9

Por el cañón de la chimenea caían gotas de lluvia que levantaban pequeñas nubes de polvo en la fría ceniza amontonada debajo y dejaban manchas negras brillantes en la rejilla. Era un fenómeno extraño, pues normalmente la lluvia llegaba del mar, y caía de manera oblicua sobre la tierra y azotaba el tejado de la casa. Pocas veces al año se veía una lluvia tan constante, resuelta y vertical. Dimity se quedó mirando las gotas, escuchando la sorda nota que emitía cada una al caer; se fijó en que no era una melodía sino una sílaba. Esperó, aguzando el oído asustada. Llegaron otras tres, más seguidas; inconfundibles. «Él-o-die». Contuvo la respiración, confiando en haber oído mal. Cayó una sola gota y se le hinchó el pecho de esperanza. Pero enseguida siguieron tres. «Él-o-die». Con un grito, Dimity se apartó bruscamente de la chimenea, volviéndose justo a tiempo para ver una sombra en la pared del salón. Boca abajo, haciendo el pino.

—¿Élodie? —susurró, y desplazó la vista de izquierda a derecha, registrando cada rincón de la habitación.

La vivaz, ágil y lista de Élodie. Era un milagro que no hubiera vuelto antes; un milagro que no hubiera encontrado la manera de hacerlo hasta ahora. El amuleto que había colgado en el cañón de la chimenea no bastaba para hacer frente a una niña tan resuelta que no se dejaba engañar fácilmente. Un ceño en una frente joven y tersa, una margarita prendida en un cabello negro. Un mohín, una voluntad de pelear, discutir, desafiar.

Dimity se alejó corriendo. La sombra apartó las piernas de la pared, se irguió y salió tras ella con pies ligeros y despreocupados.

—¡No fui yo! —gritó Dimity, y entró en la cocina a todo correr, arrojando las palabras por encima del hombro.

Estaba segura y al mismo tiempo no lo estaba. Parecían las palabras adecuadas, sonaban verdaderas, pero por debajo de ellas Valentina se reía y en su mirada había un brillo de complicidad. Peor que eso, mucho peor: había algo parecido al respeto. Un respeto reticente, no expresado. «¡Pero no fui yo!» Pulsó el interruptor de la pared de la cocina, aunque la oscuridad persistió; la bombilla, cubierta de polvo y excrementos de araña, colgaba sin vida del extremo del cable. Dimity contuvo el aliento, con los dedos temblorosos y el estómago revuelto por el miedo.

Se quedó en la oscuridad, apretujada contra la encimera de la cocina, sin ningún lugar adonde ir a menos que saliera de la casa. Pero fuera esperaban la tormenta, el acantilado y el mar. Miró por la ventana y vio que la noche era tan negra como el pelo de Élodie. A lo largo de la orilla había blancas vetas de agua revuelta y las nubes de lluvia tapaban la luna y las estrellas. Vio los faros de un coche que bajaba hacia la Southern Farm, vio encenderse las luces del interior de la casa y, poco después, el coche marcharse. Cerca había gente, había vida, pero era otro mundo al que ella no pertenecía. Los intrusos siempre querían entrometerse más de la cuenta. Querían ir hasta el fondo, verlo todo, saberlo todo. Llegando hasta el último rincón, como un olor. Como Zach, que había traído consigo recuerdos de Charles. Ella lo había arriesgado todo con tal de recrearse unos momentos con ellos, pero ese mundo ya no era el suyo. Lo había abandonado hacía mucho por una prisión que ella misma se había labrado: The Watch. Sin embargo, esa prisión había sido durante mucho tiempo un refugio. Un lugar lleno de amor una vez que desapareció Valentina. «¡Eres tan tonta, Dimity!», exclamó Élodie usando como voz el repiqueteo de la lluvia en la ventana. «No fui yo», dijo Dimity silenciosamente. Por la garganta le subía una canción casi olvidada, de una época y un lugar del pasado. Un pasado que ella no entendió, que no tuvo; la melodía era tan elusiva como una brisa cálida en el desierto. «Allah akbar… Allah akbar…» Esa ensoñación siguió poseyéndola durante toda la noche.

Zach se encaminó despacio hacia The Watch. Desde que había ido a ver a Annie Langton lo había hecho todo despacio —conducir, comer, pensar—, porque todo había quedado cubierto, medio asfixiado, por lo que ahora sabía: que era Hannah quien había vendido los cuadros de Dennis; que ella ya sabía de su existencia y le había mentido. Pensó en los cuadros de las ovejas que había visto en su pequeña tienda vacía. Eran buenos, pero los retratos de Dennis eran otra cosa. ¿Pintaba tan bien para que un boceto suyo pudiera pasar por uno de Aubrey? Negó con la cabeza, impaciente. Entonces, ¿qué? ¿De dónde los sacaba? Con una sensación de mareo pensó en James Horney y en el barco que Hannah había estado observando, y en lo bien que ella conocía la costa y sus aguas. De pronto le asaltó una sospecha al pensar en el pago que le había visto efectuar a James el mismo día que había saldado la cuenta del pub con Pete Murray. Sacó el móvil para comprobar la fecha y se quedó quieto un instante para luego seguir bajando hacia el mar, donde la señal de cobertura del móvil desaparecía por completo. La venta de la casa de subastas Christie’s se había realizado cuatro días atrás. Escribió a Paul Gibbons.

«¿Se vendió Dennis? ¿Te importaría decirme por cuánto? ¿Todo pagado y liquidado sin problema?» Sentado en un banco con vistas al acantilado, escuchando cómo se le arremolinaban los pensamientos como las olas lejanas, esperó impaciente una respuesta. Diez minutos después el móvil emitió un pitido. «Muy intrigado por el repentino interés. Sí, se vendió por seis punto cinco. Comprador de Gales. Satisfecho el pago total. Paul». Seis mil quinientas libras. Zach quiso enfadarse con Hannah por haberlo tomado por un necio. Pero en lugar de ello se sintió traicionado. Había creído conocerla. Había empezado a enamorarse de ella. De pronto todo había cambiado y se sentía herido en lo más vivo.

Sin embargo, Dimity Hatcher parecía demasiado distraída para advertir su desazón. Estaba tan agitada que Zach volvió a ofrecerse a preparar el té mientras ella daba vueltas, se sentaba y se levantaba de nuevo, agitando sus flacos codos sin dejar de toquetearse los dedos, quitándose la mugre de debajo de las uñas, arrancándose la piel muerta y rascándose. Al final, aun estando absorto en sus pensamientos, Zach no pudo pasarlo por alto.

—Dimity, ¿está bien? ¿Pasa algo? Parece… nerviosa hoy.

—¿Nerviosa? Quizá, quizá —murmuró—. Compruebe si sigue el amuleto en la chimenea.

—¿De qué está hablando?

—El que colgó… Yo no puedo. No me está permitido tocarlo…, fue usted quien lo colgó e hizo el hechizo. Solo compruebe si sigue allí —le suplicó ella—, si la casa está protegida.

—De acuerdo. —Zach se introdujo en la gran chimenea y levantó la vista hacia el humero donde colgaba el corazón deforme. Arrugó la nariz—. No huele muy bien pero sigue ahí.

—Eso no importa, el humo se ocupará de ello. Lo importante es que siga ahí.

—Ahí está.

Dimity frunció el entrecejo y por un momento se mordió el labio.

—Entonces… es imposible que quiera hacerme daño, ¿no? —preguntó en un susurro perplejo—. No puede haber venido enfadada o el amuleto la habría detenido, ¿no?

—¿Quién, Dimity?

—La pequeña. Ha vuelto. Estaba aquí…

—¿La pequeña? —Zach trató de deducir a quién se refería—. ¿Se refiere a Élodie?

Al oír su nombre Dimity se quedó paralizada. Miró a Zach con una expresión tan penetrante que de pronto se sintió intranquilo.

—Iré a buscar el té. —Trató de pasar por su lado para dirigirse a la cocina, pero ella le cogió las manos, clavándole las uñas en las palmas.

Él notó la lana rígida y mugrienta de los mitones rojos, y se le puso la piel de gallina. Le caía un mechón largo de cabello blanco sobre los ojos, pero ella lo ignoró.

—Está muerta —susurró—. Élodie está muerta.

Zach tragó saliva, y por un instante casi creyó oír una pregunta en esas palabras, como si le pidiera que se lo confirmara.

—Sí, lo sé.

Dimity asintió rápidamente y pareció retroceder. Le soltó la mano y dejó caer las suyas a los costados.

Zach se escabulló hacia la cocina e inspiró profundamente mientras servía el té en dos tazones. Por primera vez tuvo la inquietante sensación de que Dimity Hatcher no acababa de estar en la misma habitación, o en el mismo mundo, que él. Otras veces había habido momentos en los que estaba seguro de que ella le mentía. En esta ocasión también empezó a cuestionar que fuera cierto lo que ella tan firmemente creía. Se sacudió la sensación. El descubrimiento de la doblez de Hannah le hacía dudar de todo y de todos en Blacknowle. Trató de sonreír al entrar de nuevo en el salón.

—Nos habríamos casado si la niña no hubiera muerto. Nos habríamos casado si ella hubiera vivido, lo sé —dijo Dimity, sin prestar atención al tazón que él dejó a su lado.

—La muerte de Élodie… debió de suspenderlo todo temporalmente, ¿no? Tuvo que ser un momento muy duro para Charles… Por lo que me ha dicho usted, y por lo que he leído, era un padre devoto; muy afectuoso, aunque a veces algo distraído. ¿Se fue a la guerra solo por la muerte de Élodie?

Siguió un largo silencio. Luego a Zach le pareció oír una débil melodía, la más silenciosa de las canciones tarareadas, un lamento sin palabras, que provenía de Dimity.

—Debió de ser muy… perturbador —continuó él—. Creo que leí en alguna parte cómo murió… ¿Fue de gripe? No me acuerdo. ¿Seguían muriendo los niños de gripe en los años treinta? —murmuró casi para sí, ya que la atención de Dimity seguía en otra parte.

—¿Gripe? —repitió ella, volviéndose de nuevo hacia él—. No, no fue… —Cerró la boca con brusquedad y se humedeció rápidamente los labios con la lengua—. Gripe, sí. Eso fue. De estómago, una gripe intestinal. Pobrecilla, la llevó a la tumba… —Negó con la cabeza, horrorizada, y se quedó inmóvil un momento—. A veces era cruel conmigo. No soportaba que quisiera a su padre. Era una niña celosa, muy celosa. La predilecta de Celeste, ya lo creo. Una madre no debería tener preferencias, pero así era Celeste. Verá, Élodie había salido a ella. Era la viva imagen de su madre. Habría sido igual de hermosa que ella si hubiera vivido… —La voz de Dimity se convirtió en el más débil de los susurros y Zach tuvo que inclinarse para oírla.

—¿Por eso desapareció Celeste después de su muerte? ¿Adónde fue?

—No lo sé. Nadie lo sabe. Se la llevó el viento… Él también me lo preguntó, pensó que tal vez yo lo sabía. Pero yo no lo sabía…, no lo sé. ¡No lo sé!

—Está bien, está bien —dijo Zach en un tono tranquilizador.

Dimity recorrió la habitación con la mirada mientras formaba mudamente palabras con la boca. Zach guardó silencio un momento y luego habló.

—¿Cómo lo llevó Delphine? ¿Estaban muy unidas las dos hermanas?

Dimity lo miró con los ojos anegados en lágrimas.

—¿Unidas? —repitió con voz ronca—. Unidas como solo pueden estarlo las hermanas.

Permanecieron en silencio mucho rato, y Zach se imaginó el retrato de Delphine que colgaba junto al de su madre y el de Mitzy en la pared de su galería. Había encontrado a una de las tres con vida, pero las otras dos seguían perdidas en el pasado; se habían disipado como la niebla. Suspiró. De pronto Blacknowle parecía un lugar recóndito, oscuro y lleno de secretos, pero por mucho interés que tuviera en resolver sus enigmas, no parecía justo acosar a la anciana.

—Hace mucho tiempo que conoce a Hannah, ¿verdad? —preguntó con cautela.

—¿Hannah? —Dimity ladeó la cabeza y de pronto esbozó una sonrisa de complicidad casi descarada—. Les he visto juntos. Abajo, en la playa, y también en la granja.

Zach sintió cómo se le helaba la sonrisa en los labios.

—Me gusta. Y creía que la conocía, pero… —Se encogió de hombros, preguntándose cuánto debía decir, qué debía preguntar… Pero le preocupaba mucho y necesitaba hablar con alguien.

—La conozco desde que era niña. No mucho, no exactamente como amigas…, sino como vecinas. Es una buena vecina. Es una buena chica.

—¿Lo es?

—Sí. ¿Por qué? ¿Qué le ha dicho? —De pronto Dimity pareció preocupada.

—¿Qué me ha dicho? Nada…, ese es el problema. He descubierto…, he descubierto que me ha mentido. Sobre algo muy importante.

—¿Que le ha mentido? No, no creo que ella mienta nunca.

—Bueno, pues lo ha hecho. Créame.

—Callarse algo no es lo mismo que mentir, ¿sabe? No es lo mismo en absoluto —dijo Dimity con vehemencia.

—Me he enterado de que… ¿Se acuerda de esos cuadros de Charles que le enseñé, el de ese joven llamado Dennis?

Dimity cerró firmemente la boca y asintió de forma convulsiva.

—Bueno, pues he averiguado que es Hannah quien ha estado vendiéndolos. Es Hannah quien… los tiene. O quien los está pintando. O quien los está recibiendo como objetos robados —añadió él, frotándose los ojos con el pulgar y el índice hasta que aparecieron unos puntitos negros danzando en su visión—. Ella lo ha sabido todo el tiempo mientras yo intentaba averiguar su procedencia… Seguro que he quedado como un estúpido, con todas mis teorías…

Al cabo de un momento se dio cuenta de que Dimity todavía no había hablado. Había esperado que saliera en defensa de su vecina o que se indignara al enterarse de que estaban vendiendo obras de Aubrey en secreto delante de sus narices. Alzó la vista y frunció el entrecejo. Dimity estaba sentada, inmóvil; la cara una máscara inexpresiva, la boca firmemente cerrada.

—¿Dimity? ¿Está bien?

—Sí —se obligó a responder ella, arrancando la palabra de sus labios reticentes.

Zach inspiró profundamente.

—Dimity, ¿usted… lo sabía?

—¡No! ¡Y estoy segura de que es un error! Hannah es una buena chica. Nunca haría nada malo… que estuviera contra la ley. No lo haría. La conozco desde que era una cría… ¡Conozco a su familia desde antes de que ninguno de ustedes hubiera nacido!

—Bueno, lo siento. Pero ha estado vendiéndolos, y no se me ocurre la razón por la que lo ha mantenido en secreto, a no ser que sepa que no debería hacerlo. Siempre he sospechado que pasaba algo con esos dibujos. Al menos ahora ya sé a quién preguntar. —Se interrumpió y miró de nuevo a Dimity, quien se limitó a permanecer sentada con una expresión de impotencia, como si no tuviera nada más que decirle.

—Tengo que irme —dijo él, poniéndose en pie.

Dimity se levantó también, y mientras lo hacía se oyó un golpe sordo encima de sus cabezas seguido de una especie de aleteo, como un periódico que cae al suelo. Dimity se quedó paralizada y mantuvo la vista baja, como resuelta a no reaccionar. Zach esperó a oír otro ruido, pero el silencio en la casa era absoluto. Se le erizó el vello entre los omóplatos, como si justo detrás de él hubiera alguien, lo bastante cerca para notar su respiración.

—Dimity —dijo en voz baja—. ¿Quién hay en el piso de arriba?

—Nadie. —La mirada de la anciana era firme, pero debajo había una súplica que él no entendió—. Solo ratas correteando en el techo de paja.

Zach esperó un momento, aunque sabía que no le sonsacaría nada más.

Dimity lo acompañó a la puerta y se quedó en el umbral cuando él salió a la luz. Por la parte exterior de la puerta colgaba un gran haz de algas secas. Largos y gruesos dedos que crecían de un tallo central, y que crujieron como papel fino cuando Dimity los tocó.

—Lloverá más tarde —dijo al ver la expresión interrogante de Zach—. Algas pardas. Cuando va a llover, absorben el agua del aire y se ponen así de lánguidas. —Su sonrisa desapareció—. Se avecina una tormenta. Tenga cuidado.

Zach parpadeó, preguntándose si era una advertencia o una amenaza.

—¿Puede dejarme el cuadro de Marruecos, solo ese? —le preguntó ella de pronto, agarrándolo de la manga cuando él se volvió para irse.

—Sí, claro. —Zach sacó la copia del cuadro de su bolsa y se la dio, y ella la aferró, impaciente como una niña.

Él le dio un breve apretón en el brazo para despedirse.

A medio camino de regreso al pueblo hubo un movimiento más adelante que le llamó la atención. Levantó la vista y vio la figura encorvada y marchita de Wilf Coulson detenerse y volverle la espalda en la curva. Zach corrió hasta que lo alcanzó.

—Hola, señor Coulson. ¿Venía a ver a Dimity?

—No es asunto suyo —replicó Wilf Coulson.

Llevaba un chaleco de tweed abotonado debajo de su vieja chaqueta con coderas, y se había peinado pulcramente con la raya al lado. Zach casi sonrió.

—Veo que se ha acicalado por ella.

Wilf se detuvo un momento y lo fulminó con la mirada.

—Como he dicho, no es asunto suyo lo que hago o lo que hace ella o cualquiera…

—Sí, tiene razón. Pero ese es el problema con la gente, ¿verdad? No podemos soportar no saber. La ignorancia es intolerable.

—Para algunos es una bendición, o eso tengo entendido —dijo el anciano de forma significativa—. ¿Qué ha estado preguntándole?

—¿Lo ve, señor Coulson? Usted también tiene preguntas.

—La diferencia está en que al menos parte de mi preocupación es saber las respuestas. —El anciano siguió andado despacio y Zach acompasó su paso al de él.

—Lo sé. Señor Coulson, ¿recuerda cómo murió Élodie Aubrey? ¿La hija menor de Aubrey?

—No se lo dijeron a nadie y nadie hizo preguntas.

—¿De verdad? ¿Muere una niña de nueve años en un pueblo de este tamaño y nadie muestra interés?

—Gripe, dijo el médico. Gripe intestinal o algo así. Causas naturales, aunque hubo quienes dijeron lo contrario. Pero no se llevó a cabo una investigación ni interrogatorios. En aquellos tiempos la gente sabía cuándo no debía meterse en asuntos ajenos.

—¿Quiénes dijeron lo contrario? ¿Qué dijeron? —le preguntó Zach, pero el anciano apretó la mandíbula con firmeza y no respondió—. ¿Por eso Celeste se marchó y Charles Aubrey se alistó en el ejército?

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Acaso puedo leer el corazón de la gente?

—No, por supuesto que no. Pero se dirigía a su casa, ¿verdad? La semana pasada le comenté a Dimity que le había conocido… Dijo que era un buen hombre.

El anciano miró a Zach.

—¿Eso dijo de mí?

—Sí. Creo que le gustaría volver a verle, aunque por lo que dijo parecía muy complicado. No puede decirse que el agua pasada mueva mucho molino por aquí.

—No, supongo que no. —Wilf se detuvo, volviéndose para mirar de nuevo The Watch con expresión ceñuda.

—A veces, cuando hablo con Dimity, tengo la impresión de que… se calla algo —dijo Zach con cuidado.

Al oír eso Wilf se volvió hacia él con una expresión burlona.

—Estoy seguro de que ella le ha dicho más de lo que tiene derecho a saber, joven. Dese por satisfecho, ese es mi consejo.

—Es usted muy leal a una mujer a la que conoció hace tanto tiempo y a quien no ha visto en décadas.

—Si usted lo dice.

—Solo dígame una cosa, señor Coulson, por favor. ¿Es Dimity Hatcher una… buena persona?

Dejaron de andar, y Wilf se volvió para mirar el mar, sobre el que se estaba formando una pesada masa de nubes.

—Fue más bien el ofendido que el ofensor —respondió por fin—. Eso es lo que la gente nunca pareció entender, por muchas veces que yo lo dijera. No fue culpa suya cómo salieron las cosas. Y yo me habría casado con ella, a pesar de lo ocurrido. Si ella hubiera querido. Me habría casado con ella. Pero no me quiso. En su corazón solo tenía espacio para un hombre, y ese hombre era Charles Aubrey, tanto si valía la pena como si no. Pero él nunca la amó como yo la amé. ¿Cómo iba a hacerlo? Yo conocía muy bien a esa chica, sabía de dónde salía. Sin embargo, ella me rechazó. Para que lo sepa. Eso es todo lo que le diré. No me haga más preguntas porque no sacará nada más.

—De acuerdo —aceptó Zach, y Wilf asintió brevemente—. Pero no deje que el hecho de que yo lo haya visto lo detenga…, si iba a verla. Creo que se siente sola ahí abajo. No es bueno para nadie pasar tanto tiempo solo.

—No lo es, pero eso es lo que ella ha escogido —replicó Wilf con tristeza—. Intenté verla, aunque hace mucho de eso. Lo intenté y ella me rechazó. De modo que creo que ahora tampoco es el momento.

Echaron a andar de nuevo, en silencio, hacia lo alto del sendero, donde Wilf giró y se despidió con un ligero movimiento de la cabeza. Zach lo observó hasta que fue una figura distante y solitaria; una forma oscura contra la estrecha carretera, encorvada bajo el peso de sus recuerdos. Luego siguió andando hacia el pub, sintiéndose perdido e intranquilo después de la conversación que había tenido con Dimity. En la puerta del Spout Lantern el sonido del móvil le sobresaltó. Lo sacó del bolsillo y vio una insólita rayita de cobertura. Era un mensaje de Hannah, y al ver su nombre dio un respingo. «¿Te veo más tarde en el pub? Acabados todos los partos». Pulsó la opción de responder pero luego se detuvo. La perspectiva de verla lo llenó de una desconcertante mezcla de sentimientos. Hacía tres días que no la veía y la echaba de menos, pero no podía pasar por alto lo que sabía. Estaba seguro de que ella no respondería a sus preguntas, se enfadaría y se mostraría intratable si se enfrentaba con ella. Quería tomarla en sus brazos y estrecharla con fuerza, y al mismo tiempo zarandearla hasta que dejara caer alguna respuesta. «Sí», escribió, y por el momento lo dejó así.

La oscuridad llegó muy pronto esa tarde. Un velo de nubes amenazantes se extendió sobre la costa, y cuando Zach enfiló hacia el pub empezaron a caer las primeras gotas gruesas de lluvia, tal como había anunciado Dimity. Ya se había terminado su primera pinta cuando Hannah e Ilir entraron, dejaron las botas llenas de barro y empapadas junto a la puerta, y se acercaron en silencio a él solo con sus gruesos calcetines. Al ver el rostro pequeño y enérgico de Hannah, su expresión cuidadosamente controlada, Zach sintió una punzada de dolor, algo parecido a la desesperación. Pero con Ilir a su lado no había posibilidad de discusión. Zach no podría desahogarse tan libremente. Hannah pidió cervezas para todos y se sentó. Se la veía cansada y preocupada, pero muy alerta. Zach percibió la misma corriente subyacente de nervios que ya había sentido antes. Se hizo un silencio incómodo hasta que uno de ellos lo rompió.

—Bueno, ¿qué tal todo? —preguntó Zach—. ¿Habéis tenido problemas con las ovejas?

Los otros dos negaron con la cabeza y a Zach le pareció que Hannah se relajaba un poco.

—Ningún problema —dijo Ilir, pasándose las manos por el abundante y húmedo techo de paja que era su pelo. El profundo color de su piel parecía absorber la débil luz—. Hemos tenido gemelos para acabar…, dos casos seguidos. No me extraña que las ovejas no quisieran dar a luz. Han tenido que hacer un esfuerzo enorme.

—Pero eso es bueno, ¿no? Dos corderos por el precio de uno.

—Es posible, pero tienes que estar atento —dijo Hannah—. Uno es más grande que el otro y el más pequeño nunca sale tan bien ni se engorda tanto.

—Entonces habéis acabado ya con los partos, ¿no? Al menos ahora podréis dormir un poco.

Hannah e Ilir se cruzaron una mirada casi furtiva y asintieron. Zach sonrió con los dientes apretados y alzó la copa.

—Por una nueva generación de ovejas Portland en la Southern Farm —brindó.

—Y por los nuevos comienzos —añadió Hannah.

Bebieron, y Zach miró a Ilir justo a tiempo para ver reflejado en su rostro algo parecido al pánico, un arrebato de desesperación que se apoderó por un instante de él y luego pasó.

—Por los nuevos comienzos —repitió Ilir con tono pesaroso.

Hannah le puso una mano en el brazo y una intuición repentina llevó a Zach a preguntar:

—¿Echas de menos tu país, Ilir?

El romaní lo evaluó con la mirada y tardó un momento en responder.

—Claro. —Se encogió de hombros—. Unos días más que otros. Tu hogar siempre está donde naciste, aunque no sea un buen lugar.

—¿Cómo es Kosovo? Nunca he estado…, quiero decir que ni siquiera conozco a nadie que haya estado. Supongo que todavía no es un destino turístico —añadió Zach con tono de disculpa.

—Durante años la gente solo ha oído hablar de él por la guerra, naturalmente. Es un país joven con un corazón muy viejo. Hay gran belleza en él, pero también grandes privaciones. Todavía tenemos problemas. No hay suficiente trabajo para todos. No hay suficiente dinero, a veces ni siquiera hay suficiente electricidad. Y sus habitantes siguen luchando unos contra otros. Se supone que somos una sola nación, pero ellos no lo sienten así.

—Parece un lugar complicado para vivir —comentó Zach.

—Comparado con Dorset, desde luego. Y es cierto que no querría volver. Pero he dejado muchas cosas atrás para venir aquí. Cosas de gran valor. —Por un instante el dolor de Ilir se cernió sobre ellos, casi palpable.

—Pero tomaste la decisión adecuada —dijo Hannah incondicionalmente.

—Sí. Para mi gente la vida es aún más difícil. Tenemos más problemas, incluso menos dinero y menos trabajo. Los romaníes no somos queridos. Inglaterra es un buen país. Un buen lugar donde vivir. Aquí escucho las noticias y a veces pienso que no sabéis lo bueno que es.

—Sí, supongo que tienes razón. Pero la gente siempre buscará algo de lo que quejarse. Eso es lo que decía mi padre y él era un gran optimista. Aunque ahora pienso que tal vez hablaba de mi madre, sobre todo. Solía decir que si ella iba al cielo, sería la primera en hacerle saber a Dios que las nubes eran demasiado blandas. —Zach esbozó una sonrisa e Ilir asintió.

—Creo que tu madre y la mía tendrían mucho de que hablar.

—Vamos, basta de pesimismo y fatalidad. Bebed —les ordenó Hannah, entrechocando su vaso con los de ellos.

Mucho después, cuando Ilir se hubo abierto paso hasta la barra, Zach se inclinó y besó a Hannah, sujetándole la cabeza con una mano por si la apartaba. Pero ella no lo hizo, y él apretó la frente contra la de ella y cerró los ojos, disfrutando del olor que desprendía. Cálido, terrenal e intensamente animal. La cerveza se mezclaba con su cansancio produciendo una languidez que le dificultaba pensar. Cuando la soltó, ella sonreía con recelo.

—¿Qué es esto, Hannah? —preguntó él.

—¿A qué te refieres?

—¿Solo es sexo para ti? ¿Soy un simple… rollo de vacaciones?

Ella se apartó y bebió un largo trago de cerveza antes de responder.

—No estoy de vacaciones.

—Ya sabes lo que quiero decir. ¿Qué pasará cuando me vaya? ¿Se habrá acabado?

—¿Vas a irte?

La pregunta lo pilló desprevenido y cayó en la cuenta de que no se había parado a pensar cuándo terminaría en Blacknowle, si no había terminado ya.

—Bueno, no puedo alojarme en la habitación de un pub eternamente, ¿no?

—No lo sé, Zach —dijo ella, y él no supo cuál de sus preguntas respondía.

Deslizó un dedo por varias gotas de cerveza que había encima de la mesa, uniéndolas en forma de estrella de mar, antes de murmurar:

—Sé que ocultas algo.

A su lado, Hannah se quedó inmóvil.

—Sé que andas metida en… algo.

—Creía que estabas aquí para indagar sobre Charles Aubrey, no sobre mí —dijo ella, y su voz se volvió dura.

—Así es. Y creo que los dos tenéis… vínculos más estrechos de los que me has dado a entender.

Se miraron; Hannah no parpadeó.

—¿No vas a decir nada? —preguntó Zach por fin.

Hannah se miró las manos y se arrancó un cerco de mugre de debajo de una uña.

—No me presiones, Zach —murmuró, torciendo el gesto.

—¿Que no te presione? —repitió él con incredulidad—. ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

—Zach, me gustas. De verdad. Pero… no tienes ni idea de en qué ando metida…

—Quizá sepa más de lo que crees.

—No. —Ella negó con la cabeza—. Sea lo que sea lo que crees haber averiguado, no sabes toda la historia. Y no puedo contártela, Zach. No puedo. De modo que no me presiones, porque si no podemos estar juntos sin que lo sepas, entonces no lo estaremos. ¿Lo entiendes? —Lo miró fijamente a los ojos; su expresión era triste pero templada con acero.

El arrebato de furia que Zach había sentido quedó en nada, disuelto en confusión.

—¿Cómo vamos a estar juntos si no me dejas entrar? ¿Estás diciendo que se ha acabado?

—Estoy diciendo… que confíes en mí, si puedes. Intenta olvidarlo todo.

—¿Y si no puedo? —dijo él; como respuesta, ella se limitó a mirarlo con una expresión inflexible.

Los interrumpió el sonido de voces masculinas alzadas que llegaba de la barra y Hannah apartó la mirada con visible alivio. Una voz en particular, estridente y agresiva, se elevaba por encima de las demás. Hannah se levantó.

—¡No, que me cuelguen si tengo que ver cómo sirves a este mierda antes que a mí!

La voz del hombre tenía una nota de indignación que se extendió por todo el local. Poco a poco, todas las conversaciones se interrumpieron.

—Vivo aquí, tío…, soy de aquí. ¿De dónde coño eres tú?

—Estupendo. Nuestro mamón xenófobo preferido ha decidido hacernos una visita —dijo Hannah lo más alto que fue capaz.

Zach soltó una maldición en su fuero interno mientras ella se acercaba a grandes zancadas a la barra. Los hombres le llevaban casi un palmo de altura, pero ella andaba con la cabeza tan alta que no lo parecía. Al verla se separaron como lo haría un rebaño de ovejas.

—Vamos, Hannah, no hace falta que intervengas y pongas las cosas más difíciles —dijo Pete Murray.

—¿Por qué no contienes esa lengua viperina por una vez? He llegado aquí antes y este siervo polaco tuyo ha tratado de colarse. Personalmente, pienso que no deberían servirle aquí. —El hombre que hablaba era alto y calvo, de unos cincuenta años y con una gran tripa blanda que le colgaba por encima de los tejanos gastados. Tenía la piel y los ojos enrojecidos, y se le estaba subiendo la sangre a la cabeza por el alcohol y la furia.

—Bueno, afortunadamente a ninguno de los presentes les importa un comino lo que tú pienses, Ed —dijo Hannah con dulzura.

Ilir miraba al hombre con una expresión iracunda. Murmuró algo en su idioma y Ed retrocedió, apartándose de él y de la cólera de sus palabras.

—¿Habéis oído eso? Reconozco una amenaza cuando la oigo, aunque venga de un mono que ni siquiera sabe hablar el idioma. ¿Piensas echarlo, Murray, o tendré que hacerlo yo?

La mirada de Pete Murray iba de la cara lívida de Hannah a la de Ed.

—Tal vez deberías dejarlo por esta noche, colega —le dijo por fin a Ilir con tristeza—. No vale la pena molestarse.

—¡No! ¿Por qué debería irse? —gritó Hannah—. ¿Solo porque este borracho lo dice?

—¡Mira quién habla, llamándome borracho a mí! Vamos, vuelve al establo, perro. —El calvo agitó los dedos hacia Ilir, ajeno a las expresiones de hostilidad que recibía de todo el local.

Se hizo un breve y cargado silencio. Zach pensó en poner una mano en el hombro de Hannah para apaciguarla, pero temblaba furiosa y casi sospechó que se volvería y le daría un puñetazo si lo hacía. Al ver que nadie se movía, Ed miró a Ilir de nuevo con malicia y fingió sorprenderse.

—¿Sigues aquí? Vamos, lárgate antes de que llame a Inmigración.

El efecto que tuvieron esas palabras sobre Ilir fue palpable. La sangre se agolpó en su rostro y abrió mucho los ojos. Zach oyó a Hannah suspirar para sus adentros y en la cara colorada de Ed apareció una gran sonrisa.

—Oh, ¿no me digas? —dijo, alegremente. Lanzó una mirada vacilante y desenfocada alrededor del pub, deteniéndose en cada cara—. Todos lo habéis visto. He puesto el dedo en la llaga, ¿verdad? Es posible que si el agente Plod te hace una visita, tus papeles no estén en regla, ¿eh, chaval?

Clavó un dedo en el pecho de Ilir, y Zach se dio cuenta de lo borracho que debía de estar para hacer caso omiso de la expresión asesina en la cara del romaní.

—Tiene los papeles perfectamente en regla, gilipollas. —Hannah pronunció las palabras mecánicamente.

—Bueno, entonces no tendrás inconveniente en que mañana haga una rápida llamada a la pasma y les pida que lo comprueben, ¿verdad? —A Ed se le iluminó la cara de triunfo.

—Vamos, Ed, ¿por qué no olvidas este asunto y disfrutas de tu copa? A todos los cerdos les llega su San Martín. No tiene sentido armar jaleo por… —dijo Pete débilmente, dejando en la barra otra pinta para él.

Ed sonrió a Ilir, sarcástico y satisfecho.

—Será mejor que hagas las maletas esta noche. Tengo entendido que no te dan mucho tiempo para mandarte de nuevo a tu país. —Se volvió, cogió la pinta y trató de beber sin derramarla; un segundo después Ilir se abalanzó sobre él.

El primer puñetazo le rebotó en el lado de la cabeza, y solo hizo que se tambaleara y dejara caer la pinta. La cerveza estalló en una nube de espuma y cristales rotos. Ilir dio un paso y agarró a Ed por la camisa, lo empujó contra la barra y le enseñó los dientes de pura cólera. Zach oyó a Hannah jadear, y observó boquiabierto cómo se precipitaba hacia la barra y trataba de apartar a Ilir. Ed estaba más borracho que Ilir, pero era más alto y tenía los brazos más largos, y logró estampar el puño en el ojo del romaní antes de que este volviera a golpearlo con un puñetazo de corto alcance en el estómago, que le vació el aire de los pulmones pero no fue lo bastante fuerte para que se doblara en dos o para detenerlo.

—¡Ilir! —gritó Hannah—. ¡No!

Varios hombres se acercaron para sujetar a Ilir por los brazos, y a continuación a Ed cuando este se abalanzó sobre su asaltante, con la barbilla alzada y los ojos inyectados en sangre, todo torpeza y agresividad. Ilir parecía capaz de matarlo, y cuando Zach se adelantó para interponerse entre los dos hombres al lado de Hannah, se alegró de que lo agarraran con firmeza por los brazos.

—¡Hannah! —gritó Pete Murray, apoyando las manos en la barra con los brazos rectos, como si pudiera cruzarla de un salto e intervenir.

—¡Sí! ¡Nos vamos! —gritó Hannah secamente.

A Ed le estaba saliendo un cardenal en la mejilla, donde el primer puñetazo había rebotado en el hueso.

—¡Todos lo habéis visto! ¡Todos lo habéis visto! ¡Me ha atacado! ¡No penséis que no voy a denunciar a ese analfabeto de mierda! ¡Tengo testigos! —gritó Ed con voz estridente de la indignación.

—Vamos, cálmate, Ed. Pueden pasar muchas cosas en el calor del momento. Estoy seguro de que todos estamos demasiado confusos para recordar quién ha empezado la pelea, ¿verdad? —El tabernero recorrió con la mirada a varios de sus clientes y recibió breves gestos de asentimiento en respuesta.

A Ed le costaba respirar.

—¡Sois patéticos! —dijo con desprecio—. ¡Todos vosotros!

—Lucy, pide un taxi para Ed, ¿quieres? Parece un poco indispuesto. Y tú —Pete señaló a Ilir con un dedo—, déjalo estar y vete a casa. Ahora mismo.

Ilir maldijo largamente en su idioma y, zafándose de los hombres que lo sujetaban, se dirigió a la puerta y recogió las botas al pasar.

—Tú también, Hannah. Creo que ha sido suficiente para una noche.

—Por mí bien —dijo ella, lanzando una mirada fulminante a Ed antes de salir.

—Bueno… Buenas noches a todos —dijo Zach, siguiéndola hasta la puerta.

Ilir caminaba por la mitad del camino, haciendo eses en dirección contraria a la granja. Se había puesto las botas del revés y las llevaba torpemente dobladas a la altura de los tobillos.

—¡Ilir! ¡Espera!

Hannah se peleó con sus propias botas bajo el porche del pub. La lluvia caía en oleadas grises. Ilir iba con la cabeza descubierta, y en el pálido resplandor de las farolas se le veía el pelo liso y brillante.

—¡Ilir!

Ella corrió tras él; cuando lo alcanzó, lo agarró del brazo. Zach observaba sin saber qué hacer, encorvándose contra el aire húmedo de la noche. Oyó a Hannah hablar con el hombre, pero no entendió qué le decía; luego, para su sorpresa, Ilir se arrodilló en la carretera.

—¡Zach! —gritó Hannah.

Soltando una palabrota, Zach salió bajo la lluvia. Del extremo del ojo derecho de Ilir brotaba sangre, que se mezcló con el agua que le caía por la cara. Tenía el párpado cada vez más hinchado y se le estaba cerrando el ojo.

—Dios mío, ¿necesita puntos?

Llovía sobre las manos de Hannah cuando sostuvo la cara del hombre para examinarla. Ilir cerró el otro ojo. Le costaba respirar y no paraba de tragar convulsivamente.

—No, solo… ayúdame a levantarlo, ¿quieres? Ed debe de haberlo golpeado más fuerte de lo que me pensaba.

Cada uno lo agarró de un brazo y entre los dos lo levantaron, pero avanzó con paso endeble, como si tuviera las piernas de gelatina.

—Iré a buscar el coche. Esperad aquí.

—Un momento…, ¿vas muy borracho?

—Estoy completamente sobrio después de este pequeño incidente. Y sería muy mala suerte que me pararan de aquí a la granja para una prueba de alcoholemia. ¿O quieres que vayamos andando con él en ese estado?

—Está bien, ve a buscarlo —dijo ella mientras Ilir volvía a sentarse en el suelo, cubriéndose lastimeramente la cabeza con las manos en actitud suplicante.

Hannah se acuclilló a su lado y lo abrazó, apoyando la barbilla en su pelo chorreando. Un gesto tierno que no se parecía a ninguno de los que Zach le había visto hacer, y no pudo evitar sentir una punzada de celos.

Una vez lograron convencer a Ilir para que se sentara en el asiento trasero del coche de Zach, Hannah se sentó delante y Zach arrancó. El volante estaba resbaladizo cuando lo cogió con las manos mojadas. Era difícil ver algo a través de la cortina de lluvia, y se alegró en cuanto dejaron la carretera para adentrarse en el camino de la granja, donde no había posibilidad de cruzarse con otros coches.

Detuvo el automóvil lo más cerca posible de la casa, pero aun así se quedaron empapados mientras ayudaban a bajar a un Ilir tembloroso. La lluvia era implacable. Hannah y Zach lo condujeron a través de la cocina y, esquivando pilas de desechos y muebles abandonados, subieron con él por las escaleras hasta su cuarto. Abrir la puerta fue como entrar en otra casa completamente diferente. La habitación de Ilir estaba limpia y ordenada. La cama, perfectamente hecha con las sábanas y las mantas bien metidas; las cortinas, lavadas y corridas; no se veía ropa ni zapatos esparcidos por el suelo; en la repisa de la chimenea, debajo del espejo de la pared, había un desodorante y un peine, y la alfombra estaba impecable. Hannah sorprendió la mirada de incredulidad de Zach.

—Lo sé. —Alzó las manos y las dejó caer—. Créeme, le dije que podía enfrentarse con el resto de la casa, pero dice que solo es suya esta habitación y que no quiere interferir en el resto.

—Lo comprendo perfectamente.

—No, no lo dijo en ese sentido. Era por consideración. Por tacto.

Ella se sentó en el borde de la cama al lado de Ilir y le tapó los pies con el extremo de la manta.

—Estoy aquí. No habléis como si me hubiera muerto —murmuró él.

Hannah sonrió.

—Por supuesto que no te has muerto. Pero creíamos que te habías desmayado.

Ilir se irguió con mucho cuidado y se llevó los dedos al corte del ojo, del que seguía saliendo sangre.

—Lo haré si no me tomo un café.

—Ya lo preparo yo.

—Y yo iré a buscar algodón para limpiarte ese ojo.

—No me trates como a un niño, Hannah.

—Entonces no te comportes como uno y carga con las consecuencias —dijo ella con rotundidad.

Abajo en la cocina, Zach puso agua a hervir y observó cómo Hannah buscaba en los armarios y los cajones reuniendo un bote de cristal, sal, algodón…

—¿Ilir está aquí… ilegalmente? —preguntó.

Hannah lo miró con mala cara y no levantó la vista.

—Técnicamente, es posible. Pero tiene derecho a estar aquí. Puedes estar seguro de que lo tiene.

—¿No puede pedir un visado o algo parecido?

—Oh, no se nos había ocurrido. Mira, Zach, si hubiera una forma rápida y fácil de arreglar los papeles lo habríamos hecho, ¿entendido? Ni siquiera tiene pasaporte.

—Por Dios, Hannah… ¿y si ese tal Ed llama realmente a la policía? Podrías tener problemas, ¿no?

—¿Yo? —Ella se volvió y se enfrentó a él con ferocidad—. Ilir vivía en Roma Mahalla en Mitrovica. Toda su comunidad fue perseguida y expulsada de sus hogares después de la guerra, y obligada a vivir en campos de refugiados. El campo donde lo llevaron había sido construido sobre el escorial de una mina de plomo. Una mina de plomo, Zach. Se llamaba Cesmin Lug. Ahora está cerrado, pero vivieron allí durante años. El plomo mató a sus padres. Los niños crecieron con intoxicación crónica por plomo. Ahora las Naciones Unidas han reconstruido algunos de sus hogares en Mitrovica e intentan trasladarlos de nuevo allí, a una ciudad donde seguirán siendo discriminados y donde vivirán temiendo los ataques racistas. A una ciudad que ninguno ha llamado hogar durante una generación. ¿Y me estás diciendo que yo podría tener problemas si lo obligan a volver? —Sacudió la cabeza con incredulidad.

—Solo quería decir…, bueno, que podrían ponerte una multa enorme por dar trabajo a un ilegal.

—¿Un ilegal? ¿Ya no tiene nombre?

—Ha sonado fatal… No quería decir eso.

—¿Qué son todos nuestros pequeños temores comparados a lo que él se enfrentará si lo deportan? ¿Qué importa el precio de mis corderos, o que tú termines tu libro o pongas nombre a esta «relación»? ¿Qué importancia tiene todo eso comparado con lo que él tendría que vivir?

—¿Fue él quien te metió en ese asunto? ¿En lo que estás involucrada? Contrabando…, venta de cuadros falsos… Supongo que debe de tener más contactos que tú en ese mundo.

Hannah lo miró, momentáneamente boquiabierta y luego echando fuego por los ojos.

—Cállate o vete. Hablo en serio. —Levantó el brazo y señaló la puerta, y Zach vio que el dedo al final del brazo no estaba del todo firme. Temblaba.

—Está bien, está bien —dijo él suavemente—. Solo estoy… Solo estoy preocupado por ti.

Hannah dejó caer el brazo, y cogió el algodón y el agua con sal.

—Pues no lo estés. Yo estoy bien. —Se volvió y subió las escaleras.

Por un momento, Zach pensó que debería irse. Salir a la lluvia torrencial, solo y frustrado. Trató de imaginarse a Hannah corriendo tras él como había corrido detrás de Ilir, pero sabía que era más probable que lo dejara marchar. Buscó en la cocina un bote de café instantáneo, preparó tres tazones y echó azúcar en cada uno al no encontrar leche en condiciones. ¿Era solo porque sabía que ella tenía secretos? ¿Era eso todo lo que lo retenía allí? En ese caso, debía irse. No debería tener nada más que ver con Hannah, porque cuestionar públicamente la autenticidad de los cuadros de Dennis significaría desenmascararla. Pero entonces la imaginó al final del espigón de roca, ella sola, mirando la vasta extensión del mar. La resolución de sus hombros, el modo en que se enfrentaba al mundo sin pestañear, con la mandíbula firme, mientras en la intimidad de su casa todo era caos y dejadez. Le dolía la cabeza, pero supo con absoluta claridad que no quería dejarla. Cerró los ojos un momento y soltó una palabrota, luego bebió un sorbo de uno de los tazones y, cogiendo los otros dos, regresó con cuidado a la habitación de Ilir.

Oyó sus voces cuando estaba en mitad de las escaleras, débiles pero claras. Las escaleras no crujieron, no lo delataron. Sus pies avanzaron más despacio de motu proprio. Dio otro paso y se detuvo a escuchar, odiándose a sí mismo por hacerlo.

—No le he dicho nada, te lo prometo —dijo Hannah.

Zach apretó la mandíbula en protesta.

—Lo sé, lo sé. Pero ¿y si viene la policía, Hannah? ¿Y si llama Ed como ha dicho que haría?

—Ese cerdo estaba tan borracho que no podía tenerse en pie…, mañana ni se acordará de lo que ha pasado esta noche o de lo que ha dicho.

—Pero ¿y si lo hace?

—Si lo hace…, bueno, solo tenemos que aguantar hasta el próximo martes. Eso es todo. ¡Tres días más, Ilir, y todo habrá acabado! Puedes desaparecer… Si viene la policía, puedes esconderte. Les diré que te has ido después de lo ocurrido en el pub. Les diré que no sé dónde estás.

—Podrías meterte en un lío por esto, Hannah. ¿Lo harías por mí?

—Por supuesto que sí. ¿Acaso no hemos llegado hasta aquí?

—¿Estás segura?

—Lo estoy. Todo saldrá bien, ya lo verás. Tres días más, Ilir. ¡Tres! No es nada.

—Siento lo de antes en el pub. No debería haberme irritado tanto. No debería haberlo provocado.

—Eh, no quiero que te disculpes por pegarle un puñetazo a Ed Lynch, ¿de acuerdo? Todos los golpes que reciba ese tipo son un servicio a la sociedad. —Zach imaginó su sonrisa al formar las palabras.

—¿Qué le dirás a Zach cuando esto acabe? —preguntó Ilir.

Sin querer oír más, Zach dio tres pasos y se detuvo en el umbral. Dos pares de ojos se volvieron para mirarlo.

—Sí, ¿qué me dirás? —preguntó él de forma acartonada.

De pronto sintió frío y cansancio. En la mandíbula de Ilir se torció un músculo, y se hizo un silencio. Vio a Hannah encogerse ligeramente como si se rindiera a algo inevitable.

—¿Qué pasará el próximo martes?

—Zach —dijo ella, pero no añadió nada más.

Al oír pronunciar su nombre, cargado con el peso de palabras no expresadas, Zach se dio cuenta de que era imposible, que ella nunca sería suya ni la conocería realmente. Con el sumo cuidado de alguien que no conoce el terreno que pisa, volvió a bajar las escaleras y se marchó sin decir una palabra más.

Dimity durmió a ratos, con el cuadro de ella en el desierto a su lado en la cama. Había querido que la imagen habitara sus sueños; había querido abrir su mirada interior y ser esa muchacha, esa hermosa criatura que Charles había creado. Pero lo que llegó no fueron visiones de belleza perdida, sino recuerdos viscerales. La embriagadora presión del cuerpo de Charles, su boca contra la de ella, su sabor y el contacto de sus brazos alrededor de ella durante esos preciosos segundos antes de que él la apartara. El dolor que sintió en la cabeza cuando se la golpeó con el tocador de Celeste, el ardor en la cara, como si el bofetón de la mujer hubiera sido venenoso, la picadura de un escorpión. Estaba a merced de esas verdades mientras dormía, y un estribillo interminable se repetía una y otra vez, como burlándose de ella. «Allah akbar! Allah akbar!»

Muy por encima de su cabeza, el muecín cantaba llamando a la oración. Contempló la vertiginosa altura de un minarete que se alzaba a poca distancia, de un verde deslumbrante contra el cielo brillante. Le caía el sudor por la cara y se le metía en los ojos, provocándole escozor; el aire seco le penetraba con un sonido sibilante en los pulmones. Había corrido mucho. Parpadeando furiosa, se sentó en un portal polvoriento, se apoyó contra la antigua madera y esperó a recuperar el aliento. El recuerdo de la ira de Celeste le provocaba temblores y náuseas. Los feroces ojos azules de la mujer, los movimientos rápidos y bruscos de sus manos al arrancarle el pañuelo y el collar. Había oído a Dimity practicar los votos conyugales, su promesa a Charles. «Solo era un juego», eso era lo que tendría que decir. Pero no era cierto y Celeste lo sabía; solo eso podía explicar semejante cólera. Dimity no se veía con fuerzas para volver a verla y ofrecerle una disculpa. La sola idea le resultaba insoportable y sin embargo no se le ocurría el modo de evitarlo. Si no regresaba a la pensión no podrían llevarla de vuelta a su casa, no podrían obligarla a volver a Blacknowle, pero ¿de qué serviría, si Charles se iba con ellos? Tenía la cara cubierta de lágrimas calientes, más calientes incluso que el sofocante sol de tarde.

Por un momento dormitó, entregándose a sueños donde Charles iba a buscarla, la estrechaba entre sus brazos y borraba sus temores con besos. Las imágenes le produjeron un gran anhelo. Unas voces la despertaron con un sobresalto. Delante de ella había dos mujeres, una envuelta en una túnica ceniza que solo dejaba ver unos ojos como el carbón, la otra con esa piel negra que tanto le fascinaba, que al hablar mostró unos dientes tan blancos como la cresta de una ola por la noche. La mujer negra sonreía, añadiendo suaves murmullos al torrente de palabras que salía de la boca de la mujer con velo. Dimity no sabía si la mujer del velo también sonreía, estaba irritada o solo se mostraba inquisitiva. Era anónima y amenazante. Dimity no tenía ni idea de qué decía, de modo que se quedó sentada, sin responder ni moverse. El corazón empezó a palpitarle con fuerza. Las mujeres se miraron, luego la negra puso su ancha mano en el brazo de Dimity y tiró de él con delicadeza, indicándole por señas que se levantara y las acompañara. Dimity sacudió la cabeza con violencia mientras todas las historias que le había contado Delphine sobre esclavas blancas acudían de pronto a su mente. La mujer negra volvió a tirar de ella, y Dimity se levantó bruscamente, apartó el brazo y salió corriendo, dando traspiés en sus prisas, esperando notar unas manos sobre ella en cualquier momento.

Corrió hasta que le dolió el pecho y no pudo continuar. Arrastraba los pies, levantando polvo y escombros, y de vez en cuando tropezaba con los adoquines. A ambos lados se erguían los edificios de Fez, altos y sin adornos; el yeso se desprendía de las paredes rojizas. Las ventanas se ocultaban detrás de postigos desgastados; no había balcones ni multitudes animadas. Poco a poco Dimity se detuvo y un nuevo temor se apoderó de ella. No tenía ni la más remota idea de dónde estaba o de cómo volver a la pensión o encontrar siquiera las puertas de la ciudad, el límite del laberinto. Se volvió despacio, respirando ruidosamente. «No vayas sola por ahí, Mitzy». Las puertas que se abrían a la calle eran enormes e intimidantes; en las ornamentadas filigranas de las tallas de madera quedaban atrapados el polvo de la acera y la arena del desierto. Por un instante Dimity pensó en llamar a una puerta y pedir indicaciones, como si fuera a abrirle una cara familiar, alguien que supiera dónde se alojaba, y ella hubiera sabido dar el nombre de la pensión o la calle donde estaba, y hubiese entendido la respuesta. Le pesaban las piernas a causa del cansancio y el corazón tiraba de ella como un ancla. Ya no oía al muecín, y murmuró las únicas palabras de la canción que había aprendido, aunque eso no la llevaría de nuevo a la torre verde que sabía que no quedaba lejos del riad. «Allah akbar, Allah akbar…»

A su lado, una puerta se abrió unos dedos y un hombre delgado atisbó con ojos entrecerrados, llenos de curiosidad. Dimity soltó un gritito, dejó de cantar, y sacudió la cabeza ante el sorprendente aluvión de palabras que el hombre le dirigió. Dio media vuelta y regresó por donde había venido; cuando miró por encima del hombro el hombre seguía de pie en la calle, observando todos sus movimientos. Tenía tierra en las sandalias, y el roce le había dejado la piel del talón y los dedos en carne viva. Se secó el sudor de la cara con las manos y notó sobre los párpados el tacto granulado de la arena que tenía en las puntas de los dedos. Siguió andando a toda prisa y el pánico aumentó con cada paso, batiendo las alas en su pecho y en su cabeza, hasta que apenas pudo pensar. Charles había descrito la vieja ciudad como un laberinto, e incluso Dimity supo que eso significaba que era un lugar del que nunca escapabas, diseñado para atraparte y hacerte enloquecer. Un lugar de curvas cerradas, callejones sin salida y monstruos en su centro.

Caminó durante horas. Procuró ir en línea recta, pensando que al final llegaría al desierto, pero la ciudad no se acababa nunca. Probó a realizar todos los giros posibles a la derecha, aunque siempre terminaba regresando a la misma plaza, donde un perro famélico la miraba con desconfianza. Trató de girar alternativamente a derecha e izquierda, yendo en una dirección y en otra, pero no veía ningún edificio que reconociera o una calle en la que hubiera estado antes. Trató de localizar la calle por la que había venido, pero cuando volvía sobre sus pasos siempre se encontraba en un lugar totalmente distinto, como si la ciudad fuera un lugar de magia negra y diablillos que movían de sitio los edificios y los muros cuando ella se volvía. Le dolía el corazón a causa del miedo y el cansancio, así como el resto de su cuerpo.

Llegó a un bazar bullicioso y se llenó de esperanza, hasta que se dio cuenta de que era mucho más pequeño que la medina central donde la había llevado Charles, y de allí regresó a las calles vacías. Se sentía observada, como si algo malévolo estuviera al acecho, esperando a que se derrumbara. Al final llegó al pie de una escalera de piedra. Se detuvo para recuperar el aliento y subió por ella, arrastrando sus pesadas piernas, confiando en llegar a un lugar estratégico con una vista panorámica desde donde alcanzara a ver un punto de referencia que reconociera. Pero los escalones terminaban en un alto muro de piedra por el que era imposible asomarse siquiera y en otra puerta en forma de arco que no podía cruzar. Sin poder contenerse, aporreó la puerta, resuelta a abandonarse a la merced de quien viviera allí. Tal vez una mujer amable que le ofreciera algo de beber e hiciera indagaciones en su nombre. Llamó mucho rato a la puerta, pero no abrió nadie. Siguió llamando hasta que se le pelaron los nudillos y empezaron a sangrar, y no pudo evitar sollozar mientras se desplomaba contra la pared insensible.

Tenía la garganta reseca. Nunca en toda su vida se había sentido tan sedienta, ni tan perdida y asustada. El sol estaba un poco más bajo, pero seguía tan brillante que parecía abrasarle los ojos y hacía que le martilleara la cabeza. No tenía ni idea de cuánto tiempo esperó en lo alto de la escalera, pero al final encontró las fuerzas para levantarse y bajar. De nuevo en el laberinto de calles y pasajes, con sus interminables giros, curvas, arcadas y puertas, caminó hasta que las piernas le temblaron con cada paso, débiles de cansancio, y por fin regresó a las calles donde había tiendas y transeúntes, que andaban con prisas o se apiñaban, absortas en una conversación.

Eso fue un alivio y una preocupación añadida. A Dimity le habría gustado tener rollos de tela gris con que cubrirse la cabeza, la cara, para protegerse de las miradas de los hombres que pasaban por su lado. Tal vez esa era la razón por la que las mujeres llevaban velo, pensó, porque los ojos que las observan son penetrantes y pensativos; hostiles; inquisitivos. Se había perdido para siempre, vagando por las estrechas calles como un fantasma, un espectro. Se esforzó por no dejar ver su pánico, su vulnerabilidad. Luego dobló una esquina y llegó a una fuente de azulejos muy ornamentada donde el agua caía sobre un pilón de piedra. Con un grito de alivio se acercó tambaleándose a ella y bebió aparatosamente del caño de latón, haciendo un cuenco con las manos y aliviando su garganta reseca; bebió tanta agua que se le hinchó la barriga. Luego se lavó las manos y la cara, y cuando terminó y se volvió, se encontró con que un pequeño semicírculo de hombres se había reunido detrás de ella. Se quedó paralizada. Las caras eran inexpresivas, impenetrables, con la boca cerrada en una línea recta, la mirada vigilante y los brazos colgándoles relajados a los costados. «No vayas sola por ahí, Mitzy». Las palabras de Charles regresaron de nuevo a ella; la sutil advertencia que encerraban. «¿Qué pasaría si entrara un infiel?» «Es mejor no averiguarlo». Se dio cuenta de que le bloqueaban la salida, ya que entre unos y otros había menos de la distancia de un brazo extendido. Dimity pensó en vacas. En el ganado de Barton, en Blacknowle, que el verano anterior había rodeado a una turista que paseaba por el campo con un perro. Las vacas solo la rodearon y la retuvieron allí, observándola. Pero cuando ella trató de apartarse, cerraron filas. La pisotearon, le rompieron una pierna y las costillas, mataron al perro.

A Dimity se le volvió a secar la garganta. Notó que se le revolvía el estómago y trató de no vomitar el agua que acababa de beber. Buscó una ruta de escape en la otra dirección; más allá de la fuente, hacia la calle vacía que había detrás. Había una barrera de madera que la atravesaba de un lado a otro, pero era un solo obstáculo y podría pasar fácilmente por debajo. En la enorme pared que se alzaba más arriba en la calle se veían unas bonitas puertas enormes. En lo alto, la torre verde de la mezquita de Karauine ardía al sol, observándolo todo. Dimity esperó todo lo posible, temiendo que si se movía le fallaran las piernas y no pudiera correr. Luego inspiró estremecida, se bajó de la fuente y echó a correr hacia la barrera. Detrás de ella enseguida se formó un revuelo, un repentino clamor de voces y pies corriendo. Dimity gimió de terror. Llegó a la barrera y se agachó para pasar por debajo, pero el pelo le tapó la cara y calculó mal; se golpeó la cabeza con tanta fuerza que cayó espatarrada al suelo. Trató de levantarse, sin embargo todo daba vueltas a su alrededor, puntitos de luz blanca le salpicaron la visión y una oleada de náuseas le subió por la garganta. Los hombres se apiñaron alrededor de ella en un círculo, hablando todos a la vez; algunos irritados, haciendo gestos hacia ella, otros agitados o bastante ansiosos. Dimity solo veía sus rostros, cerrándose sobre ella como agua de tormenta, mientras las voces confusas retumbaban en sus oídos. Notó cómo le caía un hilillo de la frente a los ojos, y parpadeó, y el mundo se volvió rojo. Pensó de nuevo en las vacas, en el perro pisoteado, y supo que moriría si no se levantaba. Se puso de cuatro patas y empezó a gatear hacia la calle vacía que había detrás de la barrera, pero no había recorrido ni una yarda cuando unas manos la agarraron.

Dimity gritó. Los hombres la sujetaron por los tobillos y las muñecas; por los hombros y la parte superior de los brazos; por las pantorrillas. La levantaron y se la llevaron de esa calle vacía, de la libertad que parecía prometer. Ella forcejeó con todas sus fuerzas, retorciéndose y agitándose hasta que le ardieron las articulaciones de dolor y se le empezaron a desgarrar los músculos. Esperaba notar unas manos en la boca o en la garganta asfixiándola, pero luego se dio cuenta de que los hombres no tenían intención de matarla, sino más bien de llevársela para utilizarla en sus perversos fines. A una esclava no solo se la obligaba a trabajar, sino que era también una fuente de diversión, gratificación y perdición. A través de la mancha roja que le nublaba la visión vio el cielo, una franja brillante e impasible por encima de su cabeza, casi abarrotado de las caras con muecas de sus secuestradores. Gritó el nombre de Charles al notar los dedos de esos hombres clavados en la piel, magullándola. Le retumbaba la cabeza de dolor y terror, y en los últimos momentos hasta gritó el nombre de Valentina. Luego el mundo brilló trémulo hasta sumirse en la oscuridad y ya no pudo forcejear más.

Cuando despertó trató de levantarse, pero al abrir los ojos el sol, increíblemente deslumbrante, se los perforó, y tuvo la sensación de que se le clavaba un cuchillo en el cráneo. Los volvió a cerrar y se recostó con un gruñido.

—¿Mitzy? ¡Estás despierta! ¿Cómo te encuentras?

Sintió una mano pequeña y suave sobre la suya, y con una oleada casi violenta de alivio reconoció a Delphine. Trató de recordar lo que había pasado, cómo había regresado al riad y por qué le dolía tanto la cabeza, pero todo le daba vueltas y se le agitó el estómago.

—Voy a vomitar —dijo débilmente.

—Aquí te he puesto una palangana. A tu izquierda —dijo Delphine, y Dimity notó el frío contacto de la porcelana junto a la barbilla. Levantó un poco los hombros, volvió la cabeza y vomitó.

—Seguramente es el golpe en la cabeza. Hace unos años me caí de mi poni y me golpeé la cabeza, y también devolví —dijo Delphine—. Toma, bebe agua.

Con los ojos todavía cerrados, Dimity notó que le ponían un vaso en los labios y lo cogió con torpeza.

—Bebe solo un sorbo pequeño o volverás a vomitar.

—Hay tanta luz aquí dentro —protestó ella, y su voz sonó como un graznido.

Oyó un crujido cuando Delphine se levantó, seguido del ruido de los postigos al cerrarse. Dimity abrió los ojos con cautela y a la luz más tenue vio a Delphine arrodillada junto al colchón. Se había recogido el pelo en dos trenzas gruesas y brillantes que le colgaban sobre los hombros.

—Bienvenida —dijo con una sonrisa—. ¿Te has perdido? Estábamos muy preocupados por ti… ¡Pensábamos que podían haberte raptado!

—Me he perdido…, sí. Pensé que estaba… ¿Cómo he vuelto?

—Te encontró papá. Él te trajo de vuelta. Espera, ahora que lo pienso, será mejor que les diga que ya te has despertado. El médico ha dicho que lo llamáramos de nuevo si no te despertabas esta tarde, así que más vale que les avise. ¿Estarás bien si te dejo un momento?

Dimity asintió en silencio y Delphine volvió a sonreír.

—Ya estás a salvo. ¡Pero te has dado un buen golpetazo en la cabeza! —Se levantó y salió de la habitación, llevándose consigo la palangana con el vómito.

Dimity no se había sentido tan enferma en toda su vida. La cabeza le iba a estallar; tenía el cuerpo magullado, dolorido y débil como el de un gatito. Todo seguía dando vueltas y tumbos alrededor de ella, y aunque el aire caliente y seco le producía un picor en la garganta, seguía tiritando como si tuviera frío. Se notaba la piel en carne viva. Llamaron suavemente a la puerta y esta chirrió al abrirse. Cuando Dimity vio a Charles trató de sentarse, pero el esfuerzo hizo que torciera el gesto.

—No, no te levantes, Mitzy —dijo él, y se detuvo al pie de la cama.

Dimity se movió con cuidado hasta sentarse con la espalda contra la pared. Bajó la vista y vio horrorizada que seguía vestida con la ropa polvorienta y ensangrentada.

—¿Cómo te encuentras?

—Creo… que me estoy muriendo —susurró ella con aire desgraciado cuando el movimiento de sentarse hizo que todo le diera vueltas.

Charles se rió y se sentó a su lado.

—Nos has dado un buen susto. ¿Por qué demonios te escapaste de ese modo?

—Yo… Celeste… —Dimity se rindió, incapaz de encontrar las palabras para contárselo.

La cara de Charles pareció alzarse lo bastante cerca de ella para besarla, luego retrocedió de nuevo, dilatándose y encogiéndose como las olas.

—¿Cómo lograste encontrarme? —preguntó ella.

Había soñado con que él la rescataba y el sueño se había hecho realidad.

—Con gran dificultad. Caminé en círculos, alejándome cada vez un poco más. Llevaba horas buscándote cuando oí el revuelo.

—Yo… me perdí —dijo ella, y levantó la mirada con timidez—. ¿Estabas preocupado por mí?

—¡Por supuesto que sí! ¿Cómo te hiciste ese corte en la cabeza? No te golpearon, ¿verdad?

—¡Oh, esos hombres! —exclamó ella con un jadeo al recordar—. Trataba de pasar por debajo de la barrera para escapar de esos hombres horribles, pero me golpeé la cabeza…

—¿Trataste de cruzar la barrera? ¿Para entrar en la mezquita?

—Bueno, yo… solo quería escapar… ¡Todos me gritaron y trataron de agarrarme!

—¡Te decían que no podías estar allí, boba! La calle del otro lado de la barrera está totalmente prohibida para los que no son musulmanes. Bueno, a esa hora del día también está prohibida para las mujeres, no digamos las que no llevan velo. ¡Casi te llevas la palma, Mitzy! —Charles suspiró, luego esbozó una sonrisa—. No me extraña que armaran tanto alboroto.

—¡No era mi intención! ¡No lo sabía! —gritó Dimity—. ¡Creía que querían matarme!

—Chist, chist. Desde luego que no querían matarte. Solo querían impedir que cometieras una blasfemia. Fue un malentendido. Pero debió de ser aterrador, puedo imaginármelo.

Dimity se mordió el labio y los ojos se le llenaron de lágrimas. No trató de ocultarlas.

—Siento crear tantas molestias. Siento haberte preocupado.

—Eso ya no importa. Todos estamos encantados de que hayas vuelto sana y salva. Celeste y las niñas también estaban muy preocupadas…

Al oír el nombre de Celeste, Dimity se encogió. Bajó la vista hacia sus manos mugrientas apoyadas en su sucio regazo. Charles se aclaró tímidamente la voz.

—Mitzy, por favor, dime qué ha pasado. ¿Por qué discutisteis?

—¿No te lo ha dicho Celeste?

—No, no quiere decírmelo. Dice que es algo entre vosotras y que yo no lo entendería.

Dimity consideró esas palabras, y si bien por una parte se alegró de que Celeste no se lo hubiera contado a Charles, por la otra receló de su decisión de callárselo. Como si guardar un secreto le diera más poder.

—Yo… me estaba probando cosas suyas. En… vuestra habitación. Sus joyas… y un pañuelo. Ella regresó y me encontró allí, y quizá se pensó que estaba robando… ¡Pero no es cierto! ¡Lo juro! ¡No tenía malas intenciones!

—¿Eso es todo? ¿Te sorprendió probándote cosas suyas y eso bastó para que montara en cólera? —Charles frunció el entrecejo como si no pudiera creerlo.

Dimity tragó saliva.

—Pensé que iba a matarme —dijo mansamente.

—Vamos, no seas ridícula. Celeste te quiere.

—¿Tú me quieres?

—Yo… —Charles se calló y la miró de nuevo, muy serio, como si de pronto no estuviera seguro de algo.

Dimity contuvo la respiración.

—Sí, por supuesto que sí. —Su voz sonó extraña, tensa—. Como a una hija, Mitzy. Azulada como estás. Te está subiendo de color, ¿sabes? Mañana lo tendrás morado. Tócatelo. —Le cogió los dedos y los guió con suavidad hasta el chichón en forma de huevo que tenía en el cráneo—. Hasta Élodie se quedará impresionada.

—Lo dudo.

—Vaya, te vuelve a sangrar. Espera. —Charles sacó su pañuelo y le limpió con él el corte sanguinolento, asiéndole con delicadeza la barbilla para sujetarle la cabeza.

Dimity se inclinó hacia él, sintió su aliento en la piel, reconoció el olor de su cuerpo, de su sudor. Le puso tímidamente una mano en el brazo con que él le sujetaba la cara. Charles examinaba el corte, pero cuando ella lo tocó, bajó la mirada y se encontró con la de ella, y abrió mucho los ojos, como si viera alguna clase de peligro. Dejó de limpiar el corte y por un segundo, un segundo maravilloso, Dimity creyó que iba a besarla de nuevo. Podía imaginarlo claramente, la inclinación de su cabeza, el roce de su boca. El pulso acelerado hizo que el dolor le floreciera dentro de la cabeza como un rosal de color escarlata, pero no le importó.

—¿Está bien? —preguntó en voz baja.

—¿Qué? —preguntó Charles, apartándose intranquilo.

—Mi cabeza.

—Sí. Hemos llamado a un médico para que te examinase por si acaso, pero dice que solo necesitas descansar. —Charles guardó silencio un momento, y le tocó la frente con el dorso de los dedos—. Pero estás muy caliente. ¿Tienes fiebre?

—No lo sé… No me encontraba bien esta mañana, antes de que Celeste…

—¡Sí, mira, estás tiritando! Túmbate. Debes descansar, Mitzy.

Dimity le obedeció, sintiendo la dulzura de su preocupación como miel tibia en la lengua.

«¿Me quieres?» «Sí, por supuesto que sí.» Dimity oyó estas palabras, una y otra vez, después de que él se hubo marchado, como un encanto que hacía que el mundo entero resplandeciera. Imaginó que todavía la sostenía, llevándola en brazos a un lugar seguro; notaba sus dedos apretándole las costillas, la jaula protectora de su abrazo mientras avanzaban; y parecía totalmente adecuado, perfecto. Pero no era posible pasar por alto el dolor, y cuando se llevó de nuevo los dedos al corte de la cabeza también encontró un bulto en la sien, de cuando Celeste la había derribado del taburete horas antes. Los feroces ojos de la mujer aparecieron espontáneamente en su memoria, y se encogió contra la almohada, tratando de escapar de esa mirada que todo lo veía.

Dormitaba agitada cuando Delphine volvió a la habitación. El sol se ocultaba y fuera oscurecía, y aunque Dimity sabía que Delphine le hablaba, no prestó atención a lo que decía hasta que oyó:

—Pronto volveremos a Inglaterra y todo esto quedará olvidado. —Y si las palabras habían querido consolar a su amiga, tuvieron el efecto contrario.

Una fría y sombría desesperación se apoderó de Dimity, que sacudió la cabeza con vehemencia.

—¡No! Nunca olvidaré esto mientras viva. Quiero quedarme aquí para siempre.

—¡No lo dirás en serio! Quiero decir que es bonito venir en vacaciones, desde luego, pero no es como estar en casa, ¿no? —dijo Delphine, sentándose en pijama a su lado y abrazándose las rodillas.

Detrás de ella, los ojos oscuros de Élodie observaban desde su cama, duros y brillantes como vidrio de botella.

—Esto es mejor que mi casa —dijo Dimity.

Delphine le lanzó una mirada interrogante, pero Dimity no podía hablar más, el esfuerzo era demasiado grande. Yació inmóvil e intentó pensar solo en Charles, y en él diciendo: «Por supuesto que sí». Pero esos pensamientos eran escurridizos y de vez en cuando se sumía en una pesadilla de la que no podía despertar; un terror negro compuesto de manos aferrándola y ojos azules destellando, de corridas y caídas, de perderse para siempre. Las imágenes no cesaban de llegar, rodando como una ola del mar mientras su cuerpo ardía y temblaba. En cierto momento, en mitad de la noche, creyó que alguien se inclinaba sobre ella y reconoció el perfume de Celeste, intenso y floral; le sorprendió el arrebato de miedo que le produjo y la llamarada de furia que lo siguió.

La travesía de regreso transcurrió en un confuso letargo febril. Dimity solo era consciente del movimiento, de que estaba incómoda y cansada. Una extensión de paisaje desértico; la fresca caricia de una brisa marina junto a la costa; el odioso vaivén del barco de nuevo. Estaba demasiado débil para desesperar mientras se daba cuenta de que Marruecos se quedaba atrás, pero la certeza acechaba en su interior. Era como las criaturas muertas que el mar a veces arrastraba hasta las playas de Blacknowle. Negras y frías; deformes, pestilentes. Esperaba que se encontrara lo bastante bien para lamentarse. La llevaron de vuelta a The Watch, dejándola en las severas manos de Valentina, y no sabía cuánto tiempo llevaba acostada en la cama de su niñez cuando por fin se despertó con la cabeza despejada.

Por el ángulo del sol supo que era por la tarde, no por la mañana, y durante un rato se preguntó por qué Valentina no la había despertado antes. Se sentó en la cama y, a pesar de que le dolían todos los músculos y se notaba los huesos endebles y frágiles, era capaz de fijar la mirada y tenía el cuerpo bajo control. Toda ella desprendía un olor rancio y nauseabundo, y el pelo le colgaba en cuerdas grasientas alrededor de la cara. Se la frotó con las manos y vio que debajo de las uñas tenía tierra. Tierra marrón rojiza; arena del desierto. Se le retorcieron las tripas, como si se le desgarraran, y se las sujetó en un gesto de impotencia.

Cuando bajó las escaleras, encontró a Valentina en la cocina destripando una caballa en un cuenco.

—Veo que has vuelto al mundo de los vivos. Ya iba siendo hora.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Tres días sin hacer otra cosa que sudar y murmurar disparates. —Valentina se secó las manos en el delantal y se acercó a su hija. Le cogió un puñado del pelo y se lo apartó de la frente para examinarle el corte. A esas alturas la herida ya era una línea recta y oscura, el chichón se había reducido mucho, y el cardenal se había vuelto marrón y amarillo.

—¿Quién te lo hizo? —preguntó, tocándolo con el índice; Dimity hizo una mueca.

—Nadie. Me golpeé la cabeza.

—Bueno, eso fue una estupidez, ¿no?

Miró a Dimity a los ojos, y por un segundo vio algo en ellos que la hizo detenerse. Un eco de algo no expresado, un atisbo de alivio. Luego apretó los labios y volvió a concentrarse en el pescado.

—¿Hay algo para comer? —preguntó Dimity—. Estoy muerta de hambre.

Valentina miró a su hija con expresión ceñuda antes de ablandarse.

—Hay pan en la orza de barro, y el señor Brown nos ha traído una confitura de ciruela de su mujer que está allá. —Señaló con el cuchillo ensangrentado—. ¿Y bien? ¿Cómo eran esas tierras tan lejanas que has conocido?

La pregunta estaba tan cargada de burla que Dimity se preguntó si no enmascaraba algo. Pero no sabía exactamente qué era. No podía ser envidia.

—Eran… —Se interrumpió. No sabía qué palabras utilizar. Cómo transmitir que allí la vida había sido dulce, llena de colores y de descubrimientos, de Charles, de tranquilidad y de nuevas experiencias que las viejas palabras que siempre había utilizado no servían para describir—. Hacía mucho calor —dijo al final.

—Caramba, eso suena maravilloso. ¿Ganaste algo de dinero?

Dimity parpadeó.

—¿Intentó tocarte?

—No —respondió ella enseguida, luego tragó saliva porque el apremio de contarle lo ocurrido, la necesidad de hacerlo real, le produjo un enorme nudo en la garganta.

Valentina gruñó.

—Lástima. Estaba casi segura de que lo haría. Lejos de casa, puede pasar de todo. Bueno, es evidente que no te esforzaste lo suficiente. O tal vez no eres su tipo.

Sonrió sin amabilidad. Dimity se aferró al recuerdo del beso, del contacto de su cuerpo, y lo estrechó contra su pecho. Lo utilizó como un escudo contra tales pullas. «Me habría hecho el amor —quiso gritar—. Si no fuera por Celeste lo habría hecho. No es libre, eso es lo que dijo. Pero lo habría hecho. Quería hacerlo. Lo hará». La fuerza de ese pensamiento la sorprendió; casi la hizo sonreír.

—Supongo —dijo con bastante calma.

—Cuando acabes de comer ve a lavarte. Hueles a leche agria.

Los dos primeros días después de que cesara la fiebre Dimity se cansaba enseguida. Tenía profundas ojeras y se movía con cautela, como una anciana. Quería estar guapa la próxima vez que Charles la viera. Quería tener el mismo aspecto que debía de haber tenido en el callejón de Fez, con el brillo del sol en la piel y los ojos centelleantes. De modo que esperó, y mientras lo hacía reparó en lo pequeño, húmedo, lúgubre y patético que era Blacknowle. En realidad siempre había sido un lugar húmedo y gris, pero nunca se había fijado en lo insignificante que era. La penosa vida que llevaban sus habitantes, trabajando como esclavos y bregando cada día con lo mismo. Sin tiempo ni oportunidad para asomarse a un balcón y sentir el sol en la cara mientras una ciudad antigua respiraba y zumbaba a sus pies. Caminando con la vista clavada en el suelo, porque no había montañas color albaricoque que contemplar, ni vastas extensiones de desierto alrededor que los atrajera, deslumbrara, asustara y tentara con su brisa cálida y sedienta. Blacknowle era monocroma. Todavía era verano, pero los colores parecían muertos. Como una fotografía de periódico, con una niebla marina que difuminaba los contornos, sin nada más que sombras y tonalidades grises para mostrar la forma de las cosas. Cuando Dimity cerraba los ojos veía un río de sangre corriendo por un callejón adoquinado; veía pieles de cabra azul brillante tendidas sobre una ladera; veía un pañuelo amarillo ondeando alrededor del cuello color ébano de una mujer, y niños vestidos de turquesa, celeste y verde mar como exóticos pajarillos. Se veía a sí misma, con un caftán del mismo rosa intenso que las flores de las buganvillas, iluminada por un rayo de sol cobrizo que arrancaba destellos de su cabello.

Una semana después de haber sido devuelta a The Watch, Dimity decidió que tenía suficiente buen aspecto para ir a Littlecombe y ver a Charles. No se detuvo a pensar en que nadie había ido a buscarla. Ni Charles ni Delphine. Era debido a Valentina, decidió. Cualquier persona respetable que hubiera conocido a su madre evitaba acercarse a la casa en adelante. La culpa era de Valentina, de modo que Dimity no le dijo que pronto se iría, que esta vez cuando Charles Aubrey se marchara de Blacknowle se la llevaría con él. «Haré todo lo posible por ti, Mitzy». Caminó despacio hacia Littlecombe, pese a su impaciencia, porque no quería llegar sudada o sin aliento. En el interior de la casa no había signos de actividad, pero el coche azul estaba aparcado delante, y verlo dibujó una sonrisa en su cara que se quedó allí, irrefrenable, cuando llamó a la puerta, alegre y animada en su fuero interno.

Se hizo un largo silencio, y Dimity creyó oír movimiento dentro, le pareció ver una cara misteriosa en la oscuridad de detrás de la ventana de la cocina. Luego Celeste abrió la puerta, y la sonrisa de Dimity flaqueó hasta desaparecer por completo. Las dos mujeres se miraron en el umbral y ninguna de ellas habló. Celeste parecía cansada y tensa. Tenía una expresión apagada y grave.

—Veo que vuelves a estar bien —dijo por fin.

—Creo que sí.

La mirada tosca de la mujer dispersaba sus pensamientos, confundiéndola.

—Me alegro. Al margen de lo ocurrido entre nosotras, no quería hacerte daño.

Celeste se cruzó de brazos, cerrándose bien el chal sobre los hombros. Parecía más alta, más dura, como hecha de piedra. Dimity no pudo seguir sosteniéndole la mirada, de modo que miró al suelo que había entre ambas. Una yarda de camino pavimentado, pero de pronto esa distancia parecía más grande que el canal de la Mancha. Se tambaleó un poco, como si pudiera perder el equilibrio. Le temblaron las manos.

—¿Puedo pasar? —preguntó sin aliento.

Celeste negó con la cabeza con solemnidad.

—No me resulta agradable decirte esto, Mitzy, pero ya no eres bien recibida aquí. Se lo he explicado a las niñas lo mejor que he podido, y también a Charles. Tú y yo sabemos la razón. A veces las cosas cambian y debemos cambiar con ellas. Es mejor que no vuelvas más por aquí.

El corazón de Dimity balbució en su pecho con un pequeño hipo, una obstrucción momentánea.

—Quiero…, quiero ver a Charles.

Había querido decir Delphine, pero en ese momento la verdad se abrió paso a la fuerza. Celeste se inclinó hacia ella con las mejillas encendidas de ira. Se la veía enorme, aterradora. Parecía sacada de una pesadilla.

—Esa es la razón por la que no vendrás más aquí. Ahora vete. El año que viene no volveremos…, si de mí depende. Vete, Mitzy. Lo has estropeado todo.

Cuando Celeste se volvió había un brillo en sus ojos verde azulados, de lágrimas sin derramar.

Dimity no tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido allí parada, mirando la pintura desconchada y el veteado de la madera de la puerta de Littlecombe. El tiempo no parecía importar, no parecía moverse como debía, como si siguiera presa de una fiebre o solo estuviera medio viva. Temblaba, aunque la temperatura era suave, y cuando por fin se volvió para irse, el suelo pareció lleno de peligros. Sus pies cayeron en trampas invisibles y tuvo que aferrarse al poste de la puerta para sostenerse. Notó que la observaban e inmediatamente pensó que Charles estaba allí, que había salido para verla. Pero cuando se volvió buscándolo, solo vio a Delphine de pie frente a una de las ventanas del piso superior. Una figura imprecisa con una expresión apesadumbrada, que levantó una mano para decirle adiós con tristeza. Dimity no respondió.

Durante tres días buscó a Charles en todas partes, menos en Littlecombe. Lo buscó en el pueblo, en el pub y en la tienda de comestibles, lo buscó en la playa, en el sendero del acantilado y en la capilla en ruinas de lo alto de colina. Pero no lo vio. Valentina se dio cuenta de que su hija ya no llevaba dinero a casa y un día la acorraló.

—Ha perdido el interés, ¿eh? ¿Ya no le gustas? —Alzó la barbilla agresivamente mientras hablaba y durante un segundo cegador Dimity la odió profundamente.

—¡Me quiere! ¡Me lo dijo él mismo!

—¿Te quiere? —Valentina se rió—. Bueno, todas hemos oído eso antes, hija mía. Créeme. Dile de mi parte que todo tiene un precio. Tanto si te quiere como si no. ¿Me has oído?

Dimity trató de soltarse.

—Y tú, Mitzy, tienes que traer un sueldo a casa. Ya eres lo bastante mayor. Si él no paga por el privilegio, sé de varios hombres que lo harán. Sacaremos lo suficiente por tu virginidad para pasar todo el invierno. —La voz de Valentina era tan sombría como su rostro, y las palabras hicieron recordar a Mitzy a los hombres de Fez, con sus caras oscuras y sus ojos furiosos, sus bocas abiertas sobre ella, las manos duras que la sujetaban, listas para tomarlo todo. Quiso huir de su madre del mismo modo que había querido huir de ellos. Como en una pesadilla, quiso correr con todas sus fuerzas, pero no pudo. No tenía ningún lugar adonde ir.

Dimity fantaseó con que Charles acudiría a la puerta de The Watch con esa mirada hambrienta que ella había visto, solo por un segundo, en un callejón estrecho a un mundo de distancia. Lo evocó tan intensa y minuciosamente que fue casi como un hechizo. Se imaginó yendo a Londres con él cuando se marchara; se lo imaginó buscándole un piso, o dejándola vivir en su estudio, donde podría ser su modelo, su amante. Tal vez no tendría que permanecer escondida, tal vez se casaría con ella y la presentaría a todo el mundo como su mujer, besándole la mano y mirándola con tanta pasión que nadie podría atribuirlo más que a la devoción. Sus amigos artistas, a los que se imaginaba barbudos con las cejas muy pobladas y malos hábitos, lo envidiarían por tener una mujer tan joven y encantadora, y él se sentiría orgulloso de ella, muy orgulloso, y el afán de mantener el decoro en público solo aumentaría la pasión con que la poseería en cuanto estuvieran en la intimidad. Por la noche, esas imágenes la mantenían despierta, suspirando de deseo, y la llevaban a deslizar una mano entre las piernas, buscando alivio desesperada.

Pero fue a Wilf Coulson a quien vio, no a Charles. Se lo encontró fuera del Spout Lantern, donde, con dieciséis años, había empezado a beber con los otros hombres después de una jornada de trabajo. La siguió un par de veces, caminando detrás de ella como lo había hecho en el pasado, para que supiera que estaba allí y lo llevara a algún lugar privado donde pudieran hablar; al cobertizo de Barton, donde se tumbarían sobre la paja y se acariciarían en medio del tufo a ganado. Pero esta vez ella se volvió y lo miró tan furiosa que él se detuvo en seco, desconcertado. Dimity no quería sus torpes atenciones, sus regalos, sus besos infantiles. Al cabo de un tiempo Wilf fue a The Watch para buscarla, y al oír llamar a la puerta Dimity se ruborizó porque creyó que era Charles. Cuando vio a Wilf, puso cara larga; al verlo, él también la puso.

—¿Quieres salir a pasear un rato, Mitzy? —le preguntó, clavando la barbilla en el pecho con el ceño fruncido.

—Tengo cosas que hacer —respondió ella como atontada.

Wilf levantó la vista con una expresión tan dolida y furiosa que ella se sobresaltó.

—Está bien. Pero solo un rato.

Lo condujo por el empinado sendero que bordeaba el acantilado y descendía hasta la playa pedregosa de debajo de The Watch, caminando siempre delante de él con los puños cerrados, abriéndose paso con habilidad entre las rocas. Una brisa intermitente los empujaba, y el mar era de un gris brillante y profundo. Un desierto de otra clase, ondulándose en la lejanía. Dimity siguió andando hasta el final de la playa, subió al espigón de roca y caminó por él hasta que empezaba a deslizarse bajo el agua. Bajó la vista hacia sus viejos zapatos de cuero y pensó en continuar a pesar de ellos.

—¡Para, Mitzy! —gritó Wilf, todavía detrás de ella.

Dimity se volvió y vio que tenía los ojos enrojecidos y brillantes.

—¿Qué te pasa, Mitzy? ¿Por qué ya no quieres saber nada de mí? ¿Qué te he hecho? —Sonaba tan afligido que Dimity sintió una pequeña punzada de remordimientos y se volvió para encararse a él.

—No has hecho nada, Wilf.

—¿Qué ocurre entonces? ¿Ya no somos ni siquiera amigos?

—Por supuesto que sí —respondió ella de mala gana.

Dudaba que volviera a ver a Wilf cuando se marchara a Londres con Charles. No habría más Wilf ni Valentina. O tal vez visitaría a su madre de vez en cuando, iría a The Watch en un automóvil brillante, con un pañuelo de seda alrededor de la cabeza, zapatos de tacón y medias con las costuras perfectamente rectas por la pantorrilla. Wilf interrumpió esa agradable fantasía.

—Te eché de menos cuando te fuiste. Esto no era lo mismo sin ti. Creo que hasta tu madre te echó de menos… Tuvo que venir un par de veces al pueblo para hacer algún recado. ¡Iba con una cara que nadie se atrevió a acercarse a ella! —Sonrió ligeramente, pero se detuvo al ver que ella guardaba silencio—. Bueno, ¿y cómo era el lugar donde estuviste?

Parecía desesperado por tener algo que decir, algún modo de hacerla hablar.

—Era el mejor lugar que he visto jamás. Charles dijo que volverá a llevarme algún día. El año que viene, probablemente. Podríamos pasar las vacaciones allí cada año. —Sonrió vagamente.

—¿Charles? ¿Te refieres al señor Aubrey? —Wilf torció el gesto confuso—. ¿Qué quieres decir con pasar las vacaciones?

—¿Tú qué crees?

—¿No querrás decir que tú y él…, que estás… con él ahora?

—¿Acaso no puedo?

—¡Pero… tiene el doble de años que tú, Mitzy! O más… ¡Y tiene una esposa!

—¡No, no la tiene! Ella no es su esposa. ¡No están casados! —Se volvió de nuevo hacia el mar—. Va a casarse conmigo. Yo seré su mujer.

—Entonces, ¿por qué estás todavía en The Watch con tu madre mientras él está haciendo las maletas en Littlecombe, listo para volver a Londres con su familia?

—¿Cómo? —Esas palabras la hicieron tambalearse, y el espigón pareció inclinarse de pronto como la cubierta de un barco. Algo le subía por la garganta y por un segundo creyó que iba a gritar—. ¿Cómo? —repitió, pero en lugar de un grito fue un susurro, medio perdido en la brisa.

Wilf se volvió borroso delante de ella, difuminándose hasta convertirse en una parte del mar, una parte de la costa que tenía detrás.

—Se lo he oído decir en el pub hace media hora al pagar su cuenta, Mitzy —dijo él, adelantándose para cogerle los brazos.

Ella levantó la vista, y solo entonces se dio cuenta de cuánto había crecido él, lo mucho que se le habían ensanchado los hombros por encima de las caderas estrechas, lo firme y fuerte que era su mandíbula.

—Mitzy, escucha. Él no te quiere. No como te quiero yo. ¡Yo te quiero, Mitzy!

—No.

—Sí. Te quiero como nadie te ha querido. Cásate conmigo, Mitzy. Seré bueno contigo…, tendremos una buena vida, te lo prometo. Podríamos irnos de Blacknowle, si eso es lo que quieres. Mi tío de Bristol tiene un empleo para mí, si se lo pido. En la compañía naviera donde trabaja. No tendrías que volver a ver Blacknowle ni The Watch ni a tu madre si no quieres. Si lo deseas, podríamos tener un hijo enseguida. E iríamos de luna de miel a donde se te antojara… A Gales, a Saint Ives o a donde sea. —Le dio una pequeña sacudida y Dimity parpadeó.

Pero estaba demasiado perdida en su propia aflicción para darse cuenta de que él había soñado con todo eso del mismo modo que ella había soñado con una vida en Londres con Charles. Que ella lo había mantenido despierto por las noches, haciéndole deslizar las manos debajo de las mantas. Se apartó de él.

—¡Suéltame!

—¿Mitzy? ¿No has oído lo que te he dicho?

—Sí, te he oído —dijo ella con voz inexpresiva—. ¿Gales? ¿Saint Ives? ¿Eso es todo lo grande que crees que es el mundo? ¿Es todo lo que puede volar tu imaginación?

Wilf frunció el entrecejo.

—No. Pero es lo más lejos que puedo permitirme ir en estos momentos. No soy estúpido, Mitzy. Y sé que no soy tan excitante para ti como… pueden parecerte otros. Pero esto es real, no un sueño imposible. Lo que te ofrezco es una vida real. Podemos ahorrar…, puedo empezar a ahorrar y llevarte al extranjero también. No es tan caro cruzar el Canal…

—No.

—¿No?

—Esa es mi respuesta, Wilf. No voy a casarme contigo. No te quiero.

Wilf guardó silencio un rato; se metió las manos en los bolsillos y pareció preparado para esperar, como si creyera que podía cambiar de opinión. Al final tomó una larga y profunda bocanada de aire.

—Él no se casará contigo, Mitzy. Eso te lo puedo asegurar.

—¿Qué sabes tú? ¡Eres como toda la gente de aquí! ¡Espiando y cuchicheando, creyendo que sabes de qué hablas! —soltó ella, furiosa al oír sus palabras.

—Sé lo suficiente para saber que no se casará contigo. No puede. Está…

—¡Calla! ¡Tú no sabes nada! ¡Nada! —Las palabras le brotaron entrecortadas, feroces; los ojos de Wilf se llenaron de lágrimas mientras la miraba.

—Sé lo suficiente. Te quiero, Mitzy. Yo podría hacerte feliz…

—No, no podrías.

Dimity le dio la espalda y se cruzó de brazos, y durante largo rato sintió su presencia detrás de ella, esperando. Lo oyó sollozar, sonarse, carraspear. En algún momento se dio cuenta de que se había ido, pero no supo decir con seguridad cuándo. Miró por encima del hombro y no lo vio en la playa ni en el camino que cruzaba la Southern Farm. Por un instante le entró el pánico, pero no hizo caso y tomó el sendero del interior hacia el pueblo.

Wilf había dicho que Charles estaba en el pub y allí fue adonde se dirigió. Fue derecha hasta la ventana, notando cómo le castañeteaban los dientes de excitación nerviosa. Se mordió la punta de la lengua y reconoció el sabor de la sangre. El interior del pub estaba fresco y en penumbra, pero casi vacío. En la barra había dos hombres sentados pero ninguno era Charles. Fue hasta la tienda del pueblo y atisbó dentro; luego recorrió cada una de las callejuelas del centro del pueblo. No se le ocurría dónde más mirar, no se le ocurría por qué Charles no había ido a buscarla para tranquilizarla. Sabía que debía de tener alguna estrategia o plan según el cual pronto estarían juntos. Pero se moría de ganas de encontrarlo y oír cuál era. Su necesidad de verlo le producía un dolor detrás de los ojos, un dolor que iba en aumento. Rechazó el camino empinado que conducía a la Northern Farm y regresó al pueblo pasando por la parte trasera del pub. Y allí lo vio.

Estaba en una de las habitaciones del piso de arriba. Alcanzó a verlo a través de la pequeña ventana, medio oculta en los aleros de azulejo. Era una vista parcial…, a través del cristal estrecho veía su brazo y su hombro, su mandíbula inferior. ¡Charles! Dimity no estaba segura de si había gritado de euforia o si tenía la garganta demasiado obstruida para emitir un sonido. Agitó los brazos por encima de la cabeza, luego se detuvo y los dejó caer. Charles no estaba solo. Hablaba con alguien; lo vio mover la boca. De pronto apareció ese alguien y era la turista. «La que se tiene que tocar cada vez que te ve». La voz de Celeste era tan clara que Dimity se volvió confusa, buscándola. «Piel blancuzca». Las palabras estaban en el susurro de la brisa. La mujer parecía llorar, se secaba los ojos con el puño de la blusa. Dimity la miró y trató de hacer como si no existiera. Un abismo vasto e insondable se había abierto bajo sus pies y no veía el modo de no caer. Nada podía salvarla. Charles tomó la mano de la mujer y, llevándosela a la boca, le dio un beso prolongado. «¿Alguna vez los has visto juntos?», le susurró Celeste al oído, y el dolor que sentía en el cráneo se hizo insoportable. Se llevó las manos a las sienes, gimiendo de angustia, y con un grito se alejó corriendo del Spout Lantern.

Caminó ciegamente, como vuela el cuervo, a través de campos y senderos, a través del bosquecillo de hayas y robles que había en lo alto de la colina y en la otra ladera. Metió los pies en arroyuelos, se salpicó los pantalones de barro rojizo y quedó cubierta de brotes, abrojos y picaduras de mosquito. Por el camino iba recogiendo plantas conocidas casi sin pensar, utilizando el pañuelo a modo de bandolera. Acedera para la ensalada; ortigas para hacer infusiones y tónicos para el riñón, y para alimentar la sangre; cardos lecheros y nueces de cerdo para echar en los guisos; helecho para matar la solitaria, dientes de león para el reumatismo, achicoria para la infección de vejiga. La tarea le resultaba tan familiar, tenía un ritmo tan natural, que la hipnotizó, silenciando el torbellino del interior de su cabeza.

Pasó junto a la zanja que bordeaba el bosque, donde crecía una espesa mata de cicuta acuática. También se conocía como perejil bastardo porque mataba a las vacas que pacían allí por equivocación. Se agachó entre las plantas altas y mortíferas, rodeada de sus paraguas de flores blancas de aspecto inocente. Las raíces se hundían en el suelo arenoso del fondo de la zanja; las largas hojas dentadas tenían el tentador olor a perejil. Alrededor de sus pies flotaban pulgas acuáticas y una libélula azul describía grandes círculos por encima de su cabeza, observándola con curiosidad. Dimity rodeó con una mano un tallo leñoso y tiró con suavidad, procurando no magullarlo, hasta que la raíz tuberosa se desprendió de la tierra. Si se comía, tenía un sabor casi dulce como el de la chirivía. Lo escurrió y lo dejó con cuidado en el morral improvisado, lejos de lo demás. Aislado, vejado, poco fiable. Apartado del resto como lo había estado ella siempre. Suspiró profundamente; tenía la mente en blanco. Volvió a agacharse para arrancar otro tallo.

Horas después, con el pesado pañuelo en bandolera clavándosele en el hombro, Dimity seguía caminando. Se notaba las piernas demasiado largas, y aunque todo lo que veía le resultaba familiar, aún tenía la sensación de que no lo conocía, no le pertenecía. En la playa no paró de magullarse los dedos de los pies y las espinillas al caminar entre las rocas, y no podía entender por qué. Un poco más allá de la orilla dejó de andar y se dio cuenta de que era de noche. No podía seguir caminando porque el cielo estaba tan negro como el interior de su cabeza, sin una luna que iluminara sus pasos. No sabía si esa oscuridad era natural, o se debía a que se había extinguido la luz en todo el mundo. Se sentó donde estaba, notando las piedras, frías y húmedas, a través de la ropa. Se quedó en la oscuridad, sin oír las olas porque su propio llanto las ahogaba; sollozos que la desgarraban, le provocaban convulsiones. Tenía la sensación de que se caía, como si se hubiera adentrado en ese abismo insondable y no pudiera salir de nuevo a la superficie. No durmió.

A la fría luz de la mañana la marea alta la sacudió, lamiéndole los pies con pequeñas olas heladas. Se rascó la cara, que le picaba por la sal, y se levantó temblorosa. Echó a andar de nuevo, sin tener mucha idea de adónde ir; solo siguiendo sus pies como antes, hasta que por fin la llevaron a lo alto de Littlecombe. Allí se detuvo, y bajó la vista hacia la forma corriente y sólida de la casa. No había rastro del coche en el camino de entrada, no se veía a nadie por el jardín y todas las ventanas estaban cerradas. Charles estaba allí. Allí era donde lo había visto por primera vez, donde él la había dibujado por primera vez. Allí era donde dormía, donde comía. Allí era donde tenía que estar. Dimity se sintió hueca, incorpórea, y una repentina sensación de levedad, la levedad de la alegría templada con algo más. Algo lúgubre y sin nombre; algo que había surgido de las profundidades del caos para estar con ella. Se tambaleó sobre sus pies magullados y bajó hasta la puerta de la cocina.

Llamó enérgicamente, con convicción. Charles abriría la puerta y la recogería; deslizaría los brazos alrededor de su cintura, como había hecho en el callejón de Fez, y ella sentiría la firme presión de su boca y de su cuerpo; lo probaría y se acurrucaría contra él y todo volvería a ser armonioso. No existiría nadie más. Cuando Celeste abrió la puerta, secándose las manos con una toalla, Dimity parpadeó, desconcertada. La cara de Celeste se ensombreció.

—Dimity, ¿por qué has venido? ¿Por qué insistes?

Dimity abrió la boca pero no había palabras dentro. El aire silbaba al entrar y salir de su garganta.

—Dime, ¿de verdad crees que dejará a sus hijas para estar contigo? ¿Lo crees?

Su voz sonó monótona e irritada. Dimity guardó silencio. Se sentía mareada, confusa; no del todo real.

—No está aquí, si eso era lo que esperabas. Se ha ido con las niñas a Swanage, para pasear en burro por la playa, ir de compras y montar en las atracciones.

—Yo quería… —empezó a decir Dimity, pero no sabía qué era lo que quería.

La mujer que tenía delante era la suma de todo lo que ella nunca tendría. En un rincón recóndito de su cerebro Dimity contempló a Celeste y la despreció.

—Os he traído esto. Para todos —dijo, señalando con una mano las plantas que había recogido.

—No es necesario. —Celeste tocó con el pie una cesta que había junto a la puerta, llena de plantas con hojas—. Delphine ha salido temprano esta mañana. Sin ti. Me ha dejado estas hierbas para que me haga una sopa.

—Oh. —Dimity se esforzó por fijar la vista e intentó pensar.

Oyó un sonido estridente en los oídos y la voz de Celeste pareció llegar de un lugar muy lejano. Miró a la mujer marroquí con los ojos entrecerrados y se preguntó cómo podía haberla visto alguna vez hermosa. Celeste era enigmática y cruel, una figura que temer y odiar. Un cáncer persistente, una llaga abierta que se negaba a cicatrizar.

—Ahora escúchame bien. Basta ya. —Celeste suspiró de forma abrupta con la nariz y añadió—: Déjanos en paz. —Y cerró la puerta.

Dimity se balanceó ligeramente sobre los talones. El suelo daba vueltas borroso a sus pies y unas náuseas repentinas le llenaron la garganta de un gusto ácido y repugnante. «Si estuviera libre, estaría conmigo». Cerró los ojos e imaginó a Charles rescatándola, salvándola, mientras ella yacía en el suelo, a punto de ser desgarrada por los hombres salvajes de Fez; pensó en el beso que le había dado en el callejón, el contacto de su mano al ayudarla a levantarse; las flores describiendo un arco sobre ellos como una enramada nupcial mientras estaban sentados en las tumbas merínidas. Ese lugar desierto donde todo había sido tan perfecto y glorioso como un sueño. Dimity abrió los ojos y miró la cesta de Delphine. Vio ajo y perejil silvestre; apio, alheña y alcaravea. Era una buena selección, con todas las hojas jóvenes y tiernas; no había nada que se hubiera quedado duro o amargo. Y la alcaravea, además de deliciosa, era difícil de encontrar. Delphine había sido una alumna aplicada. Dimity se quedó inmóvil y miró las plantas durante largo rato. Luego observó las que había cogido ella, en el pañuelo que le colgaba del brazo entumecido. El peso era de pronto tan excesivo que lo dejó a sus pies y se inclinó sobre él: ajo, perejil, apio, alheña, alcaravea. La sangre le palpitaba en las sienes de forma dolorosa e insistente. Las plantas daban vueltas ante sus ojos, medio ocultas por su propio cabello colgante. Ajo, perejil… Ahí estaba la cicuta acuática, el perejil bastardo. Cuidadosamente aparte, los tallos, las hojas y las gruesas y dulces raíces apiñadas con precisión. Dimity apenas podía respirar por el dolor que sentía detrás de los ojos. Se levantó por fin y se alejó con pasos temblorosos, tambaleándose. De algún modo el perejil bastardo ya no estaba en su pañuelo. Estaba en la cesta de Delphine.