Yanqui, «Go Home» • 2
ERA EL PRIMER DÍA de los Bob-Whites en Londres, y ya se había perdido sin remedio.
Después de arreglarlo todo la noche anterior, para que los chicos se alojaran en un pequeño hotel de los que dan «cama y desayuno», el señor y la señora Wheeler habían proseguido su viaje hasta París. Trixie les estaría agradecida eternamente por haber convencido a sus padres para que le dejaran a ella y a Mart acompañar a Honey y a Jim a Inglaterra. Cuando vieron que Trixie y Mart podrían ser muy útiles en el viaje, el señor y la señora Wheeler pensaron que el viaje resultaría muy educativo. Trixie no paraba de darse pellizcos; parecía mentira eso de estar al otro lado del Atlántico, y no en otro de sus sueños.
La señorita Trask ya había estado haciendo ciertas averiguaciones sobre la familia Hart, en el Registro de Nacimientos de la Corona Inglesa. Eso permitiría a los Bob-Whites empezar a recorrer la ciudad por su cuenta.
A media mañana ya habían explorado una buena parte del terreno…, había sido, más bien, una excursión subterránea. El Metro estaba atestado de viajeros ingleses y turistas extranjeros. Los trenes irrumpían en las estaciones por los túneles apenas iluminados, y, en cierto sentido, nadie conseguía indicar correctamente a unos americanos qué línea había que tomar para ir a un sitio o a otro.
—Esto está siendo divertidísimo, y eso que no sabemos ni por dónde vamos —dijo Trixie—. Ahora, sospecho que a los ingleses no les caemos demasiado bien.
—¿Y qué te hace pensar eso? —preguntó Honey.
—¿No has oído lo que ese señor nos acaba de llamar? —dijo Trixie—. El mismo que nos ha metido a empujones en este tren, sin saber siquiera si era el que teníamos que coger…
—«Vaya peste de turistas» —exclamó Mart.
—Bah, eso no quiere decir que les caigamos mal —dijo Honey—. Lo más seguro es que tengan mucha prisa por llegar al trabajo.
—Honey, tú defenderías a una serpiente si te mordiese —dijo Jim en tono irónico.
Antes de que Honey pudiera protestar, prosiguió:
—Bueno, a mí me da lo mismo estar en un sitio o en otro. Yo creo que deberíamos bajar en la próxima estación. Ya echo de menos la luz del sol. No me gusta esta vida de topo.
La siguiente estación, según rezaba el cartel del muro, resultó ser Baker Street, o «Calle del Pastelero». Los demás Bob-Whites accedieron con cierto alivio a subir los escalones que les conducirían de nuevo a la superficie, bajo el radiante sol del verano.
—El aire, en esta parte de Londres, parece más limpio que donde estuvimos esta mañana —dijo Honey mientras iban calle abajo.
—Sí, Londres parece una ciudad polvorienta —reconoció Trixie.
—El polvo no constituye más que una porción infinitesimal de la substancia que respiramos, cargada de partículas impalpables y desconocidas —dijo Mart, con su acostumbrada pedantería.
Trixie suspiró, armándose de paciencia.
—Me gusta más la versión de Trixie —opinó Jim—. Además, «polvo» empieza por la misma letra que «piojo».
Todavía ni siquiera sabían dónde estaban. Era una calle bastante tranquila, sin mucho tráfico, y se pararon en la esquina.
—¡Uf! Ni que fuera la ciudad más grande del mundo —exclamó Trixie—. Me duelen los pies una barbaridad.
—Es la sexta ciudad más grande del mundo —dijo Mart, aprovechando para dar uno de sus discursos—. Shanghai es la más grande, con sus once millones de habitantes. Yo diría que es un poquitín más grande que Sleepyside, ¿no?
—¡Mart Belden, te estás convirtiendo en una enciclopedia humana! —exclamó Honey—. Me figuro que también sabrás cuál es la población de Londres…
—Creo que tiene más de siete millones de habitantes… eso, si te refieres al Gran Londres. A ver si nos entendemos; Londres es una ciudad dentro de otra —explicó Mart, encantado de poder lucirse.
No se sabe cómo, pero había tenido más tiempo para documentarse sobre el viaje que sus amigos; también gozaba de una memoria prodigiosa, cosa que a Trixie le costaba admitir a menudo.
—La sección más antigua de la parte central es lo que se llama propiamente Ciudad de Londres. Y su extensión no pasa de una milla cuadrada —continuó Mart—. En la Edad Media estaba rodeada de una muralla, como una fortaleza. La parte central de la ciudad, de unas diez millas cuadradas, sigue siendo la zona más bulliciosa. A su alrededor aparece el Gran Londres, que tiene unas setecientas millas cuadradas, y que incluye los suburbios. Pero la mayoría de los monumentos y museos están en la parte central, casi a orillas del río Támesis: el Parlamento, la Abadía de Westminster, la Torre de Londres, el Palacio de Buckingham, la Catedral de San Pablo… ¡y hasta Scotland Yard!
—Ya que te conoces Londres al dedillo —dijo Jim con una sonrisa—, ¿por qué no nos dices dónde nos hemos metido?
—Estamos en la calle Mary-le-bone —dijo Trixie, leyendo la placa.
—Se pronuncia «Mar-li-boun» —dijo Jim—. Ya voy aprendiendo a pronunciar esas palabras inglesas tan largas, como Worcestershire… eso sería Wuústsher… o Leicester, que se dice Lesta. Sólo hay que acentuar la primera sílaba y comerse lo demás.
La calle Marylebone se veía muy larga en el mapa que Honey estaba consultando. El mapa no les sirvió de mucho; sólo les confirmó que no iban bien encaminados si querían ir a la Torre de Londres, que habían pensado ver esa mañana.
—No os perdáis la Torre, con las Joyas de la Corona, por nada del mundo —les había aconsejado la señorita Trask—. Es un buen sitio para empezar a buscar el rastro del collar.
Trixie ya empezaba a lamentarse de que no estuviera con ellos la señorita Trask, siempre tan eficaz y tan divertida; era la acompañante favorita de los Bob-Whites en sus viajes. Comenzó siendo la institutriz de Honey, pero poco a poco se había ido convirtiendo en ama de llaves de la mansión de los Wheeler, donde se ocupaba de multitud de cosas, desde preparar banquetes hasta arrancar motores rebeldes de furgonetas. Con el salario que ganaba en casa de los Wheeler ayudaba a su hermana, que estaba inválida.
Nadie sabía la edad de la señorita Trask. Ella no lo reveló nunca. Era atractiva, elegante; tenía los ojos azules y el cabello corto y canoso. Solía vestir con gusto, con trajes hechos a medida y zapatos resistentes. De vez en cuando, los Bob-Whites se imaginaban algún romance pasado o presente. Por ejemplo, el señor Lytell, que era el propietario de unos almacenes, cerca de Manor House, solía prodigar un trato a la señorita Trask que no era el de simple cliente. Cuando le insinuaban cosas así, ella respondía con una sonrisa tranquila que no dejaba entrever ningún sentimiento, y los Bob-Whites llegaban a la conclusión de que la vida tan ajetreada que llevaba le dejaba poco tiempo para el amor. Además, ellos creían que la señorita Trask merecía a alguien mucho más interesante que el señor Lytell. Pero ¿quién?
Trixie había resuelto, mucho tiempo atrás, que lo mejor de la señorita Trask era que, siendo ella tan eficiente en todo, raramente se entrometía en los planes de los Bob-Whites o les aconsejaba lo que tenían que hacer. Tal vez los consideraba lo suficientemente inteligentes y responsables como para llevar la vida a su manera.
Y me temo que ha llegado la hora de solicitar su ayuda, —pensó Trixie.
A esas horas ya quedaban pocos peatones por la calle Marylebone. Por otra parte, los Bob-Whites estaban desesperados de tanto preguntar.
—Ni que lo hicieran adrede —exclamó Trixie—. Más que orientarnos, nos desorientan. Todo está «a la vuelta de la esquina». ¿No será que se están riendo a nuestra costa?
—Los ingleses lo llaman «tomar el pelo» —apuntó Jim.
—Sólo tenéis que seguir hasta el final de la calle —dijo Mart, imitando el acento inglés—. Doblad a la izquierda, y continuad hasta llegar a una papelería. Está al lado de la ferretería… sólo tenéis que seguir un poco más, y ya llegáis. No tiene pérdida.
Trixie encogió los pies, dentro de los zapatos de suela fuerte que la señorita Trask les había recomendado. En Sleepyside, siempre llevaba calzado deportivo aunque a veces se ponía unas botas. Y hoy habían andado muchísimo, demasiado incluso para los Bob-Whites, que tan acostumbrados estaban a ir de un lado a otro. Pero, aun así, Trixie no quería confesar que estaba agotada.
Honey, sin embargo, se dio cuenta de lo que le ocurría a su amiga y dijo sonriendo:
—¿Por qué no nos metemos en uno de estos pequeños cafés y descansamos un rato?
—No estarás insinuando, por casualidad, que las extremidades inferiores de la mujer aguantan menos que las del hombre, ¿verdad? —preguntó Mart, con su habitual sentido del humor.
—Nada de eso —replicó Trixie—. Lo que pasa es que he notado que aminorabas un poco el paso, mi querido Diccionario Andante.
—No, mejor llámale Diccionario Renqueante —dijo Jim guiñándole un ojo a Trixie.
A ella le gustaba que Jim la mirara con sus ojos verdes; le encantaba tenerlo a su lado. Naturalmente, no podía esperar que su propio hermano la tratara con la misma galantería. Jim no hablaba tanto como Mart, pero Trixie reconocía que era muy listo.
—«Touché» —admitió Mart con una sonrisa—. «¡Un caballo, un caballo! Mi reino por un caballo», como diría el Bardo. —El Bardo, como ya se había encargado de informar a todos, era otro de los nombres de Shakespeare.
—¿Qué os parece si tomamos una taza de té? —insistió Honey.
—Y unos «gatos» de esos que no han parado de tentarnos desde los escaparates de las pastelerías —propuso Trixie con entusiasmo.
Llevaba una hora viendo aquellos pastelitos, de crema, de limón, de chocolate, de frutas, de manteca escocesa, de nata batida… Estaban como para chuparse los dedos.
—¿Gatos? —preguntó Honey, escandalizada.
Mart soltó una carcajada.
—«Gato», no gato, ¡tonta! —informó a su hermana—. Pastel, en francés. Se escribe g-a-t-o-u-x.
Trixie se puso colorada.
—En fin, a veces es mejor tener cerrado el pico —le dijo Jim a Mart, haciendo otro guiño a Trixie—. En francés, se escribe correctamente g-a-t-e-a-u-x.
Ahora fue Mart quien se sonrojó. Eso de deletrear era su punto débil.
—La calidad de mi vocabulario supera con mucho a la de mi ortografía —fue todo lo que pudo decir mientras sonreía con aire de suficiencia y metía las manos en los bolsillos.
—Oye, ¿y cómo es que está en francés? —preguntó Trixie—. Pensaba que estábamos en Inglaterra.
—Mirad, ésta es la calle Baker —dijo Jim cuando llegaron al cruce—. ¿Y veis aquello? ¡Es el número 221-B!
Mart cogió la cámara y dio unos pasos hacia atrás, para sacar la foto desde un ángulo mejor.
—¿Para qué quieres hacerle una foto a ese edificio tan viejo? —preguntó Trixie—. Si es como todos los demás de esta calle.
—¿Y tú te haces llamar detective? ¿Y no sabes nada del número 221-B de la calle Baker? —replicó su hermano—. Permite que te presente a Sherlock Holmes, el detective más famoso de todos los tiempos, y he aquí la famosa casa estilo Victoriano que el Doctor Watson se suponía que había alquilado. Claro que ellos no fueron más que personajes ficticios.
—¡Ah, ya me acuerdo! —dijo Trixie muy emocionada—. ¿Veis? Ése debe ser el mirador en el que Holmes estaba sentado cuando le disparó su archienemigo… ¿cómo se llamaba?
Entonces se quedó pensando abstraída.
—Moriarty —dijo Honey.
—Pero Holmes no murió —prosiguió Trixie—, ¡porque ni siquiera estaba allí! Había dejado un muñeco de cera en el mirador, para engañar al villano.
Por desgracia, la célebre casa no estaba abierta a los turistas, al menos eso les dijo una mujer, bastante antipática, que salió a la puerta.
—¡Ja! ¿Lo veis? —dijo Trixie, decepcionada—. No nos tragan. Digo yo que por lo menos podría habernos dejado echar un vistazo.
—No estuvo muy amable, no —admitió Honey dando un suspiro.
—No es más que la célebre reserva de los ingleses —dijo Mart.
—No hagas caso, Trix —le dijo Jim—. Iremos a ver el Museo de Cera de Madame Tussaud. ¿Ves? Está allí, al doblar la esquina.
—¡Guau! —dijo acelerando el paso—. ¡Vamos allá!
—¿Y por qué no reponemos fuerzas antes con una taza de té y un puñado de esos deliciosos «gatos»? —dijo Jim.
—Vale; vamos a darnos prisa —dijo Trixie, impaciente—. Todavía nos queda por ver la Abadía de Westminster y el Cambio de Guardia en el Palacio de Buckingham…
—… y hacer un crucero por el Támesis —añadió Honey al mismo tiempo que entraban en un pequeño café y se sentaban en una de las mesas de madera—. Y ver el Puente de Londres…
—El Puente de Londres no lo vamos a ver —dijo Mart—. Está en Arizona.
—¡Arizona! —exclamó Trixie—. Supongo que estarás bromeando…
—No —dijo Jim—. Un millonario lo compró y lo hizo reconstruir en el Lago de la Ciudad de Havasu, en el Estado de Arizona. Lo más curioso es…
Lo más curioso respecto al Puente de Londres quedó relegado a un segundo plano porque en ese mismo instante un hombre alto, con un delantal blanco, salió de la cocina para tomar nota de lo que querían. Su espeso y gigantesco bigote le daba un aire casi temible.
—Mart, vas a quedarte sin apetito —dijo Honey—. Da la impresión de que te vas a comer la hoja del menú.
—Yo soy un fanático de la costumbre británica de comer cinco veces al día —dijo Mart.
Todos se rieron… quizá no era demasiado gracioso, pero se divertían mucho estando juntos. Todavía les hicieron reír más los extraños nombres de las comidas… arenque o salmón ahumados, bollos… todo les apetecía.
El camarero los miró sin hacer el menor gesto. Trixie se encogió un poco. Cuando por fin se decidieron y el hombre entró por las puertas de la cocina, exclamó:
—No puedo evitar la sensación de que nos tienen manía.
—Eso es porque eres una sabuesa redomada —dijo Mart en broma— y siempre «hueles» algo respecto a la gente que se topa contigo.
—No, Trix, no nos odian —intervino Honey—. Y nosotros somos un poco bobos, ¿sabes?… No paramos de burlarnos de su dinero, de su forma de hablar y de todo lo demás. Y les quitamos tanto sitio en los autobuses y en el metro… ¿Cómo vas a censurar a alguien que se enfada cuando le cierran la puerta del vagón en las narices?
—Honey tiene razón —dijo Jim.
Trixie se puso colorada. Ella era abierta por naturaleza. Disfrutaba haciendo nuevos amigos, y se molestaba si la gente no respondía a su amabilidad con una sonrisa.
Me figuro que soy demasiado impulsiva —reflexionó—. No tengo ningún tacto con los demás, al contrario que Honey. ¡Pero tampoco me hace gracia que Jim se ponga de su parte tan rápidamente!
—Yo he leído en alguna parte —prosiguió Jim— que los ingleses no habían perdonado a los americanos su actitud al final de la Segunda Guerra Mundial. Ellos tenían casi todo racionado, y los turistas americanos se aprovechaban de todo sin ninguna consideración.
—Por otro lado —dijo Mart— el turismo ayudó a impulsar su economía.
—Quizá ellos hubiesen preferido desarrollarla de alguna otra forma —comentó prudentemente Honey, justo cuando el camarero traía lo que habían pedido.
A Trixie le sirvió un bizcocho borracho, con gelatina, fruta y natillas, todo rociado con un poco de vino. Sabía que era una gloria, y muy a su pesar, tuvo que comérselo deprisa.
—No tenemos mucho tiempo —repetía una y otra vez a sus amigos—. La señorita Trask nos advirtió que sólo nos quedaremos en Londres dos o tres días, y no hemos hecho más que empezar a visitarla… encima, no hemos averiguado nada sobre nuestro caso.
Se impacientó más aún cuando terminaron y el camarero no aparecía con la cuenta. Oían cómo fregaba los platos en la cocina; sin embargo, nadie salió de allí para atenderlos. Eran ellos los únicos clientes que había en ese momento en el pequeño café.
—¿Por qué no dejamos el dinero en la mesa? —dijo al fin.
—Si nos cobrasen en dólares, todavía podríamos hacerlo —opinó Jim—, pero yo no me aclaro aún con el cambio.
Sacó su cartera y ojeó las libras, que tenían algo de irreal para él, acostumbrado como estaba a los dólares.
—Cualquiera diría que es dinero de juguete —exclamó.
Trixie se revolvía en su asiento, muy inquieta.
—Me da la impresión de que nos está haciendo esperar a propósito —murmuró en voz alta.
—Chitón —susurró Honey al ver que las puertas se abrían de golpe y el camarero llegaba con la cuenta.
—Como diría Winnie el Inútil[1], ¿cuánto le debemos en libras, chelines y onzas[2]? —preguntó Mart alegremente.
Pooh era uno de los personajes favoritos de Bobby, su hermano pequeño. Trixie pensó en él y sintió una gran nostalgia. En Sleepyside… ¿quién no quería a los Bob-Whites?
—A mí me sale a una libra, sin propina —calculó Jim.
Honey desabrochó la cremallera de su bolso de cuero, que llevaba colgado del hombro, y se quedó mirando las monedas, que le parecían de otro mundo.
—Lo mío son noventa y nueve peniques —dijo Trixie con un suspiro, tratando de juntar las monedas de su cartera—. ¡Oh, no! ¿Qué voy a hacer con tanto centavo?
—No son centavos —le dijo Mart—. Son peniques, y valen casi el doble. Una libra vale cien peniques, que equivale a unos dos dólares. Así que dásela y que se quede con el cambio. Ten, Honey, yo pago el resto; luego, en el hotel, ya haremos cuentas de lo que me debes.
El camarero había seguido toda la conversación allí plantado, junto a la mesa, esperando a que le pagaran. A Trixie le pareció que se le retorcía el bigote. Bueno, desde luego ella no le iba a dar una propina tremenda. Aunque tal vez no le estaba dando el dinero suficiente. ¿Por qué la miraba de ese modo? ¿Es que lo hacía todo mal en ese país?
Trixie dejó el dinero encima de la mesa y salió del café de mal humor. El camarero sólo podía aducir un motivo para explicar lo mal que le caían, y es que eran americanos, pero no le habían hecho nada, de eso estaba segura.
No se había alejado demasiado cuando Jim la alcanzó y se puso a caminar a su lado.
—Yo tampoco puedo dejar de pensar en el famoso «grito de guerra», eso de «Yanqui, go home, —es decir—, yanqui, lárgate a tu casa» —admitió, acompañando sus palabras con un suspiro.
Trixie se sintió algo mejor con Jim a su lado. Puede que las cosas fueran distintas en el Museo de Cera. Quizá no llegaran a encontrar ni una sola pista para resolver su caso, aquello que les había traído a Inglaterra: averiguar el origen del collar de Honey.