Pistas en el catálogo • 4
—BUENO, ¿qué está ocurriendo aquí? —dijo un guarda que había venido corriendo al oír el silbido de Trixie. Probablemente, se trataba de su viejo amigo de la entrada, aunque no estaba segura.
—¡Rápido, atrape al ladrón! —dijo Trixie—. ¡Se está escapando!
—¿Qué atrape a quién? —preguntó el guarda, mirando a su alrededor.
El pequeño hombrecillo de gris había desaparecido. Se le había escurrido a Trixie de las manos como una anguila, y había salido corriendo por el tenebroso pasadizo.
—Honey —dijo preocupada—. ¿Te quitó el bolso?
—No, yo… no lo solté —balbuceó ella, temblorosa.
—¿Por qué no salió detrás del carterista? —dijo dirigiéndose al guarda.
El guarda se limitó a mirarla fijamente.
—¡Allí! ¡Estaba justo allí! —decía Trixie mientras señalaba el nicho excavado en el muro—. Al principio, pensamos que era una estatua de cera, y es que daba miedo mirarlo; parecía uno de esos criminales famosos… con la diferencia de que éste estaba vivo.
Trixie hablaba tan deprisa como podía, para que el guarda persiguiera al carterista.
—¡Oiga, por favor, dese prisa! —añadió muy nerviosa.
El guarda frunció el entrecejo.
—Jovencita —gritó enfurecido—. No consigo entender ni una palabra de lo que estás diciendo, y no voy a tener más remedio que rogaros que os vayáis. Ésta es la segunda vez que habéis provocado un escándalo.
—¿Usted… usted me está expulsando a mí? —exclamó Trixie, sin dar crédito a sus oídos mientras observaba al guarda de arriba abajo.
Honey le apretó la mano.
—Más vale que nos vayamos de aquí —le susurró.
Trixie estuvo echando chispas durante todo el camino de regreso al hotel. Por suerte, en esta ocasión sí que les orientaron bien… un policía, un bobby, como los ingleses llamaban a los policías.
La señorita Trask les estaba esperando. Esbozó una sonrisa cuando oyó que habían expulsado a Trixie y a Honey del Museo, pero la sonrisa desapareció al enterarse de lo del carterista.
—A partir de ahora, os conviene ir siempre juntos, al menos mientras estemos aquí, en Londres —dijo—. ¿Y por qué no me dais todos el pasaporte? Los dejaremos en el hotel; así no podrán quitároslo.
El día siguiente, que era sábado, amaneció lluvioso.
—¿Estará siempre lloviendo en Inglaterra? —comentó Honey.
—Pero a nadie le importa —dijo Trixie, que apenas pudo reprimir un bostezo—. Llevan sus paraguas con la misma naturalidad con que llevan puestos los zapatos.
—Hasta tienen apodo; a sus paraguas… les llaman brollies —dijo Mart.
Los cuatro, junto con la señorita Trask, pasarían la mañana en el Museo Británico y en su Biblioteca, para proseguir la investigación que había comenzado ya la señorita Trask. A la entrada del Museo, además de tener que presentar unos pases especiales para la Biblioteca, fueron registrados a fondo, por si llevaban alguna bomba.
—Londres ha sufrido más atentados que ninguna otra ciudad del mundo —explicó la señorita Trask—. En la Segunda Guerra Mundial sufrieron bombardeos constantes, y hoy en día tienen que estar alerta a causa de los terroristas. En los años cuarenta, la aviación nazi sobrevolaba la ciudad casi a diario, y gran parte de las casas de Londres quedaron destruidas, algunas por completo y otras en parte.
A la señorita Trask se le ensombreció el rostro al narrar hechos tan terribles.
—Me imagino que Londres habría desaparecido del mapa —dijo Trixie—, si nuestro país no hubiese declarado la guerra a Alemania.
—No lo sé —murmuró la señorita Trask—. Los británicos fueron muy valientes. Lucharon sin nosotros durante más de dos años, y luego siguieron peleando a nuestro lado.
—Menos mal que este museo no se parece en nada al Museo de Cera —dijo Honey mientras recorrían los largos pasillos repletos de obras de arte, rumbo a las salas de lectura.
A ambos lados se veían esfinges negras y bajorrelieves del Egipto Faraónico. Había unas columnas colosales del Partenón, y en una de las salas habían metido un templo griego casi entero.
—El propósito de este museo es algo distinto —dijo la señorita Trask—. Está destinado a preservar obras representativas para la historia de la humanidad, y se ha especializado en civilizaciones de la Edad Antigua y medievales. Muchas personas han donado colecciones completas de objetos y documentos, convirtiéndolo en uno de los museos más importantes del mundo.
—Eso me suena a Bob-Whites —dijo Jim con una sonrisa.
Siempre que los Bob-Whites conseguían una recompensa por resolver algún misterio o por capturar a alguna banda de criminales, siempre que encontraban algo valioso, todo se lo daban a alguien que lo necesitase más que ellos. En realidad, ése era el objetivo secreto del club… ayudar a los demás.
—Y la Biblioteca Británica es una de las mejores del mundo —continuó diciendo la señorita Trask—. Tiene unos ocho millones de libros. Podríamos pasarnos la vida entera en el Museo Británico, y ni aun así veríamos más que una mínima parte de su tesoro —añadió con un suspiro—. Pero sólo tenemos diez días para investigar sobre el collar de Honey y los antepasados de la señora Wheeler.
—Pero hacer eso es bonito —dijo Jim—. Aunque sea un trabajo un poco pesado.
—Es casi como resolver un misterio —dijo Trixie cuando la señorita Trask les explicaba el funcionamiento de la tarjeta de la Biblioteca, de los catálogos y de los libros de referencia—. Una pista conduce a otra. Primero una ficha te lleva a un libro, y ese libro a otro, o quizás a un mapa o a una exposición.
Trixie, estudiando la joyería isabelina, no tuvo tanto éxito aquella mañana como Honey, que investigaba los orígenes de sus antepasados, los Hart. Honey compartió con sus amigos algunos de sus hallazgos durante el almuerzo, en la cafetería del museo, que no se diferenciaba mucho de cualquier buena cafetería americana, ni en precios ni en calidad.
—¿Habéis oído hablar alguna vez de Nancy Hart? —preguntó.
—Tengo entendido que fue una heroína de la Revolución Americana —dijo la señorita Trask—. ¿No vivía en Georgia?
—Sí, y también realizó su célebre carrera, como Paul Revere[3]. El camino que recorrió a caballo sigue llamándose Carretera de Nancy Hart —dijo Honey—. Se disfrazó de hombre, lo que le resultó bien sencillo, ya que medía dos metros. Luego construyó una balsa, que ató con ramas de madreselva, y con ella se metió en el campamento británico para espiar. También se le rindió homenaje al bautizar a un condado como Condado de Hart, y a una ciudad como Hart, y a otros muchos lugares —añadió con un brillo especial en sus ojos, de color avellana—. ¿Os imagináis que yo descienda de una espía revolucionaria?
—Es posible —dijo sonriendo la señorita Trask—. Pero quizá venga de otra rama de la familia.
—¿Y cómo es que hemos tenido que venir al Museo Británico para averiguar eso? —preguntó Trixie—. Yo creía que los antepasados de tu madre vivían en Inglaterra.
—Sí, es verdad —dijo Honey—. Tal y como dijo mi madre, la tradición dice que descendemos de la familia de Shakespeare… a través de su hermana Joan, que se casó con William Hart. Pero, aunque así sea, también habrá descendientes en los Estados Unidos, Canadá, y hasta en Australia.
—¡Nuestra Honey, con la misma sangre en sus venas que la figura clave de la literatura universal! —exclamó Mart con tanto entusiasmo que casi se atraganta con la leche.
—Bah, Mart, exageras —dijo Honey con unas risitas, dándole una palmada en la espalda.
—Creo que deberíamos ir directos a Stratford del Avon[4] —dijo la señorita Trask—. Ahí fue donde vivió Shakespeare. Las casas de su padre y de su madre están muy cerca de allí, y también la casa en la que nació, y su tumba… todo sigue en Stratford. Toda la ciudad está llena de recuerdos de Shakespeare.
—Stratford del Avon me recuerda a Sleepyside del Hudson[5] —dijo Trixie, sintiendo de nuevo una gran nostalgia.
—De modo que hay recuerdos de Shakespeare por todos lados —repitió Jim—. ¡Mart va a estar como en casa!
—¿Casa? —dijo Mart haciéndose el interesante—. ¡Palacios y palacetes sí, que no casa!
—Siempre sospeché que en lugar de nacer con substancia gris en el cerebro, naciste con substancia verde —señaló Trixie.
—Bueno, por lo menos mi locura sigue un método —dijo Mart.
Todos decidieron salir el lunes hacia Stratford.
—Así, mañana podréis ver un poco más de Londres —dijo la señorita Trask—. Y yo podré terminar mis averiguaciones.
—¿Pero no quieres visitar la ciudad? —preguntó Honey.
—Bueno, no es la primera vez que vengo a Londres —les contestó la señorita Trask.
De pronto Trixie se dio cuenta de que había muchas cosas que no sabían de la antigua institutriz de Honey. Quiso comentar esto con los demás cuando abandonaron el museo por la tarde, ya que la señorita Trask se había quedado a trabajar un poco, pero a nadie pareció interesarle el tema.
—Yo sólo sé que deberíamos dar gracias de tener una amiga así cuando salimos por ahí —dijo Honey.
Jim asintió distraídamente mientras observaba cómo Mart le preguntaba algo a un hombre alto, negro, vestido con una túnica violeta y un turbante rojo, que se disponía a entrar en el museo.
—¿No lo sabíais? —dijo Jim guiñando un ojo—. Gentes de todas las nacionalidades visitan este centro de cultura, y a Mart le apetece hablar con todos ellos.
Trixie miró en torno suyo: había jóvenes estudiantes alemanes, con la mochila al hombro; mujeres hindúes con sus saris de seda, color turquesa o amarillo limón; estudiantes chinos y japoneses, sonriendo; clérigos y monjas, y adolescentes franceses, muy parlanchines. Todos formaban una riada que no paraba de entrar y salir del edificio.
En ese momento, Trixie vio una figura más conocida, escondiéndose detrás del pilar de la puerta de hierro.
—¡Ahí está! ¡Está ahí! —se puso a gritar como una loca—. El enano criminal… el de la gorra gris…
—¿Dónde? —preguntaron a coro los demás.
Honey y Jim miraron, pero el carterista ya se había perdido entre la multitud.
—¿Estás segura de que era él? —preguntó Honey.
—Segurísima —exclamó Trixie—. ¡Nos está siguiendo!
—¿Y por qué iba a hacer algo semejante? —preguntó Honey, estremeciéndose.
Trixie reflexionó un momento.
—Bueno, ¿no recuerdas cuando te dije que juraría que lo había visto en la Sala de los Reyes, mientras nos estabas enseñando el collar de la reina? —dijo Trixie con parsimonia tratando de sacar conclusiones conforme le iban saliendo las palabras—. Estábamos hablando en voz bastante alta sobre tu collar, y después intentó quitarte el bolso, descaradamente, en la Cámara de los Horrores…
—Pero si yo no lo tenía en el bolso —exclamó Honey, sin dejar de vigilar los alrededores.
—Y él qué sabe —señaló Trixie—. Además, —murmuró— ¡hoy sí!
Lo habían traído para compararlo con las joyas exhibidas en el Museo Británico.
—Tal vez sea mejor… —empezó a decir Jim, pero Mart le interrumpió.
—Bien —dijo Mart—, vámonos. Mi amigo africano dice que deberíamos coger un autobús, en lugar de bajar al metro. Según él, así podremos ver Londres desde el piso de arriba del autobús.
—Buena idea —dijo Jim—. Y así perderemos de vista al ladrón ése.
—Sé que nos está siguiendo —insistió Trixie mientras subían los estrechos peldaños de la escalera de caracol que conducía al piso superior del autobús. Si el cartel de la parada no les engañaba, iba hacia Piccadilly Circus.
—¡Un circo! —exclamó Honey—. ¡Qué divertido! Bajaremos allí.
—Circus es como los ingleses llaman al área circular donde las calles llegan a una intersección —le dijo Jim—. Hay decenas de plazas con parques y monumentos, aquí en Londres.
—Para ser más preciso —le corrigió Mart, que disfrutaba con estas intervenciones—, Piccadilly Circus es una plaza circunloquial cerca del punto que está aproximadamente equidistante de los límites de la ciudad.
Una inglesita muy mona, algo perpleja por el vocabulario que Mart estaba empleando, pero amable, les indicó:
—Piccadilly es la próxima parada.
—Ay, ¿y cómo haremos para que el autobús se pare? —preguntó Honey.
La joven señaló un cartel en el que decía: «PULSE UNA VEZ CON ANTELACIÓN».
—¿Pulse el qué? —preguntaron los Bob-Whites, no menos perplejos de lo que se había quedado ella segundos antes.
La chica se lo explicó sonriendo, y todos se echaron a reír.
—El inglés que habláis en América parece un idioma distinto —dijo.
La plaza circular resultó ser no sólo el centro de Londres, como Mart había dicho, sino también su centro de actividad. Bajaron del autobús y contemplaron con estupor el abundante tráfico que circulaba alrededor de la estatua central, y las aceras, llenas de gente que se paraba ante los escaparates de las numerosas tiendas.
—Tiene un cierto parecido a Times Square, en Nueva York —dijo Trixie—. Apuesto a que esto está iluminadísimo por la noche… está lleno de luces de neón.
Los autobuses rojos, las bicicletas, y los coches europeos, que parecían de juguete al lado de los armatostes americanos, inundaban la calzada. Unos jóvenes con el pelo muy largo charlaban sentados en los escalones de la magnífica estatua de Eros, el dios del amor, en el centro de Piccadilly Circus. La lluvia de la mañana había cesado, y los rayos del sol se reflejaban en los cristales de los escaparates.
—Guau; ése parece un buen sitio para comer —dijo Mart—. Allí, al otro lado de la calle… The Carvery. Lo he visto en mí «guía del gourmet». Tienen toda clase de asados… costilla de cerdo, cochinillo, lomo, pierna de cordero, fiambre… y te dejan servirte todo lo que quieras.
Tenía la mirada clavada en el restaurante, de puro apetito.
—Ya casi es hora de comer —dijo Trixie—. Pero yo quisiera ir a un pub. Hay un lugar llamado Tiddy Dol’s que me apetece conocer, y…
—Aquí podemos encontrar restaurantes especializados en las cocinas de todo el mundo —dijo Jim—. Japón, Armenia, Portugal, Grecia… lo que queráis. Me gustaría probarlos todos.
—Pero The Carvery tiene una ventaja sobre los demás —señaló Mart—. Está ahí mismo, cruzando la calle.
—Yo no pienso cruzar esa calle —dijo Honey firmemente.
Mart señaló a Honey un cruce que había más adelante, con rayas paralelas, negras y amarillas.
—Se llaman pasos de cebra —dijo.
—No sé, no sé —dijo Honey—. Aunque crucemos por el semáforo, siempre parece que en cuanto se pone rojo los coches salen disparados a punto de llevarte por delante. Me armo un lío con el sentido de la circulación, y encima siempre miro hacia el lado contrario de donde toca, antes de cruzar.
—¡Vamos! —dijo Trixie, cogiéndola de la mano—. Lo haremos todos juntos. Piensa en la comilona que nos vamos a dar en The Carvery.
—Bueno —dijo Honey, resignada.
Cientos de personas esperaron con los Bob-Whites a que se pusiera el semáforo verde. Al fin los Bob-Whites no pudieron evitar verse separados. Trixie notó que Honey le soltaba la mano, y pasaron unos segundos antes de que pudiera volver sobre sus pasos, en busca de su amiga.
Entonces supo que de alguna manera la corriente humana había arrastrado muy lejos a Honey. Trixie luchó por alcanzarla, pero era como si cientos de brazos la retuviesen. Apenas podía moverse, ¡y un enorme autobús londinense iba directo hacia Honey!
—¡Honey, cuidado! —gritó Trixie.