Las joyas de la Corona • 6

—NO TE PREOCUPES —le dijo Trixie a Honey tratando de tranquilizarla—. Hay cientos de comedores de ternera por aquí, protegiéndonos.

Se echaron a reír, y no era para menos, por lo gracioso del apodo con que habían bautizado a los Alabarderos de la Torre de Londres, que llevaban trajes rojos, guantes blancos, gorros negros, calcetines rojos sujetos por ligas «monísimas» y, finalmente, unos zapatos de hebillas rojos y blancos. Era el uniforme tradicional de los Alabarderos de la Casa Real, según les explicó McDuff.

—Pero ¿por qué «comedores de ternera»? —preguntó Trixie.

—Bueno, a todos los ingleses, en general, se les llama así —dijo con una sonrisa su guía escocés—. ¡Pero no tengo ni idea de por qué!

—Indudablemente, porque ingieren una cantidad desmesurada de carne bovina —había sugerido Mart.

MacDuff lo miró, perplejo.

La señorita Trask y los chicos ya casi habían entrado en la enorme cámara donde estaban expuestas las joyas, y Trixie y Honey estaban a punto de hacerlo cuando Honey soltó un chillido.

—¡Trix! —gritó—. Me ha parecido que alguien tiraba de mi bolso.

Trixie se dio la vuelta y observó detenidamente a la multitud que los rodeaba, pero no vio a nadie que se pareciera al hombre al que habían decidido llamar Gorro Gris.

—Tal vez Gorro Gris sepa que lo reconoceríamos, y se ha disfrazado —murmuró.

Un brusco empujón la tiró al suelo, y, mientras se ponía de pie, oyó un silbido agudo… ¡bob, bob-white!

Allí estaba Honey, más blanca que una sábana.

—Yo… yo… silbé —balbuceó Honey.

Los chicos se unieron a ellas casi instantáneamente, pero ya era demasiado tarde. ¡A Honey le habían quitado el bolso!

Honey no había conseguido volverse a tiempo para verlo, y ninguno de los turistas de alrededor pudo proporcionar ninguna información.

—Son muy listos, estos ladronzuelos —dijo McDuff preocupado.

Era obvio que se sentía responsable de lo ocurrido.

—Debería haber cuidado mejor de vosotras —repitió una y otra vez—. Denunciaré el hecho a la policía tan pronto como salgamos de la Torre.

—Menos mal que tu madre envió ese telegrama esta mañana —dijo Trixie a Honey mientras se acercaban a las Joyas de la Corona.

La señora Wheeler había telegrafiado advirtiendo a Honey que procurara dejar siempre el collar en el hotel, para que estuviera seguro.

—He estado en contacto con el tasador, y podría ser más valioso de lo que pensábamos —decía el telegrama.

Los Bob-Whites sabían que Honey había seguido las instrucciones de su madre, de forma que no entendían por qué parecía tan afectada por el incidente.

—¿Llevabas mucho dinero? —preguntó Jim.

—No, pero… —las lágrimas inundaron sus ojos color avellana—. Me… me temo que el telegrama de mamá sí que estaba en el bolso.

A Jim se le escapó un silbido. Luego dijo:

—Entonces, si es verdad lo que dice Trixie y el tipo que visteis en el Museo de Cera nos está siguiendo, ahora tendrá motivos de sobra para continuar haciéndolo.

Los Bob-Whites se miraron, alarmados, pero McDuff no comprendía nada.

—¿Qué tipo es ése? —preguntó a la señorita Trask.

—Yo no creo que haya nadie siguiéndonos —dijo con firmeza—. Londres es famoso por sus carteristas.

—Por muchos que haya —dijo Trixie—, es muy raro que todos vayan a por nosotras.

—Puede ser pura coincidencia —aseguró la señorita Trask.

Las dos chicas tuvieron los ojos bien abiertos, buscando algo que delatara a Gorro Gris, pero lo olvidaron todo en cuanto entraron en la rotonda de cristal que contenía las Joyas de la Corona. Había unas coronas magníficas, con gemas preciosas, incrustadas; también espadas de plata, cetros de marfil, birretes de armiño y terciopelo rojo adornados con perlas y diamantes, espuelas de oro y el impresionante diamante Koh-in-noor, de la India.

—Tres reinas, desde la era victoriana, han llevado este diamante en su coronación —les informó McDuff—. Se dice que trae mala suerte a los hombres, pero buena a las mujeres.

A Honey, en cambio, le ha traído mala suerte —pensó Trixie.

Con gusto se habría quedado contemplando las joyas durante mucho tiempo, pero tras ella había una larga cola de visitantes que esperaban impacientes.

—Yo no he visto ningún collar —dijo Honey cuando McDuff las condujo fuera de la Torre y las acompañó hasta el hotel.

—¡Chist! —le susurró Trixie.

Enseguida se dio cuenta de que no había necesidad de preocuparse. McDuff estaba hablando animadamente con la señorita Trask, y no había peligro de que oyese a Honey.

Trixie sí que alcanzó a oír parte de su conversación…

—Ese vestido azul que lleva es muy bonito —dijo sonriendo.

Trixie vio que la señorita Trask llevaba uno de sus elegantes trajes azul marino.

El resultado de su charla con la señorita Trask fue verdaderamente preocupante, al menos para Trixie. Cuando McDuff ya les había dejado en el hotel, la señorita Trask se volvió hacia los Bob-Whites.

—¿A que no adivináis una cosa? —dijo entusiasmada—. El señor McDuff se ha ofrecido a ser nuestro guía durante el resto del viaje. Alquilará un coche y nos llevará a Stratford mañana. En caso de que algo vaya mal con el auto, él me ha asegurado que es un mecánico de primera, y a mí, la verdad, no me apetece conducir por el lado contrario de la calzada. Y se ve que conoce Stratford muy bien. ¿No os parece, nenes, que hemos tenido suerte?

«Nenes» —se dijo Trixie llena de rabia—. Nunca nos había llamado así.

Los otros estaban encantados.

—¡Qué bien! —exclamó Honey.

A Jim le sorprendió un poco, según dijo luego a los demás, que la señorita Trask hubiese aceptado un chófer. La señorita Trask se había ido a la cama, y los chicos habían ido a ver a las chicas a su dormitorio, para tomar algo antes de dormir.

—Quiero decir… que la señorita Trask disfruta con un volante en sus manos —prosiguió Jim—, y sabe más de mecánica que cualquiera que yo conozca.

—Yo he estado preguntándome… —empezó a decir Trixie.

Yo me he estado preguntando si debería decirles lo que me he estado preguntando —pensó—. Sobre todo a Honey, que cree que McDuff es una maravilla de hombre. Y Honey, probablemente, tiene razón. Tantas veces la tiene… y sin embargo

—Apuesto a que no sabíais que mi hermana se convierte en calabaza todas las noches, a esta hora más o menos —dijo Mart.

Trixie replicó:

—Más vale eso que ser una calabaza todo el santo día. Lo que me he estado preguntando es: ¿habéis visto el diario esta noche?

—¡No me digas que te ha dado por leer los periódicos! —dijo Mart dándose una palmada en la frente, llena de pecas—. ¡Estando de vacaciones!

—Un detective necesita estar al día —respondió Trixie, orgullosa—. Si he de ser sincera, yo hablaba sólo del titular de la primera página.

—Ah, sí, lo he leído —dijo Jim—. Una historia sobre uno de esos timos al turista. El tunante les chupa la sangre a los visitantes de buen corazón, pidiéndoles un par de libras…

—… hasta que los Bancos abran, los lunes —concluyó Trixie, triunfal—. ¡Qué! ¿Lo veis? Eso es exactamente lo que McDuff hizo con nosotros.

Honey no compartía esa opinión.

—Que existan esos caraduras no quiere decir que McDuff sea uno de ellos —empezó a decir con calma, aunque ésta desapareció al preguntar—: ¿Por qué no admites de una vez por todas que no te cayó bien desde el principio, Trixie Belden? ¡Yo… yo creo que estás celosa!

—¿Celosa? —dijo Trixie subiendo el tono de voz—. ¿Y por qué iba a estar celosa?

Le daba tanta rabia discutir con su mejor amiga… pero no pudo contener su cólera. Sabía que Honey lo estaba pasando tan mal como ella. Honey casi nunca se enfadaba con nadie.

—Porque a todos los demás nos cae muy bien —añadió Honey—. ¡Por eso! ¡Y porque tienes miedo de que la señorita Trask se… se case con él!

—¿Que se case con él? —exclamó Trixie, estupefacta—. ¡Pero, Honey, si acaban de conocerse!

Mart y Jim intercambiaron algunas miradas y se fueron a su habitación, para no echar más leña al fuego.

Trixie ni se dio cuenta de que se habían marchado. Estaba hecha un lío. Le avergonzaba haberse puesto así, con lo que ella quería a Honey, que, sencillamente, guardaba hacia la señorita Trask la misma lealtad que a todos sus amigos. Y respecto a McDuff, había que reconocer que se estaba portando muy bien con todos ellos.

Pero algo siguió removiéndose en su interior. Quería hacer las paces, pero en lugar de eso volvió a disparar sus cañones. Y Honey parecía tener el mismo problema que ella.

—¿Sabes, Trixie? —dijo Honey—. Yo le iba a dar cinco libras, pero ¡ah, no! Tenías tanto miedo de que le echara un vistazo al collar… No te preocupes. ¡Te devolveré esas cinco libras! Te daré diez, para que veas. Yo diría que salvarme la vida vale mucho más que eso. ¡Y arriesgó la suya por hacerlo!

Súbitamente, a Trixie se le pasó el enfado. Cogió a Honey de la mano y le dijo:

—Yo no te cambiaría ni por un millón de libras. —Y las dos rompieron a llorar.

—Qué suerte que los chicos ya se hayan ido, porque si nos ven así… —dijo Honey con voz entrecortada.

Ya estaban las dos en pijama, cepillándose el pelo delante del espejo, cuando Honey le dijo:

—Trix, no me gusta ni pizca pelearme.

—Ni a mí —añadió Trixie—. Y menos contigo.

Estaban tranquilas de haber hecho las paces pero, pese a ello, Trixie dio muchas vueltas en la cama antes de dormirse. No conseguía vencer ese recelo que sentía respecto a McDuff.

Y no tiene nada que ver con las cinco libras que le presté —pensaba—. ¡La señorita Trask le dio veinte libras para que alquilara el coche mañana!

Trixie cambió la almohada de posición una y mil veces, sin conciliar el sueño.

Ya no volveremos a ver a ese hombre. Estoy segura —pensó, indignada.

Al mismo tiempo, hubiera dado cualquier cosa por no volverlo a ver. Sentía que le iba a amargar el viaje.

De nuevo volvió a hundir la cabeza en la almohada… ésa sería una manera carísima de librarse de él. A lo mejor Honey tenía razón. ¿Tendría celos? ¡No! Eso era una ridiculez. Pero tampoco encontraba otra razón para que no le gustara el escocés…

Si se presentaba a la mañana siguiente…