Esa clase de rumor fue mejor recibida y pronto fue el único tópico importante.
Entretanto, los temblores aumentaron y los montículos, que aparecían a veces cuando ni siquiera había un temblor, no tardaron en entrecruzar todo el campamento.
El Grifo dejó de forcejear con sus ligaduras en cuanto oyó que hombres armados se acercaban a la tienda. Con gran desaliento por su parte, el pájaro-león no había realizado grandes progresos en su intento de soltarse. Los hombres de D'Marr habían realizado un buen trabajo con él; por mucho que lo intentó, las ataduras no se aflojaron ni un milímetro. Que además no tuviera completa una de las manos no ayudó demasiado tampoco.
Tanto él como los Quel levantaron la vista cuando un soldado retiró el faldón de la tienda. Una columna de seis hombres penetró en el interior; los dos últimos eran D'Marr y una figura alta y llena de cicatrices que sólo podía ser lord Ivon D'Farany.
Uno de los guardas retiró la mordaza del pico del Grifo, y éste abrió y cerró la boca varias veces para comprobar si aún funcionaba.
–No has cambiado mucho en estos años, Grifo -observó el comandante aramita en tono educado.
Al prisionero le recordó a D'Rak, el gran guardián en la época de su llegada al otro continente. Hablaba con el mismo tonillo, aunque en este caso poseía un matiz que bordeaba la locura. El Grifo no tuvo que mirar los malvados ojos de D'Farany para reconocer la enfermedad.
–Así que nos hemos visto antes -respondió.
El guardián jugueteó con su talismán, uno de los llamados Dientes del Devastador más grandes que el prisionero recordaba haber visto jamás.
–Bajo las calles de Canisargos, en la época en que el auténtico gran maestre de la manada todavía gobernaba, el gran Dios Devastador sonreía a sus hijos, y yo fui elegido para ser el sucesor de mi señor D'Rak.
–¿Bajo las calles?
El Grifo recordó combates y una huida mientras él y el dragón Morgis, este último bajo un aspecto humanoide, eran perseguidos por los esbirros del imperio. Los guardianes en particular habían sido cazadores ávidos; pero aquella persecución había finalizado en caos y destrucción, cuando habían conseguido romper el hechizo que impedía a Morgis convertirse en dragón. Abriéndose paso hacia lo alto a través de las calles mismas de la enorme ciudad, el dragón, con el pájaro-león sobre su lomo, se había alejado volando, dejando ruinas tras de sí.
Una fina sonrisa apareció en el semblante del jefe pirata.
–Yo conducía la patrulla que se enfrentó a ti. Cuando el dragón derrumbó la ciudad sobre las catacumbas que había debajo, estuve a punto de ser aplastado. Sobreviví, no obstante…, para sufrir aún más después, cuando se nos arrebató el don de nuestro señor el Devastador.
El Grifo seguía sin poder recordar las facciones de D'Farany, pero eso había sido casi veinte años atrás y los humanos acostumbraban cambiar con el tiempo. Los hechiceros, incluso los guardianes, vivían más, pero el comandante aramita había sufrido también la retirada del poder de su siniestro señor. Eso probablemente había hecho más para desfigurar sus facciones que toda la guerra.
Paseando la mirada a su alrededor, D'Marr se atrevió a interrumpir a su comandante.
–Lord D'Farany, dijisteis que debemos tener el campamento listo para ponernos en marcha lo antes posible. Puesto que ya se ha dado la orden, no nos quedará mucho tiempo.
–Sé lo que dije, Orril, lo sé. Pero es una lástima. – De pronto los ojos miraron directamente-. Es una lástima, Grifo, que no podamos realizar una gran ceremonia de tu muerte. Yo, al menos, lo habría encontrado inspirador. Pensaba primero ofrecer a mi verlok unos instantes de tu tiempo y luego permitir que Orril nos mostrara sus habilidades en el arte del dolor inacabable.
–Eliminado por sabandijas. Mis disculpas por la decepción.
No se produjo una gran reacción visible por parte de D'Marr, aunque sus ojos parecieron centellear enfurecidos por un instante. El pájaro-león intentó calcular la distancia entre él y lord D'Farany. Incluso atado como se hallaba estaba seguro de que un buen empujón lo enviaría rodando contra D'Farany. Era una empresa desesperada; pero, si tenía que morir ahora, al menos deseaba una última oportunidad de acabar con uno de sus enemigos. Después de lo que D'Marr había dicho al Grifo sobre su hijo, habría preferido la garganta del joven oficial, pero estaba demasiado lejos para intentarlo siquiera.
–Viviré con ello… -Lord D'Farany jugueteó suavemente con el reluciente talismán-. A propósito, conocí brevemente a un amigo tuyo. Un hechicero de cabellos oscuros… Cabe Bedlam era su nombre.
El Grifo se quedó rígido.
–Habría resultado muy agradable reunir a tan viejos amigos, pero él no quiso venir… de modo que lo dejé enterrado bajo los cascotes de una cueva derrumbada.
Ladeando la cabeza a un lado, el pájaro-león estudió a su capturador con atención. El rostro enjuto, las manos siempre en movimiento, y el cuerpo rígido le dijeron más cosas que las palabras del guardián. Cabe podía estar muerto, pero esa muerte había costado un alto precio al comandante aramita. Empezó a meditar sobre la repentina decisión de levantar el campamento cuando era evidente que la ciudad Quel no podía haber sido despojada de todos sus tesoros. Cabe, o su muerte, había instigado algo que preocupaba a lord D'Farany lo suficiente para decidir sacar de allí a todo su ejército sin previo aviso.
D'Farany interpretó erróneamente su silencio.
–Pensaba que te importaban más los amigos. No eres mucho más que un animal, hombre-pájaro. Sería mejor si acabáramos con tus sufrimientos.
En el rincón, Orril D'Marr sacó el cetro del cinturón, pero una mano detuvo al oficial.
–No morirá hoy. Prepáralo para el viaje. Su muerte nos distraerá mañana.
Algo decepcionado, D'Marr asintió. Su mirada se posó brevemente en los Quel, quienes se la devolvieron con expresión inescrutable. El Grifo pensó que se mostraban demasiado tranquilos si se tenía en cuenta su situación.
–¿Qué hago con estas bestias?
Lord D'Farany no les dedicó ni una mirada.
–Mátalas antes de que nos vayamos, Orril. – A su prisionero, el aramita añadió con suavidad-: Quiero pasar algún tiempo contigo antes de tu muerte, hombre-pájaro. Quiero que conozcas el dolor y el sufrimiento que me causaste todos estos años… y sé que fuiste tú. Tuviste que ser tú. Jamás he vuelto a estar completo desde el día en que a mi espíritu le arrancaron los dones del guardián. – Acarició el talismán, y de nuevo apareció la fina sonrisa en su rostro-. Pero aquí me he acercado bastante.
Tras esto, el guardián dio media vuelta y abandonó la tienda. Sus ayudantes, con la excepción de Orril D'Marr, lo siguieron apresuradamente. Sólo permanecieron el joven oficial y los guardas. El primero estudió a los atados prisioneros y se acarició la barbilla pensativo.
–Debería hacer esto yo mismo, pero no tengo tiempo. Es una pena; habría sido divertido. – Balanceó la punta del cetro a un lado hasta que ésta apuntó al pájaro-león- Al menos tendré el placer de ocuparme de ti más tarde. Veremos si puedes gritar tanto tiempo como lo hizo tu hijo.
Conteniendo la cólera que se alzó en su interior, el Grifo respondió en voz baja y reposada:
–Mi hijo no gritó.
No era sólo lo que creía. Sabía a ciencia cierta que Demion no había gritado. Demion jamás lo habría hecho, y además el Grifo sabía que su hijo había muerto deprisa y en el calor del combate. D'Marr no había tenido tiempo de torturarlo.
Esto no impidió de todas formas que el pájaro-león deseara vengarse del pirata-lobo. De algún modo, acabaría con el hombrecillo.
Al ver que su intento de erizar las plumas de su adversario había fracasado, Orril D'Marr volvió a guardar la maza en el cinturón y llamó a los dos guardas.
–Atadle la boca y matad a esas bestias repugnantes. ¿Creéis que entre los dos seréis capaces de realizar esas órdenes? Quiero decir que están atados de manos y pies.
Los soldados asintieron. D'Marr se volvió para salir; entonces se detuvo y volvió a mirar a los Quel. Introdujo la mano en una bolsa y sacó algo demasiado pequeño para que el Grifo pudiera distinguirlo; agachándose, el aramita dijo a uno de los machos Quel:
–He decidido daros una última oportunidad de salvar vuestras miserables vidas. ¿Qué hay en esa caverna? ¿Qué ocultáis? ¡Habladme!
El Grifo adivinó que el objeto que no podía ver en la bien cerrada mano de D'Marr tenía que ser un artilugio mágico similar a los cristales que la raza subterránea utilizaba para comunicarse con los que no eran de su especie. La mención de la caverna oculta le interesó, en especial el desdeñoso silencio que provocó en el Quel que D'Marr interrogaba.
Resultó interesante contemplar cómo desaparecía la máscara de impasibilidad del rostro del joven oficial. Era evidente que estaba obsesionado con esa caverna.
–¡Bah! – El aramita se levantó y se volvió hacia el pájaro-león-. Las bestias estúpidas no son capaces de hablar ni para salvar sus inútiles vidas.
«Posiblemente porque saben el valor de tus promesas. Al menos morirán sabiendo que te han frustrado en esto.» En voz alta, comentó con ironía:
–Pareces un poco enfadado. ¿Qué es lo que no te quieren decir?
El rostro de D'Marr recuperó la acostumbrada expresión trivial.
–A lo mejor tú lo sabes. – Se inclinó sobre el prisionero-. Bajo la superficie, más allá de la ciudad Quel, había una sala con una especie de enorme mecanismo mágico.
–Fascinante.
El aramita pareció a punto de golpearlo, pero se contuvo.
–Es lo que está al otro lado, lo que sólo yo en todo el campamento sabe que se encuentra al otro lado, lo que me interesa. Yo fui testigo de la fase final del conjuro que utilizaron las bestias para convertir la entrada en pared sólida. Hay algo tan valioso allí dentro que están dispuestos a morir por conservar el secreto. Yo planeaba colocar algunos explosivos en una de las paredes exteriores, pero las circunstancias me fueron desfavorables. Algo me ha ido siempre en contra. Ahora lord D’Farany dice que el túnel ha desaparecido y que debemos marcharnos, pero todavía sigo queriendo saber qué había allí dentro. – Mientras hablaba, Orril D'Marr había guardado el diminuto talismán y sacado de nuevo el cetro del cinturón, con cuyo pomo empezó a golpear al pájaro-león en el pecho, pero, por suerte para el Grifo, sin utilizar el aspecto más diabólico del arma-. ¿Sabes tú qué secreto me ocultan?
Seguro como estaba del contenido de la cueva, el Grifo no tenía la menor intención de pasar tal información al pirata-lobo. D'Marr no podía ofrecerle nada. El Grifo no sentía ningún cariño por los Quel y éstos desde luego tampoco le tenían mucha simpatía, pero aquí, por el momento, tenían un enemigo común. Que a D'Marr lo corroyera la curiosidad. Era una pobre e insignificante venganza, pero al menos era algo.
–Jamás he estado en los dominios de los Quel.
Era una afirmación sincera, hasta cierto punto. El oficial pirata pareció a punto de golpearlo, pero su conversación se vio interrumpida por otro temblor, éste más violento que sus predecesores. D'Marr estuvo a punto de caer sobre el hechicero, quien de buena gana habría abierto la garganta al aramita con el poderoso pico de haber tenido oportunidad. Uno de los Quel sí que intentó rodar contra un guarda, pero el soldado se apartó y, sin cumplidos, hundió una buena parte de la espada en la desprotegida garganta de la criatura. La acorazada bestia humanoide lanzó un chillido ahogado y murió. Sus compañeros se balancearon violentamente a un lado y a otro, pero no había mucho que pudieran hacer.
El temblor tardó más en apaciguarse. Ahora el Grifo comprendió mejor el motivo por el que los piratas levantaban el campamento. Esta parte de Legar ya no era estable. Eso no debiera haber sido así, a menos que… «¡Los muy idiotas deben de haber estado jugando demasiado con cosas que no comprendían!», se dijo.
Recuperando la calma, D'Marr retrocedió hasta la entrada de la tienda. Pasó la mirada de su adversario a los centinelas; sólo sus ojos mostraban la frustración que sentía.
–Acabad con el resto de esas bestias y preparadlo para el viaje. Quiero que se desarme esta tienda en cuanto lo hayáis hecho. Partimos en media hora. Cualquier cosa o cualquier persona que no esté lista entonces se queda aquí.
Con una última mirada al Grifo, D'Marr desapareció por entre los faldones de la tienda. Los dos soldados intercambiaron una mirada, debatieron entre ellos durante medio minuto la mejor forma de acabar con los Quel, y luego se volvieron con sombría determinación hacia los prisioneros.
El Grifo sintió cómo el suelo se alzaba bajo él y se preparó para otro temblor. Al ver que éste no se producía inmediatamente, bajó los ojos y descubrió que ahora se encontraba sobre el extremo de un montículo de tierra cada vez más alargado, como si se tratara del rastro de un topo. La amplitud del montículo aumentó al acercarse a los soldados y sus víctimas, y acabó por convertirse en el doble de ancho que cualquiera de los dos hombres.
Arrojándose a un lado, el pájaro-león se apuntaló en el suelo.
Su repentina y peculiar acción llamó la atención de los dos piratas justo cuando estaban a punto de despachar a una pareja de Quel. Uno de los guardas envainó la espada y se dirigió hacia el Grifo.
El aramita gritó de sorpresa al verse arrojado hacia el techo de la tienda cuando el suelo estalló ante él y varios cientos de kilos de destrucción acorazada surgieron de las profundidades de la tierra.
El Quel era enorme, incluso según los patrones de la raza. En una zarpa gigantesca empuñaba una afilada hacha de doble hoja que había conseguido arrastrar con él mientras abría el túnel. El primer soldado aún no se había recuperado, pero el segundo atacaba ya. No obstante, para desgracia suya, hundió la espada demasiado abajo y ésta se partió contra el caparazón, duro como una roca, del recién llegado. El Quel, sin mediar el menor sonido, hizo girar el hacha y procedió a partir casi en dos al soldado. Sangre y mucho, mucho más decoró el interior de la tienda, pero sólo pareció importarle al Grifo.
Dándose la vuelta, la armada criatura avanzó a grandes zancadas hacia el pirata que quedaba y enterró un extremo de su mortífera arma en el pecho del desconcertado hombre, el cual emitió un corto grito antes de morir.
El Quel arrojó el arma al suelo y empezó a liberar a los prisioneros. Arrastrándose como una serpiente, el Grifo intentó alejarse todo lo posible de la vista del Quel. Por el momento, nadie le prestaba atención, pero uno de ellos podía decidir no dejar testigos de la huida.
Un soldado penetró a través del faldón.
–¿Qué suce…?
Extendiendo el brazo para recoger su hacha, el rescatador se alzó para enfrentarse al perplejo recién llegado. Dos Quel cuyas manos habían sido desatadas se apresuraron a deshacer las ataduras de sus piernas. Pero el aramita no se vio cogido tan por sorpresa que no pudiera defenderse; desenvainó su espada y atacó antes de que su imponente adversario pudiera utilizar su arma. Esta vez, el Quel no tuvo tanta suerte. El pirata-lobo le acertó en una zona bastante desprotegida cercana al cuello y consiguió rebanar un buen pedazo de carne. El Quel reprimió un grito de dolor y atacó a su vez. Su hacha atravesó el lugar donde debiera haber estado el pecho del humano, pero el cauteloso pirata se había agachado al tiempo que empezaba a gritar con toda la potencia de sus pulmones.
Entretanto, el pájaro-león, que había seguido alejándose de la batalla, se encontró pegado a un costado de la tienda. Rodó sobre sí mismo para que el rostro estuviera de cara al material y, tras sujetar la gruesa tela con el pico, intentó abrir un agujero en ella o arrancarla del suelo. No había otra forma de salir.
Un temblor auténtico sacudió la tierra. La tela se le escapó del pico pero no tardó en recuperarla. Por desgracia, el temblor siguió creciendo en intensidad y apenas si pudo hacer otra cosa que mantenerse bien sujeto.
Entonces, alguien tiró de la tela desde fuera. El Grifo se sorprendió tanto que se le volvió a escapar el pedazo que sostenía. Una figura vestida con una túnica atisbó al interior.
–¿Grifo? – inquirió una voz nada silenciosa. El terremoto continuaba con un sordo tronar que impedía escuchar nada que no fuera dicho a gritos.
El pájaro-león levantó la cabeza y se encontró con el rostro cansado pero decidido del hechicero Cabe Bedlam.
–Resultaría agradable que de vez en cuando nos reuniéramos en circunstancias más placenteras -consiguió articular el maniatado pájaro-león.
Sus palabras hicieron aparecer una leve sonrisa en el rostro de su viejo amigo. Cabe hizo intención de arrastrarse al interior, pero el Grifo sacudió la cabeza.
–¡Tira de mí hacia afuera! ¡Hay Quel aquí dentro!
Cabe echó una mirada detrás del Grifo y asintió, pues probablemente ya lo sabía. El Grifo se alegró de que los temblores y los ansiosos esfuerzos de los piratas-lobos impidieran que otros se hubieran dado cuenta ya de la batalla, pero estaba seguro de que eso cambiaría dentro de pocos segundos. El hechicero agarró con fuerza al pájaro-león y lo arrastró al exterior. Luego apuntó con la mano a las cuerdas que rodeaban los brazos y piernas del Grifo y las ligaduras se aflojaron y cayeron al suelo. Tras frotarse las muñecas, el antiguo mercenario intentó quitarse el collar que le rodeaba el cuello, pero un inmediato y agudo dolor a ambos lados del cuello lo obligó a parar.
–Déjame. – El hechicero extendió las manos y tocó ambos lados del collar con sus dedos índices. Se produjo un breve resplandor rojizo. Entonces Cabe agarró con fuerza el artilugio aramita y lo abrió.
–Tienes toda mi gratitud. – El Grifo se frotó el dolorido cuello y observó que Cabe miraba su mano mutilada-. Un regalo de la guerra. Un regalo del que culpo a hombres como Ivon D'Farany y Orril D'Marr,
–Yo ya conozco al primero. ¿El segundo es un oficial más joven y bajo?
–El mismo. Hay un hombre azul del norte del imperio que completa el juego.
–No. Ese está muerto. Un aprendiz de hechicero. Creo que se mató él mismo por un exceso de confianza. Estos temblores son el resultado.
El Grifo se irguió satisfecho, pues la noticia le proporcionaba una cierta alegría. Pero no había tiempo para saborear la muerte.
–Temblores aparte, no podemos quedarnos aquí. La lucha habrá atraído a otros.
–Tengo un hechizo. Uno que hace que los demás no me presten atención a menos que me enfrente a ellos. Deja que te incluya bajo su cobertura.
Cansado como estaba, el pájaro-león se limitó a asentir a la sugerencia del hechicero. Cabe parpadeó y, al cabo de un momento, sonrió satisfecho. Luego, su rostro volvió a ensombrecerse.
–Ahora hemos de regresar junto a Caballo Oscuro y rescatarlo.
–¿Caballo Oscuro? – El Grifo se sintió demasiado avergonzado para admitir que había estado pensando en ir en busca de D'Marr y su amo. Al parecer no era sólo el negro corcel el que vivía obsesionado.
–No está lejos. Por ahí -continuó el hechicero, señalando con la mano-. Lo encontré a él primero, pero el problema es que no puedo liberarlo tan fácilmente como hice contigo. La especie de arnés que le han puesto está ligado a su propia esencia. No había visto nunca nada parecido.
–Yo sí. En el imperio lo denominan un arnés de dragón. Absorbe el poder y la fuerza de voluntad de los dragones menores y los vuelve dóciles. Los piratas-lobos también lo utilizan con otras criaturas más inteligentes. Tuve suerte de que consideraran que el collar era suficiente en mi caso. Está claro que me querían en buenas condiciones para disfrutar de mi prolongada ejecución.
–¿Puedes soltarlo?
–Eso creo. Me parece saber cómo. – Se disponía a dirigirse en la dirección indicada por el mago, cuando Cabe lo sujetó del brazo-. ¡Espera! Hay algo que deberías saber sobre estos temblores…
–Cuéntamelo. Deprisa.
Limitando el relato a tan sólo los detalles más básicos, el agotado hechicero contó su encuentro con el Dragón de Cristal, el combate de voluntades entre el Rey Dragón y el guardián, la expulsión de Cabe del reino del señor dragón, y, por último, su descubrimiento y el duelo en la cueva.
–Y, a medida que el agujero se vuelve más inestable, también se vuelve más inestable esta zona de Legar -observó el Grifo. El temblor había empezado a apaciguarse, pero ambos sabían que el siguiente no tardaría en aparecer… y sería más temible que el anterior. Existía un punto del que no era posible volver atrás, al que debían estar acercándose a gran velocidad-. ¿Es eso todo lo que sabes?
–Todo lo que es necesario.
Cabe Bedlam ocultaba algo, algo concerniente al Dragón de Cristal, pero el pájaro-león se dijo que, fuera lo que fuera, el hechicero no lo consideraba importante con respecto al peligro inmediato que corrían. Conocía a Cabe lo suficiente para confiar en esa decisión. Más adelante, ya hablarían.
–Nos preocuparemos por… ¡Por el Dragón de los Abismos!
El suelo estalló, y ambos salieron despedidos en diferentes direcciones. Nada más aterrizar de espaldas contra el suelo, el Grifo comprendió lo que sucedía. Esto no era un temblor, sino una amenaza mucho más localizada.
Otro Quel había surgido violentamente a través del pedregoso suelo. El Grifo continuó retrocediendo… y descubrió que el suelo a su espalda se elevaba también en un nuevo montículo. Rodó a un lado justo cuando un segundo Quel se abría paso hasta la superficie.
Lo mismo sucedía por todo el campamento aramita. Aparecían montículos que se transformaban en cráteres, y de cada uno de estos cráteres surgía un Quel. Donde fuera que hubiera un rastro de arena atravesando el campamento de los piratas-lobos, allí brotaba la acorazada y ululante figura de uno de los habitantes del mundo subterráneo. Uno a uno, y luego por docenas, se abrían paso desde las profundidades hasta la luz del día. Muchos empuñaban hachas de armas, pero otros tenían suficiente con utilizar las garras. No importaba dónde aparecieran; fuera en terreno abierto o bajo un montón de armas, los Quel seguían saliendo. El Grifo sabía que habría cientos de ellos, cientos de enormes monstruos rojizos cuya única intención era deshacerse de los habitantes de la superficie. Como un ejército de muertos vivientes liberado por los señores de los no muertos, las criaturas seguían saliendo.
Los durmientes no sólo estaban despiertos; estaban furiosos.
Pocos seres vivos conocían toda la historia, aunque la leyenda se había extendido por todo el Reino de los Dragones. Hubo un tiempo, antes de los Reyes Dragón y antes de los Rastreadores, en que la tierra había estado gobernada por los Quel. La raza prosperó durante un tiempo, pero, como muchas otras antes que ella, las criaturas con aspecto de armadillo hubieron de presenciar cómo su imperio se desmoronaba. La raza aérea de los Rastreadores se hizo con el dominio.
Los Rastreadores y sus inmediatos antecesores compartían una característica común: no aceptaban rivales en lo referente al poder. La raza de aves trató de eliminar el último bastión del dominio Quel, la península. Pero lo que los Rastreadores hicieron fue lanzar un hechizo tan terrible que no sólo estuvo a punto de conseguir la extinción de los Quel sino también la de los seres aéreos. Los Rastreadores se retiraron a las pocas colonias que les quedaban e intentaron reconstruir su reducida población. Jamás consiguieron aumentar su número, ya que muchas de las hembras acabaron muriendo.
En cuanto a los Quel, éstos buscaron una solución diferente al desastre. Con su ya inhóspito territorio arrasado y las regiones vecinas en un estado poco mejor, los supervivientes idearon un plan mediante el cual la raza, a través de hechicería de nivel superior, dormiría hasta que llegara el día en que pudiera reclamar su reino. La idea ya había pasado por sus mentes antes de toda aquella destrucción, pero el monstruoso conjuro de los Rastreadores convirtió el hechizo en una necesidad.
De modo que la raza Quel, excluidos los hechiceros que habían creado el conjuro, se reunió en una de las más grandes de las salas subterráneas. Los hechiceros y sus aprendices permanecerían despiertos el tiempo suficiente para completar el gran conjuro y preparar a los que iban a sucederlos, ya que siempre debía haber unos cuantos para estar al tanto de los acontecimientos, mantener a salvo a los durmientes, y saber cómo despertarlos cuando llegara el gran día.
Sin embargo, algo salió terriblemente mal, y los que sabían cómo funcionaba el hechizo perecieron mientras lo lanzaban. Hizo que la raza se sumiera en un profundo sueño, pero se perdió el secreto de cómo despertarla. Una parte del hechizo sí funcionó, no obstante; por cada Quel que moría, un sucesor despertaba. Habría guardianes, vigilantes, pero nadie que comprendiera lo que había sucedido. El Grifo sabía que, durante siglos, los Quel habían probado una infinita variedad de métodos para volver a revivir a los suyos, pero jamás habían tenido éxito.
Hasta hoy.
«¡Tenía que ser Nimth y los piratas-lobos los que despertaran a algo tan indeseable como la raza Quel!», pensó. Qué sucedería al Reino de los Dragones con los Quel despiertos, el pájaro-león no podía decirlo. En su opinión, sólo podían ser cosas malas. Dudaba que el largo sueño hubiera enseñado a los gigantescos armadillos el concepto de compartir su mundo.
Sólo en la zona cercana al Grifo habían surgido más de una docena de Quel. Buscó a Cabe con la mirada pero no vio al hechicero, lo cual no lo sorprendió. El Grifo había sido arrojado hacia atrás varios metros. Mucho tenía que decir en favor de la sorprendente constitución del pájaro-león el que fuera capaz de alzarse relativamente ileso, aunque bastante aturdido, de su violento aterrizaje. Con gran consternación por su parte, sin embargo, comprobó que el Quel que lo había derribado deseaba cambiar su buena suerte. Unas afiladas garras intentaron alcanzarlo.
Se hizo a un lado y gritó el nombre de Cabe, temeroso de que su compañero estuviera inconsciente o algo peor. No obtuvo respuesta. El creciente tumulto impedía oír ninguna voz a menos que quien hablaba se encontrase a pocos centímetros de distancia. Se dio por vencido justo cuando el monstruo volvía a atacar, esta vez lanzando sobre él las terribles zarpas. Una vez más, el Grifo consiguió esquivarlo, pero por muy poco.
Se escuchaban más estrépitos de batalla. Los piratas-lobos se habían recuperado con rapidez. Años de guerra los habían convertido sin duda en gentes preparadas para cualquier eventualidad. «Tendrían que agradecérmelo», se dijo.
Esquivó un nuevo ataque de las zarpas del monstruo, al tiempo que buscaba algo con lo que combatir al Quel. La extensión de su brazo no podía compararse con la de su adversario, de modo que el combate cuerpo a cuerpo era algo que el Grifo deseaba reservar para el último momento.
El pájaro-león encontró el arma que buscaba en la forma de una estaca enredada entre los restos de una tienda que alguien había estado desmontando. Contempló el afilado extremo del poste con lúgubre satisfacción. Sólo los aramitas harían postes de tienda de campaña con las puntas afiladas. Mejor aún, la improvisada lanza estaba hecha de buena madera dura. Metal habría sido mejor, pero el Grifo no estaba en condiciones de quejarse. Desenredó la estaca, la empuñó y sin demora intentó clavársela al Quel. Esta vez fue la criatura la que retrocedió.
Aprovechando la ventaja, siguió con su ataque. E1 Quel aulló y asestó un golpe a la lanza de madera.
Ésta se partió en dos.
Tomando la iniciativa, la enorme criatura avanzó pesadamente hacia el Grifo, muy segura de sí misma ahora. El pájaro-león miró a su alrededor pero no vio ningún otro objeto que pudiera utilizar en lugar del poste roto. Era la lanza o nada.
En su larga, larguísima historia, había matado con mucho menos.
El pájaro-león embistió. Sorprendido por la temeridad de la pequeña criatura, el Quel no se cubrió bien, y el Grifo, bien enterado de los puntos débiles de la raza, apuntó al no tan acorazado cuello.
Gracias al impulso, el roto extremo de la estaca se clavó en la blanda garganta y salió por la parte posterior de la cabeza. El Quel lanzó un chillido quejumbroso y forcejeó con la improvisada lanza, pero la herida era mortal. Resollando y con la sangre corriendo por el pecho, el cavador acabó por desplomarse al frente. El Grifo apenas tuvo tiempo de apartarse de un salto antes de que varios kilos de gigante muerto chocaran contra el suelo.
La caída de la bestia puso fin a cualquier otra utilización de la estaca, ya que el peso del monstruo trituró el bastón en varios pedazos diminutos e insignificantes.
Sólo cuando su propia batalla hubo finalizado, pudo advertir realmente el Grifo la intensidad de los combates que se desarrollaban a su alrededor. Los hombres chillaban o aullaban o hacían ambas cosas, y, de vez en cuando, el agonizante ulular de un Quel se dejaba oír por entre los demás ruidos. Por todas partes resonaba el constante entrechocar de las armas y las órdenes que gritaban los oficiales de los piratas-lobos. Sobre su cabeza, el pájaro-león escuchó el retumbar del trueno, como si fuera a llover, excepto que el retumbo no terminó, sino que siguió sonando interminable. Relámpagos verdosos cruzaban el cielo intermitentemente.
El suelo empezó a temblar otra vez. Por la virulencia del nuevo temblor, el pájaro-león supo que el final estaba muy próximo. «¡El mundo de los Quel debe de encontrarse ya en plena destrucción!», se dijo.
Motivo por el que han salido a combatir a la superficie, respondió en su cerebro una voz espeluznante que le resultó vagamente familiar.
¡Yo te conozco!, proyectó el Grifo, con los ojos abiertos de par en par. Sintió la boca seca. Todavía recordaba los detalles del enfrentamiento con el Dragón de Hielo.
Entonces sabes que podría ser un aliado.
Cabe dijo…
La voz se tornó defensiva.
He cambiado de idea. Os ayudaré.
–¿Porque los dominios del propio Dragón de Cristal también están en peligro? – preguntó en voz alta el Grifo sin poder evitarlo.
El señor de Legar no contestó a la pregunta. En su lugar, actuó como si todo estuviera arreglado.
Puedes estar tranquilo en lo que concierne a Cabe Bedlam. El hechicero sabrá qué parte debe representar en esto. ¡Si todo va bien, todo ssse sssolucionará dentro de poco!
Al Grifo no le pasó por alto el siseo de la última parte de la frase. Recordó que Cabe había mencionado la lucha del Rey Dragón para conservar la cordura, pero se cuidó de ocultar ese pensamiento al señor dragón. En aquel momento estaba dispuesto a aceptar casi cualquier ayuda, incluso la de una criatura demente como el Rey Dragón.
¿Qué quieres de mí?
Debes liberar al caballo diabólico. Te mostraré cómo puede quitarse el juguete de estos perros.
¿Es eso todo? ¿Qué pasa con todo esto?
La voz del Rey Dragón empezó a desvanecerse.
Volveremosss a hablar cuando hayasss llegado hasta el corcel…
–¡Regresa! – graznó el pájaro-león. No sirvió de nada; el contacto que el Dragón de Cristal había creado ya no existía.
El señor dragón había mencionado que Cabe tenía un papel, y el Grifo temió por el humano, pues sabía por acontecimientos pasados cómo solían jugar los Reyes Dragón con los que consideraban sus «inferiores». Aun así, el Dragón de Cristal había ayudado a salvar el reino de su gélido congénere.
Fuera como fuera, el Grifo había perdido a Cabe, y la confusión total reinaba ahora en el campamento de los piratas-lobos. Liberar a Caballo Oscuro era el único camino que le quedaba. Tal vez Cabe estuviera allí, a pesar de las insinuaciones del Dragón de Cristal.
Sabía que habría elegido rescatar al ser eterno, sin importar qué otra cosa sucediera. No tan sólo debía mucho al negro corcel, sino que, por sorprendente que resultara de creer a veces, Caballo Oscuro era un amigo. Un amigo leal. Habría sido tan incapaz de abandonarlo como de abandonar a Cabe o a su propia esposa.
El Grifo empezó a andar hacia la zona donde se suponía que Caballo Oscuro estaba retenido. En cada mano empuñaba una espada recuperada de los cadáveres destrozados de unos aramitas. El camino no fue fácil. No sólo había dejado de protegerlo el conjuro lanzado por el hechicero, sino que además una lucha sin cuartel se había extendido por todo el campamento. Los aramitas luchaban contra los Quel con lanzas y flechas. Se escuchaban incluso explosiones de vez en cuando. Lo más curioso de todo era que podía oír una serie de notas agudas emitidas por cuernos de batalla. No comprendió qué propósito perseguían hasta que descubrió soldados con cuernos de batalla que actuaban en conjunción con una hilera de lanceros. Los lanceros se esforzaban por acorralar a dos o tres Quel, mientras que los soldados con los cuernos se turnaban para extraer de sus instrumentos la nota más larga y aguda que podían. Ante la sorpresa del Grifo, los Quel situados a una cierta distancia caían de rodillas mientras intentaban taparse los oídos. Desarmados y víctimas de un insoportable dolor auditivo, las criaturas subterráneas resultaban presa fácil para los lanceros.
«En las guerras puede verse de todo», se dijo el Grifo. Los aramitas se mantenían firmes, pero era un combate sangriento. El pájaro-león no sentía la menor simpatía por ninguna de las dos partes mientras se abría paso por entre tiendas destrozadas y cuerpos retorcidos de humanos y Quel. Se preguntó si lord D'Farany o el traicionero D'Marr estarían entre los muertos. Posiblemente no. «Los diablos como esos dos siempre parecen sobrevivir hasta el último momento», refunfuñó para sí. Si escapaban, tendría que cazarlos aunque eso significara registrar todo el Reino de los Dragones. Los hombres así tenían la virtud de atraer a nuevos seguidores que reemplazaran a los que habían perdido. Aun sin un ejército, el guardián y su ayudante eran peligrosos para todos.
No tardó en descubrir que la lucha lo favorecía. Los piratas-lobos y los Quel estaban demasiado ocupados en luchar entre ellos y contra los temblores cada vez más fuertes para prestarle demasiada atención. Se vio obligado a luchar en más de una ocasión, pero ninguno de sus adversarios igualaba su destreza, ni siquiera el segundo Quel al que se enfrentó. A este último lo eliminó justo cuando aún no había acabado de salir del suelo. Le costó una de las espadas, ya que la punta de la hoja quedó incrustada entre las placas de la armadura natural de la criatura, pero dejó al difunto Quel caído de espaldas, con la mitad del inmenso cuerpo todavía bajo la superficie.
Finalmente consiguió llegar hasta Caballo Oscuro.
El negro semental forcejeaba débilmente con el arnés que lo mantenía inmovilizado, pero sus esfuerzos no servían de nada. El Grifo examinó la zona y no vio guardas, que era lo que había esperado. ¿Por qué, después de todo, custodiar algo que estaba impotente cuando monstruos surgidos de las profundidades de la tierra invadían el campamento? De todos modos, no dejó de pasear la mirada a su alrededor mientras completaba la última parte del trayecto. Nunca se podía ser lo bastante cuidadoso.
Caballo Oscuro levantó la cabeza.
–Lord… Grifo. Estupendo… verte. ¿Dónde está Cabe?
–A salvo. – ¿Qué podía decir al corcel? ¿Que el hechicero era supuestamente un peón del Dragón de Cristal? «Y, hablando de éste, ¿dónde estás, Rey Dragón?» El pájaro-león necesitaría inevitablemente ayuda con el arnés, pues podía percibir que el hechizo era más complejo que el de los que él conocía.
Seguía sin haber respuesta por parte del Dragón de Cristal. El Grifo volvió a intentarlo pero sin éxito. Mientras lo hacía trató de descubrir el patrón del hechizo que hacía funcionar el arnés.
–¿No puedes soltarme?
–Debiera poder, pero voy a tardar más de lo que había esperado. Se suponía que tendría ayuda.
Caballo Oscuro ni siquiera se esforzó por comprender esta última declaración, pero inclinó la cabeza para indicar que había comprendido la primera parte.
–Haré lo que pueda, lord Grifo, desde dentro. A lo mejor si los dos lo…, lo atacamos, nos resultará más fácil.
–Eso espero. – El Grifo dio un traspié. Cada vez resultaba más difícil mantener el equilibrio.
Los ojos del negro corcel se cerraron y la cabeza cayó inerte. De no haberle advertido Caballo Oscuro lo que haría, el pájaro-león se habría desalentado, pero en realidad el equino había entrado en el equivalente de un trance superficial con la esperanza de poder ayudar a su propia liberación. Poniéndose al trabajo con renovada confianza, el inhumano mago empezó a recorrer las líneas del hechizo. En algún punto se le había escapado el inicio del hilo. En algún punto…
¡Ya lo tenía! El Grifo utilizó sus sentidos mágicos para seguir el hilo. Veía ahora cómo se arrollaba alrededor del collar del arnés y se dividía, pero los nuevos hilos no se dirigían a las ligaduras que rodeaban las patas de Caballo Oscuro. Más bien, regresaban al principio. Sondeó un poco más y encontró el lugar donde se volvían a conectar. El secreto del hechizo empezó a revelarse ante sus ojos.
Entonces, un millar de agujas convirtieron sus nervios en gelatina.
El dolor fue tan intenso que estuvo a punto de hacerle perder el sentido, pero el Grifo había luchado contra el dolor en el pasado. Cayó de rodillas, pero no se permitió caer más.
A su espalda, el pájaro-león escuchó el sonido de botas que arañaban la roca. Esta vez consiguió rodar a un lado antes de que el arma lo golpeara en la nuca. Tras acabar de rodar, se colocó en una posición acuclillada, aunque algo vacilante. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenía la espada; ésta yacía ahora a los pies de su atacante, al que no había oído a causa de lo absorto que había estado en el estudio del arnés.
«Me vuelvo viejo -pensó-. ¡Pero parece como si no fuera a llegar a mucho más viejo!»
–Estaba seguro de que te encontraría por aquí. Incluso en medio de todo este caos y peligro, has venido a ayudar a un amigo. Qué adorable.
Orril D'Marr describió círculos en el aire con su cetro mágico, círculos o quizá dianas, ya que el dibujo se centraba alrededor del pecho del Grifo.
–No puedes marcharte ahora. Ha llegado el momento de acabar con esto, hombre-pájaro. Ha llegado la hora de morir. Después de todo, tu hijo te espera.