XV

Atado y arrojado en medio de los Quel cautivos, el Grifo sintió un terrible cambio en el ambiente. La niebla empezó a moverse con mayor violencia, hasta convertirse a veces en un auténtico torbellino. Un escalofrío le recorrió la espalda. Contempló a los prisioneros que lo acompañaban, quienes, como uno solo, levantaron los ojos al cielo y luego se miraron entre sí.

El pájaro-león estudió con atención a los prisioneros. Parecían esperar algo. Los Quel estaban excitados, casi… ¿esperanzados?

Reanudó los esfuerzos para liberarse. El collar que llevaba alrededor de la garganta le impedía concebir hechizos, pero eso no significaba que no lo intentara. Lo que fuera que estuviera sucediendo, el Grifo no quería estar atado y amordazado cuando llegara a su punto culminante. ¿Qué podía ponerlos tan…?

El Grifo soltó un ahogado graznido. Sólo podía haber una cosa que interesara tanto a sus compañeros de cautiverio, pero… ¿podía ser cierto? ¿Existía la posibilidad de que el hechizo se hubiera roto?

¿Acaso los piratas-lobos, en su arrogante ignorancia, habían conseguido despertar a los durmientes?

Forcejeó con más fuerza. El amanecer se aproximaba y el Grifo tenía la sospecha de que éste iba a ser un día de ajustar cuentas.

Para todos.

Despertaron.

No hubo ningún preámbulo, ni un lento desperezarse. Los ojos simplemente se abrieron y tomaron nota de la oscuridad. Formas entumecidas se agitaron lentamente mientras intentaban hacer trabajar a los músculos tras miles de años de sueño embrujado.

Ninguno de los durmientes sabía cuánto tiempo había transcurrido. Sólo sabían que todos estaban despiertos. Sólo sabían que estar despierto significaba que había llegado el momento de reclamar lo que había sido suyo.

Era tiempo de reclamar su mundo.

En los túneles, un agotado Cabe se detuvo al llegarle las primeras sensaciones del cambio. El hechicero lanzó un ahogado jadeo ante la intensidad y el origen de tales emanaciones. A estas alturas, reconocía muy bien el contacto de Nimth. Algo había provocado un resurgimiento de la niebla, un terrible aumento. Era como si Nimth intentara penetrar más en el Reino de los Dragones.

¡Los piratas-lobos! Tenían que ser ellos. Poseían el control de la mágica niebla. El Dragón de Cristal no se habría atrevido a intentar abrir una nueva puerta hasta el repugnante Nimth. Los experimentos de los aramitas debían de haberlo hecho. A lo mejor habían intentado descubrir el origen o puede que hubieran deseado fortalecer el poder de la niebla.

El motivo no importaba. Lo que importaba era que todo el mundo, absolutamente todo, podía estar en peligro. Esto parecía casi descontrolado; aunque los aramitas tuvieran su propio hechicero, no parecían comprender con qué estaban jugando.

Cabe percibía la dirección de la que procedían las oleadas mágicas, pero seguía dudando en teletransportarse. Era debido a esa vacilación por lo que había pasado un tiempo tan valioso deambulando en lo que esperaba fuera la dirección correcta. El teletransporte no había funcionado la primera vez que lo intentó en la niebla y, por más que lo hiciera ahora, podía ir a parar muy lejos de su proyectado destino. Sin embargo, no había forma de saber si sería posible trazar un sendero a través de los túneles. Por lo que sabía, podían conducirlo lejos del peligro.

Lo último resultó un pensamiento tentador, pero el obstinado mago sabía que no podía evitar la amenaza del mismo modo que no había podido evitar el resto de su misión. La magia era cada vez más salvaje. Era imposible que estuviera bajo el control de nadie con los poderes y conocimientos necesarios. Cabe ni siquiera estaba seguro de poseer él tales conocimientos, pero no había nadie más. El Dragón de Cristal había dejado muy claro que no quería tener que ver nada más con el mundo exterior.

–Tengo que intentarlo -masculló por fin Cabe. Entre las oleadas del recién liberado poder parecían existir momentos en los que las cosas casi volvían a la normalidad. Si intentaba un conjuro, entonces…

Se encogió sobre sí mismo cuando la siguiente oleada de energía cayó sobre él. Hasta ahora, nada había cambiado. No surgían manos de las paredes, ni se materializaban criaturas de la nada. Parecía como si Nimth no afectara inmediatamente a lo que lo rodeaba, pero aquella pizca de buena suerte no podía durar mucho más.

La oleada pasó y una zona de calma lo rodeó.

Cabe se teletransportó…

… y se encontró frente a frente con los ojos muertos de un soldado que había sido clavado al suelo a modo de espeluznante decoración. Cabe sofocó un grito y desvió la mirada, para encontrarse con otro espantoso espectáculo similar. Examinó la estancia con morbosa fascinación. No tenía la menor duda de quién era responsable de esto. Ni siquiera los piratas-lobos tolerarían tal demencia en sus comandantes. Los Quel no habrían matado de esta forma; el daño ocasionado en la sala era amplio.

Plool había dejado su firma aquí. Únicamente un vraad podía matar así.

Fue entonces cuando el hechicero vio el agujero.

Un espacio ovalado y negro rodeado por una aureola de violenta luz flotaba en el centro de la sala. Era pequeño, pero su simple presencia era ya peligro suficiente. Cabe percibía el mismo poder malévolo que impregnaba la niebla, el poder del antiguo Nimth. Cada vez que el agujero vibraba, aquel poder se filtraba en el Reino de los Dragones, añadiéndose a la fetidez que el Dragón de Cristal había dejado pasar ya. Existía un leve atisbo de bruma en la sala, pero nada parecido a las condiciones de la superficie.

No tuvo que preguntar cómo había sucedido. Cabe reconoció el objeto situado en el centro como una creación Quel. Era un artefacto nuevo, ya que no recordaba que hubiera estado aquí durante un encuentro anterior con la raza subterránea. Cuál había sido su propósito original era imposible decirlo, aunque el hechicero tenía sus sospechas. Los piratas-lobos lo habían usurpado para sus propios deseos, reconociendo evidentemente su potencial pero sin hacer caso del posible peligro si intentaban utilizarlo.

Junto a él yacía otro cuerpo, pero éste era diferente del resto.

Cabe jamás había visto a un hombre azul, aunque en uno o dos despachos del Grifo se los había mencionado brevemente. Acercándose al cadáver, inspeccionó el cuerpo. La capucha del traje del hombre había caído hacia atrás y dejaba a la vista el mechón blanco de hechicero de sus cabellos. Su mano era una masa quemada y destrozada que hizo que Cabe deseara enormemente mirar hacia otro lado. La conmoción y la pérdida de sangre eran lo que sin duda habían acabado con él. A juzgar por el rastro que veía, el hechicero extranjero había andado en dirección a la boca de uno de los túneles y luego vuelto atrás, como si ni siquiera se hubiera dado cuenta de que la vida se le escapaba. Evidentemente, su difunto colega había sobrestimado su destreza para manipular el poder y había pagado con la vida… o quizás era Plool quien la había sobrestimado. Levantando la cabeza hacia el agujero otra vez, empezó a tener una cierta idea de lo que el vraad podría haber querido y de lo que el hombre azul podría haber ofrecido.

Pero ¿dónde estaba el vraad? Cabe no percibía su presencia en las cercanías, pero con Plool eso no quería decir gran cosa. El vraad no se parecía a nada que hubiera conocido antes; pudiera ser que el hechicero de Nimth resultara invisible a sus sentidos la mayor parte del tiempo.

Levantándose, estudió los daños sufridos por el mecanismo. La magia con cristales no era el fuerte de Cabe, pero comprendía los puntos básicos. Para su pesar, lo que sabía no lo ayudaba a descifrar la diseminada disposición que tenía delante. En la agonía de la muerte, el hechicero azul lo había derribado casi todo. Cabe no tenía ni idea de cómo empezar a recrear el diseño original.

Sin embargo, al tocar algunos de los cristales, ciertas imágenes aparecieron en su cerebro. Levantó una pieza, no sin una breve mueca de dolor al alzar demasiado el brazo, y la colocó. Una vez hecho esto, el hechicero seleccionó otra pieza y la puso en una posición que describía un ángulo con la primera. A su alrededor, relámpagos azules empezaron a chisporrotear pero, como estaban muy por encima de su cabeza, no les prestó atención. Tras asegurarse de que la pieza estaba en su lugar correcto, Cabe rebuscó de nuevo en el montón. Casi parecía lógico que los siguientes dos cristales que escogió encajaran donde los puso. Así sucedió también con los dos que siguieron.

Contempló cómo la disposición iba tomando forma ante sus ojos. Todo lo que cogía tenía su hueco. Había algunos cristales que no parecían importar, por mucho que Cabe intentó encontrarles un lugar. Le parecía como si alguien guiara sus manos, pero no alguien de fuera; más bien, el hechicero tuvo la impresión de que lo guiaba alguna fuerza interior.

¿Había conocido la magia con cristales su abuelo, Nathan? ¿Era eso lo que guiaba las manos del hechicero? La idea de que pudiera estar utilizando el pasado de Nathan no sorprendió en absoluto a Cabe. Nathan Bedlam había sabido un poco de todo y había intentado transmitir a su nieto tanto de sí mismo como era mágicamente posible. No parecían tener fin las habilidades que el mayor de los Bedlam había poseído. El hechicero se preguntó si, en caso de llegar a los trescientos años de edad, podría considerarse digno del legado de su abuelo.

Mientras recreaba el diagrama, Cabe observó que las vibraciones del agujero menguaban. Los relámpagos, que habían recorrido la estancia durante toda su obra, cesaron ahora. Alentado, Cabe trabajó más deprisa, en un intento de reorganizar todo. No tardó en acabar con su suministro de cristales utilizables, pero la disposición seguía incompleta. Estudiando el suelo, el hechicero localizó varias piezas alrededor del cuerpo del hombre azul. Se inclinó para recogerlas, y se detuvo. Apenas visible bajo el cuerpo y el brazo del cadáver había algo que no era cristal pero que de todos modos le gritaba que lo utilizara. Cabe apartó el cuerpo a un lado con sumo cuidado.

Se trataba de un objeto tallado. Un talismán. Quienquiera que lo hubiera tallado le había dado la forma de un diente afilado que recordaba el de un perro o un…, un lobo.

Un talismán aramita. Para ser más precisos, el talismán de un guardián. El objeto emitía tal poder que casi apartó la mano. Pero un sentimiento interior insistía en que el hechicero añadiera éste a la colección. El diseño no estaría completo sin él.

Cabe estiró la mano y empezó a cerrar los dedos alrededor de la talla.

Ésta salió disparada de su mano, para dirigirse hacia una de las entradas de la caverna que tenía a la espalda. Cabe se volvió con la intención de perseguirla.

Una mano atrapó el talismán. Una elegante figura ataviada con la negra armadura del imperio de los piratas-lobos se adelantó. A pesar de las aristocráticas facciones, existía un claro rastro de demencia en sus ojos. Algunas veces los ojos miraban directamente, pero la mayoría de las veces no lo hacían; casi parecía como si el recién llegado no estuviera muy seguro de qué camino prefería en la vida. Fría cordura o una aún más fría demencia. Cabe reconoció el rostro cubierto de cicatrices por las breves imágenes que había captado en el refugio del Dragón de Cristal durante el combate de voluntades. Ante él se encontraba el vencedor de aquella batalla.

–¡Mi precioso… trofeo! ¡Mi tesoro! ¿Qué… has… hecho… a mi… trofeo?

Apuntó con el talismán a Cabe.

Apenas sin pensar, el hechicero alzó ante él un escudo protector. Unos tentáculos intentaron arrollarse a sus brazos y piernas, pero su hechizo se mantuvo; los tentáculos no consiguieron aferrarse a su persona y resbalaron al suelo. Volvieron a intentarlo con el mismo resultado, y luego se desvanecieron.

El hechicero aramita ni siquiera se detuvo a pensar antes de volver a atacar con un veloz mandoble. Cabe rechazó la larga y refulgente espada aparecida de la nada con otra espada propia. Intercambiaron golpes durante varios segundos antes de que el pirata-lobo retrocediera. Cabe, con el corazón y la cabeza martilleándole y el brazo casi insensible por el dolor, no intentó aprovechar la ventaja. El rostro desfigurado del pirata mostraba una expresión demasiado astuta. Quería que Cabe fuera hacia él.

El aramita acarició la talla.

–¿Quién eres, hechicero? Sentí cómo el diente me llamaba, ya que estamos ligados el uno al otro como dos mitades de un mismo espíritu. ¿Creíste que no me daría cuenta? Kanaan debió haber sido más listo, pero veo que eso ya no importa. Es una lástima para él.

Cabe no se molestó en contestar al pirata-lobo, pues en aquellos momentos reflexionaba sobre sus posibilidades de teletransportarse lejos de allí, mientras continuaba rechazando los ataques del aramita. A juzgar por el breve intercambio de conjuros, su oponente era rápido y experto, y dudó de sus posibilidades de escapar y al mismo tiempo defenderse del hechicero. Eso significaba que tomar la ofensiva lo beneficiaría.

Una lluvia de piedras golpeó al aramita desde atrás. Mientras éste se disponía a defenderse, Cabe lanzó la segunda parte del ataque. Sobre la cabeza de su adversario se materializó un objeto correoso, tan grande como un escudo y con el aspecto de una sábana. El pirata-lobo, ocupado en repeler la tormenta de rocas, no observó el peligro hasta que de improviso su cabeza quedó cubierta. Alzó las manos para quitar la sábana, pero la funda se negó a salir y se arrolló con fuerza alrededor del rostro y casco del pirata, impidiéndole la respiración.

Entonces, súbitamente, la sábana se disolvió.

Cabe dio un paso atrás. Los espantosos ojos se volvieron de nuevo hacia él. En la mano del aramita, el talismán brillaba ligeramente.

–Vuelvo a preguntar, hechicero. ¿Quién eres? Creo que debes de conocer al Grifo, nuestro amigo. Supongo que por eso estás aquí, y eso te convertiría en un mago concreto. ¿Cuál era el nombre? Sí… Cabe Bedlam.

Detrás del pirata se escuchó el ruido de muchos hombres con armadura que corrían. El primero de los soldados llegó a la entrada, pero, cuando intentó trasponerla, el hechicero aramita le ordenó retirarse con un gesto de la mano. Por la rapidez con que el soldado obedeció, resultaba evidente quién era el jefe de los invasores.

–Tu oportunidad de rendirte ya ha pasado, Cabe Bedlam. – El talismán brilló con fuerza.

Cabe se puso a la defensiva, pero no se produjo ningún ataque contra su persona. Paseó la mirada a un lado y a otro de la estancia, sin permitir que sus ojos perdieran totalmente de vista al pirata, pero siguió sin ver ni percibir nada.

Entonces, a su alrededor, empezaron a sonar los terribles sonidos de algo que se desgarraba. No podía situar los sonidos pero le recordaron los del metal al arañar la piedra. Dio un paso atrás y ladeó la cabeza de modo que pudiera ver una zona más amplia del lado derecho de la habitación sin por ello perder de vista a su enemigo.

Lo que descubrió le revolvió el estómago y casi hizo que olvidara la amenaza que tenía delante.

Forcejeaban para liberarse del suelo, con una energía muy superior a la de cualquier hombre vivo. Con la mirada tan vacía como la del hechicero que controlaba sus hilos, los centinelas muertos, con las lanzas atravesando aún sus cuerpos y extremidades, avanzaron hacia Cabe arrastrando los pies. Algunos tenían las armas listas para atacar, pero otros simplemente extendían los brazos para cogerlo. Sangre reseca salpicaba suelo y paredes.

El hechicero luchó para contener el irracional pánico que empezaba a apoderarse de él. La nigromancia era la más siniestra de las artes de hechicería. La primera introducción de Cabe a ella había sido cuando Azran había enviado las putrefactas apariciones de dos antiguos compañeros de Nathan Bedlam, los hechiceros Tyr y Basil, a secuestrar al joven Bedlam y llevarlo a la fortaleza del demente mago. El horripilante encuentro había dejado una marca permanente en él, aunque jamás lo había admitido ante Gwen. La magia que alteraba el aspecto físico desagradaba a Cabe, pero la nigromancia lo aterraba.

Miedo, no obstante, no equivalía a pánico. No del todo. Se colocó a un lado de modo que el mecanismo de los Quel quedara entre él y el aramita. El pirata-lobo se movió, pero, como Cabe había suplicado que sucediera, su adversario aún mantenía cierta esperanza de utilizar el artilugio y por lo tanto no estaba muy dispuesto a lanzar un hechizo que el otro pudiera desviar hacia la máquina. Esa vacilación proporcionó al hechicero el tiempo que necesitaba para combatir la amenaza más inmediata. Incluso aunque las barreras que había alzado se mantuvieran, el ejército de cadáveres resultaba una distracción excesiva. Si Cabe permitía que lo rodearan y acosaran, acabaría por ser víctima de su auténtico oponente.

Fueron las lanzas metálicas que ensartaban a cada uno de los no muertos lo que finalmente lo inspiró. Cabe se lanzó al frente y extendió las manos por entre los cristales que había alineado antes. Utilizando los conocimientos que le habían permitido crear del diagrama que tenía delante, trasladó tres de las piezas.

Una tormenta estalló sobre su cabeza. Una tormenta de relámpagos que recorría a tal velocidad la habitación de un extremo a otro que creaba una telaraña siempre cambiante. El hechicero se echó hacia atrás cuando los rayos cayeron también sobre la disposición de cristales y crearon un fulgor azulado alrededor del artefacto. Desde el otro lado del ingenio Quel, oyó cómo el guardián lanzaba un grito de consternada comprensión.

Por sus estudios, Cabe estaba familiarizado con la atracción que los rayos sentían por las varas de metal. Por lo que parecía, también lo estaba el pirata-lobo.

La estancia se estremeció azotada por los rayos. No existía escapatoria para los no muertos, acribillados como estaban por tantas lanzas. Algunos recibieron varios impactos a la vez mientras que a otros sólo les cayó uno; pero tanto si era uno como si eran cien, el efecto fue el mismo. El poder en bruto de aquellos rayos era más que suficiente para incinerar los tambaleantes cadáveres. Unos pocos se convirtieron en antorchas humanas mientras que otros simplemente se desplomaron en el suelo con los cuerpos carbonizados. Más de uno estalló en una lluvia de fragmentos.

Cabe se agazapó en el suelo y utilizó la capa para protegerse del terrible chaparrón. Desde donde se encontraba vio que el otro hechicero había retrocedido por completo hasta el túnel. El pirata podía estar protegido por sus hechizos pero, cubierto como estaba por una armadura, era evidente que se consideraba un blanco demasiado tentador para los rayos mágicos.

El último de los muertos andantes cayó al fin. Cabe sintió una cierta lástima por los desdichados, pero se recordó lo que habían sido. Cualquier decencia que hubiera existido en ellos cuando vivían, el lobo guerrero aramita ya se había ocupado de eliminarla. El Grifo había mencionado la existencia de personas muy valerosas entre la raza de los piratas, pero, con muy pocas excepciones, los soldados del imperio no se contaban entre ellas.

Pese al peligro de la tormenta que todavía crepitaba sobre su cabeza, el hechicero se puso en pie. Con gran desaliento por su parte, el guardián escogió también ese momento para volver a entrar. Cabe jamás podría describir exactamente la expresión de aquel rostro desfigurado, pero comprendió que el siguiente duelo entre ambos sería el definitivo.

Ese duelo no se celebraría jamás, ya que, justo cuando el comandante pirata levantaba el talismán, la estancia se estremeció de nuevo con una violencia que casi los hizo caer a los dos al suelo. Alguien gritó algo sobre un terremoto, pero éste no era un temblor producto de la naturaleza. Paredes, suelo y techo eran zarandeados desde el interior, casi como si un puño fantasmal intentara abrirse paso fuera de la caverna. Únicamente el escudo que Cabe había alzado contra el mago aramita impedía que el hechicero se viera zarandeado y golpeado como una fruta madura, aunque, tal y como estaban las cosas, cada momento que pasaba lo debilitaba más, ya que el martilleo aumentaba con cada oleada.

Frente a él, el pirata-lobo luchaba también contra el temblor. Su mano aferraba con fuerza el talismán. Detrás del aramita, Cabe distinguió los rostros y figuras de varios de los soldados que, para su sorpresa, se movían como si el temblor de tierras apenas los afectara. Su virulencia estaba confinada a la sala, al menos por el momento; pero, una vez que las cristalinas paredes empezaran a desplomarse, era imposible decir hasta dónde se extendería.

El motivo, desde luego, era el agujero abierto entre Nimth y el Reino de los Dragones. Sintiéndose como un estúpido, Cabe se dio cuenta de que el combate entre el aramita y él había trastornado el equilibrio que había conseguido crear. No tan sólo había vuelto a vibrar, sino que ahora lo hacía con una intensidad mayor. Peor aún, aunque el temblor impedía contemplar claramente el horrible agujero durante un tiempo demasiado largo, las dimensiones de aquella cosa parecían ampliarse.

Dañadas como estaban por las sacudidas, las paredes no tardaron en empezar a desmoronarse. Pedazos enormes de cristal de roca se desprendían y rodaban al suelo. Largas y terribles grietas se abrían de un extremo a otro de la estancia; dañado ya y ahora con sus puntales debilitados, el techo también se agrietó y tembló.

Toda la habitación estaba a punto de desplomarse.

Tras conseguir enderezarse, el hechicero aramita retrocedió de nuevo hasta la entrada de la cueva. Aunque su mirada no se clavó exactamente en su adversario, los ojos del pirata no abandonaron ni un momento la zona próxima al lugar donde se encontraba Cabe. El talismán seguía apuntándole.

«¡Su intención es retenerme aquí!», se dijo Cabe; pero, atrapado entre el peligro del techo a punto de derrumbarse y la amenaza de la magia del guardián, en un principio se limitó a quedarse donde estaba. Su adversario retrocedió hasta quedar totalmente fuera de la estancia y, una vez allí, se detuvo y aguardó. El hechicero maldijo a su oponente. El guardián intentaba asegurarse de que el dilema de Cabe se convirtiera en una dilación fatal.

El hechicero sabía que no podía esperar escapar a través de ninguna de las otras salidas, no con el guardián listo para atacar. Sin embargo, eso no dejaba más que el teletransporte y, aunque el hechizo le había sido útil para llegar a este lugar, sabía que en las actuales circunstancias tenía más posibilidades de materializarse a treinta metros por encima de la superficie que de llegar al punto al que deseara ir. Eso si el hechicero no se teletransportaba al interior de un pedazo de roca sólida en lugar de al vacío.

Fue el techo el que tomó la decisión por él. Incapaz de resistir el torpedeo, todo él se vino abajo.

Cabe jamás supo si el mago aramita intentó impedir que escapara. Sólo fue consciente de un repentino deseo de estar en otro lugar y que, combinado con su destreza y su afinidad natural para la hechicería, fue suficiente para llevar a cabo el conjuro. En el mismo instante en que el techo caía, el hechicero se desvaneció.

No reapareció en el interior de una pared de roca ni se materializó en el aire, encima de la superficie de Legar. Más bien, fue a detenerse de forma poco elegante contra un pequeño promontorio rocoso. Lanzó un aullido de dolor cuando el brazo topó brevemente contra la dura superficie; luego gruñó quejumbroso mientras seguía rodando hacia el suelo.

El promontorio no era muy alto y por lo tanto el descenso fue corto aunque pródigo en magulladuras. Conteniendo un quejido, Cabe Bedlam levantó los ojos.

El hechicero no se había materializado en el aire a treinta metros del suelo, pero sí lo había hecho a unos tres o cuatro metros de los pies de un soldado muy vehemente.

El espectáculo de un mago apareciendo de la nada debía de ser familiar para este veterano, pues incluso casi antes de que Cabe advirtiera su presencia, el pirata ya cargaba contra él, consciente sin duda de que su única posibilidad contra un hechicero era atraparlo mientras sus facultades estaban algo confusas. Cabe vislumbró una hoja muy afilada que se alzaba, y reaccionó instintivamente levantando el brazo para parar el golpe. Para cualquier otro que no hubiera sido un hechicero, esto no habría sido más que un débil y fatal intento. En el caso de Cabe, en cambio, el gesto fue lo que le salvó la vida. El cuchillo del soldado descendió… y se detuvo a medio metro del antebrazo del hechicero.

Cabe no aguardó a que el soldado se recuperara de la sorpresa. Con el brazo realizó un ademán como si cortara algo.

La cabeza del pirata-lobo se dobló hacia atrás. El soldado lanzó un gruñido sordo; luego cayó de espaldas y se quedó tendido en el suelo, el cuello roto con la misma facilidad que si el hechicero hubiera pisado una ramita seca.

«Nunca me acostumbraré a matar.» Eso podía ser cierto, supuso Cabe, pero ya no le impedía hacerlo. Este viaje empezaba a ser demasiado para él. Mientras que antes había intentado evitar matar a sus adversarios a menos que fuera preciso, ahora lo consideraba la única solución en este caso. Los piratas-lobos eran despiadados; lo matarían al momento o lo reservarían para una muerte lenta. Peor aún, estaban más que dispuestos a permitir que amigos y parientes compartieran esa muerte lenta.

Los hijos del lobo debían ser rechazados de vuelta al mar. Incluso uno solo de ellos era un número excesivo.

«Empiezo a parecerme al Grifo», pensó. ¿Por qué no? Había vivido la guerra a través de las misivas del pájaro-león, por las que le llegaban noticias de las batallas y las muertes. Aunque la guerra había estado desde el principio a favor de la rebelión, el inmenso tamaño del imperio había significado años y años de contienda para conseguir liberar al continente. Años y años de personas dando sus vidas para derrotar a soldados de negro y a sus señores.

La breve tregua contemplativa le permitió recuperarse lo bastante para seguir. Que se encontraba en Legar era evidente. Que la bruma pareciera menos densa y el terreno algo más visible le hizo sospechar que el amanecer se acercaba rápidamente. Cabe se había preguntado cuánto tiempo había permanecido inconsciente después de la explosión de la esfera del Dragón de Cristal y la respuesta era: más tiempo del que había imaginado.

¿Dónde se encontraba en relación con el campamento aramita? Ésa era la auténtica cuestión. ¿Era el pirata muerto un soldado aislado que había quedado separado de su patrulla, o era un explorador?

Se levantó y dio un paso en la dirección de la que había venido el pirata. A pesar del pedregoso suelo, consiguió distinguir una especie de rastro aquí y allá, al menos lo suficiente para tener por dónde empezar. Lo fue siguiendo unos pasos, pero se detuvo al recordar algo. Dándose la vuelta, contempló el cadáver. Quizá nadie descubriera el cuerpo durante algún tiempo, pero no podía arriesgarse.

El conjuro era simple, como lo había sido el que tan diestramente había matado al soldado, y por lo tanto corría menos peligro de salir mal. La niebla de Nimth parecía casi aletargada ahora, pero aquello no duraría; la calma actual probablemente era la quietud que precede a la tormenta. Cabe no había olvidado la destrucción que campeaba en algún punto bajo sus pies, destrucción que no tardaría en afectar la superficie. Ese era otro problema que precisaba de una rápida solución, pero el hechicero no conocía ningún modo de cerrar el portal sin el ahora enterrado mecanismo de los Quel. Además, ya tenía demasiadas cosas entre manos en aquel momento. Todo lo que podía hacer era esperar que apareciera alguna solución antes de que todo Nimth se filtrara por la abertura.

El hechizo comenzó con un diminuto remolino cuyo alcance era justo lo necesario para incluir los restos del soldado. A medida que el remolino giraba, se levantaba polvo y arena que iba cubriendo el cuerpo; el compacto tornado fue girando cada vez más deprisa, levantando más arena y piedras. Al poco rato, era ya imposible ver nada en su interior. Cabe dejó que girara sobre sí mismo unos segundos más, y luego lo detuvo.

Cuando el polvo se hubo asentado, no había la menor señal del cadáver. En su lugar se alzaba un pequeño montículo no muy diferente de los muchos otros que formaba el irregular terreno. Un examen cuidadoso habría revelado la verdad, pero Cabe confiaba en que la niebla actuara en su favor. A menos que uno de los soldados tropezara contra él, no era probable que nadie encontrara los restos durante bastante tiempo. Para entonces, el hechicero ya habría acabado aquí… o estaría muerto.

Hizo una mueca. Cada vez se parecía más al Grifo.

El rastro serpenteaba a un lado y a otro, pero Cabe consiguió no perderlo de vista. No pasó mucho rato sin que encontrara otros muchos rastros, también de soldados aramitas. Las marcas de las botas eran más o menos identificables, y Cabe puso en duda que hubiera muchos ejércitos deambulando por Legar. La mayoría de los rastros provenían de una misma dirección. En un principio lo sorprendió la facilidad con que podía seguir los rastros, pero, cuando tropezó con otros muchos, se le ocurrió de repente que los piratas-lobos no eran muy cuidadosos con respecto a ocultarlos. No parecía probable que fueran tan descuidados a menos que él estuviera…

A lo lejos, escuchó el familiar sonido del entrechocar del metal.

Cabe localizó una elevación cercana y se ocultó tras ella. Con sumo cuidado asomó los ojos por encima, listo para agacharse si alguien miraba hacia allí.

El tintineo del metal se vio acompañado ahora por el sordo golpear de botas contra el suelo. En medio de la bruma, el hechicero apenas consiguió vislumbrar los contornos de cuatro figuras tocadas con yelmos que empuñaban espadas o lanzas. Eran piratas-lobos; tenían que serlo. Tal y como Cabe había pensado, los aramitas no serían tan descuidados con respecto a ocultar sus huellas a menos que aquellas huellas estuvieran en una zona muy, muy próxima a su campamento.

«¡Un poco más allá y podría haber aterrizado justo en el centro de su ejército!» Se consideró afortunado de haberse visto obligado a ocuparse sólo de un soldado. A tan poca distancia, podría haber tenido que enfrentarse a otra patrulla…, una patrulla mejor preparada, esta vez.

Cabe dejó pasar al cuarteto. Una vez que lo hubieron hecho, el mago siguió su camino. No estaba muy seguro de lo que esperaba conseguir, pero cuanto más se acercaba, más sentía que algo nuevo lo iba atrayendo hacia el campamento. Era casi como si alguien lo llamara. No era alguien maligno; sus sentidos eran lo bastante agudos para captarlo. Era alguien que necesitaba su ayuda; ésa era la sensación que tenía. Aun cuando estuviera equivocado y la sensación de necesidad fuera tan sólo producto de su imaginación, Cabe habría seguido dispuesto a invadir el campamento aramita. Tenía que averiguar cuántos hombres había y lo bien armados que estaban, y, lo que era más importante, tenía que averiguar cuáles eran sus planes. ¿Qué otros lugares podían atacar aparte de Zuu? Sin el refugio mágico del Dragón de Cristal, que lo veía todo y a todos, infiltrarse en el campamento era la única forma en que podía esperar reunir la información necesaria.

Hasta el momento, sus últimos conjuros habían funcionado tal y como se suponía que debían funcionar. Cabe se preguntó si debía atreverse con otro. Se arriesgaba mucho con éste, ya que requería una duración más larga y existían muchas probabilidades de que se deteriorara inesperadamente en medio de la bruma mágica.

Los sonidos propios de un campamento llegaron hasta él. Incluso durante la noche habría quienes estarían de guardia y quienes simplemente no pudieran dormir. Sospechaba que a los aramitas no les sería fácil conciliar el sueño, no en esta niebla artificial.

Tendría que arriesgarse con el conjuro. Si funcionaba, le proporcionaría libertad de acción. Si no era así, el guardián aramita aún podría acabar con su vida.

Lanzó el conjuro a su alrededor, pero, desgraciadamente, no tenía modo de saber si había salido bien hasta que se encontrara con alguien. En circunstancias normales, Cabe habría estado seguro del éxito; pero, mientras Legar estuviera cubierta con aquel manto, nada era seguro.

Con sumo cuidado, el hechicero se encaminó al campamento. Descubrió que no estaba muy lejos. Los primeros centinelas hicieron aparición al cabo de pocos minutos: un trío de piratas-lobos que conversaban entre ellos. Era la hora del cambio de guardia, y con los dos centinelas había un oficial, señalado como tal por la capa que llevaba. Qué decían, Cabe no podía oírlo, pues hablaban en voz muy baja. El hechicero se armó de valor y se dirigió hacia ellos.

El conjuro funcionaba. A menos que Cabe atrajera una indebida atención hacia su persona, podría pasar por entre todo el ejército sin que advirtieran su presencia. No es que fuera realmente invisible, pero, tal como Sombra había hecho innumerables veces en el pasado, ahora se fundía con lo que lo rodeaba. Era un conjuro fácil y que no exigía demasiada fuerza de voluntad y energía para mantenerlo. También resultaba algo peligroso.

Tuvo buen cuidado de evitar al trío y, una vez que lo hubo dejado atrás, Cabe no volvió la cabeza. Había demasiadas cosas delante de él que requerían su atención.

Cabe había visto campamentos armados antes, pero la organización y eficiencia de éste lo dejó consternado. Había supuesto que los piratas-lobos serían un grupo más anárquico después de su huida de la guerra, pero, aunque hombres y equipo sí tenían aspecto agotado y desgastado por el combate, éste no era un ejército de refugiados. Estos soldados estaban aquí para luchar. Refunfuñarían y sus oficiales tendrían que golpear a alguno de ellos, pero sin lugar a dudas se trataba de una fuerza temible.

Mientras deambulaba por entre un ejército que lo habría matado en un instante si su hechizo fallaba, Cabe no pudo evitar sentirse incómodo. No obstante, cruzó el campamento sin demasiadas vacilaciones, tomando nota del número de tiendas y hombres que veía y calculando cuántos más podría haber. El hechicero captó fragmentos de conversaciones sobre la guerra en el imperio y las decisiones de los jefes de la expedición; también escuchó utilizar el nombre «D'Farany» en más de una ocasión y siempre con temeroso respeto. Por lo que pudo colegir, Cabe se sintió seguro de que aquel hombre que mencionaban era el hechicero aramita, y eso hizo que su inquietud se acrecentara mucho más. Con un jefe como el guardián, los piratas-lobos se convertían en una amenaza aún mayor. D'Farany era la clase de comandante que arrastraría a sus hombres más allá de los límites normales, aunque sólo fuera por el temor que les inspiraba.

En varias ocasiones, soldados que estaban de guardia se cruzaron en su camino y durante uno de tales incidentes uno de ellos se detuvo ante él y entrecerró los ojos. El hombre apretó la mano alrededor de su espada, pero, tras mirar fijamente al frente durante unos segundos, parpadeó y siguió su camino. El corazón de Cabe no volvió a latir hasta que el centinela estuvo muy lejos.

El hechicero se encontraba en lo que imaginó que era el centro del campamento cuando, con gran sorpresa, percibió una presencia muy conocida. Sólo podía achacársele a la niebla que no la hubiera percibido antes. De hecho, Cabe no dudó que la sensación de necesidad que había notado antes únicamente podía haber salido de aquí.

–Caballo Oscuro -musitó. «¡Tienen a Caballo Oscuro!»

Como un faro, la presencia del siniestro corcel empezó a atraerlo. Cabe se vio obligado a rodear varias tiendas y esquivar a numerosos centinelas, pero por fin distinguió una enorme figura a lo lejos. El mago miró a su alrededor. La luz no había cambiado demasiado en los últimos minutos; evidentemente el día no sería mucho más luminoso. Cabe se sintió aliviado. Ya resultaría bastante difícil rescatar a Caballo Oscuro, estando como estaba a la vista de todos, sin que además una luz más brillante aumentara la visibilidad. Por una vez, la niebla lo beneficiaba.

La distancia que quedaba la cubrió con bastante rapidez, pero los últimos metros resultaron los peores. No debido a ningún encuentro con centinelas, sino más bien a que alcanzó a ver lo que había sido de su viejo amigo.

El negro corcel se alzaba en silencio en un terreno despejado lejos del campamento principal. Dos centinelas montaban guardia desde una distancia más que respetable, pero estaban allí más bien como elemento decorativo y ni siquiera miraban al prisionero. Lo que realmente mantenía prisionero al equino era una curiosa especie de arnés metálico que le colgaba del cuello. Del arnés salían cuatro finos cables cuyos extremos estaban anudados alrededor de sus patas justo por encima de los cascos. Aun desde lejos, Cabe detectó la energía que estaba consumiendo a Caballo Oscuro. El funesto artilugio aramita estaba diseñado no sólo para inmovilizar al cautivo, sino también para irle arrebatando poco a poco toda voluntad o energía para escapar. A juzgar por la forma en que estaba inclinada hacia el suelo la cabeza del eternal y por lo apagados que aparecían sus siempre llameantes ojos, la repugnante creación de los piratas-lobos realizaba su trabajo a la perfección.

Los guardas no advirtieron su presencia, pero, cuando el hechicero se hallaba sólo a unos metros de Caballo Oscuro, el negro corcel alzó la cansada cabeza. No miró al mago, pero Cabe percibió un leve roce en su mente, y se estremeció ante lo débil del contacto. ¿Cómo había llegado a esto el ser eterno?

Siguió adelante, dejando atrás a los guardas, que parecían demasiado inmersos en su desgracia por verse obligados a estar de guardia nocturna como para percibir la presencia de un espectro que pasaba ante ellos. El silencioso hechicero siguió andando hasta llegar junto al prisionero; luego se dio la vuelta para poder seguir vigilando a los centinelas mientras él y Caballo Oscuro conversaban.

–¿Puedes hablar? – susurró Cabe.

–Ese… poder todavía lo conservo. Había… perdido la esperanza… con respecto a ti, Cabe. Mi corazón se siente aliviado.

El tono de voz del corcel no contribuyó precisamente a aliviar el corazón del hechicero. A esta poca distancia, podía distinguir mejor el perverso efecto del arnés, que con cada momento que pasaba absorbía un poco más del poder de su compañero. Caballo Oscuro era casi todo él mágico y, si se permitía que el arnés continuara con su tarea, éste acabaría finalmente absorbiendo y eliminando la esencia misma de que estaba creado el corcel eterno.

–¿No puedes cambiar de forma?

–No, el arnés lo impide.

Cabe estudió la diabólica creación mientras hablaba.

–¿Cómo has venido a parar aquí? ¿Te capturó la patrulla después de que nos separáramos?

Un poco de la actitud bravucona de Caballo Oscuro hizo acto de presencia. Puede que el arnés minara sus fuerzas, pero el regreso del hechicero era una energía revitalizadora.

–¿Esa chusma? Huyeron en todas direcciones y no regresaron.

Uno de los centinelas volvió la cabeza, y una mirada curiosa apareció en su rostro, desfigurado por la guerra. Su compañero también se giró, pero parecía sentir más curiosidad por lo que hacía el otro centinela. El primer hombre dio dos pasos en dirección al corcel y lo miró con fijeza. Con un despreocupado giro de la cabeza, el negro semental le devolvió la mirada. El guarda tragó saliva y retrocedió dando un traspié, ante el regocijo de su compañero. Ambos hombres intercambiaron miradas y luego retornaron a su guardia.

–¡Habla más bajo! – siseó Cabe-. Al nivel que hablo yo.

–¡Me he vuelto… descuidado… pero me alegro de verte, Cabe! Creí que mi obsesión te había costado la vida. Mientras perdía el tiempo pensando en la pérdida de mi amigo y enemigo Sombra, no presté atención cuando otro amigo me necesitaba.

–Intentabas protegerme -protestó el humano, mientras seguía intentando encontrar algún modo de retirar el arnés.

Tenía que tener cuidado, pues había hechizos de alarma intercalados en la disposición del mecanismo. Por fortuna, eran antiguos, instalados probablemente cuando se había creado el arnés. Si tenía cuidado, Cabe sabía que no tendría problemas para evitarlos. En realidad, desembarazar a Caballo Oscuro de las mágicas cadenas era más conflictivo, pues la magia utilizada para la diabólica creación del mecanismo estaba también ligada al prisionero. Al intentar liberar a su amigo, Cabe podía matarlo.

–¿Tienes alguna idea de cómo se puede sacar esto?

–No -la voz de Caballo Oscuro sonó más enérgica, aunque no más segura de sí misma-. Olvídame, Cabe. Hay otras cuestiones de las que deberías ocuparte.

El hechicero pensó en la descontrolada magia de Nimth desencadenada bajo tierra, pero no lo mencionó a Caballo Oscuro. No podía dejar al animal aquí. Además, con la ayuda del equino, quizá podría encontrar una salida a la situación.

–No voy a abandonarte.

Los dos centinelas volvieron la cabeza, y Cabe se pegó todo lo que pudo a su compañero. Caballo Oscuro miró fijamente a los dos piratas y, tal y como había sucedido antes, los soldados se apresuraron a girarse. Las frías órbitas azules del negro semental se iluminaron divertidas.

El equino inclinó la cabeza hacia Cabe.

–Entonces escucha esto. Me preguntaste cómo fui a parar a esta horrible situación. Cuando descubrí que nos habíamos separado, te busqué. Como no pude hallar ningún rastro, regresé a Esedi, con la esperanza de que también regresaras allí. Pero no fui a aparecer donde había querido. Pensé que lo mismo…, lo mismo te había ocurrido, y registré cuidadosamente las colinas. Al regresar a mi punto de partida, me encontré con una sorpresa.

A pesar de lo desesperado que estaba por llegar al meollo de la historia, Cabe no intentó dar prisas a Caballo Oscuro. Sabía que se explicaría a su manera y a su ritmo.

Por suerte, no se trataba de una larga historia.

–Esperándome en las colinas estaba nada más y nada menos que lord Grifo.

–¡El Grifo! – El asombrado mago estuvo a punto de gritar el nombre. Lo único que no había esperado era que el pájaro-león regresara de la guerra.

–El Grifo, sí. Fue él quien vino conmigo cuando penetré en Legar por segunda vez. Era él quien me acompañaba cuando una segunda patrulla mejor equipada nos encontró. – El enorme equino bajó la cabeza, y el fulgor de sus ojos se apagó ligeramente-. Él también está prisionero de estos chacales.

Motivo por el cual el negro corcel se había rendido, sin duda. Cabe olvidó el arnés. Volviendo la mirada hacia la niebla, preguntó:

–¿Dónde? ¿Lo sabes?

–Hay una tienda grande a tu…, tu actual derecha. Está algo lejos de aquí. Cuando me traían, vi cómo lo metían allí dentro.

–Después de que te libere, lo rescataremos. – Su rostro estaba sombrío. El hechicero había deseado ayuda en su misión y la había recibido en forma de dos prisioneros, uno debilitado casi hasta la extenuación y el otro… Cabe prefirió no pensar en lo que los piratas-lobos podrían haber hecho a su más odiado enemigo.

–No me has… entendido, Cabe. Rescata al Grifo ahora, por dos motivos. El primero es que a lo mejor sabe cómo liberarme de este repugnante artilugio. Él conoce a estos perros mejor que ninguno de nosotros. El segundo motivo es el más importante; esta mañana un despreciable monstruo llamado D'Marr va a llevarlo ante el jefe. Eso es lo que oí. Si no lo rescatas muy, muy pronto, me temo que vamos a perder nuestra única posibilidad. Este D'Marr parece muy dispuesto a ofrecer al Grifo los tiernos cuidados del imperio en la confrontación de hoy. No creo que se espere que nuestro amigo sobreviva al acontecimiento.

Cabe no lo dudó. Pese a lo terrible de la situación del diabólico corcel, era indiscutible que el Grifo se enfrentaba al peligro más inmediato. Durante años, espías y asesinos aramitas habían intentado acabar con lo que consideraban el peor enemigo del imperio. Ahora, ese enemigo estaba en su poder. Resultaría una inspiración para el ejército de D'Farany y sin duda un modo de vengar sus propias pérdidas personales si el guardián conseguía presentar el cuerpo apaleado y destrozado del Grifo a sus seguidores.

–Vuelve a indicarme la dirección -susurró finalmente.

Caballo Oscuro inclinó la cabeza hacia la invisible tienda.

–El campamento empieza a despertar. No han dormido bien esta noche. Ve rápido pero con sumo cuidado.

Cabe se colocó frente a su viejo amigo.

–Regresaré a buscarte.

–Lo creo. El que estés aquí me da nuevas fuerzas con las que combatir este objeto torturador. ¡Ahora vete!

Deslizándose por entre los dos centinelas, el hechicero volvió a moverse de forma casi invisible por el campamento. Le satisfacía ver que el hechizo aún se mantenía, pero era consciente de que con cada momento que pasaba las posibilidades de un contratiempo eran mayores. Tenía que encontrar al Grifo, liberarlo y regresar junto a Caballo Oscuro. Con la ayuda del Grifo, sin duda encontrarían algún modo de libertar al corcel; además, éste era lo bastante grande para transportarlos a los dos, lo que sería imprescindible en cuanto se advirtiera la huida de cualquiera de los dos prisioneros.

Acababa de divisar la tienda cuando un leve temblor sacudió la zona. Fue corto y débil, pero su aparición provocó murmullos entre los soldados cercanos, incluidos los que habían estado dormidos antes del inicio de la sacudida. ¿Había intentado D'Farany detener la destrucción y fracasado o había sencillamente abandonado el mundo subterráneo bajo la errónea impresión de que la violencia no afectaría la superficie?

Intentar adivinar era inútil, y Cabe volvió sus pensamientos a la tarea que tenía entre manos. Primero el Grifo, luego Caballo Oscuro, y por último la huida. Una vez que estuvieran a salvo, podrían discutir el siguiente paso.

Aunque estaba seguro de haber encontrado la tienda correcta, el hechicero decidió, no obstante, sondear con su cerebro para descubrir quién o qué estaba en su interior. Podía darse el caso de que el pájaro-león hubiera sido trasladado a otro lugar. También podía ser que Cabe hubiera dado con la tienda equivocada. Sin duda debía de haber más de una tienda de aquel tamaño. Deslizándose hasta otra tienda, mucho más cercana, sólo para confirmar su deducción, el hechicero lanzó su sonda.

«¿Grifo?» Percibió más de un ser en la tienda. Había varios, de hecho, y la impresión de Cabe fue que todos eran prisioneros de los piratas-lobos. El mago investigó una de las otras mentes, para retroceder inmediatamente lleno de repugnancia. ¡Quel! Habían puesto al Grifo junto con un grupo de Quel.

«Al menos sé que él también está aquí.» La sonda había conseguido verificarlo a pesar de que Cabe no había podido establecer contacto con su antiguo camarada. De todos modos, sería más sensato alertar al Grifo de su llegada para que el pájaro-león estuviera listo cuando llegara el momento de escapar.

Entonces, antes de que pudiera actuar, una nueva presencia invadió sus sentidos. Cabe se pegó contra la tienda e intentó ocultar su propia existencia al otro. Rezó para que no fuera demasiado tarde. Si lo descubrían ahora, sería el final de todos ellos.

De la bruma surgió la alta y familiar figura de lord D'Farany. El guardián atravesaba el campamento acompañado por varios hombres, incluido un oficial mucho más menudo pero de aspecto inquietante que llevaba al cinto un cetro con un pomo de cristal del que emanaba magia. El pirata de menor estatura se ajustaba el yelmo y tenía el aspecto de acabar de despertarse. Murmuró algo a lord D'Farany, quien asintió una vez pero no contestó.

De improviso el guardián se detuvo. Mientras todos menos el delgado oficial intercambiaban miradas de desconcierto, el comandante aramita dirigió la mirada hacia la tienda donde se ocultaba Cabe. El talismán que sostenía brilló, pero no fue lanzado ningún hechizo perceptible. Junto a él, el siniestro ayudante también estudió el punto donde se ocultaba el hechicero.

Aunque le parecieron años, sólo transcurrieron unos segundos antes de que el comandante pirata volviera la cabeza. El otro aramita continuó observando un poco más; pero, cuando su señor reanudó la marcha, el oficial tuvo que seguirlo.

No fue hasta que el peligro hacia su persona hubo pasado que Cabe vio hacia dónde se dirigía el grupo. Cerró las manos con fuerza lleno de frustración y maldijo en silencio en el nombre de sus antepasados vraad.

Había llegado demasiado tarde. Los piratas-lobos iban en busca del Grifo.