Capítulo V
La búsqueda del «yo»

Al principio me sentía confundido por lo que para mí era carencia de un plan en el método que empleaba Ouspensky para exponer el sistema de G. En vez de completar un tema y pasar luego a otra cosa volvía repetidamente sobre lo que ya había tratado antes, agregando algunos detalles que antes había omitido. Pero más tarde me di cuenta de que no era posible sujetarse a ningún plan. En primer lugar, porque no estaba pronunciando una serie de conferencias formales sino que contestaba preguntas según se las iban formulando en las reuniones, y, en segundo lugar, porque todas las cosas dentro del sistema de G. están tan íntimamente vinculadas entre sí, que es completamente imposible tratar ninguna de ellas en forma aislada. Por ese motivo nos veíamos continuamente obligados a adelantarnos y volver luego sobre lo ya tratado, pues la discusión de un tema nuevo revelaba con frecuencia algún aspecto de uno anterior que no había sido tratado, y esto hacía necesario un reexamen de lo que se había dicho anteriormente.

Después de haber llamado nuestra atención sobre las actividades extremadamente mecánicas que mantienen al hombre sumido en el sueño. Ouspensky volvió sobre las ilusiones que el hombre tiene respecto de sí mismo:

«Una de las ilusiones más preciadas y más ridículas —dijo— es la de que se es dueño de un “ego” o “Yo” dominante, que imparte uniformidad a su vida y controla sus variadas funciones. Pero tal vez, como resultado de la autoobservación durante estos últimos meses, hayan podido librarse de esta absurda idea sobre ustedes mismos. A esta altura pueden haber descubierto que no hay dentro de ustedes nada que sea parecido a un “Yo” permanente».

Ouspensky se acercó entonces al pizarrón y dibujó un círculo que procedió a subdividir por medio de líneas verticales y transversales en un gran número de compartimientos pequeños, de modo que al final resultó ser el dibujo de un ojo de abeja visto con enorme aumento. En cada una de las numerosas divisiones del ojo escribió la palabra Yo con mayúscula y cuando terminó el dibujo regresó a su silla. «Eso —anunció con la satisfacción de un artista que ha hecho un retrato satisfactorio— es el dibujo de un hombre. No tiene un “Yo”, sino innumerables “Yoes”. Continuamente se están reemplazando entre sí, y en un momento está presente un “Yo” que es reemplazado de inmediato por otro. Todos los pensamientos y todos los sentimientos exigen ser considerados como “Yo” hasta que lo arrojan al fondo, y su lugar es ocupado por otro “Yo” que es rival suyo».

Alguien preguntó cómo es que abrigaremos la fuerte convicción de poseer, en realidad tanto unidad como permanencia, y Ouspensky le contestó que hay dos cosas que alientan esta idea. La primera es que poseemos un solo cuerpo, y la segunda que pasamos por la vida con un solo nombre que es permanente.

«Es cierto —agregó— que nuestros cuerpos cambian con el correr de los años pero cambian con tanta lentitud que no nos damos cuenta; y nuestros nombres permanecen con nosotros a través de toda nuestra vida. Estas dos cosas estables contribuyen a producir en nosotros una ilusión de permanencia y unidad, cualidades éstas que, si nos observamos a nosotros mismos con un poco más de cuidado, descubriremos que no existen en modo alguno. No solo todo pensamiento, todo sentimiento, toda sensación dentro de nosotros reclama el derecho a decir “Yo”, sino que —lo que es más peligroso aún— toma decisiones por las que el resto de nosotros habrá de responsabilizarse. Por ejemplo, algún “yo” temerario puede prometerle a alguien hacer algo con lo cual, probablemente, ninguno de los otros “yoes” habrá de estar de acuerdo cuando llegue el momento de cumplir con la promesa».

«También puede ser que un grupo de “yoes” dentro de nosotros se sienta interesado en las ideas que estamos estudiando aquí, y decida que es muy necesario cambiar, mientras que otros no sienten el más mínimo interés, y no tienen intención de cambiar absolutamente nada. Esas son algunas de las dificultades con que probablemente se hayan encontrado en su trabajo: que raras veces se dedican resueltamente a cualquier cosa que estén haciendo, y la razón de que les falte resolución, es que ustedes son una pluralidad y no una unidad. El nombre del hombre es “legión”».

El primer descubrimiento que me proporcionó la observación de mí mismo, fue la rapidez con que ocurrían dentro de mí los cambios, pues un estado de ánimo daba su lugar a otro, y éste a su vez cedía su lugar a otro y no eran solo los sentimientos los que cambiaban con rapidez. También había podido ver cómo una idea a la que yo adhería plenamente antes, se transformaba en otra que poco después me resultaba completamente inaceptable. Yo había tenido ya anteriormente vislumbres de estos cambios y groseras contradicciones que se producían en mí, pero hasta que me incorporé al trabajo había interpretado que significaban la existencia en mi interior de algún centro que estaba sujeto a ciertas alteraciones de ánimo y opinión; pero aquí tenía a Ouspensky negando que hubiera en mí nada en absoluto que fuera central y permanente. De acuerdo con él, la única cosa de naturaleza durable eran un nombre y un cuerpo, pero yo me preguntaba: ¿Es esa una forma razonable de ver las cosas? Después de reflexionar a fondo sobre la cuestión, llegué a la conclusión de que no importaba demasiado cuál de las dos formas de considerarme a mí mismo era la que yo aceptaba, aunque posteriormente llegué a la conclusión de que la forma en que lo hacía G. encajaba mejor con los hechos según los veía yo, pues a la vez que no tenía pruebas en absoluto de la existencia dentro de mí de ninguna cosa permanente que experimentara cambios, poseía abundantes pruebas de la existencia en mí del cambio mismo.

Más tarde me di cuenta de que la idea de que el hombre no posee ningún «yo» permanente, sino que está formado por los cambios, ha sido siempre y sigue siendo una idea muy ampliamente aceptada, y que una de las exposiciones más claras de esta filosofía puede encontrarse en los escritos de aquel filósofo escocés tan enormemente perspicaz que fue David Hume. Repasé aquel pasaje en que da cuenta de su incapacidad para encontrar un «yo» permanente (Libro I, Parte IV, Sección IV), y descubrí que lo había usado como argumento para rebatir la afirmación que hizo Berkeley, de que el hombre posee un conocimiento intuitivo de su propia alma o «yo»:

«Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo “yo” mismo, siempre tropiezo con alguna percepción de frío o calor, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. Nunca me sorprendo a mí mismo libre de percepciones. Puede ser que exista algún filósofo (concluye con ironía) que pueda percibir sus “Yoes”, pero apartando a algunos metafísicos de esta especie, puedo atreverme a afirmar, que en cuanto al resto de la humanidad, no es otra cosa que un manojo o colección de diferentes percepciones, que se suceden las unas a las otras con inconcebible rapidez, y están en perpetuo flujo y movimiento».

David Hume era un observador de visión clara e inteligencia inusual, y cualquiera que repita su experimento con igual sinceridad, es probable que llegue a la misma conclusión a que llegó él. Examinada más de cerca la cosa que hemos considerado antes como un «yo», siempre resulta ser nada más que una secuencia de percepciones, y con seguridad esta procesión psíquica dentro de nosotros, que nunca permanece estacionaria ni por un instante, sino que está siempre en movimiento, es completamente indigna de que se la acepte como un «Yo» o alma permanente. Esto no excluye, naturalmente, la posibilidad de que haya algo más duradero, que exista debajo de toda la capa superficial de basura psíquica a la que llamamos «nosotros mismos».

Pero ¿qué tienen nuestros filósofos que decir sobre la cuestión de la negación de Hume de la existencia de todo «Yo»? En su History of Western Philosophy, Bertrand Russell la comenta en la forma cautelosa y ambigua que sigue:

«No quiere decir que no haya un “Yo” solo: significa que no sabemos si lo hay o no, y que el “Yo” no puede penetrar en ninguna parte de nuestro conocimiento, salvo que lo haga como un “manojo” de percepciones. Esta conclusión es importante en metafísica, lo mismo que librarse del último uso sobreviviente de “sustancia”. Es importante en teología, en cuanto pueda abolir todo supuesto conocimiento del “alma”; lo es también en el análisis del conocimiento, desde que muestra que la categoría de sujeto y objeto no es fundamental». (Bertrand Russell, A History of Western Philosophy).

Debe tenerse presente que Bertrand Russell es uno de los filósofos (y cito sus palabras), que:

«Confiesa francamente que el intelecto humano es incapaz de hallar respuestas concluyentes a muchas preguntas de profunda importancia para la humanidad, pero se niega a creer en alguna forma “superior” de conocimiento, por la cual podamos descubrir verdades que permanecen ocultas a la ciencia y al intelecto».

En otras palabras, Bertrand Russell nos manda contentarnos con la ciencia como guía para nosotros, y nos advierte que no formulemos preguntas imposibles de contestar, entre ellas la de si el hombre posee un «Yo» o alma.

Desde que el hombre fue capaz de pensar, ha estado tratando de conocer lo que Bertrand Russell proclama como incognoscible, y continuará buscando conocimiento que está mas allá de su alcance, mucho después de que la estrecha escuela de filosofía a la que pertenece Russell haya caído en el olvido, y esperamos que nunca se contente, con vivir como Russell quisiera que viviera, sobre la delgada capa de conocimiento científico solamente, pues ha sido inyectada en él un hambre de verdades que son mayores que las de la ciencia. Finalmente, nótese que todo lo expuesto en este libro se opone a la afirmación de Russell, de que no hay otras formas de conocer las cosas, que las que adoptan los científicos.

Una investigación de los libros sagrados de Oriente nos muestra que la idea de la inexistencia de cualquier «Yo» ha sido sostenida por los budistas durante miles de años. Para los budistas, las observaciones de David Hume sobre la ausencia en el hombre de algo que éste pueda llamar «Yo» no presenta la menor dificultad, por el contrario, la afirmación de Hume está plenamente de acuerdo con su propia enseñanza. Se dice que Gautama Buda expresó:

«Están los pétalos, el polen, la corola y el tallo, pero no hay flor de loto. Hay esta o esa otra idea pasajera, esta o aquella otra emoción pasajera, esta imagen o esa otra, pero no hay detrás de ellas ningún todo organizado que pueda ser llamado el ego, el “Yo”».

El budista usa las dos palabras, «ego» y «Yo», simplemente como términos convenientes para describir una cambiante combinación de los fenómenos físicos y psíquicos. Se da cuenta de que todo lo que hay dentro de sí mismo depende de otras cosas, y que no hay nada en parte alguna que exista por derecho propio, independiente, producido por sí mismo, desconectado de todo lo demás; un verdadero «Yo». Esta creencia está ilustrada en una parábola tibetana que expone de manera muy clara la opinión que tiene el budista sobre la persona. Madame David-Néel narra esta parábola en su obra tan conocida sobre Budismo:

«Una persona —dice— es una asamblea compuesta de una cantidad de miembros. En esta asamblea nunca cesa la discusión. Una y otra vez se levanta un miembro, hace un discurso y sugiere una acción; sus colegas aprueban y se resuelve ejecutar lo que aquél ha propuesto. Con frecuencia se levantan al mismo tiempo varios miembros de la asamblea y proponen distintas cosas, y cada uno de ellos por razones privadas, apoya su propia moción. Puede ocurrir que estas diferencias de opinión, y la pasión que cada uno de los oradores pone en el debate, provoque en la asamblea una pelea, y hasta una pelea violenta. Los miembros pueden llegar hasta los golpes. Puede suceder también que algunos miembros abandonen la asamblea por cuenta propia; que a otros los expulsen: y también que haya otros a quienes sus colegas expulsen por la fuerza. Durante todo ese tiempo están introduciéndose en la asamblea otros que recién llegan, ya sea en forma suave o forzando las puertas».

Así es el hombre.

La parábola nos ofrece una muestra muy completa de nuestro estado interior. Sigue describiendo cuántas de las voces que se escuchan en la reunión van debilitándose con el transcurso del tiempo, mientras que otras se van haciendo más fuertes y audaces, acallando a gritos toda oposición, y estableciendo finalmente su predominio sobre todos sus rivales.

«Estos —comenta Madame David-Néel— son nuestros instintos, nuestras tendencias, nuestras creencias, nuestros deseos, etc. Pero las causas que las engendraron son cada una de ellas, descendiente y heredera de muchas líneas de causas, de muchas series de fenómenos que se remontan muy lejos en el pasado, y cuyos rastros se pierden en las sombrías profundidades de la eternidad». (Alexandre David-Néel, Buddhism).

Buda enseñó que el hombre es arrastrado por la vida del mismo modo que un tronco es llevado en el río por la corriente; y que está particularmente a merced de las corrientes triples de raga (pasión), dosa (ira) y moha (ilusión). El término nirvana, que constantemente es mal comprendido por nosotros los occidentales, significa realmente la libertad interior que un hombre puede eventualmente alcanzar si, después de prolongada lucha, se ingenia para desembarazarse de todas las compulsiones y deseos que anteriormente lo controlaban. En otras palabras, nirvana representa la promesa que hace muchísimo tiempo hizo el Buda a sus discípulos, promesa contenida en las siguientes palabras:

La analogía entre la doctrina de Buda y las ideas que nos enseñaba Ouspensky, era evidentemente muy clara. Se nos había dicho que las impresiones de afuera actúan sobre nosotros como la polea sobre el torno, y que si esta fuerza impulsora cesara de repente, y al mismo tiempo se desvanecieran los recuerdos de impresiones similares del pasado nos inmovilizaríamos y moriríamos rápidamente. Esto quería decir que ninguna de nuestras actividades proviene de nosotros mismos, sino que son siempre el resultado de fuerzas originadas en el exterior, de modo que son reacciones más bien que acciones.

¿«Pero qué es —preguntó alguien— lo que hay dentro de nosotros, que ejecuta la pantomima de decidir qué es lo que debemos de hacer; eso dentro de nosotros que antes llamábamos nuestra voluntad»? Ouspensky respondió que esto que llamamos «voluntad» nuestra, no es más que la resultante de nuestros variados deseos, y que lo que hace aun más confusa la situación es el hecho de que, cada vez que hacemos algo, siempre podemos afirmar después, y con razón, que hemos actuado de acuerdo con lo que queríamos hacer. Esto es cierto, pero solo aleja un poquito más la fuerza motivadora que nos hace reaccionar. Actuamos bajo el dictado de nuestros deseos, pero poco o nada podemos hacer para adquirir estos deseos: y esto está en plena concordancia con la enseñanza realista de Buda, de que el hombre es esclavo de sus deseos.

Pero afirmar que el hombre es movido por las fuerzas exteriores, como mueven al torno las poleas del taller; no excluye forzosamente para él toda posibilidad de elección. De acuerdo con la enseñanza de G., el hombre mecánico posee, en realidad, una pequeña medida de elección, de modo que puede elegir en qué forma ha de reaccionar; pero llamar a algo que es tan restringido y transitorio como, «libre voluntad», es evidentemente absurdo. De este modo, cuando la cuestión de la voluntad del hombre es enfocada desde un punto de vista más amplio, sería absurdo imaginar que el animalito «horcado» de Voltaire, que vive en un universo enteramente gobernado por la ley, pueda tener la libertad de comportarse en todo como le venga en gana.

El hombre, como el universo lo rodea, está regido por las leyes, y siempre estará gobernado por ellas. No obstante está capacitado para elegir en una medida limitada y siempre creciente, las influencias bajo las cuales prefiera vivir.

Hasta ese momento Ouspensky nos había hablado muy poco sobre el universo, pero en una reunión anterior mencionó que el hombre vive bajo una cantidad de influencias distintas que le llegan de diversas fuentes, tales como el sol, la luna y los planetas. Dijo que G. enseñaba que todas estas influencias actúan sobre el hombre simultáneamente, predominando una sobre otra en determinado momento. El hombre puede seguir reaccionando ciegamente, como ha venido reaccionando hasta el momento, a los variados impulsos y deseos fisiológicos de su cuerpo, o si ve la necesidad de hacerlo, puede comenzar a luchar contra esos impulsos ciegos y tratar de desarrollar las partes superiores de su naturaleza. El hombre es un organismo muy complicado y constituido en forma tal, que hay en él muchas cosas distintas que pertenecen a diferentes niveles del ser.

Esta afirmación sobre el hombre provocó en una reunión subsiguiente esta pregunta: «¿Cómo, si el hombre es una máquina, puede tener elección en el asunto?». Ouspensky la contestó diciendo que aun cuando el hombre es una máquina, hay ciertos puntos débiles en esta máquina en los que es posible un libre juego entre los varios componentes del mecanismo, y que es en estos lugares débiles donde puede comenzar una lucha para ganar el control de sí mismo, con algunas perspectivas de éxito.

Nunca he hallado muy satisfactoria la metáfora de Ouspensky sobre los lugares débiles de la maquinaria en donde el trabajo puede comenzar, y prefiero otra tomada, según creo, de Spinoza y adaptada para servir a mis propios fines. Me veo a mí mismo sentado en una frágil canoa que es arrastrada por un gran río, en compañía de muchas canoas parecidas. Estoy tomando nota cuidadosamente de las numerosas crecidas y corrientes del río, y llegando a una especie de resolución en cuanto a la dirección en que quiero viajar. Entonces, después de tomar la decisión, me imagino que estoy luchando con ayuda de una pequeña paleta, para enfilar mi canoa hacia una corriente que creo que es más favorable para este propósito. Estoy plenamente consciente de que inevitablemente seré llevado por el río hacia el mar, pero espero que, aprovechándome de ciertas corrientes, viajaré más ya que me gusta viajar; pero no excluyo del todo la posibilidad de que mi decisión pueda hacer que mi destino final sea muy diferente.

La idea de que el hombre está compuesto de muchos principios distintos, y de que su verdadera función en la vida es descubrir el principio divino en su naturaleza y vivir de conformidad con sus leyes se encuentra en todas las grandes religiones. La diferencia principal entre las distintas religiones es en cuánto a la naturaleza de este principio superior en el hombre. Como se ha dicho ya, el budista niega la existencia en el hombre de cualquier «yo» separado y arguye que el único principio que él, personalmente, podría aceptar como real, sería un «yo» homogéneo y engendrado por sí mismo totalmente independiente de cualquier causa externa. Continuando con esta línea de argumentación, agrega el budista que, para ser satisfactorio, un «yo» tiene que ser eterno, pues de otro modo, su llegada a la existencia en determinado momento del tiempo, tiene que haberse originado en alguna causa, y por consiguiente no puede aceptarse que se haya engendrado por sí mismo.

Pero existen otras opiniones sobre este importante tema: Shankara, el gran comentador hindú de la Vedanta, evita todos los extremos y comienza por hacer la audaz afirmación de que el «Yo» es conocido y desconocido a un mismo tiempo. «Sabemos —dice— que el “Yo” existe, pero no sabemos qué es. Tampoco podemos esperar nunca conocer el “Yo” por medio del pensamiento: toda vez que el pensamiento forma parte del flujo de estados psíquicos pertenecientes a la región del no-yo». Luego aconseja a aquellos que sienten la necesidad de alguna clase de idea del «Yo», que se lo figuren en forma de una conciencia pura, indiferenciada; una conciencia que permanece inafectada, aun cuando el cuerpo sea reducido a cenizas y la mente haya desaparecido completamente.

Según lo veo yo la opinión de G. se acerca mucho, si es que no coincide, con esta visión vedantina de la vida. De todos modos, la descripción del «yo» en términos de conciencia indiferenciada es la única que puedo aceptar personalmente en el momento actual. Cada vez que enfoco mi atención dentro de mí y empiezo a buscar un «Yo», veo lo que ve el budista, es decir, una procesión de percepciones, ideas y emociones que vienen y se van y que nunca permanecen allí mucho tiempo. Al igual que David Hume, nunca puedo atrapar nada a lo que pueda llamar mi «yo». Puedo, naturalmente, confeccionar una lista de todas las cosas que he visto como resultado de mi autoobservación; y puedo decidir que todos los pensamientos y emociones que apruebo pertenecen a mi «yo» real, mientras que todas las cosas perversas y superficiales que he notado pertenecen a mi «Yo» imaginario o falsa personalidad, pero esto es evidentemente una estafa. No tengo el derecho de apropiarme de todas las cosas nobles que hay en mí y descartar todas las perversas, pues ambas son igualmente partes de la criatura sumamente compleja conocida para el mundo como Kenneth Walker.

«Hay épocas meditativas, dulces, aunque también horas terribles, cuando maravilloso y asombrado usted se hace a sí mismo esa pregunta que no tiene contestación: ¿Quién soy yo: la cosa a la que puedo llamar “yo”? El mundo con sus estentóreas transacciones, se retira a la distancia; y a través de las colgaduras de papel y paredes de piedra y los tejidos espesamente entrelazados del Comercio y la Política, e integumentos vivos y muertos (de la Sociedad y de un Cuerpo), dentro de los cuales se encuentra rodeada su Sociedad —la vista llega a la Profundidad vacía, y usted está a solas con el Universo y comulga silenciosamente con él, como una Presencia misteriosa con otra—».

Así escribió Carlyle, y es obvio según la narración que hace de su meditación, que llegó a penetrar solo una de las varias capas que lo separaban del «Yo» más grande. Se las arregló por unos instantes para alejarse de la ruidosa capa de sus propias transacciones y las del mundo, y llegar a una parte más tranquila de su ser, pero al final fue solo su propia voz fastidiosa lo que oyó que hablaba, pues continúa así su ensueño:

«¿Quién soy Yo: quién es este “yo”? ¿Una Voz, un Movimiento, una Apariencia; alguna Idea corporizada, visualizada en la Mente Eterna? Cogito, ergo sum. Vaya, pobre Meditador, esto nos sirve de poco. Es cierto que «yo» soy, y antes no era; pero ¿De dónde? ¿Cómo? ¿Adónde?».

De todos modos Carlyle estaba acertado en su conclusión de que el pensador que hay dentro de nosotros no nos lleva muy lejos. Lo que no llegó a entender fue que era este mismo pensador y hablador inquieto el que ponía fin a su autorecordación, y evitaba que pudiera aprender nada más. Existe una diferencia llamativa y sumamente significativa entre las narraciones de Carlyle, la del pensador, y la de Tennyson, la del poeta, sobre la autorecordación. En el momento en que Carlyle empieza a teorizar sobre la naturaleza del «yo», Tennyson está haciendo el antiquísimo descubrimiento de que para que aparezca la verdad, tiene que disolverse el «yo» de la vida diaria, en algo que es inconmensurablemente más grande que él mismo.

«…y no obstante sin sombra de duda, sino con claridad mediante la pérdida del “yo”, el adquirir una vida tan grande si se la compara con la nuestra, como es el Sol para una chispa inocultable en palabras, que no son más que sombras de una sombra».

En ese instante de una vida más grande, una experiencia pura, inexpresada desplazó en Tennyson al pensamiento, y solo después pudo encontrar las palabras adecuadas para describir lo que había ocurrido. Si el atareado «pensador» hubiera intervenido en un instante muy prematuro, como lo hizo el de Carlyle, todo se hubiera perdido.

Todos los grandes místicos llaman la atención sobre el hecho de que la continua agitación del pensamiento en la cabeza, es uno de los mayores obstáculos para la vida contemplativa. Las instrucciones de Jacob Boehme a los discípulos están encubiertas por el lenguaje de la religión, pero, podrían igualmente ser dadas a una persona que esté tratando de recordarse a sí misma. Dice que la principal dificultad proviene del pensamiento asociativo, el de los deseos y las experiencias del «yo» de la vida diaria, o de lo que él denominaba «lo que quiere el yo»:

«Cuando aquietas el pensamiento del “yo” y lo que quiere el “yo”; cuando tanto el intelecto como la voluntad se prestan calmados y pasivos a las impresiones del Mundo Eterno y el Espíritu; y cuando el alma se eleva en alas y por sobre lo que es temporal, los sentidos externos y la imaginación están encerradas en la abstracción santa, entonces el oír, el ver y el hablar eternos te serán revelados… dado que no es nada más que tu propio escuchar y querer, los que te ponen obstáculos, de modo tal que no ves ni oyes a Dios». (La Señal de Todas las Cosas).

Los relatos más exactos de la búsqueda del «Yo» son, sin embargo, los que hacen los escritores orientales, que asimilan la mente humana a las aguas de un lago, y al buscador del «yo» superior con un hombre que ausculta las profundidades del lago.

De acuerdo con el filósofo vedantino, la mente no tiene inteligencia ni conciencia propias, sino que las pide prestadas al Atman o principio divino dentro del hombre que está cercano, en la misma forma en que un cristal puede pedir prestado el color a un objeto color rosa que está cerca de él. Cada vez que dentro de nosotros los sentidos especiales registran un acontecimiento o un objeto del mundo exterior, se dice que una vritti, u onda de pensamiento, surge en nuestras mentes y nuestro pequeño sentido del ego (Ahankara en sánscrito), se identifica de inmediato con éste. Nos sentimos «felices» si la onda de pensamiento que el acontecimiento exterior ha provocado dentro de nosotros, llega a ser de naturaleza agradable, y desdichados si ocurre que es desagradable. Pero el verdadero «Yo» o Atman permanece muy por arriba de estas perturbaciones de la mente, toda vez que el Atman, es por propia naturaleza iluminado y libre.

En consecuencia, nunca podremos llegar a conocer a nuestros propios «Yoes», en tanto nos identifiquemos con el sentido de ego y con las oleadas de pensamientos que ordinariamente nos gobiernan. Solo cuando nos ingeniemos para liberarnos de estas perturbaciones y cuando la agitada superficie del agua se calme lo suficiente, podemos descubrir qué es lo que hay allí abajo, en las claras profundidades del lago.

El conocimiento de este «Yo» mayor es conocimiento directo, opuesto al conocimiento indirecto adquirido por medio de la razón y los sentidos especiales. Siendo experiencia pura, está más allá del alcance de cualquier disputa, aun cuando puedan subsiguientemente provocarse discusiones, cuando luchemos para explicar lo que ha ocurrido.

Algunas veces, y aparentemente por casualidad, las condiciones son más favorables que lo común para autorecordarse, y cuando esto ocurre y yo me acerco a la quietud del centro, me convenzo cada vez más de que algo más permanente me aguarda, justamente un poco más allá de mi alcance. Sin embargo, al acercarme un poco más a lo que estoy buscando, me encuentro con una sorpresa, pues en vez de descubrir, como había esperado, un «Yo» inconfundible ubicado allí, en las imperturbables profundidades, me veo a mí mismo desapareciendo lentamente en una Entidad Innombrable, inconmensurablemente más grande que yo mismo. Afirmar que este reino superior de conciencia pura, bienaventuranza y ser en que estoy perdido, es yo mismo, sería ridículo; y no obstante, es mío y yo soy de él. Es a este infinito reino de luz, conciencia y bienaventuranza, a lo que el vedantino se refiere cuando utiliza la palabra Sachidananda.

¿Quién soy yo: esa cosa la que puedo llamar «Yo»?. Seguramente es ésta la pregunta más grande que cualquier hombre puede hacerse a sí mismo.

¿Qué harán mis amigos los expertos en psicología, de esta descripción de otro estado de ser, del que la psicología occidental no tiene absolutamente nada que decir? ¿La explicarán mis colegas junguianos como una brusca emanación del Inconsciente dentro de mi propia conciencia separada? ¿Me ofrecerán mis amigos freudianos una interpretación todavía menos atractiva de lo que yo he experimentado? No estoy en exceso preocupado por la forma como mis palabras sean interpretadas, pero si necesitara hallar cierta clase de apoyo científico para ellas, no me sentiría desconcertado. Remitiría a mis críticos a un físico de fama internacional. Dice Schrodinger:

«La Conciencia nunca se expresa en plural, solo en singular…». ¿Cómo surge la idea de pluralidad (tan enfáticamente combatida por los escritores del Upanishad) en absoluto? La conciencia se encuentra íntimamente vinculada con, y dependiente de, el estado físico de una región limitada de la materia, el cuerpo… Ahora bien: hay una gran pluralidad de cuerpos similares. De ahí que la pluralización de la conciencia de las mentes parezca una hipótesis muy sugestiva.

Probablemente toda la gente sencilla, ingenua, así como la gran mayoría de los filósofos occidentales, la hayan aceptado… La única alternativa posible es simplemente conservar la experiencia inmediata de que la conciencia es un singular, cuyo plural es desconocido; que solamente hay una cosa, y que lo que parece ser una pluralidad no es más que una serie de aspectos distintos de esta cosa única producida por una ilusión (el Maya hindú); la misma ilusión se produce en una galería de espejos y del mismo modo Gaurisankar y el Everest resultan ser la misma cima vista desde distintos «valles». (E. Schrodinger, ¿What is Life?).

El Bhagavad Gita resume todo esto en las palabras siguientes: «Indivisible pero como si estuviera dividido en distintos seres».

La aproximación al conocimiento por el camino de la razón y los sentimientos interiores ha producido resultados inapreciables en nuestro examen del mundo que está fuera de nosotros, pero es inútil en nuestro estudio del mundo interior de la conciencia y del «yo». Aurobindo presta su poderoso apoyo a esta opinión, pues dice:

«En tanto que nos limitemos a las pruebas de los sentidos y la conciencia física, no podemos concebir ni saber nada, con excepción del mundo material y sus fenómenos. Pero ciertas facultades que están en nosotros permiten a nuestra mentalidad llegar a concepciones, que podemos ciertamente deducir por el raciocinio, o por la variación imaginativa de los hechos de los mundos físicos tal como los vemos, pero que no están justificados por ninguna clase de datos puramente físicos, ni por ninguna experiencia física».

Es una suerte que existan en nosotros estas otras facultades capaces de corregir los errores cometidos por la mente sensual, y de abrir nuevas vistas de la verdad. Era a ellos a quienes probablemente se refería el autor del Katha Upanishad cuando declaraba:

«Este “yo” secreto que está en todos los seres no es aparente, sino que se ve por medio de la razón suprema, lo sutil por aquellos que tienen la visión sutil».