Capítulo II
Las varias mentes del hombre

Mantener el interés del grupo por un organismo de ideas, aportar temas de discusión todas las semanas, guiar a la gente en medio de sus confusiones privadas, sus estupideces y sus dificultades durante más de un cuarto de siglo, no era cosa baladí, y esto fue lo que hizo Ouspensky por sus seguidores. Y nosotros, por nuestra parte, le ofrecimos nuestro decidido apoyo.

Constituíamos una muchedumbre heterogénea, que se mantenía unida debido, casi totalmente, a la enseñanza. También había gente que venía y se iba —constituían la población flotante del trabajo—; había una cantidad de aves de paso que vagaban por sobre el borde de las cosas, eligiendo trivialidades al azar pero sin realizar verdaderos esfuerzos; se acercaba algún extraño que aparecía en una sola reunión y después, al no conseguir la respuesta de Ouspensky, no volvía más; y también veíamos visitantes que ya cargaban un pesado equipaje mental y emocional constituido por convicciones inconmovibles, teorías y creencias firmes, en forma tal que les resultaba completamente imposible hallar espacio para algo nuevo. Estaban todos estos, y además muchos otros tipos de gente que acudían a unas cuantas reuniones de Ouspensky, mostraban señales de desaprobación y desaparecían para siempre. Pero existía un constante y sólido grupo de seguidores que en muy contadas ocasiones faltaban a una reunión.

Ouspensky celebraba sus reuniones, en la época en que me uní a su grupo, en una casa ubicada en Warwick Gardens. En la amplia planta baja en que nos reuníamos, había un pizarrón, unas cuarenta sillas de madera de respaldo recto y asiento duro, y una pequeña mesa en la que se había colocado una jarra de agua, un baldecito, un cenicero de bronce, un borrador y una caja de tizas de colores. En la mesa se sentaba Ouspensky, hombre de complexión robusta, pelo gris cortado al rape; un hombre que, a juzgar por las apariencias yo hubiera tomado por un científico, abogado o maestro de escuela, pero ciertamente no por el expositor de lo que yo entendía que debía ser una forma mística de filosofía. Al principio me resultó muy difícil de comprender, principalmente porque hablaba con un acento ruso tan fuerte que me producía la impresión de estar escuchando una lengua extraña. Pero pronto me acostumbré a su dicción eslava, y descubrí, para sorpresa mía, que poseía un vocabulario inglés muy extenso. Cuando nos hablaba, no hacía muchos gestos ni tampoco empleaba esa clase de recursos que utilizan los conferenciantes experimentados, y esta ausencia de arte oratorio daba más peso a sus argumentos. Uno sentía que él no tenía deseo de convencer —lo que así era— y que lo que decía era sincero, digno de confianza y muy posiblemente cierto.

La habitación desnuda, el pizarrón, borrador y tizas, las sillas duras, la apariencia de Ouspensky, la forma en que echaba ojeadas a sus notas, algunas veces a través de sus lentes y otras mirando por sobre ellos, sus afirmaciones dogmáticas, el modo como conducía las reuniones, como negándose a aceptar insensateces, y la forma brusca en que rechazaba preguntas demasiado largas o inútiles; todo ello parecía transportarme directamente de nuevo al aula escolar. Volví a sentirme un muchachito que escucha a un maestro amable pero un tanto severo que se dirige a un personaje inferior. Aunque he estado vinculado a Ouspensky por casi un cuarto de siglo, nuestra relación continuó tal como había empezado, o sea la de un discípulo —quizá un prefecto en años posteriores— y su superior. Nunca me sentí completamente cómodo a su lado, y jamás me encontré o conversé con él del modo que un ser humano debiera de encontrarse o conversar con otro, abiertamente y sin temor. No obstante eso, soy plenamente consciente de la obligación que tengo para con él, y siento que le debo casi tanto como a Gurdjieff, pues sin la ayuda de Ouspensky, dudo de que jamás hubiera podido comprender a Gurdjieff. No quiero afirmar con esto, que aun ahora haya podido comprender del todo a ese hombre verdaderamente asombroso.

El punto de partida de Ouspensky para el estudio del sistema de G. —siempre se refería al maestro en esta forma— era el mismo que G. había elegido como punto de partida en Moscú: v. g. el estudio de la naturaleza del hombre. Usaba como texto las palabras comúnmente atribuidas a Sócrates, pero que son en realidad mucho más antiguas que la época de Sócrates: la afirmación de que el conocimiento de sí mismo es el principio de toda sabiduría. Luego seguía diciendo que teníamos una inmensidad de cosas por conocer en relación con nosotros mismos, ya que ese era un tema sobre el cual todos éramos abismalmente ignorantes. Somos, en realidad, muy distintos de lo que imaginamos ser, y nos atribuimos a nosotros mismos toda clase de cualidades, tales como unidad interior, control y voluntad, que, en realidad no poseemos. Nuestro trabajo debe comenzar, por lo tanto, con el abandono de la idea de que nos conocemos a nosotros mismos, y con el descubrimiento de lo que realmente somos.

Éste es un paso preliminar, necesario para transformarnos en alguna cosa si, después de conocernos un poco mejor, nos sentimos disgustados por algunas de las cosas que hemos visto, y queremos cambiarlas.

Después, sin ninguna observación preparatoria más, ni cláusulas condicionales, ni mención alguna de agobiadoras circunstancias, Ouspensky se sumergía bruscamente en el sistema de pensamiento de G.

«El hombre —decía— es una máquina que reacciona ciegamente a las circunstancias externas, y, siendo así, no tiene voluntad, y muy poco control de sí mismo, si es que tiene alguno. Lo que tenemos que estudiar, por lo tanto no es psicología —pues eso se aplica solamente al hombre desarrollado— sino mecánica».

Ouspensky decía que hay que comenzar, el estudio del hombre máquina con una investigación de su mente. Sobre este tema la enseñanza de G. difería de todas las otras enseñanzas occidentales. Proclamaba que el hombre posee no solo una mente sino siete clases distintas de mentes, cada una de las cuales aporta su contribución a la suma total de su conocimiento.

  1. La primera de estas mentes del hombre es su mente intelectual, instrumento que se ocupa de la construcción de teorías, y la comparación de una cosa con otra.
  2. La segunda mente del hombre es su mente emocional, que se ocupa de los sentimientos en vez de las ideas.
  3. Su tercera mente es la mente que controla sus movimientos.
  4. Y a la cuarta mente G. le había dado el nombre de «mente instintiva». Esta cuarta mente supervisa todas las funciones fisiológicas de su cuerpo tales como los procesos de digestión y respiración.
  5. La mente de la vida sexual del hombre. Y, además de estas mentes ordinarias, hay dos variedades superiores:
  6. La Emocional Superior.
  7. Y la Intelectual Superior.

Estas mentes Superiores no funcionan en la gente común como nosotros, sino que se encuentran activas solamente en los hombres plenamente desarrollados. No obstante eso, existen en la gente común y, algunas veces y por causa de algún accidente, se activan en ellos por unos instantes (ver fig. 1).

Fig. 1 – Muestra siete centros en el hombre: intelectual, emocional, sexual, instintivo, sexual superior, emocional superior, intelectual superior. Los dos centros superiores que no funcionan en el hombre ordinario, son los que aparecen sombreados.

Los que componían el público de Ouspensky, que habían crecido dentro de la idea cartesiana de que la mente es una especie de presencia fantasmal, que hace uso del sistema nervioso central en forma parecida a como un dueño de casa usa un teléfono, es decir como un instrumento que recibe mensajes del mundo externo y emite órdenes al cuerpo, encontraban que esta idea de que el cuerpo poseía tantas mentes era un poco confusa. Yo, por mi parte, no era un convencido de la idea cartesiana, y estaba particularmente interesado en la idea de que existe una mente especial para coordinar los variados procesos fisiológicos que se producen en el cuerpo. Pues ¿cómo —a menos que se atribuyera al cuerpo una inteligencia congénita propia— era posible explicar el maravilloso trabajo que realiza el cuerpo, los complicados procesos químicos que se efectúan en forma tan rápida en sus laboratorios, la asombrosa inteligencia que despliega en la regulación de su crecimiento, la maravillosa forma en que cumple su propio trabajo de reparación, y la prontitud con que moviliza sus defensas contra el ataque de microorganismos hostiles?

Estas maravillas fisiológicas siempre me habían causado asombro, y sugerían con gran fuerza que la inteligencia reside no solo en el cerebro, sino en todos los tejidos vivos del cuerpo. Filosóficamente hablando, yo había llegado ya a la conclusión de que la mente y el cuerpo tenían que ser considerados como coexistentes e interdependientes, siendo cada uno de ellos condición de la existencia del otro; y, como veremos más tarde, esta filosofía está en armonía con la enseñanza de G. sobre el tema.

Acepté con muy buena disposición, por lo tanto, este informe preliminar de que existen varias especies de mente en el hombre y que el cuerpo deriva de aquélla su propia variedad fisiológica.

Ouspensky hacía libre uso de diagramas cuando nos enseñaba, y uno que con frecuencia se dibujaba sobre el pizarrón era el que mostraba las varias mentes del hombre (como en la fig. 1).

Decía que este diagrama era considerado como un ser de tres pisos, en cuyo piso más alto reside la mente intelectual, o, como Ouspensky prefería llamarla ahora, el Centro Intelectual. En el piso del medio está la mente o centro emocional del hombre, y en el piso inferior su centro motor y sus mentes o centros instintivos.

Cuando se le preguntaba dónde estaban situados, anatómicamente hablando estas mentes o centros coordinadores del hombre, contestaba que estaban desparramados por todo el cuerpo, pero que la máxima concentración del centro intelectual, o lo que podía llamarse su centro de gravedad, está ubicado en la cabeza. El centro de gravedad del centro emocional está en el plexo solar, el del centro motor en la médula espinal y el del centro instintivo dentro del abdomen. Ouspensky nos aconsejaba a los que encontrábamos difícil de visualizar esta amplia difusión de los distintos centros, que pensáramos en la mente del hombre en términos de funciones o actividades, antes que en términos de centros y estructuras anatómicas. En lugar de hablar de los cuatro centros inferiores podría decirse que hay en el hombre cuatro funciones distintas: las de pensar, sentirse y moverse, y la de regular las variadas necesidades fisiológicas de su cuerpo. Además de éstas están las funciones sexuales y las funciones del pensamiento y del sentimiento superiores, que existen en nosotros solamente en forma latente y que son incapaces de manifestarse.

Según G., todas las criaturas vivientes que pueblan la tierra podrían ser clasificadas de acuerdo con el número de mentes o centros que poseen y el hombre es la única criatura sobre el planeta que está equipado con un centro intelectual. Los animales superiores poseen centro emocional, motor, instintivo y sexual, pero los inferiores como por ejemplo los gusanos están desprovistos hasta del centro emocional, y se las arreglan con los centros motor e instintivo solamente.

La actividad relativa de los tres centros principales en el hombre (intelectual, emocional e instintivo motor) es distinta en los diferentes individuos y esto nos proporciona el medio de clasificar a los hombres bajo tres o cuatro rubros.

  • Existen hombres que lo hacen todo mediante la imitación de la forma de comportamiento de los que los rodean y que piensan, se mueven y reaccionan en forma muy parecida a como todos los demás piensan, sienten, se mueven y reaccionan. Tales personas están casi enteramente controladas por sus centros motores, que poseen un don especial de imitación y un hombre de ese tipo será conocido de aquí en adelante como hombre número uno.
  • Existen otras personas en las que las emociones asumen la dirección de sus vidas, personas que son guiadas por lo que sienten y por lo que les gusta y les disgusta, antes que por lo que piensan. Esas personas se pasan la vida buscando lo que les resulta agradable y evitando lo que les desagrada, pero a veces reaccionan patológicamente en forma inversa, derivando un placer perverso del temor, y convirtiendo de afligente en una forma horrible de voluptuosidad. Una persona de este tipo que está controlada por las emociones, será denominada en adelante hombre número dos.
  • Tenemos finalmente al hombre número tres, o sea el hombre dominado por las teorías y por lo que él llama su razón, cuyo conocimiento está basado en el pensamiento lógico, y que todo lo entiende en el sentido literal. Un hombre de este tercer tipo será llamado hombre número tres.

Ouspensky nos aclaró que ninguno de estos tres tipos de hombres era superior a ningún otro, y que los tres estaban al mismo nivel, igualmente a merced de su maquinaria psicológica, y sin ninguna voluntad. Todo lo que se quiere mostrarnos con esta clasificación es que el comportamiento individual y las decisiones de un tipo de hombre puede ser explicado por el predominio que tiene en él una determinada función, y el comportamiento y las decisiones de otro tipo de hombre, por el predominio de otra clase de función. Este método de clasificación de la gente es posible porque el desarrollo humano es generalmente desparejo, pero nos sirve mucho menos cuando el desarrollo de un hombre se ha producido en forma más equilibrada.

Un hombre debidamente equilibrado, trabajando como tendría que trabajar, se asemeja a una orquesta bien preparada, en la cual un instrumento asume la dirección en un momento de su actuación y otro instrumento en otro momento, dando cada uno su contribución a la ejecución de la sinfonía. Desgraciadamente ocurre muy raras veces que nuestros centros trabajen en forma armoniosa, pues no solo puede ocurrir que un centro interfiera en el trabajo de otro centro sino que con frecuencia trata de hacer el trabajo de otro centro. Hay ocasiones, por ejemplo, en que nuestras acciones tendrían que basarse en el sentimiento antes que en el pensamiento, y otras en que los sentimientos tendrían que ceder la primacía al pensamiento. Pero los argumentos reemplazan con frecuencia al sentimiento en primer lugar, y las emociones son proclives a interferir con el pensamiento en segundo lugar. Como resultado de este desacuerdo entre los centros, y de la ausencia del director de la orquesta, muy frecuentemente se producen disonancias, nuestros sentimientos se contradicen con nuestros pensamientos, y nuestras acciones se traban en lucha con nuestros pensamientos y sentimientos. Nos asemejamos por lo tanto a orquestas a las que no solo les falta un director, sino que además están compuestas por músicos que se pelean entre sí. Los ejecutantes de instrumentos de cuerdas ya no están en buenos términos con los ejecutantes de instrumentos de viento, ya nadie le importa en lo más mínimo lo que hace el resto de la orquesta. Abreviando: cada miembro de la orquesta hace lo que le parece bien a sus propios ojos, sin importarle nada de nadie más.

Ouspensky decía que conocerse a sí mismo requiere muchos años de estudio de sí mismo, y que debemos primeramente entender cuál es la forma correcta de hacerlo. Comentaba que había comenzado por hacernos conocer la explicación dada por G. sobre los distintos centros, pues habría de resultarnos útil para el trabajo que estábamos a punto de emprender, el de la observación de nosotros mismos.

Lo que se requería ahora de nosotros era que empezáramos a observar el trabajo de los distintos centros en nosotros mismos, la forma en que estaban funcionando, y asignáramos al centro correspondiente cada actividad, según la viéramos.

Obteniendo nuestros propios ejemplos del trabajo de estos centros dentro de nosotros mismos, nos iríamos familiarizando cada vez más con el funcionamiento de nuestra maquinaria. Como lo dijera G. mucho tiempo antes, el estudio del hombre comienza con el estudio de la mecánica y no de la psicología, pues la psicología es aplicable solo a gente que está más plenamente desarrollada.

Conocernos a nosotros mismos en la forma en que nos era necesario conocernos eventualmente, constituía una aspiración muy ambiciosa, que solo podía realizarse después de años de pacientes y dolorosos estudios de nosotros mismos.

Nos advertía que nos cuidáramos de confundir la autoobservación, en la forma en que debe realizarse, con esa ocupación sumamente inservible que se conoce con el nombre de introspección. La introspección es muy distinta de la observación de sí mismo. Lo que se requería de nosotros era que registráramos, o tomáramos nota, de nuestros pensamientos, emociones y sensaciones en el momento en que ocurrían, y la introspección por lo general significa pensar y soñar en nosotros mismos. La introspección comprende también el análisis y la especulación sobre los motivos que impulsan nuestro comportamiento, pero como el cuadro que tenemos de nosotros mismos es en gran medida un cuadro imaginario, toda esta especulación y sondeo en la oscuridad es de muy poco provecho para nadie, en lo que respecta al verdadero conocimiento de uno mismo.

Al observarnos a nosotros mismos, debemos mirarnos con desapego, y como si estuviéramos mirando a otra persona sobre la cual sabemos muy poco. Al principio podremos encontrar difícil atribuir nuestras actividades a los centros correspondientes, pero con la experiencia esto se irá haciendo gradualmente más fácil. Por ejemplo, al principio algunos de nosotros podremos confundir el pensar con el sentir, el sentir con el percibir, y entonces podrá sernos de utilidad recordar que el centro intelectual trabaja comparando una cosa con otra cosa, y haciendo afirmaciones subsiguientes sobre la base de esta comparación, mientras que el centro emocional trabaja registrando sus gustos y aversiones congénitos, y actuando directamente sobre esa base.

El centro instintivo está ocupado del mismo modo, decidiendo sobre si las sensaciones que recibe son de naturaleza agradable o desagradable. Debiéramos tener presente el hecho de que ni el centro emocional ni el instintivo discuten o razonan jamás sobre ninguna cosa, pero como todo lo perciben directamente, le dan a la percepción una respuesta igualmente directa. Debiéramos considerar a estas funciones psíquicas nuestras como si fueran distintas clases de instrumentos, cada variedad de los cuales aporta su contribución a la suma total de nuestro conocimiento.

Existen diferentes formas de conocer una cosa, y conocerla completamente significa conocerla simultáneamente con nuestras mentes pensante, emocional, y hasta con la motriz y la instintiva. Ouspensky nos advertía que, mientras nos estudiábamos a nosotros mismos de este modo, habríamos de descubrir muchas cosas en nosotros mismos que nos disgustarían, así como muchas cosas que merecerían nuestra aprobación. Pero por el momento debíamos contentarnos solo con tomar nota de nuestros gustos y aversiones, sin tratar de provocar cambio alguno en nosotros mismos. Sería una equivocación muy grave —decía— y afortunadamente una equivocación muy difícil de cometer, alterar algo en nosotros mismos en esta etapa tan temprana de nuestro trabajo.

Cambiar algo en uno mismo sin correr el riesgo de perder alguna otra cosa de valor, requiere un conocimiento del todo, que estamos muy lejos de poseer. En nuestro actual estado de ignorancia del todo, debiéramos de luchar para despojarnos de alguna cualidad personal que, debidamente manejada, podría en un futuro convertirse para nosotros en un caudal positivo, o también fortalecer algún otro rasgo nuestro que hubiera causado nuestra admiración, pero que constituiría un impedimento para nuestro desarrollo futuro. Además, si un hombre pudiera destruir alguna característica suya que le causara disgusto, alteraría al mismo tiempo todo el equilibrio de su maquinaria, y de ese modo provocaría una cantidad de inesperados cambios en otras partes de sí mismo. Es una suerte para nosotros, por lo tanto, que esté más allá de nuestro poder entrometernos con nosotros mismos, aun cuando nos es posible solamente vernos en forma un poco más clara que hasta entonces.

Ouspensky nos aconsejaba dejar de lado toda clase de actividades que tuvieran un carácter dudoso, hasta tanto hubiéramos adquirido mayor habilidad en la tarea de ordenarlas. Por el momento debíamos concentrar nuestra atención en la clasificación de las actividades que tuvieran una naturaleza definida. Luego, después de haber adquirido destreza en la observación del trabajo de nuestros variados centros, podríamos emprender la tarea más difícil de buscar ejemplos del trabajo equivocado de los centros, debido ya sea a que un centro tratara de realizar el trabajo que corresponde a otro, o a que un centro se entrometiera en el funcionamiento de otro centro. Nos dio, como ejemplo de un centro que desempeña el trabajo de otro, la pretensión del centro intelectual de que «siente» mientras que es completamente incapaz de sentir nada, o del centro emocional que adopta una decisión que no está dentro de sus atribuciones adoptar.

Describía al centro motor como un típico bufón, y decía que con frecuencia imitaba el trabajo de otros centros, haciendo aparecer exteriormente como que se estaba llevando a cabo una verdadera tarea de pensar o sentir, mientras que en la realidad no estaba sucediendo nada que pudiera tener una naturaleza genuina. Por ejemplo, una persona podía estar leyendo un libro en voz alta o hablando con alguien en forma impresionante, y sin embargo bien podía ocurrir que estuviera solo emitiendo palabras, que no tuvieran para ella más significado que el que las palabras que pronuncia un loro tienen para éste. La lectura, la conversación y el llamado pensar en este muy bajo nivel, ocurren con frecuencia, y no son más que imitaciones de otras actividades urdidas por el centro motor.

Ouspensky señalaba que la capacidad de un centro para trabajar en lugar de otro podía con frecuencia ser muy útil, en el sentido de que permitía la continuidad de la acción; pero nos advertía de que si eso ocurría con demasiada frecuencia, podía convertirse en un hábito, y ser de ese modo una cosa dañina.

Por ejemplo, hay ocasiones en que tiene una importancia vital pensar claramente y si en un instante determinado en que el pensamiento es más claro, interviene el centro emocional por medio de la fuerza pura del hábito y se arroga la facultad de emitir juicio sobre una situación para la cual es necesario el ejercicio del razonamiento, el resultado de esta inoportuna interferencia habrá de ser extremadamente insatisfactorio. El hombre —decía— es un mecanismo sumamente complicado y que está delicadamente ajustado: si se trastorna el equilibrio que existe entre sus distintas partes, la totalidad de la maquinaria empieza a funcionar en muy mala forma. Estas cosas ocurren frecuentemente en los casos de individuos psicopáticos y neuróticos, en los que cada centro está continuamente mezclándose en la actividad de otro centro, o si no, trata de hacer el trabajo que a aquél le corresponde sin poder cumplirlo como es debido.

Como resultado de toda esta interferencia y mal funcionamiento, todas las partes de la maquinaria de la persona neurótica andan cada una por su lado.

Pero el mal funcionamiento de la maquinaria, no está limitado solamente a las personas que calificamos de neuróticas. Ouspensky decía siempre que aun cuando los psicólogos occidentales han reconocido que un trabajo interior erróneo y la interferencia de una función psíquica en el trabajo de otra función psíquica, son los responsables de muchas enfermedades nerviosas, no se han dado cuenta aún de la enorme cantidad de trabajo defectuoso que siguen realizando personas comunes y supuestamente saludables. Ese trabajo defectuoso es la causa de la torpeza de las impresiones sensorias que se reciben del mundo exterior, de nuestra apatía y falta de comprensión, de nuestra incapacidad para ver las cosas en forma vívida y directa, como las ve un niño, y lo sombrías que son por lo general nuestras vidas. «El hombre —continuaba diciendo Ouspensky— no solo es una máquina, sino además una máquina que trabaja muy por debajo del nivel que debiera mantener si estuviera funcionando debidamente. Es necesario que nosotros por lo tanto, nos observemos muy de cerca, no solo para obtener el conocimiento de nuestro mecanismo, sino también con el fin de poder darnos cuenta de cuánto mejor podríamos hacer trabajar nuestra maquinaria. Hay muchos defectos que nos son comunes a todos como seres humanos y también existen formas de mal funcionamiento que son peculiares de cada uno de nosotros. En la etapa preliminar del estudio de nosotros mismos, es necesario que nos familiaricemos a fondo con nuestras propias fallas particulares».

Como lo he dicho antes en este mismo capítulo, la idea de que el hombre tiene otras mentes, además de la mente única que los fisiólogos han relacionado con su cerebro y su sistema nervioso, me llamó fuertemente la atención. Además de eso, todo lo que Ouspensky decía sobre la habilidad que tiene un centro para asumir el trabajo de otro centro, estaba plenamente de acuerdo con mi experiencia personal. Pude recordar que mucho tiempo antes, al aprender a andar en bicicleta, mi centro motor, en cierto momento, se había hecho cargo del trabajo que hasta entonces había sido ejecutado por mi centro intelectual. Al comienzo de las lecciones, había tenido que dirigir una inmensa cantidad de pensamiento hacia la forma en que tenía que distribuir el peso del cuerpo, y si dejaba vagar mi atención siquiera por un instante apartándola de la tarea de equilibrarme y apuntar los manubrios en la dirección debida, no tardaba nada en dar contra el suelo. Pero después, en forma completamente repentina, todo este pensar y disponer se hizo completamente innecesario y me vi a mí mismo haciendo andar la bicicleta y manteniendo el equilibrio como si la capacidad de hacerlo hubiera nacido conmigo. Algo dentro de mí había asumido de repente la responsabilidad total del manejo de la bicicleta, y el «algo» que había aliviado a la cabeza de su trabajo anterior era, claramente, mi centro motor. Pude recordar, también el brusco cambio que se produjo en mi forma de hablar castellano, cuando vivía en Buenos Aires. Hasta cierto momento, dramático por cierto, había necesitado pensar mucho para hablar en castellano, y lo que realmente estuve haciendo todo el tiempo no era más que traducir penosamente del inglés al español; de repente, en no más de una semana, ocurrió un cambio impresionante, y me vi a mí mismo pensando y soñando en castellano. Se había esfumado la necesidad de traducir, y mi centro motor estaba imitando a todos los que me rodeaban, y realizando el trabajo que antes había llevado a cabo mi centro intelectual.

Al igual que mucha otra gente, me encontré con dificultades al principio para distinguir entre los movimientos instintivos o los que realiza el centro motor, pero Ouspensky nos había ayudado en gran forma al decirnos que los movimientos instintivos son congénitos, mientras que los del centro motor tienen que ser aprendidos. Por ejemplo, el niño recién nacido sabe cómo respirar desde el principio y rápidamente aprende a chupar y comer, pero el arte de caminar tiene que ser adquirido trabajosamente en una fecha posterior. Ouspensky decía también que cada centro posee su propia forma de memoria, y yo recordé la sorpresa que había sentido al descubrir que, aun cuando no había andado en bicicleta por más de veinte años, todavía era capaz de saltar sobre una máquina y pedalear sin pensarlo y sin encontrar ninguna dificultad. Mi centro motor había recordado la técnica de andar en bicicleta todo ese tiempo. El ciclismo sirve también para ilustrar lo que Ouspensky había dicho sobre la interferencia de un centro con otro. Si después que el centro motor carga con la responsabilidad de andar en bicicleta, uno empieza a pensar sobre el asunto y a maquinar intelectualmente sobre la forma de distribuir el peso y la dirección en que deben apuntar los manubrios, es más que probable que dé contra el suelo, y esto es un claro ejemplo de cómo el centro intelectual interfiere con el centro motor.

Existe una interesante relación también entre la idea de G. sobre la memoria del centro instintivo, y la opinión de Samuel Butler de que el instinto en los animales, y aun la herencia como un todo, son el resultado de recuerdos heredados. Samuel Butler protestaba contra la actitud de «cortar el hilo de la vida, y por lo tanto del recuerdo, entre una generación y su sucesora». Según él, nuestros cuerpos heredan los recuerdos de una larga línea de antepasados, recuerdos que pasan sobre la grieta que existe entre las sucesivas generaciones, por medio del ovario y el espermatozoide. Daba, como ejemplo de recuerdo heredado, el hecho de que en cierta etapa de su desarrollo dentro del huevo, el pollito «recuerda» que tiene que golpear con su pico la capa interior de la cáscara de huevo, para poder proyectarse en el mundo. El pollito no solo recuerda cómo hay que hacerlo, sino que además, en una etapa aun anterior de su desarrollo, su centro instintivo ha recordado con tiempo la necesidad de reforzar células muy fuertes de la punta de su pico, a fin de poder romper la cáscara, y una vez que lo ha recordado, rápidamente procede a realizar lo que es necesario. La herencia, para Samuel Butler, era por lo tanto una manifestación de la memoria racial; teoría suya que siempre me había resultado fascinante, y he aquí a G. apoyando a Samuel Butler, al hablar de un recuerdo en el centro instintivo que regula todos los procesos lógicos y de crecimiento. Es cierto que desde los tiempos de Weismann los hombres de ciencia han sostenido la opinión de que las características adquiridas por los padres no son nunca transferidas a los hijos, pero siempre he recibido con escepticismo los argumentos de Weismann. Dentro de mi corazón siempre he seguido siendo un hereje, un lamarckiano y un admirador de Butler.

Me sentí sorprendido ante la riqueza de la colección de observaciones, que hice en las semanas que siguieron, observándome a mí mismo en la forma en que Ouspensky nos había aconsejado, es decir, considerándome como otra persona con la cual tuviera una relación apenas superficial. Quizá el primero y más inquietante de los descubrimientos realizados en esta forma, haya sido el de que nunca era yo la misma persona por más de unos minutos, y sin embargo tenía el descaro de prologar muchas de mis observaciones con la enunciación de frases tan equívocas como: «Siempre pienso que…»; o «Estoy convencido de que…», o «Pienso decididamente que…». ¡Qué insensatez! Me di cuenta en ese momento de que con frecuencia yo había sentido y pensado en forma totalmente distinta de la que estaba pensando y sintiendo en ese determinado momento, ¿y quién era el que estaba haciendo esta dogmática afirmación acerca de sus propios sentimientos y pensamientos? ¿Quién, en resumen, era «Yo»? He aquí un problema de primera magnitud para resolver.

La observación de uno mismo da origen a toda una serie de nuevas preguntas.

Hace más de dos mil años, Heráclito proclamó que «todo fluye», y hasta ese instante yo había imaginado que al pronunciar estas palabras tan bien conocidas, él se refería solamente al mundo que está fuera de nosotros. Ahora, como resultado de solo tres minutos de autoobservación, me di cuenta de que lo que era indudablemente cierto del mundo que está fuera de mí, es igualmente cierto del mundo que está en mi interior. Todo «fluye» dentro de mí como fluye afuera; un estado interior sigue rápidamente a otro, una sensación de placer es rápidamente reemplazada por una de desagrado, de modo que, al mirar hacia el interior me parecía que mis variadas emociones estaban haciendo un juego en el que todas cambiaban de lugar entre sí, un estudio de estos dos flujos —el interior y el exterior— pronto me convenció de que el interior tenía mucha mayor importancia para mí que el exterior, en lo concerniente a la cuestión de vivir.

Sin embargo, yo siempre culpaba a la inestabilidad del mundo exterior, cada vez que algo me salía mal en la vida, y nunca a la inestabilidad interior mía.

Lo mismo ocurría con otras personas. Siempre luchaban por alterar las cosas que están fuera de ellas sin darse cuenta nunca de la necesidad, mucho más urgente, de cambiar su mundo interior. Todo andaría bien solo con que A, B y C se comportaran en forma distinta, si se cambiara la ley, si la gente no fuera tan insensata, si se hicieran ciertas cosas que es necesario hacer; pero jamás se detienen ni por un momento para mirar la parte interna de la gran corriente de la vida, en parte consciente, pero en mayor parte inconsciente, que los está arrastrando como si una marea que avanza lanzara sobre su superficie restos de naufragio y de algas marinas.

De acuerdo con Freud, como estamos nosotros, lo que sentimos y lo que pensamos, no son otra cosa que los subproductos de esas oscuras y dinámicas regiones de la mente en las que residen todos nuestros primitivos instintos animales. Freud nos hace una exposición bastante buena de la mente subconsciente que es la causante de todas estas actividades que tienen lugar dentro de nosotros. Pero las mejores descripciones de este gran río subterráneo de deseos, pensamientos y sentimientos, se encuentran en las obras, muy anteriores, de los neoplatónicos de Cambridge, escritas hace más o menos un siglo. En 1866 E. S. Dallas hizo la siguiente descripción dramática del surgimiento de la vida en las cavernas pobremente iluminadas de la mente:

«En los oscuros recovecos de la memoria, en sugestiones no espontáneas, en ristras de pensamientos seguidos desaprensivamente, en oleadas y corrientes múltiples que relampaguean y se precipitan al mismo tiempo en sueños inestables… en la fuerza del instinto… tenemos vislumbres de una gran marea de la vida que avanza y se retira, se encrespa y se oculta donde no podemos verla» (citado por Michael Roberts en The Modern Mind).

No es posible encontrar una descripción más acertada de la fuerza que nos arrastra con ella, una fuerza de la vida, de cuya existencia yo me estaba dando cuenta recién en forma muy confusa.