10

Dos días después de la pelea de Ilir y Ed Lynch en el pub, Zach empezó a recoger sus pertenencias. Se le cayó al suelo un catálogo, con el lomo tan agrietado por las veces que lo había mirado que se abrió en el cuadro de Dennis, el joven que lo había llevado hasta Blacknowle. Dennis y Delphine, la hija que había desaparecido. Evocó su rostro colgando en la pared de la galería; todas las horas que había pasado estudiándola y codiciándola. Estaba tan seguro de que averiguaría lo que había sido de ella; tan seguro de que Dimity Hatcher lo sabría y se lo diría una vez que la hubiera encandilado enseñándole retratos de ella que nunca había visto. Ahora tenía que escoger entre Charles Aubrey y Hannah Brock, ya que Hannah estaba involucrada de algún modo en la estafa del hombre por quien Zach sentía una feroz aunque vaga lealtad. Hannah, que lo había excluido y le había mentido, y que seguramente no sentía nada por él. Pronto tendría que marcharse de Blacknowle con algún destino en mente. Pronto pero todavía no. Suspiró de alivio al darse a sí mismo esa prórroga.

The Watch estaba silencioso y sin vida, con las ventanas oscuras sin traicionar ningún signo de movimiento en su interior. Zach se detuvo debajo de la pequeña ventana de la pared norte y alzó la vista. Esa era la habitación de la que siempre procedían los ruidos. El cristal estaba roto por una esquina, un pequeño agujero en el centro de una estrella de fisuras, como si alguien hubiera tirado una piedra en algún momento. Alcanzó a ver unas cortinas pálidas colgando en el interior, medio descorridas. Una de ellas se agitó ligeramente con la brisa y, sobresaltado por el repentino movimiento, se agachó contra la pared antes de darse cuenta de lo que era. ¿Había algo en esa habitación que Dimity Hatcher quería esconder? ¿Algo o alguien? Justo en ese momento oyó el sonido silencioso y seco de papel deslizándose sobre papel. Una página al pasar, una pieza desechada de un montón. Sintió un extraño picor en el cuero cabelludo y se apartó corriendo de la ventana.

Llamó varias veces a la puerta, pero no hubo respuesta. No se le ocurría dónde podía estar Dimity si no era dentro de la casa. Recordó cómo su mirada se perdía en la distancia, cómo parecía desaparecer dentro de sus pensamientos. Pensó en lo peculiar que era, en sus amuletos y sus hechizos. Pensó en un cuchillo de la cocina en su mano y en la luz que a veces se quedaba encendida hasta tarde, como si nunca durmiera. Pensó en la sangre incrustada debajo de sus uñas y manchando sus mitones raídos. Estremeciéndose ligeramente llamó de nuevo, con más suavidad; de pronto casi tuvo miedo de despertarla. Esta vez oyó cómo el cerrojo se descorría por dentro.

En la habitación había algo negro carbón que se levantaba como una enorme y mortal ola a punto de romper. Dimity se encogió de miedo. De nada servía cerrar los ojos. Cuando los cerraba veía ratas. Ratas retorcidas con los ojos saltones y los cuerpos contrayéndose y sacudiéndose hasta morir. Ratas que habían comido los cebos de cicuta acuática de Valentina. Fue de habitación en habitación murmurando todos los ensalmos que conocía, pero la oscuridad amenazante la seguía. «¿Qué fue de Celeste?», oyó preguntar a Zach, y se volvió preguntándose si había entrado, cuánto tiempo llevaba allí escuchando. Pero no, solo era otro eco, el eco de una pregunta que él le había hecho. ¿Recientemente o hacía mucho tiempo? Ahora no se acordaba. Últimamente el tiempo se comportaba de una forma extraña; el día y la noche se confundían. Ya no podía dormir por la noche, solo a intervalos agitados durante la seguridad del día. Demasiados visitantes, demasiadas voces. Élodie haciendo el pino contra la pared del salón; Valentina riéndose, burlándose, agitando un dedo; los ojos tristes, tristísimos de Delphine. Y ahora esa horrible cosa negra que no tenía nombre, que se negaba a identificarse. Pero al ver las ratas que se retorcían y se sacudían en las esquinas de la habitación, Dimity entendió qué era, y lo temió más que ninguna otra cosa. Era lo que ella había hecho. Esa cosa horrible.

Quería subir a la habitación cerrada, abrir la puerta de par en par, tumbarse y recibir consuelo, pero algo la detenía. Cuando sucumbiera a ese anhelo sería por última vez. Sería algo irrepetible, la última vez; después de eso estaría realmente sola. Se lo decía el instinto, la intuición antes que el pensamiento racional. No podía afrontarlo; no serviría, aún no. En cierto momento subió hasta la mitad de las escaleras, para escapar de la cosa negra, pero se obligó a detenerse y no continuar. Valentina estaba arriba en su habitación, durmiendo sin inmiscuirse, dejando que Dimity se enfrentara a ello sola. Poco antes había arqueado una ceja a su hija, como había hecho en el verano de 1939. «Entonces fue un golpe de suerte, ¿no?», había dicho despiadadamente. Ahora, como entonces, Dimity no había tenido palabras para responder. Valentina nunca se conmovía; Dimity no le había visto hacerlo ni una sola vez, ni siquiera cuando era pequeña; ni siquiera cuando tenía cinco años y tropezó y se cayó en un hoyo lleno de aulagas, ortigas y abejas, del que salió berreando y cubierta de picaduras y arañazos. «La vida te traerá cosas peores que eso, hija mía, así que deja de armar jaleo». Y, en efecto, la vida le había traído cosas peores. En eso Valentina no se había equivocado.

Llamaron a la puerta, fuerte e insistentemente, y Dimity se quedó mirándola en estado de shock. Fuera estaba casi oscuro. Esperó hasta que ya no estuvo segura de si había oído algo, luego volvieron a llamar, esta vez más tiempo. Se le ocurrió que podía ser un ardid, alguna persona o cosa esperando que le dejara entrar. El corazón le aleteó como una polilla. Se acercó a la puerta y, titubeante, pegó a ella el oído. Todas las voces de The Watch sonaban más fuertes, procedentes de las paredes y de la madera como el murmullo del mar a través de los recovecos de una concha. Susurros, acusaciones, risas, las voces ásperas de los numerosos visitantes que había recibido Valentina.

—¿Dimity? ¿Está ahí? —Una voz tan potente que la hizo gritar y apartarse de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó, y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas a causa del terror.

—Soy Zach. He venido a saludarla.

—¿Zach? —repitió Dimity, concentrándose.

—Zach Gilchrist. Me conoce. ¿Está bien?

Por supuesto que lo conocía. El que le había traído todos los cuadros, cuya voz se había sumado ahora a las de los demás de The Watch, interrogándola sin cesar. Lo primero que pensó fue no dejarlo entrar. No recordaba por qué no quería hacerlo, solo sabía que no quería; pero él no podía ser peor que la cosa negra que ya estaba dentro con ella. Tal vez él lograra silenciarla durante un rato, la obligara a esperar la hora propicia. Titubeante, Dimity abrió la puerta.

Zach observó con consternación a Dimity moverse por la cocina, supuestamente preparando el té. Se retorcía y titubeaba nerviosa, recorriendo la habitación con los ojos como si buscara algo. Su atención saltaba de una cosa a otra como una efímera, sin acabar de posarse nunca. Dejó los tazones en la otra encimera, vació el agua del cazo en el fregadero antes de que hubiera hervido y volvió a llenarlo. En cierto momento, mientras Zach le contaba la pelea en el pub, ella se volvió con un grito y se llevó una mano a la boca. Por un momento creyó que la había escandalizado con lo que contaba, pero luego vio que miraba a través de la ventana de la cocina. Se volvió para mirar también pero no había nada ahí fuera, solo la colina verde descendiendo ondulada hacia el mar.

—¿Qué tiene, Dimity? ¿Qué le pasa?

Ella lo miró y sacudió la cabeza, y Zach advirtió lo agitada que se había vuelto su respiración. Se levantó y, cogiéndole las manos, la acercó a una silla.

—Vamos, siéntese. Algo la está alterando.

—¡No me dejan en paz! —gritó la anciana, mientras se dejaba caer en una de las sillas desvencijadas de la cocina.

—¿Quiénes, Dimity?

—Todos ellos… —Ella se pasó de nuevo una mano frente a sus ojos y respiró hondo—. Fantasmas. Solo son fantasmas, nada más. Fantasías de una vieja. —Levantó la vista y esbozó una sonrisa, pero era trémula y poco convincente.

—Usted… los ve, ¿verdad? —preguntó Zach con cautela.

—Yo…, no lo sé. Creo que… a veces… sí. Esperan respuestas de mí, como usted. —Ella lo miró, fija y desesperadamente, y Zach percibió una gran congoja en su interior.

—Bueno…, no le haré más preguntas. No si no quiere responderme.

Dimity sacudió la cabeza y las lágrimas le cayeron en el regazo.

—Los vi juntos. No se lo dije…, pero tal vez tiene derecho a saberlo.

—¿A quién vio, Dimity?

—A mi Charles y a su… abuela. Los vi besarse. —Había una nota de desesperación en su voz y Zach tuvo una sensación extraña, como si algo encajara en su sitio. O tal vez se descolocara.

—Entonces cree que él podría ser…

—¡No lo sé! —gritó Dimity bruscamente—. ¡No lo sé! Pero los vi juntos y nunca se lo dije a nadie. Nunca se lo dije… a Charles, ni a Celeste.

—Dios mío. —Zach se recostó en la silla, asimilando sus palabras.

En el fondo siempre había creído que el rumor no era más que eso, un rumor. Estaba preparado para creer a Dimity cuando días atrás había negado la aventura entre ellos. De pronto no estaba preparado para oír que había existido tal aventura.

—Entonces…, ¿la traicionó? —preguntó en voz baja.

Dimity estalló en sollozos y Zach le cogió las manos.

—Lo siento, Dimity. Créame que lo siento.

Por un momento Dimity permitió que la consolara, pero luego le agarró las manos con ferocidad.

—¿Por qué está aquí? ¿Es uno de ellos? ¿Le he soñado?

—No, Dimity. —Zach tragó saliva intranquilo—. No me ha soñado. Soy de carne y hueso.

—¿Por qué está aquí? —repitió ella.

—He venido…, bueno, supongo que para despedirme. —No se había dado cuenta de ello hasta que lo dijo. Respiró hondo y miró a Dimity a los ojos—. ¿Hay algo…, cualquier cosa, que quiera decirme sobre aquel verano? ¿Quién era Dennis, o la razón por la que Charles se fue a la guerra, o qué fue de Delphine y de Celeste?

Por un momento ninguno de los dos respiró. Se miraron, y el tiempo pareció suspenderse, detenerse de una forma antinatural. El silencio era tan absoluto que Zach no oía el tictac de su reloj de pulsera ni el agua hirviendo; no oía la laboriosa respiración de Dimity ni la canción del mar de fondo. Por un momento creyó oír un viento inquietante soplando a través de la pequeña cocina húmeda. Un viento seco y caliente que llevaba extraños perfumes. Por un momento creyó oír el ruido de unas manos dando palmadas y las voces de unas niñas cantando a la vez. Creyó oír el sonido de un lápiz deslizándose sobre un papel, y una carcajada masculina, profunda y enérgica; cautivadora, contagiosa. Luego parpadeó y todo desapareció.

—No —respondió Dimity, y por un momento Zach no recordó lo que le había preguntado—. No, no puedo decirle nada más. —Su voz sonaba desolada.

—Quiero pedirle una cosa más.

—¿Qué?

—¿Puedo dibujarla?

Pintar a la misma persona que había pintado Aubrey… era otra peregrinación de alguna clase. Zach no tenía duda alguna de que su obra valdría poco en comparación, pero la fascinación persistía y ya no temía intentarlo. Todavía no había dibujado a Hannah. Se preguntó si había perdido la oportunidad, y si habría sido capaz de plasmar todo lo maravilloso y exasperante que había en ella, desde su sonrisa lobuna dejando ver los dientes hasta su terquedad; desde su sensualidad desvergonzada hasta las barreras que levantaba entre ella y el mundo. Entre ella y él. Zach se preguntó si habría sido capaz de captar esa sensación de familiaridad que a veces tenía al verla cuando volvía ligeramente la cabeza. Pensar en ella le produjo una mezcla de lujuria, cólera, ternura y frustración que trató de disipar resueltamente. Clavó la mirada en la mujer que tenía ante sí frunciendo el entrecejo concentrado, y empezó.

Se lo tomó con calma. Hizo pausas y bebió sorbos de té, y cuando oscureció fuera encendió las luces. Pero Dimity no parecía en absoluto impaciente. Al contrario, se la veía cada vez más tranquila y serena bajo su examen minucioso, como si posar fuera algo tan natural para ella como respirar. Él intentó captar los vestigios de belleza escondidos en su rostro ajado; trató de captar el cálido color castaño que conservaban sus iris, a medio camino entre el verde y el marrón, a pesar de estar rodeados de blancos que se habían vuelto amarillo grisáceo. Cuando por fin terminó tenía acalambrada la mano con que sostenía el lápiz y le dolía el cuello. Pero miró su dibujo y era Dimity Hatcher. No había confusión posible. Era lo mejor que había dibujado en años.

—¿Me lo enseña? —preguntó Dimity, con una medio sonrisa soñadora.

La callada satisfacción de Zach enseguida se convirtió en ansiedad. Pero inspiró profundamente y le tendió el dibujo. El rostro de Dimity se descompuso en arrugas de consternación, y se llevó una mano a la boca antes de dejarla caer aleteando en el regazo.

—Oh.

—No es muy bueno. Lo siento… No es lo mismo que le dibuje Aubrey, estoy seguro.

—No —murmuró ella—. Es bueno…, es bueno. Pero pensé…, qué boba…, pensé que me vería como era antes. Como aparezco en todos esos otros cuadros que me trajo usted. Que podía volver a ser hermosa.

—Pero lo es. Es mucho más hermosa de como yo he sabido dibujarla… Culpe al artista, no al sujeto retratado, Dimity.

—Pero soy yo. El parecido es extraordinario. Tiene mucho talento —dijo ella, asintiendo despacio.

Zach sonrió, alentado por ese veredicto.

—¿Aceptaría una cena en pago por este dibujo?

—¿Quiere quedárselo?

—Si me lo permite, sí. Bien mirado será el último. ¿Quién más va a dibujarme antes del final?

Sonrió con tristeza, pero Zach se quedó muy satisfecho al ver lo tranquila que parecía en comparación con cuando había llegado. Como si dibujarla hubiera tranquilizado su espíritu atormentado.

—De acuerdo. ¿Qué hay para cenar?

Era tarde cuando se despidió de Dimity, dándole las gracias por la cena, que había consistido en beicon, huevos y verdura, y sin responder a la pregunta de cuándo volvería. Fuera estaba oscuro, una oscuridad verdosa que, según descubrió al cabo de un rato, le permitía ver bastante bien a pesar de no tener linterna. En el campo de detrás de la Southern Farm las ovejas Portland estaban diseminadas por la ladera, con sus corderos pegados a ellas. De vez en cuando las oía llamarse unas a otras, roncas y quejumbrosas. Sintió por ellas algo parecido al afecto o al orgullo. Como si al ayudarlas a parir y al acostarse con su dueña hubiera asumido cierta responsabilidad sobre ellas. «No son tus ovejas y ella no es tu mujer. Esta no es tu vida», se dijo con firmeza. Era hora de poner fin a la bonita fantasía que había albergado de ver a Elise sentada a la mesa de la cocina de Hannah con un tazón de chocolate deshecho entre las manos. Estaba claro que eso nunca ocurriría. En el sueño la cocina de la granja estaba limpia, ordenada y bien caldeada. Ya no era el caos, un altar a la pérdida y al dolor de Hannah. Extirpó las imágenes de su mente con gran cuidado, pero aun así se cortó. La brisa le deslizó unos dedos húmedos por el cuello y una repentina oleada de soledad se apoderó de él. Un cárabo llegó para cazar en el campo que se extendía ante él, entrecruzando el pasto con alas silenciosas. Envidió su determinación.

Se le antojó acercarse al acantilado. De nuevo para despedirse, se dio cuenta. Se quedó de pie en el borde y escuchó el mar invisible. Soplaba un viento fresco, y el ruido de las olas contra las rocas sonaba precipitado, impaciente. Forzando la vista alcanzó a ver sus crestas blancas al cubrir de espuma la orilla, luego destelló otra luz, como una piedra preciosa contra la negrura. Zach parpadeó, creyendo que la había imaginado. Pero ahí estaba de nuevo mucho más allá de la playa, sobre el agua. No, sobre el agua no. En el espigón de roca. El haz de una linterna proyectándose hacia el mar. A Zach se le cortó la respiración. No se veía la fuente de la luz, una mano o un brazo, solo el reflejo del haz sobre el agua extendiéndose hacia la negrura. Pero lo sabía, sabía que era Hannah. El cielo estaba encapotado y no había estrellas ni luna que iluminaran la escena. Una oscuridad fría y dura, perfecta para encubrir secretos. Era martes por la noche.

Transcurrió un minuto, luego otro. El viento abrió el abrigo de Zach y le rodeó fríamente el torso. Estaba clavado al suelo, con el corazón desagradablemente desbocado. Luego apareció otra luz en el agua. Llegaba por la costa procedente del oeste: el haz solitario y más grande del reflector de un bote. Maniobró en un amplio arco frente a la bahía, después fue directo hacia el haz de la linterna, a ritmo lento y constante, ligeramente a la izquierda del espigón. A la pequeña luz de la linterna de Hannah, Zach vio la mole de un hombre con un chubasquero, el costado blanco del bote, el destello naranja de un salvavidas. Cuando el bote se detuvo al lado del espigón, las dos luces se apagaron y no hubo nada más que ver. Zach esperó, escuchando. Un minuto después, durante un momento en que cesó el viento, oyó el motor del bote acelerarse al dar la vuelta y alejarse de nuevo; luego no oyó nada más.

Los pensamientos se le agolpaban en la mente y se quedó paralizado por la necesidad de actuar, de reaccionar de algún modo. Pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Habían entrado algo de contrabando por el mar. Algo que se había pagado en secreto y que necesitaba el amparo de la noche y la menor luz posible. James Horne y su bote de pesca, y Hannah que conocía el camino, para guiarlo. Estaba claro que lo que habían traído era ilegal. ¿Más cuadros de Dennis? ¿O eso era solo un campo del negocio? ¿Comerciaban también con algo peor? Se quedó de pie con la silenciosa silueta de The Watch detrás de él y la invisible caída hacia el océano enfrente, y tuvo la sensación de que todo Blacknowle lo había excluido. Por un momento le había parecido que podía quedarse a vivir allí, que podía llegar a integrarse. Había creído que Dimity Hatcher era su amiga y que Hannah era su novia, y que él sería quien daría a conocer Blacknowle con un libro totalmente diferente sobre Charles Aubrey. Pero ahora veía que lo había malinterpretado todo. Le habían seguido el juego hasta cierto punto y lo habían dejado de lado. Zach sintió el dolor de ese rechazo por debajo de una oleada de cólera. A sus pies el mar siseaba en la oscuridad.

Regresó al pueblo a rápidas zancadas y cuando llegó a lo alto del sendero jadeaba. Se movía como si tuviera un rumbo, cuando en realidad no tenía ni idea de dónde terminaría esa caminata ni qué haría a continuación. Su cólera no tenía objeto ni propósito, como tampoco su prisa. Pero un momento después ambas se vieron bruscamente cercenadas. Al ver lo que lo aguardaba en lo alto del camino hacia la Southern Farm, Zach aminoró el paso hasta detenerse y miró. Había tres coches patrullas aparcados a poca distancia unos de otros, pegados al seto del camino. Uno tenía los faros encendidos y el motor silenciosamente al ralentí. Los agentes vestidos de paisano estaban sentados en sus vehículos o esperaban al lado de estos en la carretera; tres formaban un corro cerca del coche en marcha, su ropa oscura el camuflaje perfecto en una noche tan oscura. Parecían tensos y en estado de alerta. Uno miró hacia Zach, que seguía paralizado en mitad de la carretera. El shock de ese repentino escrutinio lo obligó a moverse, y siguió andando hacia ellos con una punzada de culpabilidad inmerecida. Pasó de largo intentando no delatar su curiosidad, y mientras lo hacía se oyó un estallido de estática de una radio y el agente que había reparado en él bajó la cabeza hacia el micrófono.

—Recibido. Estamos en posición, listos para actuar.

Zach siguió andando hasta que estuvo seguro de que se lo había tragado la oscuridad, y entonces se escabulló a la izquierda en dirección al seto, cruzó de un salto la verja que daba al campo y echó a correr.

No miró atrás mientras corría colina abajo, tropezando con madrigueras de conejo y patinando con excrementos de oveja. Correr tan deprisa cuando no veía el suelo ni se veía los pies era aterrador y electrizante. La hierba larga y los cardos le azotaban las espinillas, y con el rabillo del ojo vio las formas pálidas de las ovejas que se alejaban de él sobresaltadas. El camino quedaba a su izquierda, y esperaba ver en cualquier momento unos haces de luz azul pasando por encima de su cabeza y llegando antes a ella que él. Corrió más deprisa que cuando era niño; le dolían los pulmones con la repentina ráfaga de aire frío. La noche se abría frente a él y se cerraba detrás, sin dejar estela. Entre él y el patio había dos verjas que saltó torpemente, y después de la última aterrizó mal y se torció el tobillo. Maldiciendo el dolor desgarrante, se tambaleó hasta la parte delantera de la granja, donde había una luz encendida en la cocina, brillando en la noche a través de la ventana sin cortinas. Semejante exposición parecía un peligro gratuito. Tenía la boca totalmente seca y el corazón le martilleaba en el pecho, y aporreó la puerta de la granja con los puños.

Hannah la abrió con cautela, con los ojos como platos de ansiedad. Cuando lo vio, su rostro expresó alivio y Zach sintió cómo le recorría una oleada de pánico.

—¡Zach! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —preguntó ella, manteniendo la puerta entreabierta, sin hacerlo pasar ni dejarle ver lo que había tras ella.

—La policía viene hacia aquí… Llegarán en cualquier momento. Los he visto —dijo él sin aliento—. Los he visto en lo alto del camino. Quería avisarte para darte la posibilidad de… —Se calló, observando cómo el miedo se apoderaba de ella a medida que asimilaba sus palabras.

Detrás de ella se oyó a Ilir decir algo.

—¿La policía? ¿Aquí? Por Dios…, ¿cómo se han enterado?

—No lo sé. No tenéis mucho tiempo, de modo que si hay algo allí que no queréis que encuentren será mejor que lo escondáis. ¡Ahora mismo!

Hannah titubeó, luego volvió la cabeza y habló deprisa y en voz baja por encima del hombro. Se oyó un sonido de sorpresa seguido de ruidos de movimiento, personas arrastrando los pies.

—Dios mío —dijo Hannah con tono sombrío—. Puede que Ed Lynch les dijera algo. James me comentó que le había parecido que lo vigilaban. Y la última vez que he hablado con él por teléfono había muchas interferencias… ¡Qué idiota soy, joder!

—Yo…, lo siento, Hannah. —Ahora que ya la había advertido, Zach no sabía qué hacer.

En ese momento Ilir apareció junto a ella.

—¿Lo sientes? ¿Has avisado tú a la policía? —Abrió la puerta de par en par y salió a grandes zancadas hasta detenerse ante Zach, con una expresión de ira.

Zach retrocedió un paso, intranquilo.

—¿Cómo? ¡No! Solo…

—¿Nos estabas espiando esta noche? —Ilir le clavó un dedo rígido en el pecho.

—Sí… Bueno, no os espiaba. Estaba en el acantilado y he visto… el barco. Y luego he visto a la policía.

Ilir agarró a Zach por la pechera del abrigo, le dio la vuelta y lo empujó con fuerza contra la pared de la casa. Retorció la boca en un gruñido, y los ojos se le iluminaron de cólera y de algo más. Algo parecido al miedo que le tensó cada uno de los músculos.

—¡Han venido por tu culpa! —espetó.

—¡No, yo solo quería avisaros!

—Lo lamentarás. —Ilir balanceó hacia atrás el brazo derecho y le asestó un puñetazo en la mandíbula.

Hubo un estallido de dolor y de luz detrás de los ojos de Zach, que echó la cabeza hacia atrás, golpeándosela con fuerza contra la pared.

—¡Ilir, no! ¡Basta! —Hannah estaba detrás de él; el viento le azotaba los ojos mientras le sujetaba el brazo en su segundo balanceo hacia atrás, para detener el golpe—. ¡Ilir! ¡No tenemos tiempo! ¡Basta! ¡No ha sido culpa de Zach! ¡Entra…, entra y prepárate!

Ilir soltó bruscamente a Zach, como si de pronto hubiera perdido todo el interés en él. Entonces Zach vio lo asustado que estaba en realidad. La ira desapareció y solo quedó el miedo. Se sujetó la cabeza con las manos y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Qué vamos a hacer, Hannah? —preguntó, desesperado—. ¿Qué puedo hacer?

—¡Pensaré algo! Entra. —Tras cruzar la puerta tambaleándose, ella se volvió hacia Zach, que se frotaba la mandíbula esperando que se le despejara la cabeza—. Has venido aquí para avisarnos, ¿no?

Zach asintió con cautela.

—Entonces estás de nuestra parte.

—Sí…, estoy de vuestra parte.

—Pues ayúdanos. —Se plantó delante de él con los brazos colgándole a los costados, preparados, y el viento azotándola; unos ojos negros, más duros que el granito, y toda ella repentinamente serena y resuelta. Zach se dio cuenta de que haría cualquier cosa por ella.

—¿Qué quieres que haga?

—Me has visto guiar el bote. Nos has visto llevar algo a la orilla. Ahora necesito que lo lleves a otra parte. Si viene la policía no puede encontrar lo que había en ese bote, ¿lo entiendes?

Zach tragó saliva. Lo estaba involucrando, haciéndolo cómplice; en parte para que los ayudara, pero también para contar con su silencio en el futuro. Asintió intranquilo.

—De acuerdo. Pero escucha, si son drogas… —Zach sacudió la cabeza.

Hannah arrugó la cara con disgusto.

—¿Drogas? ¿En serio crees que son drogas?

—No tengo ni idea, la verdad.

—¿Crees que lo arriesgaría todo por traficar con drogas? ¡Por Dios, Zach! ¿Quieres saber por qué lo arriesgaría todo? ¿Quieres saberlo? Entonces entra y míralo.

Ella lo agarró por la manga y le hizo cruzar la puerta de la granja, subir los escalones y entrar en la cocina. Le dio un segundo para abarcar la escena y la luz repentina le hirió la vista.

—¿Ahora lo entiendes?

Zach se quedó mirando, atónito.

—Dios mío —murmuró.

Después de que Celeste la despidiera por segunda vez, Dimity durmió más profundamente que nunca durante el resto del día. Sin soñar, como si hubiera perdido el conocimiento. Despertó poco antes del atardecer con una vaga y pesada sensación de desasosiego. No podía estarse quieta ni ocuparse en ninguna tarea, de modo que la estufa se apagó chisporroteando poco después de que la encendiera, el agua se quedó sin hervir y los pollos conservaron sus huevos más rato de la cuenta, escondidos bajo sus calientes y grasientas alas. Asomó la cabeza por la puerta del dormitorio de su madre. Valentina estaba espatarrada en la cama, con el pelo amarillo áspero y enmarañado, la cara oculta en la almohada. Roncaba débilmente, ajena al mundo; Dimity hizo memoria y recordó el portazo que había oído poco después de que ella volviera. Una visita marchándose, escabulléndose en el anonimato. Un ligero olor a pescado persistía en la habitación sin ventilar. Cerró de nuevo la puerta sin hacer ruido y se preguntó por el repentino impulso que había sentido de acurrucarse junto a su madre y notar el calor de su rancio cuerpo dormido. Un anhelo de protección y seguridad que había aprendido a no buscar en Valentina desde hacía tiempo.

Luego, durante un par de minutos, todos sus sueños se hicieron realidad. El sol estaba bajo en el horizonte; un prolongado crepúsculo aterciopelado que hacía que el mar pareciera brillar. Miraba por la ventana del dormitorio cuando el coche azul bajó a toda velocidad el sendero de The Watch, levantando polvo y piedras con las ruedas. Se detuvo derrapando frente a la puerta y Charles se bajó. Charles solo, pasándose las manos por el pelo para arreglárselo, o eso le pareció a ella; se acercó a la puerta y la aporreó con urgencia, sin importarle nada más. Había ido a buscarla, pensó mientras bajaba las escaleras, sonriendo soñadora. El miedo la atormentaba desde que se había despertado, aunque desconocía la causa; todo lo que sabía era que no quería volver nunca más a Littlecombe. Pero ahora él había acudido por fin a ella y el temor se había desvanecido. Recorrió la casa con la mirada mientras se acercaba a la puerta, pensando que tal vez no la viera jamás; que esa podía ser la última vez que bajara las escaleras, cruzara las losas desgastadas e hiciera girar el pomo de la pesada puerta de roble. Al verlo, su sonrisa se hizo más amplia y dejó que el amor le iluminara la cara; se acabó el esconderse, se acabaron las esperas.

—Mitzy…, tienes que venir. ¡Ahora mismo! ¡Por favor!

Dimity no se fijó en que había sudor en su frente y encima del labio superior; que estaba pálido y le temblaban las manos cuando volvió a pasárselas por el pelo.

—Por supuesto, Charles. Te estaba esperando. Aún no he hecho la maleta…, ¿me da tiempo? Solo algo de ropa y unas cuantas cosas.

—¿Cómo? ¡No…, no hay tiempo! ¡Por favor, ven enseguida! —Le asió la muñeca y empezó a tirar de ella hacia el coche—. Espera, ¿está en casa Valentina? Llámala también…, y ve a buscar tus medicinas, todas las que tengas. ¡Tráelas todas!

—Valentina… Pero ¿por qué quieres que venga mi madre? No necesitamos…

—¿Está en casa?

—Está durmiendo.

—¡Pues despiértala, maldita sea! ¡Ahora mismo! —Su grito repentino fue tan fuerte que ella retrocedió; tan violento que le salpicó una gota de saliva en la mejilla.

—¡No lo entiendo! —gritó Dimity, y Charles la miró furioso, medio loco de impaciencia—. No se despertará; ha estado toda la tarde…

—Entonces tendrás que venir tú sola. Celeste y Élodie… están muy enfermas. Tienes que ayudarlas.

—Pero yo… —La protesta se vio interrumpida cuando Charles la empujó hacia el coche. Ella se subió obediente, pero un repentino y espeluznante terror le oprimía el pecho, y se encontró a sí misma luchando por respirar.

Charles la llevó a Littlecombe, el último lugar donde quería estar. Condujo a una velocidad imprudente, casi chocando con la furgoneta del panadero al llegar a lo alto del camino y adentrarse en la calle del pueblo. Dimity cerró los ojos y no se movió cuando el coche se detuvo frente a la casa. Charles tuvo que agarrarla del brazo para que bajara, clavándole los dedos y con los dientes apretados.

—He llamado a dos médicos, pero los dos están a millas de aquí, atendiendo a otros pacientes… Han dicho que tardarán una hora por lo menos en estar aquí. Me han recomendado que les diéramos mucha agua, pero… creo que no pueden retenerla. ¡Apenas pueden beberla! ¡Tienes que ayudarlas, Dimity! Tiene que haber algo que puedas darles, alguna hierba…

Dimity tuvo que correr para tenerse en pie mientras él la empujaba hacia la puerta. En el umbral, ella se aferró al marco de la puerta y se soltó, y él se detuvo.

—¿Qué estás haciendo? ¡Ven!

—¡Tengo miedo!

Era cierto, pero no había forma de expresar lo enorme, feo y confuso que era ese miedo. De pronto el marco de la puerta era como un agujero al infierno o la madriguera de algún animal salvaje peligroso. Charles la miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Por favor, Dimity —dijo, con voz desesperada—. Por favor, ayúdalas.

Ella no tuvo más remedio que intentarlo.

Encontró a las dos en el dormitorio grande, metidas en la cama. Celeste estaba medio apoyada contra la pared, con vómito en la blusa y en la palangana. De la barbilla le colgaba un largo hilo de saliva espesa que continuamente se renovaba, nunca se agotaba. Cada dos segundos se retorcía con una brusca sacudida, como si una descarga eléctrica la recorriera. La habitación apestaba. Delphine sostenía la mano de su madre, acuclillada junto a la cama con una expresión de profunda angustia. Al otro lado estaba Élodie, su pequeño cuerpo retorcido e inmóvil.

—Élodie es la que está peor. Empieza por ella —dijo Charles, empujando a Dimity hacia ella y corriendo hacia Celeste y Delphine.

—¡Oh! ¡Por favor, haz algo, Mitzy! ¡Tienes que saber qué darles…, alguna cura! ¡Por favor! —le suplicó Delphine, arrastrando las palabras con el llanto.

—Yo…, no lo sé… —Dimity titubeó—. ¿Qué les pasa?

—¡No lo sé! ¡Debe de ser algo que comieron! Algo que yo cogí… Fui a buscar plantas yo sola y dejé unas cuantas a mamá para que se hiciera una sopa, y cuando volvimos a casa Élodie tomó un plato, pero papá y yo no… ¡Debí de coger algo venenoso, Mitzy! Estaba segura de que no… Estaba segura de que conocía todo lo que había encontrado, pero debí de equivocarme, ¿no? ¡Seguro que me equivoqué!

Lloró por un momento hacia su mano ahuecada, luego se detuvo y cogió los dedos de su madre mientras esta volvía a vomitar un líquido amarillo que le bajó por la barbilla y le hizo sacudirse y arrojar la cabeza hacia atrás, dándose un buen golpe contra la pared, con los brazos tensos y rectos contra el colchón. Desde el otro lado de la cama Dimity le vio los ojos. Negros como la noche; negros como una mentira; negros como el asesinato. Las pupilas tan dilatadas que apenas se le veían los iris azules. Sus ojos eran como puertas abiertas, lo bastante grandes para que su alma escapara por ellas. De pronto abrió la boca y habló rápidamente en francés, un torrente ininteligible de ruido, más parecido al que emitiría un animal que humano. Delphine gimió y trató de sujetar las manos de su madre, pero esta la apartó, mirando alrededor con esos ojos negros y desmesuradamente abiertos como si pudiera ver monstruos inimaginables.

Dimity se agachó al lado de Élodie y le cogió la muñeca para tomarle el pulso. Ahí estaba, débil e irregular. Todo el cuerpo de la niña se arqueó hacia atrás y se quedó rígido, con los músculos tensos como una cuerda de violín. Tenía la cara inmóvil, los ojos fijos, tan negros y abiertos como los de su madre. Un continuo hilillo de saliva empapaba el colchón. Parecía un demonio, parecía poseída. A Dimity se le erizó la piel cuando acercó el oído a la boca abierta de la niña y sintió el más leve soplo de aire entrando y saliendo en cantidades minúsculas. Dimity tenía la cabeza tan vacía como los ojos. Lo que más deseaba era huir de esa habitación y alejarse de ese lecho de muerte. Ya que era eso, un lecho de muerte. Habían comido las raíces, hasta ahí estaba claro. Traidoramente dulces y llenas de sabor. Si lograban salvarse no sería por algo que Dimity pudiera darles. La única esperanza que tenían era el médico, pero hasta eso dependía de cuánto tendrían que esperar.

—¿Cuándo ha empezado? —preguntó inexpresivamente. De pronto tenía sueño. Quería tumbarse, cerrar los ojos y soñar.

—Hace… unas horas. A Celeste le dolía la barriga cuando hemos vuelto de la ciudad, y enseguida ha empezado a vomitar. Élodie también tomó la sopa y ha vomitado… ¿Qué puedes darles? ¿Qué podemos hacer?

Charles se detuvo con los brazos caídos a los costados, mordiéndose el labio mientras la miraba fijamente, sin apartar los ojos de ella. Dimity vio que él esperaba que las curara, esperaba que las salvara, y contuvo unas repentinas y demenciales ganas de reír. En lugar de ello sacudió la cabeza y vio cómo se le descomponía el rostro. Era demasiado tarde. Después de dos horas el veneno ya estaría profundamente arraigado en sus cuerpos.

—No hay nada que yo pueda darles. El veneno es demasiado fuerte. Lo he… visto antes. —Ratas, ratas en las esquinas de la habitación, retorciéndose y dando vueltas en una danza de la muerte. Levantó la vista del suelo y recorrió las caras que la rodeaban, horrorizada.

—Entonces, ¿sabes lo que es? ¿Sabes qué han comido?

Dimity apenas pudo retener el aire en los pulmones el tiempo suficiente para responder. Asintió, y notó los ojos vacíos y negros de Celeste observándola. Una oleada de un horror estremecedor le recorrió la espalda y se tambaleó.

—Perejil bastardo —respondió por fin—. Cicuta acuática.

Cicuta. Ellos conocían el nombre. Charles se puso aún más pálido; Delphine abrió la boca dejando caer la mandíbula, que le tembló.

Se hizo un largo silencio, solo interrumpido por la pesada respiración de Celeste y el extraño gorgoteo que hacía su garganta cada vez que le sobrevenía otro ataque. De Élodie no llegaba ningún sonido.

—¿Quieres decir…? —Charles se aclaró la voz y se frotó la cara con las manos—. ¿Quieres decir que se pueden morir de esto? ¿Se pueden morir? —Sonó profundamente incrédulo e ignoró a Delphine cuando se echó a llorar una vez más.

Dimity clavó la mirada en Charles y logró no parpadear. La habitación estaba abarrotada de sombras y demonios; de ratas retorcidas y ojos negros, muy negros; inundada de un mar repugnante de saliva y bilis. Tuvo la sensación de que se le iba la cabeza.

—Sí.

Charles la miró fijamente, paralizado por la palabra.

—Llévalas al hospital. Inmediatamente. No pueden esperar a un médico o una ambulancia…, llévalas ahora mismo. Dorchester. Dile al médico lo que han comido.

—Pero tú vendrás con nosotras, vendrás y nos ayudarás. Coge a Élodie. ¡Delphine! ¡Ábrenos la puerta!

Charles forcejeó con el cuerpo de Celeste, que se sacudía en sus brazos, y la llevó hacia la puerta, y Delphine corrió por delante para despejar el camino, dejando que Dimity llevara a Élodie. Lo hizo despacio, casi con ternura. El pequeño y delgado cuerpo era como una madera peculiar, dura e inflexible y al mismo tiempo caliente. No hubo ningún indicio de movimiento o cambio de expresión en su rostro cuando Dimity la levantó. Y mientras la llevaba hasta el coche, ya no percibió el aire saliendo de su boca abierta. No había nada detrás de los discos negros de sus ojos. A Dimity se le erizó el vello rehuyendo el contacto con Élodie cuando subió al coche, y allí se quedó, atrapada debajo de ella sin ningún lugar donde escapar.

Zach se quedó mirando sin habla la mesa de la abarrotada cocina de Hannah; o más bien, a las figuras sentadas alrededor de ella. Ilir estaba vuelto resueltamente hacia la puerta en actitud defensiva, con el gesto todavía descompuesto de miedo y cólera, y cogía de la mano a una mujer alta y delgada que a su vez rodeaba con un brazo firme a un niño de unos siete u ocho años. Zach los miró y ellos le sostuvieron la mirada. Estaban pálidos por el cansancio. La mujer tenía el pelo castaño oscuro, largo y lacio, y lo llevaba peinado con raya en medio y recogido en una sencilla coleta. Arrugaba la frente en señal de preocupación.

—Zach, te presento a Rozafa Sabri, la mujer de Ilir, y a su hijo Bekim —dijo Hannah deteniéndose al lado de él, con el cuerpo todavía tenso de la emoción.

—Hola —saludó Zach inexpresivamente.

Ilir dijo algo con impaciencia en un idioma que Zach no pudo entender y Rozafa alzó la vista ansiosa.

—En inglés, Ilir —dijo Hannah.

—No pueden quedarse aquí. Ni siquiera una noche.

—Lo sé. Lo siento mucho, Rozafa… Ha habido un pequeño contratiempo.

Zach notó que todos los ojos estaban clavados en él, como si lo acusaran. Debajo del abrigo y el jersey el sudor le corría el cuerpo, produciéndole un picor tan incómodo que no podía estarse quieto.

—Zach os va a llevar a un lugar seguro. Al parecer… la policía podría estar aquí dentro de…

—¿Policija? —repitió Rozafa, con los ojos como platos.

El niño que tenía debajo del brazo no reaccionó. Miraba a Zach con distanciamiento, como si solo estuviera medio despierto. Cuando su madre se puso en pie levantándolo consigo, el niño se movió despacio y con torpeza. Ella se detuvo y lo cogió en brazos, y su mirada fue de Hannah a su marido. Lista para huir, percibió Zach. A pesar del cansancio, estaba preparada para coger en brazos a su hijo y echar a correr. El cansancio era palpable y necesitaban desesperadamente descansar. Con una oleada de culpabilidad, Zach recordó lo convencido que había estado de que Hannah hacía contrabando de obras de arte o de drogas, cuando en realidad se trataba de algo mucho más valioso y frágil.

—¿Ves ahora por qué tenía que mantenerlo en secreto? ¿Cómo iba a decírtelo? —preguntó Hannah con vehemencia.

—Podrías haber confiado en mí. Lo habría entendido.

—No lo sabía con seguridad. Pero voy a hacerlo ahora. Llévalos a otra parte antes de que venga la policía.

—¿Adónde…? ¿Y cómo? ¿Cojo el jeep?

—No…, te verían subir por el camino, y no puedes conducir por los campos sin encender los faros… o te matarás. Id andando… a algún lugar seguro, donde sea.

—The Watch. Los llevaré a The Watch.

Hannah titubeó frunciendo el entrecejo, luego asintió.

—De acuerdo, pero que no os vean. Tendremos que confiar en que no se les ocurra mirar allí.

—¿Por qué iban a hacerlo?

—Porque… No importa. Estoy segura de que todo irá bien. ¡Vamos, deprisa!

Levantando la vista hacia el camino, que estaba envuelto en la oscuridad, Zach cruzó a todo correr el patio con Ilir y Rozafa siguiéndolos de cerca. Esto no es real, se dijo en un recóndito rincón de su cerebro que permanecía al margen, esperando a ver qué pasaba a continuación. Al llegar a la verja de los campos que se extendían hasta The Watch, Ilir se detuvo. Habló deprisa con su mujer en lo que parecía ser serbio, albanés o romaní, y Rozafa respondió, con la voz aguda por la alarma mientras Ilir se volvía para irse. Ella alargó un brazo y le cogió la manga.

—¿No viene con nosotros? ¿No vienes con nosotros, Ilir? —preguntó Zach.

—Hannah me necesitará aquí cuando vengan. Me quedaré con ella.

—Pero podrían pedirte el pasaporte…

—Si me voy con vosotros se preguntarán adónde he ido y tal vez salgan a buscarme —dijo Ilir con resolución—. Ahora vete y llévalos a un lugar seguro, por favor. —Miró a Zach un instante, y Zach vio en su rostro el terror de que los descubrieran y asintió.

—¡Ten el móvil conectado! —gritó Hannah mientras se alejaban.

Subieron corriendo lo más rápido posible la ladera oscura, que era más empinada por el lado del valle. Las matas de hierba los hacía tropezar, y era casi más fácil inclinarse y utilizar las manos para avanzar a gatas. Tras recorrer unas doscientas yardas, llegaron a una cerca y se detuvieron. Zach se volvió para mirar por encima del hombro. Tres coches de policía estaban entrando en la granja debajo de ellos; sin sirenas pero con la luces azules increíblemente brillantes en la oscuridad.

—¡Abajo! ¡Agachaos!

Rozafa lo miró sin comprender, y él se dio cuenta de que su inglés no era tan bueno como el de su marido. Tiró de ella mientras se agachaba contra la ladera húmeda y fría, y ella lo imitó, arrojándose sobre su hijo. La oyó susurrar, un torrente de palabras suaves, quizá una nana o una canción infantil. Zach reconoció el miedo en su piel sin lavar, y tragó saliva al sentir la enorme responsabilidad que caía sobre sus hombros. Rozafa no tenía más remedio que confiar en él, dejando en sus manos no solo su destino sino el de su hijo. Se volvió para mirar hacia lo alto de la colina, pero no vio más que oscuridad. A su alrededor había pedazos de lana de oveja colgando de la alambrada, como guirnaldas danzando al viento. El olor que desprendían era intenso y grasiento. Debajo de ellos bajaron de los coches diez agentes de policía, uno de ellos sujetando un pastor alemán atado. Se acercaron corriendo a la casa, y tres se separaron y corrieron hasta la puerta trasera, cortando todas las salidas. Hannah no tenía nada que ocultar, pero de pronto Zach se sintió frenético al pensar en ella atrapada allí dentro, siendo atacada.

—Espero que ese perro solo rastree drogas y no personas —murmuró.

Rozafa alzó la cabeza inmediatamente, con los ojos brillantes por la adrenalina.

—Vamos —dijo él.

Siguieron corriendo colina arriba y al cabo de unas pocas yardas, Zach se volvió y cogió al niño de los brazos de la madre, se lo puso a la espalda y siguió andando. El niño casi no pesaba. Era como un pedazo de madera que el mar arrastra hasta la playa. De pronto Zach se dio cuenta de lo peligroso que debía de ser cruzar el canal de la Mancha en un pequeño bote pesquero por la noche; lo larga, incómoda y oscura que debía de haber sido la travesía. Desechos humanos, agotados y al límite; al borde de la tragedia. No podía hacerse una idea de lo que era correr el riesgo que ellos habían corrido, no podía hacerse una idea de lo asustados que debían de estar. Agarró a Bekim con más fuerza.

Después de diez minutos que parecieron una eternidad, Zach vio la silueta blanca de The Watch alzándose débilmente en la oscuridad. Jadeando, los condujo hasta la puerta de la casa y le devolvió al niño a Rozafa mientras llamaba. Se volvió para mirar de nuevo colina abajo, desesperado por saber qué estaba pasando en la Southern Farm. No se veía nada. Los coches de policía seguían en el patio, una hilera de luces azules lanzando destellos. Zach volvió a llamar, y pensó en lo confusa y asustada que había parecido Dimity horas atrás cuando había ido a verla.

—Dimity, solo soy yo, Zach. He… vuelto. Por favor, ¿podemos pasar? Es muy importante… ¿Dimity?

—¿Zach? —llegó la voz de la anciana a través de la puerta, débil y ronca.

—Sí, soy yo. Por favor, abra, Dimity. Necesitamos un lugar donde escondernos.

La puerta se abrió un poco, y la oscuridad del interior era aún más profunda que la noche. Las luces de los coches de policía brillaron en la piel pálida y en los ojos abiertos de la anciana.

—¿La policía? —preguntó con tono desconcertado.

—Están buscando a estos dos. Son la mujer y el hijo de Ilir. Conoces a Ilir…, ayuda a Hannah en la granja. ¿Podemos pasar?

Zach se volvió para mirar a Bekim, en brazos de Rozafa, y vio que dormía profundamente. Tenía la cara macilenta y la boca entreabierta, y las encías casi grises. De pronto tuvo la impresión de que el niño no estaba bien.

—Necesitamos escondernos aquí, pero por poco tiempo. Están… muy cansados. Llevan mucho tiempo viajando.

—¿Viajando? —repitió Dimity vagamente, y miró a Rozafa sin comprender.

Rozafa dejó que la mirara sin parpadear. Zach suspiró profundamente para sobreponerse al pánico.

—Sí, viajando. Acaban de llegar de…

—¿La familia de Ilir? ¿Los romaníes? —lo interrumpió Dimity de pronto.

Parpadeó y de pronto pareció ver con claridad, como si algo esencial en ella hubiera regresado de alguna parte. La mirada que volvió hacia Zach era más aguda.

—Sí, eso es…

—¡Pasen, pasen! —dijo enérgicamente, abriendo más la puerta e invitándolos a entrar—. Su gente es mi gente, después de todo. ¿Le he dicho que mi madre era gitana? Pasen, pasen y cierren la puerta. Este es un buen lugar para esconderse…

Zach fue el último en entrar y al cerrar la puerta vio faros en lo alto del camino del pueblo, enfocando la casa. Se le cortó la respiración. No se le ocurría ninguna razón para que quisieran registrar The Watch. Sin embargo, Hannah había titubeado cuando lo había propuesto, como si no estuviera totalmente convencida de lo seguros que estarían allí. Tal vez los habían visto cruzar los campos. Asió a Dimity por el brazo con delicadeza para llamar su atención.

—Creo… que alguien viene hacia la casa…, hacia aquí —susurró ansioso—. Necesitamos esconderlos. ¿Dónde podemos meternos? ¡No…, no encienda la luz! —gritó cuando Dimity alargó una mano hacia el interruptor—. Es tarde. Mejor fingir que está acostada.

La anciana cerró las manos con fuerza frente a ella, casi en actitud de rezar. Sus ojos eran apenas unos puntos brillantes en la oscuridad. Una indecisión insufrible parecía haberse apoderado de ella. Las luces de la policía seguían proyectando inquietantes sombras grises por las paredes.

—¿Dimity? —insistió Zach—. No pueden encontrarlos. Por favor…, se los llevarán si los descubren.

—¿Se los llevarán? No, no. El piso de arriba es el único sitio. Si vienen los echaré. Suban a la habitación de la izquierda. La habitación de la izquierda, ¿entendido? La puerta abierta. A la izquierda.

En ese preciso momento se oyó el ruido de un motor fuera de la casa y brillaron unos faros a través de la ventana desnuda.

—¡Dígales que pongan sus chapas de identificación por la ranura del buzón antes de abrir la puerta, Dimity! ¡Vamos, vamos! —siseó Zach, empujando a Rozafa hacia las escaleras.

La mujer romaní las subió con pies ligeros, seguida de cerca por Zach. Se encerraron en un dormitorio y se agacharon contra la puerta, intentado respirar sin hacer ruido, aguzando el oído para oír.

Llamaron a la puerta y pasó mucho rato antes de que Dimity acudiera a abrir. A través del suelo llegaban voces amortiguadas, pero Zach no entendió qué decían. A su lado, la respiración de Rozafa era profunda y acompasada, y se preguntó si se había quedado dormida, renunciando al control de la situación y sucumbiendo al agotamiento. Poco después se oyó otro débil rugido de motor fuera y todo quedó en silencio. El aire en la habitación estaba cargado de olores peculiares: a moho y a vida vegetal, a papel, a ropa sin lavar; a alguna clase de comida pasada; a agua, sal, hollín, amoníaco y un fuerte olor a producto químico que Zach reconoció enseguida. No tenía ni idea de qué hacía ese olor en la casa de Dimity. Pese a su impaciencia, sabía que no debía salir hasta que Dimity fuera a buscarlos, por si acaso. Sacó el móvil y vio que tenía una sola rayita de cobertura en el piso de arriba. No había llamadas perdidas ni mensajes de Hannah, y resistió el impulso de llamarla hasta saber a ciencia cierta que había pasado el peligro. El silencio se prolongó. Zach esperó, y mientras lo hacía, notó el aire frío de la noche en la mejilla. Desconcertado, se volvió para buscar la fuente de la corriente. A través de la pequeña ventana, el cielo era un pedazo de negrura, y vio el cristal roto por el que entraba el viento. Era la ventana debajo de la cual se había detenido y cuyas cortinas había visto ondear. La habitación de la izquierda, había insistido Dimity. Pero Rozafa iba delante y no debía de haber entendido qué decía. Zach se quedó extrañamente helado. Estaban en la habitación de la derecha. La habitación desde la que a menudo llegaban sonidos amortiguados y no identificados durante sus visitas.

Sin moverse, Zach aguzó la vista para ver las esquinas de la habitación, pero se perdían en la penumbra. Solo distinguió a duras penas unas formas oscuras amontonadas contra las paredes sin iluminar. No reconoció muebles en ellas, y no lograba entender qué eran. Luchó por respirar de forma acompasada, como si alguna criatura dormida en la habitación pudiera despertarse al oír el ruido. Se sentía observado; tuvo la sensación de que, aparte de las formas acurrucadas de Rozafa y de su hijo, había alguna conciencia dentro de esa habitación. Creyó oír el ruido de algo respirando; una exhalación lenta y húmeda. Contra todo sentido común, fue presa de un pánico creciente; necesitaba luz y claridad; huir de esa habitación con sus secretos y su aire frío y espeluznante. El móvil emitió un pitido y dio un respingo. Un mensaje de Hannah brillando ante sus ojos, arruinando la escasa visión nocturna que había alcanzado. «Se han ido. Voy a buscaros». Rozafa dijo algo que él no entendió con voz débil, llena de tensión.

—Todo bien —susurró—. Vienen para aquí.

Por el silencio de la mujer, se dio cuenta de que no lo entendía. A la tenue luz del móvil los ojos le brillaban por encima de unos pómulos toscos. Lo miró con frustración, luego soltó:

Vous parlez français?

Tenía un acento extraño, pero, para su sorpresa, Zach la entendió, y buscó en su lejano francés de colegial las palabras para responder.

Hanna et Ilir… son ici bientôt. Tout est bien.

«Todo va bien». Las palabras tuvieron un efecto visible en Rozafa, que se dejó caer contra la pared, agarrándole el brazo con una mano y cerrando los ojos.

Merci —dijo, tan débilmente que él apenas la oyó.

Zach asintió, y deseó hablar el idioma adecuado para preguntarle si Bekim estaba bien, si podía hacer algo por su niño lívido y sin fuerzas.

Se puso rígidamente de pie y se alegró de que Rozafa no pudiera ver su profunda desazón. Apretando los dientes, alargó una mano a ciegas, con los dedos abiertos, y palpó la pared buscando el interruptor de la luz. El yeso estaba blando algo húmedo. Se desprendió como un polvo fino. No encontraba el interruptor, y, para su vergüenza, no se atrevía a apartarse de Rozafa y buscar más lejos. De pronto algo le rozó el cuello y soltó un grito. Rozafa se puso en pie enseguida, respondiendo con un grito de alarma, mientras Zach intentaba averiguar qué lo había tocado. Era el interruptor de la luz, un pulsador alargado de madera que colgaba del extremo de una cuerda. Tiró de él frenético y se encendió una luz sobre sus cabezas, una sola bombilla tan brillante que quedaron momentaneamente cegados. A través de sus ojos llorosos Zach examinó la pequeña habitación. Poco a poco vio con claridad y comprendió qué eran todas esas formas oscuras. Se quedó boquiabierto, sin poder dar crédito a sus ojos; tan perplejo que el pensamiento lo abandonó.

Sosteniendo aún a Élodie en sus brazos, que parecía no tener huesos, Dimity luchó por bajar del coche cuando este se detuvo frente al hospital de Dorchester. Era un edificio imponente y almenado de paredes de ladrillo rojo y torres, construido a principios del siglo XIX y más alto incluso que el chapitel de la iglesia de Blacknowle. A Dimity le pareció que se elevaba por encima de ella mientras corría detrás de Charles. Le dio la impresión de que las innumerables ventanas la observaban, reconociendo lo que llevaba en brazos. Lo que había hecho. Se tambaleó. Le fallaron las rodillas y por un momento creyó que iba a caerse. Las fuerzas la habían abandonado, sus huesos se habían vuelto de arena y el agua se los había llevado. «Lo que había hecho». Delphine estaba a su lado, ayudándola a ponerse de pie.

—¡Vamos, Mitzy! ¡Deprisa! —En su tono frenético Dimity oyó los restos de una esperanza peligrosa.

Pero no había esperanza, quería gritarlo con todas sus fuerzas, para poder dejar su carga en el suelo. La pequeña criatura muerta. Sus pasos resonaron en el pasillo del hospital y la luz de muchas bombillas los cegó. La voz de Charles retumbó alrededor, pidiendo ayuda. Entonces unos brazos fuertes con mangas blancas cogieron a Élodie de los brazos de Dimity, y ella cayó de rodillas aliviada.

Se quedó sola y esperó. Por un momento se arrodilló en el pasillo, en el repentino silencio que se hizo después de que los Aubrey, los enfermos y los sanos, se fueran conducidos por un grupo de personas de cara sombría. Ella podría haberlos seguido, pero se sentía demasiado débil para moverse. Se levantó poco a poco y esperó, intentando no pensar. En su cabeza resonaba algo, como el eco del tañido de una campana; ensordecedor, paralizante. El peso de algo caía sobre ella implacable. El peso de algo innegable, que una vez hecho no podía deshacerse. En un determinado momento dejó que la condujeran por un corredor largo y vacío donde había unos bancos de madera contra una pared. La persona que la guiaba era anónima, sin rostro; de una especie totalmente distinta e incomprensible. Le dejaron una taza de té a su lado, pero Dimity no tenía ni idea de qué hacer con ella. Se sentó y se quedó mirando la pared que tenía delante. Pasaron días, semanas, meses… o solo el espacio entre latido y latido; ya no sabía distinguir la diferencia. Fuera era de noche; y la luz del pasillo, débil. De vez en cuando oía ecos. Pasos, ronquidos suaves, gritos sin palabras que llegaban desde muy lejos. Sonidos incorpóreos que viajaban por el pasillo como fantasmas. Tenía los zapatos cubiertos de barro arenoso ya seco que se desmenuzaba. Barro arenoso de la zanja donde crecía el perejil bastardo. Dimity deseó no existir; deseó ser un fantasma más que vagaba por el pasillo, perdido y totalmente solo.

Era de día cuando Charles apareció por una puerta y recorrió el pasillo con los hombros caídos y la cabeza gacha. Se movía como sonámbulo, atontado e inconsciente; cuando vio a Dimity se acercó y se detuvo frente a ella, pero no habló.

—¿Charles?

Él parpadeó y alzó los ojos hacia ella, luego se sentó a su lado. Tenía la piel grisácea y profundas ojeras moradas. Trató de hablar, pero tenía un nudo en la garganta; tuvo que toser e intentarlo de nuevo.

—Celeste. —La palabra sonó como una acusación, como una súplica—. Creen que Celeste saldrá adelante. Le han dado algo… Luminol, para detener los espasmos. Le están dando los fármacos a través de un tubo conectado a una vena. Nunca lo había visto. Pero Élodie…, mi pequeña Élodie. —Se le quebró la voz en un sollozo—. Se la han llevado. No era lo bastante fuerte. No han podido hacer nada.

Dimity se dio cuenta de que las palabras no eran suyas. Eran las que le habían dicho y que ahora repetía en lugar de utilizar sus propias palabras, que no tenía.

—Sabía que había muerto —dijo Dimity sin aliento. Algo le apretaba el pecho, se lo oprimía dolorosamente—. Sabía que había muerto mientras la llevaba. Lo sabía. ¡Lo sabía!

Charles volvió la cabeza para mirarla con una expresión de incomprensión. Ella se dio cuenta de que ni siquiera podía verla. Soy un fantasma, un eco. Que así sea. Quería tocarlo, pero para ello tendría que ser de nuevo de carne y hueso. Todo tendría que ser real. Se quedaron sentados en silencio durante un rato, luego Charles se levantó y desapareció de nuevo por la puerta, y Dimity lo siguió, dejándose arrastrar por las cadenas que aprisionaban su corazón.

Había otro pasillo, más corto, con puertas altas y blancas que se abrían a él. El olor a desinfectante era omnipresente, más agudo que el de orín de gato pero sin acabar de enmascarar del todo el olor a enfermedad, a muerte. No había rastro de Élodie. Ya se había ido, como si nunca hubiera existido. Dimity sacudió la cabeza ante lo absurdo de la situación. Celeste yacía recostada sobre una sola almohada, con la mandíbula flácida y el pelo, negro y brillante, enmarañado alrededor. Sobre ella colgaba un artilugio delgado, y tenía una aguja y un tubo sujetos al brazo; en el brazo se extendía un cardenal. Sus labios estaban blancos; los ojos, cerrados. Parecía muerta, y Dimity se preguntó si nadie se había dado cuenta, hasta que percibió un movimiento en su caja torácica. Miró fijamente a la mujer. La miró con suficiente atención para ver el aleteo de un pulso en la suave piel del cuello.

—Habrá secuelas —dijo Charles, y las palabras alcanzaron a Dimity como una descarga eléctrica. Desplazó los ojos hasta él pero él miraba a Celeste. Habló con una voz bastante entrecortada—. El médico dice… que puede que nunca vuelva a ser la misma. La cicuta tiene efectos secundarios. Sufrirá… pérdida de memoria de los días anteriores. Estará confusa. Los temblores no cesarán del todo. Esos efectos tardarán un tiempo en desaparecer y puede que nunca… —Se interrumpió y tragó saliva—. Puede que nunca vuelva a ser la misma. Puede que nunca sea como era antes, mi Celeste.

Al otro lado de la cama había una figura patética. Una figura enroscada en sí misma, como si tratara de ser invisible. Lo estaba haciendo tan bien que Dimity solo advirtió su presencia al cabo de un rato. Delphine. Lloraba sin parar, aunque casi no hacía ruido y tenía los ojos secos e inexpresivos, como si se le hubieran agotado las lágrimas. Aun así se sacudía y temblaba casi tanto como lo había hecho su madre antes de que fueran al hospital, y los sonidos que hacía eran terribles, como los repetidos gemidos de un conejo en una trampa, pero silenciosos…, muy silenciosos. Intentando no existir. Dimity la miró fijamente, y Delphine levantó poco a poco la cabeza, con los ojos enrojecidos e inyectados en sangre, y tan hinchados que casi se le habían cerrado. Pero había algo en esos ojos, además de congoja, que dejó a Dimity sin aliento. Era tan insoportable de ver que se volvió y, dando unos pocos pasos, se desplomó contra la pared. Se deslizó poco a poco hasta el suelo. Nadie pareció darse cuenta de que pasaba algo. Dimity se llevó los dedos a la boca y se los mordió hasta que le sangraron, pero no sintió nada. Los ojos de Delphine estaban llenos de culpabilidad. Un profundo, dominante y venenoso sentimiento de culpabilidad.

Poco después Dimity volvía a estar sentada en el banco del pasillo. No sabía cómo había llegado allí. La despertaron unas voces: voces masculinas discutiendo en voz baja junto a la puerta de las habitaciones. Se frotó los ojos y forzó la vista. Charles Aubrey y otro hombre, alto y delgado, con el pelo gris metálico. Lo reconoció como el doctor Marsh, uno de los médicos que iba a Blacknowle con regularidad para visitar a los que estaban demasiado enfermos para tomar las pócimas de Valentina.

—Debe quedar registrado, señor Aubrey. Estas cosas no pueden evitarse —decía el médico.

—Puede escribir parte de la verdad, sin ponerlo todo. Es su deber. Mi hija…, mi hija se está arrancando las extrañas. Si lo registra como muerte por envenenamiento, tendrá que haber una investigación judicial, ¿no es así?

—Sí.

—¡Entonces tenga compasión y no lo haga! Ella cargará con ese peso el resto de su vida. Si se hace público…, si el mundo entero se entera de lo que hizo, aunque fuera de manera accidental…, será su ruina. ¿No lo entiende? ¡Su ruina!

—Señor Aubrey, entiendo su preocupación, pero…

—¡No! ¡No hay peros que valgan! Se lo suplico, doctor…, no le cuesta nada registrar que la causa de la muerte fue un trastorno gástrico…, a Delphine en cambio le costará caro si no lo hace. Por favor.

Charles asió al médico del brazo y lo miró a los ojos. La desesperación era patente en su rostro. El médico titubeó.

—Por favor. Ya hemos sufrido bastante. Y todavía nos queda mucho por sufrir.

—Está bien. —El médico sacudió la cabeza y suspiró.

—Gracias. Gracias, doctor Marsh. —Charles soltó el brazo del hombro y se llevó la mano a los ojos para tapárselos.

—Pero debe saber… que estuve en Blacknowle anoche, para ver a la señora Crawford, que tiene una úlcera. Luego me tomé una cerveza en el pub y hubo gente que me preguntó por usted…

—¿Qué les dijo? —preguntó Charles, ansioso.

—Les dije que parecía alguna clase de envenenamiento. Tal vez alguna planta ingerida por equivocación. Perdóneme. Estaba tan afectado por los acontecimientos que hablé con demasiada libertad. Haré lo que me pide, pero debe estar preparado para… los rumores que correrán por el pueblo.

—Podremos ignorar los rumores. Además, nos iremos de Blacknowle en cuanto Celeste esté lo suficientemente fuerte para viajar. Entonces podrán quedarse con sus rumores y no molestarnos más.

—Probablemente sea lo mejor. —El médico asintió—. Le acompaño en el sentimiento —añadió, estrechando la mano de Charles y volviéndose para irse.

Como si esas palabras le hubieran recordado su pérdida, Charles se balanceó sobre los talones y pareció a punto de caerse. Dimity se acercó corriendo a él, dejándose llevar por el instinto. Al llegar a su lado, a Charles se le doblaron las piernas y se desplomó, agitando los brazos como si cayera de una gran altura. De buena gana, Dimity dejó que la arrastrara consigo. Se arrodilló y lo rodeó con los brazos, y cantó bajito mientras él lloraba sin parar. Le acarició el pelo y notó cómo las lágrimas de él le mojaban la ropa, y dejó que el amor la iluminara como el amanecer, lo bastante fuerte, confió, para salvarla.

Cuando le preguntaran, como era de esperar, debía responder gripe intestinal. Charles se lo recordó dos días después, cuando las lágrimas dieron paso a una especie de calma impasible más parecida a un estado catatónico, como si lo hubieran hipnotizado. Se movía como medio aturdido y Dimity se sintió poco segura cuando la llevó en coche hasta The Watch y la dejó allí. Ella asintió e hizo lo que le dijeron, aunque la única persona que le preguntó fue Valentina, quien a continuación escudriñó a su hija, la miró fijamente a los ojos y supo que mentía. Le sonsacó la verdadera causa de la muerte haciéndole sentir el peso de su voluntad y de la sumisión que le había inculcado, luego ladeó la cabeza considerándolo.

—Según mis cálculos, no hay de ese perejil bastardo en un radio de tres millas del pueblo, después de un verano tan seco como este, y los granjeros ya lo han arrancado y quemado donde han podido. Humm. Me gustaría saber dónde lo encontró la niña. Tal vez podrías decirme de dónde lo sacó.

Soltó una carcajada desagradable y Dimity se encogió de miedo, pero sacudió la cabeza y no dijo una palabra. Sin embargo no hizo falta. Su madre a veces podía leerle el pensamiento, y la sonrisa de desdén y respeto reticente con que la miró fue más amarga que la bilis.

El tercer día Dimity vio el coche azul bajando con cautela el sendero hacia Littlecombe, como si llevara algo precioso y frágil. Lo siguió en una breve e infeliz procesión. Charles condujo a Celeste al interior de la casa, rodeándole la cintura con un brazo mientras extendía el otro delante de él, como para apartar cualquier obstáculo que pudiera surgir. Al sol de septiembre el rostro de Celeste estaba transformado. Se le veía la piel gris, las mejillas hundidas y demacradas. Tenía una expresión distante, angustiada, y las manos le temblaban constantemente; a veces solo era un pequeño temblor, como un escalofrío, otras veces se sacudían de forma convulsiva como las de la abuela de Wilf Coulson, que tenía el baile de San Vito. Dimity se quedó atrás cuando pasaron por delante de ella y entraron en la casa. Delphine los siguió, sin levantar la vista. Estaba pálida y parecía mayor; daba la impresión de que nunca volvería a sonreír. Dimity observó sin poder creer que así serían las cosas en adelante. No era posible arreglarlas ni cambiarlas. Nada volvería a ser como antes. La idea le revolvió el estómago y por un momento temió ensuciarse encima. Algo en su interior luchaba por salir, pero tenía el presentimiento de que si lo permitía la mataría. De modo que luchó contra ello mientras los seguía hasta la casa, y se quedó allí, esperando y observando.

Nadie habló con ella. Nadie pronunció una palabra. Nadie pareció advertir su presencia hasta que dejó una taza de té al lado de Celeste, atrayendo su mirada azul sin vida.

—Lo sé —dijo, frunciendo ligeramente el ceño—. Eres un cuco…, la cría de un cuco…

Acarició la mejilla de Dimity, pero aunque a esta se le heló la sangre al oír las palabras, Celeste sonrió inesperadamente, solo un segundo. Luego desvió la mirada para recorrer con ella la habitación, como si no recordara dónde estaba o por qué. Retorció los brazos y hundió los hombros. Dimity tragó saliva y miró alrededor, y vio a Charles de pie detrás de ella. La llevó a un lado.

—Le he dicho lo de Élodie, pero no sé… —Guardó silencio, con el rostro descompuesto de angustia—. No sé si entiende lo que le he dicho. Creo que tendré que volver a decírselo. —Su terror ante la perspectiva era audible.

Detrás de él, los ojos de Delphine eran lo único que brillaba en la habitación; vidriosos y destellantes como una piedra pulida.

Charles se agachó para hablar con Celeste, sosteniendo su mano flácida entre las suyas. Era un gesto que traicionaba su propia necesidad de consuelo; al verlo, Dimity deseó abrazarlo. En el silencio que siguió antes de hablar, Dimity y Delphine permanecieron tan inmóviles que podrían haber sido estatuas.

—Celeste, cariño. —Él se llevó la mano de ella a los labios, como para detener las palabras—. ¿Recuerdas lo que te dije anoche?

—¿Anoche? —murmuró Celeste. Sacudió la cabeza con la más leve sonrisa de disculpa—. Me dijiste… que pronto me pondría bien.

—Sí. Y te dije…, te dije algo sobre Élodie. ¿Lo recuerdas? —A Charles le tembló la voz y la sonrisa de Celeste desapareció. Buscó con la mirada por la habitación.

—¿Élodie? No…, ¿dónde está? ¿Dónde está Élodie?

—La hemos perdido, cariño. —Después de que Charles hubiera hablado, Celeste lo miró fijamente y los ojos se le llenaron de miedo.

—¿De qué estás hablando? Où est ma petite fille? ¿Élodie? —la llamó de pronto, gritando la palabra por encima de la cabeza de Charles.

Él le asió la mano aún más fuerte, con los nudillos blancos. Dimity pensó que le partiría los huesos.

—La hemos perdido, Celeste. Tú y Élodie… comisteis algo que os envenenó. Hemos perdido a Élodie, amor mío. Ha muerto —dijo Charles, y las lágrimas le rodaban por la cara.

Cuando las vio, Celeste se detuvo. Dejó de buscar a Élodie, dejó de sacudir la cabeza negándolo. Observó a Charles llorar y en su rostro se reflejó la comprensión, la sombra de una pérdida tan grande que no podía contenerse.

—No —susurró.

Al lado de Dimity, Delphine dejó escapar un gemido. Observaba a su madre con una mirada cruda y tierna, como si se le hubiera desgarrado el corazón con todo lo que había visto.

—La hemos perdido —repitió Charles, bajando la cabeza en un gesto de sumisión, listo para aceptar el castigo que ella le impusiera.

—¡No, no, no! —gritó Celeste, y la palabra se elevó en un aullido que heló el aire.

Con un sollozo, Delphine corrió hasta ella y se arrojó a su lado, rodeándola con los brazos. Pero Celeste forcejeó, se soltó y la empujó.

—¡Déjame! ¡Suéltame!

—Mami —gimió Delphine con tono suplicante—. Lo hice sin querer.

Pero, haciendo un último esfuerzo, Celeste la apartó con tanta fuerza que Delphine cayó al suelo. Luego se irguió en un intento de ponerse de pie, aunque no tenía fuerzas.

—¡Élodie! ¡Élodie! —gritó una y otra vez.

Era una súplica, una orden, un deseo. Y a su lado en el suelo, Delphine solo pudo acurrucarse, una imagen de profundo sufrimiento, abrazándose las rodillas en busca de consuelo. Charles no se movió ni habló; no le quedaba nada. En su fuero interno Dimity caía. Caía demasiado deprisa para pensar, para encontrar las palabras, y a sus pies un charco de orina se extendió por el suelo.

Mandaron a Delphine al colegio al final de la semana, el día siguiente al funeral de su hermana. Se fue discreta y silenciosamente, como si hubiera sometido todo derecho a una opinión, al libre albedrío. Dimity esperó a un lado mientras Charles metía su baúl en el maletero del coche. Celeste salió de Littlecombe, moviéndose con el cauteloso andar de pasos pequeños que había adoptado desde el envenenamiento; como si ya no se fiara de sus pies. Iba envuelta en una prenda holgada, uno de sus caftanes ligeros, pero ahora le colgaba del cuerpo. Estaba más delgada, las curvas sensuales habían desaparecido. Ya no se molestaba en ceñirse una faja a la cintura, en arreglarse el pelo o en ponerse joyas. Aún no había recuperado el brillo de la piel y siempre tenía los ojos ribeteados de rojo. Esa criatura parecía el fantasma de Celeste, como si hubiera muerto con Élodie. Se quedó inmóvil cuando Delphine la besó en la mejilla y la abrazó con cuidado, y no devolvió tales demostraciones de afecto. Charles observó ese horrible intercambio con expresión afligida.

—Adiós, Mitzy —dijo Delphine, apretando su mejilla de mármol contra la de Dimity—. Me alegro… de que estés aquí. Para cuidarlos. Ojalá… —Pero se calló y tragó saliva. Luego un brillo de ansiedad le iluminó los ojos—. ¿Vendrás a verme al colegio? No creo que pueda soportar que no venga nadie. —Su voz sonó aguda, frenética de necesidad—. ¿Lo harás? Podría enviarte dinero para el tren. —Agarró el brazo de Dimity con fuerza.

—Yo… lo intentaré —respondió ella.

Le resultaba difícil hablar con Delphine o mirarla siquiera. Le parecía casi imposible mantener la mente y el cuerpo juntos cuando lo hacía.

—¡Oh, gracias! ¡Gracias! —susurró Delphine, abrazándola con fuerza.

Luego se subió al coche con la mirada baja, los hombros caídos.

«Celeste no puede perdonarle a Delphine lo ocurrido. Sabe que no lo hizo a propósito, pero no puede perdonarla. Entiéndelo, Élodie era la pequeña, todavía era su niña en cierto modo. Y se parecía tanto a ella. Mi pequeña Élodie», le dijo Charles a Dimity más tarde cuando Celeste se durmió. Dimity preparó la cena, pero él no parecía darse cuenta de que ella siempre estaba allí, donde no le correspondía estar.

Por la noche Dimity tenía sueños oscuros, y por las mañanas se sentaba en la cama, totalmente inmóvil, y esperaba que se fueran. Pero lo que quedaba, lo que era real, era peor que sus pesadillas. E ineludible. Procuraba vaciar la mente de pensamientos antes de levantarse, porque con la cabeza llena no podía respirar, por no hablar de caminar, hablar, cocinar o cuidar a Charles. Los sueños eran de enormes ojos negros y de hedor a vómito. Los sueños eran corazones cortados y arrojados al suelo, con sangre rezumando y manchando las tablas. Los sueños eran de Élodie regresando a The Watch, señalándola con el dedo y gritando: ¡tú, tú, tú! Los sueños eran de sus caras destrozadas y del silencioso estallido interno de Delphine, de cómo una parte de cada uno de ellos había desaparecido. Una parte de Charles incluso. Todo había salido mal. Dimity casi había gritado el día anterior, después de verlo durante media hora pasando bocetos de sus hijas con la cara descompuesta. Todo había salido mal. Ella había querido liberarlo, liberarlo para que la amara y estuviera con ella y la llevara lejos, pero en lugar de ello Charles estaba más atrapado que nunca. Solo con la mente en blanco Dimity se contenía de gritar cosas como esa. Verdades como esa. Solo con la mente en blanco no tocó el fondo del abismo por el que caía y se hizo añicos.

El otoño continuó con sus temperaturas suaves y con secas brisas que sacudieron y desperdigaron las diminutas semillas negras de las cabezas de amapola entre las doradas cosechas y los pastos marchitos. Frente a la tienda y el pub corrían rumores de la guerra, de nubarrones avecinándose por el este, de Polonia y de problemas inminentes; pero Dimity no prestó atención. Nada de todo eso importaba, al menos en Blacknowle. Allí no llegaba nada del resto del mundo; ese mundo grande y lejano que Charles había prometido enseñarle. Solo tenía que esperar, se dijo. Solo tenía que esperar un poco más y la vida real empezaría; ese limbo terminaría. Un día encontró a Celeste tumbada en una hamaca del jardín, con las piernas espatarradas de forma poco elegante, como si la hubieran dejado así y no se hubiera molestado en cambiar de postura. El sol no tenía poder para calentarla, para iluminarla. Llevaba el pelo limpio y bien peinado, pero todavía se la veía sin vida. Los tendones del cuello se le marcaban debajo de la piel; parecía herida en lo más vivo, despojada. Era fácil pensar que estaba inconsciente, que se la podía ignorar. Dimity dio una vuelta por la casa y vio que Charles no estaba, y se disponía a irse cuando Celeste le agarró la mano con sorprendente fuerza.

—Tú, Mitzy Hatcher. Te crees que he perdido la memoria, y es cierto que hay cosas que no recuerdo, pero otras sí. Cuando te veo, tengo una sensación en las entrañas, como una advertencia. Como cuando miras desde un lugar alto y tienes la impresión de que vas a caer. Lo que siento cuando te veo es peligro. Siento que estoy en peligro. —Le sostuvo la mano y clavó los ojos en los de ella. Dimity trató en vano de zafarse. Los dedos de Celeste eran de hierro, fríos y duros—. Fuiste tú, ¿verdad? —le preguntó, y Dimity se quedó helada; atenazada por un miedo repentino y electrizante.

—¿Cómo? No, yo…

—¡Sí! ¡La culpa fue tuya! Vi cómo callabas mientras Delphine lo soportaba todo. Vi cómo dejabas que ella cargara con toda la culpa. Pero sin ti ella jamás habría ido sola al monte a buscar plantas. Sin ti jamás se le habría ocurrido hacerlo. Y si tú no hubieras traicionado a mis hijas, persiguiendo a su padre, ella nunca habría tenido que ir sola ni se habría confundido. Aunque fuera ella quien cometió el error, tú fuiste la que la empujaste a cometerlo. No creas que vas a seguir tan tranquila con tu vida sin compartir con ella este peso. ¡Tienes que compartirlo con ella!

Le soltó la mano y Dimity notó que le caían lágrimas por la cara. Eran lágrimas de alivio, pero Celeste las malinterpretó y pareció extrañamente satisfecha.

—Bueno, así está mejor. Aún no te había visto llorar por Élodie. Al menos ahora te veo llorar, aunque sea por ti.

—¡Yo no quería hacerle daño a Élodie! ¡No quería que pasara esto!

—Pero pasó. Mi hija ha muerto. Mi pequeña Élodie nunca volverá a… —Se le quebró la voz, y por un momento los únicos sonidos que se oyeron fueron su respiración agitada y el lejano murmullo del mar—. Cuánto lamento… —añadió en voz baja unos minutos después—. No sabes cuánto lamento que viniéramos a este lugar. Ayúdame a levantarme.

Dimity hizo lo que le pedía y le cogió el brazo mientras se levantaba de la tumbona, y juntas salieron del jardín y cruzaron los campos hacia el mar.

—Llévame hasta el borde. Quiero ver el océano —dijo, y Dimity obedeció.

Celeste ya caminaba con paso firme y los temblores de su cuerpo eran menos frecuentes, más suaves. Dimity no tardó en darse cuenta de que ya no necesitaba ayuda para andar, pero seguía asiéndole con firmeza el brazo de todos modos, clavándole los dedos, con la mirada fija al frente, llena de determinación. De pronto Dimity se sintió intranquila, aunque no sabía por qué. Peligro, le había dicho Celeste. Se le erizó el vello instintivamente. Se acercaron al borde del acantilado, hasta un punto en el sendero donde la playa se veía a unos sesenta pies por debajo de ellas. Dimity se detuvo, pero Celeste le gritó:

—¡No! Más cerca. Quiero asomarme.

Continuaron andando hasta que tuvieron los dedos de los pies a escasas pulgadas del borde azotado por el viento. Dimity tenía un nudo tan grande en la garganta que ya no podía tragar saliva.

Una junto a la otra, miraron la playa de debajo donde unos pocos veraneantes nadaban y holgazaneaban mientras sus hijos jugaban. Celeste señaló una niña morena que hacía castillos en la arena cerca de la orilla.

—¡Mira! ¿No podría ser ella? ¿No podría ser mi Élodie jugando en la arena? Oh, Mitzy, ¿no sería más fácil saltar? ¿No sería más fácil dejar de vivir?

Dimity trató de retroceder, pero Celeste no se movió.

—No, Celeste.

—¿No lo crees? Entonces, ¿no te sientes culpable de lo ocurrido? ¿Estás contenta de seguir viviendo ahora que ella ya no está? Creo que para mí sería más fácil saltar e irme con ella. Mucho más fácil. —Miró a la niña de la orilla con intensidad, la boca abierta y un brillo poco saludable en la piel.

—¡Apártate del borde, Celeste! ¡Tienes otra hija! ¿Qué hay de Delphine?

—¿Delphine? —Celeste parpadeó, mirando a Dimity—. Todavía es mi hija, pero ¿cómo voy a quererla como antes? ¿Cómo? No quería hacer daño a nadie pero lo ha hecho. Y mucho. Y ella nunca me necesitó, no como Élodie. Ella siempre ha querido más a Charles.

—Ella te quiere —dijo Dimity, luego jadeó porque algo le atravesó la mente vacía, como siempre que pensaba en Delphine. Algo tan doloroso que se tambaleó, inclinándose precariamente hacia el aire vacío que tenían ante sí.

Celeste advirtió ese cambio en ella y por un instante pareció que iba a sonreír.

—Lo ves, ¿verdad? Sería mucho más fácil.

Y por un segundo Dimity lo vio. Los largos años de su vida se extendieron ante ella, y ese vacío tendría que ser su constante compañero, porque el dolor jamás desaparecería. No era posible deshacer lo que ya estaba hecho. Sus sueños siempre serían oscuros; el ancho mundo siempre sería algo lejano e imaginado. Tendría las burlas de Valentina por toda compañía, a nadie más. Charles no era libre y tal vez nunca lo sería. Pero fue pensar en él lo que la salvó. Recorriéndole la sangre como una droga, una magia.

—¡No! ¡Suéltame! —Utilizó todo el peso de su cuerpo para zafarse de Celeste, y retrocedió unos pasos tambaleante hasta sentarse bruscamente en la hierba.

Allí esperó y observó. Celeste seguía de pie justo en el borde. La violencia con que Dimity la había apartado hizo que se tambaleara a su vez, e intentó recuperar el equilibrio, extendiendo los brazos, como si fueran las alas frágiles de un polluelo. Alas que nunca la salvarían si caía. Se bamboleó, con los dedos de los pies inclinados sobre el borde, desintegrándolo, y cuando se volvió para mirar a Dimity, el viento le levantó el pelo y se lo arrojó a la cara; un velo oscuro, un velo de dolor. Vete entonces, si es lo que quieres, pensó Dimity. Se quedó inmóvil y observó; sintiendo debajo de ella la reconfortante firmeza del suelo, hundió los dedos de las manos en la hierba y esperó. El viento rodeaba a Celeste y la tentaba con la promesa de volar. Pero de pronto sus ojos como platos se posaron en Dimity y se endurecieron, y retrocedió. Dimity se dio cuenta de que había contenido la respiración. Esta vez Celeste sí sonrió; un esbozo de sonrisa en la que no había rastro de humor ni complacencia.

—Tienes razón, Mitzy. Tengo otra hija. Y tengo a Charles. Y mi vida no se ha acabado, aunque un parte de mí lo desee. Sigo aquí pese a todo. Y seguiré aquí. —Sus palabras fueron como una puerta que se cierra, y el caos de sentimientos y de pensamientos que se agolparon en la mente de Dimity la dejaron atontada y confusa—. Tal vez preferirías verme muerta y esa es la advertencia que noto cuando te miro. Pero pronto dará lo mismo porque no pienso quedarme aquí. Este lugar es una tumba abierta.

Se detuvo junto a Dimity, pero no parecía verla. Se llevó las manos ahuecadas a la cara e inspiró; un gesto chocante, exótico.

Je veux l’air du désert, où le soleil peut allumer n’importe quelle ombre —dijo, en voz tan baja que las palabras casi se perdieron en la brisa y solo una se distinguió claramente. Desierto. Dimity no se levantó durante largo rato, y cuando lo hizo Celeste ya había recorrido la mitad de camino hasta su casa, una figura delgada, recta y solitaria, caminando sin su ayuda.

Celeste cumplió su palabra. Dos días después Dimity caminaba por el pueblo cuando Charles salió de la tienda y chocó con ella. Le asió los brazos y la sacudió antes de hablar siquiera.

—¿La has visto?

—¿Qué? ¿A quién?

—¡A Celeste, estúpida! —Le dio otra pequeña sacudida y ella no entendió su expresión ni su tono. Rabia, miedo, frustración, burla. Estaba confuso, congestionado.

—¡No la he visto desde el lunes! ¡Lo juro! —gritó ella.

Él la soltó con brusquedad y se pasó las manos por el pelo. Era un gesto que últimamente hacía a menudo y que ella nunca le había visto hacer antes de ese verano.

—¿Se ha ido?

—No sé… No sé adónde se ha ido. Estuvo tan extraña el lunes… Cuando volví de la ciudad estuvo tan extraña. Dijo que tenía que irse de aquí. Yo le dije que esperáramos unos días hasta que se sintiera un poco más fuerte…, pero ella dijo que no podía esperar. Yo le dije…, le dije que era necesario. ¡Y ahora ella se ha ido y no sé dónde está, y no consigo encontrarla! ¿Te dijo algo? ¿Dijo algo de adónde quería ir?

Dimity pensó en Celeste en el borde del acantilado con los brazos abiertos y el cabello revuelto, lista para emprender el vuelo. Sacudió la cabeza, sin fiarse de sí misma para hablar. «Este lugar es una tumba abierta».

—Mitzy, ¿me estás escuchando?

—Este lugar es una tumba abierta. —Y era cierto. Blacknowle era un lugar para morir. Su casa era un lugar donde morir.

—¿Qué?

—Eso es lo que dijo. Dijo: «Este lugar es una tumba abierta».

Charles se puso rígido.

—¡Pero…, pero no puede volver sola a Londres! ¿Dónde se alojará? ¿Cómo llegará siquiera a la estación? Está demasiado débil…, podría pasarle cualquier cosa… No está lo bastante fuerte.

Tenía los labios secos y cuarteados, y le colgaban pieles de ellos. Dimity quiso arrancárselos con los dedos y hacer desaparecer sus preguntas con besos. Se imaginó a Celeste alejándose del acantilado sin ella, despacio pero con resolución. Estaba lo bastante fuerte para viajar sola. Celeste estaba lo bastante fuerte para cualquier cosa.

—¿Y estás segura de que no dijo nada más? ¿No dio ninguna pista de adónde quería ir…? ¿Te mencionó algún nombre, amigos en Londres, alguien?

Dimity volvió a negar con la cabeza. Había una palabra que había entendido. A Charles se le acabaría ocurriendo. Pero ella no lo empujaría. Le daría ventaja a Celeste, una oportunidad para desaparecer. El desierto. Una palabra callada, llena de anhelo. «El desierto. Déjala ir». Le lanzó el pensamiento silenciosamente a Charles. Déjala ir.

Charles permaneció callado mucho rato mientras regresaban despacio a Littlecombe.

—Tiene razón —dijo por fin—. Este lugar está lleno de muerte. No puedo…, no puedo… —Se le quebró la voz cuando un sollozo le cerró la garganta—. Este lugar… es tan distinto ahora —murmuró, casi para sí—. ¿No lo notas? Es como si todo lo bueno, lo recto se hubiera ido con ella, y solo quedara atrás lo malo, lo corrupto. Una sensación de pesadumbre y desamparo. ¿Tú también lo notas?

—Cada vez que te vas —respondió ella, pero Charles no pareció oírla.

—Creo… que nunca volveré aquí, después de hoy. Hay demasiados recuerdos horribles…

—¡Entonces nos iremos lejos! A donde tú quieras… Iré a donde tú quieras y podremos empezar una nueva vida. Una vida nueva, sin fantasmas, sin muerte… —Dimity se acercó más a él, le cogió la mano y se la llevó al corazón, mirándolo fijamente.

Pero Charles apartó la mano. La miró con los ojos muy abiertos y atormentados.

—¿De qué estás hablando? —De pronto se rió, un sonido desagradable que sonó como un ladrido—. No seas ridícula. ¿No lo ves? ¡Todo se ha acabado! Yo estoy acabado. No puedo dibujar, ya no puedo dormir ni pensar desde… que murió Élodie. Solo tengo pensamientos horribles, oscuros. —Sacudió la cabeza bruscamente y torció el gesto—. La echo tanto de menos. Y ahora he perdido también a Celeste. Mi Celeste.

—¡Pero… tú me quieres! —gritó Dimity—. En Fez tú… me salvaste. Me besaste. ¡Sé que me quieres, tanto como yo te quiero a ti! ¡Lo sé!

—¡Basta! ¡No te quiero, Mitzy! Tal vez te quise como amiga, casi como a una hija…, pero eso fue entonces y esto es ahora. Y nunca debería haberte besado. Lo siento, pero ahora tienes que olvidarlo. ¿Me oyes?

Cuando Dimity habló, su voz era poco más que un susurro, porque las palabras hirientes y crueles de Charles le arrebataron el aliento.

—¿Qué estás diciendo? —Sacudió la cabeza—. No lo entiendo.

—Por Dios, niña, ¿has perdido la razón? ¡No sigas con estas tonterías! ¿No puedes pensar en nadie más que en ti, Mitzy?

—Solo pienso en ti —replicó ella, obnubilada. Se dio cuenta de que solo existía él en el mundo. Él era lo único sólido, y detrás y alrededor de él el mundo se disolvía en una sombra—. Solo en ti.

Le aferró la pechera de la camisa con los puños. No podía soltarlo, por si ella también se convertía en una sombra.

—No voy a quedarme aquí un segundo más. Tengo que encontrar a Celeste. Este mundo está podrido, Mitzy. Podrido y contaminado. ¡No lo soporto! Si ves a Celeste…, si viene aquí después de que yo me haya ido, sé amable con ella, por favor. Dile que la quiero y… que espere aquí hasta que venga a buscarla. Siempre puede telefonearme o escribirme una carta… Por favor, ¿harás eso por mí, Mitzy? Prométeme que cuidarás de ella si viene aquí.

—Por favor, no te vayas —rogó Dimity—. No me dejes.

—¿Que no te deje? ¿De qué estás hablando? Nada de todo esto tiene que ver contigo.

—Pero… yo te quiero.

Charles la miró entonces de una forma extraña, con una expresión que Dimity no había visto nunca. Se parecía a la rabia, al asco, pero no podía ser, de modo que no se dio por aludida. Él le dio la espalda y se dirigió al coche a grandes zancadas. Ella lo siguió pisándole los talones. Había agarrado la manija del lado del pasajero cuando el coche arrancó con una violenta sacudida que le dobló los dedos hacia atrás y le partió todas las uñas. Le brotó sangre por debajo de ellas. Cuando el coche desapareció, se miró el cuerpo para comprobar que seguía allí y se preguntó si sangraba, porque sentía cómo la vida le estaba siendo drenada y se disolvía en el suelo de piedra.

Una semana después de que Charles se marchara a Londres para buscar a Celeste, se declaró la guerra y restringieron los viajes. Se difundió la noticia por todo el país, llegando incluso hasta Blacknowle, como el primer viento frío de invierno. Pero ese viento murió pronto; no parecía suceder gran cosa. Si ocurría algo, decía la gente, era muy lejos de allí. A lo largo de la costa aparecieron puestos de observación de hormigón con el tejado abovedado; por el canal de la Mancha subían y bajaban extraños barcos acorazados. Algunos de los jóvenes granjeros respondieron a la llamada a las armas, fueron a Dorchester y entregaron su vida. Dimity apenas fue consciente de nada. En su mente solo había espacio para pensamientos sobre Charles y cómo curaría sus congojas con su amor cuando regresara; lo colmaría de él y le haría ver que era mejor que Celeste se hubiera marchado. Ella les hacía recordar constantemente cosas horribles. Él la correspondería y por fin, por fin, la pesadilla terminaría y estarían unidos. Juntos, como hombre y mujer, sin más rumores sobre ella o sobre ellos. Sin más chismorreos ni escándalo; se casarían y entonces nada los detendría. Élodie, Delphine, Celeste; todas habían desaparecido. Fue un otoño frío pero ese pensamiento le infundía calor. Él regresaría y se quedaría con ella. Él regresaría.