Capítulo IV
Conocimiento y ser

En los capítulos anteriores hemos discutido la naturaleza mecánica del hombre y el bajo nivel de conciencia en que vive.

En este capítulo habremos de enunciar un principio que es muy importante dentro del sistema de conocimiento de G., v. g.: el principio de que el desarrollo del hombre tiene que producirse simultáneamente a lo largo de las dos líneas paralelas de conocimiento y ser.

Ouspensky comenzó su disertación sobre el tema diciendo que todo el mundo reconoce la importancia que tiene un aumento del conocimiento, pero muy pocos se detienen a considerar la necesidad, igualmente apremiante, de un aumento, del ser. Ni siquiera comprenden qué se quiere expresar con la palabra «ser», por la que debemos decir primero algo sobre este tema. Para la mayor parte de la gente la palabra «ser» significa solo existencia, pero es posible existir en muchas formas distintas, y en niveles muy diferentes. Hay, por ejemplo, mucha diferencia entre el «ser» de una piedra y el de una planta, lo mismo también que entre el «ser» de una planta y el de un hombre.

Lo que no se comprende es el hecho de que pueda existir una diferencia igualmente grande entre el «ser» de un hombre y el de otro hombre.

Menos gente aún comprende que el conocimiento de un hombre depende de su ser. Aquí en Occidente se da por aceptado que siempre que un hombre tenga un buen cerebro y sea suficientemente laborioso, puede adquirir cualquier conocimiento que se le antoje, y también comprenderá todo lo que estudie. Su ser —es decir, todo aquello que el sostiene— no importa en absoluto, en lo que concierne al conocimiento que puede adquirir y toda su comprensión del mismo. Puede transformarse en un gran filósofo o en un hombre de ciencia, hacer importantes descubrimientos y seguir siendo al mismo tiempo lo que ya era, un pequeño egoísta perverso, vano pretencioso, más profundamente dormido aun que sus semejantes. Ésta es la forma en que Occidente encara el tema del ser y el conocimiento, pero la cultura oriental está mucho más adelantada. En Oriente un hombre se somete al entrenamiento para la recepción de la verdad, exactamente en la misma forma en que un atleta se adiestra para una carrera; en el óctuple Sendero del Buda, se establece que un recto modo de vivir es uno de los requisitos para adquirir el conocimiento correcto. Un filósofo oriental sabe que si el conocimiento de un hombre se adelanta a su ser, habrá de emplearlo mal, se hará cada vez más teórico y menos aplicable a su vida. En lugar de ser una ayuda para él, puede al final complicar su existencia aún más. Una de las características distintivas de conocimiento no práctico de esta clase, es que siempre es conocimiento de la parte y nunca conocimiento del todo.

Para el debido desarrollo de un hombre, el progreso tiene que producirse simultáneamente a lo largo de las dos líneas: la del ser y la del conocimiento. Para progresar a lo largo de la línea del ser tenemos que luchar contra nuestras debilidades —y más que todo contra la debilidad del sueño— y adquirir al mismo tiempo todo lo que podamos en materia de conocimiento. Si permitimos que nuestro conocimiento le gane a nuestro ser, el resultado será que podremos saber en teoría lo que debiéramos de hacer, pero no podremos hacerlo; mientras que si fuera el ser el que se adelanta al conocimiento, entonces estaremos en la situación de esas personas que han adquirido nuevos poderes, pero no tienen la menor idea de qué han de hacer con ellos.

Ouspensky decía que existe otra causa común de la confusión sobre el tema del conocimiento. Esa causa es que la gente confunde conocimiento con comprensión, pero el conocimiento es una cosa y la comprensión otra, y a menudo hay una ancha grieta entre los dos. El conocimiento no otorga por sí mismo la comprensión a una persona, ni tampoco llega necesariamente la comprensión con una mayor accesión de conocimiento. La comprensión es el producto de cierta relación entre el conocimiento y el ser, y por lo tanto podríamos considerarla como la resultante de los dos. Otra cosa importante que hay que decir sobre la comprensión, es que siempre lleva consigo el darse cuenta de la relación existente entre un objeto estudiado y algo mayor que él; entre la célula y el cuerpo; entre el hombre individual y la humanidad; entre la humanidad y la vida orgánica; entre la vida orgánica y la tierra; entre la tierra y el sol, y entre el sistema solar y el universo entero.

Ouspensky señaló entonces que, aun cuando el conocimiento crece en el mundo occidental, la comprensión de ese conocimiento está muy atrasada. Ésta es una era de especialización, y la especialización es causa de que se sepa cada vez menos sobre la relación que existe entre la parte y el todo. Este método fragmentario de estudiar las cosas es en gran parte responsable de la poca comprensión que existe en el momento actual. Otra causa de confusión es que escaso número de personas llegan a darse cuenta de cuán subjetivo es el lenguaje que están utilizando, y en qué medida están sometidos a su poder. Imaginan que están empleando palabras con un mismo sentido, mientras que a menudo las emplean en sentido completamente diferente. Es verdad que la información de naturaleza práctica puede ser intercambiada de ese modo, pero cuando se sale de lo práctico y se usan términos abstractos, empieza de inmediato la incomprensión. No hay más que ponerse a escuchar una discusión entre dos personas educadas, para darse cuenta enseguida de que con frecuencia están de acuerdo, y solo parecen hallarse en posiciones opuestas por usar las palabras en forma distinta, o al revés, que en realidad están en desacuerdo aunque imaginan haber llegado a idénticas conclusiones.

Cuando se la observa desde el punto de vista de los centros, comprensión significa realmente comprender en más de un centro.

Por ejemplo al oír hablar por primera vez de la idea de mecanicidad, un hombre la acepta, si es que realmente lo hace, solo en el Centro Intelectual, como lo aceptaban los sostenedores conductistas de la mecanicidad. Parecía ser una teoría razonable para hombres de esa clase, y adherían a ella como tal. Pero si continuaban trabajando sobre sí mismos y observándose tan imparcialmente como les fuera posible, llegaría eventualmente el día en que habrían de sentir la plena fuerza de su mecanicidad arrastrándolos con ella. Sabrían que es algo así como ser barridos por la fuerza de la vida, como una corriente fuerte que arrastra hacia el mar al nadador, y entonces comprenderían también la mecanicidad en el Centro Emocional. La idea habría salido de la esfera de la teoría para entrar en la de la práctica, y comprenderían la idea de la mecanicidad en forma totalmente distinta. Poco más tarde sentirían la mecanicidad en todos sus centros, y en ese momento una idea que hasta entonces solo había estado alojada en su mente, pasaría automáticamente al reino doméstico de la comprensión.

«Existen dos líneas por lo tanto, a lo largo de las cuales tenemos que trabajar —continuó Ouspensky—: la línea del conocimiento y la línea del ser; y como ya les he dicho, el primer obstáculo que se opone al progreso a lo largo de la última es el del sueño. Nuestros principales esfuerzos tienen que estar dirigidos entonces a la lucha contra el sueño».

Aquí nos recordaba lo que había dicho antes sobre la naturaleza de este sueño, que era que se parece al coma producido por narcóticos o por la sugestión hipnótica, antes que a un sueño natural. En consecuencia sería útil que nosotros comenzáramos el trabajo sobre la línea del ser con un estudio muy cuidadoso de las distintas causas que nos mantienen dormidos. Si procedemos así, podremos descubrir que una causa sumamente importante es el trabajo equivocado de los centros. Éste puede adoptar muchas formas distintas, pero el más común de nuestros errores es nuestra tendencia a «identificarnos» con todo lo que nos rodea. Con las palabras «identificar» e «identificación» queremos decir que un hombre pierde el sentido de sí mismo y de su existencia en un solo pensamiento, sentimiento o movimiento, olvidando todos los otros pensamientos, sentimientos o movimientos. Se mete, por así decirlo, en todo en lo que haya capturado su atención en ese determinado momento, de modo que ha dejado de estar consciente de sí mismo, y de existir como persona. El nivel de conciencia se sumerge en niveles aun más bajos que los usuales en momentos como esos, y su campo de conciencia se empequeñece en tal forma, que solo deja lugar para una sola idea, percepción o emoción.

Ouspensky grabó en nosotros el hecho de que la identificación es un enemigo formidable y extremadamente sutil. Impregna nuestras vidas en forma tal que podemos decir que pasamos de una identificación a otra, y muy pocas veces nos liberamos de ellas. Lo que hace que la lucha contra ellas sea más difícil, es que la identificación siempre asume disfraces honorables y nos lleva por caminos errados, a creer que es nuestra amiga, algo de lo que no podemos prescindir. Por ejemplo, la mayor parte de la gente cree que es correcto y apropiado que un artista se pierda completamente en su tela, y se olvide de todo lo demás.

Del mismo modo respetaban a Isaac Newton por el estado de identificación en que cayó cuando, mientras estudiaba las leyes del movimiento, colocó su reloj, en vez del huevo que su mujer le había traído, en una sartén, y lo hirvió para su almuerzo.

¡Qué magnífico —dijeron— es este total enfoque de su atención sobre el problema que lo tenía ocupado, qué completo el desalojo de su mente de todo lo demás! Pero —dijo Ouspensky— esto es una tergiversación completa de lo que realmente sucedió.

En vez de dirigir Newton su atención, por un acto de voluntad, sobre el problema que estaba estudiando, su atención fue capturada y aprisionada por él en forma tal que todo lo demás, incluyendo todo sentido de su propia existencia, desapareció completamente. En otras palabras, al identificarse completamente con su problema matemático, Newton cayó en un sueño más profundo de lo que se había propuesto. «Sí, pero le valió a Newton que fuera así —protestarían los críticos— pues en ese estado de identificación llegó a descubrir las leyes del movimiento».

Newton era un genio, y aunque era capaz de trabajar con las leyes del movimiento mientras estaba dormido profundamente, probablemente las hubiera descubierto un poco antes si hubiera estado un poco menos identificado.

La principal diferencia entre la identificación, o enredo mecánico de la atención con algún problema, y una atención deliberadamente dirigida a él, es que la identificación tiene el efecto de estrechar el campo de la conciencia, mientras que la atención dirigida generalmente lo amplía en forma tal, que entran más cosas en él. Este efecto reductor de la identificación explica el dicho popular de que los árboles impiden ver el bosque. Lo que sucede es que su atención ha sido aprisionada por uno o dos árboles, de modo tal que nada más puede ponerse al alcance de su vista. Del mismo modo, al identificarnos con una ansiedad, desengaño o alguna causa de irritación, nos ponemos completamente bajo su poder, de tal modo que resulta imposible pensar o sentir sobre cualquier otra cosa. Ouspensky nos señalaba que la identificación es el principal obstáculo en el camino de la autorecordación, pues aprisiona al hombre en alguna parte pequeña de sí mismo, y es por lo tanto la antítesis misma de esa ampliación y elevación del nivel de conciencia producido por la autorecordación. Abreviando: la identificación conduce a la pérdida de todo sentido de existencia, a un sueño más profundo, a una mayor subjetividad de miras y ausencia de toda capacidad de ejercicio del más mínimo alcance de elección.

Ouspensky nos repetía que durante todo el día pasamos de una forma de identificación a otra, y que nada es tan superficial como para que no podamos identificarnos con ello. Un hombre puede llegar a identificarse hasta con un cenicero, y si un cenicero puede influir de ese modo, es fácil ver cómo las posesiones de un hombre, sus éxitos y sus alegrías, le dan oportunidades aun más amplias de identificación. Lo que es más difícil de comprender, es cómo un hombre puede sumergirse igualmente en sus desgracias e infortunios; y sin embargo ese es el caso.

Nos decía Ouspensky que G. había comentado con frecuencia la parcialidad del hombre hacia sus propias aflicciones y las ajenas, y señaló que la última cosa que un hombre está dispuesto a abandonar, es su sufrimiento. Estará de acuerdo, en ocasiones, con renunciar a sus placeres, pero está constituido en forma tal, que se aferra con la mayor posesividad y tenacidad a sus sufrimientos. Es obvio que quienquiera que tenga el deseo de desarrollarse, tendrá que sacrificar sus aflicciones y sus sufrimientos, pues la identificación con las emociones negativas lleva consigo un enorme desperdicio de energía nerviosa, desperdicio que es imperativo que evitemos. Ouspensky decía que la identificación con las emociones negativas, provoca tales estragos en nuestras vidas, que sería conveniente hacer una lista de las emociones particularmente negativas hacia las que somos especialmente parciales. Todo el mundo —decía— tiene sus propios favoritos en cuanto a emociones negativas, y tenemos que conocerlas mejor.

Seguimos su consejo, y al hacerlo aprendimos lo poderosa que es la influencia que ejercen las emociones negativas sobre nuestras vidas. Vimos cómo ennoblecíamos estos sentimientos desagradables cuando surgían dentro de nosotros, y hasta qué punto nos convencíamos a nosotros mismos de que era correcto y adecuado que así ocurriera, justificando nuestro enojo o nuestra irritación con frases como «justa indignación». Descubrimos que gozábamos con nuestros sufrimientos especialmente cuando podíamos echarle la culpa a otros, como casi siempre nos arreglábamos para hacerlo. También advertimos cómo aceptábamos el cuadro de violencia, desesperación, frustración, melancolía y compasión de nosotros mismos en el escenario y la literatura, como las formas más superiores del arte, y con qué inteligencia disfrazábamos el hecho de que derivábamos un inmenso goce de nuestra desgracia y sufrimiento.

Cuando informamos en una sesión posterior sobre nuestros descubrimientos sobre el tema de las emociones negativas, y dijimos que nos sentíamos apabullados por el papel enorme que jugaban en nuestras vidas, Ouspensky repitió el que ya había dicho anteriormente: que por el momento no debíamos de tratar de alterar las cosas dentro de nosotros mismos, nada más que porque eran desagradables. Pero esta vez le hizo un ligero agregado a la tarea que nos había confiado, de observar nuestras emociones negativas. Fue que debíamos hacer lo posible, para no expresarlas inmediatamente después de sentirlas, como siempre lo habíamos hecho en el pasado. Al hablar de expresarlas, no quería decir solamente darles libre curso en palabras, sino también revelarlas en nuestras acciones y comportamiento general, y nos explicó que la razón por la que debíamos evitar proceder de ese modo, era que ahora se había hecho tan automático en nosotros dar de inmediato libre curso a todos nuestros sentimientos desagradables, que lo hacíamos sin estar con frecuencia conscientes de lo que estábamos haciendo y diciendo. Pero si nos estaba prohibida la expresión de las emociones desagradables, entonces esta norma se nos presentaría en ocasiones en la mente, justamente en el momento en que estábamos a punto de manifestarlas, y dándonos una sacudida total nos permitiría advertir emociones que de otro modo podrían haber pasado inadvertidas.

Nuestra observación de todas las formas de emociones negativas rindió una cosecha verdaderamente asombrosa. Hasta miembros del grupo que se enorgullecían de poseer un temperamento alegre y estable, descubrieron que continuamente estaban asaltados por la irritación, los celos, la envidia, el enojo y la desaprobación hacia los demás. Al ir adquiriendo habilidad para observarnos a nosotros mismos, nos fuimos familiarizando cada vez más con las muy desagradables sensaciones físicas que acompañaban a nuestras variadas emociones negativas, y pudimos percibir la rapidez con que los venenos que engendraban, impregnaban nuestros cuerpos. También aprendimos por amarga experiencia cuán desprovistos quedábamos de toda energía después de dar paso a una emoción negativa, de modo que no hubo ya más necesidad de que Ouspensky nos dijera, que habíamos perdido muchísima energía muy valiosa por causa de ellas.

Sentíamos algunas veces cómo la energía escapaba de nosotros, y aprendimos a costillas nuestras que una vez que nos habíamos rendido a ellas —como casi siempre lo hacíamos— no había posibilidad de librarse de ellas. Teníamos que quedar sometidos a su poder, hasta que se hubieran quemado del todo. La esperanza más firme de aprender el modo de evitar la caída en las emociones negativas, parecía ser la de sensibilizarnos cada vez más a las señales de su aparición. Al advertir su estrecha proximidad, podríamos apartarnos a tiempo. Si esperábamos demasiado para hacerlo, caeríamos completamente en su poder.

Todos los maestros tienen pasajes favoritos de las lecciones que imparten, y si había una afirmación particular de G. que le agradaba a Ouspensky más que cualquiera otra, era su observación de que las emociones negativas nos eran completamente innecesarias, y que la Naturaleza no nos había provisto ni siquiera del órgano debido para registrarlas. Ouspensky señalaba que mientras los centros intelectual y motor instintivo poseen sus lados negativos, el centro emocional no cuenta con ninguno.

Esto es una garantía —decía—, si es que se necesita alguna, de que las emociones negativas son productos artificiales, enteramente innecesarios para vivir.

Alguien quiso averiguar sobre el temor, y le preguntó si debía ser incluido entre las emociones negativas. A esto respondió Ouspensky que eso depende de la naturaleza del temor, pues hay muchas clases distintas del mismo. Hay, por ejemplo, el temor que registra el cuerpo cuando siente que se está deslizando hacia el borde de una colina, o cuando se da cuenta de que está a punto de ser atropellado por un coche que se aproxima rápidamente, y tales temores nos son útiles, porque movilizan nuestros esfuerzos por escapar del peligro, con una velocidad que excede en mucho a la rapidez del pensamiento. Pero además de estas advertencias de la presencia del peligro físico, están también los numerosos temores que caen bajo la denominación general de ansiedad, muchos de los cuales se originan en la imaginación y no tienen existencia real. Tenemos miedo de muchas cosas que quizá puedan ocurrirnos, pero que no es probable que ocurran, y que al final jamás ocurren. Ouspensky decía que mucha gente pasa el tiempo inventando tales temores y, habiéndolos inventado, en justificarlos. «Uno tiene que mostrar previsión y estar preparado para las dificultades cuando se presentan», dicen, y después proceden a inventar nuevos temores. Los temores imaginarios de esta especie tienen que ser incluidos entre las emociones negativas, y si alguna vez queremos vernos libres de ellas, lo primero que hay que hacer es enfocarlas con mucha más claridad, y lo segundo, dejar de justificarlas.

Esto, naturalmente, es de aplicación a todas nuestras emociones negativas: tenemos que darnos cuenta de que somos nosotros los responsables de ellas, y que no debemos de inmediato cargar las culpas sobre los demás. Otra persona puede haber actuado como la causa que excita una emoción negativa, pero la manifestación desagradable en sí misma es nuestra, no suya. Si, por lo tanto, queremos alguna vez librarnos de las emociones negativas, debemos aceptar de inmediato la plena responsabilidad por ellas, y nunca, en ninguna ocasión, encontrar excusas. En otras palabras no podemos gozar simultáneamente de dos placeres enteramente incompatibles, o sea el de echar la culpa a alguien de nuestras emociones negativas, y eventualmente el placer de escapar por completo a ellas. Tenemos que elegir una de estas dos alternativas, y abandonar la otra.

Ouspensky decía que hay una forma de identificación común, que juega un papel muy grande en mantenernos dormidos, y que se conoce como consideración interior. La consideración interior significa la identificación consigo mismo, o con lo que uno toma como uno mismo, pues todo el mundo tiene un cuadro de sí mismo, en parte auténtico y en parte ficticio. Habiendo dibujado este autorretrato, el individuo lo presenta siempre al mundo, con la esperanza de que el mundo acepte su llamativa semejanza.

Este trabajo de presentarse a uno mismo al mundo, en el sentido teatral de la palabra, le lleva al hombre mucho de su tiempo, de modo que con frecuencia tiene que preocuparse, cuando habla con otra gente, de la impresión que le produce. Toma nota cuidadosamente de sus reacciones ante lo que él dice, vigila sus expresiones faciales, presta atención al tono de sus voces cuando le contestan, a lo que dicen y no dicen, pesa el respeto con que lo reciben, el interés que muestran ante su conversación, y manifiesta de muchas otras maneras lo ocupado que está por el efecto que produce en ellos. Esta intensa preocupación por la impresión que se hace sobre otra gente, y la sensación de inadaptación que a menudo la acompaña, se llama generalmente timidez o conciencia de uno mismo, pero es la verdadera antítesis de la conciencia de sí mismo, y manifestación de un sueño más profundo.

La identificación con el «yo» de la vida diaria, o la que los psicólogos occidentales llaman el «ego», puede adoptar formas muy diferentes. Freud dice que el ego es en primer lugar, y, principalmente, un ego corporal, y lo verdaderamente cierto es que la consideración interior es en gran medida provocada por las ideas que una persona tiene acerca de su cuerpo, y sus verdaderas o supuestas peculiaridades, fuerzas y flaquezas. Muchos ejemplos de hipersensibilidad de parte de una persona —sumamente inteligente y sensata en otros sentidos— sobre sus rarezas físicas, pueden ser halladas en autobiografías. Tolstói afirma en sus Memorias de Infancia que era particularmente sensible en cuanto a su aspecto cuando joven, y opinaba que «…ningún ser humano con una nariz tan larga… labios tan gruesos, y ojos grises tan pequeños (como los suyos) podría tener jamás la esperanza de alcanzar la felicidad sobre la tierra».

Aun cuando alguien haga bromas sobre sus peculiaridades personales y no parezca interesarse en ellas en lo más mínimo, su despreocupación y sus risas pueden ser una pantalla, detrás de la cual oculta sentimientos agriamente heridos. El difunto H. G. Wells fue un ejemplo de esto, pues escribió en su Autobiografía:

«En los rincones secretos de mi corazón yo quería tener un hermoso cuerpo, y todo el menosprecio y el humor con que trataba mi aspecto personal en mis charlas con mis amigos y en mis cartas, la caricatura que hacía de mi escualidez, y mi descuidada superficialidad no afectaban la profundidad de esa inconfesada mortificación».

Pero la identificación con el ego puede proyectarse mucho más allá de los confines del cuerpo físico, de modo tal que un hombre puede ser hipersensible por un centenar de deficiencias o debilidades reales o supuestas, tanto de su carácter como de su historia personal. Puede estar disgustado por su crianza, su ascendencia, su falta de educación, su posición social, su fracaso en conseguir adelantar. Todas estas supuestas deficiencias tienen que ser ocultadas por él al mundo, y sus puntos fuertes deben ser colocados al frente cuando habla con otras personas. El hombre que se considere interiormente, se parece muchísimo a un viajante de comercio que lleva mercaderías de cierta marca para vender. Se necesita gran habilidad para hacerlo, y probablemente le sea necesario presentar sus mercaderías en forma muy discreta, de modo que no parezca que está queriendo imponerlas.

La modestia excesiva y el burlarse de uno mismo (como en el ejemplo de Wells), son con frecuencia buenos movimientos tácticos en la estrategia mayor de la consideración interior. «Por supuesto, yo sé muy poco sobre este tema», puede ser el gambito de apertura de una brillante pieza oratoria, que gana no solo la admiración del público, sino también un premio especial a la modestia.

Al igual que otras actividades nuestras altamente mecanizadas, la consideración interior es sumamente contagiosa. Cuando la persona con quien hablamos empieza a considerar lo interior, nace la tensión emocional, y como resultado de ello nos sentimos incómodos, y empezamos nosotros también a considerar lo interior. Sentimos que se ha perdido algo, tanto de la conversación como de la relación con la otra persona, y que nos corresponde enderezar las cosas. Tal vez nos faltó un poco de tacto para conducirnos con la otra persona un poco antes, y como resultado de ello, ahora está ofendida con nosotros. Decidimos que debemos pisar con más cuidado, y las consecuencias de nuestros esfuerzos por deshacer el daño pueden muy bien empeorar la consideración interior. La consideración interior es señal de debilidad interior, y se debe a menudo en su mayor parte a nuestro temor hacia otra gente. Es asombroso ver lo que nos atemorizan a nosotros, seres humanos, nuestros semejantes.

Controlados y cegados como lo estamos por estas compulsiones interiores, sería absurdo, por lo tanto, que nos imagináramos que en nuestro nivel común de ser, somos capaces de comprender a otras personas, y ni hablar de proporcionarles ayuda alguna.

No podemos ni siquiera ver a la otra persona tal como es, sino solo como aparece a través de los vidrios deformantes de nuestros variados gustos y rechazos, prejuicios y aversiones. Nadie es capaz de penetrar en otra persona, ni comprenderla, a menos que haya penetrado antes en sí mismo y se haya comprendido a sí mismo; y aun cuando posea este conocimiento de sí, un hombre puede frecuentemente cometer errores. Todavía me siento apabullado ante lo poco que soy capaz de ver de la persona con quien estoy hablando, y de mi incapacidad para sentirla. Conversamos juntos y hasta de cosas íntimas, pero como completos extraños entre nosotros.

La consideración exterior es precisamente lo opuesto a la consideración interior, y sería el justo antídoto para esta última, solo con que pudiéramos ingeniarnos para producirla cuando es necesaria. Pero la consideración exterior es una faena extremadamente difícil, tan difícil de producir en nosotros mismos como lo es la autorecordación. Exige una actitud y una relación enteramente distinta hacia la gente, es decir, una preocupación por su bienestar, en lugar del nuestro. El hombre que considera lo exterior hace lo posible por comprender a la otra persona y ver cuáles son sus necesidades, y solamente puede proceder de ese modo cuando deja completamente de lado sus propias necesidades. La consideración exterior, exige del hombre que la practica, mucho conocimiento y otro tanto de control de sí mismo, y esto significa que nunca puede ocurrir automáticamente en estado de sueño, sino que es necesario un estado que se aproxime a la autorecordación. Ninguna persona que considera lo exterior puede jamás hablar a otra persona «por su bien», o para «ponerlo bien», o para «explicarle su propio punto de vista», pues la consideración exterior no formula demandas, ni tiene requisitos que no sean los de la persona a quien uno se dirige. No permite ningún pensamiento de superioridad por parte de la persona que está considerando en lo exterior, pues lo que ésta trata de hacer es colocarse en el lugar del otro hombre, con el fin de poder descubrir sus necesidades. Esto hace necesario el abandono de hasta el último vestigio de autoidentificación y, a fin de que la otra persona pueda ser vista tal como verdaderamente es, los deformantes anteojos de la personalidad, con todos sus gustos y rechazos subjetivos, tienen que ser dejados de lado a fin de poder enfocarla en forma tan objetiva como sea posible.

Ouspensky continuaba sus afirmaciones diciendo que todas las actividades altamente mecanizadas nos ayudan a mantenernos como somos, en un estado de sueño y, siendo esto así, debemos cuidarnos de ellas:

  • La identificación con el así llamado «yo».
  • La consideración interior, son solamente dos de ellas, y otras tres actividades, que andan por sí mismas sin necesidad de ningún cuidado, son igualmente soporíferas:
  • La mentira.
  • La conversación innecesaria.
  • La imaginación.

La palabra «mentir» es empleada por G. en un sentido más bien especial. En la conversación corriente significa apartarse de la verdad pero dado que muy raramente sabemos qué es la verdad no se nos puede reprochar que nos apartemos de ella. Pero sí se nos podrá culpar por hablar sobre ciertas cosas como si supiéramos todo acerca de ellas, cuando en realidad sabemos muy poco o nada; y esto, decía Ouspensky, es una de las actividades más comunes del hombre. La gente habla con la mayor tranquilidad sobre cosas de las que no comprende absolutamente nada y esto es lo que G. llama mentir. Lo que podamos creer o no creer depende en gran medida de nuestras personalidades, y éstas a su vez dependen de la casualidad.

Cuando se analiza la mentira se descubre que está compuesta de otras dos funciones altamente mecanizadas, contra las cuales nos había prevenido Ouspensky en una sesión anterior: la conversación innecesaria y la imaginación. La primera será tratada en primer lugar junto con la parte del centro intelectual que es responsable de ella: «centro formatorio», o parte inferior. En algunas personas el «centro formatorio» no está nunca inactivo. Esa gente charla sin cesar, en subterráneos y autobuses («Le dediqué un poco de atención, le dije…»); charlan por la mañana cuando están descansados, y hablan más aun por la noche cuando están cansados; charlan lo mismo aunque la gente los escuche o no. Charlan cuando están bien y continúan charlando cuando se sienten enfermos, y si la enfermedad es grave y se hace necesaria una operación, siguen hablando aunque les hayan afirmado bien la mascarilla sobre la cara y esté pasando el gas, y su charla es sobre nada, y, sobre todo, sobre la nada que son ellos mismos. Es una mortificación terrible este torrente de palabras imparables a alta presión, tanto para el que habla como para quien lo escucha, y consume una inmensa cantidad de valiosa energía nerviosa.

Tampoco está necesariamente libre de eso la persona taciturna, pues puede estar produciéndose dentro de ella una conversación inaudible de baja graduación. Si escrutamos cuidadosamente los rostros de gente a cuyo lado pasamos por la calle, a menudo vemos que mueven los labios, y al mismo tiempo sus caras cambian de expresión. Sonríen o fruncen el entrecejo al pasar, y tanto sus sonrisas como sus entrecejos nada tienen que ver con nosotros. Ni siquiera han notado nuestra presencia sobre la vereda, pues están a cientos de kilómetros de nosotros en sus sueños, y viviendo quizá en un instante del tiempo totalmente distinto. No están presentes aquí y ahora, sino que están reproduciendo en su imaginación una entrevista difícil que están por celebrar o recuerdan con placer las cosas ingeniosas que dijeron un mes o dos atrás. Dentro de media hora no más, esta misma gente estará hablando con sus amigos, pero mientras tanto son llevados en alas de su fantasía y conversan silenciosamente consigo mismos.

Cada vez que Ouspensky nos aconsejaba, lo que hacía con frecuencia, que mantuviéramos tirantes las riendas de nuestra imaginación, los artistas del grupo se enfurecían, pues creían que él les estaba censurando la fuente de su inspiración artística.

¿No era acaso responsable la imaginación de todas las cosas que hacían, ya fuera la ejecución de un cuadro, la composición de un poema o de música? Ouspensky se veía constantemente obligado a explicarles que la imaginación creadora del artista, la facultad por la cual visualiza y mantiene en su mente la cosa que está a punto de crear, es una actividad muy distinta de dejar vagar la mente. La visualización requiere un esfuerzo de sostenida atención por parte del artista, mientras que soñar despierto es algo que funciona por sí mismo. La actividad que se produce por sí misma tiene sobre nosotros el efecto de un narcótico. La imaginación, en el sentido con que Ouspensky empleaba esa palabra, significa cualquier cosa que funciona por sí misma y sin que se le preste la menor atención y dado que esto puede ocurrir en cualquier centro, la imaginación no queda confinada en forma alguna a la elaboración de imágenes en los centros intelectual y emocional.

Si alguien nos hubiera preguntado durante esos muchos años de concurrencia a las reuniones de Ouspensky, en qué estábamos ocupados, y se nos hubiera permitido contestar esa pregunta en forma veraz y condigna, no podríamos haber dado un mejor resumen de nuestros esfuerzos, que afirmar que estábamos ocupados en el adiestramiento de nuestros poderes de atención. La capacidad de dirigir la atención, era obviamente de primordial importancia para nuestro trabajo, y entraba en casi todo lo que estábamos tratando de hacer. Fue por falta de atención que nuestros esfuerzos por recordarnos a nosotros mismos fracasaron con tanta frecuencia, y fue por la misma razón que nuestras tentativas de realizar los movimientos extremadamente complicados traídos por G, de sus viajes, continuamente nos salían mal. Se habían tomado disposiciones para que se nos enseñaran estos ejercicios especiales, que a mí me resultaron particularmente valiosos. Anteriormente me había enorgullecido siempre de mis poderes de atención, pero al incorporarme a estas clases sobre movimientos en Virginia Water, pronto descubrí lo limitados que eran aquéllos en realidad. Los movimientos actuaban como un aparato muy sensible que registraba mis faltas de atención, en la misma forma en que los cilindros ahumados que se utilizan en un laboratorio de fisiología registran actividades tales como los latidos del corazón, los movimientos respiratorios y la elevación y caída de la presión sanguínea. Uno o dos movimientos de la mente errante, y todos los movimientos coordinados fracasaban de modo que quedaba expuesta ante cualquiera que quisiera verla, la naturaleza limitada de mis poderes de atención.

Era una experiencia humillante, pero al mismo tiempo muy provechosa.

Pero los movimientos y danzas sagradas traídos por G. de Oriente tenían una función mucho más amplia que la de revelar la falta de atención del ejecutante. En una demostración pública de estas danzas en los Estados Unidos, G. le explicó al público que las danzas sagradas y la gimnasia habían desempeñado durante muchos siglos un papel muy importante en las ceremonias religiosas de los templos en Turkestán, Tíbet, Afganistán, Kafiristán y Chitral. Se contaban entre las materias más importantes que se enseñaban en las Escuelas esotéricas Orientales, y se utilizaban principalmente con dos fines. El primero era expresar por medio de ellas cierta forma de conocimiento, y el segundo, inducir en los ejecutantes un estado de ánimo armonioso. Gurdjieff concluyó su disertación diciendo que en tiempos antiguos un hombre que se hubiera dedicado a algún estudio especial, podía expresar con danzas lo que había aprendido, como un investigador de la actualidad, publica sus resultados en un tratado. «De este modo, la antigua danza sagrada no es solo el medio de una experiencia estética, sino también un libro que contiene un trozo de conocimiento definido».

En una reunión posterior Ouspensky volvió a dibujar el diagrama de los centros en el pizarrón, esta vez con el fin de mostrarnos el importante rol que juega la atención en nuestro trabajo.

Dijo que cada uno de los centros puede ser subdividido en varias partes. La primera división consiste en aspectos positivos y negativos, y la segunda en la posterior subdivisión de las mitades positiva y negativa en segmentos: motor, emocional e intelectual.

Dijo que el análisis del Centro Intelectual ilustra del mejor modo la división de los centros. Primero viene la división del Centro Intelectual, en dos mitades: positiva y negativa. Tanto la afirmación como la negación son necesarias para pensar, pero en algunas personas uno de estos dos lados es demasiado activo.

Hay gente que tiene tendencia a decir «no» a todo, y hay otros que se inclinan más a decir «sí». También existen extrañas mezclas de afirmación y negación en nuestra conducta. En ciertos casos el pensamiento negativo se asocia con el sentimiento negativo. Un ejemplo excelente de estas mezclas de afirmación y negación puede encontrarse en la parábola de Cristo sobre los dos hijos:

«Un hombre tenía dos hijos; y se acercó al primero, y le dijo: Hijo, ve a trabajar hoy en mi viña. Él contestó diciendo: No, no quiero; pero luego se arrepintió y fue, y él se acercó al segundo y le dijo lo mismo y éste le contestó: iré señor; y no fue. ¿Cuál de ellos dos cumplió la voluntad de su padre?». (Mateo, XXI, 28-31).

Ouspensky explicaba que la segunda subdivisión de las dos mitades de centros en motor, emocional e intelectual, es la que está estrechamente vinculada con el tema de la atención. La diferencia entre estas tres partes del Centro Intelectual está, en que en el lugar más bajo de la parte motriz de ella, el pensamiento transcurre sin la menor atención; en la segunda, o parte emocional, la atención es atraída por el interés intrínseco del tema; y en la tercera parte, la más elevada e intelectual del Centro Intelectual, la atención tiene que ser dirigida al tema por medio de un esfuerzo, como cuando una persona está estudiando un nuevo idioma o leyendo un libro difícil. La misma cosa es cierta en lo referente a las partes motriz, emocional e intelectual.

«La parte más baja o motriz del intelectual ha recibido un nombre especial —continuaba diciendo Ouspensky— se llama “centro formatorio”, y se asemeja a una gran oficina del piso bajo, en la que hay una cantidad de empleados jóvenes, dactilógrafos y telefonistas trabajando. Su deber es recibir y distinguir mensajes que les llegan del mundo exterior, y pasar los más importantes de estos a los distintos gerentes que están en pisos superiores. Pero en lugar de hacer eso, los subalternos del piso bajo frecuentemente tratan esos asuntos por sí mismos, con consecuencias desastrosas para todos. El centro formatorio solo está capacitado para llevar a cabo un tipo de pensamiento asociatorio de baja graduación, y con frecuencia se comporta precisamente en la forma en que lo hacen esos cadetes, dactilógrafos y telefonistas. Toma resoluciones que por derecho corresponde que las tome solamente la parte intelectual del Centro Intelectual, y con resultados particularmente desafortunados».

En una fecha muy posterior nos fue enseñada de nuevo la gran importancia que la facultad de la atención tenía para nuestro trabajo. Esto fue después de la muerte de Ouspensky, cuando algunos de nosotros nos fuimos a París para estudiar con G. mismo. Éste nos enseñó de inmediato una cantidad de ejercicios de aflojamiento muscular y de lo que llamó «sentir con el cuerpo», ejercicios que fueron, y son todavía, de gran valor para nosotros. Se nos indicó que dirigiéramos nuestra atención en un orden predeterminado sobre ciertos grupos de músculos; por ejemplo, los del brazo derecho, el brazo izquierdo, la pierna derecha, la pierna izquierda y así sucesivamente, aflojándolos cada vez más mientras volvemos sobre ellos; hasta que hayamos logrado sentir la mayor relajación posible. Mientras estábamos haciendo eso, teníamos que «sentir» al mismo tiempo esa región particular del cuerpo; en otras palabras, tornarnos conscientes de ella. Todos sabemos, naturalmente, que poseemos miembros, una cabeza y un cuerpo, pero en circunstancias ordinarias no las sentimos. Pero con la práctica, la atención puede ser enfocada sobre cualquier parte del cuerpo que uno desee, relajar los músculos de esa zona determinada, y producir la sensación de esa región. A la voz del mandato interior se «siente» el oído derecho, luego el izquierdo, la nariz, la parte superior de la cabeza, el brazo derecho, la mano derecha y así sucesivamente, hasta completar una recorrida de «sensación» por todo el cuerpo. El ejercicio puede, si fuera necesario, hacerse aun en forma más difícil contando hacia atrás, repitiendo ristras de palabras o evocando ideas, al mismo tiempo que se lleva a cabo la relajación y la sensación.

Puede muy bien preguntarse: «¿Qué beneficio puede resultar de aprender todas esas tretas yoguis con el cuerpo?». No es difícil contestar. Hay tres razones para hacer esos ejercicios que son las siguientes:

  1. Que se trata de un excelente adiestramiento para la atención.
  2. Que enseña a la persona cómo aflojarse.
  3. Produce un cambio psíquico interno muy definido.

Este cambio puede ser resumido en la afirmación de que el ejercicio junta partes de nuestro mecanismo que anteriormente habían estado trabajando desconectadas entre sí. Pero las descripciones exteriores de estos valiosos ejercicios y de los resultados que de ellos se obtienen, son completamente inútiles. Solo entonces pueden comprenderse a través de la experiencia personal que de ellos hemos obtenido, hecho que acentúa una vez más la imposibilidad de impartir conocimientos de esta especie por medio de un libro. Todos los ejercicios especiales de esta clase tienen que ser enseñados en forma oral, y, hasta donde yo sé, jamás han sido confiados a la escritura. Es por esta razón que deliberadamente he dejado mi exposición incompleta.