En la Cámara de los Horrores • 3

LOS BOB-WHITES tuvieron que hacer cola para entrar en el Museo de Cera; una familia inglesa llegó y se puso detrás de ellos. El niño y la niña parecían gemelos; eran pelirrojos, como Jim, y tenían los ojos azules como Bobby. También el modo insistente, casi descarado, con que la miraban le recordó a Trixie a su hermano pequeño. De pronto, se vio «desde fuera», a ella y al extraño grupo que formaban: cuatro americanos que llevaban puestas unas chaquetas rojas idénticas, las que Honey había hecho para todos los Bob-Whites.

Trixie se agachó y sonrió a los dos chiquillos.

—Apuesto a que te estarás preguntando por qué llevamos estas chaquetas rojas —dijo—. Mira, es que somos de un club, los Bob-Whites de la Cañada. El dinero para el club lo tenemos que ganar trabajando, y nos lo pasamos fenomenal todos juntos. A veces hasta resolvemos misterios. ¿Y vosotros? ¿Sois de algún club?

En lugar de responder, los hermanitos se limitaron a soltar unas risitas, para terminar refugiándose tras las faldas de su madre.

—Los gemelos son un poco tímidos —dijo la señora inglesa, que tenía las mejillas sonrosadas—. Bueno, al menos con extraños.

¡Extraños! —murmuró Trixie entre dientes.

Qué cosas, yo siempre he hecho migas enseguida con los pequeñines —pensó.

—Y tenemos un silbido especial para nuestro club —insistió, todavía agachada—; es nuestra señal para cuando nos metemos en algún lío.

Sin pararse a pensar, soltó el silbido más agudo de su repertorio… ¡bob, bob-white!

La sonrisa les llegaba ahora de oreja a oreja; los gemelos abandonaron las faldas de su madre. La gente que estaba en la cola se apartó, y del interior del museo salió un hombre con uniforme.

—¡Eh! —dijo bruscamente—. ¡Basta ya!

Trixie se incorporó; se había puesto roja como un tomate.

—Yo sólo estaba… —balbuceó.

Sin aguardar sus explicaciones, el guarda del museo levantó un dedo amenazador y se volvió a meter en el edificio.

—Aún has tenido suerte —le susurró Mart al oído—. Tengo la impresión de que tu explicación te hubiera hundido más en el fango.

—Venga, chicos, dejad eso —dijo Honey—. Ya nos toca.

Una vez dentro, cualquiera hubiese dicho que a los Bob-Whites se les había comido la lengua algún gato porque no dijeron ni una palabra. Se habían quedado fascinados ante las estatuas de cera, que iban vestidas con ropa de verdad y que parecían vivas; los cabellos, las pestañas, hasta los ojos… todo era perfecto. A los Bob-Whites les parecieron tan reales y familiares que ni siquiera necesitaron leer los nombres.

—Es como tener delante a toda la gente de la que has oído hablar, a todos juntos —dijo Honey—. Napoleón y los Beatles, Abraham Lincoln y Liza Minelli, y todos aquí, como si les hubiesen invitado a la misma fiesta.

—¡Y Shakespeare! —dijo Mart, acercándose para ver mejor—. Aquí pone —añadió, mientras consultaba su guía— que hacen una impresión del rostro en cera… utilizando la cabeza real, si es posible. Si no, un artista la esculpe. Luego pegan el cabello en la cera caliente, uno a uno. Los ojos son de cristal hecho a mano, del color de la víctima… digo del sujeto. Hay una colección de ojos en los cajones del almacén… ¡eso tengo que verlo!

—Yo he oído decir que muchos líderes del mundo… hasta reyes y reinas… vienen aquí, al Museo de Madame Tussaud, para que les tomen medidas y les fotografíen —dijo Jim.

—Mirad… aquélla es Madame Tussaud en carne y hueso… mejor dicho, en cera —dijo Trixie señalando con el dedo a la célebre señora, en el salón de la entrada—. ¿Todavía vive?

—No del todo —dijo Mart en broma—. Según la guía, comenzó a hacer sus estatuas de cera bastante antes de la Revolución Francesa, cuando tenía sólo dieciocho años, y murió en 1850, a la edad de 89.

—Aquí dice que Benjamín Franklin posó para ella cuando estuvo en París, en 1783, ya viejo —dijo Jim, que iba leyendo lo que ponía en el libro—. Fue el primer estadista americano que se esculpió en cera.

—También hizo a María Antonieta… nada más salir de la guillotina —dijo Mart—. Le trajeron la cabeza en una cesta —añadió el muy macabro, pasándose el dedo alrededor de la garganta.

—¡Uf! —exclamó Trixie mirando a Honey, que también se había estremecido.

A Trixie le vinieron a la memoria los primeros días de Honey en Sleepyside, cuando se desmayaba en cuanto veía un poco de sangre.

Ahora está tan resuelta como yo a ser detective —pensó Trixie—. Claro que sigue pasando miedo de vez en cuando, pero eso es porque normalmente se muestra más juiciosa que yo.

No es que Trixie fuera una cabeza loca. Cuando pensaba en lo que había hecho, solía calificar sus actos de impulsivos. Lo malo era que esas reflexiones siempre llegaban demasiado tarde.

En ese momento recordó Trixie al resto de los Bob-Whites que no estaban allí, y le dio mucha pena de que no hubiesen podido venir con ellos.

—Sobre todo Dan… él se merece un viaje como éste —dijo Trixie en voz alta, sin darse cuenta de que, si alguien la oía, no sabría de qué estaba hablando—. ¡Trabaja tantísimo! —añadió sonrojándose.

Honey sonrió; ella entendía perfectamente a su amiga.

—Sí, ojalá hubiera venido Dan —dijo—. Y Brian. Pero están tan obsesionados con lo de ganar dinero…

—Y Di siempre tiene que marcharse a algún sitio con sus padres —añadió Mart, al que le gustaba Di.

Al contrario que su hermana Trixie, Di lo admiraba.

—Pues casi es preferible que no hayan venido —opinó Jim—. Serían tres más confundiendo a los camareros y a los guardas de los museos.

Mart se descolgó la cámara e hizo que los demás posaran delante de un grupo de presidentes de los Estados Unidos de América.

—Tú deberías estar entre ellos —le dijo Trixie—. ¡Eh, déjame sacar la foto a mí!

Todos protestaron.

—Trix, tú siempre sacas las fotos movidas —dijo Mart.

—Cuando no nos decapitas a todos —añadió Honey riéndose a carcajadas—. ¡Y por hoy ya he tenido bastantes sesiones de guillotina!

Por fin, Jim se ofreció a sacar la foto.

—Chicos, nuestros profesores de historia van a quedar impresionados —se le ocurrió decir a Trixie—. Aquí nos tienes, saliendo en la misma foto que George Washington y Teddy Rossevelt… ¿a que es gracioso? Y mirad… el presidente Kennedy, y Jimmy Carter. ¡Guau!

—Aquí está Enrique VIII —dijo Jim al entrar en otra sala—, rodeado de sus seis esposas.

—¡Hablando de cortar cabezas! —dijo Mart—. Así obsequió él a algunas de sus mujeres, ¿sabéis?

—Él fue «el terror» —dijo la madre a los dos pelirrojos, que seguían pegados a los Bob-Whites—. ¡Era un hombre malísimo!

Afortunadamente, Honey no estaba por ahí para oír su conversación sanguinaria.

—¡Trixie! —gritó ésta desde el otro lado de la habitación—. ¡Ven aquí! Mira, la reina Isabel… Ahora, fíjate en su collar. ¡A que se parece muchísimo al mío, al que he heredado!

Honey hablaba con tanta impaciencia que atrajo la atención de los otros Bob-Whites, que se agruparon en torno a ella.

—Vamos, vamos, pónganse en fila, pónganse en fila —les recriminó un caballero inglés, muy corpulento, apuntándoles con su paraguas negro.

Una multitud de turistas acababa de irrumpir en la Sala de los Reyes, y los Bob-Whites se habían salido de la cola. Para un británico, era éste un delito comparable al asesinato en primer grado.

Honey no se movió. No podía apartar la vista de la reina pelirroja, y la reina Isabel I parecía mirarla con desdén. Llevaba un manto riquísimo, todo ornamentado de joyas… y un collar con gemas de todos los colores.

—No son exactamente iguales, Honey —le dijo Trixie.

Img4

—No, pero creo que esto le da la razón al joyero que examinó el collar —insistió Honey.

Los Bob-Whites se echaron a un lado para dejar que los turistas pudieran seguir avanzando.

—Honey, puede que estés en lo cierto —dijo Jim—. El tasador dijo que fue hecho hacia el año 1600, ¿no? Y esa fecha coincide con el final del reinado de la reina Isabel I , ¿verdad?

—Isabel I, 1558-1603 —recitó Mart.

—Elemental, querido Watson —dijo Trixie en tono de burla—. Lo has leído en la placa.

—Os prometo que ésta será la última vez que hablo de cortar cabezas —dijo Mart—, pero no puedo dejar de mencionar que hasta la reina Isabel I era una cortadora de cabezas. Ella fue responsable de la decapitación de la reina María de Escocia… ¡su propia prima!

—Siempre he oído hablar a la señorita Trask de lo dulce que encuentra el acento escocés, y a mí también me gusta —observó Jim—. Pero debo reconocer que la historia de Escocia está llena de sangre.

—¿Y qué me dices de la historia de Inglaterra? —dijo Honey, estremeciéndose—. Bueno, vamos arriba, a ver a la Bella Durmiente.

Trixie aprobó la propuesta con entusiasmo. Las vidas (pero sobre todo las muertes) de las personas que rodearon a Isabel I casi le habían mareado. Por algún motivo, quiso alejarse lo más posible de una figura flaca, con el rostro marcado por las cicatrices, vestido todo de gris, desde el sombrero hasta los pantalones sucios.

Arriba, en la sombría Cámara de las Estampas Vivas, yacía la famosa princesa del cuento de hadas. Sus cabellos dorados, del mismo color que los de Honey, se desparramaban sobre una almohada de encaje blanco, y su pecho subía y bajaba, como si estuviera todavía durmiendo.

—Está respirando —susurró Honey.

También les impresionó la ensordecedora Batalla de Trafalgar, que estaba situada dos pisos más abajo. Era como una batalla naval de verdad, con los cañones, con el humo sofocante, con llamas por todas partes, y cincuenta marineros de cera combatiendo en la cubierta del navío.

—¡Guau! —dijo Mart—. ¿Cómo habrán hecho esto?

—Casi todo lo hacen con electricidad —explicó Jim—. Juegos de luces, cintas magnetofónicas… me figuro que deben meter bastante más ruido que en tiempos de Madame Tussaud.

—No nos olvidemos de la Cámara de los Horrores —dijo Trixie.

Tenía tantísimas ganas de ver a los criminales y villanos más notorios de la historia, que fue ella la que encabezó la expedición, bajando unas escaleras de caracol, que llevaban a las mazmorras.

La luz pálida alargaba las sombras de los ya de por sí espantosos Jack el Destripador, los criminales de guerra nazis, Lee Harvey Oswald (el asesino de Kennedy) y una multitud de campesinos franceses contemplando, fascinados, la guillotina utilizada en la Revolución Francesa. Una música tenebrosa se filtraba por entre los resquicios de las oscuras celdas.

—¡Brrrr! —exclamó Honey temblando—. Hace frío aquí abajo.

La mayor parte de los archicriminales estaban detrás de las rejas.

—Según parece, los visitantes les cortaban los dedos de cera y se los llevaban como recuerdo —dijo Mart—. Y hablando de dedos de cera, yo no me voy de aquí hasta que no vea cómo hacen todo esto. Apuesto a que les convencemos para que nos dejen ver los talleres.

—Adelante —dijo Trixie—. Yo prefiero ver el resto de los Horrores. ¿Y tú, Honey?

—Bueno —dijo Honey—. Ninguna de las dos alternativas me parece una maravilla. Pero supongo que los talleres deben ser más macabros aún que esto, así que me quedo contigo.

—Vete con Mart si quieres, Jim —dijo Trixie—. Nos veremos a la salida.

—Yo creo que es mejor no separarse —opinó Jim mirando a Trixie.

—¡Por favor! —exclamó Trixie moviendo la cabeza—. ¿Qué va a pasar? Todas estas figuras son de cera, te lo recuerdo. Tal vez sea uno de los lugares más seguros del mundo, pese a su apariencia sanguinaria.

Jim sonrió y miró la hora.

—Muy bien —dijo complaciente—. Entonces, nos vemos en la salida principal dentro de diez minutos. Tenemos que encontrar el camino de regreso al hotel antes de que la señorita Trask decida llamar a Scotland Yard.

—¿Diez minutos nada más? —preguntó Mart extrañado—. Ay, «el tiempo está descentrado», como diría el Bardo.

—Sólo cuando lo pierdes —señaló Trixie mientras los chicos se iban.

Ya era casi la hora del té, y quedaban pocos curiosos en los corredores subterráneos. Trixie y Honey no osaban separarse mientras iban de cámara en cámara, de espanto en espanto.

—Me estoy empezando a arrepentir de no haber ido con los chicos —dijo Honey.

—Sólo un minuto más —suplicó Trixie—. Si vamos a ser detectives, nos conviene saber contra quién nos vamos a enfrentar… ¡ay, ay, ay!

Al doblar una esquina por uno de los angostos pasillos, Trixie había rozado a una figura rígida que había en un nicho en tinieblas, cavado en el muro.

—Mira, ¿a que es rarísimo? —murmuró.

Lo más curioso era que parecía una copia casi exacta de la figura flaca y gris que había visto en la Sala de los Reyes. Hubo un momento en que Trixie imaginó que el museo había puesto esas figuras repetidas para gastar una broma pesada a los visitantes.

No, eso no tiene sentido —pensó Trixie—. Será el mismo que vi arriba.

Su rostro blanquecino tenía la misma expresión maligna, sus ojos negros despedían el mismo brillo de demencia, y llevaba puesta la misma ropa, gris.

—Me pregunto qué clase de criminal será —dijo Honey en voz muy baja.

Trixie se acercó para decirle al oído:

—¡Un carterista, seguro!

La señorita Trask les había prevenido contra los carteristas de Londres, y esta figura respondía a la idea que tenía Trixie de lo que era un carterista. Buscó alguna placa que lo identificara, pero no encontró nada.

—Por favor, Trixie —suplicó Honey—. Vámonos de aquí.

—Espera un segundo —dijo Trixie observando la mirada oscura del hombre… hasta que (podría jurarlo) las pestañas blancas se movieron.

Durante un buen rato siguió mirándolo, desafiante.

—Parece tan real —murmuró Honey.

—¿Pues a que no lo adivinas? —dijo Trixie al ver que parpadeaba de nuevo—. ¡Es real!

La figura rígida se echó hacia adelante, cogiendo a Honey por el brazo.

—¡No sueltes el bolso! —gritó Trixie.

El pequeño hombrecillo trató de quitarle el bolso a Honey, que se puso a chillar al ver que la tira de cuero se le clavaba en el brazo.

Trixie procuró apartarlo de su amiga, pero él era sorprendentemente fuerte. Sus manos huesudas eran como garras de acero; la pelea continuó en el estrecho pasadizo en tinieblas.

¡Bob, bob-white! —silbó Trixie a pleno pulmón.

Pero los chicos estaban demasiado lejos como para poder oírla.