8

Dimity se mareó durante la travesía en barco rumbo a Tánger.

—Creía que tu padre era pescador —le dijo Élodie, de pie en la cubierta del buque de vapor con el viento alborotándole el pelo y llevándose sus palabras.

—Pero yo no —señaló Mitzy, doblándose otra vez sobre la barandilla con el estómago revuelto.

Ya no quedaba nada por salir y se secó un hilillo de saliva de la barbilla.

—Nunca había ido en barco.

—¿Te traemos algo, Mitzy? —se ofreció Delphine—. ¿Un vaso de agua?

—Lo mejor es el jengibre, pero aquí no tenemos. O un poco de menta… —gruñó ella, con la garganta irritada y dolorida; estaba tan mareada que no se atrevía a soltar la barandilla.

Buscó con la mirada a Charles y lo vio sentado en un banco de la cubierta superior, dibujando a unos niños que jugaban con sus aeromodelos. Se sintió contenta de que no la viera vomitar y a la vez celosa de los niños. Celeste lo pasaba casi tan mal como ella en el mar, pero se quedó en el camarote, acostada en la habitación oscura. Una especie de dignidad silenciosa e íntima ante la adversidad que Dimity habría querido emular, pero cuando se retiraba al suyo solo se sentía peor y la cabeza empezaba a martillearle, con la sangre corriéndole por las sienes como si hubiera duplicado su volumen. Su única esperanza era contemplar el horizonte y permanecer en el lado de sotavento de la barandilla. Cuando Delphine regresó de la cocina con un ramillete de menta, preguntándole si tenía que hervirlo, Dimity se lo arrebató de las manos y se comió las hojas crudas, esperando desesperada que cesaran las sacudidas en sus entrañas. Al menos la menta enmascararía el horrible olor de su aliento. Élodie la observó con desagrado y un poco de compasión.

—Te alegrarás cuando lleguemos allí, de verdad —dijo con lealtad.

Al cabo de un rato el agotamiento hizo que Dimity entrara, y se tumbó en un banco debajo de una ventana para dormir. No tenía ni idea de qué hora era cuando Delphine la despertó, con la cara iluminada por la excitación.

—Ven a verlo —dijo tirando de sus manos hasta que se levantó, temblorosa.

Delphine la condujo de nuevo a la cubierta, donde Charles, Celeste y Élodie ya estaban en la barandilla. La luz era tan deslumbrante que Dimity cerró instintivamente los ojos. Brillaba con tanta fuerza a través de sus párpados que estos fulguraban más rojos que un fuego. Cuando logró abrirlos vio que era absorbente, y se encogió.

—¡Mira! Ya hemos llegado. ¡Marruecos! —exclamó Delphine, pegándose aún más a la barandilla.

Al final Dimity fue capaz de ver y jadeó.

La ciudad de Tánger se elevaba desde la orilla alrededor de un puerto en forma de herradura, casi demasiado deslumbrante para mirarla; casas blancas apiñadas como bloques de construcción colocados unos sobre otros, con palmeras y torres de aspecto frágil elevándose entre la confusión. Aquí y allá, una profusión de flores rosas colgaban de un muro o un balcón. La ciudad parecía resplandecer por encima de la brillante agua turquesa. El puerto estaba atestado de barcos de una gran variedad de formas y tamaños, desde diminutos botes pesqueros pintados de todos los colores bajo el sol hasta enormes y pesados buques de vapor y barcos de pasajeros como el que los había llevado. En la cubierta, hombres de tez oscura y rostro duro discutían y negociaban, cargando y descargando. Abajo en el muelle, junto a su barco, tenía lugar una acalorada discusión entre un hombre con la piel de color melaza, vestido con ropa holgada verde, y un hombre blanco con un elegante traje de lino. Dimity lo contemplaba todo boquiabierta de asombro. Las voces de los hombres parloteaban en un idioma extraño, tan incomprensible como la escena que se desarrollaba ante ella. Tal como había dicho Delphine, el mar era de un azul distinto al de Inglaterra, al igual que el cielo; las estrechas torres parecían extrañas y sobrenaturales, demasiado altas y delgadas para resistir una tormenta. El aire olía a mar pero también a calor y a polvo; no conocía el nombre de ninguna especia, y jamás había visto esas flores. Perpleja, se volvió hacia Delphine y vio que la miraba y sonreía al ver su expresión llena de estupor.

Élodie estalló en carcajadas.

—¡Tendrías que verte la cara, Mitzy! ¡Te dije que te alegra rías!

Atontada, Dimity asintió. Celeste le dio unas palmaditas en la mano con que aferraba con fuerza la barandilla para sostenerse.

—¡Pobre Mitzy! Todo debe de ser muy perturbador para ti. Pero respira hondo y sumérgete, y pronto te encantará. Esto es Marruecos, mi hogar. Un lugar de prodigios y belleza, crueldad y penalidades. Este es el paisaje de mi corazón —dijo, volviéndose para contemplar la vista.

El sol no parecía herirle los ojos; brillaba en su pelo negro, dándole vida.

—Vamos —dijo Charles—. Es hora de desembarcar y buscar algo de comer. Una vez que se os asiente el estómago estaréis hambrientas.

—¿Qué te parece? —preguntó Delphine, cogiendo a Dimity de la mano y sosteniéndosela con fuerza mientras desembarcaban.

Dimity buscó palabras para expresar lo que sentía. Cómo el calor, la luz y los colores parecían colmarla, inundándole el alma como la euforia. Cuánto le costaba creer que un lugar así existiera.

—Creo…, creo que es… como un sueño. Creo que debe de ser otro mundo completamente distinto —dijo, con la garganta dolorida y la cabeza martilleándole.

—Lo es —respondió Delphine sonriendo—. Es un mundo aparte.

Se quedaron en Tánger solo una noche. Dimity durmió poco, inspirando el extraño aire y los olores desconocidos que llevaba consigo, sintiendo cómo la habitación le daba vueltas. Era vertiginoso, deslumbrante; todo era tan extraño y absurdo como una tierra imaginaria. Se despertó varias veces durante la noche, y sintió como si la tierra debajo de ella fuera hueca e insustancial. Como si nada fuera sólido, y la corteza de todo aquello pudiera ceder y arrojarla rodando hacia la nada. Al cabo de un rato comprendió por qué. El estruendo del mar había desaparecido; el modo en que retumbaba a través de sus pies en Blacknowle, palpitando sin cesar como un corazón enorme. Sin él se sentía tan etérea como un elfo o una cometa sin cuerda. En un sueño vio que era su triste corazón el que se había detenido, y despertar fue como renacer con una piel nueva.

Alquilaron un coche con chófer para que los llevara a Fez, y el trayecto se vio obstaculizado por la arena que se había amontonado en varios tramos de la carretera. El coche era zarandeado suavemente por el viento, y Dimity miró por la ventanilla mientras los demás dormían, perpleja aún ante lo enorme, virgen y diferente que era el paisaje. El cielo, duro e implacable, se veía inmaculado. Bajo el sol feroz, la tierra rielaba de calor; todo lo que alcanzaba a ver era polvo marrón, rocas y maleza reseca. A lo lejos, por la carretera que acababan de recorrer, le pareció ver el humo de otro vehículo, pero era difícil adivinarlo. Era tarde y el sol proyectaba largas sombras desde las rocas y matorrales más pequeños cuando la ciudad finalmente apareció ante ellos, desparramándose sobre la ancha llanura. Al principio Dimity pensó que no era más grande que Wareham, pero a medida que se acercaban pareció que se extendía. Cuando los demás de despertaron Celeste señaló que la masa compacta de edificios que Dimity había tomado por la ciudad, en realidad no eran más que los edificios coloniales, donde vivían los franceses y otros europeos.

—Porque creemos que somos demasiado especiales para vivir con los árabes y los bereberes —dijo Delphine con suavidad.

—Porque somos lo bastante prudentes para mantener una distancia respetuosa —la corrigió Charles.

—Más allá de esos edificios está Fez el-Yid. El nuevo Fez —dijo Celeste señalando una parte de la ciudad donde ya habían encendido las farolas de las calles.

—¿Es nueva? Creía que la ciudad era vieja —dijo Dimity.

—Lo nuevo solo es nuevo comparado con lo viejo. De todas formas lo nuevo tiene cientos de años, Mitzy. Pero lo viejo… Fez el-Bali es la ciudad más antigua de Marruecos que no fue construida por los romanos u otros pueblos antiguos. Aquí está. ¡Mira! —Celeste barrió con el brazo la repentina vista, mientras el coche se detenía en el borde de un valle con la ciudad derramándose sobre la tierra baja que se extendía a sus pies; tejados tan apretujados y caóticos a los ojos de Dimity que no podía seguir la línea de ninguna calle más allá de unas pocas yardas.

Bajaron del coche para ver mejor, y colocados en hilera contemplaron la ciudad. Una brisa constante llegaba del sur, aún más caliente que el aire en calma, como el aliento de un animal enorme. Celeste suspiró profundamente y sonrió.

—Hoy el viento viene del desierto. ¿Notas el calor, Mitzy? ¿Niñas? Es el viento del desierto; el airifi, el viento hambriento. Puedes notar su poder. Un día como hoy, el sol allí mataría a un hombre como un cuchillo clavado en su corazón. Bebe toda la sangre de tus venas. Lo he sentido…, la urgencia de tumbarte es muy fuerte, fortísima, y entonces dejas de existir. Exhausto, un grano más de arena en el vasto océano del Sáhara.

—Celeste, las estás asustando —la reprendió Charles, pero ella alzó la barbilla desafiante.

—Tal vez deberían estarlo. Esta no es una tierra amable. Hay que respetarla.

Dimity se irguió más, tratando se sacudirse la languidez del largo viaje por temor a dormirse y acabar reducida a arena. Todos lo notaron, el miedo y la brisa soporífera. Por un momento nadie habló; solo se oía el débil viento gimiente y el zumbido de las moscas.

Luego Dimity oyó a un hombre cantar, aunque no se parecía a nada que hubiera oído antes. Un torrente de palabras elevado y fino, al mismo tiempo frágil e irresistible, lleno de significados que ella nunca entendería. No se oía ni el tráfico de la ciudad, solo los ladridos de los perros, el estruendo de las ruedas de los carritos y de vez en cuando el gemido de una mula o el balido de una cabra, un débil murmullo de fondo de muchas vidas, vividas cerca unas de otras.

—¿Qué está cantando ese hombre? ¿Qué dice la canción? —preguntó Dimity a nadie en particular.

Habló en voz baja, incapaz de apartar los ojos del laberinto que tenían a sus pies.

—Es el muecín, que es como un sacerdote llamando a los creyentes a la oración —respondió Charles.

—¿Como las campanas de la iglesia en nuestro país?

—Exacto.

—Me gusta más que el sonido de las campanas.

—Pero no sabes qué está cantando. Las palabras que dice —señaló Celeste con mucha seriedad.

—Eso no importa tanto con una canción. Una canción solo es mitad palabras, mitad música. Puedo entender la música.

Miró a Charles y vio que la observaba con una expresión pensativa.

—Muy bien dicho, Mitzy —dijo.

Dimity se ruborizó de placer.

—Niñas, ¿sabíais que los cimientos de Fez el-Bali están construidos sobre un campamento bereber?

—Sí, mamá. Nos lo has dicho antes —respondió Élodie.

Celeste rodeó a sus hijas y sonrió.

—Bueno, algunas cosas merecen ser repetidas más de una vez. Hay sangre bereber en vuestras venas. Esta ciudad está en vuestra sangre.

—Bueno, Mitzy, ¿qué piensas? —le preguntó Charles, y Dimity sintió que todas las miradas se posaban en ella, esperando su veredicto o alguna clase de observación perspicaz.

—No pienso nada —susurró, y vio la decepción en el rostro de Charles y Celeste. Tragó saliva y reflexionó, pero la cabeza le daba vueltas—. No puedo pensar en nada. Es… todo.

Charles sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro de una forma ligeramente tranquilizadora.

—Vamos. Debes de estar agotada. Subamos al coche y vayamos a la pensión.

—¿No vamos a quedarnos con su familia, Celeste? —preguntó Dimity, sin pensar.

Delphine le lanzó una mirada elocuente y Celeste frunció ligeramente el ceño.

—No —respondió con sequedad.

Tuvieron que bajarse del coche en los muros de la ciudad, ya que las calles eran demasiado estrechas para continuar, y caminaron el último tramo de menos de media milla hasta su alojamiento. La puerta del riad donde iban a alojarse era alta y estaba minuciosamente tallada, pero como el resto de los edificios que daban a la estrecha calle, parecía que se estuviera desmoronando. Dimity se sintió un poco decepcionada, hasta que cruzaron las puertas y entraron en un patio de baldosas con una fuente de mármol en el centro, bancos de piedra alrededor con alfombras y cojines descoloridos, y rosales desordenados trepando por los pilares que sostenían los pisos superiores de la casa. Las niñas levantaron la cabeza a la vez, maravilladas. Había algo sublime al entrar en un edificio y contemplar el cielo verde pálido extendiéndose por encima de la cabeza. Había salido una estrella; un pequeño punto de luz brillante. El suelo era un intrincado mosaico azul y blanco, en las paredes había una cenefa de baldosas y el resto estaba pintado y enyesado; por todas partes faltaban pequeños fragmentos, o había grietas y baldosas sueltas o perdidas; imperfecciones que daban un toque más mágico al conjunto.

—No construyen así en Dorset, ¿verdad? —le dijo Celeste a Dimity cerca del oído, y esta negó con la cabeza en silencio.

Cuando se sentaron en el patio, les llevaron una bandeja con una infusión de menta muy dulce, mientras un criado entraba y salía apresuradamente cargando el equipaje en una carretilla y cogiendo varias maletas a la vez para subir las escaleras. Dimity miraba al chico cada vez que pasaba; su pelo negro rizado y su piel de color café. Cuando lo vio con su pequeño maletín gastado en una mano, se le encogió el estómago de una forma extraña. Nadie le había llevado sus pertenencias antes, menos aún un criado; alguien a quien podía pedir algo y cuyo deber era obedecerla. Estiró el cuello para seguirlo con la mirada hasta que desapareció en una curva de las escaleras. Delphine, que estaba sentada a su lado, le clavó el codo con otra mirada elocuente.

—No está mal, estoy de acuerdo —susurró—. Pero no tiene ni punto de comparación con Tyrone Power.

Sus risas silenciosas se elevaron alrededor del patio, rebotando en el yeso rosáceo que se desmenuzaba.

Dimity, Delphine y Élodie iban a compartir una habitación de techo abovedado del que colgaba una lámpara de hierro calado, proyectando dibujos fragmentados de luz. Tenía un suelo de baldosas frío y las paredes pintadas de color ocre desconchadas. Las camas consistían en colchones bajos y duros con pequeños cabezales a modo de almohadas y una sola manta tejida doblada a los pies. Altas ventanas se abrían a una balaustrada de piedra desde la que se veía el edificio de delante y colina abajo, a la derecha, el resto de la ciudad. A esa altura el cielo era de un negro aterciopelado, iluminado por más estrellas de las que Dimity había visto jamás.

—Parece un cielo diferente, ¿verdad? —preguntó Delphine, deteniéndose junto a ella mientras Élodie hacía el pino contra la pared de detrás, con las perneras del pijama bajadas y dejando a la vista sus delgadas espinillas—. Cuesta creer que la misma luna y las mismas estrellas brillan sobre Inglaterra.

—En Blacknowle algunas noches de verano hay quizá tantas estrellas como aquí. O casi…, pero el cielo nunca es tan negro y las estrellas no brillan tanto. ¿No bajan un poco las temperaturas durante la noche?

—Al amanecer, sí, y en el desierto hace un frío que pela. Pero aquí en la ciudad cuando se pone el sol continúa haciendo calor mucho tiempo. Los edificios conservan el calor —dijo Delphine.

Dimity bajó la vista hacia las calles estrechas y casi vio el aire caliente concentrado allí, grueso y en posición supina, como un perro sobrealimentado. De pronto se sintió tan pesada que apenas pudo sostenerse de pie y tuvo que apoyarse contra la balaustrada para no caerse.

—¿Estás bien? ¿Has bebido suficiente agua?

—Yo…, no lo sé.

—Tienes que beber mucho aquí, aunque no tengas sed. O el calor hace que te desmayes. Iré a buscar un vaso.

—¡Tráeme uno a mí también, Delphine! —gritó Élodie, que seguía haciendo el pino cuando su hermana salió de la habitación.

Las niñas se quedaron levantadas hasta tarde. Élodie y Dimity escucharon, arrebatadas, las escabrosas historias que les contó Delphine sobre traficantes de esclavos blancos en Marruecos que capturaban a europeos y los obligaban a trabajar hasta que morían, construyendo palacios, carreteras y ciudades enteras. Raptaban a mujeres europeas y las obligaban a casarse con sultanes feos y gordos, y a vivir para siempre en el harén, sin permitirles salir nunca. Al final, el sueño venció a las dos niñas menores; pero Dimity, a pesar de su cansancio, se mantuvo despierta mucho más tiempo, después de que toda la casa se hubiera sumido en el silencio. De pie junto a la ventana, se agarró a la caliente piedra de la balaustrada e inspiró profundamente, tratando de distinguir cada uno de los olores del tibio y cargado aire.

Había una fragancia a rosas y también a jazmines; el olor a resina de los cipreses, semejante a la de los pinos de Dorset zarandeados por el mar, pero sutilmente diferente. La brisa llevaba un intenso olor a hierbas aromáticas, como salvia o romero, así como el hedor de las pieles de los animales y del estiércol; también a cloaca humana…, un olor a retrete, dulzón y familiar, que no era constante sino que se elevaba de vez en cuando. Había un olor fuerte, parecido al del cuero o la carne, cuyo origen no supo identificar; un olor metálico como el de la sangre que le produjo desazón; un olor hormigueante a especias que casi reconoció de la comida que habían tomado y de la pastela que Celeste a menudo preparaba en Littlecombe. Y debajo de todas esas nuevas sensaciones una asombrosa ausencia: el aliento salado del mar. Al pensar en Littlecombe y Blacknowle Dimity sintió una sacudida; le pareció que se había alejado mucho, y que ahora mediaban no solo millas sino también tiempo. Como si hasta entonces toda su vida hubiera sido un sueño, uno que ahora se desvanecía con rapidez de la memoria, como ocurría con todos los sueños al despertar. Era una vida totalmente diferente; una vida donde los latidos del mar ya no la sujetaban, no obligaban a su corazón a latir al compás. Un mundo donde era libre, desconocida y diferente. Se aferró a la piedra con fuerza y se sintió tan feliz que no creía que pudiera soportarlo.

A la mañana siguiente, después del desayuno, Celeste preparó a sus hijas para ir a la casa de su familia, más allá de los muros de Fez el-Bali, en las más espaciosas calles de Fez el-Yid. Las peinó y con dedos rápidos y tensos les sujetó pulcramente el pelo con pasadores, apartándoselo de la cara; luego les puso bien las faldas y las blusas de algodón. Dimity miró su atuendo —la misma falda de fieltro gastada que a menudo llevaba en su casa— y lo alisó avergonzada.

—¿Voy bien así? —preguntó ansiosa, y Celeste la miró con el ceño fruncido hasta que lo reemplazó una mirada de comprensión.

—¡Oh, Mitzy! Lo siento pero voy a ir solo con mis hijas. Hace más de un año que no veo a mis padres… Y después de tanto tiempo es mejor que estemos solo nosotros en el primer encuentro. ¿Lo entiendes?

Se detuvo frente a Dimity, le puso las manos en los hombros y la escudriñó sujetándole los brazos.

Dimity asintió, con un repentino nudo en la garganta.

—Así me gusta. Charles ha salido a dar un paseo pero estoy segura de que cuando vuelva querrá empezar con sus bocetos. Regresaremos… Bueno, no estoy segura de cuándo. Depende…, pero te veremos luego.

Se fue con las niñas hacia la puerta, y cada una dedicó a Dimity una sonrisa al pasar, una de disculpa de Delphine, una cruel de Élodie. Celeste se volvió en el umbral.

—No puedes llevar esa ropa de lana aquí. Tendrás demasiado calor. Cuando volvamos te buscaré algo más ligero. —Asintió para confirmar su promesa y se fue.

Al quedarse sola, Dimity se abrazó y luchó contra una oleada de nerviosismo. Traspuesta por la incertidumbre, no sabía si quedarse en su habitación o marcharse. No sabía qué estaba bien, cuáles eran las reglas. Se acercó de puntillas a lo alto de las escaleras y bajó la vista hacia el patio, donde el agua de la fuente caía con suavidad y el chico de cabello rizado barría el suelo con una escoba rígida. El eco de voces amortiguadas llegó hasta ella, su significado perdido en la confusión de un sonido fluido e incomprensible. Recorrió la terraza a la que daba la puerta de su habitación, mirando las baldosas decorativas y las tallas de las puertas de madera, observando el patio de abajo desde cada ángulo, y el cielo sobre su cabeza azul y despejado. Nunca había visto un edificio tan elegante, por no hablar de estar dentro o alojarse en él. Al final se armó de coraje y bajó las escaleras, pero cuando llegó abajo vio que la puerta delantera estaba cerrada. Tras asegurarse de que no había nadie por allí, se acercó a ella y probó el pomo, intentando abrirla, pero no cedió. De pronto el criado apareció a su lado y habló, con los dientes muy blancos en su cara oscura. Dimity retrocedió, golpeándose los hombros con la puerta. El chico sonrió y habló de nuevo; esta vez las palabras tenían el sonido más regular y casi familiar del francés que había oído hablar a veces a Charles y Celeste. Pero aun así no pudo reconocerlas, seguía sin saber qué significaban. Se apartó de él y echó a correr escaleras arriba.

Horas después dormitaba en su colchón bajo, mirando el techo y entrando y saliendo de un sueño en el que estaba perdida en medio del enorme paisaje árido que habían cruzado el día anterior; podía sentir el viento convirtiéndola en arena y llevándola consigo, grano a grano. Oyó pasos fuera y unos golpes repentinos la despertaron. Charles apareció en la puerta antes de que tuviera oportunidad de responder. Le había dado el sol en el caballete de la nariz y en los pómulos, y tenía el pelo sudoroso y revuelto por el viento. Dimity se levantó torpemente, echándose el pelo hacia atrás y tratando de ver con claridad. No sabía si el mareo se debía a levantarse tan deprisa o al efecto devastador de verlo.

—¡Mitzy! ¿Qué haces aquí sola?

—Han ido a visitar a la familia de Celeste y yo no podía acompañarlas porque no soy de la familia —dijo, frotándose el sueño de los ojos.

Charles frunció el ceño.

—Bueno, no deberían haberte dejado aquí sola; no me parece bien. Vamos, ¿tienes hambre? Pensaba comer algo e ir en mula a las tumbas merínidas en lo alto de la ciudad. ¿Te gustaría venir?

—Sí —respondió ella enseguida, y empezó a preguntarse si podría montar una mula con recato llevando una falda de fieltro.

Siguió a Charles, casi trotando para no quedarse atrás, mientras él recorría a grandes zancadas las polvorientas calles hasta el corazón del viejo Fez. Esquivó a las nutridas multitudes, que se desplazaban como serpientes en todas direcciones, todos vestidos con túnicas gris tiza, pardo claro o marrón; los colores del desierto, como si la arena, la roca y el yeso que se desmoronaba alrededor los hubiera impregnado. A ambos lados de la calle había pequeñas tiendas, cuyas mercancías colgaban la mayoría de las veces de ganchos en el exterior, lo que hacía aún más estrecho el paso. Enormes fuentes y jarros de metal; rollos de tela; grandes cestas de hierbas secas; artículos de cuero de todas clases; lámparas, canastos, piezas de maquinaria y quincalla variada.

—No nos adentraremos demasiado. Hay un pequeño local no muy lejos de aquí donde podemos comer, y el hombre de la casa de al lado nos prestará unas mulas para el resto del día —dijo Charles por encima del hombro.

Un repentino aleteo hizo que Dimity levantara la mirada; vio unas cuantas palomas blancas alzar el vuelo desde un tejado. También las observaban dos mujeres altas desde un balcón que sobresalía por encima de la calle, con la piel negra como el carbón, joyas colgándoles del cuello y las orejas tan brillantes como llamas en contraste con sus colores oscuros. Dimity las miró con los ojos desorbitados hasta que chocó con una mujer que caminaba en sentido contrario, cubierta de la cabeza a los pies y con un velo gris al que se agarraban sus hijos. Los niños iban vestidos con caftanes de seda de tonos índigo, verde lima y rojo oscuro, tan hermosos y elegantes como las alas de una mariposa. La mujer murmuró algo furiosa y los niños rieron y sonrieron cuando pasaron.

Doblaron una esquina y se internaron en una calle adoquinada y empinada, y Charles volvió la cabeza para hablar.

—Mira por dónde pisas, que estamos cerca de la carnicería.

Perpleja, Dimity bajó la vista en lugar de alzarla, y vio un río de sangre roja brillante corriendo por el centro de la callejuela, borboteando y ondulándose sobre los adoquines. Apretó el paso, se hizo a un lado y vio cómo una pluma blanca le pasaba por el lado como un barco diminuto sobre un macabro río de vísceras.

—¿De cuántos animales puede salir tanta sangre? —preguntó ella.

—Muchos. Pero es agua con sangre, no solo sangre. Los carniceros la sacan de sus tiendas con cubos de agua —dijo él. La miró brevemente—. No puedo creer que una cazadora como tú sea aprensiva.

—No, señor Aubrey —dijo ella, negando la cabeza, aunque le dolían las rodillas de una forma extraña y enfermiza.

Le gustó que él la llamara cazadora. El olor de la sangre era intenso y pegajoso. Dimity se apartó cautelosa del arroyo y tocó algo con el talón que la hizo resbalar. Bajó la vista y al ver el ojo de una cabra retrocedió. Había cientos de ojos, todos inmóviles, mirando fijamente. Un montón de cabezas de cabra cortadas, goteando del cuello; pequeños dientes rectos entre labios retirados hacia atrás. El anciano que había detrás del atroz montón se rió de ella, y Dimity corrió tras Charles, con el estómago revuelto.

El lugar donde comieron no era un restaurante, sino un hueco en la pared bordeado de persianas de madera, donde una anciana extendía panes de pita en una plancha de hierro que humeaba de calor y los cocinaba rápidamente. Los llenó de puñados de huevos revueltos y aceitunas, y los dobló hábilmente antes de dárselos a Charles. Se sentaron en un antiguo portal frente a la tienda para comer, quemándose los labios con el pan caliente y apartando a manotazos una multitud de moscas gruesas, de un azul metalizado, que zumbaban alrededor de ellos. Sin que se lo pidieran, un chico se acercó hasta ellos con dos vasos de té. Charles se limpió los dedos en los pantalones antes de cogerlos y darle al chico una moneda. Parecía totalmente relajado, acostumbrado a un estilo de vida que a Dimity le parecía tan extraño. Se esforzó por no demostrar su asombro y pasar por alto las miradas fijas y curiosas que le lanzaban los hombres árabes con que se cruzaban. Como si de pronto reparara en la atención que le prestaban, Charles le sonrió.

—No vayas sola por ahí, Mitzy. Es bastante seguro, pero es fácil perderse en la vieja ciudad. Yo lo hice en mi primer viaje. ¡Tardé horas en salir! Al final escogí una mula de carga y la seguí. Por suerte me condujo a una de las puertas y desde ahí me orienté. Creo que es mejor que te pegues a mí.

—Lo haré, lo prometo.

Charles dio otro mordisco y masticó un momento, pensativo.

—Tengo un cuadro en mente. Todavía no lo veo del todo, aunque creo que podría ser del desierto, no de la ciudad… Ya veremos. Tienes que ver las tinajas de tinte. Son asombrosas. Pero no después de comer —añadió sonriendo—. Tienen un aroma muy potente.

Dimity asintió. Quería hacerlo todo, todo lo que Charles propusiera hacer.

Sus mulas tenían sillas de cuero crudo rosado que desprendían un olor fuerte que se mezcló con el hedor de los mismos animales. Charles negoció largamente en francés con el dueño y al final le entregó varias monedas, con el aire de un hombre que sabe que lo están estafando. Solo cuando estuvieron ya montados y alejándose, le guiñó un ojo a Dimity y le susurró que había sido una ganga. Dimity, que no tuvo más remedio que subirse la falda alrededor de la cintura para sentarse a horcajadas sobre la mula, sudaba bajo una pesada manta que le habían proporcionado para que se cubriera recatadamente la parte inferior del cuerpo. Se la ató detrás de la cintura, como si llevara un enorme delantal, y la tosca tela le produjo un picor en las rodillas. Tras recorrer unas pocas yardas tenía el trasero entumecido por la presión de la silla contra los huesos, pero la mula siguió avanzando silenciosa y sumisa detrás de la de Charles, y ella haría lo mismo.

Montaron durante algo más de una hora, a través del intenso calor de la tarde, siempre cuesta arriba por una colina rocosa al norte de la ciudad. Más adelante Dimity vio los restos almenados de unos edificios que imaginó serían su destino. Le caían gotas de sudor por la columna vertebral, y se sentía languidecer en la silla, con el sol quemándole la cara. Charles llevaba un sombrero de ala ancha y deseó tener algo parecido. Tenía el pelo pegado al cuero cabelludo y a la nuca, y soñó con sumergirse en el muelle de Tánger y sentir el agua azul turquesa en la cabeza. Durante largo rato los únicos sonidos fueron el golpeteo de los casos de las mulas sobre las piedras y los guijarros del suelo, el crujir de las sillas de montar y los gemidos de la brisa. Luego, casi en la cima, empezaron a cruzar un campo de pieles de cabra, extendidas y sujetas para que se secaran bajo el sol abrasador. Las habían teñido de intensos rojos, azules y verdes, y extendidas alrededor del suelo rocoso parecían pétalos caídos de una flor gigantesca. Dimity las miró una a una, asombrada de los colores, mientras su mula las rodeaba.

Cuando por fin llegaron al pie de una alta tumba de piedra derruida, Charles desmontó y bebió un largo sorbo de una botella de agua antes de pasársela a Dimity.

—¡Cielos, te has quemado la cara! ¿No tienes sombrero?

Dimity negó con la cabeza, que le dolía, pero no le importaron las quemaduras del sol porque estaba bebiendo de la botella de él, tocando con su boca lo que él había tocado con la suya.

—No importa, te dejaré el mío para el regreso. Ven, siéntate un rato a la sombra.

Solo cuando Dimity bajó rígidamente de la mula y se sentó de espaldas a las piedras desmoronadas comprendió por qué Charles había emprendido aquel desagradable y caluroso camino. La ciudad de Fez se extendía a sus pies, y más allá la llanura y las colinas rocosas que la rodeaban. El sol se ocultaba por el oeste y todo estaba bañado de un resplandor naranja; la ciudad parecía arder. Contempló el espectáculo sin aliento; Charles sonrió y se volvió también para mirarlo.

—Entenderás por qué los antiguos reyes querían que esta fuera su última y eterna visión —dijo en voz baja.

Dimity asintió. Por debajo de ellos, las luces empezaban a encenderse en la medina, donde la sombra era más profunda, y destellaban como estrellas caídas.

—En todo el tiempo que he vivido en Blacknowle, nunca imaginé que pudiera existir un lugar así. No parece justo que esto haya existido siempre y yo ni siquiera lo supiera.

—Hay millones de lugares, Mitzy. Cuanto más viajas, más comprendes lo enorme que es el mundo.

—¿Me llevará a esos lugares, señor Aubrey? ¿Me llevará con usted cuando vaya? —En cuanto pronunció esas palabras, apenas creyó que hubiera dejado salir su sonido.

Charles no dijo una palabra durante mucho rato, y el corazón de Dimity se encogió, listo para recibir un golpe.

—Haré todo lo que pueda por ti, Mitzy. ¿Quién sabe por qué caminos nos llevará la vida? —dijo por fin.

Dimity lo miró, mientras él contemplaba la ciudad con la luz brillando en sus ojos. Una mirada tan intensa, tan distante; como si tratara de atisbar en el futuro que ninguno de los dos podía ver. Parpadeó, y el corazón dejó de encogérsele. «Haré todo lo que pueda por ti, Mitzy». De pronto la vasta promesa del mundo resonó en esas palabras. «Por ti, Mitzy». Se quedaron largo rato sentados mientras el sol se apagaba, tiñéndose de rosa contra el fondo azul turquesa; unas cuantas nubes tenues y altas brillaban plateadas y doradas. Un olor celestial los rodeó, y Dimity miró por encima del hombro y vio que por el muro derruido de la tumba trepaba un jazmín, arqueándose sobre ellos para derramar su perfume como una enramada nupcial.

Celeste y las niñas estaban en el riad cuando Charles y Dimity regresaron, quemados y polvorientos, ya de noche. Las tres se encontraban en el patio, Celeste y Élodie acurrucadas en un sofá bajo, y Delphine sentada en el borde de la fuente, inclinada hacia delante para contemplar el juego constante del agua. Celeste alzó la vista cuando Charles la saludó, y Dimity reparó con horror en que tenía los ojos rojos e hinchados, y la cara manchada de lágrimas.

—¡Cariño! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? —preguntó Charles, cruzando el patio para agacharse delante de ella.

Sus palabras y su postura produjeron una sensación desagradable a Dimity. Se quedó atrás, los rodeó y se sentó cerca de Delphine, que no levantó la mirada. Cuando pasó por el lado de Celeste notó cómo esta la miraba. No necesitaba ver su cara para saber la expresión que había en ella. La misma mirada dura que cuando la encontró sentada en la cocina de Littlecombe, con el boceto de Charles en la mano.

—Luego te lo explico. ¿Dónde habéis estado? Estábamos preocupadas. —La voz de Celeste sonó ronca.

—Hemos subido a las tumbas. Te he dicho que quería subir para ver la vista…

—¿Y has ido con Mitzy? Creía que habíamos quedado en subir todos juntos mañana. Delphine quería…

—Bueno, podemos volver a ir. Puedes llevarte a las niñas cuando quieras. Y por supuesto que he ido con Mitzy…, ha estado aquí sola toda la mañana.

—Estoy segura de que Mitzy puede quedarse un rato sola —dijo Celeste, adoptando un tono peligroso.

Dimity no alzó la vista; a su lado los dedos de Delphine, que habían estado trazando remolinos lentamente, se detuvieron.

—No me ha parecido bien —dijo Charles con cautela.

—A nuestras hijas también les gustaría pasar un poco de tiempo contigo, Charles.

—Te has llevado a nuestras hijas a ver a tu familia —replicó Charles fríamente—. ¿Todo el mundo tiene que esperar que vuelvas conteniendo la respiración?

Se hizo un pesado silencio. Dimity alzó la mirada con cautela y vio cómo los dos se miraban furiosos. Todavía acurrucada al lado de su madre, Élodie parecía tensa e infeliz.

—Niñas, subid a vuestra habitación —dijo Celeste.

Las tres obedecieron sin titubear.

Las voces llegaban desde el patio, y Dimity trató de ocultar su deseo de escuchar. Como si lo supiera, Élodie cantó una canción desafinada sobre una rana una y otra vez, de modo que fue imposible distinguir las palabras exactas que decían sus padres. Las voces se alzaban y bajaban, Celeste pasaba del susurro a un crescendo furioso, la discusión se agitaba como un mar tempestuoso. Delphine salió al balcón, como si quisiera alejarse todo lo posible de aquello. Renunciando a averiguar sobre qué discutían, Dimity se reunió con ella. Delphine le sonrió preocupada.

—A veces lo hacen. Pero luego se vuelven a querer.

—¿Por qué están discutiendo? Tu madre parecía haber llorado.

—Se ha enfadado en casa de grandmère et grandpère.

—¿Por qué?

—Bueno…, su madre se ha alegrado mucho de vernos. Hemos comido allí con ella. Ella es bereber, claro que eso ya lo sabes. Pero cuando ha llegado su padre…

—¡Delphine! ¡No tienes que explicárselo todo! —exclamó Élodie, interrumpiendo su canción.

En el silencio que siguió se oyó la voz de Charles desde el patio de abajo.

—Estás siendo irracional. ¡Siempre lo eres cuando has estado en casa de tus padres!

—¡He renunciado a todo por ti! —gritó Celeste.

—¡Pero yo te he dado todo lo que querías! —replicó Charles.

Élodie enseguida reanudó su canción.

—¿Qué ha hecho su padre? —preguntó Dimity.

—Él…, bueno, él es francés y es bastante mayor. Mamá a veces dice que es de otra época, y con eso quiere decir que es bastante anticuado. Pero él no quiere hablar con ella siquiera, porque…

—¿Porque no están casados?

—Sí.

Las dos niñas mayores miraron durante un rato las luces desperdigadas de la ciudad, escuchando la canción de Élodie, hasta que esta se cansó y empezó a mezclar las palabras, y la letra perdió el sentido. Las otras voces parecían haber cesado, y cuando Élodie se calló, las tres aguzaron el oído para percibir el menor sonido. No llegó ninguno, y después de un breve instante Delphine suspiró, relajando los hombros.

—Ya está. Se ha acabado —dijo con alivio.

—¿Por qué no se han casado? —preguntó Dimity.

—¡Por Dios, Mitzy, qué entrometida eres! —exclamó Élodie. Y aunque Dimity estuvo de acuerdo con ella por una vez, aun así quería saberlo.

—Por papá. No puede porque…

—¡Delphine! —gritó Élodie—. ¡Sabes que no puedes decirlo!

—No se lo diré a nadie —prometió Dimity, pero Delphine se mordió los labios y negó con la cabeza.

—No puedo decírtelo, pero tiene un buen motivo para no hacerlo. A ella generalmente no le importa. Si ahora le importa es solo por el modo en que la ha tratado su padre. Él no…, ni siquiera la deja entrar en la casa. Se ha enfadado muchísimo hoy cuando ha llegado y la ha visto, pero se notaba que a él también le dolía. Ha sido horrible. Le ha pedido inmediatamente que le enseñara la mano, y cuando ha visto que no había ningún anillo en el dedo, le ha dicho que se fuera. ¡Pobre mamá! Quiere mucho a su padre.

Delphine habló con una suave desesperación, pero Dimity apenas la oía ya. Las ideas se le agolpaban en la cabeza, recogiendo los fragmentos de lo que ella acababa de decir; imaginaba la cara de Celeste en el piso de abajo, la forma en que Élodie había impedido que su hermana se lo contara todo. Empezó a imaginar por qué Charles no podía casarse con Celeste, y la conclusión a la que llegó hizo que la euforia la recorriera como el sol naciente.

Al día siguiente Celeste hizo entrar a Dimity en su habitación y abrió una bolsa de lona que había encima de la cama. La bolsa estaba llena de ropa.

—Es mía de cuando era joven. Pensé que te quedaría bien. Me la traje ayer de casa de mis padres… Será más apropiada que la que llevas mientras estemos aquí.

Sacó unas cuantas prendas y se las dio. Ya no tenía los ojos hinchados, pero su rostro aún expresaba tristeza. El pelo, que le colgaba tieso alrededor de la cara, estaba enredado.

—¿Y bien? ¿Quieres ponértela o no?

—Sí, por favor, Celeste. Gracias —dijo Dimity dócilmente, enrollando la ropa que le había dado.

La tela de algodón era suave y ligera.

—¡Bueno, no te quedes aquí! ¡Ve a probártela! —replicó Celeste. Por un instante los ojos se le iluminaron de cólera, pero la tristeza los llenó de nuevo—. Lo siento, Mitzy. No estoy enfadada contigo… No es culpa tuya que… estés aquí. Estoy enfadada con… los hombres. ¡Los hombres de mi vida! Las reglas que diseñan para nosotras, para tener una vara con que atizarnos. Anda, ve a probarte la ropa. Los pantalones van primero, debajo de la túnica larga.

La despidió con un ademán y se volvió hacia la bolsa, sacando más ropa y clasificándola en montones.

En su habitación, y con la ayuda de Delphine, Dimity se puso los pantalones holgados con una tira en la cintura y ajustados a los tobillos con botones, un chaleco ligero y una larga túnica abierta con las mangas anchas que se sujetaba alrededor de las costillas con una faja ancha. Se parecía mucho a las túnicas que a menudo veía llevar a Celeste en Blacknowle, pero en ella la prenda parecía extraña e insólita. Se dio la vuelta y observó cómo el largo pedazo de tela se arremolinaba alrededor de ella. Era de un violeta intenso y tenía un bordado alrededor del cuello; pesaba tan poco comparado con la pesada tela de su falda de fieltro que apenas lo notaba. Nunca había llevado algo tan fino. Se puso sus zapatos y Delphine se rió.

—¿Hago el ridículo?

—Estás guapísima…, ¡pero no puedes ponerte esos viejos zapatones con esta ropa! Desentonan. Toma, ponte mis sandalias mientras conseguimos unas para ti. Ahora pareces una dama marroquí. ¿Verdad, Élodie?

Delphine miró a su hermana, que observaba ceñuda, y Dimity entendió que eso significaba que el conjunto le quedaba bien.

—Pero ella no es marroquí…, ¡nosotras somos más marroquíes que ella! Yo quiero llevar un caftán. ¡Voy a decírselo a mamá! —Élodie se puso en pie y salió de la habitación como un huracán.

—¡Vamos, Élodie, crece de una vez! —gritó Delphine detrás de ella, luego miró a Dimity y se rió—. El chico que vive aquí se enamorará perdidamente de ti cuando te vea.

Pero a Dimity le traía sin cuidado el chico. Bajó la vista hacia la tela brillante que envolvía su cuerpo y quiso saber si a Charles le gustaría.

Nerviosa y orgullosa, Dimity bajó con las niñas y encontró a Charles y Celeste esperando en uno de los sofás del patio.

—¿Y bien? ¿Qué os parece nuestra Mitzy marroquí? —preguntó Delphine, haciéndola girar lentamente.

Dimity deslizó las manos por la tela brillante con nerviosismo, ajustándola a los contornos de su cuerpo. Charles lo aprobaba, lo notó. Al principio abrió mucho los ojos, luego los entrecerró pensativo y ladeó la cabeza de un modo que ella supo que estaba casi listo para dibujarla. Celeste la miró fijamente, con una expresión difícil de interpretar, pero cuando Dimity cruzó el patio y se sentó cerca de ella, notó que se ponía rígida, temblando ligeramente; tenía pequeñas medialunas pálidas en la nariz por donde se le habían ensanchado y tensado las aletas.

—¿Cuántos años tienes, Mitzy? —le preguntó en voz baja.

—Creo que cumplí dieciséis el año pasado.

—¿Crees?

—Mamá nunca… ha tenido muy claro cuándo nací, pero he hecho cálculos.

—Entonces ya eres una mujer de verdad, lo bastante mayor para casarte —dijo Celeste, con la misma calma sobrenatural que tanto incomodaba a Dimity. Esta sintió alivio cuando Élodie, hambrienta, les metió prisa para ir a buscar algo de comer.

Las semanas que siguieron Charles dibujó a Dimity muchas veces, como si verla con el traje marroquí fuera todo lo que necesitaba para lograr que las imágenes se fusionaran en su mente. La pintó con acuarelas, una técnica que casi nunca utilizaba, sentada junto a un pozo bajo una de las puertas de la ciudad que, según decían, tenía poderes curativos y sanaba a cualquier mujer que tuviera dolor de espalda. La pintó al óleo, sacando agua silenciosa y sumisa de una de las fuentes decorada con azulejos de la ciudad, o bebiendo de las manos ahuecadas con las mangas anchas del caftán levantadas para no mojarlas. De nuevo en las tumbas merínidas, esta vez con Celeste y las niñas, la dibujó medio oculta por la cantería en ruinas, con las amplias vistas de ese lugar estratégico extendiéndose ante ella. Cuando posaba para él, Dimity sentía cada trazo del lápiz, del pincel o del grafito como si fueran sus manos y no sus ojos los que la recorrieran, analizándola sin cesar. Se estremeció y sintió que la piel se le helaba y le ardía a la vez ante cada roce imaginario de sus dedos. Dos o tres veces él tuvo que pedirle que abriera los ojos, porque los había cerrado inconscientemente, volcando toda su atención hacia el interior para concentrarse en el éxtasis de la sensación.

Pero Celeste no sonreía si por casualidad lo veía; parecía seria e inquisitiva, como si pudiera calar a Dimity y sospechara qué la había hecho cerrar los ojos de ese modo. Cuando Charles les habló del cuadro que tenía pensado pintar, una escena de un mercado bereber con una joven como símbolo de todo lo que podía ser encantador en un paisaje yermo, Celeste dejó caer que tenía a su mujer bereber y dos hijas bereberes auténticas entre las que escoger para el cuadro. Por un momento Celeste se sintió inquieta, pero Charles se encogió ligeramente de hombros y respondió, distraído:

—Veo a Mitzy. Tiene la edad perfecta.

«Perfecta, perfecta…» La palabra resonó alegremente en los oídos de Dimity.

—Delphine apenas tiene dos años menos y es de la misma estatura —señaló Celeste.

—Pero Delphine no tiene el… —Se calló, incómodo.

—¿El qué? —preguntó Celeste, en un tono peligroso.

—No importa.

—¿Qué, Charles? Dímelo. Dime qué te fascina tanto que tienes que poner su cara en todos los cuadros, y el de tus hijas y tu amante en ninguno. —Celeste se inclinó hacia él y lo miró fijamente a los ojos.

Dimity se alegró de que Delphine y Élodie estuvieran a una distancia considerable y no lo oyeran. Le ardían las mejillas y mantuvo la vista baja, esperando escapar de la atención de Celeste.

—No tiene nada, Celeste. Solo es cosa de la edad, y del decoro de utilizar a tu propia hija como modelo para celebrar la belleza núbil…

—Entiendo. De modo que yo no soy lo bastante joven y Delphine no es lo bastante guapa. Eres sincero, aunque no seas leal —replicó ella, levantándose y mirándolo con ferocidad.

Dimity le lanzó una mirada furtiva, pero enseguida desvió la vista cuando Celeste se volvió y reparó en ella. Se hizo un incómodo silencio, seguido de un gran alivio cuando Celeste se alejó con paso airado y Dimity se concentró en el placer de recordar a Charles hablando de su belleza.

Durante diez días hicieron excursiones todos juntos, organizándolas en función de los accesos de creatividad de Charles. Dimity se dio cuenta de que Celeste prefería caminar cerca de sus hijas, en lugar de con Charles o con ella, y estaba encantada. Visitaron el-Attarine, el zoco de techo de paja que crecía de forma descontrolada en el centro de la ciudad, donde se podía comprar de todo si se sabía adónde ir dentro de la abarrotada plétora de tiendas. Subieron las escaleras de una casa y dieron varias monedas de propina al hombre que vivía allí para que los dejara salir al tejado y contemplar las tinajas para curtir y teñir; hilera tras hilera de fosos de arcilla blanca, llenos de hediondas pieles y una solución para curtir o de los llamativos colores del arco iris de los tintes. Vieron vasijas de barro y azulejos azules y blancos moldeados, cocidos y pintados; y una vez, por equivocación, vieron una pequeña cabra colgada por los cuartos traseros, dando patadas desesperadamente mientras la degollaban. Desde otro lugar privilegiado contemplaron la torre verde jade de la mezquita de Karauine, y el conjunto de edificios universitarios decorados con mosaicos y los patios sagrados que lo rodeaban, donde los infieles tenían prohibido entrar.

—¿Qué pasaría si entrara aquí un cristiano? —preguntó Dimity, pasmada ante la belleza y la grandeza del lugar.

—Creo que es mejor no averiguarlo —respondió Charles.

—Es tan bonito y perfecto…, y sin embargo están dejando que otros hermosos edificios de la ciudad se caigan a pedazos —observó Delphine.

Celeste le rodeó el hombro con un brazo.

—Los marroquíes son nómadas. Tanto los bereberes como los árabes. Hoy día construimos casas de piedra y ladrillo pero todavía los vemos como tiendas. Como si fueran temporales, no permanentes.

—Bueno, supongo que la forma más eficaz de hacer que un edificio sea temporal es no cuidarlo —dijo Charles, sonriendo a Celeste para demostrar que lo decía en broma.

Ella no le devolvió la sonrisa y la de él desapareció.

Esa noche, mientras cenaban, la conversación giró en torno al final del viaje y el regreso a Blacknowle antes de que se acabara el verano. Celeste clavó en Charles una mirada fija, implacable.

—Podría quedarme aquí para siempre. Pero estamos a tu disposición, como siempre. Eso fue lo que escogí —dijo con voz inexpresiva.

—Por favor, Celeste, no seas así —dijo Charles cogiéndole la mano.

—Soy como soy. Los sentimientos no desaparecen. —Se encogió de hombros—. A veces la vida sería más sencilla si lo hicieran.

Lo miró sin rencor, pero con tanto sentimiento que él desvió la mirada y no habló durante un rato. Dimity se quedó sentada en el calor de la noche y sintió que se quemaba, como si todos sus pensamientos reprimidos ardieran. No. La palabra le abrasó su silenciosa lengua. Quería que el viaje durara eternamente…, que no fuera un viaje sino una nueva vida, una nueva realidad. En aquel lugar, donde podía posar para Charles todos los días sin que nadie cuchicheara ni la insultara; donde no había una Valentina transida de rencor, exigiéndole que pidiera dinero; donde jóvenes de ojos negros servían la comida y ella no tenía que salir a cazarla o encontrarla en un seto empapado, no tenía que despellejarla, desollarla o cocinarla; donde podía vestir de colores tan vivos como las flores de las buganvillas y los azulejos de las paredes y los tejados de los edificios sagrados, con ropa que colgaba y flotaba a su alrededor como galas reales; donde vivía en una casa con una fuente en su corazón y un cielo cálido en lugar de un techo. Marruecos era el lugar de los sueños, y no quería despertar.

Al día siguiente Celeste volvió a llevarse a sus hijas para visitar a su madre. Dimity trató de ocultar su emoción; intentó que no notaran lo contenta que estaba de quedarse sola con Charles. Se sentía eufórica y temía que Celeste se diera cuenta. Esta se volvió en la puerta y los miró fijamente, pero no dijo una palabra. Charles parecía distraído, y frunció el entrecejo cuando salió con Dimity para dirigirse a la ciudad, con sus materiales de pintura en un morral de cuero colgado al cuello. Caminaba deprisa, dando grandes zancadas, y Dimity tenía que esforzarse para seguir el ritmo. Sin apartar los ojos de la espalda de él, observó cómo un oscuro abanico de sudor se extendía poco a poco a través de su camisa. Al cabo de un rato tuvo la impresión de que Charles huía de ella, tratando de dejarla atrás, y apretó el paso, sintiendo una desesperación creciente que no podía definir del todo. Desesperada por que se quedara con ella, por que no la abandonara. Desesperada por que la quisiera, la dibujara, la deseara. Su corazón estaba lleno de él; las palabras que él le había dicho resonaban como plegarias cantadas en su mente. «Haré todo lo posible por ti, Mitzy». «Es perfecta». ¿Había dicho eso? ¿La había llamado perfecta? Estaba segura de que lo había hecho. «¿Quién sabe lo que nos deparará el futuro?» Y su expresión después de decir eso, absorto en sus pensamientos, perdido en sus fantasías; era evidente que el futuro que veía era distinto del presente. Y que no se casaría con Celeste; tenía una buena razón para no hacerlo. Una razón que las niñas no podían confesar. ¿Una razón que era ella? «Perfecta». «Por ti, Mitzy». «El nuevo cisne ha resultado ser el más bello de todos».

No tardaron en estar fuera del ajetreado corazón de la ciudad, en calles silenciosas, corriendo entre casas apiñadas. Dimity luchaba por respirar y cada vez le pesaban más las piernas. Se dio cuenta de que el camino era más empinado, y notó un hilillo de sudor por la espalda. Debían de haber cruzado la ciudad y estaban saliendo del valle, muy lejos de la pensión. El sol se alzaba en su punto más alto, afilado como un cuchillo. Llegaron a un callejón cuyas paredes no distaban más de tres palmos y la sombra que se proyectaba entre ellos era fresca y profunda. Incapaz de continuar a ese ritmo, Dimity se rindió y se apoyó contra una pared para recuperar el aliento. Al dejar de oír sus pasos, Charles se volvió. Seguía con su ceño distraído.

—Necesitas descansar, por supuesto. He sido muy desconsiderado. —Se acercó y se detuvo frente a ella, encendió un cigarrillo y dio una larga calada.

—Usted nunca es desconsiderado.

Charles sonrió.

—Debes de ser la única persona que lo piensa, y me temo que estás siendo más leal que sincera. Las personas allegadas a un artista a menudo salen perdiendo frente al arte en sí. Es inevitable.

—Todos necesitamos tiempo para nosotros mismos. Tiempo para respirar, para estar solos, o nos olvidaríamos de quiénes somos realmente.

—¡Sí! Exacto. Tiempo para respirar. Mitzy, a veces eres una chica sorprendente. Uno te tomaría por una ingenua sin estudios, y luego sales con una verdad simple que alcanza el núcleo de la naturaleza humana… Es extraordinario. —Sacudió la cabeza y dio otra calada.

Dimity sonrió.

—¿Va a dibujar hoy?

—No lo sé. Quería pero… Celeste… —Charles negó con la cabeza—. Esa mujer es una fuerza de la naturaleza. Cuando se exalta de ese modo es difícil calmarla.

—Sí.

Ella observó cómo fruncía los labios alrededor del cigarrillo, el movimiento en la garganta, el modo en que entornaba los ojos con el humo. Estaban uno delante del otro, a pocos palmos de distancia; no había nada entre ellos aparte del aire caliente y sombreado. Era como si el espacio tirara de Dimity, la alentara a acercarse más a él. Charles la miró y sonrió, y ella dio un paso hacia delante, sin poder evitarlo. Se encontraba a menos de un palmo de él, y cuanto más se aproximaba, más segura estaba de que necesitaba eso para vivir. Necesitaba tocar su cuerpo, su piel; necesitaba probarlo, ser consumida por él. Un deseo que no podía contener ni un segundo más.

—Mitzy…

Una pequeña arruga apareció en la frente de él, y Dimity vio en ella el eco de su propia necesidad, la tensión de resistir lo que los atraía. Dio otro paso de modo que su cuerpo tocara el de él. Sus pechos, su estómago, sus caderas, sus muslos; se estremeció, sintió cómo el deseo se hacía aún más fuerte, más apremiante. Con dedos temblorosos le cogió una mano y se la puso en la cintura, y la dejó allí, caliente, firme. Sintió cómo los dedos de él se movían, apretando ligeramente, y levantó la vista y vio que la miraba.

—Mitzy —volvió a decir, más suavemente esta vez.

Ella alzó la barbilla, pero la diferencia de estatura no le permitió acercarse más a él; se arrimó un poco más. Cerró los ojos, y sintió la boca de él contra la suya; suave, con olor a humo, el áspero tacto del vello sobre el labio superior tan inesperado, tan diferente a los besos de Wilf Coulson. Sintió el más ligero roce de la lengua de él, con la punta húmeda, acariciando la suya. Apoyado contra su pelvis, se puso duro, y por un momento le rodeó la cintura y la atrajo más hacia él. Dimity sintió como si le estallara el corazón; un insoportable dolor gozoso. Luego el beso se desvaneció, y él se apartó tan bruscamente que ella se tambaleó hacia atrás y se golpeó contra la pared.

Parpadeó rápidamente, desorientada por su deseo.

—¡No, Mitzy! —Charles se pasó las manos por el pelo, después se llevó una a la boca y la miró, y se volvió torpemente hacia un lado.

Desesperada, Dimity tendió una mano para tocarlo, pero él le asió los dedos y los apartó.

—Basta… Solo eres una niña…

—No soy una niña. Y te quiero…

—No…, aún no sabes qué es el amor. ¿Cómo vas a saberlo? Es un capricho pasajero, nada más. Debería haberlo visto antes… Celeste me advirtió. Lo siento, Mitzy. No debería haberlo hecho. No debería haberte besado.

—¡Pero lo has hecho! —Las lágrimas la ahogaban—. ¿Por qué me has besado si no querías hacerlo?

—Yo… —Charles se interrumpió y apartó de nuevo la mirada. Tenía las mejillas encendidas—. A veces es muy difícil para un hombre resistirse.

—Sé que me deseas… Lo he notado.

Las lágrimas hicieron que le goteara la nariz pero no le importó. No podía importarle; solo podía pensar en cómo convencerlo, en qué hacer para sentir de nuevo la felicidad de besarlo.

—¡Dimity, por favor, basta! No debería haber ocurrido y no debe repetirse. No podemos…, no podemos tomar lo que queremos cuando lo queremos. Es una cruel realidad pero no deja de ser una realidad. Estaría mal, y yo no soy libre… Celeste y yo…

—Nunca se lo diría, te lo juro. Por favor, te quiero. Quiero volver a besarte, quiero complacerte…

—¡Basta!

Charles le apartó las manos de nuevo. Los dientes le rechinaron y se le ensancharon las fosas nasales. Ella percibió una gran lucha en su interior y rezó para que la perdiera. Pero no lo hizo. Se cruzó de brazos e inspiró profundamente, exhalando el aire a través de las mejillas.

—Vamos, no hablemos más de esto. Algún día harás muy feliz a un joven y serás una esposa encantadora. Pero no puedo ser yo, Mitzy. Métetelo en la cabeza.

Se alejó por el callejón, y Dimity tardó unos segundos en reaccionar y seguirlo. Se pasó los labios por la lengua para saborear el último rastro de él, y se notó la mente entumecida y caótica, como si el beso hubiera desordenado sus pensamientos y hubiese formado con ellos un aluvión.

Al día siguiente se levantó mareada y débil. Sentía la presión del colchón contra su espalda sudada y no pudo pensar en levantarse o desayunar. Delphine estuvo de aquí para allá durante un rato y le llevó un vaso de agua mientras Élodie observaba desde la puerta, insulsamente intrigada y sin ganas de ayudar. Tras marcharse Delphine, se acercó a Dimity y la miró.

—Si crees que haciéndote la enferma volverás a pasar todo el día con papá en lugar de con nosotras estás muy equivocada —dijo fríamente—. Ya ha salido. Se ha ido a ver a un amigo artista que llegó anoche a Fez. De modo que te quedarás aquí colgada todo el día.

Dimity la miró, y Élodie le sostuvo la mirada, sin parpadear. Aunque no hubiera estado enferma, Dimity no le habría dado a esa niña siniestra y perspicaz la satisfacción de ver cómo abandonaba su ardid y se levantaba. En la mirada que se cruzaron se puso de manifiesto todo el poder que Élodie tenía ahora, al leer el corazón de Dimity, y la energía con que Dimity se opondría a ella. Al final Élodie sonrió, como si hubiera ganado, y se volvió para irse.

—Todo el mundo lo sabe. Lo has dejado muy claro —añadió al salir.

Dimity se quedó inmóvil y se sintió aún peor. El mundo parecía inclinarse, haciéndole perder el equilibrio; tenía que agarrarse fuerte para no caer.

Permaneció muchas horas en trance; luego, tambaleándose, se vistió y fue a la terraza interior para mirar el patio. No había nadie. Recorrió el pasillo hasta la habitación de Charles y Celeste y escuchó un momento, luego llamó con suavidad. No hubo respuesta, ningún movimiento. Volvió a llamar con más fuerza, y siguió sin haber respuesta. Tenía la garganta seca y se la notaba tensa, irritada. Se volvió y se detuvo; después sin pensarlo, abrió la puerta y entró. Los postigos estaban cerrados para impedir que entrara el calor del día, y se quedó mirando en la penumbra, abarcando la ropa y los zapatos que había esparcidos alrededor; los numerosos dibujos y pequeños lienzos de Charles, sus libros, cajas de lápices y pinceles. De pie junto a la cama trató de adivinar en qué lado dormía Celeste y en cuál Charles. Las almohadas conservaban los huecos de sus cabezas, y en uno encontró un cabello largo y negro, de modo que la rodeó hasta el otro lado y recorrió con los dedos el lugar donde él había apoyado la cabeza. Despacio, se arrodilló y bajó la cara, inspiró buscando su olor. Pero el tinte de la tela a rayas desprendía un olor demasiado fuerte. Trató de imaginar el aspecto que tenía Charles dormido, y cayó en la cuenta de que nunca lo había visto así. Jamás había visto su rostro suave y vulnerable en reposo; el temblor de los sueños jugando detrás de los párpados; el ritmo constante y acompasado de la respiración inconsciente. Al imaginárselo sintió un tirón, como si algo se rompiera silenciosamente en su interior. Flotó en el recuerdo celestial del beso, blasonado en su mente.

En una esquina de la habitación había una mesa de madera con un espejo y un pequeño taburete tapizado. Celeste la utilizaba como tocador, y estaba cubierta de sus joyas y cepillos, botes de crema facial y polvos. En una pequeña caja herméticamente cerrada había una taza de plástico del tamaño de una huevera para un huevo de gallina bantam. La base era redonda, de modo que no se sostenía en pie, y Dimity la miró fijamente, tratando de averiguar qué era. Al final la dejó de lado y cogió unos pendientes largos de plata con cuentas de turquesa; se los llevó a las orejas y se los puso, enroscando la parte posterior para fijarlos. Se recogió el pelo en un moño detrás de la cabeza para ver mejor el efecto, cómo las cuentas colgaban alrededor de su mandíbula. La culpabilidad y la audacia de esa intrusión le aceleraron el pulso. También había collares. Cogió su favorito, el que Celeste se ponía solo por las noches, para cenar. Un cordón trenzado con perlas de agua dulce grises y negras que recordaban el lustre de la piel de una mujer bereber a la luz de una vela. Dimity se abrió aún más el cuello de su caftán, para que las perlas descansaran, frías y pesadas, sobre su piel. Junto a la mesa de tocador había un biombo de madera tallada, donde Celeste había colgado su camisón y otras prendas, como los pañuelos que a veces llevaba alrededor del pelo o de la cintura, o los cinturones y las fajas que le sujetaban las túnicas. Dimity escogió una con cuidado: un diáfano velo de gasa de seda color crema ribeteado con pequeñas monedas de plata. Se lo puso sobre la cabeza para que le cubriera el pelo y estudió el efecto en el espejo. Con el caftán, las joyas y el velo apenas se reconocía. Los ojos castaños bordeados de espesas pestañas castaño oscuro, la piel clara, las ojeras debido al sueño agitado, añadían aún más delicadeza, cierta vulnerabilidad.

Se quedó mirando largo rato su imagen suavemente iluminada. Miró con atención a los ojos a esa mujer joven, una belleza, una concubina cubierta de los obsequios de su amante.

—Soy Dimity Hatcher —susurró, observando el movimiento de sus labios carnosos y suaves.

Se imaginó los labios de Charles tocándolos, lo que él debía de haber sentido. Notó el pulso entre los muslos.

—Soy Dimity Hatcher. —Y repitió—: Soy Dimity Hatcher.

Se detuvo, se bajó el pálido velo un poco sobre la frente, como una novia. Las monedas de oro brillaban.

—Yo, Dimity Hatcher, tomo a Charles Henry Aubrey… —Le escoció la garganta al pronunciar en alto las palabras, y cuando las oyó el corazón le latió con tanta fuerza que notó una sacudida. Carraspeó con cuidado y habló un poco más fuerte—: Yo, Dimity Hatcher, tomo a Charles Henry Aubrey como espos… —Se oyó un grito áspero detrás de ella, y Dimity, consternada, recorrió con la mirada el espejo y vio a Celeste reflejada en él, de pie en la puerta.

Siguió un momento eléctrico, aterrador, cuando sus miradas se encontraron; un momento de suspense durante el cual Dimity notó que se quedaba lívida. Celeste tenía la boca entreabierta, los ojos tan agrandados que el blanco le brillaba.

—Solo estaba… —balbuceó Dimity, pero Celeste la interrumpió.

—Quítate mis cosas —susurró. Su voz sonó más fría que el más crudo invierno—. Quítatelas. Ahora mismo.

Con manos temblorosas, Dimity se esforzó por complacerla, pero no fue lo bastante rápida. En tres rápidas zancadas Celeste estuvo sobre ella, quitándole el velo de la cabeza con tal brusquedad que le arrancó un mechón, abriendo el cierre del collar tan torpemente que le hizo un corte en el cuello.

—¡Celeste, por favor! ¡Se romperá! —gritó Dimity, pero Celeste tenía una furia en el rostro que ella nunca le había visto, y no iba a parar hasta quitarle el collar.

Finalmente lo rompió, y las perlas salieron volando, golpeando el suelo como el granizo.

—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves? Coucou! Coucou dans le nid! ¡Eso es lo que eres, una cría de cuco!

—¡No lo he hecho con mala intención! —gritó Dimity, con lágrimas de miedo nublándole la vista.

Celeste la agarró por las muñecas con dedos como tenazas y acercó tanto su rostro al de Dimity que esta notó el aliento de la mujer, febrilmente caliente.

—¡No me mientas, Mitzy Hatcher! ¡No te atrevas a mentirme! ¿Has follado con él? ¿Lo has hecho? ¡Dímelo!

—¡No! Lo prometo, no lo he hecho… —Sin previo aviso, Celeste le abofeteó con fuerza, con el dorso de la mano pero con todo el impulso del brazo.

Dimity no tuvo tiempo para prepararse y se vio arrojada del taburete, que cayó ruidosamente de lado. Se golpeó la cabeza con el borde del tocador y sintió un estallido de dolor hormigueante. Se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.

—¡Mentirosa! —gritó Celeste—. Soy tan necia. ¡Qué necia debes creerte que soy! Vamos, levántate. ¡Levántate!

—¡Déjeme en paz! —gritó Dimity.

—¿Que te deje en paz? ¿Que te deje para ver cómo lo miras, cómo lo codicias y lo tientas? ¿Que te deje para que me robes todo lo que quiero? No, no pienso hacerlo. Levántate —ordenó de nuevo Celeste.

Y su voz sonó tan espeluznante que Dimity no se atrevió a desobedecer. Se levantó torpemente y se apartó. Celeste temblaba de la cabeza a los pies; tenía los puños cerrados y la miraba hecha una furia.

—¡Ahora vete! ¡Sal de mi vista! ¡No quiero volver a verte! ¡Largo! —gritó, obnubilada.

Dimity huyó. Bajó las escaleras tambaleándose, cayéndose casi, abrió la enorme puerta y salió a la calle polvorienta, sin atreverse a mirar atrás. En unos segundos la ciudad la engulló, arrastrándola hacia lo más profundo de su laberíntico corazón.