VI

¡Todavía no veo por qué no podemos simplemente teletransportarnos al punto que quieres examinar en Legar y luego saltar de vuelta aquí! – refunfuñó Caballo Oscuro.

Para poder conversar con Cabe, que cabalgaba sobre su lomo, había torcido la cabeza hacia atrás de una forma que habría partido el cuello de cualquier caballo auténtico. Por suerte, estaba oscuro y se encontraban a cierta distancia de la ciudad, tras haberse materializado lejos de ésta para una mayor seguridad. Los magos resultaban aún algo raro y producían chismorreos, y el hechicero no deseaba ninguna interferencia en su misión.

Cabe suspiró y se ajustó la capucha de la capa de viaje que llevaba. La capucha era el único modo de ocultar el enorme mechón plateado de sus cabellos. Los tintes simplemente desaparecían incluso antes de que tuvieran tiempo de fijarse. Se decía que un dios había creado la marca como símbolo de su respeto por el legendario lord Drazeree, que había lucido un mechón similar; pero, si así era, Cabe consideraba que lo mínimo que la inconsciente deidad podría haber hecho era tener en cuenta aquellos momentos en que un hechicero tenía que ocultar lo que era. Los magos se veían siempre obligados a recurrir a sombreros, capas, yelmos, y delicadas ilusiones mágicas para oscurecer el plateado mechón. Había ocasiones en que eso convertía sus vidas en algo bastante complicado.

–No estabas allí cuando el Dragón Verde fue abatido, Caballo Oscuro. No quiero penetrar en Legar a ciegas. Hemos de movernos con sigilo. También quiero ver si puedo averiguar algo de antemano. Es posible que no haya llegado aún toda la información a Talak.

–¡Deberías haber pedido a Melicard que te diera los nombres de sus espías! ¡Podríamos preguntarles y acabar con esto!

–Estoy seguro de que eso habría encantado al rey. Ahora, por última vez, será mejor que empieces a comportarte como un auténtico caballo. Me gustaría evitar llamar la atención demasiado. Es posible que los piratas-lobos, si es que están en Legar, tengan también espías en Zuu.

La negra bestia resopló y volvió la cabeza hasta una posición más normal. Cabe se relajó un poco. Para ser una criatura que había vivido durante miles de años, el corcel eterno podía resultar muy impaciente a veces. Esta noche, se mostraba incluso más inquieto que de costumbre. El hechicero estaba seguro que la ansiedad de Caballo Oscuro se centraba en la figura de Sombra. El ser no había hecho gran cosa durante los últimos años aparte de buscar rastros del eterno hechicero.

Tendrían que hablar sobre esto en el futuro. Tanto si Sombra estaba realmente muerto como si no, Caballo Oscuro no podía pasar toda la eternidad pensando en ello. Había que hacerle comprender que existían otras cuestiones -y otros amigos- aguardándolo.

–Ahí está la ciudad -susurró Caballo Oscuro. Por desgracia, su concepto de un susurro todavía se parecía demasiado a un grito.

–La veo -respondió rápidamente Cabe-. Tendremos que tener mucho más cuidado; podemos encontrar otros jinetes en cualquier momento.

Su estratagema funcionó. El diabólico corcel asintió y recuperó su papel de fiel equino.

A los ojos de otro viajero, uno que llevara una buena antorcha, desde luego, los dos parecerían un cansado jinete y su enorme semental negro. Caballo Oscuro había reducido su tamaño a otro más normal, aunque todavía era demasiado grande para la mayoría de las razas equinas. Cabe, por su parte, iba ataviado con un sencillo traje gris que constaba de pantalones, camisa de tela, botas de piel que le llegaban hasta la rodilla, y la antes mencionada capa de viaje. Aunque la vestimenta resultaba algo anticuada, no era del todo extraordinaria. El estilo era una regresión a su vida cerca de la ahora destruida ciudad-estado de Mito Pica, que había sido arrasada por las fuerzas del Emperador Dragón por haber ocultado sin saberlo a un joven Cabe Bedlam. Muchos supervivientes se habían convertido en nómadas desde entonces, incluso casi dos décadas después del suceso, y, por lo tanto, el hechicero parecería uno de los más jóvenes que finalmente había llegado a la madurez. La mayoría de la gente respetaba la intimidad de tales nómadas, en especial los habitantes de Zuu.

Cabe jamás había viajado a la baja y extensa ciudad de Zuu, posiblemente -tuvo que reconocer ahora- a causa de una ligera sensación de culpabilidad. Durante la breve guerra instigada por la búsqueda que los Reyes Dragón habían hecho de él, los habitantes de Zuu habían decidido tomar cartas en el asunto y enviaron un contingente de sus famosos soldados de caballería en ayuda de Penacles. El hechicero recordaba muy bien al grupo de rubios guerreros vestidos de cuero y cómo habían querido ir en su ayuda cuando los dragones voladores habían caído sobre ellos y atacado a Cabe y a Gwen. Recordaba en especial a su jefe, un hombre con una cicatriz en el rostro llamado Blane, segundo o tercer hijo del rey de entonces.

Blane había muerto defendiendo Penacles, pero no antes de haber matado al duque Kyrg, el capitán de los dragones y hermano de Toma. No era ninguna sorpresa pues que Talak y Zuu mantuvieran excelentes relaciones políticas, lo que tampoco impedía que cada uno tuviera sus correspondientes espías.

El hermano de Blane, alguien llamado Lanith XII, era ahora rey, pero Cabe no tenía intención de presentarse ante él. Si las cosas salían tal y como las había planeado, quería estar fuera de la ciudad antes del amanecer. Eso significaba dormir poco o nada; pero, para un hechicero con sus poderes, una noche en blanco no significaba nada. Durante los últimos años, no había disfrutado de toda una noche de sueño más que en unas pocas ocasiones, y, a decir verdad, Cabe no echaba en falta tanto el sueño como la paz y la tranquilidad.

Apretó suavemente los talones contra los ijares de Caballo Oscuro, la señal para que corriera más. No habría paz y tranquilidad esa noche ni posiblemente la próxima.

Zuu se encontraba en un valle que recordaba en cierta forma a un cuenco, con kilómetros y kilómetros de pastos a su alrededor. Los nómadas fundadores de la ciudad habían escogido el lugar debido precisamente a esta última característica. Los caballos habían sido y seguían siendo el bien más preciado de cualquier ciudadano de Zuu; comerciantes de todo el continente acudían a esta región para comprar los mejores animales.

Conociendo su obsesión por los caballos, a Cabe no lo sorprendió tanto que aun en la oscuridad Zuu pareciera una interminable serie de establos. Con pocas excepciones, ningún edificio poseía por regla general más de dos pisos. La mayoría de las estructuras tenían un aspecto cuadrado que resultaba evidente incluso desde donde se encontraba el hechicero. Unido a este efecto estaba el único inconveniente de hacer negocios en la ciudad: Zuu también olía como un enorme establo.

Cabe había deseado evitar los hechizos, pues éstos tenían tendencia a atraer la atención de otros magos, pero se daba cuenta de que el olor iba a ir en aumento cuanto más se acercara. Sin reflexionar demasiado, adaptó su sentido del olfato; no llegó hasta el extremo de hacer agradable el olor, pero lo hizo menos evidente, cosa que no requería tanta manipulación. A Cabe no le gustaba utilizar la magia para alterar su figura. Era ahí donde un mago podía causarse un daño irreparable; su concentración podía vacilar justo lo suficiente para que el hechizo acabara mal. Existían leyendas de hechiceros que habían muerto así. Con demasiada frecuencia, la misma facilidad con la que algunos aprendían la magia los volvía demasiado descuidados.

No tardaron mucho en llegar ante las puertas de la ciudad. Vista de cerca, Zuu era una ciudad bien iluminada, señal de su prosperidad en el comercio equino. Detrás de los muros, Cabe pudo distinguir algo de los edificios más cercanos. La ciudad no poseía elevadas murallas para protegerla; sus habitantes confiaban en sus propias habilidades. No existían muchos ejércitos, draconianos o humanos, que se lanzaran voluntariamente contra la caballería de Zuu; no tan sólo eran expertos jinetes, sino que también podían disparar flechas o arrojar lanzas con sorprendente puntería incluso mientras sus caballos iban al galope. Más importante aún, no eran sólo los hombres un enemigo del que había que cuidarse; según la ley de Zuu, todo adulto, hombre o mujer, era un guerrero. Había muchas mujeres en esta ciudad que podrían haber podido figurar entre los mejores guerreros del país. Hasta los niños podían resultar peligrosos si la batalla conseguía llegar al otro lado de los muros. Los ciudadanos de Zuu eran de la opinión que nunca era demasiado temprano para enseñar a un niño cómo defender lo que era suyo.

Era algo a tener en cuenta, puesto que seis de aquellos jinetes lo esperaban ahora ante las puertas.

Eran exactamente como los que había conocido Cabe. Altos, rubios y con el aspecto de haber montado a caballo desde que nacieron. La mayoría lucían pantalones de cuero y jubones, aunque estos últimos no conseguían cubrir por completo sus bronceados pechos. Llevaban yelmos cortos con protectores de nariz, pero ninguna otra protección aparte de ésa. No todos los habitantes de Zuu daban aquella imagen nómada, pero los guardas de la ciudad ciertamente que lo hacían; muchos de ellos eran sin duda los últimos de una larga estirpe familiar de guardas. Las gentes del lugar tendían a seguir los pasos de sus padres… o quizá sería mejor decir las huellas de sus caballos.

El jefe inequívoco, un hombre algo más fornido con una barba rubia y canosa, espoleó su caballo en dirección a Cabe. Otro jinete que llevaba una antorcha lo siguió a pocos pasos de distancia, mientras que el resto de los guardas mantenían los arcos listos para disparar. El hechicero se preguntó si podría teletransportarse con la suficiente rapidez si por casualidad los ofendía. Los arqueros de Zuu no eran tan sólo certeros; eran también muy veloces.

–¡Bienvenido, extranjero! ¿Qué es lo que tienes que declarar, eh?

Había sentido la tentación de materializarse en el centro de la ciudad y evitar un encuentro con los guardas de la ciudad, pero, a pesar de su reputación de respetar la intimidad de sus visitantes, a Zuu paradójicamente le gustaba también seguir de cerca a todo el mundo. De haber cedido a la tentación, Cabe no habría tardado en ser objeto de la atención de varios soldados curiosos y suspicaces. No, pasar por las puertas principales como un viajero normal le serviría mejor a la larga.

–Sólo a mí y a mi corcel. Unas pocas provisiones para el viaje, pero nada más.

El jefe de la guardia lo miraba de arriba abajo.

–¿No has estado nunca en Zuu, verdad?

«¿Habré cometido algún error?», se preguntó Cabe, y, perplejo, respondió:

–No.

–¡Hilfa!

A la llamada, un centinela situado detrás del grupo se adelantó con su caballo. Era una mujer. Sería quizás uno o dos años más joven de lo que parecía el hechicero; era alta, y con un aspecto tan capaz si no más que el resto de sus compañeros. El pudor, observó Cabe, no era uno de los puntos fuertes en la gente de aquí. Hilfa llevaba la misma vestimenta que sus compañeros, lo que atraía la mirada hacia la zona situada por encima de su cintura. A la mujer no pareció importarle su ligera turbación. La forma en que actuaban los extranjeros sólo importaba si infringían la ley. Cuando llegó a la altura del capitán de la guardia, Hilfa agitó el arco que sujetaba, en una especie de saludo a su superior.

–Dale un distintivo.

La mujer introdujo la mano en una de sus alforjas y sacó rápidamente un pequeño talismán en forma de «u» sujeto a una cadena, que arrojó al hechicero sin preámbulos. Cabe tuvo que moverse con rapidez para capturar el distintivo antes de que cayera al suelo junto a él.

El capitán de la guardia señaló el talismán.

–Ése es tu distintivo. Llévalo contigo siempre, bien alrededor del cuello o en el bolsillo, pero llévalo. Cuando compres algo o hables con alguien de nuestra ciudad, enséñalo.

Cabe lo examinó. Había un rastro de magia en él, pero tan débil que no podía afectarlo. Como no quería quitarse la capucha, introdujo el distintivo en una de las bolsas de su cinturón. Evidentemente, Zuu poseía uno o dos magos que trabajaban para ellos. Un punto interesante que recordaría para el futuro. ¿Cuántos más habría y qué estarían haciendo?

Hilfa hizo retroceder a su caballo para dejar paso al hechicero. No obstante, al pasar Cabe junto a ella, la mujer posó su mano sobre la de él, que la miró sorprendido. Vista de cerca, poseía unas facciones duras, aunque no desagradables. Al igual que muchos de los habitantes, Hilfa parecía como si estuviera emparentada con sus compañeros.

–Es un animal extraordinario ese que llevas. No he visto nunca uno como él. ¿De qué raza es?

–Es único. Un cruce. – Cabe ya había meditado sobre este problema. Gentes tan interesadas en la cría de caballos como eran aquéllas no dejarían que un corcel como Caballo Oscuro pasara por su ciudad sin hacer preguntas. Sabiendo que los cruces no eran considerados tan valiosos como los purasangres, había supuesto que diciendo que el corcel eterno era un cruce conseguiría reducir algo de ese interés.

No era así. Al fin y al cabo, un buen caballo era un buen caballo para algunos.

–¿Estarías dispuesto a venderlo?

–No creo que él me dejara. Lo siento.

Ella retiró la mano, algo perpleja ante la respuesta. Como las puertas se habían abierto mientras hablaban, Cabe aprovechó rápidamente su silencio y espoleó a Caballo Oscuro para que siguiera adelante.

Esta era la entrada que utilizaban la mayoría de los visitantes extranjeros, de modo que Cabe se encontró entrando en un mercado bullicioso todavía lleno a pesar de ser de noche. Comerciantes tanto de Zuu como de otras partes habían instalado sus tiendas a lo largo de su camino, mientras que viajeros de todo el continente, incluso de la lejana Irillian, paseaban por el mercado admirando y a menudo comprando cosas que no necesitaban en realidad. Dos hombres procedentes del puerto marítimo de Irillian, reconocibles por sus camisas de estilo marinero y los anchos pantalones azules, debatían sobre la necesidad de adquirir un par de pequeñas dagas con empuñadura de plata. Una familia ataviada con las voluminosas y recargadas prendas de Gordag-Ai se encontraba sentada en una hilera de bancos mientras devoraba pasteles de carne recién comprados. Cabe se preguntó qué clase de carne habría en su interior; empezaba a advertir que estaba lo bastante hambriento para comer cualquier cosa, incluso caballo.

No tardaría en comer. Hasta el momento se había obligado a no hacerlo, para poder encargar comida en más de una posada. De su época de juventud, cuando había sido un simple mozo en la taberna de La Cabeza del Dragón-Serpiente, el hechicero sabía que uno de los mejores sitios para enterarse de los rumores locales era una taberna o una posada. Buena compañía, comida y bebida en abundancia podían aflojar la lengua de un hombre casi con la misma rapidez que el hechizo de un mago.

Sin duda existirían muchos lugares de este estilo, y Cabe estaba dispuesto a visitar la mayoría, pero deseaba hallar uno frecuentado tanto por los ciudadanos como por los extranjeros. Era más probable que se enterara de cosas por un lugareño que por un extranjero, aunque tampoco deseaba descartar esta última esperanza.

No tardó en descubrir que encontrar un establo resultaría más fácil: estaban por todas partes. Comparados incluso con los establos reales de Penacles o Talak, éstos eran también los más limpios. El moreno hechicero escogió finalmente una posada llamada El Campeón de Belfour. Por la imagen pintada en el letrero, dedujo que el nombre tenía algo que ver con un caballo auténtico que en alguna ocasión había sido importante en esta parte de la ciudad.

En el establo mostró el distintivo al encargado, quien los condujo a un pesebre privado tras un intercambio de monedas. Con la excusa de que deseaba encargarse personalmente de su montura, Cabe consiguió quedarse a solas con Caballo Oscuro.

–Me gusta este lugar -tronó el negro corcel-. Saben cómo tratar bien a un animal. ¡Debería volver a visitar Zuu en un futuro no muy lejano!

–No te tratarán tan bien si descubren que eres tú quien asusta a todos sus otros caballos.

Lo que Cabe decía era cierto. A su alrededor, las otras monturas se agitaban inquietas, sobresaltadas por la voz de Caballo Oscuro. El animal intentó hablar en un tono más bajo.

–Ojalá pudiera entrar contigo, amigo Cabe.

–Eso haría enarcar algunas cejas y cerraría no pocas bocas. No creo que los lugareños traten tan bien a sus caballos. Será mejor que permanezcas aquí por el momento. Tampoco te perderás nada. Situado tan cerca, podrás captar muchas voces del exterior, y además también verás gente entrando y saliendo.

Caballo Oscuro arañó el suelo de su establo, y abrió un canal en la dura tierra. No le satisfacía este final de la misión, pero comprendía que no había ningún modo en que pudiera mezclarse con la gente. Si pudiera disponer de tiempo -más del que tenían ahora-, podría copiar la estructura básica de un humano, pero no podía copiar su forma de comportarse. Un Caballo Oscuro con aspecto humano atraería excesiva atención; pese a los muchos siglos pasados entre los hombres, el diabólico corcel poseía un esquema de pensamiento y de personalidad muy particular. No actuaba ni podía actuar como un mortal. Ni tampoco, llegado el caso, podría haberse hecho pasar por un elfo o por cualquier miembro de las otras razas.

Había un único Caballo Oscuro, y siempre sería así.

La posada estaba sorprendentemente limpia comparada con muchas en las que había estado Cabe. Su sentido olfativo, a pesar de haber sido embotado, era todavía capaz de percibir los deliciosos aromas procedentes de la parte trasera. El estómago del hechicero protestó, con la esperanza de recordarle que, aunque él tenía una misión que realizar aquí, también él, el estómago, tenía una.

El interior de El Campeón de Belfour tenía mucho en común con muchas posadas, desde luego, excepto que no había forma de eludir el símbolo del lugar, el caballo del que recibía el nombre. Había pequeñas estatuillas, trofeos ganados por el susodicho corcel, alineados en una pared; tapices que mostraban las diversas hazañas de un Goliat alazán cubrían la mayor parte de las otras. Sólo con que la mitad fueran ciertas, el animal había sido una maravilla.

Quizá la decoración más insólita era la limpia y brillante calavera que colgaba sobre la chimenea de roca frente a él. Por la pequeña corona situada debajo, averiguó que había pertenecido al famoso caballo. Para el hechicero resultaba una forma muy peculiar de honrar incluso a un muy querido compañero, pero esto era Zuu, después de todo, y Cabe era el extranjero aquí.

El mago encontró un banco vacío en un rincón del comedor y se sentó. Apenas había tenido tiempo de acomodarse cuando una camarera de cabellos dorados se detuvo ante su mesa. A diferencia de los guardas, iba vestida con ropas más convencionales; sin embargo, aun cuando la falda y el corpiño eran de un estilo como el que podía encontrarse en cualquier taberna del Reino de los Dragones, el cuerpo apenas disimulado en su interior no lo era. Cabe decidió que había mucho que decir sobre el sistema de vida en Zuu; tanto hombres como mujeres parecían extraordinariamente en forma.

–¿Qué te traigo? – preguntó la muchacha una vez que él hubo mostrado el distintivo.

La joven poseía facciones ligeramente elfas, pero en ellas había lo que sólo podía definirse como un asomo de desfachatez. Al hechicero le recordó incómodamente a una criadita llamada Deidra que había estado a punto de hacerlo bailar al son de su música cuando habían trabajado juntos en La Cabeza del Dragón-Serpiente.

–¿Qué es lo mejor? En comida, me refiero.

–El estofado.

El estómago de Cabe volvió a rugir.

–Eso estará bien. Estofado y sidra.

La muchacha desapareció con un revoloteo de faldas, dejando a Cabe aturdido. Amaba a Gwen, pero un hombre tenía que ser ciego para no ver a algunas mujeres, de la misma forma que estaba seguro que ocurría a la inversa.

Había otros viajeros en el lugar, sin mencionar algunos grupos numerosos de zuuanos o zuuitas o lo que fuera que se llamaran. Algunas personas solas distribuidas al azar confirmaron a Cabe que no llamaría la atención. Su atención se centró en la conversación de tono más alto que encontró, un trío de comerciantes de caballos, y empezó a escuchar.

Su comida y bebida llegaron al cabo de un par de minutos, cuando ya estaba más que listo para abandonar su primera intentona. La camarera depositó un cuenco rebosante de aromático estofado frente a él junto con un pedazo de pan moreno. Mientras se inclinaba para dejar la jarra de sidra, vaciló el tiempo suficiente para permitir que él admirara el panorama si así lo deseaba. Cabe, que conocía las costumbres de algunas tabernas y posadas, le dio las gracias en un tono que no comprometía a nada y suficientes monedas para satisfacer la cuenta y a ella. En cuanto la joven hubo desaparecido de nuevo entre la multitud, el hechicero empezó a dar cuenta del estofado al tiempo que se concentraba en su nuevo objetivo.

El estofado era excelente, lo que en un principio dificultó su concentración, pero pronto captó una de las otras conversaciones. Ésta, entre un par de lugareños, en un principio pareció ser otra charla sobre caballos, pero luego cambió.

El primer hombre, un individuo algo mayor y muy delgado, refunfuñaba:

–… los enanos siguen insistiendo. Incluso dicen que vieron brillar el lugar en una ocasión.

–Nada sucede en ese lugar abandonado de todos. Ni siquiera creo que viva un Rey Dragón allí. Nunca oí nada.

El segundo hombre, que tendría unos cuantos años menos que el otro y que lucía la barba más espesa que jamás había visto el hechicero, levantó su jarra y tomó un buen trago de ella.

–¿Y bien? – replicó el primero-. ¿Oís algo acaso de nuestro dragón? Ves a unos pocos en la ciudad cerca del palacio del rey, pero el viejo Verde jamás aparece ni pide nada. Podría suceder lo mismo con este otro.

El hombre más joven depositó la jarra sobre la mesa.

–Pero de todos modos…

Su conversación volvió a cambiar, para girar alrededor de Reyes Dragón y de reyes en general. Cabe reprimió una mueca de disgusto. El resplandor y los enanos le interesaban, pero desde luego no podía ir hasta los dos hombres y preguntar. Deseó poder ser como había sido Sombra. El gran hechicero no tan sólo era capaz de ocultar su presencia en medio de una taberna llena, sino que también podía llamar a personas a su presencia, hacerles preguntas, y luego despedirlas sin que éstas lo recordaran después y sin que nadie más se diera cuenta. Cabe habría hecho lo mismo, pero no le parecía correcto.

Se concentró en otras dos discusiones, sin descubrir nada; entonces advirtió que, pese a su concentración, no podía distinguir ninguna de las otras con suficiente claridad. El estofado perdió un poco de su sabor cuando comprendió que tendría que recurrir a la magia y modificar su capacidad auditiva. Volvía a tratarse de un conjuro sencillo, pero seguían sin gustarle las transformaciones, por insignificantes que fueran.

No le costó nada conseguirlo. Ahora podía no sólo escuchar las conversaciones del otro extremo de la sala, sino que también podía seleccionarlas y escuchar a los que hablaban como si nadie más hiciera el menor ruido.

Con gran desilusión por su parte, no obstante, resultó que nadie tenía nada concreto que añadir a lo que ya sabía. Cabe ya lo había esperado, pero había alimentado la esperanza de obtener algo más. Tendría que buscar en otro sitio. Levantándose, abandonó el cuenco casi vacío y la sidra casi sin probar y salió antes de que regresara la camarera.

No escaseaban precisamente las posadas en este barrio. No todas se encontraban a la altura de El Campeón de Belfour, pero todas ellas estaban sorprendentemente limpias. Comparada con la peor, La Cabeza del Dragón-Serpiente había sido un establo.

«No, no un establo -pensó Cabe mientras entraba en la siguiente posada-. Se puede, literalmente, comer sobre el suelo de estos establos.»

En los dos lugares siguientes, el hechicero recogió un poco de información. Un intruso muerto en el oeste, de identidad desconocida. Llevaba una bolsa llena de oro extranjero y unas cuantas piedras preciosas de valor. Dos guardas habían muerto mientras lo cogían… y la patrulla originalmente sólo había querido hacerle las mismas preguntas sencillas que se hacían a todo visitante. Otro cadáver hallado, éste despojado de todas sus posesiones. Curiosamente, no parecía haber relación entre ellos.

Volvió a oír mencionar el resplandor, un brillo efímero que había iluminado parte del cielo occidental la misma noche que Cabe había tenido la segunda visión. Sólo unos pocos lo habían visto en realidad; la mayoría de aquellos a los que escuchaba lo sabían tan sólo de oídas. Estaba claro que Zuu realmente dedicaba algunas horas al descanso.

Después de la quinta posada, Cabe llegó a la conclusión de que ya había oído todo lo que había por oír aquella noche. Aunque no había averiguado mucho más de lo que ya sabía, no se sentía insatisfecho. Algo fatigado, el hechicero se encaminó de regreso al establo donde Caballo Oscuro sin duda debía de estar esperándolo impaciente. Seguramente el corcel se sentiría desilusionado por lo que había averiguado, pero eso no importaba.

Pasaba frente a El Campeón de Belfour cuando percibió que algo no iba bien, aunque no pudo precisar qué era.

–Vaya, si es nuestro visitante que come y huye sin decir adiós a una chica.

Se trataba de la camarera de la posada. Bajo la luz parpadeante de las antorchas, casi le recordó a una hembra de dragón, tan mágica parecía su belleza. Llevaba un chal sobre los hombros que resultaba imposible que sirviera para darle calor y desde luego no había sido elegido para proteger su pudor.

–¿Es ésa una costumbre que desconozco?

La mujer, quien al parecer había estado paseando silenciosamente por la avenida, sonrió y sacudió la cabeza.

–Sólo una oportunidad. – Se quitó el chal muy despacio-. Pero siempre hay otras oportunidades, otras ocasiones, para el hombre apropiado.

Cabe se mantuvo firme incluso a pesar de que una parte de él lo instaba a una veloz retirada. Antes de conocer a Gwen, jamás había sido muy hábil con las mujeres, y aún seguía sin saber cómo había tenido la suerte de casarse con ella.

–Me siento halagado, pero tendré que declinar.

Ella vaciló por un instante, casi como si su respuesta la confundiera. Luego volvió a avanzar hacia él, tornándose en cierto modo más deseable que antes.

Una vez más, Cabe percibió que algo no iba bien. Parpadeó y contempló a la muchacha con atención. Ésta malinterpretó su expresión por una respuesta afirmativa a sus insinuaciones y extendió la mano. El hechicero tomó la mano que se le ofrecía… y, proyectando su poder, paralizó a la joven allí mismo. Le permitió únicamente hablar.

–¡Suéltame! ¿Qué es lo que haces?

–Existen ciertas cosas con las que una hechicera debería tener cuidado y una de ellas es elegir a la víctima equivocada para sus hechizos.

Cabe la condujo de la mano hasta un lado del establo, donde no podrían verlos con tanta facilidad. La aspirante a seductora lo siguió, con movimientos espasmódicos. Era él ahora quien controlaba sus acciones; ella no podía hacer otra cosa que respirar, ver y oír. Incluso su capacidad para hablar dependía de los deseos de Cabe. A éste le desagradaba tener que hacer esto, pero no podía correr riesgos con una hechicera salvaje, ya que no podía saber qué otros trucos conocía.

–Hablarás en voz baja -dijo él, cuando estuvieron bien ocultos-. No te haré daño si no intentas hacer nada y si contestas con honradez. ¿Comprendido?

–Sí.

–Bien. – Incluso retirado su hechizo de seducción, le resultaba difícil permanecer tan cerca de ella. Pero sabía que, si retrocedía, ella se daría cuenta y ello le devolvería a la mujer parte de su ventaja, cosa que no deseaba-. ¿Quién eres? ¿Por qué me escogiste? – Examinó sus cabellos. No había aumentado el poder de su visión para poder ver en la oscuridad, pero a tan corta distancia debería poder distinguirlos bien.

–Puedes llamarme Tori, hechicero, y lo que quería, y todavía quiero, es sencillamente a ti. – Su sonrisa era deslumbradora. Comprendiendo su confusión, la mujer añadió-: El mechón está a la izquierda, enterrado bajo otra capa de pelo. Sólo se necesita un poco de maña al peinarlo.

El hechicero sabía que eso no serviría a la joven eternamente. Pronto, la marca resultaría tan evidente que nada excepto cabellos postizos o una capucha como la suya podrían ocultarla. Pero eso no era tan importante ahora como lo que ella hacía aquí.

–¿Por qué? ¿Por qué me quieres a mí?

–¿Hablas en serio? ¿Qué clase de vida has…?

Él la hizo callar con un gesto.

–Sabes que no es eso lo que quería decir. Allí dentro había sin duda mejores candidatos que yo.

Ella inclinó la cabeza a un lado. Cabe no era consciente de haberle otorgado más movilidad. Era una mala señal; significaba que o bien ella era más poderosa de lo que había supuesto o lo era su influencia sobre él. Fuera como fuera, significaba problemas.

–Cierto, había hombres que eran más guapos, maese hechicero, pero belleza no es todo lo que quiero. Quiero a alguien que también piense, alguien con ambiciones y habilidad…

–Y alguien con conocimientos en el arte de la hechicería. – Ahora empezaba a comprender.

–Sí. Sobre todo eso. No tan sólo por ese poder en sí, aunque eso desde luego endulza las cosas, sino porque quiero a alguien que comprenda lo que se siente al ser tan… superior y diferente. Quiero a alguien del mismo mundo que yo. Cuando te vi, sentí de alguna forma que eras como yo, que eras el que había estado buscando. Toda mi paciencia y esfuerzo habían dado resultado después de todo, porque ya empezaba a pensar que pasaría el resto de mi vida trabajando en tabernas en busca de alguien como yo. Alguien como tú.

Aunque parecía que cada semana traía rumores de la aparición de nuevos magos, éstos todavía eran pocos y estaban muy desperdigados. Cabe comprendía a Tori. Aquí estaba ella, con habilidades cuya utilización correcta no le había sido enseñada, atrapada en un lugar donde no había nadie más como ella. ¿O no era así?

–Tiene que haber al menos otro mago aquí, Tori. Estos distintivos son mágicos.

–Hay unos cuantos, maese hechicero, pero no son precisamente personas con las que me gustaría estar. Además, trabajan sólo para Zuu y yo quiero tener mi propia vida. Sería mejor que vigilaras ese distintivo. Les indica si hay un mago en la ciudad; es así como los recluta el rey.

–¿Recluta? – La tentativa de seducción de Tori se borró de su mente.

–El rey Lanith quiere gente que utiliza la magia. No ha decidido qué quiere hacer con ellos, pero los quiere. – Posó una fría mano sobre la barbilla de él-. ¿Sabes?, puede que haya habido otros más guapos, pero me gusta más el carácter y la fuerza que se refleja en tu rostro. Podrías enseñarme cómo utilizar la magia y yo podría…

–Es suficiente. Existe una cierta hechicera, la madre de mis hijos, que podría ofenderse. Si quieres adiestramiento, se podría arreglar algo.

–¿Contigo? – Con la rapidez de un felino al saltar sobre su presa, la muchacha se lanzó sobre él. Cabe empezó a apartarla, pero entonces ambos se detuvieron y dedicaron su atención a algo que venía del otro extremo de la calle. Tori levantó la mirada hacia el rostro de él-. Será mejor que te vayas, amor mío. Yo llevo un distintivo falso, de modo que estoy a salvo, pero tú debes de haber estado usando mucha magia esta noche. Esos juguetitos no acostumbran ser tan eficientes.

–¿Qué es? ¿Qué es lo que se acerca?

–Los magos contratados por Lanith y la guardia de la ciudad. – Pese a las circunstancias, dedicó un momento a pasar un dedo muy despacio sobre el pecho del hechicero-. No son gran cosa y por separado son unos ineptos, pero los tres junto con los guardas podrían causarte problemas… y a mí no me gustaría eso. Volveremos a encontrarnos algún día, hechicero mío.

Se irguió sobre las puntas de los pies, le dio un veloz pero fuerte beso, y desapareció antes de que él pudiera hacerle otra pregunta. Por lo que parecía, Tori poseía el potencial para ser una maga muy buena, puesto que sus habilidades estaban ya muy aguzadas.

Desconcertado, Cabe permaneció allí inmóvil durante unos segundos. Había venido a Zuu en busca de información, no para verse involucrado en las alocadas ideas de una hechicera o en las oscuras ambiciones de otro monarca.

Legar empezaba a resultar más y más atractivo con cada momento que pasaba.

Se escucharon pisadas en la calle, pisadas con un definitivo sonido militar en ellas, y Cabe percibió la presencia de otros magos. Al contrario que Tori, éstos no intentaban ocultarse. Sintió cómo extraían poder de las fuerzas naturales del mundo, pero lo extraían de una forma tan fortuita que era un milagro que accidentalmente no lanzaran sobre sí mismos algún hechizo descontrolado.

–Está por aquí, sí que está -dijo una ronca voz de mujer.

–Bien, es vuestro trabajo el localizarlo, mago. Hacedlo.

–No vengas a explicarnos nuestros deberes. – Esta voz, de hombre, era más cultivada que las otras dos anteriores.

El hechicero se apretó contra la pared, los labios fruncidos en una mueca. Lo mejor que podía hacer era teletransportarse hasta donde estaba Caballo Oscuro y que los dos se marcharan de inmediato.

Dicho y hecho. Cabe se materializó pocos pesebres más allá de donde había dejado a Caballo Oscuro. El hechicero escogió deliberadamente un punto cerca de la pared del establo, para poder evitar que lo vieran algún mozo o encargado; pero, aparte de los caballos, no vio a nadie. Se apartó con cuidado de la pared y se acercó al fantasmal corcel.

–Caballo… -El hechicero ahogó el resto del nombre al encontrarse cara a cara con una figura alta cubierta con una larga y amplia túnica blanca. El hombre parecía uno de los magos de cuento con cuyas historias había crecido Cabe, aquellos que sólo existían en los relatos infantiles. Incluso tenía una larga barba blanca.

El hombre lo miraba fijamente. Tras uno o dos segundos, Cabe se dio cuenta de que el mago no lo miraba a él, sino más bien al lugar donde se encontraba. No veía al hechicero. Volviéndose más osado, el perplejo Cabe agitó una mano frente al rostro de su colega, pero el barbudo mago no reaccionó; era como si fuera una estatua.

–Entró aquí dándose aires -se mofó una voz desde detrás de la paralizada figura. La puerta del establo de Caballo Oscuro se abrió sola y el diabólico corcel trotó al exterior-. Creo que debía de estar buscándote pero me percibió a mí. Entonces, justo cuando había decidido darse por vencido, apareciste tú. Sus poderes no son tan grandes, en absoluto, pero es muy sensible a la presencia de magia. Hice lo único que podía hacer dadas las circunstancias. ¿Quién era la apasionada hembra?

La pregunta desconcertó a Cabe por un segundo, pero respondió rápidamente:

–Otra hechicera.

–Parece que crían como conejos estos días. Hay otros dos magos cerca.

–Lo sé; es por eso que estoy aquí. Hemos de irnos.

–No pensamos dejarte ir sin que primero oigas la oferta que nuestro muy benévolo señor ha ordenado que te hagamos.

Era el hechicero masculino que Cabe había oído momentos antes. En contraste con su compañero, iba vestido como un ministro de uno de los reinos del norte, tales como el Gordag-Ai del que era oriunda Erini. En una mano, sostenía un bastón cuyo pomo eran dos cabezas de caballo de plata y cristal. El mago era un hombre alto de rostro alargado con un largo bigote y cabellos finos y untados de aceite. Unos ojos pequeños y brillantes echaron una ojeada a la figura petrificada que Cabe tenía detrás, y la fina boca se curvó en una leve sonrisa.

–Lo siento, pero no estoy interesado. – El hechicero se sentía demasiado popular últimamente. Fuerzas desconocidas lo llamaban a Legar, hechiceras que lo buscaban para… para diversas actividades… y ahora también reyes que solicitaban sus servicios. Todo lo que quería era irse a casa y pasar los siguientes doscientos años en compañía de su familia y amigos.

–Aún no has escuchado la oferta. – El otro hechicero golpeó el extremo de su bastón de dos cabezas sobre el suelo del establo-. Y no te irás hasta que lo hagas.

Cabe percibió un cambio repentino, como si hubieran lanzado una manta sobre el establo, y experimentó un dolor sordo en la cabeza. Su contrincante intentaba impedir que utilizara ninguna clase de poder. Aunque esto solía funcionar con los hechiceros inexpertos o novatos, Cabe Bedlam no era ninguna de las dos cosas, de modo que con un sencillo pero contundente pensamiento se abrió paso a través de la barrera mágica y reanudó al máximo su contacto con el Reino de los Dragones.

El bastón del otro mago explotó de inmediato.

–¿Qué? ¿Qué?

El mago de la túnica blanca volvía a moverse. Echó una mirada a un lado y a otro, mientras intentaba desesperadamente averiguar qué sucedía. Distraído por la sorprendente explosión, Caballo Oscuro había perdido el control del hechizo que lo mantenía inmovilizado.

Cegado brevemente por el estallido de la energía mágica liberada, Cabe consiguió por fin averiguar qué había sucedido con el mago de ropas elegantes. El dolor sordo de su cabeza se había convertido ahora en un dolor insoportable, como una reacción al caos provocado por la destrucción del bastón. El estallido había arrojado al otro hechicero contra una de las puertas del establo, donde yacía sin sentido. Se preguntó qué clase de matriz estúpida habría incorporado el otro al bastón para que lo hiciera estallar así cuando el hechizo se veía desbaratado. Como nunca se había enfrentado a nadie con auténtico poder, el mago no debía de haber sido consciente de los peligros. El bastón era un instrumento interesante; pero, cuando se decidía ligar un objeto a un conjuro concreto, había que asegurarse de que la matriz, que acumulaba o extraía energía según el conjuro, estaba reforzada en todas las dimensiones. Era evidente que había habido un eslabón débil en alguna parte. Cabe estaba furioso; no había sido su intención dañar a nadie. No deseaba hacer nada que pudiera dañar las relaciones entre Zuu y él mismo. Hasta ahora, nadie sabía quién era él, pero ése podía no ser el caso en el futuro; y, si el rey Lanith descubría que era Cabe Bedlam quien había provocado todo aquel caos, podría haber repercusiones.

–¿Qué has hecho? ¡Quédate ahí quieto, muchacho! – El hechicero vestido de blanco hizo intención de sujetar a Cabe.

–¡Oh, estáte quieto! – tronó Caballo Oscuro, y una vez más la figura quedó inmóvil-. ¿Nos vamos ya? ¡Esto empieza a resultar aburrido!

–¡Sí, nos vamos! – La cabeza le seguía martilleando-. ¡Será mejor que te monte y deje que tú te teletransportes! ¡De esa forma es seguro que permaneceremos juntos! Mi cabeza…

–¡Debe de sentirse lo mismo que la mía! ¡Todo mi cuerpo parece como vuelto del revés! ¡Debería dar una buena patada a ese mago, y la próxima vez lo haré! ¿Adónde, a Legar?

–¡No, aún no! ¡A algún punto cercano a lo que fueron los límites de las Tierras Yermas, donde gobernó el Dragón Pardo! ¡Necesito tiempo para aclarar mis ideas!

Cabe se encaramó sobre el negro corcel y sujetó las riendas. Antes de ahora habían sido simplemente un adorno, puesto que Caballo Oscuro evidentemente no necesitaba que lo condujeran. Ahora, no obstante, eran la tabla de salvación del hechicero, que se balanceó sobre la silla mientras el martilleo proseguía. Todo su cuerpo parecía funcionar con lentitud. Si era esto lo que sucedía por dejar que los nuevos magos se entrenaran solos, entonces era importante poner en marcha nuevas escuelas lo antes posible. Hechiceros sin control podían un día obtener el potencial preciso para destruir el mundo. Era un milagro que no hubiera sucedido ya.

Miró a su alrededor. Seguían en el establo y los sonidos de los soldados en el exterior le advirtieron que el tiempo se agotaba rápidamente. Cabe no deseaba provocar un incidente. Nadie lo había reconocido hasta ahora, pero no quería arriesgarse.

–¿Qué sucede? ¿Por qué seguimos aquí?

–¡Esa explosión infernal me ha aturdido! ¡No puedo conseguir la concentración necesaria para marcharnos! ¡Yo! ¡Caballo Oscuro! ¡Debería llevar a coces a ese prestidigitador petimetre hasta los pies de su amo!

El hechicero se llevó una mano a la cabeza, pero ello no eliminó el dolor, aunque sí alivió la presión un poco.

–¡Tendremos que cabalgar a través de la ciudad! ¿Puedes hacerlo?

–¡No les quedará más que una estela de polvo para indicar nuestra presencia aquí!

«¿Indicar?» Eso hizo que Cabe pensara en otra cosa. No quería que nadie los siguiera. Introdujo la mano en la bolsa en busca del talismán en forma de «u», lo sacó y arrojó el objeto tan lejos de él como le fue posible. ¿Sabía el Dragón Verde lo que sucedía en su propio reino? Estaba seguro de que el draconiano monarca hallaría todo esto muy intersante. Todo lo que Cabe debía hacer era encontrar el tiempo para contárselo.

–¡Estoy listo, ya! – Oyó cómo golpeaban las puertas del establo. No sabía dónde estaba el mozo de cuadra, pero dio gracias a las estrellas de que no hubiera nadie allí para dar paso inmediatamente a la guardia-. ¡Tendremos que cruzar las puertas a toda velocidad cuando se abran!

–¿Por qué esperar? – rió Caballo Oscuro y, alzándose sobre los cuartos traseros, se arrojó contra las gruesas barreras de madera.

El inquieto hechicero se agachó cuanto pudo sobre el lomo y rezó pidiendo suficiente concentración para poder protegerse cuando las puertas se rompieran.

Por suerte o por desgracia, según el punto de vista, los guardas consiguieron en aquel momento abrir las puertas. Se encontraron con un enorme semental de relucientes ojos azules como el frío del invierno que cargaba contra ellos a una velocidad que no admitía vacilaciones en cuanto a la decisión a tomar. La mayoría de los soldados tomaron la decisión correcta y se arrojaron a un lado. Un par se quedaron allí inmóviles, carentes de la experiencia suficiente para comprender por qué los veteranos se dispersaban. Después de todo, no era más que un caballo.

Caballo Oscuro embistió al primero y luego saltó por encima de la cabeza del segundo.

El diabólico corcel rió a carcajadas mientras se alejaba de los establos. Cabe, bien sujeto a las riendas, dio gracias de que ninguno de los hombres pudiera darse cuenta de que era la montura y no el jinete quien se burlaba de ellos. Caballo Oscuro era bien conocido en todo el Reino de los Dragones, incluso aunque la mitad de los que conocían su existencia lo consideraran una leyenda. Si el rey Lanith se enteraba de que el sobrenatural corcel había estado en Zuu y de que un hechicero de considerables poderes había sido visto con él, resultaría razonable para el monarca suponer que se trataba del hechicero más conocido por su amistad con Caballo Oscuro. Lo que Lanith haría o no haría era una cuestión que Cabe no deseaba tener que considerar.

Galoparon por las calles de Zuu como alma que lleva el demonio. Algunas personas aquí y allá se hicieron a un lado cuando la enorme bestia negra pasó casi volando junto a ellas. Hubo un hombre que se detuvo y levantó una mano en señal de aliento cuando pasaron junto a él. Lo último que le oyeron decir fue:

–¡Por la Espuela de Aaryn! ¡Daré cien monedas de oro por el próximo potro que engendre! ¿Qué…?

Ya no podían oírle cuando Caballo Oscuro se metió por una avenida lateral. Cabe levantó la cabeza, observando que se apartaban ahora de las puertas de la ciudad.

–¿Adonde vas? ¡Ésta es la salida más rápida!

–¡Pero no la mejor! – La voz del corcel era un rugido apagado. Seguía resultando dudoso que en la oscuridad alguien pudiera darse cuenta de que era él quien hablaba-. ¡Mira delante de ti!

Lo hizo… y no vio otra cosa que la muralla que rodeaba Zuu delante de ellos. No había puerta, tan sólo piedra maciza.

–¿Vas a…?

–Puesto que no puedo teletransportarme… ¡sí!

Estas calles estaban desiertas, la única cosa buena que les había sucedido esta noche por lo que se refería al hechicero. Cabe intentó volver a concentrarse, pero sólo consiguió que su dolor de cabeza empeorara y sentía tal hormigueo por todo su cuerpo que tuvo que retorcerse a pesar de lo precario del equilibrio que mantenía. Tendría que confiar en Caballo Oscuro. Caballo Oscuro jamás le había fallado ni le fallaría. No lo haría.

El negro equino dio un salto en el aire y pasó por encima del muro. El perseguido mago echó una ojeada al mundo que se empequeñecía a sus pies y decidió que lo mejor era cerrar los ojos.

Empezaron a descender en picado en dirección al suelo.

El pandemónium en el establo había atraído a nativos y visitantes e, incluso varios minutos después de la huida del desconocido jinete, muchos de los espectadores seguían agolpándose a su alrededor en un intento de averiguar toda la historia.

Los magos, con aspecto contrariado, perplejo y consternado, abandonaron la escena rápidamente, sin que ninguno de ellos pronunciara ni una palabra. Algunos de los guardas, sin embargo, fueron más locuaces, pues a las gentes de Zuu les gustaba contar o escuchar un buen relato siempre que fuera posible. Pronto, una versión muy distorsionada de lo que había sucedido se extendió entre el populacho. Había habido una veintena de jinetes. Un grupo de hechiceros había estado utilizando el establo para sus rituales. Los magos del rey habían estado practicando, pero algo había salido mal y habían hecho aparecer un demonio procedente del éter.

Ninguna de las historias era correcta, pero un oyente atento que se paseara por allí podía comprender mucho a partir de lo que se decía, casi lo suficiente como para recrear lo que realmente había sucedido.

Para un espía ataviado con las ropas robadas a un comerciante asesinado, algo así era un juego de niños.