«Me ocuparé de él, ya lo creo que sí…», decidió.
Cada vez que su amo descendía al interior del túnel, los Quel parecían expectantes. Cada vez que regresaba se mostraban malhumorados. El joven oficial había pensado en un principio que esperaban un ataque contra la persona del jefe de sus enemigos, pero luego comprendió que su suposición estaba equivocada. Las acorazadas bestias querían que entrara en la sala… pero ¿por qué?
Para descubrir el motivo, decidió arrastrar a uno de los desarrollados armadillos hasta la sala y efectuar algunas pruebas.
De acuerdo con sus planes, ni lord D'Farany ni el hombre del norte se encontraban en la habitación. A los únicos a los que D'Marr quería aquí era a los pocos hombres que necesitaba para mantener al Quel bajo control. Éste era su momento. Los soldados arrastraron al cauteloso animal hasta el centro de la habitación. D'Marr sacó el cetro de su cinturón y se acercó despacio a su cautivo. Algo de la cautela de aquellos ojos inhumanos se esfumó; los Quel se habían acostumbrado a la vara mágica: era un enemigo que los prisioneros comprendían.
El joven oficial rozó con la punta del cetro la parte inferior del hocico del Quel. Tal y como había esperado, la criatura se echó hacia atrás. D'Marr sonrió de forma apenas perceptible ante la perplejidad que podía leer en los ojos de su antagonista. No había habido dolor, porque D'Marr no había activado su juguete.
–Sé que puedes comprenderme, de modo que escucha bien. Hay dos cosas que debes saber, bestia repugnante. – Mantuvo la punta del cetro a pocos centímetros de los ojos del Quel, balanceándolo de vez en cuando de un lado a otro para mantener desprevenido al prisionero-. La primera es que jamás debes considerarme previsible. – Golpeó la vara contra el hocico del Quel, esta vez dando a la criatura uno de los niveles de dolor más leves.
Ahora sí que tenía toda la atención de la criatura. D'Marr retrocedió y empezó a pasear por la estancia. Siguió hablando mientras fingía examinar su interior.
–Lo segundo que debes saber es que no me he molestado en traer la piedra de las palabras en esta ocasión. Tus respuestas sólo serían repetitivas. Además, lo que necesito que me digas no necesita palabras ni imágenes.
Por el rabillo del ojo pudo observar la expresión de cauta curiosidad que se había extendido por el monstruoso rostro. D'Marr posó una mano sobre el cristalino mecanismo, y percibió cómo el Quel se encogía casi como si hubiera posado el cetro sobre su propia cabeza.
El oficial aramita acercó el arma peligrosamente a los cristales alineados sobre el extraño artefacto. Luego, como si no se hubiera dado cuenta de lo que había estado a punto de hacer y de la reacción del habitante de las cavernas, D'Marr se apartó. Se encaminó al otro extremo de la sala y empezó a pasear por el borde exterior, golpeando de vez en cuando la pared con la vara mientras andaba. Los ojos del Quel no lo abandonaron ni un instante.
–Hay cosas que nos ocultas, bestia. – Un golpe-. He intentado mostrarme razonable sobre esto. – Un golpe-. Has de comprender que mi señor empieza a impacientarse. – Un golpe-. Y ahora tus monstruosos congéneres se han llevado a dos de nuestros hombres. – Orril D'Marr se detuvo y se volvió para mirar al prisionero-. Dos hombres que estaban muy cerca de este lugar. Dos hombres que podrían haber visto… ¿qué?
Sin dejar de mirar al Quel, lanzó el brazo hacia atrás y golpeó fuertemente la pared a su espalda con la punta del cetro.
El acorazado monstruo lanzó un grito ahogado e intentó saltar al frente a pesar de estar atado. Los hombres que lo custodiaban lo arrastraron hacia atrás, aunque les costó un gran esfuerzo conseguirlo. D'Marr se permitió una poco frecuente sonrisa de oreja a oreja mientras contemplaba el inútil forcejeo de la bestia. Dándose cuenta de la reacción de su atormentador, una expresión que semejaba el equivalente de la consternación en un humano apareció en las inhumanas facciones.
–Muchas gracias.
El pirata-lobo echó un vistazo a la maza. A pesar de su aspecto en cierto modo frágil, era muy resistente. La cabeza ni siquiera se había desportillado. Cuando su predecesor había encargado su creación, lo había hecho con la idea de tener también un arma que poder utilizar en combate, y D'Marr se sentía agradecido por aquella previsión. Haría falta mucho para hacerle siquiera un arañazo al cetro.
Se volvió para inspeccionar la zona que había golpeado. Se trataba de la misma zona donde, el primer día, le había parecido ver otra sala o túnel. Ese día, D'Marr había examinado la zona sin encontrar más que roca sólida, pero desde entonces no había dejado de tener sus dudas. El no era de los que imaginaban tales cosas. Ahora, gracias a la violenta e irreflexiva respuesta del Quel, D'Marr estaba seguro de que realmente había una sala o un pasadizo ocultos tras la reluciente fachada.
Aun cuando el Quel no hubiera respondido como él había esperado, habría sido también una especie de prueba para respaldar sus sospechas. Cada vez que había golpeado el bastón contra la reluciente pared, había dejado un débil rastro de cristal y roca resquebrajados tras él. Sin embargo, y a pesar de haber utilizado toda la fuerza de su brazo, el último golpe no había dejado ni un arañazo en la superficie de aquella parte de la pared. Tal vez había golpeado una zona de cristal de excepcional resistencia, pero D'Marr lo dudaba. No, había algo especial en aquella zona concreta de la pared.
El oficial pirata dio la espalda a los presentes y posó la mano por la zona sospechosa, tal y como había hecho el primer día. No se veía la menor señal de una abertura. No había nada que pudiera delatar la falsedad del muro.
–No obstante -murmuró-, tendré que demolerte. Piedra a piedra, si es necesario.
–Algo así, Orril, me sumiría en una total desolación.
–¡Mi señor! – El aramita giró en redondo.
El oficial cayó de rodillas, al tiempo que el jefe de la manada penetraba lentamente en la estancia. Iba acompañado por el hombre azul y su guardia personal. De pie en el túnel, justo al otro lado de la entrada, se veía lo que parecía ser todo un escuadrón. Lord D'Farany paseó la mirada por la habitación, con la expresión de alguien que ha llegado por fin a casa.
–No sabes nada de hechicería, Orril. De las complicadas matrices que hay que colocar en ocasiones. De los matices de la concentración necesaria, tan simples en teoría pero complicados en la práctica. – D'Farany acarició el borde del artilugio de los Quel, y sus ojos se clavaron en un punto por encima de la cabeza de D'Marr-. Del cuidado que uno debe tener… Si comprendieras tales cosas, te darías cuenta sin duda de lo que un daño permanente a la integridad de esta habitación podría hacer a mi trofeo.
El joven oficial no había pensado en ello. Recordó entonces el insignificante pero muy real daño ocasionado ya a la pared. ¿Sería eso suficiente para alterar el equilibrio de la disposición mágica? Si así era, acababa de entregar su cabeza al hombre azul.
–Perdonadme, señor. No pensaba más que en nuestros intereses. Estoy seguro de que existe una cámara oculta detrás de la zona de la pared que inspeccionaba. Las bestias lo saben; las he observado. He conseguido que ésta lo revelara. Puede haber algo, alguna amenaza para nosotros, oculta ahí.
–Y confiando en el Quel, al que le gustaría engañarte, destruirías todo esto, ¿no es así? – interpuso D'Rance. Las miradas de los dos hombres se cruzaron; estaba claro que el norteño disfrutaba con todo aquello.
–No habrá… nada de eso. – El jefe de la manada se estremeció físicamente, como si el simple pensamiento de causar cualquier daño a este lugar le causara un dolor físico. Señaló en dirección a D'Marr-. La pared, Kanaan…
–Señor… -Con una reverencia, el hombre azul cruzó la estancia. Al acercarse a su rival, esbozó una sonrisa burlona que provocó que D'Marr cerrara la mano con más fuerza aún alrededor de su cetro. A la menor excusa, habría estado dispuesto a derribar con él al azulado demonio allí y ahora.
D'Rance deslizó ambas manos por la zona en cuestión. Tenía los ojos semicerrados en actitud concentrada, casi como si se encontrara en trance. Por fin, se volvió otra vez hacia su amo y dijo:
–Esta pared parece igual que las otras, mi señor, pero yo no soy más que un simple soldado. – Tras un momento de vacilación, añadió malicioso-: Tampoco parece que él le haya causado ningún daño, aún.
–No se derribarán paredes. – Para lord D'Farany, ésa era sin lugar a dudas la última palabra sobre el tema. Su atención se volvió hacia el artilugio Quel, y D'Marr dejó escapar un quedo suspiro. Encontraría otros modos de seguir adelante con el asunto… y de encargarse del hombre azul al mismo tiempo.
Pero D'Rance aún no había terminado con él. El norteño pasó junto al aramita y examinó el suelo. D'Marr se quedó muy quieto.
Tras una breve inspección, el hombre azul levantó la cabeza.
–Mi señor, me temo que se ha dañado la cámara después de todo. Hay varios puntos en los que la superficie de cristal está desportillada, puede que por un arma roma, sí.
«Debería desportillarte la cara con esta arma roma…», pensó D'Marr, y se preparó para el castigo. Sin duda no habría forma de escapar esta vez.
Lord D'Farany se apoyó sobre el artefacto de cristal y permaneció en silencio durante casi un minuto.
–Veremos qué sucede, Kanaan -contestó al cabo-. No me gusta ejecutar a un hombre por nada.
Puesto que conocía la forma de actuar de su señor, el comentario no reconfortó en absoluto a D'Marr.
–Ahora vamos, Kanaan. Ya no puedo esperar más.
La presencia de más de una docena de soldados, sumada a la del Quel, no parecía molestar en lo más mínimo al jefe de la manada. No tenía ojos más que para la magia cristalina de la sala. Tras quitarse los guantes, inspeccionó con sumo cuidado todas y cada una de las facetas principales del peculiar artefacto.
El hombre azul, por su parte, no parecía nada contento con toda aquella multitud de espectadores.
–Señor, ¿no sería mejor si aquellos que no son necesarios se fueran? – sugirió, reuniéndose con el comandante aramita-. Podrían ocasionar distracciones y quizá también algún daño desconocido. Sería mejor, sí, si regresaran al otro pasadizo.
–Haz lo que quieras -respondió D'Farany sin apenas prestar atención, acompañando su respuesta de un leve movimiento de la mano.
Kanaan D'Rance hizo marcharse a todo el mundo, incluidos los guardas que D'Marr había llevado con él. Los centinelas obligaron al Quel a ponerse en pie, pero, cuando lo arrastraban hacia el túnel que conducía a la superficie, el jefe de la manada volvió su ambigua mirada hacia ellos.
–Dejadlo. Orril, la criatura es responsabilidad tuya.
–Sí, mi señor -respondió el menudo pirata. Se puso en pie a toda prisa y se hizo con el control del prisionero. A una orden suya, el Quel volvió a arrodillarse. Dos de los guardas se quedaron el tiempo necesario para atar bien juntas las piernas de la criatura; luego, tras saludar, salieron apresuradamente en pos de sus camaradas.
–No sería más sensato…
–Debe observar, Kanaan. Quiero que lo observe.
No hubo más discusión. No se discutía con el jefe de la manada… al menos no a menudo si se quería conservar la cabeza.
El jefe de los piratas tocó varios cristales. D'Marr sintió un hormigueo que enseguida desapareció. El Quel permanecía inclinado hacia adelante, los oscuros ojos entrecerrados.
«No te gusta lo que ves, ¿verdad, alimaña? ¿Subestimaste a mi señor simplemente porque su mundo no es siempre el nuestro? Me pregunto, ¿qué es lo que esperabas?» Observó con atención la forma en que el prisionero seguía todos y cada uno de los gestos realizados por lord D'Farany. Se apreciaba un creciente recelo en el feo semblante del monstruo. Esto era más de lo que el Quel había esperado, pensó. «Utiliza vuestro juguete como un experto, ¿no es así? No esperabais tanto de él, ¿verdad?»
Fue entonces cuando la estancia… parpadeó. Ésa era la única palabra que D'Marr encontró apropiada. Aunque estaban en las profundidades de la tierra, las estrellas brillaban ahora con fuerza sobre sus cabezas; un millar de puntos de luz centellearon, con un efecto casi aturdidor. Colores que iban desde un extremo del espectro al otro danzaban enloquecidos a su alrededor como diminutas hadas, mientras que un zumbido sordo casi inaudible parecía perforar su mente. El joven aramita apretó los dientes con fuerza. Los otros no parecían darse cuenta del sonido, o bien los afectaba en otra forma. D'Marr sólo sabía que le ponía los nervios de punta, que le provocaba un impulso de huir de la zona. Aunque, claro está, no podía hacer tal cosa.
–Kanaan… cogeré la caja ahora.
Puede que se tratara de una triquiñuela de sus alteradas percepciones, pero a D'Marr le pareció como si fuera un lord D'Farany diferente el que se encontraba allí. Éste de ahora parecía casi cuerdo en su forma de hablar y de comportarse; los ojos estaban casi fijos en lo que hacía, mientras que sus palabras no surgían en frases que eran a veces dichas al azar, sino más bien como declaraciones completas y, en su mayor parte, coherentes.
De alguna forma, eso no hacía más que transformarlo en algo más aterrador aún.
El hombre azul sacó una pequeña caja negra y se apresuró a entregársela al jefe de la manada. Orril D'Marr entrecerró los ojos. Sabía lo que había en el interior de la caja, pero no conseguía imaginar qué utilización pensaba dar su señor a su contenido. El objeto guardado en su interior estaba muerto, sin poder; el jefe de la manada había utilizado toda su energía durante el asalto inicial contra los Quel. Ahora ya no era más que un recuerdo del pasado… ¿o no lo era?
Lord D'Farany abrió la caja y sacó de su interior el talismán aramita que había utilizado para silenciar el poder Quel.
Un grito sofocado hizo que D'Marr dirigiera una veloz mirada al cautivo. El Quel había adivinado sin duda las intenciones del jefe pirata, y volvía a debatirse en un intento por liberarse de unas ataduras diseñadas para contener criaturas mucho más fuertes que él. D'Marr aumentó la intensidad de su cetro y obligó violentamente al Quel a recuperar su actitud sumisa. Le habría gustado preguntar a la criatura qué era lo que la inquietaba tanto, pero no tenía el tiempo ni los medios para hacerlo.
«Ya lo sabremos dentro de poco…», pensó.
El antiguo guardián inspeccionó el curvado objeto.
–No puede existir ningún defecto -explicó sin dirigirse a nadie en particular-. Todos los cálculos que he realizado durante estos últimos días me lo exigen. Cualquier defecto podría significar el desastre.
No resultó ningún consuelo para el joven pirata ver que D'Rance se mostraba tan consternado por el comentario como él. El hombre azul dio un involuntario paso atrás y, desde luego, el tono de su piel se tornó de un azul mucho más pálido del que había tenido momentos antes.
D'Farany levantó los ojos de lo que hacía. Miró al Quel como si lo viera por primera vez.
–Este objeto es reciente, ¿verdad? Ya lo pensé. Carece del cuidado y el diseño de muchas de las cosas que hay aquí, pero de todos modos contiene mucho más potencial. ¿Por qué lo construisteis?
El Quel, claro está, no podía ni quería contestar, aunque esto no pareció importar demasiado a lord D'Farany. Se encogió de hombros y devolvió su atención al talismán aramita y a la curiosa creación de los acorazados habitantes del mundo subterráneo.
–Está incompleto. Lo completaré para vo…, para mí.
Con la mano libre realineó el esquema central, arrancando piedras preciosas de los lugares en que se encontraban y reemplazándolas con otras de las allí dispuestas. El Quel empezó a agitarse y contorsionarse, pero sin que le sirviera de nada. D'Marr volvió a rozar a su prisionero con la vara, pero incluso entonces la enorme figura siguió debatiéndose.
Satisfecho con sus alteraciones, el jefe de la manada añadió el talismán a la nueva disposición.
La habitación chisporroteó… y de cada uno de los puntos de luz surgió un rayo azul que salió disparado hacia la creación Quel.
D'Marr se cubrió los ojos y se agachó. El hombre azul se apretó contra la pared más cercana a la entrada de la estancia y se limitó a contemplar la escena con ojos desorbitados. Al lado de D'Marr, la criatura subterránea empezó a balancearse adelante y atrás como si esperara el final de todo.
El pirata-lobo se sintió casi inclinado a compartir su opinión.
Como sutiles y frenéticos hilos de luz, los rayos azules golpearon el artefacto de cristal, bañándolo de brillantes colores. D'Marr notó cómo los cabellos se le ponían de punta y vio que a los otros les sucedía lo mismo. Únicamente lord D'Farany, de pie en el interior del brillante resplandor azul cobalto, permanecía indemne… al menos en apariencia.
Sonreía. Sonreía como lo haría un amante al encontrarse en los tiernos brazos del objeto de su deseo. Sin duda se trataba de una descripción muy apropiada, se dijo el oficial, pues para el antiguo guardián el poder que lo bañaba era a la vez su amor y su deseo. Su pérdida había matado a la mayoría de los de su estirpe y lo había arrojado a él en brazos de la locura.
Orril D'Marr era demasiado joven para recordar realmente a los guardianes cuando éstos se hallaban en la cúspide de su gloria. No conocía más que las historias y a los pocos supervivientes que había visto. Sabía que, sin la voluntad del Devastador y el trabajo de sus servidores de más confianza, los guardianes, el imperio había empezado a desmoronarse. Una parte de él siempre se había sentido intrigada por la velocidad de tal desintegración. ¿Por qué los grandes ejércitos habían dependido hasta tal punto de una pequeña minoría de los que formaban sus filas?
Al ver ahora a D'Farany, creyó comprender. Un guardián en el apogeo de su poder era un ejército en sí mismo.
El jefe de la manada seguía sonriendo. Sus ojos se alzaron para contemplar la telaraña de energía que penetraba en el artefacto de cristal. Chispas azules brotaban de sus dedos cada vez que movía las manos. Sus mismos ojos despedían destellos azules.
Con cada segundo que pasaba, el resplandor que envolvía al jefe de la manada y a su recién hallado juguete se volvía más insoportable. D'Marr se volvió, pero se encontró contemplando el cegador resplandor en un millar de reflejos. Giró aún más, en busca de un respiro, de algo que no reflejara la luz.
Lo que halló en su lugar fue justo el pasadizo que había estado buscando.
La enorme abertura resultaba tan evidente que no comprendió cómo podía haber tardado tanto en advertir su presencia. Dio un paso hacia ella, pero entonces algo lo agarró por el pie y estuvo a punto de hacerlo caer al duro suelo. El aramita recuperó el equilibrio y miró por encima del hombro. Vio al desesperado Quel, con los inhumanos ojos muy abiertos, que se esforzaba por rodar hasta él y de algún modo detener el avance del pirata. D'Marr sonrió brevemente ante el patético espectáculo, pero un cambio repentino en los ojos del Quel, un cambio de temor a creciente esperanza, hizo añicos la sonrisa y devolvió bruscamente la atención del pirata a la entrada secreta. Ésta se desvanecía ya. La misma pared con su costra de cristal volvía a formarse lentamente, tornándose más sólida con cada instante que pasaba. Olvidado repentinamente el Quel, D'Marr corrió hacia el pasadizo que desaparecía. La pared era aún transparente, pero cambiaba con rapidez. Estirando los brazos con desesperación, lanzó una mano contra ella, pero todo lo que consiguió fue un fuerte dolor. Era demasiado tarde para cruzar. Aquel retraso de medio segundo provocado por su maliciosa satisfacción ante la reacción del Quel le había hecho perder su oportunidad.
De todos modos, aún tuvo un momento, aunque muy corto, durante el que pudo atisbar el secreto que se ocultaba tras el maldito muro. Fue una visión precipitada, que la cada vez menor transparencia de la piedra y el cristal empeoró aún más. De todos modos, consiguió distinguir unas formas, cientos de formas, en una caverna que debía de haber sido casi tan grande como aquella en la que se encontraba la ciudad.
D'Marr no vio nada más. La pared se volvió completamente opaca, y la piedra y el cristal recuperaron un aspecto de total inocencia.
Se volvió muy despacio hacia los otros y no lo sorprendió en absoluto descubrir que lord D'Farany acababa de completar su trabajo. Los tentáculos de energía se habían retirado; de no haber sido por el fulgor azul que permanecía en lo alto del artefacto Quel, la estancia habría tenido el mismo aspecto que tenía antes de que ellos entraran.
–No lo mismo… -refunfuñaba el jefe de la manada; pero a pesar de sus palabras una sonrisa había aparecido en el desfigurado rostro-. No lo mismo, pero tan parecido… Tendré que aceptar eso.
Sus ojos seguían mirando directamente.
–Mi señor, ¿saco el colmillo, sí?
D'Rance parecía excepcionalmente ansioso. D'Marr dejó de lado por el momento lo que había descubierto y empezó a articular una protesta. Sabía, gracias a una cuidadosa observación, que el norteño poseía alguna pizca de poder. ¿Sería posible que tuviera más? ¿Poseía el poder y la habilidad para controlar el talismán del guardián? Para eso se necesitaría más habilidad de la que el aramita sospechaba que el otro tenía.
Sus palabras de protesta jamás abandonaron sus labios, ya que lord D'Farany fue más rápido en responder. Sus ojos cayeron sobre el hombre azul, y D'Marr disfrutó del gran placer de contemplar cómo su rival se encogía bajo la intensidad de aquellas órbitas repetinamente vivas.
–Tu buena disposición para ayudarme en todo es digna de elogio, Kanaan, pero puedes dejarlo donde está. No existe lugar más seguro para él que aquel en el que se encuentra ahora.
D'Rance adoptó una postura más servil.
–Sí, mi señor. Olvidad mis palabras, señor.
El jefe de la manada ya había dejado de prestarle atención. Ahora sus ojos se posaron en la curiosa escena del Quel tumbado sobre un costado, lejos de donde había estado antes, y de Orril D'Marr de pie cerca de la pared, demasiado lejos del prisionero al que se le había encomendado custodiar.
–¿Y tú, Orril?
El pirata se preguntó cómo podría convencer a lord D'Farany de lo que había visto. Una caverna entera estaba oculta a la fuerza invasora, pero sólo él creía -sabía, más bien- que se encontraba allí. El jefe de la manada y el demonio azul habían estado tan absortos en el espectáculo que se desarrollaba encima de sus cabezas que no habían visto el descubrimiento del secreto de los Quel.
–Perdonadme también a mí, lord D'Farany. La hechicería no es mi terreno. Admito que me he sentido algo… abrumado… por los resultados. He visto cosas que jamás habría esperado ver.
–Cosas maravillosas… y habrá mucho más… -El jefe de la manada bajó los ojos hacia la creación Quel, los ojos llenos de profundo cariño-. Haremos tantas cosas juntos, nosotros dos…
Los ojos volvían a perder su punto de mira.
Con una última caricia, el jefe de la manada se apartó de su valiosa posesión y, sin que ello provocara la menor sorpresa en ninguno de sus dos subordinados, salió de allí sin decir una palabra. Kanaan D'Rance se quedó allí sólo el tiempo suficiente para echar una mirada al artefacto de su rival antes de desaparecer por el túnel en pos del comandante aramita.
D'Marr contempló pensativo la pared que, hasta el momento, había vencido todos sus esfuerzos por desenmascarar lo que realmente era. Tendría que encontrar otra forma de entrar en ese lugar que no fuera por aquí, eso era todo. Tal vez había otra sala que también compartía una pared con la oculta caverna. Sería una simple cuestión de explorar, de rastrear; él era muy bueno en el rastreo, sin importar cuál fuera la presa. Luego, con la ayuda de sus juguetitos explosivos, crearía para él un nuevo y permanente paso al interior. Entonces no habría magia que lo detuviera.
Por la boca del túnel penetró una oleada de armaduras negras al interior de la habitación. Era el contingente de hombres que lord D'Farany había llevado consigo. Las filas se rompieron a medida que cada hombre entraba; una línea se encaminaba al lado izquierdo de la sala y la otra al derecho. D'Marr indicó a dos de los soldados que condujeran al Quel fuera de allí, y el cautivo se marchó sin protestar, aun cuando los inhumanos ojos no dejaron de observar al joven oficial hasta que las profundidades del túnel se tragaron a la criatura. Los otros guardas alteraron sus filas para compensar la leve pérdida de efectivos.
«Tendré que efectuar mediciones», pensó D'Marr, regresando con animación al proyecto que tenía en mente. Demasiada pólvora, y el explosivo derribaría no sólo la pared sino también el resto de la cueva. «Será mejor que primero encuentre el lugar apropiado. Entonces podré determinar cuánta se necesitará.»
Ya tenían hombres trazando mapas del complejo sistema de cavernas y túneles que constituían el territorio Quel. Aunque estaban lejos de resultar completos, el oficial estaba seguro de que sus mapas revelaban ya lo suficiente para servir a sus actuales necesidades. Al habérsele dado tanta importancia a esta sección en concreto del mundo subterráneo, resultaba totalmente lógico que se hubiera decidido realizar un mapa antes que ninguna otra cosa.
Tenía mucho trabajo por delante, pero Orril D'Marr se sentía satisfecho. Estaba a punto de hacer añicos la última esperanza de la criatura y de descubrir qué gran secreto se ocultaba en la caverna de detrás de la pared.
Los guardas se cuadraron con mayor rapidez cuando pasó ante ellos en dirección a la salida de la sala, pero el oficial pirata no prestó atención esta vez al temor que le tenían. Lo único en que pensaba era en el próximo éxito de su proyecto y en la expresión del rostro del hombre azul cuando D'Marr revelara a lord D'Farany el misterio de los seres subterráneos más celosamente guardado… fuera el que fuera.
No sabían lo cerca que habían estado.
El Dragón de Cristal se despertó de su autoimpuesto estupor. Tal como había pensado, los piratas-lobos eran a la vez previsibles e imprevisibles. No había dudado que de alguna forma se harían con el control del reino de los Quel. Había estado muy seguro de que obtendrían un cierto éxito con los mecanismos de los habitantes de las cuevas; pero para lo que no había estado preparado era para el nivel de tal éxito. Los invasores poseían ya una comprensión de las habilidades del poderío Quel y, con un poco más de tiempo, se volverían expertos. Un poco más… y osarían enfrentarse a él.
Debía atacar antes de que se volvieran demasiado poderosos. Debía arriesgarse, ya que posponer lo inevitable no haría más que empeorar posteriores consecuencias.
«¿Cómo? ¿Cómo ataco? ¡Debe ssser un ataque eficaz que requiera el menor esssfuerzo y concentración posssibles! No puede haber excesssivo riesssgo. Essso podría conducir a…» ¡Si tan sólo hubiera habido tiempo para descansar! Eso lo habría cambiado todo. Habrían sido insectos a los que aplastar bajo sus inmensas zarpas.
La reluciente bestia hizo girar el cuello y buscó entre los tesoros que había acumulado con el tiempo. Algunos estaban allí simplemente debido a su valor, otros a causa de su utilidad. Revolvió en el enorme montón con sumo cuidado. Había momentos en los que había pensado en organizarlo, en volver a almacenarlo todo en las salas de las cuevas inferiores, pero eso significaba abandonar la protección de su refugio y hacerlo podía significar el golpe final y definitivo.
«Algo…»
Entonces, a un lado del montón, casi separado de él, el Rey Dragón localizó la respuesta a su plegaria. No era lo que había querido, ni mucho menos, pero cuanto más lo contemplaba más comprendía el atemorizado monarca que ésta era su única elección. Unos dedos inmensos y con uñas largas y afiladas como dagas levantaron con cuidado la pequeña esfera de cristal en cuyo interior parecía flotar una diminuta nube de un verde rojizo. Había algo malsano en la nube, pues sus colores no denotaban vida, sino una larga y prolongada putrefacción. La esfera no era mucho mayor que una cabeza humana, lo que la hacía muy diminuta para alguien como él, pero había aprendido a ser cauteloso al utilizar su tremendo cuerpo, ya que incluso el paso a una imagen humanoide como preferían sus congéneres resultaba peligroso ahora. Cada transformación lo aturdía, lo hacía más vulnerable a… al peligro de perderse a sí mismo. Especialmente ahora no se atrevía a transformarse; combinado con su falta de descanso, podría ser suficiente para desbaratar sus esfuerzos de tanto tiempo.
Tuvo cuidado por otro motivo. Lo que la nube representaba no podía ser arrojado sobre el mundo con todo su poder de forma accidental, ni siquiera por un período de tiempo tan corto como el que se tarda en guiñar un ojo.
«Pero ¿qué pasaría con un menudo fragmento de su maldad? ¿Serviría eso?»
Con la ternura de un padre que sostiene a su hijo recién nacido, el Rey Dragón acercó la esfera a la altura de sus ojos. Una imagen distorsionada de su monstruoso rostro lo saludó desde su superficie, pero se esforzó por hacer caso omiso de ella como siempre hacía.
–Sssí, tú podrías ayudarme. Podríasss actuar allí donde yo no puedo. Podrías cegarlos; despistarlosss. Puede que incluso pudieras extirpar esta plaga de mi reino. – El Rey Dragón lanzó una amarga carcajada-. Una plaga para acabar con una plaga. ¡Qué apropiado!
Continuó estudiando la esfera. La nube se arremolinó, mostrando por un breve instante un paisaje diabólico. El objeto de cristal no era algo diseñado para contener sino más bien una especie de puerta: una puerta a una pesadilla con la que el señor dragón había vivido casi desde el principio.
–Nooo -musitó el dragón de piel cristalina-. Aún no. Debo consssiderar esssto primero… todavía… -Retorció la cabeza a un lado y observó la mortífera nube desde otro ángulo-. Si tan sólo las decisiones ya no fueran mías…
Bajando la zarpa, el Rey Dragón hizo aparecer las imágenes del campamento pirata. Contempló fijamente durante un buen rato al ejército y a sus jefes, y recuerdos de otro tiempo y otra invasión se fueron apoderando poco a poco de él.
–Ssson tan parecidos -siseó-. Como sssi el mundo hubiera trazado un círculo completo.
La malévola nube de su zarpa se agitó con violencia, casi como si reaccionara a las palabras del dragón. El Dragón de Cristal no observó el cambio, absorto como estaba tanto en lo que veía ante él como en los fantasmas que volvían a despertar en su cerebro. Las escenas representadas en las múltiples facetas se fusionaron con aquellos fantasmas para crear una innumerable colección de retorcidas y mal recordadas imágenes.
–Un círculo completo -volvió a murmurar el Dragón de Cristal-. Como sssi la puerta al passsado se hubiera vuelto a abrir… -Los relucientes ojos se entrecerraron hasta convertirse en poco más que rendijas a medida que el señor dragón quedaba más atrapado en las visiones-. Una puerta abierta…
En el interior de la esfera, empezó a rugir una tormenta.