musarañas. Más vale que hayas acabado de cavar esas patatas o te juro que la próxima vez te arrancaré la piel —dijo, mordiendo las palabras.

—Ya lo he hecho, madre.

Sin decir una palabra más, Valentina continuó rascando, y Dimity pensó si debía despedirse o tal vez ofrecerse a hacer algún recado. Al final se limitó a escabullirse, ya que su madre estaba absorta en pensamientos que nada tenían que ver con ella.

La puerta principal de Littlecombe estaba abierta de par en par, y cuando Dimity se acercó vio que la puerta trasera, en el otro extremo del pasillo, también lo estaba. Corría el aire por toda la casa, creando un túnel en movimiento que pareció tirar de ella cuando titubeó en el umbral. Todavía no estaba segura de que la invitación a comer fuera real. De la cocina llegaban voces y risas, y cuando llamó apareció la encantadora cara de Celeste, sonriendo.

—¡Pasa, pasa! —exclamó. Se secó las manos con un trapo mientras el viento le levantaba el pelo y lo hacía flotar frente a sus ojos. Con una risita se lo apartó—. Me encanta notar cómo corre el aire. ¡Vosotros los ingleses siempre vivís en casas sofocantes! No lo soporto.

No muy segura de si era una reprimenda, Dimity la siguió hasta la cocina, donde la mesa estaba puesta para cinco y ya había una botella de vino abierta en el centro. Dimity nunca había tomado vino ni servido un vaso de una botella. El vino era algo que su madre bebía cuando alguna visita le llevaba una botella…, lo que no ocurría con frecuencia. Prefería la sidra que hacían con las manzanas del árbol retorcido que había junto a su casa, con la piel reventada porque había demasiado jugo dentro. Todos los días, de agosto a septiembre, Dimity luchaba con las abejas, manteniendo a raya su ebria beligerancia mientras se tambaleaban de una fruta burbujeante a otra.

Pensó en The Watch, con el pesado techo de paja, las gruesas paredes y las pequeñas ventanas. Ese lugar era realmente diferente. La luz entraba a raudales a través de las amplias ventanas de guillotina, y las paredes estaban recién pintadas, y no amarillentas por los años o la mugre. El suelo era de baldosas de arcilla roja; la parte inferior de las paredes estaba cubierta de un revestimiento pintado de un verde pálido. Era la primera vez que Dimity estaba en una casa extraña. Conocía bien todas las puertas traseras, los escalones de entrada, el contorno de los tejados vistos desde la distancia, pero nunca le habían invitado a entrar en ninguna.

Élodie había decidido hacer el papel de anfitriona. Invitó a Dimity a sentarse y le elogió la blusa, luego fue de aquí para allá y le sirvió un vaso de agua, todo con solo un pequeño indicio de desdén. Delphine se había puesto un pulcro delantal sobre su vestido de flores y estaba de pie en un pequeño taburete junto a la cocina, revolviendo algo que humeaba y olía bien. Se volvió hacia Dimity y sonrió.

—Ven a probar esto… ¡Lo he hecho yo! Son guisantes con jamón.

—Mi cocinera en ciernes. Eres tan buena —dijo Celeste, rodeando a Delphine por las caderas.

Dimity sorbió obediente un poco de sopa de la cuchara. Pensó que sabría mejor si añadía un poco de laurel fresco y si hubiera utilizado el agua en que había hervido el jamón. Pero sonrió y le dijo que estaba bueno.

—Yo también sé cocinar, ¿sabes? —terció Élodie—. El otro día hice galletas de queso y papá dijo que eran las mejores que había probado nunca.

—Sí, sí. Estaban buenísimas. Tengo suerte de tener dos hijas con tanto talento —dijo Celeste con dulzura. Acarició el cabello moreno de Élodie apartándoselo de la frente y le plantó un beso—. Ahora deja de presumir y tráenos los boles para la sopa —dijo despreocupadamente.

Pero Élodie puso mala cara mientras hacía lo que le habían pedido.

Dimity bebió el agua y se sentó en el borde de la silla alerta e intranquila, con la sensación de que debía hacer algo para ayudar. Pero cuando lo intentó, las largas y elegantes manos de Celeste hicieron que se sentara de nuevo.

—No te muevas. ¡Aquí eres la invitada! Solo tienes que comer y disfrutar —dijo con su marcado acento.

Dimity estaba deseando preguntarle de dónde era. Quizá procedía de algún lugar tan lejano como Cornualles, o incluso Escocia.

Charles entró desde el jardín justo cuando la sopa estuvo servida. Había estado expuesto al viento, y tenía las mejillas rosadas y el caballete de la nariz quemado. Su pelo estaba alborotado. Dejó la bolsa de lona que llevaba en el suelo y se sentó en una silla con aire distraído. Celeste y Delphine se cruzaron una mirada que Dimity no supo interpretar. Cuando levantó la vista hacia ellas, fue como si por un instante no las conociera. Se hizo un silencio. Parpadeó antes de sonreír.

—Qué bandada de bellezas —murmuró—. ¿Qué más podría desear un hombre que volver a casa y encontrarse esto?

Sus hijas sonrieron, pero Celeste lo escudriñó durante otro segundo con una mirada penetrante.

—Ya lo creo. ¿Qué más podría desear? —repitió en voz baja.

Luego cogió la olla y sirvió la sopa. A Aubrey se le iluminaron los ojos al ver a Dimity.

—¡Ah, Mitzy! Me alegra que hayas venido. Espero que a tus padres no les importara mucho prescindir una par de horas de ti.

Dimity negó con la cabeza, preguntándose si debía mencionar que solo tenía una madre.

—Mi padre se perdió en el mar —balbuceó, pero se sintió sumamente avergonzada al ver cómo la expresión de Celeste se nublaba de consternación.

—¡Pobrecilla! ¡Qué tragedia para una niña tan pequeña! Debes de echarle mucho de menos, y también tu pobre madre —dijo, y se inclinó hacia ella y le apretó el brazo, mirándola con intensidad con sus magníficos ojos.

Dimity no esperaba esa reacción. «En lo que a mí respecta, se perdió en el mar». Asintió en silencio y no comentó lo furiosa que se ponía Valentina cuando alguien lo mencionaba.

—¿Cómo se las arregla tu madre? Debe de ser duro para una mujer sola con una hija que mantener, en un lugar tan atrasado como este. No me extraña que siempre parezcas tan… —Celeste se interrumpió—. Bueno. Háblanos de tu madre. ¿Cómo se llama?

—Valentina —dijo Dimity de forma un poco rígida.

No se le ocurría un tema sobre el que le apeteciera menos hablar, y no tenía nada más que decir acerca de su madre. Pero se hizo un largo y elocuente silencio, y sintió que se le secaba la garganta a causa de los nervios, tambaleándose al borde del fracaso.

—Es gitana, o lo era su gente. De un lugar muy, muy lejano. Prepara hechizos y medicinas con hierbas y toda clase de ingredientes, y me enseña a hacerlo. La gente del pueblo finge que no la cree, pero tarde o temprano todos acuden a ella, para comprarle o pedirle algo. Mi madre es muy especial —comentó, y aunque nada de lo que había dicho era mentira, sintió que a su alrededor flotaba cierto aire de falsedad, como pesadas nubes; pensó al mismo tiempo en lo maravilloso que sería que la verdadera Valentina encajara en ese retrato.

—Una curandera —dijo Charles, mirándola fijamente.

Dimity se dio cuenta de que el sol que entraba por la ventana le daba en la cara, lo que hacía imposible esconderse.

—Fascinante… Nunca he conocido a ninguna. Debo ir a presentarme.

—¡Oh, no! ¡No lo haga! —exclamó Dimity sin aliento, antes de que pudiera contenerse.

—¿Por qué no? —replicó él, sonriendo.

A Dimity no se le ocurrió una respuesta, de modo que miró la sopa con aire desgraciado, y dio un respingo cuando él le puso una mano en el brazo. Al sentir la presión de sus dedos gruesos y fuertes la recorrió un escalofrío.

—No te preocupes, Mitzy —susurró—. No me escandalizo fácilmente.

—¿Qué quieres decir, papá? —preguntó Élodie.

Habló deprisa, con mucho interés, y pareció un poco cariacontecida cuando él la ignoró.

Después de la sopa Celeste sacó un pastel de hojaldre del horno y lo cortó dejando ver carne de cordero picada con especias y almendras enteras. La pasta era fina y crujiente, y Dimity nunca había comido nada tan delicioso. Cuando lo dijo, Celeste se rió.

—Tú y tu gente tal vez seáis los maestros de las hierbas, pero la mía es experta en especias. Esto se llama pastela. Aquí hay canela, semillas de cilantro molidas, nuez moscada y jengibre. Es muy marroquí. Muy típico de mi país —dijo orgullosa.

Cortó otra porción y la puso en el plato de Dimity.

—¿Dónde está Ma…, Marr…, su país? —preguntó, y dio un respingo cuando Élodie soltó una carcajada y casi se ahogó con la boca llena.

—Eso te servirá de escarmiento, ¿eh? —dijo Charles con suavidad.

—¿No sabes dónde está Marruecos? ¡Nosotras hemos estado tres veces! ¡Es asombroso! —exclamó Élodie.

Celeste sonrió a su hija con afecto.

—Es bonito sentirte orgulloso de tus orígenes, Élodie. Marruecos está al norte de África. Es un país donde florece el desierto. El lugar más hermoso. Mi madre es bereber, de las montañas del Alto Atlas, donde el aire es tan limpio que tu mirada penetra el cielo. Mi padre es francés. Un administrador del gobierno colonial de Fez.

—¿Todas las mujeres bereberes son tan guapas como usted? —preguntó Dimity, tratando desesperadamente de retener todos los nombres extranjeros que empezaban a escabullirse de su mente.

Celeste se rió, y Charles se rió con ella, y Delphine sonrió con la boca llena.

—Qué encanto de niña —dijo Celeste con afecto—. Hacía mucho que no me hacían un cumplido tan sincero.

Miró a Charles desafiante, luego le tendió la mano para que le diera el plato. Al hacerlo Dimity se fijó en que ni ella ni él llevaban anillo de boda. Tragó saliva y no dijo nada, tratando de imaginar las montañas que Celeste había mencionado, donde la belleza que irradiaba la gente se reflejaba en el cielo.

Después de comer Delphine quedó dispensada de lavar los platos porque había ayudado a cocinar, e interrumpió las balbucientes gracias de Dimity para llevársela. En cuanto salieron al jardín, Dimity suspiró profundamente. Por fascinantes que hubieran sido la casa, la comida, la compañía y la sensación de ser invitada, también habían resultado desconcertantes, y sintió como si una gran presión se liberara al volver a ver las nubes por encima de su cabeza. Delphine le enseñó el huerto, donde crecían unos cuantos rábanos y lechugas atrofiados.

—¡Mira! ¡Más excrementos! ¡Los conejos no paran de comer todo lo que planto! —se lamentó.

Dimity se agachó a su lado para examinar las pruebas y asintió.

—Necesitas alambre para impedir que entren. O unas trampas para atraparlos.

—¡Oh, pobres conejitos! No quiero hacerles daño… ¿Por qué no quieres que papá vaya a saludar a tu madre? —preguntó intrigada.

Dimity cogió un par de las bolitas de excremento de conejo que los delataban y las hizo rodar en la palma de su mano, sin saber qué responder.

—Está bien —dijo Delphine por fin—. No tienes que decírmelo.

Se levantó y puso las manos en las caderas.

—¡Vamos, iremos a buscar un cangrejo para recuperar el que perdiste y todas las navajas que huyeron asustadas!

En esta ocasión Delphine fue lo bastante valiente para tocar el cangrejo de río, dejando que cayera una gota de agua de la punta de su dedo a uno de sus ojos negros mientras doblaba las patas y curvaba la cola de manera protectora. Pero no pudo soportar que Dimity se lo quedara, ya que había agitado las antenas hacia ella, y decidió llamarlo Lawrence. Desconcertada, Dimity devolvió la criatura a la corriente y a continuación enseñó a Delphine a distinguir los berros de los botones de oro, ya que había muchos alrededor y los conejos habían diezmado su cosecha de hojas de lechuga. La niña delgaducha era buena alumna, y a medida que pasaban los días las clases las llevaban cada vez más lejos de Littlecombe, a lo largo de los acantilados y a través de los boques del interior, siempre bordeando el pueblo y manteniéndose alejadas de The Watch. Con Mitzy para guiarla, Delphine no tardó en añadir hinojo silvestre, cenizo, orégano, raíces de rábano picante y flores de tilo a la despensa de Celeste, quien, al ver las flores, se las llevó a la nariz e inhaló.

—¡Ah! Tilleul! —exclamó encantada. Y, suspirando apreciativa, puso agua a hervir.

Una mañana Dimity llegó y encontró a Élodie en el patio delantero, con los brazos rígidos a los costados y la cara paralizada de miedo porque un enorme abejorro, con polvos de polen amarillo sobre su pelo negro azabache, zumbaba alrededor de sus piernas. Delphine estaba de pie a su lado, con los brazos cruzados.

—Un abejón no te hará daño, Élodie. No tiene aguijón. Solo las abejas pueden picarte —dijo Dimity.

—Ya se lo he dicho, pero no me cree —dijo Delphine con paciencia—. ¿Cómo lo has llamado?

—Abejón. —Dimity se encogió de hombros—. Así es como se llaman, ¿no?

—No en Londres ni en Sussex.

Todas se volvieron cuando el abejorro se aburrió de Élodie y se elevó en el aire, dejando que el grave zumbido de su vuelo lo llevara lejos. Con un pequeño grito de alivio, Élodie se arrojó a los brazos de su hermana y la abrazó fuerte.

—Ya ha pasado, Élodie. Ya estás a salvo —dijo Delphine, dándole unas palmaditas en los hombros.

Luego pasaron una hora alegremente mientras Dimity ponía nombre a todo lo que las rodeaban, y las dos niñas daban un salto encantadas cada vez que escuchaban uno que nunca habían oído.

Un día fueron a la Southern Farm, y Dimity le presentó tímidamente a Delphine a la mujer del granjero, la señora Brock, que era más amable que la mayoría de los lugareños y a veces, si no estaba demasiado ocupada, le daba limonada y una rebanada de pan. Los Brock tenían cincuenta y tantos años, el pelo gris acero y la cara arrugada Después de trabajar la tierra toda la vida sus manos estaban avejentadas y morenas, las uñas gruesas y manchadas, duras como los cuernos de un animal. Tenían dos hijos adultos: una hija que se había casado y se había ido a vivir lejos y un hijo llamado Christopher que trabajaba en la granja con su padre. El mismo que aporreaba las ratas y nunca iba a ninguna parte sin un terrier pisándole los talones. Era un joven alto y silencioso con un techo de paja por pelo, y unos ojos firmes y mansos. Christopher entró en la cocina mientras Delphine hablaba con la señora Brock de su madre marroquí y de su famoso padre. Dimity se quedó maravillada de su valentía, del hecho de que no ocultara nada acerca de ella, y cuando miró a Christopher también percibió en su rostro una especie de callado asombro…, o tal vez solo fuera curiosidad. Como si ahí hubiera un enigma que en algún momento él tendría que desentrañar.

A menudo, cuando se acercaba o jugaba cerca de Littlecombe, Dimity tenía la sensación de que la observaban. A veces sorprendía una figura lejana de pie en el acantilado mientras ella y Delphine estaban en la playa, o una sombra en una ventana de la casa si estaban en el jardín. En una ocasión, junto al arroyo, con las mangas arremangadas y la falda recogida alrededor de la cintura, sin buscar nada por una vez, solo jugando con Élodie, tratando de entretener a la niña porque Celeste tenía migrañas, Dimity levantó la vista y lo vio apoyado en la jamba de la puerta, fumando y contemplándola con los ojos entrecerrados bajo el sol. Estaba tan concentrado, tan absorto en sus pensamientos, que no dio muestras de haberse dado cuenta de que lo había visto. Dimity se ruborizó y apartó rápidamente la vista, y vio que Delphine también se había dado cuenta. Delphine ladeó la cabeza y observó a su amiga un momento.

—Quiere volver a dibujarte. He oído cómo se lo decía a mamá, pero ella insiste en que no puede hacerlo si tú no quieres, y, desde luego, no puede hacerlo sin preguntárselo antes a tu madre. Él dice que eres realmente «rústica». Se lo oí decir —añadió en voz baja.

—¿Qué significa eso? —le preguntó Dimity.

Delphine se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero papá solo dibuja cosas bonitas, de modo que no puede significar nada malo.

—No entiendo qué tiene ella de tan especial —se quejó Élodie a su hermana—. No sé por qué papá quiere dibujarla siquiera.

—No seas mala, Élodie —replicó Delphine—. Yo creo que Mitzy es muy guapa. Mamá estaba enfadada porque se suponía que él tenía que pintar un gran cuadro…, el retrato de algún poeta famoso que ha de entregar a tiempo para que aparezca en la portada de uno de sus nuevos libros de poemas. Pero no queda mucho tiempo y lo único que quiere hacer papá es dibujarte a ti —añadió, dirigiéndose a Dimity.

Élodie se enfurruñó y Delphine giró un palo en el agua. Se hizo un largo silencio durante el cual Dimity asimiló esa información.

—¿De verdad crees que soy guapa? —preguntó por fin.

—Por supuesto. Me encanta tu pelo. ¡Es como la melena de un león! —dijo Delphine, y Dimity sonrió.

—Tú también lo eres —dijo ella con galantería.

—Cuando crezca yo seré tan guapa como mamá —dijo Élodie.

—Nadie es tan guapa como mamá —apuntó Delphine pacientemente.

—Bueno, pues yo sí lo seré. Me lo dijo ella.

—Entonces tú eres la afortunada, ¿eh, Élodie apestosa? —Delphine clavó los dedos en las costillas de su hermana, y chillaron y se retorcieron durante un rato antes de caer, sin dejar de reírse, en la orilla cubierta de hierba.

Mientras las dos hermanas se peleaban, Dimity lanzó otra mirada a la casa, donde todavía estaba el padre de las niñas, delgado y vigilante, pensando y exhalando bocanadas de humo azul. Al cabo de un rato descubrió que no le importaba tanto como al principio que su mirada se fijara en ella. Su rostro era inescrutable, un patrón de planos y ángulos que no sabía interpretar. «Solo dibuja cosas bonitas». Notó cómo se ponía un poco más erguida, con la cara más relajada, y el rubor abandonaba sus mejillas. Bonita y guapa, dos palabras que nunca había oído para describirla, acababan de ser utilizadas en pocos segundos. Esperaba que ambas fueran ciertas, y que todas las demás que le habían gritado hasta entonces fueran un error. La sola idea le produjo un estremecimiento y de pronto tuvo ganas de sonreír, cuando en realidad no tenía motivos para hacerlo. No con los pies ateridos de frío dentro del arroyo y la afilada lengua de Valentina aguardándola.

—Puede que no me importe tanto que me pinte otra vez —dijo por fin.

Delphine sonrió alentadora.

—¿De verdad que no te importa?

—No. Es un artista muy bueno y muy famoso, ¿no? Eso es lo que me has dicho. Supongo que debería… sentirme honrada.

—Se lo diré. Se pondrá muy contento.

—Deberías sentirte humillada —le corrigió Élodie.

Pero Delphine puso los ojos en blanco y Dimity pasó por alto el comentario.

Dos días después los peores temores de Dimity se hicieron realidad. Estaba en su habitación del piso de arriba, cambiándose para desayunar después de haber dado de comer al cerdo y las gallinas, de coger los huevos y vaciar los bacines de las habitaciones en el retrete del jardín. Su dormitorio tenía una pequeña ventana orientada al norte desde la que se veía el camino de entrada, y mientras se recogía el pelo en una trenza a la espalda, sujetándoselo con horquillas, vio a Charles Aubrey acercarse a la casa. Llevaba los pantalones oscuros y ceñidos, y la camisa azul con un chaleco abrochado para protegerse del frío de la mañana. Con el corazón latiéndole con fuerza, Dimity acercó la cara al cristal de la ventana y alargó el cuello para verlo mientras se detenía frente a la puerta. ¿Cómo iba vestida Valentina? Trató de hacer memoria, confiando en que no fuera aún en bata, la prenda verde diáfana que se arremolinaba peligrosamente dejando ver el contorno de su cuerpo, con todas sus sombras y formas. Se planteó bajar corriendo las escaleras y llegar antes que ella a la puerta, para poner alguna excusa y despedirlo. La mesa de la cocina estaba cubierta de ranas muertas. Las imaginó y cerró los ojos horrorizada. Ranas muertas con los vientres blandos abiertos y las entrañas amontonadas en un bol; cuerpos arrojados con los ojos ciegos y empañados, y los pies enredados y colgando. Valentina tenía que hacer dos hechizos: uno para romper un maleficio y el otro para proteger a un recién nacido. Las entrañas rosadas y grises serían guardadas en tarros de cristal sellados con cera; alrededor de la tapa habría brotes de romero, como si la hierba pudiera ocultar la muerte del interior.

Demasiado tarde. Dimity oyó a Charles Aubrey llamar y a su madre abrir la puerta casi enseguida, y a continuación las voces amortiguadas que se elevaban a través del suelo. La de él un profundo murmullo, suave como el zumbido de una brisa, la de Valentina baja y dura, desafiante. Dimity se acercó a la puerta de su dormitorio y la abrió unos dedos sin hacer ruido, justo a tiempo de oír que la puerta principal se cerraba y dos pares de pies se dirigían al salón. Con esa puerta cerrada no había forma de oír lo que decían. The Watch tenía paredes de piedra sólida, paredes que habían absorbido y conservado siglos de palabras. Esperó todo lo que pudo y luego bajó, llevando su inquietud como una guirnalda.

Valentina estaba sentada a la mesa de la cocina, con una mano sostenía un cigarrillo y con la otra recogía pedazos de entrañas y los arrojaba al bol.

—De modo que es allí adonde te metes en lugar de ayudarme —dijo pesadamente—. Mezclándote con los refinados forasteros.

Dimity sabía que no debía defenderse. Solo irritaría más a su madre. Con cautela, sacó la silla que había delante de ella y se dejó caer en ella. Valentina iba con la bata verde, pero al menos llevaba encima un viejo delantal cubierto de sangre y manchas. Sucio pero opaco. Se había recogido el áspero cabello amarillo con un pedazo de cuerda, y en sus párpados se veían restos de la sombra de ojos verde que se había aplicado la noche anterior.

—Y yo pensando que estabas fuera buscando cosas útiles. Preguntándome por qué tardabas tanto en volver de cada recado. ¡Ahora lo sé! —alzó la voz en un ladrido.

—¡Y lo hacía, madre! Lo juro…, pero Delphine me ayudaba… Está aprendiendo a reconocer las plantas y me ayuda…, es la hija del señor Aubrey….

—Oh, ya sé todo sobre ella, sobre ellos. Me lo ha contado todo, aunque no se lo he pedido. Curioso como un gato, mirando por todos los rincones. He tenido que cerrar la puerta del salón porque ya no podía soportar más sus ojos fisgones. No tiene derecho a venir aquí y tú no tienes derecho a decirle que lo haga.

—No lo he hecho, madre. ¡Lo juro!

—No haces más que jurar, eso ya lo veo. A partir de ahora no sabré cuándo dices la verdad. ¡Calla! —gritó cuando Dimity trató de hablar.

Se quedaron sentadas en silencio durante un minuto. Dimity se miró las manos y se oyó el pulso en los oídos mientras Valentina daba largas y agresivas caladas a su cigarrillo. Luego, como una serpiente, atacó, agarrando a Dimity por la muñeca. Le puso el brazo sobre la mesa, con la parte interior hacia arriba; sostuvo el cigarrillo encendido a un dedo de la piel.

—¡No, mamá! ¡No hagas eso! ¡Lo siento…, he dicho que lo siento! —gritó Dimity—. ¡Por favor! ¡No lo hagas!

—¿Qué más no me has dicho? ¿Qué has estado haciendo allá arriba con ellos? —preguntó Valentina, con los ojos entrecerrados de recelo y el pecho moviéndose agitado detrás del delantal mientras Dimity luchaba por zafarse. Parecía que la apretaban unas garras de hierro—. Deja de tirar o te cortaré el maldito brazo de cuajo.

Dimity se quedó inmóvil, tenía el cuerpo flácido por el miedo mientras el corazón se le salía del pecho, palpitando peligrosamente. No creía que su madre fuera tan lejos, pero no podía estar segura. El sudor le caía por la frente, frío y pegajoso. Un ascua encendida se desprendió del cigarrillo y cayó en su brazo, donde se hundió y echó humo. Enseguida empezó a formarse una ampolla, una burbuja blanca en el centro de un aro rojo brillante. Dimity no parpadeó; aunque el dolor era intenso estaba demasiado asustada para moverse. Las lágrimas le nublaron los ojos y tuvo que tragar saliva varias veces antes de hablar.

—Fue como te he dicho, madre —dijo frenética—. Jugaba con la hija y le enseñaba las plantas. Eso ha sido todo.

Valentina la miró furiosa un minuto más, luego la soltó.

—¿Jugabas? Ya no eres una niña, Mitzy. Ya no es tiempo de juegos. Bueno —dijo, llevándose el cigarrillo de nuevo a los labios—. Bien mirado, podría salir algo bueno de todo esto. Quiere dibujarte, dice que es un artista, así que le he dicho que tendrá que pagar por el privilegio.

Esa idea pareció animarla, y al cabo de un rato se puso en pie y alargó los brazos por encima de su cabeza para estirar el cuerpo; luego se dirigió a las escaleras, alborotando el pelo de Dimity con los dedos al pasar por su lado.

—Acaba esos hechizos mientras me echo un rato.

Solo cuando salió de la habitación, Dimity se atrevió a soplar para quitarse la ceniza del brazo. Sentía una opresión tan grande en el pecho que le costó sacar aliento para hacerlo. Acercó la ampolla a la luz y vio cómo brillaba la superficie. Esperó, con cuidado de no molestar a su madre con su llanto. Luego se levantó y fue a buscar ungüento de olmo escocés para aplicárselo en la quemadura.

—¿Cómo reaccionó su madre cuando Aubrey fue a preguntarle si podía dibujarla? Supongo que es la clase de cosa que no todo el mundo aprueba. Sobre todo cuando solo tienes… ¿cuántos? ¿Catorce años?

El joven que tenía sentado enfrente hablaba, haciendo más preguntas. Tenía una forma de echarse hacia delante, juntando los dedos de las manos entre las rodillas, que la ponía nerviosa. Más que nerviosa. Pero tenía una cara amable, siempre amable. Le picó el brazo derecho y se pasó el pulgar a lo largo de él, presionando la yema en la carne flácida hasta que encontró la orgullosa cicatriz. Un pequeño círculo de tejido endurecido del mismo tamaño y forma que la ampolla que reemplazó. No paraba de arrancarse la costra sin querer, perdiendo las tiritas que Delphine le ponía. «Estaba friendo hígado y me saltó la grasa». Debajo de la costra la herida era profunda y purulenta. El silencio de la habitación era profundo, y de pronto notó más oídos que los del joven esperando una respuesta.

—Bueno… —empezó a decir, luego hizo una pausa y se aclaró la voz—. Se quedó encantada, por supuesto. Era una mujer muy cultivada. Libre de convencionalismos. No se creyó todos los rumores que corrían por el pueblo sobre Charles y su familia. Se alegró de que un artista tan famoso quisiera dibujar a su hija.

—Entiendo. Al parecer era una mujer muy liberal…

—Bueno, cuando eres una especie de proscrita, te sientes atraído hacia los que están en el mismo barco. Así era ella.

—Ya, comprendo. Y dígame, ¿alguna vez Charles le dio algún dibujo o alguna otra cosa? ¿Como regalo o para agradecerle que posara para él?

—¿Posar para él? Oh, no, casi nunca posaba. Normalmente no quería hacer dibujos de esos. Siempre observaba y esperaba, y cuando le parecía bien empezaba. Algunas veces ni siquiera me daba cuenta. Otras sí. A veces me pedía que me estuviera quieta. «Mitzy, no te muevas. Quédate exactamente como estás».

En una ocasión se había estirado al levantarse para mirar el atardecer después de pasar horas desenvainando guisantes. Estaba pensando en irse a casa, en las pocas ganas que tenía. Después de estar en Littlecombe, con toda la compañía, las risas y los olores a limpio, The Watch le parecía oscuro, húmedo y poco acogedor. Su casa. «No te muevas, Mitzy». De modo que se quedó durante más de media hora con los brazos cruzados por encima de la cabeza, sobre el pelo; la sangre los fue abandonando hasta que sintió primero un hormigueo, luego un entumecimiento, y al final notó como si fueran de piedra y ya no le pertenecieran. Pero no movió un músculo hasta que dejó de oír el lápiz. Eso siempre indicaba el final. Durante un rato la mano seguía moviéndose con gestos amplios sobre la hoja, pero el lápiz ya no la tocaba…, solo se movía, como un tercer ojo, inspeccionando. Luego la mano se detenía y él fruncía el entrecejo; había acabado, y Dimity sentía una vez más en su interior esa sensación fría y vertiginosa…: la sensación de que algo maravilloso había terminado y el anhelo de que se reanudara. Entonces no tenía ni idea de lo que estaba por venir. No había visto la oscuridad que se avecinaba; no estaba preparada para la violencia que la acechaba.