CAPÍTULO 03

—¿Vosotros hicisteis qué?

Marguerite Lockwood dio la vuelta para hacer frente a sus hermanos que estaban sentados juntos en el pequeño diván de color azul en su ensombrecido salón.

—Le pedimos a Lord Anthony Sokorvsky que te escolte por la ciudad. —Lisette intentó una mirada inocente. —¿Por qué estás tan enojada?

—Porque... —Marguerite extendió sus manos ampliamente para expresar su incapacidad para saber por dónde empezar. —No necesito que interfiráis en mi vida.

—Lo necesitas. —Christian se puso de pie y se alzó sobre ella. —Has estado encerrada aquí como un zorro evitando a los perros durante casi dos años. ¿No es hora de que sigas con tu vida?

Marguerite entrecerró los ojos y los miró. La serenidad de los gemelos continuaba sorprendiéndola e irritándola a la vez. Algunas veces se sentía como si fuera el benjamín de la familia.

—Estoy muy feliz así. Disfruto de todo tipo de lujos. No tengo que preocuparme en pagar el alquiler...

—Nunca sales.

Marguerite frunció el ceño a su hermano. —Por supuesto que salgo. ¡No me he convertido en una ermitaña!

—Muy bien, nunca sales con un hombre.

—Soy viuda.

—De un primer matrimonio que duró apenas un mes.

Marguerite apretó los puños con tanta fuerza que las uñas se clavaron en su carne. —¿Por qué eres tan cruel, Christian?

Él se encogió de hombros. —Porque lo hemos intentado todo y nada ha funcionado. Incluso ya casi nunca pierdes los estribos. Estamos preocupados por ti.

—Una buena manera de demostrar que estás preocupado es agrediéndome. —Marguerite volvió a su asiento frente a los gemelos y los miró.

Christian suspiró y también se sentó. —No estoy tratando de ser cruel. Sólo quiero que salgas y disfrutes un poco más.

—¿Con un hombre a quien jamás he conocido?

—Anthony Sokorvsky es el segundo hijo del marqués de Stratham y un invitado frecuente en la casa del placer. Es perfectamente respetable.

—¿Y su presencia en la casa del placer se supone que lo hace recomendable para mí?

—Tu marido visitaba el establecimiento de mamá, y le gustaba bastante.

Marguerite se obligó a pasar por alto esos desagradables recuerdos y concentrarse en el problema en cuestión. —¿Y por qué este Anthony Sokorvsky estaría de acuerdo en acompañarme de todos modos? ¿Hay algo mal con él?

—Por supuesto que no. Como la mayoría de los jóvenes, él simplemente está tratando de evitar que las madres lo emparejen. Si parece que está enamorado de ti, espera que lo dejen en paz.

Marguerite miró fijamente a Christian, consciente de que él no estaba diciéndole exactamente la verdad, pero como siempre con la astucia de su hermano, era incapaz de descifrar precisamente en qué parte estaba la mentira. Cruzó los brazos sobre el pecho y se echó hacia atrás.

—Igualmente no quiero salir.

—Marguerite...

Ella les frunció el ceño a los dos. —No tengo que hacer nada que vosotros me digáis. —Ahora su voz sonaba como si estuvieran de vuelta en la guardería infantil.

—Soy una mujer independiente.

—Que nunca tiene ninguna diversión.

—Os dejaré eso a vosotros dos.

Lisette sonrió y se estiró para acariciar la rodilla de Marguerite. —Sólo queremos que seas feliz. ¿Al menos estarás de acuerdo en conocerlo? Si te disgusta, te prometo que dejaremos de molestarte.

Marguerite se encogió de hombros ante el suave toque de Lisette. —Está bien, me encontraré con él si eso significa que vosotros dos dejareis de molestarme.

—Absolutamente. —Christian hizo una reverencia y se volvió para ayudar a Lisette a levantarse. —Lo traeremos a tomar el té hoy a las cuatro.

Marguerite, observó a los gemelos irse, su evidente satisfacción en sus sonrientes caras. El silencio descendió sobre la casa cuando la puerta se cerró y estuvo sola de nuevo. Se alisó los pliegues de su vestido lavanda. Tal vez tenían razón. Tal vez era hora de que dejara de ocultarse.

Con un movimiento brusco, salió del salón y se apresuró a subir las escaleras hacia su dormitorio. El retrato de Justin que su madre le había dado a regañadientes estaba ubicado en una mesa junto a su cama con dosel. Se sentó sobre el acolchado cobertor y cogió el marco dorado, examinado sus rasgos comunes, la sonrisa de sus ojos castaños y la suave curvatura de su boca. Tocó el vidrio frío con un la punta de un dedo y después ubicó el retrato sobre la almohada.

Cada vez era más difícil recordar cómo Justin había sido en realidad. Su calidez, su belleza, la sensación de tenerlo desnudo en sus brazos, moviéndose sobre ella, dentro de ella. Marguerite se estremeció al contemplar la cama perfectamente hecha. Tan fría ahora, tan solitaria después de experimentar el amor de un hombre.

Su madre diplomáticamente le había sugerido a Marguerite que aprovechara las delicias que se ofrecían en la casa de placer. Al principio, no había podido soportar la idea de otro hombre tocándola ni incluso ver a cualquier otra persona disfrutando de lo que ella no podía. Ahora... se sentía tan vacía como un lago seco. Se quedó mirando la congelada imagen de su marido. ¿Justin podría entender esto? ¿Desearía él que ella sea feliz otra vez?

Cogió el retrato y lo besó, luego se rió de su propia estupidez. Tal vez estaba un poco aburrida, pero no había necesidad de tanta ansiedad todavía. Sólo había aceptado conocer a Lord Anthony Sokorvsky, no irse a la cama con él. En un remolino de faldas, se levantó y corrió a buscar su sombrero y su chaqueta.

Una muy necesaria visita a su suegra le recordaría dónde estaban sus verdaderas lealtades y parecía una excelente manera de llenar el tiempo antes de que tuviera que regresar a tomar el té.

—Marguerite, hija mía, siéntate.

Para sorpresa de Marguerite, Lady Lockwood hasta parecía contenta de verla. Ella esperaba un regaño, o por lo menos una muestra de indiferencia a causa de su reciente abandono. Se acomodó en una silla frente a su suegra y mentalmente revisó una lista de excusas de por qué ella no se había molestado en visitarla.

Si fuera honesta, tendría que admitir que Lady Lockwood nunca le había dado la bienvenida, en verdad, había tratado de negar que su matrimonio con Justin fuera legal. Si no hubiera sido por mamá y sus poderosos amigos, Marguerite no hubiera recibido aún el reacio reconocimiento que había logrado o las compensaciones financieras necesarias para vivir como la viuda de un marido rico.

—¿Has venido a celebrar con nosotros?

Marguerite sonrió de forma automática cuando Lady Lockwood le entregó una taza de té. —¿Celebrar qué?

El color inundó las mejillas de Lady Lockwood. —Oh, me disculpo. Pensé que debías haber oído las noticias acerca de Charles y Amelia.

—¿Su hijo, Charles?

—Desde luego. —Lady Lockwood sonreía incluso más brillantemente. —¡Él y Amelia están esperando un hijo!

A pesar de que su estómago se apretaba, Marguerite perfeccionó sus facciones en una expresión de alegría. —Es una noticia maravillosa. Usted tendrá su primer nieto.

Mientras Lady Lockwood seguía parloteando, Marguerite luchaba contra una serie de emociones que no esperaba. Justin había sido el hijo mayor, el que se esperaba que heredara el título, para proporcionar al heredero, para asumir las responsabilidades familiares. Y como su esposa, esas responsabilidades habrían sido suyas también.

¿Quería un hijo? ¿Estaba celosa? Parecía que sí. A medida que continuaba escuchando a Lady Lockwood, Marguerite se dio cuenta de que no sólo ella estaba perdiendo de vista a Justin, sino que parecía que toda su familia también lo hacía. Su hermano menor accedería a todos sus títulos, dándoles a sus padres su primer nieto y lentamente pero inexorablemente eclipsaría a Justin hasta que fuera sólo un recuerdo.

Y todo era culpa de ella.

Después de los obligatorios veinte minutos, Marguerite se levantó, besó a Lady Lockwood en la mejilla y se dirigió lentamente hacia abajo de la ancha escalera. Ahora comprendía por qué su suegra la había tratado con tanta amabilidad. Se había vuelto tan innecesaria como su difunto esposo, sin ninguna parte más que desempeñar en las ambiciones de la dinastía Lockwood. Con un niño en camino, parecía que hasta los viejos resentimientos se podrían dejar ir.

Al salir de la gran mansión, una ligera llovizna cayó sobre su cara y la hizo parpadear. ¿Esto hacía que su obligación de recordar y honrar a Justin fuera menos válida? No, ella nunca lo olvidaría. Pero tal vez se diera la oportunidad de seguir adelante sin el peso agobiante de las expectativas arruinadas de la familia Lockwood sobre sus hombros.

Ella asintió con la cabeza al conductor y entró en el coche. Tal vez su encuentro con Lord Anthony Sokorvsky fuera más interesante de lo que había pensado.

En el momento en que el delicado reloj sobre la repisa de la chimenea sonó cuatro veces, los nervios de Marguerite no sólo habían regresado sino que se habían multiplicado. ¿Por qué exactamente les había permitido a los gemelos otra vez decirle lo que tenía que hacer? No podía entenderlo. De alguna manera ellos parecían derribar sus defensas sin siquiera intentarlo. Se alisó la sedosa falda de su vestido azul favorito y regresó a la ventana.

Un coche había aparecido afuera. Reconoció la cabeza rubia de Christian mientras se quitaba el sombrero y se detenía en la puerta principal. Otro hombre desconocido lo siguió. Mon Dieu. ¿Qué demonios estaba haciendo incluso contemplando meterse en la sociedad otra vez? Se apresuró a sentarse junto al fuego y cogió su bordado.

Los gemelos entraron sin ninguna ceremonia, seguidos por un hombre alto vestido a la moda con un abrigo de color castaño, un pantalón negro y botas altas brillantes. Su corbata no era ni muy vanguardista ni muy sencilla, su pelo negro estaba corto y mostraba una tendencia a enrollarse en sus extremos.

—Buenas tardes, Marguerite. ¿Estás bordando? Pensé que odiabas bordar. —Lisette hizo un gesto hacia el hombre a su lado. —Mira, ¡lo hemos traído!

La observación juguetona de Lisette hizo que Marguerite se sobresaltase. Metió su bordado abajo por el lado de la silla y miró a los ojos de color azul oscuro de Lord Anthony Sokorvsky. Se dio cuenta de que estaba tan avergonzado como ella. Con un ligero ceño fruncido hacia Lisette, se puso de pie y le tendió la mano.

—Buenas tardes, milord.

Él hizo una reverencia, llevó la mano a sus labios y la besó.

—Buenas tardes, milady. ¿Espero que esté pasando un día agradable?

Su voz era baja y mantenía un toque de risa. ¿Se estaba riendo de ella? ¿Todo esto era una gran broma? Ella hizo un ademán hacia la silla frente a ella y él se sentó, estirando sus largas piernas hacia el fuego.

Lisette se sentó en el sofá e inmediatamente se levantó.

—¿Quieres que pida un poco de té?

—¿Por qué no? Te comportas en este lugar como si fuera tu casa de todos modos. —Marguerite siguió sonriendo a través de sus dientes mientras Lisette se reía de ella.

—Sus hermanos parecen tener la capacidad de embaucarnos a nosotros, pobres mortales, para que hagamos lo que ellos quieren.

Marguerite miró a lord Anthony mientras hablaba.

—Usted ha notado eso, ¿verdad?

—Sí, sospecho que es la razón principal de que me encuentre hoy aquí.

El calor subió por las mejillas de Marguerite. —No hay necesidad de que esté aquí en absoluto. Tiene usted toda la libertad de irse.

Él sonrió y sacudió la cabeza. —Eso no es lo que quise decir. Simplemente, disfruto de ver que los gemelos tienen el mismo efecto sobre otra persona como lo tienen sobre mí.

Dios mío, era atractivo cuando sonreía: su generosa boca se relajaba, y sus ojos azules se iluminaban con humor y calidez. ¿Por qué un hombre tan apuesto estaría dispuesto a escoltarla por la ciudad?

Christian se aclaró la garganta. —Lisette y yo nos tenemos que ir. Tenemos otra cita. —Miró a Lord Anthony. —¿Va a estar bien para regresar a su casa?

—Estaré bien.

—Bien. —Christian se inclinó y tomó la mano de Lisette. —¡Volveremos a verte mañana, Marguerite!

Cuando la puerta se cerró detrás de los gemelos, Marguerite suspiró. Como viuda, ¿era apropiado para ella encontrarse con un hombre soltero a solas? Sospechaba que su suegra lo desaprobaría. ¿Debería llamar a su reacia chaperona desde su habitación?

—¿Puedo ayudarle en algo?

Lord Anthony la miraba fijamente, con una burlona sonrisa en los labios. Ella se dejó caer nuevamente en su silla.

—Sólo me estaba preguntando acerca de la conveniencia de su visita. ¿Las viudas tienen permitido recibir a hombres solteros en casa?

—¿Permitido? Me imagino que se les anima a hacerlo.

Ella parpadeó. —¿Está usted bromeando, señor?

—Por supuesto que sí. — Él se inclinó hacia delante, las manos juntas. —Por lo menos el no convencional comportamiento de los gemelos, nos ha permitido pasar de los límites de la triste conversación cortés y realmente llegar a conocernos un poco.

Marguerite se echó a reír renuentemente. —Supongo que eso es cierto. Ellos son hostigadores, ¿no? —Ella vaciló, obligándose a encontrarse con sus ojos. —Usted puede irse si lo desea. No me sentiré ofendida.

Él sonrió. —Si le juro que no tengo intención de saltar por la habitación y deshonrarla, ¿puedo quedarme para el té?

—¿Por qué querría hacer eso?

—Porque usted me intriga.

Ella se encogió de hombros. —No soy merecedora de tal interés, señor.

—Creo que sí. ¿Por qué una mujer tan hermosa como usted necesita un escolta para la temporada?

—No necesito un escolta.

Él levantó una ceja. —Eso no es lo que los gemelos me dijeron, y usted estuvo de acuerdo con este encuentro.

—Estuve de acuerdo con esto para que dejen de molestarme, seguramente usted puede entender eso.

Él frunció el ceño. —Por supuesto que puedo, pero eso no explica por qué nunca la he visto antes, por qué no se involucra en la sociedad.

—Dudo que usted frecuente fiestas de la alta sociedad, milord. Al parecer, usted se ve asediado por las madres casamenteras. ¿Cómo saber que no me ha conocido?

Le sostuvo la mirada. —¿Porque es hermosa?

—Eso es una cosa ridícula para decir.

—¿Por qué? ¿Por qué usted no cree que lo sea? —Sonrió. —Sin duda, la belleza está en el ojo del que mira.

—Entonces, obviamente necesita anteojos.

Su sonrisa se ensanchó. —Mi vista es considerada superior, madame, y usted se ha sonrojado.

Marguerite se salvó de responder por la llegada de la bandeja del té. Se ocupó de ubicar las cosas, su mente un torbellino. ¿Cuándo había tenido una última conversación tan impropia e inverosímil con un hombre? Nunca, fue la respuesta. Lord Anthony era sin duda diferente.

Anthony esperó a que Marguerite acomodara las tazas de té y los platillos. No le importaba. Le daba la oportunidad de observar sus pómulos altos, sus grandes ojos oscuros y el arco de Cupido en el perfil de su boca. Era tan clásicamente bella como su madre, sus colores tan diferentes como la luna y el sol, pero impresionantes de todos modos.

Era pequeña también, su figura adecuada para los vestidos de talle alto y de largas líneas fluidas de la moda actual. Nunca realmente había mirado mucho a las mujeres antes, pero la pureza de su belleza lo arrastraba, le daba ganas de arrodillarse a sus pies y adorarla...

Sacudió la cabeza para despejar sus pensamientos mientras ella le ofrecía una taza de té.

—¿No lo quiere?

—Perdone, ma’am, estaba pensando en otra cosa. El té es muy bienvenido.

Él lo bebió rápidamente, casi quemándose la lengua, con ganas de regresar a su conversación, gratamente sorprendido por el interés que tenía en saber más acerca de Marguerite.

—¿Está dispuesta a hablar conmigo entonces?

Ella lo miró fijamente, con expresión dudosa. —Siempre y cuando no se le caiga la baba sobre mí.

Él no pudo evitar sonreír. —No se me caerá la baba, no soy un perro o un caballo. Simplemente insinué que pensaba que usted es hermosa.

—Entonces no lo haga.

Él dejó la taza. —No lo haré si acepta salir conmigo la noche del viernes.

—¿Por qué querría hacer eso?

—¿Porque está aburrida? ¿Porque sabe que va a disfrutar de mi compañía?

Ella le dirigió una media sonrisa. —No sólo ciego, sino vanidoso también.

Se encogió de hombros, sorprendido por lo mucho que disfrutaba de sus respuestas mordaces. Al parecer todos los hijos de Helene habían heredado la naturaleza poco ortodoxa de su madre. Le pedía a Dios que Marguerite fuera lo suficientemente rara como para comprender y apreciar sus necesidades. Suspiró.

—¿Puedo ser honesto con usted? No estoy tratando de evitar a las madres casamenteras. Le prometí a mi hermano que comenzaría una nueva página, y eso implica involucrarme más en la sociedad y pasar menos tiempo cayendo en los excesos de la casa del placer. Sin ánimo de ofender a su madre, por supuesto.

Marguerite asintió con la cabeza pero no habló, su mirada fija en su rostro.

—Nos necesitamos mutuamente. Quiero volver a introducirme dentro de la buena sociedad, y usted necesita disfrutar sin sentirse amenazada por todos los hombres que codician su belleza y riqueza.

—¿Cree que es por eso que no salgo?

—¿No lo es?

Ella tragó saliva. —No es tan simple como eso. Después de que mi marido murió, muchos me culparon por su muerte. —Ella hizo una mueca. —No puedo creer que acabo de decir eso.

—Murió en un duelo, ¿no?

—Sí, pero...

—¿Él era un adulto?

—Sí...

—Entonces él tomó una decisión tonta y pagó el precio por ello.

—Pero él no habría combatido el duelo si no se hubiera casado conmigo.

—Si él era el tipo de hombre que elegía resolver sus problemas de una manera tan arcaica, tarde o temprano, probablemente habría encontrado una forma de quitarse la vida. Usted no debe sentirse responsable de su estupidez.

Ella alzó el mentón.

—¡Justin no era estúpido!

Él inclinó la cabeza.

—Si usted lo dice, pero ¿por qué permitir que un pequeño chisme de algo que sucedió hace mucho tiempo afecte toda su vida? La alta sociedad probablemente ha olvidado todo sobre usted.

—Es usted muy grosero.

—No, sólo estoy siendo honesto. —Él le sonrió. —¿No es refrescante?

Ella lo miró durante al menos un minuto antes de que su rostro se relajara.

—Sí, supongo que lo es.

—¿Puedo llamarte Marguerite?

—¿Por qué?

—Para que tú me puedas llamarme Anthony y podamos ser amigos.

Ella dejó la taza y lo miró. —No lo entiendo en absoluto.

—Deberías. Me estoy ofreciendo a ser tu amigo o ¿tienes demasiados de ellos para interesarte por otro?

Sus mejillas se encendieron. —Todo el mundo necesita amigos.

Anthony le tendió la mano. —Entonces, bien; acordemos acompañarnos por un tiempo. Podemos desafiar las miradas de la alta sociedad juntos y reírnos de ellos a sus espaldas.

Marguerite le tomó la mano y lentamente se la estrechó. —Saldré contigo la noche del viernes.

Él le besó los dedos. —Bueno, ya estoy deseando que llegue.