No era así. La batalla se había alejado de donde estaba. Al Quel que había cogido por sorpresa a los dos amigos no se lo veía por ninguna parte. Tampoco al Grifo.
Cabe empezó a sospechar que había estado inconsciente durante más de un minuto. Se llevó la mano a la nuca, lo que resultó ser un doloroso error, pues el hechicero utilizó el brazo herido. Eso le provocó unos cuantos segundos más de lucha para superar el nuevo dolor.
No puedo hacer nada con el brazo, pero me he ocupado de la herida de la cabeza.
–¿Qué…? – empezó a decir Cabe; luego cerró la boca con fuerza. ¿Por qué lo hicisteis?
En realidad eran dos preguntas en una. La voz, el Dragón de Cristal, contestó a ambas.
Te golpeaste la cabeza con un pedazo de madera de la tienda. La herida era lo bastante grave para exigir tratamiento inmediato. Te necesito lo más entero posible para lo que hasss de hacer.
El Rey Dragón había decidido ayudarlo después de todo. No resultaba demasiado sorprendente para el hechicero, no cuando el propio reino del Dragón de Cristal debía de estar sin duda en peligro. Cabe tuvo buen cuidado de omitir cualquier comentario o pensamiento sobre la anterior reluctancia del Dragón de Cristal. El hechicero necesitaba una solución y parecía como si tan sólo el señor de Legar tuviera una. Al menos, confiaba en que el Dragón de Cristal tuviera una solución.
–Pero el Grifo…
Ssse dirige a liberar al corcel diabólico. Sssabe cuál ssserá tu tarea.
¿Mi tarea?, inquirió el hechicero en silencio.
¡Sssólo existe una fuerza capaz de enviar la maldad de Nimth de vuelta a sssu lugar de origen! ¡Essso esss el mal misssmo! ¡Puesto que la esfera y la plataforma Quel ya no exisssten, sssólo queda un objeto con vínculosss lo bastante fuertesss con la maldita hechicería de Nimth que podamosss utilizar! ¡Hemosss de conseguirlo!
Sólo un objeto. A Cabe únicamente se le ocurría uno, pero no podía creer que se tratara de ése.
–¿No te referirás al talismán de lord D'Farany?
El silencio que saludó a la pregunta le confirmó que el talismán del guardián era exactamente a lo que se refería el Dragón de Cristal. El hechicero sacudió la cabeza. Tenía que haber alguna otra cosa.
¡No hay nada másss! ¡Tiene que ssser el diente!
Cabe se mantuvo firme.
Aun cuando pueda encontrarlo en medio de todo esto, ¡él jamás me lo entregará de buena gana!
Haré lo que pueda para ayudarte. ¡Te prometo, Cabe Bedlam, que sssi hubiera otra forma, la essscogería! ¡Esssto o nosss salva a todos… o acabará con todosss nosotrosss!
No era precisamente una afirmación que comunicara confianza, se dijo con ironía el hechicero. De todos modos, su contacto con el Rey Dragón era lo bastante fuerte para saber que el otro no mentía. El talismán era la única posibilidad que tenían.
Primero, no obstante, Cabe tenía que encontrar el diente y arrebatárselo a un hechicero sumamente capaz de matarlo a él con el talismán.
El se encuentra a tu derecha en el otro extremo del campamento. ¡Te guiaré hasta él, pero debesss darte prisssa!
Desde luego se dio prisa, pero no antes de volver a lanzar el hechizo que lo hacía pasar inadvertido ante los que lo rodeaban. Podría o no podría funcionar en medio de toda aquella anarquía, pero Cabe se sentía más seguro. Un escudo de invisibilidad lo protegería mejor, pero quería ahorrar fuerzas para su enfrentamiento con el comandante aramita. Las peculiaridades de la hechicería exigían que, así como el poder se extraía del exterior, la fuerza de voluntad y la energía del mago eran a menudo lo más importante para mantener muchos de los hechizos. No pretendía comprenderlo; Cabe sólo sabía que ésas eran las reglas.
¿Se regía el guardián por las mismas reglas?
El camino que siguió estaba sorprendentemente desprovisto de enfrentamientos, pese a todo lo que oía y veía a su alrededor. Todavía no había forma de saber si alguno de los dos bandos contendientes iba ganando. Un Quel cayó víctima de tres saetas en el cuello; los aramitas aprendían con rapidez los puntos débiles de sus gigantescos enemigos. No obstante, los Quel aprendían también. Aquellos que no llevaban armas arrancaban del suelo enormes pedazos de roca, que arrojaban con extraña puntería sobre sus más menudos y veloces oponentes. Cabe tropezó con un cadáver cuyo rostro y parte superior del pecho habían quedado aplastados bajo una roca que debía de pesar tanto como el hechicero. Siempre había sabido la sorprendente fuerza de los cavadores, pero este nuevo recordatorio lo dejó anonadado.
En algunos lugares, la amenaza no provenía de ninguno de los dos bandos, sino del mismo terreno. Se habían abierto grietas en toda la zona y se abrían otras nuevas a cada minuto que pasaba. Cabe vio cómo un hombre se precipitaba a la muerte cuando el suelo desapareció bruscamente bajo sus pies. El mismo hechicero tuvo en más de una ocasión que saltar barrancos que aparecían inopinadamente. Tan sólo las orientaciones del Rey Dragón consiguieron mantenerlo en la dirección correcta.
Entonces, en medio de los ejércitos contendientes y el tembloroso suelo, Cabe distinguió a lord D'Farany. El guardián y otros tres piratas, todos ellos oficiales, intentaban hacerse con el control de varios caballos atados no muy lejos de allí, pero sin demasiado éxito. Dos animales estaban ya casi ensillados, pero los otros estaban demasiado sobreexcitados y luchaban contra los piratas.
D'Farany se disponía a montar uno de los dos animales preparados para huir.
Cabe echó a correr. Quería estar lo más cerca posible antes de invocar un conjuro en este caos, pero su tiempo era limitado. El comandante aramita parecía más que dispuesto a abandonar a sus hombres si éstos no se daban prisa. Evidentemente, lord D'Farany había decidido que el ataque Quel significaba un retraso demasiado largo para arriesgarse. Incluso aunque sus hombres derrotaran a los seres subterráneos, lo que no era una certeza, el tiempo perdido sería excesivo. Toda esta región estaba al borde del colapso.
En su ansiedad por acortar la distancia entre el guardián y él mismo, el hechicero no prestó la suficiente atención al suelo. Tropezó con algo grande y en movimiento, y fue a estrellarse de cara contra el inhóspito suelo.
Con un gemido, Cabe levantó la cabeza, temeroso de que el comandante aramita hubiera huido ya. Lo que vio no fue al pirata-lobo, sino más bien una hilera de afilados dientes amarillentos. Los dientes se encontraban en el interior de las abiertas mandíbulas de una monstruosidad del tamaño de un perro pequeño, pero más parecida a un roedor. Sin lugar a dudas, aquello tenía el rostro más horrendo que el magullado mago había visto en su vida, y eso incluía criaturas como los Quel y los ogros. El ser parecía hambriento. Muy, muy hambriento.
Intentó rodar a un lado cuando la criatura saltó, pero el monstruo se retorció en el aire y, en cuanto Cabe giró sobre su espalda, le cayó sobre el pecho. Cabe jadeó con fuerza al quedarse sin aire, y apenas si tuvo tiempo de levantar las manos para impedir que la bestia le mordiera la garganta. El animal cerró los dientes en el aire, y su fétido aliento fue casi suficiente para matarlo, con dientes o sin ellos.
El brazo le dolía terriblemente y un segundo mordisco de la criatura aumentó el dolor con una herida superficial. Consiguió echarla hacia atrás lo justo para que las fuertes mandíbulas no pudieran aferrarse. La saña del animal era tan sorprendente que Cabe apenas tenía tiempo de concentrarse. Falló en dos ocasiones y en ambas las horribles fauces de la monstruosidad se acercaron un poco más a su garganta.
Con un desesperado empujón, Cabe consiguió por fin sujetar a aquel animal parecido a una rata. Sin prestar atención al punzante dolor de su brazo, el hechicero miró fijamente a su presa.
Esta chilló. Chilló presa de temor, y él se permitió una leve sonrisa. Resultaba agradable que algo sintiera miedo de él por una vez. Pero, a pesar del quejumbroso chillido, el mago no cambió de idea. Ya había decidido el castigo. El animal se retorció y revolvió en su mano y, a medida que lo hacía, fue encogiendo hasta tener el tamaño de un conejo, luego el de un petirrojo, y enseguida el de la rata a la que tanto se parecía. Ni siquiera eso fue suficiente. Cabe no se detuvo hasta que su atacante quedó reducido al tamaño de una bellota. En este punto, el hechicero cerró la mano con fuerza alrededor de él y, echando hacia atrás el brazo sano, arrojó al bicho todo lo lejos que pudo. El diminuto animal se perdió en la niebla.
Cabe se volvió, temiendo que fuera demasiado tarde, pero advirtió que lord D'Farany no se había ido aún. En realidad, el guardián miraba hacia él y no sonreía precisamente.
El hechicero registró su cerebro en busca de la presencia del Dragón de Cristal pero no consiguió restablecer contacto. Al parecer, el Rey Dragón lo había abandonado en el peor momento posible.
D'Farany espoleó su montura y la condujo despacio hasta su enemigo. No intentó ningún conjuro pero el hechicero percibió el poder que fluía alrededor del pirata-lobo, poder cuyo origen se encontraba en una bolsa colgada a la cadera del aramita. Tras él iban los tres oficiales, uno a caballo y los otros dos a pie. Ellos, al contrario que su señor, estaban armados y listos para matar.
–Deberías estar muerto, como yo lo estuve en una ocasión. Pero yo regresé a la vida y tú también lo has hecho. Creo que, a tu manera, debes de ser un enemigo tan tenaz como el Grifo -comentó D'Farany, la fina sonrisa apenas perceptible.
–En cierto modo, aún más. ¿Es lealtad pirata lo que tengo ante mí? No tardasteis mucho en abandonar a vuestros hombres, ¿verdad?
Los oficiales tomaron esta ofensa como el insulto definitivo y avanzaron para acabar con él. Lord D'Farany alzó una mano para detenerlos.
–Yo no abandono a mis hombres. Abandono guerras que están perdidas y, en el pasado, abandoné la cordura, pero no abandono a mis hombres. Poseo el poder de salvarlos ahora mismo. – Dio una palmada en la bolsa-. Y, mientras tenga esto conmigo, puedo hacer cualquier cosa.
La tierra intentó tragarse a Cabe… literalmente. El barranco que se abrió tenía rocas por dientes y una sinuosa y ávida columna de arcilla que actuaba a modo de lengua prensil. Cabe se había preguntado si el guardián podía controlar su poder incluso cuando el talismán no estaba en sus manos; ahora lo sabía, aunque esta nueva información había estado a punto de llegarle con un segundo de retraso.
Sin embargo, el hechicero había esperado lo peor y por lo tanto estaba preparado. Cabe se alzó en el aire sobre la abierta boca y fuera del alcance de la rastreadora lengua. Notó cómo D'Farany volvía a hacer uso de su poder, y la lengua, como una serpiente, se estiró tras él y lo siguió hasta donde el mago de oscuros cabellos se atrevió a subir.
Un violento vendaval convirtió el vuelo de Cabe en un aterrador torbellino. En un principio pensó que era cosa del aramita, hasta que una ojeada casual le mostró que D'Farany también tenía problemas para controlar su magia. Mientras que el hechicero era casi incapaz de dirigir su vuelo, los piratas-lobos se veían obligados ahora a luchar contra la creación de su señor. La columna de arcilla se movía de un lado a otro, primero intercambiando golpes con los dos oficiales a pie, para luego intentar atrapar a uno de los dos jinetes.
Nimth los aplastaba a todos.
Rey Dragón, ¿dónde estáis?
Yo… hechizoooo… podrá…
El mensaje en su mente era de una incongruencia total. Cabe luchó por forzar su voluntad por encima del hechizo que había iniciado y, en cierto modo, acabó por conseguirlo, ya que de improviso el sobresaltado mago se encontró cayendo en picado hacia el suelo.
Cabe fue incapaz de mantenerse a flote; pero, en el último instante, su fuerza de voluntad consiguió crear un cojín de aire, lo que permitió que su aterrizaje fuera menos brusco. La creación de lord D'Farany no se apoderó de él cuando llegó al suelo, lo que lo hizo suponer que seguía peleando con los aramitas. Descubrió que efectivamente era así. En realidad, el sinuoso apéndice se había arrollado alrededor de uno de los caballos y arrojado al suelo al oficial que lo montaba, e intentaba en aquellos momentos introducir a la aterrorizada criatura en sus fauces.
Dos soldados persiguieron al animal, pero lord D'Farany les ladró una orden que los hizo retroceder. Entre relinchos, el corcel se vio introducido en la mágica boca. Nada más desaparecer la infortunada bestia en su interior, la boca sencillamente se desvaneció. No quedó señal del barranco ni del desgraciado animal.
Aparentemente satisfecho, D'Farany señaló al tercer hombre, el que había sido desmontado del caballo, y dijo algo ininteligible que el hechicero imaginó que era una orden para que averiguaran el estado del oficial herido. Los dos oficiales que quedaban obedecieron al momento.
El guardián miró entonces hacia él. Una mano se introdujo en la bolsa donde guardaba el talismán. Lord D'Farany deseaba un control más directo sobre sus conjuros. El talismán era útil como punto de enfoque, pero Cabe también sabía que era una especie de muleta para la imaginación de un hechicero. Los que confiaban en los talismanes se concentraban a veces excesivamente en lo que tenían delante, pues era allí donde estaban dirigidos sus juguetes. Eso significaba que en ocasiones sus otras defensas quedaban debilitadas.
Eso al menos esperaba.
El hechicero no aguardó a que su adversario sacara el diente. De improviso, aparecieron diez Cabes en la zona, cada uno movido por un propósito diferente del de sus gemelos. Algunos permanecieron donde estaban mientras que otros avanzaron hacia el guardián y sus hombres.
Entre estos últimos estaba Cabe, quien ahora se encontraba más a la derecha de su anterior posición. Era un hechizo arriesgado, como lo eran todos en este lugar, pero había funcionado a la perfección. Los falsos Cabes movían las manos en el aire en pases místicos que en realidad no tenían el menor significado. La creación y el control de las ilusiones no le significaba en absoluto un gran esfuerzo, ya que requerían menos poder que un auténtico conjuro. Ahora sólo tenía que esperar que su adversario cayera en la trampa.
D'Farany se detuvo, y perdió uno o dos segundos preciosos mientras estudiaba a su multiplicado oponente. Luego sacó el talismán y apuntó a una de las imágenes más lejanas. Por el rabillo del ojo, Cabe contempló cómo el duplicado se estremecía, para luego desaparecer. Avanzó más deprisa. Tenía que acercarse un poco más…
Balanceando el brazo a un lado y a otro, el guardián utilizó el talismán contra una imagen tras otra. El corcel, asustado por la furia desencadenada a su alrededor, forcejeaba con el aramita, lo que retrasó a D'Farany unos críticos segundos más. El hechicero se acercó más, dirigiendo de vez en cuando la mirada hacia los otros piratas. Los dos oficiales seguían inclinados sobre el tercero, que tardaría bastante en levantarse, si es que se levantaba, a juzgar por su aspecto. Cabe no temía a los dos que quedaban; sólo su señor representaba un peligro.
En ese momento, el mortífero talismán de lord D'Farany apuntó directamente a él… para luego continuar hasta que el guardián lo fijó sobre un ilusorio Cabe situado a la derecha del auténtico.
El aramita había supuesto que uno de los diez tenía que ser su adversario, pero se equivocaba. Aunque Cabe se movía por entre sus duplicados, ante los ojos de todos excepto los suyos propios él no estaba allí. No a menos que miraran con mucha atención. Cabe había confiado en los temblores y en sus duplicados para desviar la atención de sí mismo. Entretanto, el mismo hechizo que le había permitido entrar en el campamento de los piratas-lobos le permitía ahora acercarse al guardián. Mientras D'Farany tuviera otras cosas en las que ocupar su visión, no vería al hechicero. Desde luego, existían limitaciones. Cuanto más se acercaba Cabe, más posibilidades había de que la voluntad del hechicero aramita venciera al hechizo. Si hubiera intentado llegar junto a lord D'Farany y derribarlo de la silla, era probable que Cabe hubiera sido atacado mucho antes de estar lo bastante cerca para hacer nada. Por suerte, no tenía intención de acercarse tanto.
Al menos, no al principio.
Llegó a su destino justo antes de que D'Farany, que seguía forcejeando con el nervioso caballo, dirigiera el talismán hacia el último de los duplicados de Cabe. El guardián tenía problemas para apuntar, que era lo que había esperado el hechicero; eso le daba el tiempo suficiente para prepararse y luego lanzar su propio ataque.
El suelo frente al inquieto equino estalló en estridentes explosiones cegadoras. Las explosiones de luz se repitieron todo en derredor del corcel, volviéndose más ruidosas con cada estallido. Asustado como estaba ya, el animal no pudo soportar más lo que sucedía a su alrededor. Corcoveó y se alzó sobre los cuartos traseros en un intento de huir de las explosiones.
Lord D'Farany luchó en vano por mantenerse en la silla. En un principio resbaló hacia atrás; luego cayó hacia adelante mientras intentaba asirse a la silla con la mano que no sujetaba el colmillo tallado. Mientras trataba de sujetarse, las riendas escaparon de las manos del guardián.
No atreviéndose a perder ni un momento, el hechicero atacó ahora a los dos piratas-lobos que quedaban, que en aquellos momentos se alzaban para ayudar a su señor. Cabe se ocupó de ellos del modo más simple, utilizando una diminuta parte de sus habilidades para levantar dos pesadas piedras y arrojarlas contra los dos. Ninguno de los hombres tuvo la más mínima oportunidad de desviar los proyectiles que caían sobre ellos. Con cascos o sin ellos, las piedras los golpearon con tanta fuerza que los dejaron inconscientes.
Incapaz de poner orden suficiente en sus pensamientos para poder controlar al animal, lord D'Farany se vio finalmente desmontado del caballo. La caída no fue tan dura como Cabe había esperado en un principio, pero el desbocado animal consiguió arrojar al guardián casi justo donde Cabe quería.
Al instante saltó sobre él.
El decidido hechicero cayó encima de su adversario. D'Farany, aturdido aún por la caída, fue incapaz de evitar que Cabe le sujetara las muñecas. Sólo cuando se dio cuenta de que su precioso talismán ya no estaba en su mano, empezó realmente el guardián a debatirse. Ni siquiera intentó un hechizo, y Cabe se dijo que tal vez necesitaba tener el amuleto sobre su persona. La única magia que el hechicero recordaba haber visto utilizar a D'Farany por su cuenta y riesgo fue cuando éste había atraído hacia sí el talismán, y eso podía muy bien haberse debido al vínculo que existía entre el objeto y él. Había muchas cosas que no sabía sobre los hechiceros aramitas.
Cabe, buscando mientras luchaba, vio el objeto de la disputa a sólo un metro más o menos de distancia. Consternado, advirtió que éste se iba arrastrando poco a poco hacia los dos y, recordando cómo el diente había volado a las manos del hechicero aramita, comprendió que, mientras el guardián pudiera pensar, D'Farany podía llamar al talismán. Tan sólo el estar luchando con Cabe le impedía haber recuperado ya el maldito cachivache. Un minuto o dos más y volvería a controlarlo.
Esta vez el hechicero no lo permitiría. A la corta distancia a que se encontraban, él, al menos, sabía lo arriesgado que era lanzar cualquier clase de conjuro potente. Sin embargo, existía otra ilusión que pensaba probar. Sólo confiaba en que su imaginación y las descripciones vertidas por el Grifo en una carta recibida muchísimo tiempo atrás serían suficientes.
El rostro de Cabe se difuminó, para convertirse en el siniestro y lóbrego contorno de una enorme y terrible criatura lobuna de ojos llameantes y una boca llena de afilados dientes capaz de abarcar toda la cabeza de un hombre.
El rostro de lord D'Farany se quedó sin expresión; luego se contorsionó en una horrible máscara de veneración por la bestia que veía sobre él.
Soltando una de las muñecas del guardián, Cabe formó un puño con la mano y golpeó a D'Farany en la mandíbula con todas sus fuerzas. La mano le siguió doliendo un buen rato después de ello, pero los resultados valieron la pena.
–A veces el camino directo es el mejor camino -murmuró al inconsciente guardián.
Sólo contra un hombre como D'Farany podría haber funcionado una ilusión como la que Cabe acababa de proyectar. El Grifo había descrito su encuentro con la feroz deidad de los aramitas, el lobuno Devastador, dedicando bastante tiempo a la horrenda imagen del monstruo y a la devoción que los guardianes mostraban por su siniestro dios. D'Farany había reaccionado exactamente como el hechicero había calculado. Una buena cosa, además; no habría sabido qué otra cosa hacer si el truco hubiera fallado.
¡El talismán!, gritó de improviso en su cabeza una voz conocida. ¡No queda mucho tiempo para corregir el daño causado!
–Si hubiera tenido un poco más de ayuda con esto -gruñó el hechicero, pasando por encima de D'Farany-, habría acabado antes.
¡Debo conssservar misss fuerzasss!
–¿Y qué pasa con las mías?
¡El talismán!, rugió la voz interior.
¡Lo tengo!, transmitió, con bastante enojo. En voz alta, Cabe preguntó:
–¿Ahora qué?
Ahora, dijo la voz, curiosamente vacilante pero a la vez insólitamente calmada, del Rey Dragón. ¡Ahora debes mantenerlo de una pieza pase lo que pase. No debes permitir que se rompa, no sea que todo lo que consigamos sea liberar más descomposición y caos del reino de mi pasado!
Eso no sonaba como algo en lo que Cabe deseara participar, pero de todos modos sujetó el talismán con fuerza.
–¿Qué vas a hacer?
El juguete del guardián es la única cosa que aún mantiene contacto con Nimth y el siniestro poder de ese desdichado mundo. No confío por completo en que pueda resistir el esfuerzo, pero es todo lo que tenemos. Tomaré el poder de Nimth y lo utilizaré como sólo alguien nacido de los vraad puede hacerlo. Tomaré ese poder y llevaré la paz a mi reino…, la paz o la muerte.
–Pero…
La protesta de Cabe murió en sus labios cuando sintió cómo la primera oleada de poder fluía al interior del talismán y luego salía de él. Casi de inmediato comprendió lo que el Rey Dragón había querido decir sobre mantener el objeto de una pieza. Se le estaba transmitiendo tanta energía, se introducía tanta magia equivocada a través de él, que el diente se veía forzado más allá de sus posibilidades. El Dragón de Cristal lo utilizaba como algo más que un simple receptáculo o un punto focal, más aún que ambas cosas a la vez, y la tensión lo estaba rompiendo.
La voz del Dragón de Cristal se tornó indiferente, distante.
Dejemos que el poder de Nimth haga al fin algo digno. Hagamos que Legar escuche su poder… ¡y que luego Nimth quede en silencio para siempre!
En todo a su alrededor, se escuchó un sonido, un sonido penetrante que de improviso simplemente estaba allí. Sacaba su fuerza de los inmensos poderes que surgían a borbotones por el agujero abierto entre ambos mundos, pero se transmitía desde todas partes. Las tormentas, el viento y la salvaje y cambiante magia dieron paso a un temblor. No era un terremoto. Cabe sólo pudo definirlo como una vibración de toda la zona, y, cuanto más rápida era la frecuencia de la vibración, mayor era la intensidad del sonido.
¡Mantén tu mente en el talismán! ¡Deja que el sssonido passse! Yo…
El ensordecedor ruido hizo caer de rodillas al hechicero, pero éste no perdió el control. No se debió a que supiera que el hechizo se desvanecería sin finalizar, sino a que sabía que hacerlo significaría su muerte. Únicamente esperaba que el éxito del hechizo no significara también su muerte.
Entonces, ya no fue posible seguir pensando con coherencia. No había más que el sonido. El condenado sonido.
Mientras Cabe luchaba contra el verlok, daba comienzo también el combate del Grifo. Se inició con una serie de círculos, mientras los dos cautelosos contendientes se medían mutuamente. El pájaro-león lo hizo en silencio; Orril D'Marr hizo todo lo contrario.
–Cuando encontré la tienda hecha pedazos y los cuerpos de los guardas ahí caídos, pero no el tuyo, me enfurecí. Haberte capturado al fin y que te escaparas luego… era demasiado. ¡Había esperado demasiado!
El Grifo miró por encima de la espalda de D'Marr a Caballo Oscuro, que permanecía inmóvil. No obtendría ayuda por aquel lado, aunque no es que la desease. D'Marr era suyo y sólo suyo. El Grifo quería al pirata-lobo más aún de lo que el joven oficial lo quería a él. Aun cuando la sensatez les gritaba que huir era la única opción para ambos, ninguno pensaba retroceder ahora.
El cetro de D'Marr brillaba como había brillado Legar en una ocasión. El aramita intentó golpearlo con él por dos veces, pero siempre se retiraba antes de que el Grifo tuviera la posibilidad de agarrar la pequeña arma por el mango. El pájaro-león era consciente de lo inútil de su poder contra el pirata-lobo mientras D'Marr empuñara la maza, aunque eso no era una gran desilusión para él. La muerte de Demion exigía un combate más personal. Orril D'Marr tenía que averiguar lo que significaba matar a un miembro de la familia del Grifo; además, no quería confiar demasiado en la magia en este lugar. Algo como el cetro podía funcionar aquí, pero los hechizos podían matar al que los había lanzado.
A su alrededor, el suelo tembló y se abrieron grietas, mientras rayos verdes seguían cayendo en la llanura. Ninguno de los dos contendientes hizo el menor caso. Habían llegado a un punto en el cual la interferencia de cualquiera, fuera Quel, pirata-lobo, o uno de los aliados del Grifo, habría dado paso a una sorprendente alianza entre los duelistas en contra de los intrusos. Tan sólo la violencia destructora que se había apoderado del reino tenía alguna posibilidad de interponerse entre ambos.
–¿Te gustaría tener tu espada, hombre-pájaro? A lo mejor si la pides con educación la obtendrás. – El rostro del aramita era una máscara de indiferencia. Sus ojos no.
–Tengo esto. – El Grifo le mostró las afiladas garras-. Son todo lo que necesito para ti.
–Bueno, toma la espada de todos modos -observó D'Marr, empujándola hacia su enemigo de una patada.
Desconcertado y con cierta desconfianza, pero sabiendo que la espada eliminaría el mayor alcance que el pirata-lobo tenía en aquellos momentos, el antiguo mercenario recogió el arma. No hubo ningún ataque por parte de D'Marr entonces; simplemente la sombra de una sonrisa. El pájaro-león había conocido a pocos hombres que pudieran trastornarlo como lo hacía éste. No se podía confiar en nada de lo que hiciera el aramita, ni siquiera en la forma en que respiraba. De todos modos, ahora el Grifo tenía un arma que podía utilizar sin acercarse peligrosamente al cetro.
–Cuando estés listo, D'Marr.
El pirata-lobo lanzó una carcajada… y puso en movimiento la maza mientras el Grifo seguía maravillándose ante la peculiar reacción del normalmente reservado oficial. Descubrió la razón de la carcajada al alzar su espada para rechazar el ataque. Cuando las dos armas entraron en contacto, Orril D'Marr hizo retroceder la suya de forma que la cabeza del cetro entrara en contacto con la hoja de metal.
El Grifo fue incapaz de reprimir un grito.
Soltó la espada y retrocedió tambaleante tan rápido como pudo, sin dejar que sus ojos anegados en lágrimas perdieran de vista al aramita. D'Marr no lo perseguía, no obstante. Se limitaba a sonreír ante la desdicha del Grifo y el éxito de su jugarreta.
Comparado con el ataque actual, el golpe recibido mientras estaba absorto en la tarea de liberar a Caballo Oscuro no había sido más que un aguijonazo. El pájaro-león no podía dejar de temblar. La cabeza le martilleaba y las piernas amenazaban con doblarse.
–Eso fue una especie de punto medio, hombre-pájaro -se mofó el oficial pirata. El auténtico Orril D'Marr empezaba por fin a salir a la superficie-. ¿No sabías que todo lo que tengo que hacer es tocar algo que tú estés tocando? Podría ser metal. Podría ser ropa. Si lo sujetas o lo llevas puesto, sentirás la mordedura de la maza. Mi predecesor fue maravilloso con este tipo de detalles.
–¿Qué…, qué le sucedió?
–Fue lento en comprender mi potencial, pero el accidente se ocupó de ese descuido.
Aun cuando las palabras del pirata no hubieran tenido un significado tan claro, el Grifo habría comprendido lo que D'Marr decía. El camino de la promoción en el imperio aramita estaba cubierto de los cadáveres de aquellos que no habían sido lo bastante despabilados para averiguar cuál de sus congéneres deseaba su cabeza. Era lo que se esperaba de todos; de hecho, era la ley de la jauría. Los mejores oficiales eliminarían a los peores.
Ante él se encontraba un excelente ejemplo de lo primero. La tradición de la obediencia ciega era para los rangos inferiores, los soldados de a pie, y aquellos a los que se temía lo suficiente para servirlos.
D'Marr balanceó perezosamente el cetro.
–¿Volvemos a intentarlo?
El aramita dio una estocada con la maza, una maniobra que habría sido estúpida de no haber sido por el aterrador poder de la cabeza. Echándose a un lado, el Grifo utilizó sus excepcionales reflejos y lanzó las garras sobre el brazo de su adversario que empuñaba el arma. Las afiladas uñas arañaron la negra armadura sin conseguir nada. La coraza del oficial era de una calidad mucho mayor que la de un guarda normal. Aun así, D'Marr retrocedió al darse cuenta de que se estaba volviendo excesivamente descuidado.
A pesar de todo, y bajo la creciente presión del cetro, el Grifo se vio obligado a retroceder más y más. Cada paso era una empresa precaria en sí misma, ya que no sólo el suelo era cada vez más irregular, sino que la intensidad de los temblores había aumentado hasta tal punto que incluso en la superficie más plana habría resultado un desafío mantener el equilibrio. Hasta el propio Orril D'Marr, que se hallaba en una situación mucho más ventajosa que el pájaro-león, tenía dificultades para mantenerse en pie.
–¿Por qué no me atacas, pájaro? ¿Eres medio gallina, acaso? ¿Es eso lo que significan todas esas plumas? – El oficial aramita fingió atacar-. ¿Vas a resultar tan cobarde como ese chiquillo tuyo?
Si esperaba volver frenético al Grifo tal y como casi lo había conseguido la última vez que había mencionado a Demion, el pirata-lobo estaba equivocado. Por la memoria de su hijo, el pájaro-león luchaba con todas sus fuerzas para mantener controlados sus instintos. Tendrían su utilidad cuando llegara el momento, pero no se les podía permitir que se hicieran con el control.
En ese momento, su pie se hundió en una pequeña grieta del suelo, una grieta lo bastante ancha para atrapar el talón. El Grifo se balanceó adelante y atrás, en un intento por recuperar el equilibrio. Orril D'Marr cargó entonces contra él, blandiendo el brillante cetro con odiosa satisfacción.
Pero no fue el Grifo quien cayó al suelo. Agachándose, consiguió a duras penas estabilizarse. Por el contrario, el ansioso pirata pisó un trozo de terreno que el temblor había dejado suelto pero no roto. La pesada bota de D'Marr fue un peso más que suficiente; un buen pedazo de suelo cedió, hecho añicos, y el aramita resbaló y cayó de espaldas.
Era todo lo que la furiosa masa de plumas necesitaba. Cambió su posición agachada por un salto sobre la garganta del asesino de su hijo. Con una exclamación ahogada, D'Marr se revolvió a un lado, pero no lo suficiente para salir ileso. El Grifo se estrelló violentamente contra el duro suelo, pero las uñas de su mano mutilada dejaron su marca en el cuello del pirata. D'Marr lanzó un grito de agonía. El olor a sangre llegó hasta el Grifo, que sintió cómo su tacto húmedo corría por sus dedos.
No hubo tiempo de saborear el golpe, ya que el aramita no estaba muerto ni mucho menos. Orril D'Marr siguió rodando hasta quedar otra vez de cara a su adversario. A pesar de la caída, no había soltado el cetro, que inmediatamente blandió en dirección a la figura caída a su lado. El Grifo lo interceptó con el brazo, teniendo buen cuidado de tocar el cetro por el mango; luego intentó torcer la mano y agarrarlo, pero D'Marr no se lo permitió. El pirata-lobo se arrastró hacia atrás y se puso en pie. La sangre rezumaba por las dos heridas idénticas que le recorrían un lado de la garganta, y la sonrisa había sido reemplazada por una furia creciente y puede que una pizca de temor.
Poniéndose en pie a su vez, el pájaro-león mostró al oficial sus dedos manchados de sangre.
–La primera degustación, D'Marr. La primera degustación de mi venganza. No pararé hasta que toda la piel de tu cara haya sido arrancada de la misma forma en que se despelleja a un lobo muerto. Dudo que se pague demasiado bien tu piel, pero conozco a dos, contándome a mí, que valorarían la experiencia.
–¡Antes veré tu cabeza colgada de una pared, hombre-pájaro! – El pirata-lobo volvió a lanzarse contra él.
El Grifo esquivó la primera embestida, y lanzó la zarpa contra D'Marr cuando el brazo del pirata pasó junto a él. Una vez más, sus uñas se hundieron en la armadura, pero se apartó antes de que el aramita pudiera volver el cetro contra él. D'Marr consiguió no obstante patearle una pierna, pero subestimó la fuerza de su adversario y, en lugar de hacer caer a su enemigo, fue él quien casi perdió el equilibrio.
El Grifo volvió a saltar, y esta vez Orril D'Marr no consiguió bajar la maza a tiempo. Ambos chocaron y cayeron, enzarzados en una batalla mortal. D'Marr no soltaba el cetro y el Grifo tenía que utilizar todas sus fuerzas para mantener inmovilizado aquel brazo con la mano de tres dedos. Rodaron varios metros, primero con el pájaro-león encima, luego con D'Marr, y así sucesivamente.
Fue el sonido lo que casi puso fin a la batalla para los dos. Un sonido agudo y terrible que atravesaba oídos y cerebros. Los dos contendientes se separaron y cada uno buscó únicamente cubrirse los oídos y mantener la cordura. El Grifo apenas se dio cuenta de que la tierra ya no temblaba, sino que más bien vibraba, un movimiento bastante diferente y desconcertante.
Orril D'Marr se había quitado el yelmo y revolvía en las bolsas que colgaban de su cinturón en busca de algo. Había dejado caer el mazo, pero el Grifo fue incapaz de actuar en un principio. Apenas si podía mantenerse en pie. Sin embargo, una parte de su cerebro lo impelió a seguir al recordarle que, si él moría, Troia sería la siguiente. Se enfrentaría sola a Orril D'Marr. Por ella y por la criatura que había de nacer, no podía permitirlo.
Dio un paso al frente… y a punto estuvo de perder la vida. Agrietado y destrozado por los temblores, el suelo plagado de cavernas de Legar ya no podía soportar la constante vibración. Zonas enteras de la superficie empezaban a desplomarse al interior del sistema de túneles subterráneos que los Quel habían establecido a través de los siglos. El suelo cedió ante él justo cuando su pie iba a posarse encima. Fue gracias a sus reflejos que consiguió salvarse, pero perdió el equilibrio y resbaló; sus piernas colgaron sobre el nuevo precipicio durante unos instantes hasta que, con un esfuerzo, consiguió retroceder.
Una gruesa bota lo golpeó en el costado.
Orril D'Marr se encontraba de pie a su lado, con unas curiosas envolturas sobre las orejas. El Grifo recordó que el pirata-lobo había mencionado sus trabajos con explosivos; D'Marr debía de haber diseñado las envolturas para sus proyectos. Estaba claro que no filtraban por completo el sonido, pero funcionaban lo bastante bien para que el aramita pudiera moverse sin tener que taparse los oídos.
Incapaz de concentrarse lo suficiente para cambiar de forma, el pájaro-león no podía hacer nada para mejorar su actual situación. Era un milagro que no se hubiera quedado ya sordo. Sin duda se debía en parte a su estructura mágica, pero, de todos modos, la sordera no era su preocupación más inmediata. La más importante era que D'Marr volvía a sostener su maldito juguete y esta vez parecía dispuesto a poner a prueba el nivel máximo.
Como sabía que no podría hacerse oír por encima del horrible sonido, el pirata-lobo se inclinó sobre su tembloroso adversario y articuló una arrogante despedida. Eso resultó ser un terrible error. Pese a todo lo que sabía del Grifo, Orril D'Marr desconocía sin duda la energía y resistencia del pájaro-león, y pensó que el ser estaba demasiado abrumado para que le quedaran ánimos.
Eso era exactamente lo que el Grifo quería que creyera.
El pájaro-león rodó sobre sí mismo y golpeó al pirata-lobo en las piernas. El oficial aramita cayó al suelo debajo de él, pero no soltó la maza mágica. El Grifo interceptó fácilmente el torpe golpe que el otro intentó, y luego empezó a torcer el brazo del pirata hacia atrás para acercar el cetro al rostro del aramita. Aunque se sentía a punto de perder el conocimiento, el antiguo mercenario empujó con todas sus fuerzas; había llegado el momento de que Orril D'Marr supiera por lo que habían tenido que pasar sus víctimas. El suelo se movió y se hundió ligeramente a un lado de los duelistas.
Con un juramento, el cada vez más débil pájaro-león intentó un último esfuerzo. Apoyando todo su peso sobre él, apretó el cetro contra el enfurecido rostro del pirata-lobo. D'Marr, no obstante, consiguió contorsionarse a un lado, y la brillante cabeza pasó a milímetros de su rostro. La mueca se transformó en sonrisa.
La punta del cetro rozó el hombro del pirata.
Caído como estaba a medias sobre su adversario, una punzada de dolor recorrió el cuerpo del pájaro-león, pero no fue nada comparado con lo que D'Marr debió de sentir. A tan corta distancia, el Grifo no pudo por menos que escuchar el grito. El aramita había dicho que una armadura no servía de nada y no se había equivocado.
Impelido por el terrible dolor, el pirata-lobo consiguió sacarse de encima al Grifo. También se le escapó el cetro de las manos. El suelo se hundió aún más, pero Orril D'Marr apenas lo advirtió. Seguía doblado sobre sí mismo, luchando por recuperarse.
El pájaro-león había hecho todo lo posible, pero ahora se daba cuenta de que había llegado el momento de salir de allí. La zona se hundía y no serviría de nada morir aquí si podía evitarlo. Tambaleante y medio a gatas, abandonó al aramita a su destino. Si ambos sobrevivían, el Grifo estaría más que dispuesto a recomenzar la pelea. Quedarse era una estupidez.
A su espalda, D'Marr se recuperó lo suficiente para percatarse del peligro. Buscó su maza, la encontró, y cojeó en pos de su enemigo. Al ver que la punta del cetro se dirigía hacia él, había conseguido disminuir la intensidad del arma y era eso lo que lo había salvado. Ahora D'Marr dejó que el cetro recuperase todo su poder. De una forma u otra mataría al hombre-pájaro. Lo haría.
A punto de perder el sentido, el Grifo rodó sobre sí mismo y vio cómo el pirata-lobo lo perseguía tambaleante. También vio que el suelo empezaba a agrietarse justo ante sus pies. El pájaro-león retrocedió a rastras un poco más y contempló fascinado la escena que se desarrollaba ante él.
Orril D'Marr, evidentemente, notó cómo la tierra se hundía, ya que empezó a correr hacia su enemigo. Alterado todavía por los efectos de su propio juguete, el aramita dio un traspié y cayó de rodillas. Se le escapó el mazo otra vez y, mientras tanteaba el mango en un intento de volver a sujetarlo, el suelo sobre el que se arrodillaba acabó por ceder por completo.
Lo único que el Grifo pudo ver de Orril D'Marr fue la imagen del pirata-lobo, que, con el rostro transformado de nuevo en una máscara de impasibilidad, levantaba el cetro para arrojarlo contra su maldito enemigo.
Luego… no se vio más que una nube de espeso polvo mientras toneladas de pedregoso suelo se hundían para formar un enorme cráter.
«Demion… -consiguió pensar el Grifo-. Demion…, él ya no existe, hijo. El monstruo ha muerto…»
Se dejó caer, dispuesto a dejar que la inconsciencia se apoderara de él, cuando una profunda oscuridad lo envolvió de la cabeza a los pies. Había en ella un maravilloso silencio y una total ausencia del opresivo calor de Legar. Demasiado débil para poner reparos, el Grifo simplemente aceptaba cualquier cosa.
Una voz estentórea rompió el silencio.
–¡Yo… te protegeré lo…, lo mejor que pueda, lord Grifo! ¡No puedo… prometértelo… pero puede que aún podamos sobrevivir a esto!
En aquellos momentos a él no le importaba. Todo lo que deseaba era dormir; dormir por primera vez en casi dos días… y dormir bien por primera vez desde la muerte de su hijo.