Un final feliz • 18
LA SEÑORITA TRASK, sin embargo, se enfrentó a ellos y dijo:
—Ciertamente, no se van a llevar ustedes a nadie como rehén. Si están pensando en añadir a los cargos de los que ya se les acusa uno más, hagan el favor de recordar que el secuestro es un delito severamente castigado.
McDuff y Ferdie se consultaron con la mirada y retrocedieron muy despacio, amenazando aún con las navajas a los presentes.
—No mováis ni un dedo —dijo McDuff sin ningún acento escocés—. Ya se me acusa de robo a mano armada, y no me conviene algo peor. Pero no vacilaré en usar esto.
Honey cogió la mano de Trixie y la mantuvo en la suya mientras los dos hombres cruzaban la calle desierta hasta llegar al auto negro y se metían en él. McDuff se sentó al volante, y Ferdie en el asiento de al lado, lanzando miradas asesinas al pequeño grupo de la entrada del castillo.
Trixie apretó los dientes.
—¿Pero nos vamos a quedar aquí plantados? —gritó—. ¡Se van a largar con el collar!
No sabía si empezar a chillar «asesinos, asesinos», o meterse bajo las ruedas del coche.
—Ese collar no vale ni un segundo de nuestras vidas —dijo la señorita Trask, bastante tranquila.
Ella tenía razón, y Trixie lo sabía.
—¡Uf! —exclamó—. Debo estar envejeciendo. Me estoy convirtiendo en una personita razonable.
—Dudo que lleguen muy lejos —dijo el joven guarda—. Ya he alertado a los guardias del castillo. Hay un botón aquí, bajo el mostrador… ¿veis?
—Y por allí viene la policía local —dijo Mart saltando de alegría al oír el sonido familiar de las sirenas de la policía inglesa.
—¡Mirad! ¡Es Jim! —exclamó Trixie emocionada al ver que el pelirrojo venía corriendo hacia ellos.
—¡Estás… estás bien! —gritó Jim mientras la abrazaba y daba vueltas con ella en brazos hasta marearla.
Por un momento, el ojo de águila de Trixie se apartó de los ladrones. Cuando volvió a mirar, el automóvil negro seguía en la curva; McDuff y Ferdie se habían bajado a ver qué andaba mal en el motor.
—¿Qué os parece? —balbuceó Trixie—. ¡No pueden arrancar!
A la señorita Trask se la veía encantada, y su alegría creció al ver que llegaba la policía y se hacía cargo de los dos hombres, que se rindieron sin oponer resistencia.
—Me da la impresión de que alguien ha quitado el rotor de debajo del distribuidor —dijo bromeando.
—¡Señorita Trask! —exclamaron los Bob-Whites a coro.
—¡Qué mujer tan maravillosa! —le susurró Trixie a Honey al oído.
Honey estaba mirando más allá de donde estaba Trixie; Gregory y Anne venían.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Honey, algo nerviosa.
—Parece que bien —dijo Anne sonriendo.
—Ahora, McDuff se las ha hecho pasar canutas —dijo Jim—. Sacó la pistola en cuanto el señor Hart abrió la caja fuerte y después se lo llevó a las cuadras.
—Ya me pareció que McDuff tardaba demasiado en bajar al vestíbulo con su equipaje —dijo la señorita Trask.
Gregory asintió.
—Soltó al Príncipe Negro para que diese la impresión de que mi padre había salido a dar un paseo —les explicó—. Luego golpeó a mi padre y lo escondió detrás de un montón de heno. Cuando el Príncipe Negro regresó sin jinete, temí que mi padre hubiese sufrido una caída, así que Jim y yo fuimos a buscarlo.
—Por eso no había nadie en las cuadras cuando fuimos a buscar a Jim —dijo Trixie.
—Claro que había alguien —dijo Honey estremeciéndose.
—¡Pobre señor Hart! —exclamó Trixie—. No me extraña que no le gusten los turistas… ¡Mira lo que le ha pasado en cuanto ha caído en nuestras manos! Espero que podamos recompensarle de algún modo.
Mientras se dirigían al sedán, Trixie informó a Jim, Anne y Gregory de lo sucedido, de cómo había deducido que Gorro Gris y McDuff «trabajaban» juntos…
—Gorro Gris fue el primero que nos echó el ojo, en el Museo de Cera —explicó—. Oyó a Honey hablar del collar y trató de quitárselo. Al fracasar, empezó a seguirnos.
Lo mismo que Gregory y Honey, Jim admiró el talento que tenía Trixie como detective.
—Entonces McDuff era el socio «de guante blanco» de Gorro Gris —dijo.
—Eso es —dijo Trixie—. Si te fijabas, veías que todo lo que decía, verdadero o falso, seguía una misma línea para ganarse nuestra confianza y convertirse en nuestro guía, para tener a Gorro Gris informado de nuestros pasos.
Luego se calló un momento.
—Y lo que dijiste antes sobre el acento escocés —dijo dirigiéndose a la Señorita Trask— hizo que recordara otra cosa que Gorro Gris nos oyó decir en el Museo de Cera. Hablábamos de lo sanguinaria que había sido la historia de Inglaterra y de Escocia, y Jim dijo que el acento escocés le hacía gracia. Por eso McDuff imitó ese acento… aunque, claro está, era falso, como todo lo demás.
—No me extraña que terminara sacándome de quicio —dijo la señorita Trask.
Honey todavía parecía preocupada.
—Trixie piensa que uno de los dos, McDuff o Gorro Gris, seguramente me empujaron al cruzar ese semáforo, en Piccadilly Circus, para así fingir que McDuff me salvaba la vida —dijo Honey—. Pero me resisto a creer que haya nadie tan malvado.
—Puede que tan sólo aprovechara la oportunidad —sugirió Mart.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—Tal vez pensaran que, si nos seguían de cerca, tarde o temprano se le presentaría la ocasión a McDuff para ganar nuestra confianza —dijo Mart—. Así que quizá McDuff te salvara la vida, Honey.
Honey recompensó a los chicos con una sonrisa radiante.
—Supongo que eso es algo que no sabremos jamás —dijo Trixie, apoyada en el sedán—. Y no me explico cómo armaron todo ese follón por un collar falso. Me figuro que creerían que tenía un valor incalculable. Ahora que me acuerdo —dijo volviéndose hacia Gregory—. ¿Averiguaste algo más con el conservador del museo del teatro?
—Le he invitado a cenar esta noche, para que examine el collar una vez que la policía nos lo haya devuelto, antes de que os vayáis a los Estados Unidos —dijo Gregory—. Bueno, si no tenéis inconveniente.
—Hay que dar las gracias… tener el collar para enseñárselo ya es mucho —dijo Honey—. Y mamá estará aquí, a la hora de la cena. Se quedará boquiabierta cuando vea todo lo que hemos descubierto… que el collar es copia del que llevaba la reina Isabel en su Coronación, y que se utilizaba en obras de Shakespeare.
—Me temo que eso es sólo una hipótesis —dijo Gregory—. Pero el señor Cowles, el conservador, me dijo que, si tuviese bastante dinero, compraría la pieza para el museo. Por desgracia, con lo que tienen ya les cuesta el tenerlo abierto, sin más. Todos dependemos mucho de la generosidad de los visitantes extranjeros, aunque siempre hay gente como mi padre, que no está dispuesta a dar su brazo a torcer.
—Bueno, pues la hipótesis sigue pareciéndome fabulosa —dijo Trixie entusiasmada—. Y apuesto a que la señora Wheeler se quedará tan alucinada que dará permiso a Honey para que regale el collar al museo.
Todos protestaron ante el barullo que armaba Trixie por una simple hipótesis… y todavía más por su impetuosa oferta de algo que pertenecía en herencia a Honey. Todos menos Honey.
—Es una idea estupenda —dijo sonriendo a Gregory y a Anne.
—Papá se quedará impresionado si haces una cosa así —le dijo Anne—. Seguro que eso le convence de que los turistas son lo mejor de este mundo.
—Algunos turistas —dijo Gregory, mirando con ternura a los Bob-Whites.
—Anne y tú tenéis que venir a Sleepyside, algún día —dijo Honey—, a visitar a nuestros primos de América.
—Y a todos los Bob-Whites —les dijo Trixie—, incluyendo a unos cuantos que no han venido.
—Las relaciones internacionales parecen ir mejorando, chica —dijo Mart, dedicando una sonrisa a su hermanita—. Y yo diría que bastante.
—Oye, Mart —dijo Jim de pronto—. Recuerdo ahora una cita del Bardo que me parece muy apropiada a tu estilo. «La brevedad es el alma del genio». ¿Lo coges? —preguntó en broma.
—Lo cojo —dijo Mart—. Pero eso me recuerda otra cita renombrada. Es algo así como «el misterio es el alma de Trix». ¿Lo cogéis?
Trixie no estaba dispuesta a dejar que su hermano dijera la última palabra sobre esa cuestión. Además, también ella contaba con su propio repertorio shakespeariano.
—Bueno —repuso con prontitud—, como siempre he dicho, «a tu espíritu sé fiel».
Antes de que Mart pudiera responder, abrió la portezuela del sedán y se metió dentro.