El Sedán marrón • 7

—Y BIEN, ¿dónde está McDuff? —preguntó Trixie en cuanto la señorita Trask y los Bob-Whites terminaron de desayunar a la mañana siguiente.

Estaban sentados a la mesa, en el hotel, haciendo planes para su último día en Londres.

—Tus modos, al referirte al señor McDuff, dejan mucho que desear —dijo la señorita Trask, algo seca—. Y, en cuanto a su tardanza, me indicó que no le esperásemos hasta el mediodía. Quería ir al Banco, a cambiar en libras su dinero, antes de que nos fuésemos de Londres. Así podrá devolverte el dinero que le prestaste, Trixie. Después de eso, se ha ofrecido para ir a alquilarnos un coche, y también para preguntar a la policía si saben algo del bolso de Honey. De modo que ya ves, tiene una mañana muy ocupada.

—¡Oh! —exclamó Trixie, que se sintió como si fuese un globo al que le pinchan con un alfiler.

—Más te valiera mostrar semejante alacridad y celeridad todos los lunes por la mañana —dijo Mart, con su habitual sentido del humor.

—Mira, yo de alacranes no sé nada, pero estoy deseando ir a Stratford —dijo, perdiendo la paciencia—. Tengo la corazonada de que es allí donde vamos a resolver el misterio de la herencia de Honey.

—Yo estoy de acuerdo con Trix —dijo su amiga—. Además, cuanto antes salgamos de esta ciudad, mejor.

—Me alegra veros a las dos tan amigas, otra vez —dijo Jim—, pero no comprendo a qué vienen esas ganas de marcharos de aquí. Todavía no hemos visto ni la mitad de los monumentos más importantes de la ciudad.

—Bueno, hay un “monumento” que no me gustaría volver a ver —dijo Honey sintiendo un escalofrío—, y es ese odioso carterista.

—Para aprovechar al máximo el tiempo de que disponemos —sugirió la señorita Trask— podríamos, si os parece bien, ir en barco por el Támesis, hasta Greenwich. Veréis las Casas del Parlamento, la Torre de Londres, el Puente de la Torre, y buena parte de los muelles de Londres. También está el Museo Marítimo, en Greenwich, con maquetas de balandros y vapores, mapas antiguos, cartas y hasta los instrumentos más modernos de navegación.

—Luego podemos subir a bordo de un viejo clíper chino, el Cutty Sark, y ver una colección fascinante de mascarones de proas arrancados de naves hundidas —concluyó la señorita Trask.

—Greenwich —repitió Jim al que se le habían iluminado sus ojos verdes—. ¿No es allí donde está el Primer Meridiano…? Quiero decir… el lugar que sirve de referencia para dividir el mundo en zonas horarias…

—Justo —dijo Mart entusiasmado—. ¡Vamos!

—Oh, no —dijo Honey contrariada—. Trixie y yo queríamos ir de compras. Tenemos que llevar algún regalo a casa y a los amigos, y yo necesito otro bolso. ¿Nos dará tiempo a todo?

—¿De compras? —preguntaron los chicos, extrañados.

—Nadie os ha pedido que nos acompañéis —les dijo Trixie en son de reproche.

—No nos da tiempo a hacer las dos cosas —dijo la señorita Trask—, y no me hace ninguna gracia que os separéis.

—¡Claro! ¿Y si os volvéis a perder? —añadió Jim, bastante preocupado.

—Bah, ahora ya me conozco Londres —dijo Trixie con confianza—. Y ya no nos queda nada en los bolsillos, que nos puedan robar, teniendo en cuenta que vamos a dejar el collar de Honey aquí, en el hotel.

—Ni siquiera llevamos mucho dinero encima —añadió Honey.

Lo de “los gastos pagados”, para la Agencia de Detectives Belden-Wheeler, no incluía regalos. Los padres de Honey habrían dado a su hija todo el dinero que les hubiese pedido, claro está, pero ella no quería tener ni un penique más que Trixie… lo cual, hasta que McDuff no devolviera a su amiga las cinco libras, era bien poco.

—Tendremos cuidado —prometió Trixie.

—Muy bien —dijo la señorita Trask.

—¡Qué buena eres! —exclamó Honey.

—Eso intento —dijo ella con una sonrisa—. Ah, y no hace falta que lleguéis antes del mediodía. Cuando el señor McDuff llegue con el coche, haremos las maletas. Luego creo que lo mejor será almorzar todos antes de salir. Comed donde os apetezca, y estad de vuelta antes de las dos. El señor McDuff dice que Stratford no queda muy lejos… a menos de dos horas yendo en coche.

No sé —pensó Trixie mientras se dirigía con Honey a la parada de uno de esos autobuses de dos pisos—; si McDuff se presenta, las cosas le estarán saliendo que ni pintadas. Así, almorzará con la señorita Trask, los dos solos

Normalmente, Trixie compartía sus sospechas con Honey, pero en ese momento tenía muy claro que su amiga no quería oír hablar del asunto. El diario de la mañana había sacado otra noticia en primera plana sobre los carteristas, pero Trixie tuvo la precaución de no mencionar ese tema otra vez.

Me estaré calladita hasta las dos en punto —se dijo a sí misma—. Si a esa hora no se ha presentado, no tendrán más remedio que creerme.

—Dicen que las tiendas londinenses son fabulosas —dijo Honey—, aunque a mí, si te digo la verdad, también me hubiera gustado ir a ese crucero.

—Intercambiaremos notas con los chicos, por la tarde —propuso Trixie.

Las dos amigas bajaron del autobús en Mayfair, el célebre distrito que la señorita Trask les había recomendado; allí encontrarían las mejores tiendas. Primero buscaron el bolso para Honey; al fin se decidieron por uno de cuero rojo. Después estuvieron mirando escaparates. Aquí y allá, junto a los grandes almacenes, había tiendecitas, papelerías que vendían revistas, caramelos y regalos. Honey prestó un poco de dinero a Trixie, que aprovechó para comprarse una bolsa de caramelos.

—Deben ser los dulces más ricos del mundo —dijo mientras seleccionaba varias barras de chocolate que estaban como para chuparse los dedos, rellenas de frambuesa o naranja, caramelos de todos los sabores imaginables, y unas pastillas de goma que no tenían nada que envidiar a las americanas.

—Pero lo más seguro es que tengan también más calorías —dijo Honey, aunque ella jamás había tenido problemas de peso.

A Trixie tampoco le preocupaba este asunto, pese a que de vez en cuando alguien insinuaba que estaba “rellenita”. Entonces recordó que Mart le había llamado cosas mucho peores, y se apartó del departamento de dulces.

—¡Ay, mira! —exclamó Trixie—. Eso se lo voy a comprar a Bobby…

En un estante atiborrado de trastos había un “bobby”, un policía londinense en miniatura, que llevaba de la correa a un pastor alemán. Era tan pequeñito… y tan gracioso, con su uniforme azul y el típico gorro de fieltro negro, sujeto a la barbilla con una correa, que las dos se encapricharon de él.

—Ay, ay, ay, Trixie, es encantador —exclamó Honey—. Mira, si hasta tiene una corbatita diminuta.

—A Bobby le va a chiflar —dijo Trixie—. Me imagino la cara que va a poner cuando le diga que a los policías ingleses les llaman “bobbies”.

—Ahora hay que encontrar algo para Di, Brian y Dan —le recordó Honey.

Antes de encontrar lo que andaban buscando, dieron las doce.

—¿Tú crees que podremos comer en Tiddy Dol’S? —preguntó Trixie.

—Pero ¡qué manía te ha entrado por ir a Tiddy Dol’S! —exclamó Honey.

—No lo sé —dijo Trixie—. ¡Es que el nombre me hace gracia, supongo!

Según parece, Tiddy Dol’S había sido, en el siglo dieciocho, un popular puesto ambulante de pan de jengibre. El actual restaurante había mantenido la tradición, y el pan de jengibre era su especialidad. Las dos se lo comieron calentito, con mantequilla, miel y nata, y se entretuvieron tanto que tuvieron que salir corriendo hacia el hotel.

—De todas formas, podemos ir de tiendas en Stratford —dijo Trixie cuando cruzaban el umbral del hotel, justo a las dos de la tarde.

Jim y Mart llegaron casi al mismo tiempo que ellas, y en las mismas condiciones: jadeando después de una buena carrera.

—¿Y la señorita Trask? —preguntó Honey.

No había rastro de ella, y tampoco de McDuff.

—Sí, ¿dónde estará? —preguntó Trixie, muy nerviosa—. Después de insistir tanto para que llegásemos a tiempo, ahora es ella la que no aparece.

—Vamos a preguntar si los han visto —sugirió Jim.

Y salieron del vestíbulo por una puerta lateral. La señora Johnson, la propietaria del hotel, estaba en el jardín recogiendo unas rosas.

—No tenéis necesidad de preocuparos —dijo, tranquilizando a los Bob-Whites—. El caballero que estuvo aquí ayer pasó a recogerla con un auto. Creo que sobre las doce.

—¿Y se marchó sin nosotros? —preguntó Honey llena de asombro—. ¿No dejó ningún mensaje?

—No, cariño, por lo menos a mí no —contestó la señora.

—Oh, mi señora, mi señora, dondequiera que os halléis, mi señora —dijo Mart bromeando, aunque la expresión de sus ojos desmentía tanta emoción.

—Os advertí que era un criminal —exclamó Trixie—. Lo más seguro es que la haya secuestrado y nos vaya a pedir un rescate enorme.

Jim y Mart rompieron a reír.

—Venga, Trix, por favor —dijo Jim—. Esta vez te has pasado un poco ¿no crees?

—Se habrán ido a almorzar a alguna parte —dijo Honey, no muy convencida de sus propias palabras—, y luego habrán pillado un atasco o algo por el estilo.

—Pero si son casi las tres —dijo Trixie, fuera de sus casillas, cansada de tanto esperar—. Voy a llamar a Scotland Yard.

Antes de que pudiera levantarse del escalón de la entrada del hotel en el que se había sentado, un sedán marrón pasó por debajo del pórtico del Hotel Jardín, y McDuff bajó de él abriendo la puerta derecha, que era la del conductor. A continuación dio la vuelta al automóvil, para abrirle la puerta a la señorita Trask, con una cortesía exquisita. La señorita Trask, según tuvo que reconocer Trixie, no tenía el aspecto de alguien recién secuestrado.

—Lo siento muchísimo —dijo al bajar del coche—. No nos hemos dado cuenta de la hora.

Sus ojos azules resplandecían y estaba guapísima con su traje marrón y un pañuelo de gasa color crema que estrenaba ese día.

Los Bob-Whites no daban crédito a sus oídos. La señorita Trask, la eficiente ama de llaves de los Wheeler… ¿llegando con retraso?

McDuff sacó cinco libras de un fajo gordísimo de billetes.

—Aquí tienes, pequeña —dijo a Trixie—. Ciertamente, te agradezco el préstamo.

Trixie se puso roja como un tomate.

Uf —pensó, tragando saliva—. Esta vez sí que he metido la pata.

¿Cómo podía haber juzgado tan mal a esa persona? No era ningún criminal, ni ningún secuestrador… ni siquiera un buscador de fortunas, ya que la señorita Trask no poseía ninguna. Era, ni más ni menos, lo que aparentaba ser… un amigo.

Tendré que pedirle perdón de alguna manera —se dijo a sí misma—. A partir de ahora, voy a estar simpatiquísima con él… y eso que sigue sin caerme del todo bien —no pudo dejar de añadir. En voz alta murmuró:

—Ha sido un placer.

El automóvil que McDuff había escogido era un cuatropuertas en el cual cabían los seis justitos.

—No estaba seguro de si queríais una furgoneta o un sedán —dijo.

—¿Qué es eso de sedante? —preguntó Mart—. No andamos mal de los nervios, ¿sabe?

Los cuatro estaban alrededor del coche, admirándolo. Los rayos del sol hacían brillar la chapa cromada.

La señorita Trask se echó a reír.

—Sedán es como llaman aquí a los coches —les explicó. —¡Ya lo tengo! —dijo Mart mientras frotaba con la manga el reluciente parachoques marrón—. ¿Os acordáis de cuando fuimos a Vermont, y Di y yo bautizamos el Volkswagen con el nombre de Furgoneta Morena? Bien… a ver qué tal os suena esto… ¡aquí y ahora bautizo este coche con el nombre de Sedán Marrón!

—¡Sí, Mart; es el nombre apropiado! —exclamó Honey. —Si Di estuviera aquí —dijo Trixie—, pensaría que el ingenio de Mart sólo tiene rival en Shakespeare.

Mart levantó un dedo y replicó, tal y como Hamlet hiciera con Ofelia:

—“¡Encerraos en un convento!”.

En vez de obedecer, Trixie le sacó la lengua y se metió en el coche.

Pronto partieron, rumbo al norte. Gordie McDuff iba al volante; la señorita Trask estaba sentada a su lado. Los cuatro Bob-Whites estaban un poco apretados en el asiento de atrás, pero no les importaba. Había amanecido un día magnífico, y el campo estaba más verde que las esmeraldas del collar de Honey. Unas pocas nubes, muy blancas, adornaban el cielo, azulísimo.

McDuff, con voz grave, se puso a entonar una canción escocesa; los demás le siguieron:

«Vuela como el águila, velero primoroso.

Más alto, gritaban los marinos.

Llévate a aquél que nació para rey,

cruza los mares con el cachorro soberano.

 

Y aullaron los vientos, y rugieron las olas,

y tronaron los truenos,

y los enemigos vieron alejarse la nave, desde las playas,

que no osaron seguirla».

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Esa canción habla del príncipe Carlos, El Primoroso, ¿no? —preguntó Mart.

—Huy, huy, huy, el caballerito se lo sabe todo —dijo McDuff—. Ajá, el Joven Pretendiente… así es como le llamaban aquellos que creían que no era suya la Corona, por derecho. Y fueron ellos los que vencieron, derrotando al príncipe Carlos en la batalla del Páramo de Culloden.

—¿Y el príncipe Carlos logró escapar? —preguntó Honey.

—Seguramente le cortaron la cabeza —dijo Trixie— igual que a la reina María de Escocia.

—No, no, él pudo huir a Francia —dijo McDuff.

Honey dio un suspiro de alivio.

—¿Usted nació en Escocia, señor McDuff? —preguntó Trixie con amabilidad.

—Sí, pequeña, allí nací. En Glasgow —contestó mientras sus manos grandes manejaban el volante con seguridad. La carretera era estrecha, pero sin curvas.

—¿Cuándo se fue a Canadá? —insistió Trixie.

—Oye, Trixie —dijo la señorita Trask—; a lo mejor el señor McDuff no nos quiere contar su vida.

—Yo sólo quería ser amable —murmuró Trixie.

—Pregunta lo que quieras —dijo él sonriendo—. No me importa. Yo no era sino un cachorrillo cuando mi padre emigró a la tierra prometida.

Jim le sonrió a Trixie, que iba toda apretada entre él y Honey.

—Yo creí entender que fue usted guía en Londres —dijo Jim al escocés—. Entonces… ¿estuvo usted allí antes?

—Ah, sí, muchas veces —dijo McDuff—. Pero podríais pensar que el motivo de este último viaje es bien triste. O quizá no lo consideréis así; depende de cómo lo veáis. Iba a ser mi luna de miel.

Trixie casi se atraganta. Tosió y luego dijo:

—¿Qué le ocurrió a su… prometida?

McDuff echó para atrás la cabeza y soltó una carcajada.

—Si te preocupa la posibilidad de que haya muerto, puedes estar tranquila, nena. Ella sigue en el reino de los vivos. Si queréis que os diga la verdad, me dejó plantado.

Hubo un coro de lamentaciones.

—Lo siento muchísimo —dijo Honey.

—No malgastéis vuestra energía en esos sentimientos —dijo McDuff—. Dos no pueden viajar por el precio de uno; eso es lo que yo pienso. Y… bueno, este viaje a Escocia me ha permitido conocer a una gente muy buena. «Ja, tú seguirás el camino alto, yo seguiré el camino bajo, y me verán en Escocia antes que a ti —cantó, seguido de un coro de voces—. Pero mi amada y yo, ay, nunca, nunca volveremos a vernos, en la linda, linda orilla del Lago Lomond».

Desde luego nadie diría que le han roto el corazón —pensó Trixie.

En voz alta preguntó:

—Entonces, ¿ahora va camino de Escocia?

—Sí, a ver a mi tío. Pero no tengo ninguna prisa —añadió McDuff—. Será un placer ser vuestro guía durante unos días.

Mart, hasta ese momento, por extraño que parezca, había permanecido en silencio mientras iba contemplando el paisaje a través de la ventanilla. Colinas verdes, fincas rodeadas de árboles y villas amuralladas fueron quedando atrás. Al rato, se hicieron más frecuentes los prados y las antiguas granjas de adobe.

—¡Caramba! —exclamó de repente—. Estos granjeros utilizan los árboles para protegerse del viento, y cercos de piedra en lugar de vallas. Eso es lo que llaman «setos vivos»… ¿no? ¡Y la de ovejas que hay!

—Mart quiere estudiar la especialidad de agrónomo en la Universidad —explicó Trixie a McDuff, procurando aún mostrarse simpática—. Nosotros vivimos en una granja, aunque bastante modesta, y papá trabaja en un Banco. No tenemos plantado nada… sólo frambuesas y manzanos… pero, a lo que iba, Mart tiene pensado trabajar en la escuela que Jim va a montar para niños sin hogar, y…

—¡Por favor! —la interrumpió Mart—. Cierra el pico, ¿vale? Estoy tratando de aprender algo de las granjas inglesas.

—Pues a mí me encantaría poder ayudarte —dijo McDuff—. Éstas son las colinas de Cotswold… territorio montañoso, muy bueno para las ovejas. Los prados están dispuestos en rectángulos y marcados… como tú bien has observado… con cercos de piedra o filas de árboles.

A Mart casi se le salían los ojos de las órbitas al ver los cercos que cada granjero había sido capaz de construir.

—Aprendimos un montón sobre cómo llevar una granja cuando fuimos a la granja de mi tío Andrew, en Iowa —dijo Trixie a McDuff.

McDuff pareció no haberlo oído.

—A mí me fascina el paisaje inglés —le estaba diciendo a la señorita Trask—, más aún que Londres.

—Hay una paz tan grande… —dijo Honey sonriendo—. ¡Y ni un carterista!

Trixie había decidido callarse, en vista del éxito que había tenido con su intervención, pero entonces vio una señal por la ventana.

—«Stow-on-the-Wold» —dijo riéndose—. ¿Eso qué es?

—Creo que es uno de los pequeños hamlets de Inglaterra —explicó la señorita Trask.

—¿Hamlet? —preguntó Trixie, extrañada—. Yo creía que el único Hamlet era el personaje de Shakespeare.

—La palabra «hamlet» significa aldea —dijo la señorita Trask sin darse la vuelta.

Trixie se hundió en su asiento.

O me he vuelto paranoica, o se han puesto de acuerdo todos para dejarme en ridículo —pensó.

Vio que McDuff apartaba la vista de la carretera para sonreír a la señorita Trask y, sin pensarlo dos veces, murmuró en voz alta: —Al menos podría fijarse en lo que hace.

Mart la oyó y enarcó una ceja.

—Señor, qué tarados están estos detectives —exclamó cambiando de tema ingeniosamente.

—¿Qué es eso que has dicho? —preguntó la señorita Trask volviéndose—. ¿Otra vez citando a Shakespeare? Muy oportuno… el señor McDuff dice que estamos entrando en tierra del Bardo —añadió dirigiendo una sonrisa a Mart.

—Tan sólo estaba parafraseando algo de «El sueño de una noche de verano» —dijo Mart con ánimo de seguir luciéndose.

Más bien «La pesadilla de una noche de verano» —reflexionó Trixie, apenada.