Un anfitrión hostil • 9

—¡VERÁS QUÉ CARA ponen cuando les demos la noticia! —exclamó Trixie.

Luego, se dejó caer en el banco donde Honey y ella habían quedado con la señorita Trask y los chicos.

—La Agencia de Detectives Belden-Wheeler está funcionando —dijo Honey entusiasmada, sentándose a su lado.

—Así es… y entretanto, ellos… de museo en museo —añadió Trixie mientras arrugaba la nariz que, en el verano, parecía aún más pecosa.

—A mí me gustaría ver la ciudad —confesó Honey—. En Londres nos lo pasamos en grande, pero esto tiene toda la pinta de ser más divertido. Las hermanas Tweedie han sido tan buenas con nosotras, que me ha dado rabia tener que despedirme de ellas.

—Y sólo tenemos hasta el domingo —le recordó Trixie—. Tu madre vendrá a recogernos el domingo por la mañana, y ya estamos a martes.

—Parece increíble —dijo Honey—. Como dijo no sé quién, el tiempo vuela cuando te lo pasas bien.

—Sí, aunque ahora mismo parece que le hayan cortado las alas —dijo Trixie con impaciencia—. Estoy deseando decirle a la señorita Trask y a los chicos lo de la Casa Hartfield. ¿Dónde se habrán metido?

Trixie y Honey miraron en torno suyo; el parque estaba desierto. Y no se podían haber equivocado de banco; era éste, el que estaba a la orilla del río, justo enfrente del teatro.

—Me parece que ya los veo… por allá —dijo Honey—. ¿Ves…? Allí, uno alto, y pelirrojo… sí, y Mart también. Pero ¿y la señorita Trask?

—Elemental, mi querida Honey —dijo Trixie apenada—. Estará con McDuff.

—Creí que ya te caía mejor —dijo Honey, algo preocupada.

—Bueno, puede que sí y puede que no. Pero ¿y tú?, ¿quieres que se vaya para siempre con él, la señorita Trask?

—No, yo no podría soportarlo —dijo Honey en voz muy baja.

—Perdonad que lleguemos tarde —dijo Jim en ese momento—. Tendríais que haber venido con nosotros. Vimos…

—¡La cama de Shakespeare! —exclamó Mart.

—¡Bah! Seguro que no es tan cómoda como las que tendremos esta noche nosotros —dijo Trixie, emocionada—. ¿Qué tal si os dijésemos de ir a la Casa Hartfield?

—¿La Casa Hartfield? —preguntó Jim, perplejo—. ¿Dónde queda?

—Hartfield —repitió Honey acentuando con énfasis Hart.

—¿Y qué? —preguntó Mart—. ¿A qué viene tanto misterio?

—Viene a que hablamos de la Casa H-a-r-t-field, que ha sido abierta para los turistas recientemente, por un tal Andrew H-A-R-T. Y en cuanto nos digáis dónde está la señorita Trask, iremos a hacer las reservas para esta noche —explicó Trixie.

—¡Magnífico! —exclamó Jim—. ¡Trixie, la perrilla perdiguera, ya está sobre su presa!

—Por no hablar de Honey, la sabuesa —dijo Mart—. Pero yo sigo sin…

—Bueno, ¿dónde está? —le interrumpió Trixie—. ¿Dónde está la señorita Trask?

—Creo que el señor McDuff y ella se fueron a dar un paseo en barca —dijo Jim—. Dijeron que nos verían en «La Telaraña» a la hora del té.

—«La Telaraña» —dijo Mart relamiéndose de gusto—. Es el número uno, según mi guía gastronómica.

—Bien, nosotras acabamos de comer —dijo Trixie mirando a Honey—. Pero ya me conocéis.

—¡Vamos! —exclamó su amiga.

Camino de «La Telaraña», las chicas pusieron a Mart y a Jim al corriente sobre sus nuevas amistades, las hermanas Tweedie, y ellos no pararon de hablar de todo lo que habían visto acerca de Shakespeare.

—Nosotras también fuimos a un museo —dijo Honey.

Entonces, comenzó a describirles la Galería de Arte.

A Brian le encantaría La Sala de la Huerta —añadió—. Después del almuerzo, fuimos a la antigua farmacia del doctor Hall, donde todavía guardan sus viejos instrumentos médicos y un diario sobre varias enfermedades y cómo las curó.

—Y ahora mismo seguimos viendo cosas —señaló Jim.

Se estaban acercando a una fila de edificios de la época isabelina, en la Calle del Cordero, y en uno de ellos colgaba un letrero en el que ponía: «La Telaraña».

—Sí, una vista para estómagos vacíos —dijo Mart.

Tan pronto como atravesaron el umbral de la puerta, se les hizo la boca agua al contemplar pastelitos y confites de todas clases, que se vendían en un mostrador, en la planta baja. Arriba, los Bob-Whites se sentaron alrededor de una mesa de roble que había junto a una chimenea de adobe. Ya estaban estudiando el menú, y todavía no tenían noticia alguna de la señorita Trask ni de McDuff.

—Vamos a pedir, sin más —dijo Mart.

—Aunque «La Telaraña» se incendiase, Mart diría: «Vamos a pedir, sin más» —dijo Trixie en broma.

—Y yo que pensaba que lo de «ir a tomar té» significaría tomar un té con algún bollito… —añadió Honey, contemplando incrédula las variadísimas opciones que les ofrecía el menú.

—Bizcochos —la corrigió Jim—. En Inglaterra, a los bonitos los llaman bizcochos.

—Entonces, ¿cómo les llaman a los bizcochos? —preguntó Trixie.

—Creo que algo así como panetones —dijo Jim, vacilando un poco.

—Una camarera algo gordita apareció para tomar nota de lo que iban a tomar.

—¿Qué te pongo, patito? —preguntó a Honey.

—No, gracias, prefiero un poco de pan tostado con queso derretido —contestó ella.

Sus tres amigos se echaron a reír, para sorpresa de Honey. Sus modos, en ocasiones como ésta, eran tan elegantes y finos como los de su madre. ¿Qué les habría hecho tanta gracia?

—¡Ay, ay, mi estómago! —dijo Mart en medio de una carcajada—. ¡Socorro! ¡Que me ahogo!

—Lo de «patito» iba por ti, Honey —consiguió explicarle Jim—. No te estaba proponiendo que pidieses un patito.

—¿Y tú, cariño? —dijo la camarera a Trixie.

Trixie reprimió una carcajada. No quería provocar otro incidente internacional.

—A mí, si me hace el favor, me pone unos cuantos pastelitos variados, y té —pidió con cortesía.

Jim pidió lo mismo.

—A mí —dijo Mart— me pone ensalada de «lengua», y brazo de gitano, y un bollito de salchicha, y unas tortitas, y…

—¡Mart! —exclamó Trixie—. ¡Que no estamos en el Día de Acción de Gracias! ¡Contrólate!

Ahora era la camarera la que empezó a reírse y aún seguía riéndose cuando les trajo lo que habían pedido.

—¡Aquí tenéis, patitos! —dijo—. ¡Que os aproveche!

Cuando ya se disponían a degustar todos aquellos exquisitos manjares, aparecieron McDuff y la señorita Trask, que enseguida se dirigió a los Bob-Whites para excusarse.

—Siento haberos hecho esperar —dijo—. Es que estábamos remando… y no sé cómo se me escapó el remo. En mi vida he sido tan torpe. Se fue flotando, y a Gordie y a mí nos costó bastante recuperarlo.

¡Gordie! —pensó Trixie mientras miraba a Honey con espanto.

Mart enarcó las cejas exageradamente. Apenas se habían recuperado de la impresión, cuando tuvieron una aún mayor.

—¿Qué vas a pedir, Margui? —le dijo McDuff a… ¡a la señorita Trask!

—¡Guau! —susurró Trixie—. Jamás, nadie, la había llamado…

—¡Chist! —exclamó Jim poniéndose el dedo en la boca.

—¿Se llama así? —preguntó Mart con voz temblorosa.

—Margarita —dijo Honey—. Lo sé por las cartas que le escribe su hermana.

Forzó una sonrisa al ver que la señorita Trask los miraba.

Trixie casi se atraganta.

Vamos, vamos. Son adultos —dijo para sus adentros—. Y eso significa que se pueden llamar como les apetezca. Y, además, lo importante, en este momento, es que vamos por buen camino para averiguar los antepasados de Honey.

Estaba impaciente por seguir con el caso.

Cuando los cuatro amigos terminaron de merendar, pasaron a la mesa que ocupaba la señorita Trask, y entonces Trixie y Honey le contaron lo de las hermanas Tweedie y lo de la Casa Hartfield.

—Las hermanas Tweedie prometieron que nos recomendarían con mucho gusto —dijo Trixie—, y seguro que hay habitaciones, porque la han inaugurado esta semana. Además, puede que Honey esté emparentada con los dueños. Su tatarabuela Priscilla, la que le dejó en herencia el collar, era una Hart… Menuda sorpresa para la señora Wheeler, cuando llegue el domingo y vea que hemos descubierto la mansión de sus antepasados, y…

—¡Vale, Trixie! —dijo Jim riéndose—. Estás adelantando acontecimientos, ¿no?

—Lo que quiere decir Jim —explicó Mart— es que has extendido tus conocimientos desde un área conocida a un área que raya en la conjetura.

—Lo que los dos quieren decir es que estás exagerando otra vez, Trixie —dijo la señorita Trask guiñando el ojo con la misma gracia de siempre, lo que hizo pensar a los Bob-Whites que quizás no hubiese cambiado tanto, después de todo.

—Pero desde luego —añadió la señorita Trask—, hay que ir a ver esa Casa de Hartfield. Por lo que cuentas, debe ser una maravilla, y a mí no me gusta eso de estar en dos hoteles distintos. Bueno, todo eso —dijo dirigiéndose a McDuff— si tú estás de acuerdo.

—Tus palabras son órdenes para mí, cariño —dijo dedicándole la mejor de sus sonrisas.

La palabra cariño no significaba nada especial en Inglaterra; eso lo sabía Trixie. Gente que ni conocían les llamaban cariño, patito o querida. Lo que le preocupaba a Trixie era que, cuando se lo decía a la señorita Trask, ella se sonrojaba. Ese hombre tenía el poder de transformar a la señorita Trask en una persona distinta a la que ellos conocían.

Los Bob-Whites van a tener que celebrar una reunión urgente para tratar el asunto —pensó.

La Casa Hartfield quedaba más o menos a una milla de la ciudad, yendo por la carretera de Welcombe.

—Uf, ¿te imaginas a tus parientes viviendo tan cerca de Shakespeare? —dijo Trixie a Honey—. A lo mejor coincidían con él en la panadería, en el mercado, o donde hicieran las compras en aquel tiempo.

—Sí, todo concuerda —dijo Honey, pensativa—. Si los Shakespeare vivían tan cerca de los Hart, no es de extrañar que la hermana del Bardo se casara con un Hart. Así que, de ahí a afirmar que la leyenda que decía que descendemos de Shakespeare es verdadera, no hay más que un paso.

Desgraciadamente para esa leyenda, la Casa Hartfield no parecía tan vieja, ni de lejos, como los antiguos edificios isabelinos que los Bob-Whites habían visto en Stratford, pero, en cualquier caso, la mansión era preciosa.

—Bueno, tal vez la casa original de los Hart se quemara o algo así, y tuvieron que construir esta otra —dijo en voz alta Trixie mientras McDuff conducía el sedán marrón por la carretera en pendiente.

La mansión tenía dos pisos; era de adobe rosado, y estaba rodeada por un jardín de flores. La yedra, de un verde esmeralda, escalaba los muros hasta un tejado de dos aguas que cubría las buhardillas. Había tantas chimeneas que no se atrevieron a contarlas. Un caminillo de césped daba acceso a la entrada principal. Las hierbas resplandecían al darles el sol de la tarde.

Los Bob-Whites contuvieron la respiración mientras esperaban en el porche. ¿Les dejarían quedarse en esa mansión tan hermosa? ¿Y era esta casa propiedad de un miembro de la familia de Honey?

McDuff llamó a la puerta, golpeándola con una aldaba de bronce que tenía la forma de un ciervo.

—Un ciervo… ¡Hart! —exclamó Mart.

—¿Qué estás diciendo? ¿Deliras? —preguntó Trixie.

—Hart. Así es como se llama en inglés al ciervo macho —explicó su hermano con una paciencia sin límites—. De ahí el emblema de la familia.

El tiempo que estuvieron esperando se les hizo una eternidad; al fin les abrió una mujer, con un vestido negro, sencillo. Aunque más que abrirles, les entreabrió la puerta.

—¿Sí? —les preguntó fríamente.

—Hemos oído que alquilan habitaciones —dijo la señorita Trask, un poco desconcertada—. Pero puede que hayamos cometido un error…

—Entren —dijo la señora, sequísima, abriéndoles una de las dos hojas del portón para que pasaran.

Los Bob-Whites entraron de uno en uno, y luego la señorita Trask y McDuff. La mujer se perdió por un pasillo, y dejó a todos plantados en el vestíbulo.

—¡Guau! —exclamó Trixie—. ¡Nunca había visto tantos colores!

—¡Es muy bonito! —comentó Honey ilusionada—. Espera a que mi madre lo vea. Todo está arreglado con gusto… los colores, los tonos…

—Es lo que la señora Wheeler llamaría el sueño de un decorador —aseguró la señorita Trask.

—Creo que entiendo a qué se refiere Trixie con lo de los colores —dijo Jim.

Paseó su mirada desde el vestíbulo, con sus alfombras púrpura, con sus antiguos muebles, hasta el recibidor gris y rosa en un extremo, y hasta un comedor empapelado en rojo carmesí en el otro.

—Jamás hubiera imaginado que una casa inglesa pudiera tener más colores que una americana —añadió.

—Aquí llueve muchísimo —explicó McDuff, soltando una risita—. Un poco de color contrasta con el cielo gris.

—Es asombroso, pero los estereotipos que nos formamos de otros países resultan ser falsos casi siempre —dijo Mart con su tono habitual—. Ya sabéis, también veníamos con la idea de que la comida inglesa era horrorosa. ¡Y eso sí que no; al que dijo eso deberían ponerle orejas de burro!

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—Una gran mentira —explicó Jim intentando interpretar las palabras de su amigo.

—Tengo la impresión de que todavía tenemos reservadas más sorpresas —dijo Trixie en voz baja.

Un hombre extraordinariamente bien parecido, con el pelo negro, muy elegante, venía por el pasillo.

—¿Sí? —dijo, repitiendo el saludo monosilábico de la señora de negro.

Sus cejas negras y espesas contribuían a intensificar la dureza de su mirada.

A Trixie le recordó a uno de esos científicos tarados de las películas de terror, pero tenía tantas ganas de hablar con él que no pudo callarse por más tiempo.

Y, además —pensó valientemente—, la única forma de hacer amigos es mostrarse cordial, lo mismo que hicimos con las hermanas Tweedie. Con ellas nos salió de perlas.

—¿Es usted el señor Hart? —preguntó con naturalidad.

—Andrew Hart —contestó él.

—¡Andrew! Mi tío favorito se llama así —prosiguió Trixie—. Y teníamos unas ganas locas de quedarnos en su hotel, porque creemos que Honey… le presento a Honey Wheeler… bueno, sus antepasados… por parte de su madre… se llamaban Hart. De manera que tal vez sean ustedes parientes, y…

—Ya basta, Trixie —la interrumpió la señorita Trask—. Señor Hart, esperamos que tenga usted habitaciones para nosotros, para el resto de la semana. Tenemos entendido que acaban de abrir ustedes su hermosa mansión para posibles huéspedes.

—Pues le han informado mal —dijo el señor Hart con voz gélida—. No hemos terminado las reformas necesarias.

Inmediatamente se dirigió a la puerta y la abrió, «invitándoles» así a marcharse. Y antes de que el grupo supiera lo que había pasado, se vieron en el jardín de la mansión.

—Ay, ay —dijo Trixie con un nudo en la garganta—. Parece que lo he vuelto a estropear.

—Tú no has tenido la culpa —le dijo Honey—. Sólo querías ser amable, como con las hermanas Tweedie. A la mayoría de la gente le gusta eso. No te preocupes por eso, Trixie.

—Aparentemente, nuestro anfitrión tiene algo en contra nuestra —afirmó Mart.

—Pues yo diría que hay algo más —apuntó en voz alta la señorita Trask—. Algo que no tiene nada que ver con nosotros.

Bueno, y yo creo que el tal Andrew Hart ha estado muy antipático —se dijo Trixie—. ¡Y ojalá que no sea familia de Honey!