El castillo de Warwick • 14
TRIXIE estaba tan impaciente por explorar el castillo de Warwick, que los Bob-Whites tuvieron que esperar un buen rato junto con la señorita Trask y McDuff, en el exterior de la fortaleza de piedra, antes de que la abrieran al público. Anne no obtuvo el permiso de su padre para acompañarlos, pero Gregory había prometido traerla en coche tan pronto como terminaran su trabajo.
—Gordie ha estado contándome lo importantes que han sido las mujeres en la historia de este castillo —dijo la señorita Trask mientras hacían cola, con otros turistas, ante la puerta—. Por ejemplo, en el siglo X, fue Ethelflada, la hija de Alfredo el Grande, quien mandó construir las primeras partes del castillo.
—Seguramente para defenderse de las bromas que le gastarían por el nombrecito que llevaba —dijo Mart con ironía—. ¡Llamarse Ethelflada…! ¡Qué horror!
—Otra dama poderosa en la historia de Warwick fue Felicia —prosiguió la señorita Trask—. Su marido tuvo que peregrinar, y Felicia defendió la fortaleza muchos años, en época de cruzadas.
—Y la señora de este castillo, durante el siglo XIII, se llamaba Margery —dijo McDuff, guiñándole el ojo a la señorita Trask.
—Sin hablar de Marjorie, que sirvió en las Fuerzas Expedicionarias Británicas en la Primera Guerra Mundial —le informó la señorita Trask con una sonrisa—. Y también era Mayor de Warwick.
—¡Mirad! Un guardia está abriendo la puerta —dijo Trixie.
Los Bob-Whites sacaron sus entradas y atravesaron el arco abierto en los inmensos muros que rodeaban el castillo. Un hueco largo y serpenteante, excavado en la piedra, servía de entrada; enredaderas antiguas caían sobre ellos desde ambos lados, creando una penumbra solemne. McDuff y la señorita Trask se encaminaron hacia los jardines; los Bob-Whites siguieron al guía, según habían acordado.
—Luego nos reuniremos con vosotros —prometió la señorita Trask—. Quiero aportar ideas nuevas al jardín de Manor House.
—Y es preciso que veas los pavos reales —añadió McDuff con su característica pronunciación de las erres, tomándola del brazo.
Jim soltó un silbido.
—¡Esto sí que es una fortaleza impenetrable! —dijo entusiasmado—. Estos muros tienen más de tres metros de espesor, y parece que el único modo de entrar es por este camino.
—Aquel muro de allá se levanta a más de cincuenta metros sobre el río —les explicó Mart, después de consultar la guía.
—¿Dice algo sobre la Torre de Guido? —preguntó Trixie—. He oído que tiene una escalera secreta que podríamos buscar.
—No está abierta al público —dijo Mart, tras consultar el libro.
—Pero podemos ir a las mazmorras —dijo Jim—. Las mazmorras serían un hábitat magnífico para Trixie.
—Vamos primero al Gran Salón —dijo Honey—. ¿No es ahí donde Anne dijo que encontraríamos algo relacionado con mi collar? ¡Ay, ojalá llegue pronto!
—Yo no contaría con ello —dijo Trixie en plan gafe—. La policía no ha averiguado nada todavía sobre el asalto a la Habitación Rosa, y el señor Hart está más malhumorado que nunca. ¿Sabéis una cosa…? Me figuro que me vais a tomar por loca, pero ¿no habrá sido él el que se metió en nuestra habitación?
—Loca… de remate —subrayó Jim—. ¿Y para qué iba a hacerlo? ¿Para dar un poco de mala publicidad a la Casa Hartfield?
—Además, él no es de ésos —añadió Honey—. ¡Trixie, ya no te fías de nadie! Sé que nadie te va a quitar de la cabeza la idea de que McDuff es un impostor. Admito que no me parece sincero del todo, pero mi opinión no vale; soy parte interesada. No quiero perder a la señorita Trask. Por otro lado, siempre le estaré agradecida… ¡le debo la vida!
—He estado pensando en eso —dijo Trixie con voz sombría—. ¿Y sabes lo que pienso? Que él podría haberte empujado para luego fingir que te salvaba…
—¡Trixie Belden! —balbuceó Honey escandalizada—. ¡Creo que esta vez te has pasado! ¿Quién iba a hacer una cosa tan horrible?
—Él, para pegarse a nosotros —dijo Trixie sin inmutarse—. Por eso, también, nos pidió dinero y nos lo devolvió… de esa forma ganaba nuestra confianza y se hacía nuestro guía.
—Pero… —dijo Honey cuando un grupo de turistas se les vino encima.
La guía empezó a explicar. Era alta, y de voz potente, casi atronadora. Después de escucharla un minuto, Trixie dijo a sus amigos, en un susurro:
—¿No podríamos verlo todo por nuestra cuenta? Esta señora nos va a matar de aburrimiento.
—Pero si estos pintores son famosísimos —dijo Honey, señalando una pared—. Sólo estos pocos cuadros deben valer una millonada.
—Y el castillo está repleto de cosas así —dijo Mart—. Rubens, Van Dyck, Perugino, Sir Joshua Reynolds, y hasta Rembrandt, por no hablar de los demás tesoros artísticos. Yo estoy de acuerdo con Trixie. No necesitamos un guía, ¿verdad, chicos?
Todos aplaudieron la idea; los cuatro se apartaron a un lado, dejando que el grupo se alejara. Luego recorrieron varias salas, maravillándose ante los exquisitos tesoros que guardaban mientras escuchaban las explicaciones de Mart.
—Todo esto es fascinante, pero ¿dónde está el Gran Salón? —preguntó Trixie que, como siempre, iba delante—. ¿Será éste?
Mart fue a su lado; estaban en la entrada de una sala enorme; todos los muebles estaban acordonados, para que los visitantes no los estropearan.
—Sí; ya hemos llegado —dijo.
Los gruesos muros de piedra del Gran Salón estaban recubiertos con madera de roble, y unas vigas pesadas, también de madera, cruzaban el techo. El suelo era como un impresionante tablero de ajedrez, con losas de mármol blancas y rojas. En la pared opuesta a la entrada había una magnífica exposición de armas y armaduras de plata; dos de las armaduras estaban a un metro de distancia de los Bob-Whites, protegidas por las cuerdas.
—Confiemos en que estos trajes de hojalata estén vacíos —dijo Trixie en tono macabro.
—Ay, mira ése de allí… qué monada. ¡Tan pequeñito! —exclamó Honey, señalando una cota de malla diminuta.
—A Bobby le vendría bien —dijo Trixie.
—Perteneció al hijo del Conde de Leicester —les informó Mart—. Le llamaban «El Noblecito».
—Apuesto a que era una ricura de niño —dijo Honey.
—Pues alguien no opinaba eso —dijo Mart haciendo una mueca—. El pimpollo murió… seguramente envenenado… antes de cumplir los ocho años.
—Por favor, ahórranos los detalles —suplicó Honey.
—¡Eh! ¡Venid aquí! —gritó Jim.
Estaba al lado de una de las ventanas del muro del castillo, fuera del área protegida por los cordones, mirando al río, que se veía allá abajo.
—¡Qué hermosura! —exclamó Honey.
Había cascadas; las aguas caían con fuerza sobre la roca, y la espuma resplandecía a la luz del sol. Hasta Trixie se quedó extasiada unos segundos; pero enseguida recordó lo que les había traído allí.
—¿Habéis visto algo en el Gran Salón que os haga pensar en el collar? —preguntó—. ¡Ay, si Anne hubiera venido!
—Hay que buscar mejor —sugirió Honey.
—No será nada relacionado con la exposición de armaduras, ¿verdad? —preguntó Jim.
—Veamos —dijo Mart consultando su guía—. Aquí tienen la supuesta espada de Guido de Warwick, el Temible, y el sudadero de la reina Isabel. También, el yelmo de un cruzado, un caballero vestido con la armadura inglesa, el yelmo de Oliver Cromwell, el guantelete del Príncipe Negro…
—No creo que sea nada de eso —dijo Trixie impaciente—. ¿Qué más cosas hay?
—Bueno… aquel gigantesco caldero de metal que han llamado «La Olla de Gachas de Guido». En él se cocinaba, allá por el siglo XIV, para todas las tropas.
Trixie sacudió la cabeza, al borde de la desesperación.
—¿Y el cofre de bodas de Isaac Walton? ¿O uno de esos cuadros tallados en la madera?
—No, no. Aunque contuviera algunas joyas, no podríamos acercarnos lo suficiente como para verlas —dijo Trixie mientras seguía reflexionando.
—¿Algo de las tapicerías… algún cuadro? —preguntó Honey—. A lo mejor era un collar pintado lo que hizo pensar a Anne en el mío…
—¡Honey, eres genial! —dijo Trixie dándole un abrazo fortísimo—. ¡Mira!
Con grandes aspavientos, señaló un retrato de la reina Isabel I , que estaba colgado en la pared que tenían enfrente, más arriba de la exposición de armaduras y cofres tallados. Llevaba puesta la corona, una túnica de brocado y armiño, y sujetaba un cetro con la mano izquierda; en la derecha sostenía el denominado Orbe de la Reina, una especie de globo.
—Y lleva puestas las Joyas de la Corona, eso es todo —dijo Mart—. Ya las vimos en la Torre de Londres.
—Fíjate bien… en el cuello —insistió Trixie, a la que apenas le salía la voz.
Un pesado collar de oro, adornado con piedras preciosas tan grandes como puños, colgaba en torno a los hombros reales.
—Es exactamente igual que el mío —dijo Honey, sin dar crédito a sus ojos—. ¡Oh, Trix, es imposible!
—Ojalá tuviéramos los binoculares —dijo Mart.
—Eso debe de ser lo que Anne quería decirnos —dijo Trixie—. Ella conoce a fondo el castillo por dentro y por fuera.
—Cuidado, Trix —dijo de pronto Jim.
Al acercarse para verlo mejor, Trixie estaba empujando uno de los cordones que protegía el área de los muebles, en el Gran Salón. No supo cómo ni cuándo, pero el viejo cordón se rompió, y Trixie se dio de bruces contra el caballero armado más próximo. En medio de un gran estrépito, los dos fueron a parar al suelo.
Llena de vergüenza, Trixie se levantó como pudo. Sus amigos le preguntaron si se había hecho daño, pero ella lo negó con la cabeza.
—Trixie provoca un nuevo altercado diplomático —dijo Mart dando un suspiro.
El guarda del castillo que apareció, fornido y rojo de ira, no encontró gracioso el suceso. Trixie esperó resignada la reprimenda, pero él se limitó a mirarla de arriba abajo y a poner en orden la armadura.
Una multitud de turistas curiosos se habían agolpado alrededor suyo, incluyendo a la altísima guía inglesa, que mostró públicamente su disgusto por haber abandonado Trixie el grupo de esa manera.
Todavía no le habían bajado los colores, pero Trixie olvidó toda la embarazosa escena al ver que Anne Hart venía corriendo por el pasillo.
—Ay, Anne, si llegas un minuto antes… estaba intentando acercarme para ver mejor aquel retrato cuando… —dijo lamentándose—. Era eso lo que querías que viésemos, ¿no?
—Sí —dijo—. ¿A que son como dos gotas de agua?
A Anne le brillaban sus ojos azules oscuros, de la emoción, pero hizo un esfuerzo por no elevar la voz; estaban rodeados de turistas, y la guía del castillo les conducía a la próxima sala.
—No es posible que sean idénticas —dijo Honey—. ¿Cómo iba a ponerse la reina Isabel un collar falso?
—Puede que tu collar sea una copia —dijo Trixie—. Pero ¿con qué propósito lo harían? Si lo supiéramos…
Habían llegado a la sala siguiente; la voz de Trixie se vio ahogada por el torrente de voz de la guía.
—Éste es el Salón Rojo —dijo—. Está revestido con paneles de madera rojos y dorados y…
Trixie no la estaba escuchando.
—¿Te imaginas? ¡Tener un collar igualito al de la reina Isabel! —murmuró, apretándole la mano a Honey.
Los visitantes pasaron del Salón Rojo a uno más amplio aún, con paneles de cedro. Las alfombras que cubrían el suelo eran magníficas; todos los objetos eran de un valor incalculable.
—¡Guau! —exclamó Trixie—. ¡Tiene cinco candelabros!
Abrió los ojos como platos. Tanto la familia de Honey como la de Di eran muy ricas, pero ni con todo el dinero de las dos familias juntas podrían amueblar una sola habitación así.
—Ahora bien, a mí me darían un disgusto si me obligaran a vivir aquí —dijo—. ¡Me pasaría la vida echando abajo las armaduras!
—Yo me quedo con Crabapple Farm, de todas todas —dijo Honey sonriendo a su amiga.
—Y las camas tampoco parecen tan cómodas —añadió Trixie al entrar en los dormitorios de Palacio.
—Oh, mira —exclamó Honey—. ¿Qué te parecen todos esos muebles pequeñitos… junto a la chimenea? Ese sofá tan gracioso, y las butacas en miniatura, tapizados igual que los grandes…
—En realidad, todo eso son muestras de mobiliario estilo Luis XVI, que enviaron de Francia, para recibir los pedidos de los muebles a escala normal —dijo Anne—. Siempre he deseado que algún principito haya podido jugar con ellos.
—Es fascinante ver todos estos tesoros, de distintos períodos de la historia, y de varios países, y todos en el mismo sitio —dijo Honey.
—Sí, en lugar de tenerlos todos metidos en cajas de cristal, como cuando hacemos excursiones «culturales» con el colegio —dijo Trixie—. Es mucho más divertido explorar un castillo. Y hablando de explorar, estoy deseando subirme a una de esas oscuras torres. ¡Ya estoy harta de muebles!
Habían llegado más visitantes al castillo, y, mientras los Bob-Whites cruzaban el pasadizo que conducía al patio de armas, algo obligó a Trixie a volver la vista atrás. Entonces vio una figura que por desgracia les era familiar.
Jim iba a su lado, así que fue él quien recibió el pellizco.
—¡Jim! ¡Mira! ¡Gorro Gris! —dijo con voz temblorosa.
—¿Dónde? —preguntó al mismo tiempo que se volvía, pero era demasiado tarde. Aquella sombra había desaparecido.
—Ay, ¿por qué seré yo la única que lo ve? —dijo Trixie.
—¿Estás segura de que era Gorro Gris? —preguntó Jim.
—Segurísima. ¡Eh, vosotros! —dijo mientras esperaba con impaciencia mal disimulada a que Mart, Honey y Anne los alcanzaran—. He vuelto a ver al carterista. Debe de haberse escondido detrás de alguna columna.
—Sí —dijo Mart—. Yo también lo he visto.
—¿Tú también? —balbuceó Trixie—. Pues entonces ¡vamos a por él!
Un grupo numeroso de visitantes había salido del recinto amurallado del castillo al patio de armas. Hubo un momento en que los Bob-Whites quedaron cegados por la luz del sol, y luego Trixie lo vio otra vez.
—¡Allí! ¡Se ha metido en esa torre! —dijo señalando la torre que había en el rincón nordeste de las almenas.
La señorita Trask y McDuff llegaron justo en ese momento, y Trixie se apresuró a darles la noticia.
—Mart también lo ha visto —dijo muy nerviosa—. Todavía nos sigue.
—Bueno pero, aunque así sea, ¿qué podemos hacer? —preguntó la señorita Trask, tratando de ir a lo práctico—. Nos resultaría imposible probar que se trata del mismo hombre que le robó el bolso a Honey en la Torre de Londres. Y no es que dude de que ese hombre nos haya seguido desde Londres.
—Ah, pero olvidas que Mart le hizo una foto —insistió Trixie— en el mercado de Stratford. Y sabemos que fue él el que asaltó nuestra habitación. ¡Va detrás del collar de Honey!
—Margui me ha dicho que vosotras dos tenéis un buen récord como detectives —dijo McDuff—. Pero ¿qué tenéis pensado hacer si lo cogéis?
—Bueno, podríamos asustarlo —dijo Trixie—. Le haríamos saber que le hemos echado el ojo. ¿Qué otra cosa podemos hacer…? ¡No vamos a dejar que se vaya tan campante!
—En eso tenéis razón —dijo McDuff, pronunciando exageradamente las erres—. Pero yo creía que el collar al que os referís está bien guardado en la Casa Hartfield.
—En efecto; así es —le contestó la señorita Trask—. Y allí se quedará, en la caja fuerte, hasta que la señora Wheeler venga a buscarnos mañana por la mañana.
—De todas formas —continuó McDuff—. No veo inconveniente en darle un buen susto a ese zorro. Os prometo que le voy a dar un escarmiento que no olvidará fácilmente. Vamos entonces. Dispongamos las tropas.
Jim y Mart ya estaban al pie de las estrechas escaleras de caracol que subían a lo alto de la torre que Trixie había señalado. Los demás se les unieron.
—Caramba, señor McDuff —dijo Trixie agradecida—. Muchísimas gracias.
—Es un placer —dijo—. Y ahora, ¿cuál es la estrategia a seguir?
—¿Y si lo acorralamos aquí, en el castillo? —propuso Trixie—. Ahora mismo está en la torre… supongo, a menos que exista alguna salida. Y, en todo caso, tendrá que cruzar el largo pasadizo de la entrada para salir del castillo. Es un túnel de roca sólida, y es demasiado alto para escalarlo, y hay un guarda en la puerta…
—Yo cubriré esa puerta —dijo Mart.
—¿No sería mejor que fuese yo? —preguntó McDuff, pero Mart ya se había ido corriendo, por no decir volando.
—¿Hay alguna salida? —preguntó Trixie a Anne.
—Hay otra abertura en el muro —dijo Anne—, pero siempre la tienen vigilada. Nunca dejarían que un extraño saliera por allí, pero, por si acaso, iré a hablar con los guardias.
El flequillo de Anne se balanceaba de un lado para otro mientras se alejaba corriendo por el patio de armas.
—Jim y yo entraremos a por él —dijo McDuff—. Señoritas, vosotras no os mováis de aquí. Yo subiré a la torre; Jim reconocerá el terreno, por si se me escabulle el ratón. Esos ladronzuelos de pacotilla son más escurridizos que una anguila.
Acto seguido, se fue.
—¿Que nos quedemos aquí? —preguntó Trixie extrañada—. ¡Por nada del mundo!
Antes de que la señorita Trask pudiera impedírselo, salió disparada. Si McDuff podía subir, ella no iba a ser menos.
—«Señoritas», ¡ja! —repitió en voz baja.
Los peldaños de piedra eran estrechos y tan retorcidos que los dos pies no cabían en un solo escalón. Estaba muy oscuro, y Trixie tropezó. Sintió un tirón en el tobillo, pero no hizo el menor caso.
Hay que subirlos de uno en uno —se dijo a sí misma.
Le pareció oír a la señorita Trask, pidiéndole que bajara, pero no estaba segura. Además, McDuff iba delante de ella. ¿Qué iba a pasarle? ¡Era el doble de grande que Gorro Gris!
Al subir pasó junto a varios huecos excavados en la piedra; en ellos se metían los soldados para disparar sus flechas. Trixie examinó cada uno de los huecos, por si acaso el hombre que andaban persiguiendo se hubiese metido en uno de ellos. En el último cuartito vio un cuadro, colgado en la pared. Por un segundo habría jurado que los ojos del cuadro la seguían. Trixie se armó de valor, se acercó, y vio que era imposible que alguien pudiera esconderse detrás.
—Brrr —exclamó estremeciéndose. Hacía frío en aquella torre de piedra.
Los peldaños eran cada vez más estrechos, y no había dónde agarrarse… una cuerda hacía las veces de barandilla.
—Espero que esta cuerda no esté tan vieja como la que rompí en el Gran Salón —murmuró agarrándose con fuerza.
Finalmente, vio la luz del sol, que se filtraba por una abertura, algo más arriba. Se detuvo para recobrar el aliento y creyó oír voces. Subió corriendo hasta el parapeto de piedra. Si McDuff le estaba echando un rapapolvo al villano, ¡ella quería ser testigo y soltarle cuatro frescas!
Pero no había nadie a la vista en el parapeto.
Unas nubes blancas gigantescas poblaban el cielo azul, y las colinas de formas redondeadas se extendían allá abajo. Desde este rincón de las almenas no podía ver el río.
Súbitamente, el escocés salió de detrás de un recodo del parapeto. Al ver a Trixie, se enfureció, o eso le pareció a Trixie. Pero enseguida lo vio sonreír.
—¡Ay, ay, ay, mi sabuesa! —dijo con disimulo—. Conque al final has subido. Bueno, ya lo ves, no hay nadie.
—Vale, de todos modos echaré un vistazo —dijo Trixie.
Estaba convencida de haber oído voces allí arriba. ¿Y quién pudo haber sido…? Gorro Gris… o McDuff. A menos, claro, que a Gordie McDuff le diera por hablar solo, lo mismo que hacía ella de vez en cuando.
—No, no lo harás —dijo McDuff con firmeza.
Inmediatamente la cogió del brazo con una fuerza que ella juzgó excesiva; sintió como si la fuera a empujar escaleras abajo.
—¿Te imaginas lo que podría haberte pasado si llegas a tropezarte con ese criminal? —preguntó él.
Trixie forcejeó. Tal vez McDuff no lo hiciera con intención, pero desde luego le estaba haciendo daño.