En el mercado • 12

ANTES DE LA CENA, aquella misma noche, los Bob-Whites tuvieron una reunión de emergencia y decidieron no contar a la señorita Trask lo que Gregory les había dicho.

—Puede que lo del acento se deba a que ha vivido tantos años en Canadá —dijo Honey.

—Bueno, pero si vemos que hay alguna otra cosa que no cuadra, creo que deberíamos decirle todo lo que sepamos —insistió Trixie.

—Ahora hay que andar con los ojos bien abiertos —dijo Jim—. Además, dentro de unos días se irá a Escocia. Siempre podremos contárselo cuando él se haya marchado.

Los Bob-Whites se habían citado con Gregory y Anne para después de la cena. Ésta sacó el collar de la caja fuerte, y fue a la Sala Rosa para examinarlo.

—Ah, ahora ya sé lo que me recuerda —dijo Anne. Luego vaciló un instante y añadió—: Pero quizás no debería hablar de esto, no sea que esté equivocada.

—Ay, no; dínoslo —suplicaron Trixie y Honey.

—Muy bien, ¿tenéis previsto ir al castillo de Warwick? —preguntó Anne.

—¿La famosa fortaleza medieval… la que tiene en su interior obras de arte de un valor incalculable? —preguntó Mart, que, cómo no, había leído algo sobre ese castillo—. Sí, McDuff dijo algo así como que nos llevaría allí pasado mañana.

—Pues yo estoy pensando en el Gran Salón —dijo Anne—. Procuraré arreglarlo todo para poder acompañaros allí, pero, en caso de que me sea imposible, ya os diré cómo encontrar eso de lo que estoy hablando.

Miró la hora y abrió una carpeta que había traído consigo.

—Se está haciendo tarde, pero yo quería enseñaros esos árboles genealógicos que hizo mi madre —dijo sonriendo.

Cuando los Bob-Whites terminaron de estudiar cada rama de esos árboles, tenían tanto sueño que lo único que pudieron hacer fue dar las buenas noches. A la mañana siguiente, durante el desayuno en la Sala Carmesí, no paraban de bostezar, aunque la señorita Trask anunció algo que los despejó enseguida. Tenían previsto ir a la Biblioteca Bodleian, en la Universidad de Oxford pero, aparentemente, la señorita Trask cambió de planes.

—Gordie y yo iremos a Oxford, los dos solos —dijo—. La Biblioteca Bodleian es antiquísima, y excelente, y sé que tiene material genealógico sobre los Hart, además de una exposición de joyas isabelinas. Pero creemos que sería una pena que vosotros desperdiciarais todo un día metidos entre cuatro paredes, cuando hay tantas cosas interesantes que ver en Stratford.

—Sí, id a ver el mercado de Stratford —dijo McDuff, exagerando la costumbre escocesa de acentuar las erres—. Lo que da carácter a Stratford es su mercado… ésa es la principal atracción para los turistas.

—¡Al mercado, al mercado! —dijo Mart de buen humor.

Sí; y compraremos un muñeco escocés —pensó Trixie, contrariada.

Cuando McDuff les describió el mercado, Honey dijo con mucha educación:

—Debe de ser algo parecido a los mercados de granja, allá en América. Será divertido, y todavía nos quedan bastantes compras por hacer.

Los Bob-Whites decidieron ir al mercado por la tarde, ya que Anne y Gregory se habían ofrecido a pasar la mañana con ellos, en la Casa Hartfield. Los dos Hart tenían demasiadas cosas que hacer en la casa, y sólo tenían unas pocas horas libres. Andrew Hart siempre rehuía cualquier clase de trabajo manual, y no había bastantes empleados para todo lo que había que hacer. Tanto Anne como Gregory suspiraban cada vez que algún Bob-White les hablaba del club y de sus amigos, en América.

Los Bob-Whites ayudaron a los Hart a limpiar las cuadras, y después Gregory preguntó a Jim si le apetecía dar un paseo a caballo. Sólo había tres caballos, y Andrew Hart ya había cogido un hermoso semental negro. Anne le prestó a Jim su yegua… una ruana, con una estrella en la frente.

—Vamos a jugar al tenis —propuso Anne a los otros—. Jugaremos dobles, si queréis.

—Anne es una jugadora de campeonato —les advirtió Gregory antes de salir galopando, con Jim—. Le da vergüenza contarlo, pero quedó semifinalista en el torneo juvenil de Wimbledon, este año.

—¡Uf! —exclamó Trixie—. Pues más vale que no juegue conmigo. Yo jugando al tenis soy un desastre. Nunca encuentro tiempo para practicarlo.

—Hace falta paciencia, para aprender a jugar al tenis —dijo Mart—. Una virtud extraña al carácter intempestivo de Trixie.

Los Bob-Whites no habían traído su equipo de tenis, pero Anne tenía bastantes raquetas para todos, y jugaron descalzos. Los Hart tenían una pista de hierba, de modo que el terreno estaba mullido y fresco.

—No lo haces tan mal —dijo Anne a Trixie cuando ya llevaban un rato jugando—. Sólo necesitas coger confianza, eso es todo. ¡Eres una compañera perfecta!

Trixie y Anne dieron a Mart y a Honey una buena paliza; al cabo de dos sets Jim y Gregory volvieron de su paseo a caballo.

—Has jugado muy bien, Trix —le dijo Honey cuando salieron hacia el mercado, esa tarde.

—Con Anne da gusto —dijo Trixie—. No sólo por lo buena que es, sino porque no para de darte coba, y entonces te animas.

Todos se rieron al escuchar la enrevesada explicación de Trixie; de todas formas, sabían qué era lo que había querido decir.

—El sentir confianza en una misma ayuda en cualquier deporte —dijo Trixie—. Me alegro de no haber ido a esa biblioteca.

—Y yo —dijo Jim—. ¡Creo que me he enamorado… de un caballo!

—Y hay que comprar regalos —añadió Honey—. No nos queda mucho tiempo.

—Cierto —dijo Trixie—. Pero lo que de verdad tenemos que hacer es resolver el misterio… en dos días.

—Ya tenemos alguna pista —le recordó su socia—. Los árboles genealógicos de la madre de Anne, y lo que Anne nos va a enseñar en el castillo. Eso sin contar con lo que averigüe la señorita Trask en Oxford.

—Eso ya lo veremos —dijo Trixie de mal humor—. Dudo que ese transilvano o lo que sea vaya a dejar de trabajar un segundo. No puedo evitar preguntarme…

—… quién es él —la interrumpió Mart, que la conocía muy bien—. ¿Y para qué fingiría ser escocés, si no lo es?

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—¿Y con qué intenciones está haciéndole la corte a la señorita Trask? —añadió Trixie, asombrada de tener a Mart de su parte por una vez.

—¿Qué te hace pensar que no va en serio respecto a la señorita Trask? —preguntó Honey preocupada—. Las personas mayores también pueden enamorarse, y ella es una mujer excepcional.

—Tal vez Honey tenga razón —dijo Jim—. Si te paras a pensarlo, ese hombre no nos ha hecho nada. Sólo salvarle la vida a Honey, llevarnos a los lugares más interesantes y hacer que la señorita Trask se lo pase muy bien… que es lo que ella se merece.

—Le va a romper el corazón —insistió Trixie.

—«Dos amantes malhadados» —citó Mart, dejando escapar un suspiro.

—¿Eso no es de «Romeo y Julieta»? —preguntó Trixie—. ¡No creo que la señorita Trask y McDuff formen tan buena pareja!

Honey se estaba disgustando; menos mal que Jim cambió de tema con mucho tacto.

—Debe de ser duro para Anne y Gregory llevar adelante la Casa Hartfield —dijo—. Con tanto trabajo, tan pocos empleados, y encima con su padre de mal humor… incluso puede que Anne tenga que dejar el tenis, según me dijo Gregory.

—Pero si es buenísima —aseguró Trixie.

—Él no me lo dijo —continuó Jim—, pero me da la impresión de que también Gregory va a tener que renunciar a su carrera de actor.

—Hay un montón de familias inglesas con el mismo problema —dijo Mart—. Esas mansiones le chupan a uno la sangre, entre gastos e impuestos… y al final tienen que abrirlas a los turistas.

—Sí, y la inflación también influye —añadió Jim.

—¿Os imagináis que mi padre se arruinara y tuviéramos que alquilar habitaciones en Manor House? —dijo Honey con lágrimas en los ojos.

—Ya nos apañaríamos —dijo Jim—. Estoy seguro de que papá se acostumbraría, pero…

—Sí —admitió Honey—, pero para mamá sería como enterrarla en vida.

—Bueno, por lo menos hemos ordenado nuestras habitaciones esta mañana —dijo Trixie—, así que a lo mejor les da tiempo a Anne y a Gregory a encontrarse con nosotros en «La Telaraña» a la hora del té, como queríamos.

—Sí, y les recomendaremos el «patito» —dijo Mart, guiñándole un ojo a Honey.

El mercado, como todo en Stratford, quedaba lo bastante cerca como para ir andando, incluso desde la casa de campo de los Hart.

Dejaron atrás la Oficina de Correos, y enseguida llegaron a la Fuente Americana. Esta estatua estaba situada en el centro del mercado; a su alrededor había decenas de puestos, que vendían no sólo productos de las granjas, sino también recuerdos para los turistas y mil cosas que llenaban la plaza de color.

—Es una buena ocasión para sacar unas cuantas fotos más —dijo Mart, preparando la cámara, que era de esas que sacaban la foto nada más hacerla.

—¡Uf! Aquí hay casi tanta gente como en Piccadilly Circus —observó Trixie cuando se acercaron a los primeros puestos.

—Anne dijo que valía la pena ver las tiendas de la ciudad —dijo Honey—. Yo quisiera ir a esa tienda de porcelana de la que nos habló. Tengo que comprar esas tazas y cuencos tan graciosos para Bobby y los hermanos de Di, y algún jarro de porcelana para mamá…

—¡Ay, ay, ay! —exclamó Trixie—. ¡Mirad… allí!

Jim, Mart, y Honey se volvieron; Trixie señalaba algo con el dedo.

—¡Allí…! ¿No lo veis? ¡Deprisa, Mart, pásame la cámara! —dijo enfocando inmediatamente hacia el centro de la plaza del mercado.

—¿Vas a sacar una foto de la Fuente Americana? —le dijo a su hermana con una sonrisa indulgente, mientras ella hacía la foto—. Por casualidad sé que fue inaugurada en Stratford el año del Jubileo; por si no lo sabéis, es el quincuagésimo aniversario de la Coronación, en la Monarquía Inglesa. Fue en el siglo XIX, en el año…

Sin esperar a que concluyera su discurso, Trixie se colgó la cámara. No llegó a enterarse del año, pero tuvo cuidado de enfocar bien antes de apretar el botón.

—Por favor, que ésta me haya salido bien —dijo en voz baja—. Sólo ésta.

—Vale —exclamó Mart—. No gastes todo el carrete, Trixie. Dime qué es lo que quieres sacar y yo la hago.

—¿Qué te pasa, Trix? —preguntó Jim más en serio.

—Lo he visto —insistió Trixie—. Al lado de la estatua. Y esta vez tendréis que creerme.

—¿A quién has visto? —preguntó Honey, que estaba acostumbrada a las frases inacabadas de Trixie, pero en esta ocasión no pudo leerle el pensamiento.

—Ahora lo veréis —dijo Trixie—. Ten, Mart, coge tú la foto.

La fotografía salió revelada al cabo de unos segundos. Trixie se la quiso quitar de las manos enseguida, llena de impaciencia como estaba, pero Mart, para hacerle rabiar, la mantuvo fuera de su alcance y la estudió.

—No está mal —dijo—. Nada mal, Trix. ¡Mirad, chicos, ésta es la mejor foto que ha hecho Trixie en su vida!

—¿A que no me ha salido movida? —dijo ella—. Y sé que tampoco le corté la cabeza… ¡Venga, Mart, dámela!

Mart le pasó la fotografía.

Ella le echó una mirada y protestó.

—¡Era Gorro Gris! —aseguró a punto de llorar mientras se daba cuenta de su fracaso—. Se habrá metido detrás de la estatua justo después de enfocar. Contuve la respiración un segundo, para asegurarme de que no saliera movida… y se me escapó… Oh, no.

Jim, Honey y Mart, aunque parezca extraño, no dijeron nada. Trixie casi hubiera preferido que le tomaran el pelo por tener una imaginación tan desbordante, pero en lugar de eso se quedaron callados. Ah, sabía que tendría que contar con alguna prueba para que se convencieran de que había visto al carterista de Londres aquí, en Stratford. Y había sacado una foto ideal… nada movida… Pero ¡qué le importaba a ella la estatua!

—La próxima vez tendrás más suerte —dijo Mart al cabo de un rato.

Por su tono, parecía que en esta ocasión se fiaba de ella.

El incidente le amargó la tarde de compras a Trixie. Compró unas cuantas cosas para familiares y amigos, pero sin fijarse muy bien, al tuntún. Lo único que le interesaba era buscar a Gorro Gris, como ella le llamaba.

Los Bob-Whites estuvieron de vuelta en la Casa Hartfield a las seis. Gregory llegó a tiempo a «La Telaraña», pero Anne no. Los recibió en el jardín; estaba recogiendo unas flores para el comedor.

—Marielle, la cocinera, se ha hecho un lío con el asado —les explicó—. He tenido que echarle una mano.

—Bueno, yo tengo que ir al teatro ahora. Os veré a la noche —dijo Gregory.

Trixie y Honey pasearon entre dos filas de rosales y fueron a su habitación para ducharse antes de la cena.

—Te lo aseguro, Honey —insistió Trixie—. Lo vi. Lo reconocería en cualquier parte.

—Me figuro que habrá carteristas por aquí —admitió Honey—. Con todos los turistas que hay en Stratford… Pero ¿cómo va a ser el mismo, Trix? ¡Estamos a noventa millas de Londres! Por una bisutería ¿quién nos iba a seguir hasta aquí…?

—A menos que se trate de una joya de la Corona —dijo Trixie.

—Pero no lo es. Es sólo cristal, ya nos lo dijo el tasador —dijo poniéndose de puntillas para coger una rosa de una espaldera que había junto a la reja de la ventana de la Habitación Rosa.

—¿Tú crees que la señorita Trask y McDuff serán puntuales, por una vez? —dijo Trixie al abrir la puerta—. ¡Eh, qué curioso! No está cerrada —añadió intrigada.

—¡Ay, Trixie! —exclamó Honey casi sin voz.

Todo estaba revuelto en su cuarto. Las maletas estaban abiertas, encima de la cama, y toda la ropa tirada por el suelo. Hasta les habían deshecho las camas. También les habían sacado los cajones del tocador.

Las dos se quedaron mirándose con lágrimas en los ojos.

—¡Qué horrible! —susurró Trixie.

Honey estaba buscando algo en uno de los cajones. Cuando se volvió hacia Trixie, estaba pálida.

—El collar —balbuceó—. Estábamos tan cansados anoche, que preferí pedirle a Anne que lo guardara en la caja fuerte esta mañana. Pero… ¡ay, Trixie, se me olvidó, y ha desaparecido!