Una extraña desaparición • 16
—ESO ES LO QUE he estado intentando decirte —dijo Trixie—. Me figuro que habré estado soñando sobre el caso esta noche, y mi subconsciente ha dado con la solución… Falta una pieza en el rompecabezas, y esa pieza es el cómplice de Gorro Gris.
—¡Bah! —protestó Honey, dejándose caer en la cama—. Cuando nos vayamos, le van a cambiar el nombre a esta habitación. En lugar de «Habitación Rosa», la llamarán «Habitación de las Bobadas». ¿Insinúas que hay más de un carterista detrás de nosotros? Si te paras a pensarlo, Trix, tú has visto a Gorro Gris más veces que todos los demás juntos —añadió poniéndose más seria—. ¿Es que has visto a más de uno?
—Todavía no lo tengo muy claro —admitió Trixie—. Tendré que pensar en ello un poco más. Te diré una cosa… ¿y si nos levantamos para hacer las maletas? De ese modo, ya tendríamos una cosa menos que hacer. Luego podemos ir a las cuadras para ver si Gregory está allí y nos deja dar un paseo a caballo antes del desayuno.
Al llegar a las cuadras, una hora después, las dos encontraron a Jim y a Gregory ensillando los caballos para dar un paseo.
—¿Y Mart? —preguntó Trixie.
—Se le han pegado las sábanas —dijo Jim.
Gregory insistió en que las dos amigas y Jim salieran a cabalgar; sólo había tres caballos.
—Mi padre tiene demasiado trabajo; esta mañana no podrá salir a montar —dijo—, y a mí me conviene empezar cuanto antes con lo mío. Hay algo que quiero hacer antes de que os vayáis a los Estados Unidos.
Ahora es él el que nos deja intrigados —pensó Trixie.
Gregory se marchó.
Era una mañana estupenda, y los tres jinetes llegaron unos minutos tarde al desayuno. Trixie iba a anunciar a bombo y platillo que tenía tanta hambre que se comería un toro, pero se cortó, porque Andrew Hart apareció en ese momento por la puerta del Salón Carmesí.
Apuesto a que está deseando que nos vayamos de aquí enseguida —pensó Trixie.
—Cuando lo tengan todo listo para marcharse, háganmelo saber —les dijo.
Inmediatamente giró sobre sus talones y se marchó con la misma brusquedad con que había llegado.
—Espero que no le haya molestado el que saliera a pasear con el Príncipe Negro —dijo Jim preocupado—. Gregory me dijo que su padre casi siempre suele escoger ese caballo, pero que hoy estaba demasiado atareado preparándolo todo para la avalancha de huéspedes que llegarán mañana.
—Pobre señor Hart —dijo Honey—. ¿No es una pena tener que montar un hotel cuando te da tanta rabia tener gente en tu casa?
—Anne dice que acabará acostumbrándose —dijo Mart—. Según ella, a su padre le cuesta bastante adaptarse a los cambios. Cuando murió su mujer, sufrió muchísimo. Así que yo creo que no tiene nada personal contra nosotros. ¡Ah! Mientras estabais con los caballos estuve hablando con Anne, y me dijo que le había contado a Gregory lo de tu collar y que tiene un dato importante que prefiere comprobar por sí mismo antes de revelárnoslo. A eso es a lo que se ha ido ahora.
—¿Qué clase de dato? —preguntó Trixie, a la que le salían las preguntas a borbotones—. ¿Adónde ha ido a comprobarlo? ¿Estará de vuelta antes de que llegue la señora Wheeler?
—Me parece que tiene que hablar con alguien en el teatro —dijo Mart—. Pero no estoy seguro.
—En el teatro —dijo Honey pensativa—. ¿Y qué querrá sacar de allí?
Trixie, con los nervios, no pudo probar ni un bocado más del desayuno.
—¿Cuándo va a volver? —dijo muy nerviosa—. ¿No habrá ido a averiguar para qué harían una copia del collar? Es posible que alguien quisiera robar el verdadero y que…
—Tranquilízate —dijo Mart—, si no quieres volvernos locos a todos.
La señorita Trask y McDuff habían desayunado antes que los Bob-Whites y se estaban diciendo adiós en el vestíbulo. McDuff iba a coger el autobús para Glasgow, que salía hacia el mediodía. Cuando acabaron de desayunar, los Bob-Whites salieron a despedirse de él, y al cabo de un rato el alto escocés les decía adiós con la mano desde un taxi. Dejaba allí el sedán, que pasaría a recogerlo la compañía que alquilaba los coches.
Trixie dio un suspiro de alivio; Honey lloraba. Honey y yo no sentimos lo mismo por ese hombre, está más claro que el agua —pensó Trixie mientras volvían a la casa.
La señorita Trask se encerró en su dormitorio.
—Tengo que escribirle una carta a mi hermana —dijo excusándose—. He estado tan ocupada que no he podido escribir ni unas líneas. Por lo menos quiero mandarle una postal de Stratford.
—Igualita que mi hermano —le susurró Trixie a Honey—. No llevan ni diez días en Inglaterra, y ya han cogido hasta el acento. Oye, yo me imaginaba que llevaría a McDuff a la estación, para decirle adiós.
—Lo más seguro es que haya preferido estar a solas un rato —dijo Honey.
El ama de llaves, la señora Hopkins, entró para informar a Honey de que tenía una llamada.
—Era mamá —dijo Honey al cabo de unos minutos—. No llegará hasta la tarde, y le gustaría pasar aquí la noche. Le dije que probablemente pueda quedarse en el cuarto de McDuff. Mañana por la mañana nos encontraremos con mi padre en Londres y saldremos para Nueva York.
—Una noche más en Inglaterra —dijo Trixie contentísima.
Los Bob-Whites llegaron a la conclusión de que les sobraba tiempo para dar un paseo en barca esa mañana, por el río Avon. Gregory no había vuelto del teatro pero, para sorpresa de todos, Anne podría acompañarles.
—Allá que se van mis últimos dos chelines —dijo Trixie cuando los Bob-Whites y Anne pagaron las entradas para subir a bordo de «El Cisne del Avon».
Fue un paseo adorable… atravesaron el canal, pasaron por debajo del viejo puente de piedra, contemplaron las casas, cuyos exuberantes jardines llegaban hasta la misma orilla del río. Detrás de una valla de madera, un chiquillo los veía pasar con mirada melancólica; la alegre barca se dejaba acariciar por las ramas de los castaños y sauces llorones que poblaban la ribera.
—Pobrecito millonario —murmuró Honey—. Yo me encontraba así de sola antes de que nos mudáramos a Sleepyside, antes de conocer a Trixie, antes de encontrar a Jim, antes de fundar el club de los Bob-Whites…
—Y ahora míranos… navegando a lomos de un cisne, «El Cisne del Avon» —dijo Trixie encantada—. ¿No os parece increíble?
Cuando regresaron a la Casa Hartfield, los recibió Gregory. Tenía noticias para ellos, referentes al collar, pero alguna otra cosa le tenía preocupado.
—¿Has visto a papá? —preguntó a Anne.
—Pues no —contestó ella.
El ama de llaves llevaba un buen rato esperando al señor Hart; tenían que repasar la lista de la compra.
—He registrado la casa de arriba abajo —dijo ella—. No es su estilo, esto de irse así, sin más.
—¿No habrá decidido salir a dar un paseo a caballo? —preguntó Jim—. ¿Ha mirado usted en las cuadras?
Jim recibió con modestia la palmada de felicitación que Gregory le dio en la espalda.
—Sí, señor —dijo Gregory—. Eso es, habrá salido a montar un rato.
Y en efecto, en las cuadras faltaba el Príncipe Negro. Los Bob-Whites decidieron quedarse a ayudar a Gregory a terminar un trabajo que había dejado sin hacer por ir a investigar lo del collar de Honey.
mmm —Bueno, ¿qué hay de nuevo? —soltó Trixie, que ya no podía más.
—Haz el favor —dijo Mart—, ¡no dejes que salga volando el corcho del champán!
—¿De qué está hablando tu hermano? —preguntó Gregory.
Cuando todos acabaron de reírse de los giros americanos o británicos, les dijo que había consultado con el conservador del Museo del Teatro Real de Shakespeare.
—Se me ocurrió que a lo mejor habrían utilizado el collar de Honey para representar obras de Shakespeare —dijo con naturalidad.
—¡Guau! —gritó Trixie—. ¡Conque era eso!
—Sólo era una idea —dijo Gregory—. Pero el conservador del museo ha mostrado un gran interés por echarle un vistazo a la pieza. Si el falso collar es un duplicado del de la reina, es posible que hicieran la copia a partir del retrato del castillo de Warwick, o incluso del verdadero collar.
—¿Y a qué estamos esperando? —preguntó Trixie—. Vamos a por el collar.
—¡Pero qué fenomenal! —dijo Anne, a quien le brillaban los ojos de alegría—. Os abriré yo la caja fuerte, ya que papá no está aquí.
—Ahora mismo vuelvo —dijo Gregory—. Tengo que terminar de cepillar a los caballos.
—¿Te ayudo? —preguntó Jim, que estaba deseando hacerlo.
Jim se quedó con Gregory, y Mart siguió a las chicas hasta la caja fuerte, que estaba detrás del mostrador. Anne recordó enseguida la combinación pero, en cuanto se abrió la pesada puerta de hierro, el ama de llaves salió precipitadamente de la cocina.
—¿Habéis encontrado al señor Hart? —preguntó muy alterada.
—Ah, sí, señora Hopkins —dijo Anne tranquilizándola—. Se fue a montar a caballo. Supongo que no tardará en llegar.
Los Bob-Whites ni siquiera escucharon a la señora Hopkins; ¡la caja fuerte estaba vacía!