XIII

Un escalofrío recorrió a los durmientes. No despertaron, pero algo en el hechizo que los había sometido durante tanto tiempo había cambiado. Habría sido difícil de explicar este cambio excepto diciendo que ahora ya no dormían tan profundamente. En absoluto profundamente.

«¿Qué están haciendo allá abajo con ese maldito juguete?» Orril D'Marr se paseaba por el oscuro campamento envuelto en niebla intentando mantener a sus hombres organizados. Aquellos que se suponía que debían de estar disfrutando de un sueño precioso estaban aún despiertos en su mayoría, ya que la niebla y los rumores mantenían a muchos demasiado preocupados para siquiera tumbarse en el suelo. Los soldados de la guardia nocturna, entretanto, no hacían más que dar vueltas y luchar contra fantasmas y sombras en la niebla. Los centinelas no dejaban de informar sobre la presencia de criaturas que no existían, que no podían existir.

Todo esto lo apartaba de sus tareas más importantes. D'Marr se había otorgado unas pocas horas preciosas de sueño para poder estar bien despierto para el proyecto que había planeado para esta noche. Planeaba abrir una entrada hasta la cámara oculta y descubrir por fin qué era aquello tan valioso por lo que las bestias estaban dispuestas a sufrir bajo sus dulces manos. Los explosivos estaban listos y ya había escogido los puntos donde los colocaría. No provocaría grandes daños a las zonas cercanas y ninguno a la valiosa sala de su señor.

Es decir, si conseguía tener la oportunidad de colocar los explosivos. Con su señoría y el demonio azul allá abajo, trabajando aún después de tantas horas, Orril D'Marr era el oficial de más rango disponible, y eso significaba que debía mantener el control, lo que consistía en correr de un lado a otro y golpear a los otros oficiales hasta que éstos empezaban a actuar tal y como exigía su rango. Los oficiales eran su deber y los hombres bajo éstos, responsabilidad de ellos. No tenía tiempo de correr de un soldado a otro.

«Algo sucede.» La niebla se arremolinaba en una violenta tempestad de sombras y luces. En ocasiones la zona quedaba iluminada durante varios minutos, como si el sol hubiera salido y conseguido por fin atravesar la bruma. Al menos se había aclarado un poco, pensó. Aun estando totalmente a oscuras era posible distinguir figuras situadas a varios metros de distancia.

Si ese cambio se debía a un éxito por parte de lord D'Farany o era simplemente un fenómeno natural, al joven oficial no le importaba. Únicamente se alegraba de que sucediera.

D'Marr odiaba este lugar, pero el maldito calor y la luz del sol eran preferibles a esta porquería. Durante lo que llevaban de noche, dos hombres habían simplemente desaparecido y un tercero… bueno, había algunas cosas que incluso a él le revolvían el estómago.

«Y aquella patrulla dispersada, más de una docena de hombres perdidos allí, además.» Curiosamente, eso lo irritaba y excitaba a la vez. Los informes hablaban de un enorme semental con un jinete, este último con una docena de descripciones diferentes. Todos los supervivientes parecían haber estado obsesionados con el monstruoso corcel… lo que no era ninguna sorpresa, si era lo que él pensaba que era. Uno de los espías de aquel reino que se llamaba Zou o algo parecido, había informado de un conflicto relacionado con un mago y un enorme caballo negro.

El Grifo poseía un aliado en este reino que coincidía con tal descripción, un demonio llamado Caballo Oscuro. Había sido D'Rance, desde luego, quien le había proporcionado aquella información.

Dos centinelas se cruzaron torpemente en su camino y retrocedieron al momento. Saludaron, pero el joven oficial se limitó a indicar que se apartaran. No tenía tiempo para los hombres que realizaban sus deberes. Eran los que no lo hacían los que sentirían su cólera si tenían la desgracia de cruzarse en su camino. D'Marr deseaba acabar con aquella tarea. En cuanto tuviera a los oficiales bajo control y éstos por su parte a los hombres, podría regresar a los túneles.

Su mente regresó al tema del encuentro de la patrulla con el monstruo conocido como Caballo Oscuro. El demonio no podía haber tropezado con ellos por casualidad; tenía que haber venido hasta aquí específicamente en busca de los piratas-lobos. Cualquier idea que contradijera esto no era aceptable ni para Orril D'Marr ni para su señor. Hasta el hombre azul había estado de acuerdo con él en este asunto.

El Grifo tenía que estar aquí. Encajaba. La aparición del corcel negro había ocurrido casi inmediatamente después de su desembarco, y además llevaba un jinete con él. Si el jinete no era el condenado hombre-pájaro, entonces sólo podía tratarse de uno de sus amigos. Fuera como fuera, sólo podían haber conocido la presencia de los piratas a través del Grifo. Tenía sentido para él.

Cierto es que faltaba cierta lógica en el argumento, pero otra razón deshancaba a todas las demás en esta cuestión. D'Marr recordó el ataque a la ciudad portuaria. Lord D'Farany había esperado alcanzar dos cosas allí. Una había sido robar una serie de mapas que los ayudarían en esta empresa y la otra había sido coger a su mayor adversario desprevenido.

No habían conseguido matar al Grifo aquel día, pero su cachorro había pagado por las muertes y derrotas que el imperio había sufrido. No era satisfactorio, pero serviría hasta que la cabeza del Grifo decorara la punta de una lanza.

«Y ese momento no tardará en llegar.» Tal y como se esperaba, el pájaro los había seguido al otro lado del mar. D'Marr había predicho que lo haría y por una vez había vencido al demonio azul a ese respecto. «¡Vienes a mí, Grifo, vienes a reunirte con tu cachorro!»

Su mano acarició el pomo del cetro. Cuando hubiera terminado con el Grifo, sólo quedaría la mujer-gato. Ella seguiría los pasos de su compañero, pues era tan previsible en su comportamiento como lo era él cuando se trataba de una venganza. «Así habré acabado con los tres.»

Nadie le negaría su grandeza, entonces.

Su recorrido lo llevó alrededor del campamento hasta que regresó a la boca del túnel que conducía a la ciudad Quel. El campamento estaba por fin en orden. Los oficiales estaban en su puesto y ellos, por su parte, tenían a los hombres bajo control. D'Marr había hecho todo lo que había podido. Ahora había llegado el momento de…

Una figura alta surgió del túnel. Por su forma de andar y su actitud, D'Marr no tuvo el menor problema para identificarla como el norteño. El hombre aparecía embarrado, agotado. El joven oficial esbozó una rápida sonrisa, y luego volvió a asumir una expresión de indiferencia.

D'Rance lo vio y no se molestó en ocultar su propio disgusto. Intentó pasar junto a su colega de menor estatura como si no lo hubiera visto, pero D'Marr no pensaba permitir nada parecido. Saber que al norteño lo habían puesto a prueba hacía más agradable su propio día de tedio.

–¿Cansado ya?

–No juegues conmigo, Orril D'Marr. Nuestro señor ha tenido que luchar durante mucho rato y me vi obligado a ayudar a mantenerlo, ¿sí?

–¿Y qué es lo que podías hacer por él, hombre azul? ¿Secarle el sudor de la frente?

D'Rance le dedicó una mueca despectiva.

–Los conocimientos de un estudioso son una mejor arma en ocasiones que la espada de un simple soldado. Tú habrías golpeado el mecanismo de cristal con ese juguete que llevas al cinto, creo, tal y como hiciste con las paredes. Tanto esfuerzo, pero tan poco resultado.

–¿Eres un estudioso de la magia?

El hombre azul perdió repentinamente el interés por el enfrentamiento verbal.

–He dado todo lo que tenía para nuestro esfuerzo, hombrecillo, y nuestro lord D'Farany lo sabe. Se me ha dado permiso para descansar y descansar es lo que haré.

El agotado hombre del norte dio la vuelta y se perdió en la niebla. D'Marr lo siguió con la mirada hasta que desapareció; luego echó una rápida ojeada a la boca del túnel. Todos los esfuerzos del diablo azul no valdrían gran cosa antes de que finalizara la noche. Cualquier favor que hubiera obtenido de lord D'Farany se desvanecería cuando D'Marr descubriera la cueva secreta.

Empezó a descender por el túnel, mientras ultimaba sus planes. Necesitaría cuatro o cinco hombres, sólo para mayor seguridad. Podrían colocar los explosivos en los lugares apropiados y encender las mechas. También habría escombros que apartar, lo que significaba que cinco o seis hombres trabajarían mejor. Pero la tarea más importante se la reservaba para sí mismo: sería él el primero en entrar en lo desconocido, él, el descubridor. «Y cualquier secreto, cualquier tesoro que se oculte ahí, yo seré el primero en conocerlo.»

–¡Señor!

Aunque su expresión se mantuvo imperturbable cuando se volvió de nuevo hacia la boca del túnel, en su interior Orril D'Marr se sentía encolerizado. «¿Qué es lo que quieren ahora?»

–¿Sí? – inquirió en voz alta.

Un oficial comprensiblemente nervioso y más joven incluso que él se encontraba en posición de firmes justo en la entrada. No cabía duda de que había sido designado como voluntario para esta misión por sus superiores. De esa forma, si D'Marr decidía descargar su cólera sobre alguien, no sería sobre ellos.

–Señor, se me ha ordenado que os comunique que hay una cierta confusión en el flanco oriental. Varios hombres han informado de una luz errante. Dos fueron a investigar y no han regresado. Otro hombre informa…

D'Marr aguardó, pero el otro oficial no siguió adelante.

–Informa ¿qué?

–Que alguien se reía… por encima de su cabeza.

Las comisuras de la boca de D'Marr se doblaron hacia abajo. Su trabajo empezaba ya, a hacerse pedazos. Si esto era un ejemplo de cómo estaba la situación bajo el control de lord D'Farany, entonces no había habido ninguna mejora. Se suponía que el éxito debía consistir en que la niebla o bien se desvanecería u obedecería las órdenes de su señor. Hasta ahora, no había hecho ninguna de las dos cosas por lo que D'Marr podía ver. Si acaso, este último informe indicaba que las cosas habían empeorado.

Regresó a la superficie y miró en derredor. Cómo se suponía que iba a mantener a toda aquella chusma organizada era algo que lo sobrepasaba, pero era su trabajo. Esto significaba dar caza a aquellos oficiales incompetentes y descubrir la verdad sobre cosas que daban tumbos en la niebla. Empezaba a cansarse de esto. Tendrían que efectuarse algunos cambios en las filas.

–¿Cómo te llamas?

–Jefe de pelotón, nivel base, R'Jerek, señor.

Los superiores de aquel hombre habían escogido al oficial de menor rango que habían podido encontrar. Todavía llevaba la designación de casta R'. Cualquiera por encima suyo habría llevado la D' como la llevaba el nombre de D'Marr. Su opinión sobre el valor de los superiores de R'Jerek descendió aún más.

–¿Tu oficial inmediato?

–El capitán D'Lee, señor.

–Condúceme hasta él, D'Jerek.

–Sí, señor… -El joven oficial vaciló-. Es R'Jerek, señor.

–No después de que haya terminado con tu superior, capitán.

Su guía no dijo nada más después de eso.

Orril D'Marr dirigió una última mirada al túnel. «Mañana -se juró-. Tendrá que esperar hasta mañana.»

«¡Tanto poder!» Kanaan D'Rance se encaminó tambaleante hasta su tienda, que se encontraba, no por casualidad, alejada del resto. Aunque se habría sentido mucho más feliz durmiendo entre los fascinantes artilugios Quel, eso no estaba permitido. De todos modos, había conseguido trasladar clandestinamente unos cuantos objetos a su tienda, donde intentaba descifrarlos y utilizarlos. Sus habilidades aumentaban; incluso había conseguido curar su mano sin que nadie llegara a descubrir la verdad. Sin embargo, el mechón de su cabeza empezaba a resultar un problema, y estaba seguro de que el jefe aramita sospechaba.

Los secretos que ocultaban aquellas chucherías no eran nada comparados con el combate celebrado esta noche, un combate en el que lord D'Farany había estado a punto de triunfar. El misterioso adversario había sido derrotado; ahora, el comandante aramita sólo tenía que conseguir que la niebla mágica quedara bajo su control. Lord D'Farany hablaba ya de utilizar la mortífera bruma, una idea contraria a sus primeras inclinaciones; pero, pese a la maldad de la magia vinculada con la niebla -o quizá debido a ella-, el guardián veía en ella ahora un gran potencial como arma para los piratas.

Kanaan D'Rance estaba de acuerdo en gran parte, pero difería de su amo en un aspecto. Deseaba el control de la bruma para sí mismo. «Hay poder ahí. ¡Una magia diferente y extraña!» En un principio lo había repelido, pero ahora lo atraía. El hombre azul sentía que podía conseguir grandes cosas con ella una vez que averiguara cómo había surgido. Necesitaba tiempo, no obstante, pasar un tiempo solo en aquella sala. Estar un tiempo allí solo para estudiar.

Apartando a un lado el faldón de la tienda, la elevada figura se precipitó al interior. No fue hasta que el faldón se hubo cerrado a su espalda que se dio cuenta de que algo no iba bien. Algo que únicamente sus florecientes sentidos mágicos podían advertir.

Sin el menor esfuerzo, creó una pequeña esfera de luz con el suficiente brillo para iluminar gran parte del interior.

¿Obra de lord D'Farany? ¿Se dedicaba ahora a jugar con él? No le gustaba la idea de acabar como uno de los juguetes del jefecillo. Orril D'Marr era experto en provocar una muerte lenta.

Fue entonces cuando advirtió que toda su colección de artefactos Quel, cuidadosamente escondida, había sido sacada y desperdigada sobre la mesa de trabajo.

¿Quién se habría atrevido a tanto? Esta no era la forma de actuar de lord D'Farany. ¿D'Marr, entonces? ¿Uno de sus espías? No tenía sentido; no podían averiguar nada de su colección excepto que había escamoteado algunas piezas. El menudo jefecillo habría comprendido que tales esfuerzos habrían sido una pérdida de tiempo por parte de todos.

De algún modo, sabía que esto no podía ser obra de los aramitas. Pero entonces, ¿a quién dejaba eso?

Una de las estatuillas de la mesa, un pequeño oso de cristal, saltó de la mesa y pasó rozando su hombro.

Estupefacto, giró en redondo, en un intento de no perderlo de vista. El talismán Quel se encontraba ahora en el suelo a su espalda, tan inmóvil como lo había estado antes de su extraordinaria demostración de actividad. Con gran cautela, Kanaan D'Rance se agachó para recogerlo.

El diminuto oso se apartó de él de un salto, para ir a refugiarse en las oscuras sombras de una esquina de la tienda. El hombre azul lanzó un gruñido y se encaminó hacia aquel punto. Aunque no veía al objeto, sabía que no podía ir más lejos. La tienda impediría su avance. Ahora era una simple cuestión de buscar entre las sombras. El estudioso que había en él se hizo con el control; en cuanto encontrara el curioso objeto, pensaba estudiarlo atentamente hasta descubrir el motivo de tan repentina animación.

Una carcajada procedente de las sombras le hizo retirar la inquisidora mano.

Una figura rechoncha y grotesca que no podía haber permanecido oculta todo aquel tiempo estaba acuclillada entre las sombras. No podía distinguir nada del rostro excepto una larga barbilla estrecha y la rendija de una boca. La criatura levantó un brazo larguirucho hasta el enorme sombrero de ala ancha que llevaba y lo alzó lo suficiente para mostrar el resto de su infernal rostro. D'Rance tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar. Se quedó allí inmóvil, petrificado.

–Una lucha fascinante, una lucha fascinante para mí -dijo el intruso-. Especialmente para mí.

–¿Quién…?

La boca se torció en una mueca maliciosa. Una mano huesuda se cerró con fuerza, y luego volvió a abrirse. En la palma de la mano apareció la escurridiza estatuilla.

–Plool soy; yo soy Plool… -La mueca se tornó más amplia. Los ojos, los impíos ojos cristalinos, centellearon divertidos-. Un amigo.

–Algo ha cambiado sin lugar a dudas, lord Grifo, ¡y no necesariamente para mejorar!

El Grifo también lo había notado. Desde luego se había producido un cambio en el aire, o más bien en la niebla. Se estremeció y no estuvo muy seguro del motivo. Tal vez el cambio había sido para mejorar, pero no tenían forma de saberlo.

¿Era eso pesimismo? Más bien experiencia y sentido común. El pájaro-león se había encontrado en demasiadas situaciones extremas para no esperar lo peor. Por lo general, y sin que mediara ningún esfuerzo propio, comprobaba que sus suposiciones habían sido acertadas.

–¿Qué te parece, Caballo Oscuro?

–¡Nada! – resopló el corcel-. No me parece absolutamente nada. Proviene de Nimth y, por lo que a mí refiere, ¡lo que proviene de allí es una amenaza para todos!

–¿Como Sombra? – no pudo evitar preguntar al ser eterno.

Algo parecido a un trueno impidió a Caballo Oscuro contestar. La criatura dio un traspié. Toda la zona refulgía de improviso a pesar de ser aún de noche. El Grifo escuchó un retumbar, bajó los ojos, y, con la ayuda de la misteriosa luz, vio que la tierra se abría ante ellos. Empezó a indicárselo a su compañero, pero el equino retrocedía ya. La sima fue ensanchándose, y de ella brotó una sustancia grisácea muy parecida a la arcilla.

–¿Puedes saltar por encima? – Había visto a Caballo Oscuro saltar hendiduras mucho más anchas que ésta.

–¡Lo haré en cuanto esté seguro de que no es peligroso hacerlo! No confíes en las apariencias en este lugar; ¡generalmente hay siempre algo más!

Fue entonces cuando la arcilla fundida se volvió hacia ellos.

Del centro de la borboteante masa surgió un tosco y grueso tentáculo. Al mismo tiempo, el Grifo sintió que su propio cuerpo se retorcía, y contempló con horror cómo sus brazos empezaban a crecer y su torso se curvaba.

–¡Caballo Oscuro! – El Grifo intentó controlar sus dedos, que intentaban doblarse hacia atrás por voluntad propia.

–¡Su…, sujétate… a mí!

Lo hizo. Se agarró con fuerza al negro semental lo mejor que le permitió su distorsionada forma. Los dedos seguían luchando por conseguir la independencia, pero su voluntad era más fuerte.

El pájaro-león percibió una oleada de movimiento por parte del corcel eterno, y luego una ráfaga de aire maloliente, cuando Caballo Oscuro saltó.

Tardaron una eternidad en aterrizar, al menos en la mente del Grifo; y, cuando lo hicieron, Caballo Oscuro no se detuvo. Siguió corriendo, sobre colinas y zonas llanas; el terreno no importaba. Y todo el tiempo la luz permaneció con ellos. Galoparon durante lo que debieron de ser varios kilómetros antes de que el Grifo se recuperara lo suficiente para pedir a su compañero que se detuviera. Caballo Oscuro no respondió a sus palabras, pero se detuvo de mala gana al cabo de unos instantes.

El Grifo se examinó con cuidado, preocupado por lo que pudiera encontrar pero decidido a ver qué terribles cambios podían haberle ocurrido. Con gran asombro y alivio, comprobó que estaba igual que siempre. Abandonar la vecindad de la sima lo había devuelto a la normalidad.

–¡Grrrifffooo!

–¿Caballo Oscuro? – En su alivio al descubrir que había sobrevivido intacto, el pájaro-león casi había olvidado al que le había salvado la vida. No se le había ocurrido que el negro semental pudiera también haber sufrido alguna monstruosa alteración- ¡Caballo Oscuro! ¿Qué sucede?

No obtuvo respuesta del siniestro corcel, pero éste temblaba sensiblemente. El Grifo dirigió una rápida mirada al rocoso terreno a sus pies y, no viendo nada extraordinario, desmontó con sumo cuidado. Caballo Oscuro siguió estremeciéndose. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar a su jinete; se limitó a mirar con fijeza al frente.

–Caballo Oscuro…

–¡No… puedo… combatirlo esta vez! – Los temblores empeoraron aún más, y el negro corcel retrocedió tambaleante un paso.

–¿Combatir qué? – ¿Cómo podía ayudarlo?

–¡Combatir… lo que casi tomó… el control… cuando estaba… con Cabe!

La última palabra terminó casi en un alarido.

Caballo Oscuro se derritió.

Era como mercurio que fluía en todas direcciones. Un charco negro con vagos rasgos equinos. El pájaro-león se apartó de un salto, espantado.

–¡Caballo Oscuro! ¿Qué hago, qué puedo hacer?

–Urra…

De la horripilante masa se alzó una figura de color negro. Unas frías órbitas azules lo contemplaron desde un rostro que era y no era una copia del propio rostro del Grifo. Cada detalle de la figura del pájaro-león había sido copiado, pero era una reproducción imperfecta. Éste alzó una garra hacia aquello en que se había convertido su compañero.

La figura se fundió, pero volvió a formarse casi al instante. Una criatura con muchos brazos y múltiples ojos azules surgió ante el Grifo, quien no retrocedió ante ella, aunque la experiencia debería haberle exigido lo contrario.

Con la misma rapidez con que se había formado, también esta figura se fundió. Otra nueva, ésta humanoide, hizo su aparición.

El Grifo la reconoció al instante.

–¡Sombra!

Sombra, pero con el definido contorno de un rostro. A pesar de lo veloz que fue el pájaro-león en su intento de ver aquellas ennegrecidas facciones, no fue lo bastante rápido. Sombra, la figura de Sombra, más bien, se derramó sobre el suelo antes de que el Grifo pudiera distinguir los detalles de su rostro. Contempló cómo se derretía con cierta desilusión a pesar de las circunstancias. No obstante los muchos años que había conocido al hechicero, jamás había distinguido las auténticas facciones de aquel ser. Ni siquiera Sombra había sido capaz de recordar qué aspecto había tenido en el pasado.

Apareció una nueva forma, pero ésta, según resultó, iba a ser de nuevo Caballo Oscuro. Tardó más tiempo en formarse que las otras, posiblemente porque parecía como si el ser eterno utilizara su fuerza de voluntad para volver a existir, de modo muy parecido a como el Grifo había luchado por controlar sus dedos.

Cuando por fin estuvo totalmente formado, el negro semental sacudió la cabeza y contempló a su compañero.

–Pensé que había vencido el impulso la última vez que estuve aquí, pero la niebla, Nimth, es aún más fuerte.

–¿Qué te sucedió?

Caballo Oscuro dio un vacilante paso. Su figura onduló.

–¡Aún no estoy completamente a salvo! Tendrás que concederme algo de tiempo. ¿Qué me sucedió? ¡Soy aún más susceptible que tú a los poderes descontrolados de Nimth! ¡Ja! ¡Soy peor que arcilla húmeda en las manos de esos poderes! Cuando pasé por aquí con Cabe, estuvo a punto de suceder. Me resistí y tuve éxito entonces, ¡pero no ahora! ¡Fracasé! Me vi convertido en cualquier forma que pudiera extraer de mis recuerdos. Cualquier recuerdo.

–¿Incluido Sombra?

El corcel eterno se serenó.

–¡Me perseguirá eternamente! Había olvidado que llegué a conocer su auténtico rostro. Fue en los últimos días… o… ¿fue hace mucho, mucho tiempo?

Eso era todo lo que su compañero quería decir sobre el tema, de modo que el Grifo se dedicó a estudiar los alrededores. La extraña luz -¿de dónde procedía?– le permitía ver a una distancia de unos cinco metros en cualquier dirección. No tenía ni idea de dónde se encontraban excepto que habían ido más al oeste. Caballo Oscuro no había pensado en su trayectoria, y, de no haber sido por el hechicero, podrían estar aún corriendo en medio de la niebla. Se alegró de haber conseguido hablar o de lo contrario habrían seguido galopando hasta terminar en medio del campamento aramita. El pájaro-león no deseaba enfrentarse a sus adversarios hasta que supiera que la ventaja estaba de su parte.

Se preguntó si estarían muy cerca. Lo bastante cerca como para que sus garras se abrieran con ansiedad. La península era muy, muy alargada, pero Caballo Oscuro se movía más rápido que el viento. Lo que a un corcel normal le habría llevado días alcanzar, él podía hacerlo en horas. El Grifo era consciente de que su montura no había prestado atención a la velocidad, por lo que no existía un método satisfactorio de calcular dónde estaban.

La misteriosa iluminación empezó por fin a apagarse. Nada permanecía constante aquí. Considerando lo que el negro corcel le había contado sobre la maloliente bruma, el pájaro-león se sentía sorprendido de que la luz hubiera durado tanto tiempo. No lamentó verla desaparecer. A pesar del momentáneo aumento de la visibilidad que había creado, hacía que el Grifo se sintiera más nervioso. Se suponía que la noche era oscura. Estaba más cómodo así. Durante la noche, sus reflejos y sentidos eran una ventaja sobre la mayoría de los enemigos. La caza de piratas-lobos se hacía mejor durante la noche.

El Grifo clavó la mirada en la cada vez más oscura niebla. Imaginaba la escena. Soldados solitarios que vagaban en la noche, incapaces de ver mucho excepto con antorchas cuya luz le servía también a él para encontrarlos. Si el hechicero era su prisionero, conducirían al Grifo hasta él. Si Cabe no estaba a su merced, eso simplificaría las cosas para el pájaro-león, pues no tendría que contenerse.

Las imágenes se volvieron tan reales que el Grifo casi pudo ver las fantasmales figuras y escuchar el tintineo del metal. Su mano buena se cerró sobre la empuñadura de la espada.

Se vio sorprendido por un extraño silbido… y de pronto le resultó imposible respirar, como si algo fino y duro se hubiera arrollado alrededor de su garganta.

–¡Grifo! ¡Ten cuidado!

Sin prestar atención a la tardía advertencia, el Grifo se agachó y sacó la espada. Sabía que era un látigo lo que le rodeaba la garganta y sabía muy bien quién se encontraba al otro lado. Con lo que contaba era con que el otro subestimara su fuerza. El pájaro-león era más fuerte que muchos humanos, pese a que una de sus manos sólo tenía tres dedos ahora. Agarró con fuerza el látigo y tiró, al tiempo que ponía en movimiento la espada. Su atacante no tuvo oportunidad de reaccionar; el arma del Grifo le atravesó el cuello.

Liberando la espada incluso antes de que el soldado cayera, el Grifo giró en redondo. Aquellos hombres no eran un producto de su imaginación. Había visto realmente las figuras y escuchado el tintineo de sus armaduras, pero, como un loco senil, no había prestado atención. A lo mejor le había llegado la hora de morir. Cuando uno se volvía viejo y descuidado, eso era lo que sucedía.

«¡No! Por ti, Troia, y por el recuerdo de nuestro Demion, ¡no permitiré que me maten!»

Cayeron sobre él. Caballo Oscuro había descrito con detalle su primer encuentro con la patrulla, por lo que el Grifo pudo deducir que esta segunda patrulla era mucho mayor y estaba mejor preparada que su antecesora. Alguien entendía muy bien lo que podían estar persiguiendo y había suministrado a los soldados las herramientas diseñadas para seres como Caballo Oscuro y él.

Incluso mientras acababa con un espadachín, el Grifo advirtió que solo no podría escapar a los aramitas. «Tienen que habernos oído; deben de haber oído a Caballo Oscuro mientras se debatía.» Poca ayuda le llegaría del corcel.

El siniestro equino se encontraba unos metros a su izquierda y se enfrentaba ya a más de media docena de atacantes. Caballo Oscuro y sus oponentes parecían encontrarse en un callejón sin salida; ellos no podían llegar hasta él, pero el corcel seguía demasiado débil, a causa de su batalla interior, para poder causarles ningún daño.

Tres espadachines lo atacaban ya desde tres ángulos distintos. Consiguió mantenerlos más o menos frente a él el tiempo suficiente para lesionar a uno en la pierna, pero otros acudían ya. Cuatro hombres con una red se colocaron a su espalda. Un lancero y otro espadachín se unieron a sus atacantes, y empezó a desarrollarse un esquema de ataque, un golpe de lanza seguido por uno o más ataques con las espadas, generalmente juntos. El Grifo los rechazaba, pero se veía obligado a retroceder cada vez.

Cuando la red cayó sobre él, el pájaro-león comprendió que había permitido que jugaran con él. Que no hubiera existido otra elección, de ningún modo mitigó la rabia que sentía contra sí mismo.

Le arrancaron la espada de la mano, pero tuvo la satisfacción de hundir profundamente las garras en uno de sus capturadores antes de que lo envolvieran fuertemente con la red. Cuando hubieron terminado, lo ataron como si fuera una pieza de caza… y para los piratas-lobos sin duda debía de serlo. El Grifo oyó cómo uno de los aramitas gritaba a Caballo Oscuro.

–¡Quédate quieto, demonio, o cortaremos en filetes a tu amigo aquí y ahora!

Habría instado al negro corcel a que hiciera caso omiso de la amenaza, pero alguien lo golpeó en un lado de la cabeza y lo atontó por unos instantes. Cuando su cabeza se aclaró, Caballo Oscuro ya se había rendido.

–¡Vigiladlo! – ordenó la misma voz, posiblemente el jefe de la patrulla-. ¡El comandante D'Marr lo querrá en buenas condiciones para interrogarlo!

El Grifo no podía ver los ojos de sus capturadores, pero notó cómo un par de los hombres que lo sujetaban se quedaban muy tiesos a la mención del nombre. «El torturador de D'Farany», pensó.

–Atadle la boca.

Alguien lo hizo girar de modo que otro guardia pudiera atar una gruesa tela alrededor de su pico. En la oscuridad de la renacida noche, el pájaro-león distinguió la silueta del diabólico corcel. Caballo Oscuro había bajado la cabeza y dos aramitas le pasaban algo alrededor del cuello. No podía ser una cuerda de nudo corredizo. Algo tan simple jamás habría podido retener a Caballo Oscuro. No, debía de tratarse de una cuerda mágica de algún tipo, un aparejo en cuyo poder confiaban, no obstante los trucos de la niebla. El Grifo no estaba muy seguro de que se pudiera confiar en la magia ni en ningún artilugio mágico mientras se estuviera en el interior de esta bruma. Deseó que la fe de los piratas-lobos se revolviera contra ellos antes de que todo esto terminara. Si no era así y sus juguetes funcionaban como debían…, entonces todo había terminado ya.

A menos que Cabe no estuviera prisionero…

Si no era así, ¿dónde estaba?

Un par de botas cruzaron su limitado campo visual y se detuvieron ante él.

–Haced que no cause problemas durante el viaje. Eso mantendrá al demonio a raya.

El Grifo sabía lo que iba a suceder y se preparó para ello. El golpe en la nuca fue muy preciso; apenas si se dio cuenta, pues bastó para enviarlo de golpe a la inconsciencia. No tendría más que un chichón del tamaño de un puño cuando despertara.

Siempre y cuando el Grifo despertara.

Sí despertó, pero no fue ningún alivio hacerlo, pues descubrió que ya habían llegado al campamento aramita. Era todavía de noche, supuso, pero muchos estaban despiertos. Percibió una cierta tensión que impregnaba la zona. Los piratas no se sentían a gusto en este lugar. Tal información no le sirvió de gran consuelo, ya que sus capturadores estarían mucho más inquietos y más dispuestos a matarlo. Aunque sabía que le esperaba una dolorosa agonía a manos del inquisidor aramita, el pájaro-león estaba dispuesto a sobrevivir. Ya había dado parte de la mano y estaba dispuesto a dar mucho más si con ello obtenía las muertes de lord D'Farany y sus hombres.

Con los ojos tan entrecerrados que no eran más que rendijas, el cautivo continuó examinando los alrededores. Faltaba algo de capital importancia. No veía ni oía a Caballo Oscuro. ¿Qué le había sucedido al corcel eterno? Sin duda era consciente de que los piratas matarían al Grifo de todos modos. Probablemente éstos estaban buscando formas de someter al negro semental a su voluntad. El Grifo tenía la seguridad de que encontrarían algún sistema adecuado; esta partida debía de haber robado todo lo que había podido antes de abandonar a sus compatriotas allá en el imperio. «¡He aquí la tan famosa lealtad de la jauría!», se dijo.

Lo arrastraron por el suelo sin piedad; lo hicieron durante tanto tiempo, que casi pensó que tenían la intención de arrastrarlo hasta que muriera. No sería una muerte muy imaginativa, en ese caso. De D'Farany, el Grifo había esperado más. Algo lento y muy doloroso.

Esto no era como lo había planeado. De improviso, el Grifo se vio arrojado sobre el duro suelo. Sofocó un gruñido y permaneció tan inmóvil como le fue posible.

–¿Qué es ahora? – La voz sonó indiferente, casi aburrida.

–¡Señor, un trofeo increíble! Es…

–No te molestes en contármelo; muéstramelo.

–¡Sssí, comandante D'Marr!

Manos poco amables lo hicieron rodar sobre su espalda.

–No perdáis el tiempo haciéndolo rodar hasta que quede libre; tengo otras cosas que exigen mi atención. Sacadlo cortando las cuerdas de la red.

Evidentemente, en la oscuridad resultaba difícil distinguir algo más que su figura. ¿Una posible ventaja? El Grifo escuchó el sonido de una daga al ser desenvainada. Una hoja centelleó junto a su rostro, pero no se movió. Con muy poco cuidado por su bienestar, el soldado empezó a cortar la malla. El pájaro-león se puso alerta; si iba a existir una oportunidad de escapar, ésta sería cuando estuviera casi libre de la red. Él era muy rápido, mucho más rápido de lo que ellos creían. Era una pobre esperanza, pero, si lo ataban después de esto, sus posibilidades se tornarían casi nulas.

Una pesada bota aterrizó sobre su garganta. El Grifo se quedó sin respiración. Sobre su frente se posó la punta de una maza. A su alrededor todo era silencio.

–¿Qué es lo que estás mirando, idiota? Termina de soltar a nuestro amiguito. – ¿Había acaso un cierto matiz de excitación en la por otra parte monótona voz del oficial?-. Ahora no intentará ningún truco.

Sujetaron al Grifo por brazos y piernas en cuanto fueron cortados los últimos restos de la red. D'Marr no retiró el pie de la garganta del pájaro-león hasta estar seguro de que el prisionero no podría soltarse de las manos de los guardas.

–Ya puedes abrir los ojos del todo, hombre-pájaro.

El Grifo lo hizo. Un rostro redondo y bien afeitado lo contemplaba desde arriba. Tras una primera ojeada, estuvo a punto de preguntarse si los aramitas se habrían visto reducidos a promocionar niños al rango de oficiales. Luego, cuando tiraron de él para que se pusiera en pie, pudo ver mejor los ojos. D'Marr podía ser joven, pero desde luego no era una criatura; había más muerte en sus ojos que en los de la mayoría de los hombres a los que el Grifo se había enfrentado durante su vida.

«¿Y es mi hijo una de esas muertes?», se preguntó.

El comandante aramita se acercó más, y el Grifo ladeó la cabeza con repentino regocijo al comprobar que D'Marr sólo le llegaba a la barbilla.

El pomo de la maza se hundió en su estómago.

Sus guardianes no le permitieron doblarse al frente ni sujetarse el estómago para aliviar el dolor. Mientras jadeaba, oyó decir al joven comandante:

–Has convertido lo que habría sido una noche larga y fastidiosa en algo que ha valido la pena, hombre-pájaro. No tienes ni idea de lo mucho que he esperado esta confrontación.

–¿Aviso a su señoría, señor?

D'Marr miró a su prisionero, luego a los guardas, y por último al hombre que había hablado. El Grifo observó que jamás parecía mirar nada durante mucho tiempo, ni siquiera el rostro de un adversario cuya imagen se había convertido en sinónimo de las derrotas aramitas.

–No; ahora no sería el mejor momento. Lord D'Farany se acaba de retirar y su victoria sobre la niebla lo ha dejado exhausto. – Los hombres parecieron desconcertados con respecto a la última parte de su declaración, pero D'Marr hizo como si no se diera cuenta. Dedicó una apenas perceptible sonrisa al pájaro-león-. Estoy seguro de que podremos encontrar alojamiento para nuestro invitado especial hasta entonces. Necesitamos tiempo para prepararle el mejor de los recibimientos; tiempo para planear su muerte como es debido. Para esto último, lord D'Farany deseará estar totalmente despabilado y en condiciones de disfrutar con sus sufrimientos.

–Espero resultar una desilusión -consiguió responder el Grifo. Seguía sintiendo dolor, pero éste había menguado lo suficiente para que pudiera fingir que había desaparecido.

–Hablas… -D'Marr alzó la punta de la maza hasta apoyarla en la parte inferior del pico del Grifo. El pájaro-león percibió un hechizo de algún tipo, un hechizo poderoso y complicado, encerrado en el interior del arma. A juzgar por su propietario, no dudaba que la maza era un objeto traicionero-. Qué divertido. Había empezado a pensar que no podías. No te preocupes, majestad…, se supone que eras un rey o alguna cosa parecida, ¿no es así?… Mi señor no se sentirá en absoluto desilusionado. Si crees que yo ansío tu compañía, te sorprenderá su entusiasmo. Eres la causa de todos sus sufrimientos. Años de sufrimientos.

–Estupendo.

Una sacudida le recorrió todo el cuerpo. Habría caído de no haber sido por los guardas. D'Marr esperó a que se recuperara; luego le acercó el pomo de la maza lo suficiente para que el Grifo pudiera ver cómo estaba diseñado.

–Ése fue uno de los niveles inferiores. Probarás los otros, tantos como puedas aguantar, cuando te lleven ante nuestro señor.

–Siempre estoy ansioso por conocer a los hombres que quiero matar. De hecho, ha sido un placer encontrarte.

D'Marr empezó a sonreír de nuevo, pero entonces sus ojos se clavaron en el rostro de rapaz que tenía delante y la sonrisa se esfumó.

–Con el único con el que tendrás el placer de encontrarte será con ese chiquillo tuyo. El que murió demasiado deprisa.

«Demion…» Fue como si le acabaran de arrancar el corazón. La sed de sangre se apoderó de él. El mundo del Grifo se encogió. Era un mundo en el que sólo cabían dos personas: una era él y la otra…, la otra era la bestia que había matado a su hijo.

No, dos eran demasiados. No se daría por satisfecho hasta que sólo quedara uno.

–Demion…

Nada podía mantenerlo apartado de la bestia. Sintió una cierta resistencia que lo mantenía inmovilizado, pero con una contorsión de los brazos se soltó. El monstruo retrocedió, la mirada cautelosa y lista para el combate. Perfecto; haría que su muerte resultara mucho mejor.

El Grifo sintió que algo volvía a tirarle de los brazos y esta vez se defendió con las garras, que alcanzaron carne y hueso. Ni una sola vez volvió la mirada para ver el origen de tal interferencia; sus ojos no veían más que la negra figura que tenía delante. Al chacal.

Saltó, pero la bestia lo golpeó con el cetro, lo que le produjo una nueva oleada de creciente dolor. Enfurecido aún, el Grifo se negó a aceptar la derrota. El dolor dio paso a la cólera, a la amargura. Lanzó las garras contra su adversario, pero las afiladas uñas chocaron con el duro metal de la armadura de la bestia.

La red cayó sobre él antes de que pudiera volver a atacar. Sin dejar de forcejear, el enloquecido pájaro-león se vio arrojado al suelo. Un fuerte golpe en la cabeza consiguió por fin disminuir parte de su sed de sangre.

–No lo matéis. Mantenedlo atado. – La bestia se colocó allí donde sabía que el Grifo no podría evitar mirar. Su rostro plácido volvió a iluminarse con aquella breve sonrisa-. Eres un tipo belicoso, ¿no es así?

–Te atraparé, D'Marr -respondió el prisionero en tono mucho más tranquilo.

Se sentía furioso consigo mismo por haber permitido que sus bajos instintos lo dominaran de aquella forma. No había hecho ningún bien a la memoria de su hijo ni al amor de su compañera convirtiéndose en un animal salvaje. Existía una frontera entre lo animal y lo humano donde el Grifo siempre se había mantenido. Ahora, se había permitido caer presa del lado inconsciente. Nunca era correcto permitir que uno u otro lado tuvieran el control completo; únicamente con ambos lados en equilibrio podía triunfar.

–Te atraparé a ti y a tu amo.

D'Marr se acuclilló y le apuntó con el extremo de la maza. La punta rozó apenas el costado del rostro del Grifo, pero éste se echó hacia atrás instintivamente antes de darse cuenta de que no había dolor esta vez.

–No, eso es para después, hombre-pájaro. Eso y mucho más. – El oficial aramita se puso en pie-. Atadlo bien esta vez y llevadlo con las otras bestias. ¿Está el demonio bajo control?

–Lo hemos atado como ordenasteis -respondió el jefe de la patrulla-. No parece que pueda ser capaz de liberarse.

–Vigiladlo. Aseguraos de eso. – El juvenil pirata bostezó mirando al Grifo-. Ahora que tengo las cosas resueltas, me perdonarás si me retiro. Tengo tanto que hacer maña… perdón, más tarde, hoy mismo. – Señaló a los guardas con su cetro-. Estos hombres se ocuparán de que estés incómodo. Si necesitas algo, por favor, pídelo.

–Simplemente tu cabeza.

D'Marr se golpeó la palma de la mano con un lado del arma. Contempló pensativo al prisionero, y luego inquirió con toda educación:

–¿Y cuánto tiempo crees que tardaremos en vernos honrados con la presencia de tu gata? Tengo muchísimas ganas de tener el juego completo.

Esta vez el Grifo no respondió. D'Marr se esforzaba por mantener su cerebro en un estado de confusión y conseguía su objetivo demasiado bien. No obstante lo desesperado de su situación, la única esperanza del Grifo estaba en conservar la calma.

–Bien, sospecho que no tardará demasiado en estar aquí. Me aseguraré de recibirla con amorosos brazos abiertos. – Con el semblante una vez más como una máscara de impasibilidad, el joven oficial dedicó al amarrado pájaro-león un saludo burlón y se alejó.

Mientras lo veía partir, el Grifo comprendió que tenía que conseguir liberarse a pesar de sus pocas posibilidades. Si no lo hacía, Troia lo seguiría, tal y como había pronosticado D'Marr. El solo pensamiento de verla en manos de alguien como el sádico aramita le produjo un escalofrío.

«Tengo muchísimas ganas de tener el juego completo», se había burlado D'Marr. Si el Grifo no encontraba algún modo de escapar a su destino -sin la ayuda de Caballo Oscuro, como parecía-, era muy posible que el implacable pirata consiguiera exactamente eso.